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El golpe en vago

Cuento de la 18.ª centuria

José García de Villalta




ArribaAbajoPreámbulo


García de Villalta

Nació en Sevilla. Por motivos políticos emigró a Londres1 y a París2. En esta ciudad le encontramos en 1831 pasando penalidades hasta el verano de 1832, en que obtiene un puesto de profesor de Física en una Escuela agrícola de Suiza3. Regresa a España en 1833, acogiéndose a la amnistía que Fernando VII dio empujado por María Cristina. Finalmente le hallamos en Madrid en 1834, y el 25 de julio es encarcelado, al mismo tiempo que Espronceda4, por haber escrito artículos periodísticos contra el Ministerio de Martínez de la Rosa (noche 25 de julio de 1834).

Desde su aparición en Madrid se entrega de lleno a la labor literaria. Traduce Le dernier jour d'un condamné, de Víctor Hugo. Antes de 1834, este escritor gozaba de escasa popularidad en España, y posiblemente se trata de la primera traducción de una obra del gran romántico francés5. En el mismo año también le hallamos de redactor de El Siglo, periódico que dirigía Bernardino Núñez de Arenas, y en el que colaboraban, entre otros, Espronceda y Nicomedes Pastor Díaz6, y traduce también Historia de la vida y viajes de Cristóbal Colón, de Washington Irving7.

La publicación de El golpe en vago viene al siguiente año 1835. Y del 36 al 38, Repullés publica Teatro español moderno, en cuya colección se incluían obras dramáticas de autores contemporáneos, entre las que se encontraban de García de Villalta El astrólogo de Valladolid, comedia histórica en cinco actos y en verso, y Los amores de 1790, comedia en dos actos y en verso8.

En 1837 había fundado El Labriego. Dirige9 a la muerte de Juan Esteban Igaza y hace entrar en la redacción a Zorrilla10:

«Una noche me encontré al volver a mi casa de pupilaje una carta de don José García de Villalta, que decía:

"Muy señor mío: He tomado la dirección de El Español, periódico cuyas columnas surtía Larra con sus artículos; pues la muerte se llevó al crítico, dejándonos al poeta, entienda que éste debe suceder a aquél en la redacción de El Español. Sírvase usted, pues, pasar por esta su casa, calle de la Reina esquina a la de las Torres, para acordar las bases de un contrato. Suyo afectísimo, J. G. de Villalta".

Era éste el autor de El golpe en vago, la novela mejor escrita de las de la colección primera del editor Delgado. Teníale yo en mucho desde que la había leído y las relaciones entabladas con el hombre acrecentaron mi respeto y mi estimación hacia el escritor. Villalta era un hombre de mucho mundo y de un profundo conocimiento del corazón humano; de una constitución vigorosa, con una cabeza perfectamente colocada sobre sus hombros, de una fisonomía atractiva y simpática; con una boca fresca, cuya sonrisa dejaba ver la dentadura más igual y limpia del mundo. Su cabellera escasa era rubia y rizada, y no he podido nunca explicarme por qué su busto abultado de contornos que recordaba el olímpico busto de Nerón, pero del Nerón poeta y gladiador en su viaje a Grecia; el Nerón que ponía fuego a dos viejos barrios de Roma para obligar al Municipio republicano a construir otro nuevo tan suntuoso cómo la mansión palatina que él junto a lo incendiado habitaba... El hecho es que Villalta era todo un hombre sobrio y diligente, pero gracioso y amabilísimo, coma andaluz de la buena raza; su trato era fascinador y en cinco minutos hizo de mí lo que convino en nuestra primera entrevista; el cuarto en que ésta pasó influyó sin duda en mi aceptación. Era una sala grande cuadrada, en cuyas blancas paredes no tenía Villalta más adornos que dos espadas de combate, dos sables de la academia de armas y un magnífico par de pistolas. Una grandísima mesa de despacho, cargada de papeles, estaba entre él y yo, y por una puerta entreabierta se veía el inmediato aposento, el baño, del que acababa de salir...».



Ésta es la ligera semblanza de Zorrilla.

En 1837, Mesonero Romanos, en sus Escenas matritenses, cita a Villalta entre las salientes figuras literarias que acudían a las sesiones del Ateneo Científico y del Liceo Artístico y Literario11. Al siguiente año figura como presidente en una sección del Liceo12 y estrena su obra original Los amores de 1790 que antes hemos citado, incluida en la colección de Repullés, comedia en dos actos y en verso, y en 13 de diciembre de este año 1838 estrena su traducción de Macbeth, que fue recibida con lo que Blanco García denomina «silba monumental»13, si bien sus méritos no eran escasos para tal acogida, lo que quizá explique que todavía se repitiese su representación los días 14, 15 y 16 del mismo mes14. Del mismo año es su traducción de la obra de Casimiro Delavigne El paria; tragedia en cinco actos y en verso.

Año 1839. Estrena El astrólogo de Valladolid, comedia histórica original, en cinco actos y en verso, obra de carácter progresivo, que fue puesta en escena ocho veces (los días 31 de enero y 1, 2, 3, 4, 15, 19 y 20 de febrero). En ella trata un tema utilizado por Lope de Vega: el casamiento de los Reyes Católicos.

En 1840 funda El Labriego, revista en la que se publica por vez primera la conocida composición de Espronceda: El Dos de Mayo. Es Villalta el que, también en esta fecha hace el prólogo de las Poesías de Espronceda, aparecidas en este mismo año. Parece ser que también lanza un folleto político15. Según Méndez Bejarano, en este año muere: «Falleció en Grecia, donde desempeñaba el cargo de ministro de España»16. Veremos seguidamente que esta fecha no es exacta.

El 27 de mayo de 1841, según la Gaceta17, una comitiva de patriotas liberales, de los que en 1830 habían entrado en España con armas para restablecer el régimen constitucional, entre los que se contaba García de Villalta, secretario de la Dirección de Estudios, había visitado al regente Espartero. Esta noticia contradice la dada por Bejarano sobre la muerte del escritor.

Antes de 1846 debía de haber muerto García de Villalta, puesto que Nicomedes Pastor Díaz pronunció en esta fecha un discurso en el Liceo de La Coruña18, donde dedica unas palabras de recuerdo a los desaparecidos Espronceda y Villalta diciendo: «Los mismos que han florecido en nuestros días y que contaban nuestros años: Larra, Espronceda, Pelegrín, Villalta; cuya memoria me es triste recordar porque habían empezado conmigo su carrera malograda, apenas han bajado al sepulcro y ya sus nombres no pertenecen a la política en que militaron ni a los partidos en que se dividieron. Son ya solamente de su Patria, porque fueron de su Literatura».

De su aspecto sabemos, además de las noticias de Zorrilla insertas anteriormente, por el mismo Ochoa en Miscelánea de literatura, viajes y novelas19, quien le describe así: «Sacudiendo su larga cabellera de un rubio amarillento, como la melena de un león, alto, fornida; respirando fuerza por todos los poros...».

García de Villalta, probado su ingenio en diversas manifestaciones literarias, se nos presenta simultáneamente como periodista, poeta, dramaturgo, novelista y traductor. Sobresalió entre los principales y mejores traductores de la época romántica, al lado de Bretón, Gil y Zárate, Larra y Ventura de la Vega. Siendo perfecto su conocimiento del castellano, no lo era menos el del inglés y francés. Así consiguió enaltecer las traducciones que comenzaron con el movimiento romántico a ser tan numerosas como malas. Es conocido como novelista por su obra histórica El golpe en vago, generalmente considerada en la relación de novelas históricas españolas, si bien su calidad no merece un abierto elogio. A veces sólo ha sido conocido como prologuista de las Poesías de Espronceda. No falto de ingenio, es de advertir en él, sin embargo, más calidad de erudito que cualidad de novelista. Tiene el mérito de su perfecto castellano. Movido entre algunas de las figuras más señeras del romanticismo español, es a su vez también una figura representativa, en cierto grado, de este movimiento; tanto en el campo literario como político y social, ala vez que es un número más, y digno de mención, entre los novelistas históricos.

A Villalta es debida la presentación de Zorrilla a Espronceda. Así nos lo narra el mismo Zorrilla en la citada obra Recuerdos del tiempo viejo:

«Una tarde me dijo Villalta: "Esta noche iremos a casa de Espronceda, que ya desea ver a usted..." Yo quería, yo idolatraba a Espronceda... Villalta leyó sonriendo en mi fisonomía lo que pasaba en mi interior y me condujo en silencio a la calle de San Miguel, 4. Espronceda estaba ya convaleciente, pero aún tenía que acostarse al anochecer. Introdújome Villalta en su alcoba y, diciendo sencillamente: "Aquí tiene usted a Zorrilla"; me empujó paternalmente hacia el lecho en que estaba incorporado Espronceda... Villalta se despidió y nos dejó solos...».



En el campo del periodismo, recuerda en su estilo y doctrinas al que fue su amigo Armando Carrel.




El golpe en vago

Se dice que primitivamente fue escrita en inglés para un librero de Londres bajo el título de The dons of the last century. Se ignora hasta qué punto sea cierta esta aseveración, partida no se sabe de dónde. Posiblemente no carece de fundamento, pero es lo cierto que no ha habido hasta hoy posibilidad de comprobarlo.

Es la novela histórica más conocida de todas las que se publicaron en el año 1835. Su acción se supone en la España del siglo XVIII, como en el subtítulo se señala, y su base histórica es una subjetiva presentación de los jesuitas en ese siglo, presentación que se convierte, a lo largo de toda la obra, en un duro ataque para aquéllos. Logra el autor mantener en un buen tono la ficción, consiguiendo el ambiente alrededor de una base histórica tan débil. Sus alusiones arqueológicas, detalle muy romántico y consustancial a la novela histórica, existen sin gran profusión de número, pero con acierto de exposición, destacando entre ellos la descripción de la catedral de Sevilla. La pluma de Villalta corre más fluida y abundante en las descripciones que contribuyen a formar el color local de la novela, hasta el punto de que en ciertos momentos parece que quiere ser una novela de costumbres. La pintura de los caracteres adquiere tonalidades débiles y desvaídas, y el diálogo nos arrastra a unas parrafadas lentas y pesadas, que solamente adquieren viveza y agilidad cuando el diálogo se impregna de un carácter dramático. Las escenas que quieren ser cuadros naturalistas forman una sucesión de cuadros vulgares, entre los que se mezcla el chiste volteriano. Lo más que nos impresiona, y desfavorablemente, es la importancia que el autor ha dado a exaltar los términos de lo horrible y tremendo en su deseo desmedido de hacer uso de lo impresionante.

Aunque a Villalta se le cuenta entre los admiradores de Walter Scott, la influencia del escritor escocés sobre el autor de El golpe en vago, no es muy visible a simple golpe de vista, ni por su estilo ni por sus recursos imaginativos, aunque sí se verá, a lo largo de la obra, que alguno de los personajes y situaciones tienen cierta concomitancia con los del autor inglés, cosa no extraña en todas estas obras del género, pues siempre quedarían sedimentos de las repetidas lecturas de aquél. Dos obras de Scott parecen ser las que más directamente pesaron sobre el ánimo de nuestro escritor: Ivanhoe y Guy Mannering.




Bibliografía


Biografía-Crítica

ESPRONCEDA, José: Poesías. Prólogo de García de Villalta. Imp. Yenes. Madrid, 1840.

GARRIDO, Fernando: Historia del reinado del último Borbón de España. Barcelona. Manero, 1868-1869, t. I.

HUGO, Víctor: Último día de un reo de muerte. Traducción de García de Villalta. Madrid. Imp. Norberto Llorencia, 1834.

MÉNDEZ BEJARANO: Diccionario de escritores, maestros y oradores naturales de Sevilla y su actual provincia. Sevilla, 1922.

NÚÑEZ DE ARENAS, M.: «García de Villalta». Miscelánea romántica, en Bol. de la Bib. Mén. Pel., 1927, IX, 32.

OCHOA: Miscelánea de literatura, viajes y novelas. París, Bailly Baillière, 1867.

OCHOA, Eugenio de: París, Londres y Madrid. París, Baudry, 1861.

PASTOR DÍAZ, Nicomedes: Obras. Madrid, Tello, 1866.

PEERS, Allison: Revue Hispanique, octubre de 1926, págs. 104 y sgs. Estudia las reminiscencias de Walter Scott en El golpe en vago.

Teatro moderno español. Colec. de varios dramas de autores modernos. Madrid, Repullés, 1836-38.

TORRE PINTUELES, Elías: La vida y la obra de José García de Villalta, Madrid, 1960.

ZORRILLA, José: Recuerdos del tiempo viejo. Barcelona, 1888. Madrid, 1882.




Ediciones

El golpe en vago. Cuento de la 18.ª centuria, por don José García de Villalta. Madrid. Imp. de Repullés, gabinete literario, 1835. 6 tomos. Es la primera edición.

El golpe en vago. Reimpresión de la anterior. Madrid. Imp. de Luis García, 1859.

Pueden leerse noticias sobre él, en otras revistas de la época, en:

El Español, 1837.

El Labriego, 1840.

Panorama. Madrid, 1838.

El Pensamiento.

Revista de España, agosto de 1834.

El Siglo, 1834.








ArribaAbajoIntroducción

Carta de don Alejo Cevallastigardi y Chodapeturra al editor


San Sebastián, 1 de enero de 18...

Muy señor mío:

Ya me parece que le veo a usted confirmar preocupadamente de ilegibles los papelotes del adjunto paquete, si por casualidad ha mirado la firma y observado por ella que yo, autor suyo, he tenido la felicidad de ver la luz en las provincias. Pero, no es de usted el juicio, el que un bledo a mí me importa, sino el fallo del público, que no bien ha echado el ojo a nombre del solar de Vizcaya en el rótulo de un libro, cuando a las mientes se le viene aquello de «si lanza arrojas y espada sacas», como si no tuviéramos nosotros cascos, lengua y pluma tan buena como las que se encuentran allende. Y no crea usted que me pese esta necia opinión popular por el respeto o amor que al público le tengo; que sería yo asaz de mentecata si amara la mezcla de ignorante plebe, nobleza ignorante, caprichosas viejas, petulantes niñas, lampiños mancebos, hombres sin mérito ni luces y chiquillos llorones, de que en la totalidad se compone el dicho público, aunque haya engastados en él, como margaritas en cieno; algunas personas de virtud y de talento, cuya admiración valga un comino. Por lo que me toca a mí al alma la tal frasecita de «si lanza arrojas», es porque me toca el bolsillo. Quiero decir, que el caribe del público se guardaría muy bien de comprar el libro de pasatiempo, en que viese por el del autor un nombre acabado en la sonora terminación de Urrua, Agarrí u otras igualmente armoniosas de mi provincia. Por ende, y para que pueda valerme la brillante producción que le envío un caudal; si es posible, porque mi objeto, para con franqueza hablar, es enriquecerme pronto con la pluma, sírvase usted, que entiende ese trapicheo, de hacérmela imprimir, poniendo al frente otro nombre que acabe en apelmazadas «aes», o de modo cualquiera, con tal de que antes parezca tártaro que vizcaíno.

Como no dudo que se agolpará el público a comprarla cual pan bendito, me ha parecido conveniente advertir a usted se depositen las sumas que vaya produciendo por mano de usted propia, pero con el correspondiente recibo, en una de las principales casas de comercio de esa corte que tenga correspondencia con Inglaterra; en cuyo Banco pienso ponerlas a interés. Se apropiará usted por vía de comisión un cuartillo por ciento, que no es mala granjería, y podría sacar de ella un dineral.

Puede que a mis años y en mi carácter y canas halle usted extraño, pues tal es la fatuidad humana, el que me ponga a hora a contar cuentecitos. Pero, ¿a quién le sienta mejor hacerlo que a los ancianos, según aquello de Narrative old age, de Pope? También me han dicho algunos indiscretos que, en caso de escribir libros inútiles, cual son todos los que no tratan de asuntos píos o científicos, como es, a saber, vidas de santos o artes de cocina, debía elegir un poema épico, bien clásico y pesado, cuyos personajes se llamasen Patroclos, Acates, Ulises, etc. En él podía imitar a mis anchas a los antiguos, y repetir por la millonésima vez lo que ellos dijeron con otras palabras. O si me da por lo lírico o lo bucólico, elegir alguna pastorcita de las muchas que en estas cercanías guardan cerdos; quitarle el nombre vulgar de Pacorra o Manola con que se distinguen, llamarla Silvia, y componerle versos que me hicieran inmortal. Todo menos invención. El privilegio de ver y pintar la Naturaleza fue de los antiguos. A nosotros nos está vedado retratarla directamente, y es preciso que nos contentemos con remedar las copias de los griegos y de los romanos, o cuando más de los franceses, aunque en esto parece que varía el sentir de nuestros doctores.

-Pero, ¿por qué es todo eso? -le pregunté al sandio, rechinándome los dientes.

-¿Es nuestra naturaleza inferior a la que los clásicos gozaron?

-No está ahí el ítem -me contestó el crítico-, sino, en que si a usted, por ejemplo, se le va la pluma mañana y nos escribe algo que no puede ajustarse a la ley épica de Homero, a la dramática de Terencio o la sátira de Juvenal, ¿cómo habían de juzgar de ella nuestros doctos? ¿Con qué reglas de Aristóteles o de Longino habían de medirle a usted las palabras, si no conocieron su asunto de usted aquellos reglistas? Y como los doctos que juzgan son hombres de carne y hueso, pero sin talentos ni inspiraciones propias, ni más riqueza mental que saber a fuerza de años de estudio algo de lo que en instantes de fervor poético escribieron otros, si usted o semejante quidam que ni es doctor ni miembro de la Academia le pone delante un cuadro nuevo, para cuyo examen no basten sus anteojos, cuya profundidad no pueden penetrar; cuyo colorido los deslumbre, como por un lado no entienden el asunto, y por otro son tan sabihondos que de puro saber viven, dicen que es una monstruosidad la pintura, y se aperran contra ella, para no descubrir lo inútil de sus herramientas, ni que se mofe de ellos la plebe. De aquí es, señor don Alejo, la tirria que tienen nuestros doctos a los autores ingleses y alemanes. Pues, ¿no se la han detener, señor, si no los entienden? Uno de ellos, y de los muy pedantes y doctorales por más señas, tuvo no ha largos años la audaz majadería de intentar un ataque contra Shakespeare traduciéndole, o más bien descuartizándole su Hamlet. No hay línea en la versión; aunque da ésta vehementes indicios de no haberse hecho de la lengua original; no hay línea, repito; que no demuestre palpablemente la presunción ridícula, la ignorancia y desacierto con que en cuanto dice procedía el traductor. Nadie se ha burlado aún de esta miserable parodia, que no traducción; ¿y por qué? Por cuatro razones principales y cuatro mil accesorias. Primera, porque pocos conocen ni el original ni la copia. Segunda, porque el desventurado copista era también de los doctores. Tercera; porque fue su objeto, al farfullar aquellas duras y borrosas páginas, combatir el desenfreno inventor de los modernos, y volver este derecho a sus antiguos cauces. Cuarta, porque los doctores o sabios de respetable y autorizada crítica no saben el inglés, e ignoran cuántas dio en la herradura su colega. Así, pues, déjese usted de cuentos ni consejas, y a lo épico, señor don Alejo: o ya que quiera usted obstinadamente que hablen sus personajes en prosa, unos dialoguitos principiando con... Muchas veces he pensado, oh Teófilo, o cosa semejante que pueda pasar por imitación de Platón. ¡Pero novelas! ¡Se le tragarán a usted vivo! Eso de contar cuentos es cosa de niños o damiselas sentimentales.

Le confieso a usted que me encendió el crítico en cólera. Me hubiera tirado a él...; pero reprimiéndome le dije:

-¿Conque me quiere usted hacer creer formalmente que Cervantes, Voltaire y sir Walter Scott eran tres señoritas petimetras, ni más ni menos?

-¡Ah! Eso es diverso -me contestó-. Ésos son grandes hombres.

-¡Pues cogilo, por Santa Ana! -le repliqué con la tenacidad de mi provincia- ¿Y son sus cuentos buenos?

-Admirables..., pero...

-¡No hay peros conmigo! Según usted confiesa, existen novelas buenas que han dejado justa y honrosa inmortalidad a sus autores. Las novelas malas serán de niños y damas, así como los poemas épicos malos son propia fruta de pesados y estúpidos estudiantones; las malas historias de muñidores de cofradía, y los malos versos amorosos de todo el mundo; sin que esto deba quitar su fama a los primeros en cada clase, como Hornero, Cervantes, Tácito, Garcilaso y Herrera. Lo malo, señor crítico vinagre, ya sabíamos que era malo antes que usted ni sus doctores lo dijeran, aunque se tratase de oro, vino o diamantes; lo bueno siempre es bueno, ¡voto a tal!, aunque sea agua pura, hierro o mármol, y en cuanto a los géneros, no es mejor, ¡vive: Roque!, lo trágico que lo cómico, elegíaco o novelesco, pues son composiciones de diversa inspiración y consecuencias, y no pueden compararse entre sí, como no pueden los estilos del Corregio de Rafael y Murilla, cuyas bellezas respectivas consisten en cosas diferentes; aunque todos juntos y cada uno de por sí creó más bellezas que usted ni sus doctores han imaginado, en el discurso entero de tan largas e inútiles, vidas como llevan. ¡Mucho de enhoramala para él, el hallafaltas!

Salió mi hombre cabizbajo, y obró como prudente, porque arranques me dieron de hacerle salir por la ventana; pero del enemigo el consejo. Como me dijo que no inventara, me he guardado cual de pecar de poner una sola cosa sacada de mi cabeza. Usted sabe, y si no sépalo, que fue mi padre hijo de un caballero abuelo mío, el cual sirvió de mayordomo en Sevilla a los marqueses de E***; a uno de cuyos títulos le pasaron varias aventuras que forman el asunto de mi obra. Los papeles originales que comprueban los hechos envío a usted para que vea que no miento, y sepa de fijo que no hay cosa alguna inventada por mí si no es la retahíla de contar y decir, dijo Fulano, respondió Zutano, volvió Fulano a repetir, Zutano respondiole, y otras frases de puro ornato que hermoseen la sequedad de la acción.

Esperando quedo hará usted de modo que de manera alguna husmee el público mi nombre ni alcurnia; ni piense que el cuento es inventado ni mío, y confiado en que a vuelta de correo tendré carta de usted, incluyéndome letra de los primeros productos de mi obra, queda de usted muy atento y seguro servidor, q. s. m. b.:,

ALEJO CEVALLASTIGARDI Y CHODAPETURRA.

P. D.: No sería fuera de propósito que latinizara usted los nombres de los personajes, si a tanto alcanzan sus letras.






ArribaAbajoLibro primero


ArribaAbajoCapítulo I


Come; shall we go and kill us Venison?
And yet it irks me, the poor dappled fools,
Being native burghers of this desert city,
Should, in their own confines, with forked heads,
Have their round haunches gored.





    Vamos a la selva
a cazar venados,
aunque harto me pesa
que a los pobres diablos,
del monte desierto
libres ciudadanos,
la frente enrramada,
en sus mismos campos,
de sangre bañemos
con duro venablo.


(SHAKESPEARE.)                


Érase que se era, y el bien que viniere para todos sea, y el mal para quien le fuere a buscar, que en el medio de uno de los más calurosos días del verano de mil setecientos y pico, estación y hora en que en España de manera alguna


[...] Volge 'l desio
A' naviganti, e 'ntenerisce il cuore.



se apareció por las sierras de Andalucía, caballero en una mula cojas un personaje como hasta de cincuenta años de edad, de robusta talla y vigorosos miembros. Cubríale la cabeza un formidable sombrero de la forma de las canoas de indias, los hombros y espalda una abundante capucha de franela blanca, y el cuerpo túnica de lo mismo, arremangada la falda y prendida a la cintura para que no se empolvase y dejara libre movimiento a las robustas piernas del jinete. Eran de ante los calzones, de cuero también los botines, alta la silla de arzón, estribos de hierro, pretal tachonado y freno con cascabeles.

El cansancio de la mula hacía cada vez más sensible su cojera. También la vista del animal debía haber padecido algo a fuerza de años: a cada paso un tropezón, a cada tropezón un espolazo. Si hubiese sabida hablar la mula, hubiera recordado al espoleador el mucho peso de su persona y el de las alforjas que llevaba a la grupa; no pudiéndolo hacer, sufría en silencio los palos, como otros que no son mulas, mientras su dueño picaba con una guaiceña de dos tercias un chicote de tabaco negro. La misma cuchilla le sirvió de eslabón, y a poco rato iba ya gozándose en las delicias de un pestilente cigarro. Momento aciago para la mula, pues apenas las manos del fumador quedaron desocupadas, tiró de la vara que llevaba debajo del muslo izquierdo; y le mosqueó en tal guisa las orejas, que le restituyó mal de su grado cierta parte de la fiereza juvenil.

Rara fisonomía era la del reverendo viajero. Rostro ovalado, facciones gruesas y osadas, cejas grandes medio canas, ojo audaz y penetrante, color tostado y labios grandes y espesos. Mucha irascibilidad, castigando a su cabalgadura; pero al deponer la vara, he aquí otro semblante en que campeaban la sencillez, la humildad y el descuidado contento. El mismo Lavater no hubiera fácilmente decidido si era nuestro hombre un bendito o un desesperado. El rosario que llevaba a la cintura favorecía la primera opinión; el trabuco colgado al arzón trasero daba indicios de la segunda. Pero lo que no puede dudarse, según la distracción en que parecía envuelto, es que ocupaban su ánimo asuntos de grave importancia, y que iba entregado a profundas meditaciones.

Tal vez hubiera continuado en ellas por más tiempo, a no haber querido la mula distraerlo, para lo cual hizo primero una genuflexión y profunda reverencia a guisa de apología, hincó en el suelo ambas rodillas, y se echó por tierra con grande compostura:

-Al fin se cumplió mi profecía -dijo el religioso con moderación ejemplar-. Gracias a Dios que no ha habido hueso roto -y apeándose ligeramente miró a la mula y conoció que no tenía cura-. Está in articulo mortis -añadió- y yo en el caso más gracioso del mundo. Gracias le sean dadas al prior que tan buenos palafrenes proporciona a sus inferiores. Si hubiera salido a recoger limosnas, no habría faltado otra acémila mejor en las caballerizas del convento.

La posición difícil del padre exigía antes movimientos que reflexiones. La mula estaba mordiendo la tierra con medio abierta boca, y los roncos quejidos que despedía, sus amortiguados ojos y abiertas narices indicaban que no tardaría mucho la muerte en librarla de frailes obesos que la montasen. Salió, pues, el viajero con su trabuco en la mano, y sin perderla de vista, en busca de algún pastor a quien dejar la silla y alforjas; o que tal vez le proporcionase otro bagaje con que llegar al lugar. Discurriendo así aquellas espesuras, oyó voces lejanas por entre los árboles, y se dirigió hacia el punto de donde salían, cuando de repente le detuvieron los cañones de dos escopetas que vio relumbrar detrás de unos matorrales, Se oían ya más cerca las voces y el ladrido de muchos perros, y el sonar de cuernos de caza restituyeron su confianza al viandante, que no dudó le socorriesen los manteros.

Apretó contento el paso, y al trasponer la enramada que tenía delante vio a uno de los cazadores en singular batalla con un jabalí herido. Había el caballero, que tal parecía en el traje, perdido su escopeta, que tenía rota, a los pies, y el sombrero, que estaba bajo los de la fiera; se defendía, empero, con increíble agilidad a la bayoneta, logró dar otra herida al jabalí, pero se descubrió al mismo tiempo, y le hizo el poderoso y ciego animal venir a tierra sin sentido.

Triunfante ya de aquel adversario, se lanzó el furibundo jabalí sobre el fraile, que con serenidad varonil, y sin perder un instante, preparó su trabuco. La proximidad del objeto hizo inerrable la puntería; y cuatro o cinco balas que el cañón encerraba despedazaron la cabeza del impávido enemigo.

Pasó todo esto en poquísimos segundos, y tardaron pocos más en llegar los cazadores. Algunos acudieron al desmayado caballero, otros a examinar las heridas del jabalí, y los más a besar piadosamente las manos del religioso, y a dar aplauso a su proeza con mil gratulaciones y vivas al padre Narciso. Seguíanle en derredor los cazadores con aclamaciones ruidosas, al modo que solían sus propios perros al venado, cuando fijó la atención de todos uno de ellos, que con descompasados gemidos y abundantes lágrimas estaba de rodillas junto al postrado caballero.

-Mejor les pegaría a ciertos hombres que yo conozco -dijo un cazador de ojos truculentos y avinagrados-, mejor les pegaría una rueca que una escopeta -y con estas palabras presentó el pellejo del vino al padre Narciso.

-¿Quién lo duda? -respondió su paternidad, después de un potente trago- ¡Buen brebaje, a fe mía, tío Camueso! Bien puede darle a Dios las gracias de que no estaba lejos en este trance el padre Narciso.

-Así es -contestó el tío Camueso-, y es justo que venga a cenar con nosotros esta noche a la taberna del lugar, adonde le agasajaremos como se merece. Pero, ¿dónde se mete su paternidad, que no se le ha visto la sombra en todo el año?

-Ni se me verá en seis días en el pueblo -dijo el padre-, si no me buscáis vosotros una cabalgadura que me lleve a mí y a aquellas alforjas que traigo cargadas de escapularios y medallas de su santidad.

-Y tal vez con algún pañolito de seda y un par de varas de encaje -dijo con maliciosa sonrisa un viejo de rostro aguileño, chiquitín y vivaracho, que estaba también en rueda.

-¡Cepos quedos, lengua viperina! -replicó el reverendo sin encono-, que si el padre Narciso trae alguna vez media docena de pañizuelos que despachar en el lugar, a ningún pobre le ha cerrado todavía su bolsa ni su botella, y si trae una escopeta con que defender su persona, los hidalgos y los nobles suelen, como aquí veis, sacar el beneficio de ella.

-¿Qué tienes que responderle al padre, ojos de mochuelo? -preguntó el cazador truculento al vivaracho- ¿Por qué no vas a preguntarle a tu mujer la respuesta?

-Si fuera menester ir -respondió el de la diminuta figura-, iría yo mil veces, aunque fuera descalzo, antes que enviar al padre con el recado.

Se rió el padre Narciso, y a su imitación los cazadores; y después que hubo el jovial religioso devorado una parte no inconsiderable de las provisiones de sus amigos, y quitado su tersura y rotundidad a la bota de lo añejo, ocupó los lomos de una poderosa mula que los cazadores le prestaron, y dejando la suya para pasto de lobos, continuó su camino alegre y satisfecho.

Hablaron mucho los cazadores de la aparición del fraile, asegurando que había adquirido nuevos derechos a la gratitud del lugar por haber con tanta bizarría librado de la muerte al mejor de sus caballeros.

-Así es -dijo el viejo vivaracho-, el padre de don Carlos se quedará muy agradecido por haber salvado a su heredero, y por vida mía que me alegro, porque él era el único padre de Aznalcóllar que no debía a su reverencia ningún favor particular.

Hubiera este pequeño juvenal recibido de sus compañeros la merecida reprimenda por modo de hablar tan libre, a no haberse quedado él y ellos absortos de una visión que casi pudiera llamarse milagrosa. Se les iba acercando con trémulo paso aquella misma mula que poco antes habían desaparejado y visto muerta. Retrocedieron sorprendidos, y habrían tal vez vuelto a matar al reviviente cuadrúpedo, imaginando su resurrección obra del demonio, a no haberlo es turbado el caballero, que ya estaba en su sentido y bastante mejor.

Venían siguiendo a la mula su escolapio, esto es, un robusto mocetón, al parecer gitano, y una vieja de la misma raza, agobiada de años y enfermedades, según era la dificultad con que se movía. No fue la casualidad que a aquel sitio los trajo desgraciada. Manifestaba el mozo, bajo el oscuro lustre de su rostro, mucha inteligencia y buena disposición. Cuando vio al caballero que estaba allí herido, dijo que entendía algo del sistema curativo de trancazos, cornadas y chirlos; se aplicó a curarle el brazo, y confesando con candor ajeno, por ventura, de más formales curanderos, que su ciencia y yerbas no alcanzaban más que a atajar la sangre e impedir la inflamación, aconsejó a su paciente no perdiera tiempo en volver a su lugar y ponerse en las manos del barbero.

La vieja compañera de nuestro físico de la legua había, mientras duraba la cura, revelado gran parte del porvenir a los medio crédulos y medio desconfiados cazadores, y la generosidad o profusión con que vio premiar los servicios quirúrgicos de su compañero la animaron a ofrecer al hidalgo su sobrenatural sabiduría. Halló a este nuevo auditor incrédulo y despegado por extremo, y sin manifestar el menor deseo de oír la relación de los grandes honores y dichas inauditas que le tenía guardadas la fortuna. Apuró la sibila su elocuencia para persuadirlo, habló de la sagacidad conocida de su raza y refiriéndose a ejemplos recientes, le recordó la resurrección de una mula, ejecutada a la vista de toda aquella sociedad ilustre, sin nombrar la cura de aquel braza hidalgo, hecha sin medicamentos y hasta sin hilas.

-Esos dos portentos, buena vieja -dijo el joven-, se han obrado en objetos tangibles, y no por vuestra agencia, sino por la de vuestro compañero. ¿Tiene acaso más inteligencia que él?

-Pues si me llaman a mí la tía inteligencia, señor caballero...

-Sin embargo, soy poco crédulo...

-Pues yo le juro a usía por esos mismos cabellos negros como el azabache, cuyos rizos le encubren el cuello, que ya que no quiere dar fe a mis venerables canas, se la dé a su propia; maravilla. Yo sabré despertarla. Usía tiene escrito, generoso, encima de esa frente ancha y despejada, y yo soy el genio de los pechos liberales.

-Bien, pasemos adelante -dijo el caballero- y veamos esas habilidades.

Con esta condescendencia quiso tal vez complacer a los cazadores que le rodeaban, y librarse más pronto de la oficiosa vieja.

-Aquí está mi mano; ¿cuándo me veré hecho obispo?

-Sepa usía, señor rapaz -contestó la vieja ya picada de aquel tonillo-, que no prodigo yo mi saber a los que le desprecian. El que quiera oírme ha de dar tanta más fe a mis palabras cuanto más estúpidas parezcan. Usía no quiere oírme. ¡Paciencia! Pero para que se arrepienta de ello, y se persuada de quién soy yo, voy a decirle a usía su propio pensamiento, y el secreto que más guardado tiene en su corazón, y que ni a sí mismo querría revelar.

-El premio será proporcionado al acierto -contestó el joven, ya con alguna curiosidad-. No creía yo tener secreto ninguno; pero, pues usted lo dice, verdad debe ser. Y en cuanto a la otra oferta, ¿qué estoy yo pensando ahora?

-Escucha, ¡oh joven! -exclamó la encantadora con mucho énfasis-: Tú piensas en este instante que estás hablando con una vieja decrépita y algo inclinada a loca.

-Voto a tal, que tiene la mujer mil razones -replicó el caballero, algo sonrojado, entre mil ruidosas carcajadas de los circunstantes-.

-Y que no debo yo de estar dos dedos de serlo tanto como ella, pues con esta paciencia la estoy es cuchando. Pero en cuanto a aquel secreto...

-Ésa es cosa reservada -dijo la vieja-, y no tengo yo por costumbre divulgar los de nadie.

-Así, pues, no hay ya secreto...

-Al oído -replicó ella.

Y haciendo seña a los cazadores para que se apartasen un poco, aplicó los secos labios, separando antes los rizos que la cubrían, a la oreja del caballero. Era la forma de este vigorosa y simétrica, rutilante y penetradora su mirada, majestuoso su porte, cubierto apenas de vello el labio, y las facciones todas llenas de varonil belleza. Estaba oyendo con plácida sonrisa la comunicación de la hada, cubierta casi la frente con las rotas plumas del sombrero, la mejilla reclinada en la mano, y el codo sobre la base de una tronchada encina, cuando, súbitamente, reponiéndose, le preguntó con admiración y vehemencia a la gitana:

-¿Y puede usted satisfacer acaso este deseo? Hágalo sin demora, y señálese su propia recompensa.

-Un poder mayor que los que presiden en la tierra me impone silencio -replicó la bruja.

-No hay poder que encadene la voluntad -continuó con mayores instancias el caballero-. Condescienda usted, y pida.

-¡Basta, joven seductor! -exclamó la hechicera-; no sigas; que temo que a pesar de mis años y mis artes me cautive la mirada de esos ojos de fuego. Toma esta banda, cíñela a tus vestidos, ve mañana mismo a la ciudad mayor que haya cerca de tu morada, frecuenta los sitios públicos, y antes que el sol tercero se oculte detrás de las montañas, hallarás quien pueda satisfacerte, aunque no te respondo yo de que lo haga.

Tomó la banda el caballero, maquinalmente, dudando de lo mismo que veía, y casi sospechando que sonaba. Ya sus impacientes compañeros empezaron a acercarse y recordarle que era tarde, y necesario atender a su herida. Sacó la bolsa, y sin examinarla se la arrojó a la profetisa, quien, con indescribible modestia, se la metió en la faltriquera, desapareciéndose de allí con su mocetón y mula coja, y con más rapidez que un pensamiento generoso de la mente de un avaro.

Mientras preparaban su vuelta los cazadores, los vecinos de Aznalcóllar, lugar a que pertenecían, se hallaban ocupadísimas, adornándose con sus ropas de día de fiesta para celebrar la venida. Esperaban las bellas montañesas que examinasen su garbo y atavío los ojos de amantes, padres y maridos, pues todos los hombres capaces del lugar habían tomado parte en la expedición que anualmente hacían los serranos contra las fieras de sus distritos, y que solía durar dos semanas.

Poco antes de ponerse el sol estaba, pues, la plaza única de Aznalcóllar animadísima con la presencia de todas las madres, comadres, hijas y esposas del pueblo, amén de los chiquillos, y tal cual anciano de los que se habían alargado hasta el monte a recibir la cabalgada. No podían, empero, las serranas hacer alarde de la beldad y encanto que les dio naturaleza. Sendas mantillazas, o más bien mantos cumplidos, ¡Dios perdone a su inventor!, les cubrían desde la cabeza hasta más abajo de la cintura, permitiéndoles apenas el ejercicio de un solo ojo. La forma del pie, y el modo de sentarlo en el suelo, eran sobre poco más o menos los solos indicios por donde se podía conjeturar la belleza de aquellas honradas dueñas y doncellas. ¡Cuántos chascos se hubiera llevado allí un especulador!

Entre tanto número de tapadas que, sin embargo, estaban, al parecer, llenas de esperanza y de contento, entre tanto travieso muchacho como alborotaba la plaza, había una sola cara de hombre, y ésta, seria, meditabunda, y, como si la cabeza contigua estuviese ocupada en la resolución de algún problema de cálculo integral. Pertenecía el pensativo semblante al cuerpo del escribano de la villa, hombre alto, seco, huesudo; por consiguiente, vestido de negro, y luciendo una capa de grana de los mejores materiales y última moda. Para honor a tan rico sobre todo, y separarlo del contacto de aquella infinidad de sucios serranillos que por allí jugaban, se paseaba solo el escribano a la puerta de las Casas Consistoriales, separado del bullicio, que solían abandonar de cuando en cuando dos o tres chicuelos, para venir a ver, embobados, la prodigiosa capa.

Se dilataba ya la vuelta de los cazadores más de lo acostumbrado, lo que empezó a poner cuidadosas a sus amigas. Salieron algunas al campo, las siguieron otras, detrás los chicos; y al poco tiempo se quedó desierta la plaza, y sin admiradores la capa de grana del escribano. No se habían separado mucho del pueblo los grupos de las amables serranas, cuando se empezaron a oír las deseadas voces de los cuernos de caza, el relincho de los caballos y el bullicio de perros y monteros. Poco después se oyeron también los cantares de los cazadores, a que respondieron las bellas con sus voces y panderetas, más alegres aún cuando vieron asomar por la colina inmediata a los héroes del día, trayendo en solemne triunfo los despojos de su peligrosa función. Precedía la rústica comitiva un joven a caballo, de gallarda presencia, alegre semblante, serena frente y ligeros movimientos. Ondulaba por el aire su rubia cabellera, por habérsele caído el sombrero a causa de la velocidad del galope. Brillaba en su traje cierto crepúsculo o desmayado lustre del lujo hidalgo, que si bien lo distinguía de la clase llana, no alcanzaba a indicar que fuese de la ilustre. Este mancebo llegó el primero a nuestras lugareñas, y cambiando en tristeza la alegría que de continuo animaba sus labios, les dijo a dos de las tapadas que no tuviesen miedo, que no era el accidente de peligro. En cielos siempre puros y diáfanos la menor nebulosidad que borde el horizonte turba e inquieta a los que la descubren; en labios perennemente risueños parece más triste la tristeza. Una de las dos tapadas retrocedió temerosa, preguntando la naturaleza del mal; la otra se adelantó resueltamente a averiguarlo por sí misma; y un instante después se hallaba junto al caballero, que no ha mucho vimos herido. Se apeó éste desde luego, ofreció el brazo a la dama, y notando su turbación:

-Ya veo -le dijo- que Alberto te habrá asustado con su atolondramiento y sus noticias.

-Pero, ¿es muy grande la herida? -le preguntó, agitadísima, la dama- ¿Puedes mover el brazo? ¡Qué palidez tan grande en las mejillas! -y al decirlo se pusieron las suyas de color de cera.

-¡Herida! -repitió con risa el caballero-: un mero aruño, que ya hubiera olvidado a no recordármelo el lisonjero interés con que tú le honras. Alberto me creyó sin duda en eminente20 riesgo, y aun contó medio rosario por la salud de mi alma antes de advertir que estaba entonces tan vivo como ahora.

Rodeaban ya al caballero multitud de personas, preguntándole los pormenores de su facción, que él repitió cortés y modestamente.

Llegaron en esto al lugar los cazadores con la comitiva que salió a recibirlos, y se dividieron en la plaza en pequeños grupos, acompañando al caballero a su casa las personas principales del pueblo.

Era la mansión de nuestro juvenil hidalgo espaciosa bastante para pasar en el fugar por palacio. Las señas, por si a algún lector se le ocurriese buscarla, escudo carcomido sobre la puerta, portal anchuroso, gran patio, y no pequeña escalera. Decoración en el testero del estrado de un árbol genealógico lleno de bastoncitos, espadas y capelos. Retratos por las paredes, de muchos señorones antiguos de fierísima catadura y sendos bigotazos negros, desde los cuales a los marcos dorados solían tender las arañas sus redes para cazar moscas. Durísimas sillas, desmesurados petos, espadas y armas antiguas, cuernos de venado y otros adornos del mismo jaez. Allí recibió el padre del caballero a sus tertulios con la cansada urbanidad de aquellos tiempos.

Aunque don Carlos Garci-Fernández, nombre del joven caballero de quien hablamos, vivía, en general, según el estilo de otros hidalgos de su edad y fortuna, se diferenciaba algo de éstos. Era entonces el saber leer y escribir inteligiblemente habilidad no muy común, y un mediano caudal de palabras latinas y reglas de gramática solía pasar entre la juventud por riqueza literaria. No es de extrañar que con entendimientos tan incultos, y tan absoluta ignorancia, no tuviese su ambición más alto objeto que capear bien un toro, o andar por la noche a tiros con la justicia. Carlos poseía más altos principios. Había formado su corazón un mentor virtuoso, que respetuosamente pedimos permiso para presentar al público.

Don Juan Meléndez de Valdecañas, cura párroco de Aznalcóllar, tendría, en el momento en que se abre nuestra escena, de cincuenta y cinco a sesenta años. Era de disposición impetuosa y perentoria y de costumbres austeras. Tal vez se le podría acusar de tener mayor reserva con sus feligreses, que debiera el pastor con sus ovejas; pero socorría al mismo tiempo con inaudita generosidad a los pobres, los escudaba contra toda opresión; promovía por medio de sus altas relaciones en la Corte los intereses del pueblo y patrocinaba liberalmente los adelantos de la agricultura y de la industria. No obstante su caridad inagotable y ejemplar conducta, le profesaban quizá sus feligreses menos amor que respeto, Era severo de fisonomía, de elevada e imperiosa talla, alta y despejada frente, mirada penetrante, aire abstraído y misántropo y color demasiado moreno, que, en contraste con su plateada cabellera, no le dejaban amabilidad alguna en el semblante. Bienhechor incansable de sus prójimos, amparo cierto, y consuelo de los afligidos, hubiera tal vez sido víctima de sus propias virtudes y talentos a no haberlo defendido su parentesco con los primeros nobles de la nación. Insultaban la pureza de su vida y su generosa conducta algunas gentes de influjo que no podían soportar se les arguyese de continuo en medio de su rapacidad y desórdenes con el ejemplo del párroco de Aznalcóllar. Se circulaban contra él rumores de que podía la inquisición haber tomado conocimiento directo. Decían algunos que solía el cura pasarse noches enteras en un torreón de su casa, rodeado de instrumentos de construcción rara y necromántica; que despreciando el sueño necesario a los otros hombres, saludaba diariamente a la aurora con la música de un clave, y extrañas cadencias en lengua más extraña; y a éstos añadían otros cargos, igualmente infundados e imaginarios. Tal era el tutor de Carlos. Le había dado la naturaleza un ánimo ardiente, un feliz ingenio y un corazón inflamado de vehementes pasiones. Fue su cuna, como ya hemos indicado, ilustre; y supo en su mocedad ornar la espada con los laureles de Apolo. Como Garcilaso, Ercilla, Cervantes, Mendoza y otros muchos españoles de los pasados tiempos, concibió el noble deseo de hacer dudar en los nuestros y en los futuros si merecía más aplauso por la belleza de sus composiciones o por la bizarría de sus proezas. Al volver de las guerras del Norte, después del tratado de Viena de 1731, sufrió este distinguido caballero varias calamidades que contristaron profundamente su espíritu, y resolvió abandonar el mundo y buscar la paz en la soledad y el estudio. Siendo éstos los motivos que le hicieron abrazar el sacerdocio, rehusó las dignidades eclesiásticas que en la Corte le ofrecieron, y se retiró al pequeño lugar de Aznalcóllar, adonde casualmente Carlos, niño entonces de poquísimos años, le ayudó a la misa primera que dijo en el pueblo. Agradaron al cura su desembarazo y viveza; y creciendo esta predilección con el trato diario, resolvió, encargarse seriamente de la educación de su favorito. No se limitó en el desempeño de este deber sagrado a hacer aprender a su alumno estupendas cosazas de memoria, sino que, combinando en un plan maduramente dirigido el cultivo de su razón con el de sus facultades físicas y morales, y aprovechándose de la buena disposición natural de su educando, logró formar de él un joven instruido, ágil, afable, fuerte, generoso, no menos modesto que cortés y valiente.

Entraron en casa de Carlos casi al momento mismo de su llegada, el físico y el barbero del pueblo, que curaron su herida, declarándola poco importante y nada peligrosa. Después de una abundante cena, a que concurrió, como suele decirse, la flor del pueblo, empezaron a sonar castañetas, flautas y guitarras, y un momento después rompió el baile con general y bulliciosa alegría. Dio Carlos pruebas de su deferencia hacia la niña que tanto se había interesado por su salud, absteniéndose, para no empeorarla, de empezar el baile, como en calidad de principal personaje debía haber hecho. Compensó con ventajas la compulsiva quietud de Carlos su amigo Alberto, mozo de infatigable energía en el bolero, oportuno requebrista, diestro tocador de guitarra, y extremado cantor de playeras y rondeñas. Le trataban con amistoso afecto tías y madres, antiguas solteronas y doncellas principiantes. Pero con más ternura que todas la tímida Eugenia, la de los ojos azules, compañera por la tarde de la señorita, que junto a Carlos estaba.

Era esta la beldad del pueblo y el orgullo de la sierra. Desdeñosa, tal vez demasiado, pero con aquel desdén altivo y majestuoso, aquella majestad afable e inteligente que tiene por principio un alto mérito. Cabello negro en abundancia, rizado, suelto y sedoso; ojos rutilantes y de encendida mirada; frente diáfana y orgullosa, y una sonrisa que te volvería, ¡oh lector caro!, el juicio, si por ventura no le tienes ya vuelto. ¡Dichoso, pues, Carlos!, a quien con dulcísima voz hacía de secretillo esta pregunta:

-¿Y forzosamente ha de ser mañana la partida?

-Sin duda -contestó el caballero-, pues no le permiten a mi padre sus dolencias presentarse en Sevilla, adonde acaba de decirme que se le llama de orden superior y sin demora para la liquidación de no sé qué cuentas.

-Pero con esta calor inmensa y tu herida, es muy arriesgado. ¿No ves que podría sobrevenirte una calentura?

-¿Y cómo he de remediarlo? ¿No quieres tú que vaya?

-Sólo querría que no fueses en esta semana. No me opongo al viaje; pero siento que lo hayas de hacer ahora.

-¿Y por qué?

-Ya te lo diré cuando vuelva de Sevilla.

-¡Nada de eso, dulce Isabel mía! ¿Qué momento más oportuno que éste?

-Más ha de serlo el otro, noble señor don Carlos.

-¡Imposible!, y si lo fuese, tu con descendencia presente daría nuevo mérito a la comunicación. Vamos; ¿por qué querrías que no fuese mañana el viaje?

-Tal vez por un capricho, tal vez por miedo de que se te empeore el brazo...

-No, señora mía; otros motivos habrá más poderosos...

-Creo que no te ha de gustar saberlos...

-Te perdono el enojo que me dieren.

-Pues sabe, y te digo esto contra toda mi voluntad, que ha llegado hoy el padre...

A este punto fue el diálogo interrumpido por el de Carlos, caballero de la antigua, estampa, como hemos dicho, que aproximándose a los interlocutores entró en conversación con la dama, reprendiéndole afablemente el que no se hubiera divertido ni bailado en toda la noche con las otras chicas. Comenzaron a retirarse los tertulios, y tornando el anciano caballero el empeño agradable de acompañar a su casa a la bella Isabel, mandó a su hijo se fuese a descansar hasta el otro día. Obedeció éste, poco satisfecho de no haber sabido lo que Isabel iba a decirle, y se retiró a su estancia a soñar con ella, con lo que le había pasado con la gitana, y con su inmediato viaje a Sevilla.




ArribaAbajoCapítulo II

Si estos preceptos y estas reglas sigues, serán luengos tus días, tu fama será eterna, tus premios colmados, tu felicidad indecible, casarás tus hijos como quisieres, títulos tendrán ellos y tus nietos, vivirás en paz y beneplácito de las gentes, y en los últimos pasos de la vida te alcanzará el de la muerte en vejez suave y madura, y cerrarán tus ojos las tiernas y delicadas manos de tus terceros nietezuelos.


(CERVANTES, Don Quijote..., parte II, cap. XLII.)                


Aún no había salido el sol del siguiente día, cuando ya estaba el anciano Garci-Fernández a la cabecera de su hijo, preguntándole si se sentía del todo restablecido y capaz de emprender el viaje. Contestole el joven en la afirmativa, observando al tiempo de salir su padre del cuarto cierta agitación, rara vez manifestada en el rostro del buen caballero. Era, en efecto, este señor de carácter igual, sencillo y afabilísimo; cristiano sin gazmoñería, caritativo sin ostentación, y aunque escrupuloso en extremo respecto a su decoro personal y al que se debía a la fama y gloria de sus ascendientes, que, como el árbol genealógico mostraba, no habían sido pocos, hombre de trato llano y apacible. Amaba ciegamente a su hijo, único objeto de sus cuidados y cariño, desde que quedó viudo, dieciocho años antes de la época de que hablamos. Había sido dichosa su vida, si bien alguna vez turbaba la paz de su pecho el comparar la activa gloria de sus antecesores con la oscuridad en que él pasaba sus días; cuyas tinieblas, empero, no le dejaban romper la pereza. Su caudal había disminuido bastante, como sucede siempre en una administración descuidada; pero era aún de los más opulentos de aquellas cercanías; y le bastaba para proveer las caballerizas de su hijo de los mejores caballos andaluces; y a los pobres del pueblo del mejor trigo del mercado. No había Carlos viajado, ni aun ido todavía solo a las ciudades cercanas, y la vigilancia y amor paterno le ponían al anciano delante de mil imaginarios peligros a que estaban sujetos los caminantes, y que podrían acometer a su hijo. Se acusaba a sí mismo de la futilidad de tales pensamientos, que, sin embargo, le habían atormentado y tenídolo en vigilia la mayor parte de la noche.

No durmió Carlos más ni mejor que su señor, empeñado en convencerse a sí mismo de que era la orden del Gobierno y no la misteriosa promesa de la gitana la que le llevaba tan apresurado a Sevilla. Bajó, empero, a donde le esperaba su padre, sala fresca y baja que caía al jardín, y desde la cual se dejaba ver el horno y la tía Diega, digna y antigua ama de la familia, observando cuidadosamente desde su portezuela la coagulación de un tremendo pastor que debía acompañar al señorito en el viaje.

-Vamos, que no has estada perezoso -dijo el padre, viendo a Carlos ya pronto para echar a andar.

Con estas palabras se acercaron los dos a la mesa, aunque hicieron poquísimo honor a los guisos de la tía Diega. Estaba Carlos triste de ver la tristeza de su padre, que parecía poseído de un funesto presagio, o tal vez de alguna enfermedad natural.

-¿No se siente usted bueno esta mañana? -le preguntó Carlos, con la respetuosa ternura que solía.

-Sí, hijo mío -replicó el anciano-; pero no sé por qué tengo el ánimo tan abatido como si me fuese a suceder alguna desgracia.

-Pues entonces más vale dejar hasta mañana mi viaje, no sea que se ponga usted malo...

-No se hable de eso. Ya tú ves que eres un hombre, que mi salud va desmejorándose cada día más, y es menester que empieces a aprender a gobernarte por ti mismo. Yo te faltaré mañana o el otro...

-¡Vaya, señor! ¿Qué melancolía es ésa?

-Escucha, hijo mío. Hoy te separas por primera vez de los brazos de tu amante padre. Hoy puedes decir que entras por primera vez en el mundo cuyos senderos abre la virtud y aplana y facilita la prudencia. Si eres justo, avisado y generoso, llegarás coronado de flores al término de tu vida: si el vicio mancilla tu pecho, todos serían abrojos...

-Pero, ¿le he dado a usted motivo acaso, o impensadamente?

-¡Lejos de eso, Carlos mío! ¿Qué padre más feliz que yo en la tierra? Pero tú eres joven, careces aún de experiencia... y... ya se ve... a tu edad todos... ¿Y por qué me ha de faltar valor para decirte lo que quiero? No, señor, no lo he de encerrar en mi pecho, que mi hijo tiene, gracias a Dios, bastante elevación de alma para oír con deferencia los consejos de un padre anciano.

Y asiendo firmemente, la mano de Carlos, continuó así:

-Isabel..., observo tu conmoción, hijo mío; pero escúchame con paciencia. ¿Ves el sol que brilla sobre aquella fuente? ¡Cuántos a quienes ahora mismo calienta no verán jamás su ocaso! Yo me siento triste..., tal vez alguna poca de destemplanza, o quizá solemne aviso de que se va acercando mi plazo. Con cuánto dolor bajaría a la tumba si no hubiese dado a mi hijo de mi alma mi bendición y consejos.

En vano intentó Carlos repetidas veces disipar aquella pasión de ánimo de su padre. Éste continuó su discurso:

-Ya hace días, hijo, que te he observado demasiado atento a Isabel..., ¡paciencia, Carlos, por Dios!; ya ves que hablo con tiempo para que puedas reprimir tus inclinaciones cuando aún no se hayan arraigado. Isabel no pertenece a nuestra clase. Excelente muchacha, buena cristiana, afable, hermosa como una flor, todo lo que usted quiera; pero de cuna menos que mediana, y tú la sola esperanza de un linaje distinguido entre los más ilustres de Castilla. No enciendas, hijo mío, la antorcha nupcial con una mujer de extracción baja, que jamás Dios bendice alianzas tales. No es éste el favor, único que tu padre te pide; ni el único mandamiento que te impone. Acuérdate de que yo, último de nuestra raza, he podido siempre descubrir al público mi frente, sin que tema el pobre su arrogancia, ni desprecie su humildad el poderoso. Conserva tu inocencia en la ciudad voluptuosa adonde pasas. Nunca cedas a una agresión injusta; pero acuérdate de que la urbanidad es la mejor arma defensiva. Ten a Dios siempre en el pecho, y en él hallarás refugio y puertos inerrables. Arrodíllate, hijo mío.

Carlos lo hizo, y poniéndole su padre ambas manos en la cabeza, y volviendo al cielo los ojos anegados en lágrimas, pidió al Todopoderoso le colmase de bendiciones, y se retiró inmediatamente, para hacer más impresiva aquella escena.

Jamás había entrado en él ánimo de nuestro doncel la posibilidad de desobedecer en cosa alguna a su padre. Moriría el anciano de pesar si viera celebrar a su único hijo una alianza tan poco honrosa para la familia; y la agitación y perplejidad de Carlos combinaban con un cierto remordimiento que no le era posible reprimir. Era el suyo el más indulgente de los padres, el más franco y el mejor de los amigos; y él, sin embargo, había entrado en serios compromisos y había ofrecido su mano sin consultarle ni aun hacerle saber tan importantes determinaciones.

Aguijoneado por estos pensamientos y fatigosas ideas, montó el joven a caballo; y sin despedirse de la pobre tía Diega, que estaba aún con el delantal en los ojos, salió de Aznalcóllar echando chispas, o a espeta perros, si esta frase fuese más grata. Corrió sin detenerse dos millas que distará del pueblo la cascada adonde van las serranas por agua, y tal vez a oír las quejas de sus adoradores. Ni son sólo las del estado llano las que concurren a la fuente, que suelen también acudir a ella las hidalgas con sus cantarillos de búcaro o de exquisita y transparente china. Aquel sitio, siempre romántico, lo era más en una hermosa mañana de verano en que regalaban los sentidos la fragancia, frescura y armonía producidas por las aguas al precipitarse de roca en roca, y resbalar luego en viva corriente por lecho de flores, reflejando la luz del sol en millares de dorados prismas.

Ya estaba Carlos cerca de la cascada, cuando a deshora reprimió la velocidad de su bridón, perdió el color de las mejillas, y le faltó en parte el aliento. Llenó, sus ojos, en efecto, la forma sílfica de Isabel, que con su amiga Eugenia bajaba por la opuesta colina. Aquella inesperada visión aumentó el desorden de sus ideas, y apenas acertaba a saludar a su interesante amiga. La sonrisa que ornaba los labios de Isabel, más frescos y encarnados que las rosas de su guirnalda, no tardó en trocarse en expresión temerosa al observar la palidez y desconcierto del apresurado jinete.

-¿Qué tienes, Carlos? -exclamó con afectuoso interés- Aún no estás restablecido; bien lo veo, concédeme el favor que te pedí anoche, y cúrate del todo antes de ir a Sevilla.

-No temas, alma mía -respondió el caballero con una sonrisa forzada que hacía su agitación más visible-. Otras cosas me incomodan más que la herida y que ciento que tuviera como ella.

-Pues entonces, ¿cómo estás así? ¿Ha sucedido algo en casa? ¿Está tu padre malo?

-No, Isabel mía. Cosas pequeñas que yo te contaré a mi vuelta... Nada serio...

Aquí llegaban en su conversación, cuando se presentó el padre Narciso, jinete, el día anterior, de una memorable mula; y los saludó con el acostumbrado: «Dios os dé muy buenos días, muchachos».

-Y también a su reverencia -contestaron los jóvenes.

-Dios os lo pague, chicos -continuó el padre-, Vamos, ¿y cómo va esa herida, señor caballero?

-Apenas la siento ya -replicó Carlos-, y celebro esta ocasión de dar a vuestra paternidad las gracias por su oportuna interferencia contra mi adversario.

-A Dios le sean dadas, señor caballero. Siempre he apreciado yo la casa de Garci-Fernández; y tengo a grande dicha el haberle podido hacer un pequeño servicio.

-Vuestra paternidad nos llena de favores, y desearía ocasión en que mostrarme agradecido.

-Vamos, vamos, señorito, que no es tanta la gana que usted tiene de complacer al pobre padre Narciso. Ya usted me entiende.

-No, a fe mía.

-Pues ven acá, atolondrado; ¿no te tengo dicho que te ocupes más de tus estudios, y menos de embaucar a las muchachas del pueblo?

-Perdone vuestra paternidad que le diga que esos son asuntos temporales en que podía omitir dar su consejo.

-Pues perdone, señor hidalgo, que le responda que yo me guardaría muy bien de darlos si para ello no tuviese derecho. Anduviese usted en buena hora rondando las puertas de las hidalgas y las nobles señoras, y dejáralo yo en paz seguir sus inclinaciones, porque podrían ser honestas, pero que me sonsaque y alucine a una pobre huérfana, sin hogar, propiedades ni cuna, con quien tan gran caballero no ha de casarse...

Los ojos de Isabel se llenaron de lágrimas, y de sollozos el hermoso seno.

-¡Voto a Dios! -prorrumpió el caballero en acentos descompasados-, que vuestra reverencia, padre Narciso, deje en paz a quien no le provoca, y a quien es incapaz de la inicua conducta que usted insinúa; guarde sus pláticas para quien las necesite...

-¡Infeliz de ti, mancebo! -exclamó, interrumpiéndole, el fraile-, que ese orgullo, Dios no lo permita, ha de llevarte a mala muerte. Sabe, desventurado, que en defensa de la virtud no sólo debe arrostrar el sacerdote la ira de un rapaz, por noble que sea, sino la de reyes y emperadores, si necesario fuese: la muerte y el martirio mismo son nuestra corona. Respeta a los ministros del cielo...

-¡Ay de vuestra reverencia -contestó Carlos, con llameantes ojos- si no los respetara!

-¿Cómo? ¿Y a mí te atreves, sacrílego? -repuso el padre Narciso, con movimientos y voz no más sosegados que los del joven.

-Sigue, Carlos, sigue tu camino -exclamaron con terror y lágrimas Isabel y Eugenia, deseosas de evitar una calamidad-. Respeta el santo hábito del padre...

-Sí, sí, os obedezco; a Dios quedad. No estoy en mí, y si me detengo un minuto no sé lo que será de nosotros... Y en cuanto a su reverencia... pero partamos en paz. Dios le guarde -dijo Carlos; Y dando de las espuelas al caballo, y espumando de cólera; salió de la cascada, pálido, convulsivo y veloz como el relámpago. Isabel se despidió del padre Narciso, y se retiró al pueblo humillada, ofendida, y traspasado el pecho de dolor.

Quedó, pues, solo el padre Narciso, y se sentó con grande sosiego a la sombra, a rezar su rosario. Tenía este reverendo la propiedad, común a todos los personajes de dramas y romances, de hablar sólo cuando pensaba, práctica utilísima para los autores, que aprovechan de ella, sin asegurar, empero, bajo juramento que la dicha persona dijo las dichas que dicho lugar, día, mes y año, sino que las hubiera dicho al reducir sus pensamientos a palabras. El padre Narciso habló, pues, o pudo haber hablado así:

-¡Qué insolencia de barbilampiño! Pues mándole yo que si no detiene un poco el caballo se haga los sesos tortilla antes de haber corrido otra legua. ¿Pues y la tal Isabelita? ¿No es la niña suave como una malva? Si con los ojos hubiera podido matarme, ya estaría yo de cuerpo presente. ¡Inútil resistencia! Su suerte está decidida, y ha de someterse a ella, o no sería yo quien soy en primer lugar que le conviene; y si no le conviniera, bastaba que yo me hubiese empeñado...

Hasta aquí había el padre dicho o pensado, cuando sintió que le daban una palmadita en la espalda. Volvió la cabeza, y no pudo menos de hacer un movimiento en que se mezclaron el temor y la sorpresa al ver junto a sí un negro de gigantescas formas, encendidos los ojos, lanoso y cano pelo, fantástico traje y descarnadas encías, que dando, por vía de gracia, diente con diente, se le había acercado y estaba haciéndole mohines y reverencias con un enorme bastonazo que traía en la mano. Se llamaba este individuo Pedro, y era él medio inocente, medio bellaco, hazmerreír del lugar con sus puntas de magia, incombustibilidad de carnes y otras recomendaciones.

-¿A qué diablos vienes aquí tan de mañana? -le preguntó el fraile entre enojado y risueño.

-A beber agua -respondió el negro en lengua muy ininteligible.

-Pero me han dicho, Pedro, que te gusta más el vino.

-¡Ah!, ¡vino bueno!, ¡buen vino! -respondió el negro, chispeando de gozo, corno si ya tuviera una bota de él en la mano.

-Pues bien, Pedro, si tienes sed esta tarde, ven al convento y yo te regalaré con vino dulce.

-¡Vino dulce!, ¡vino dulce! -repitió el negro; y con grandes saltos y alboroto desapareció tan ligero como se había aparecido.

Empezaba ya el sol a picar demasiado, y el padre Narciso, colgándose muy despacio el rosario a la cintura, se fue paso entre paso al lugar, habiendo determinado valerse del negro, si era necesario, para sus planes respecto a Isabel.



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