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El hombre de la barba blanca

Daniel Moyano






Maestros antiguos

Thomas Bernhard


Trad. Miguel Saenz



Ed. Alianza, 193 páginas, 1700 pts.

Bajo las apariencias de un musicólogo que se pasa más de treinta años mirando un cuadro de Tintoretto, un día sí y un día no, en un museo austríaco, Thomas Bernhard se asoma en esta obra con más lucidez y desgarro que nunca, a la situación del hombre en el mundo actual y en última instancia a la condición humana. Y leerla, como me ha tocado a mí, junto al estruendo de esta verdadera encrucijada humana que es la guerra del Golfo Pérsico, resulta una experiencia ciertamente fuerte. Diría que ambos hechos, la guerra y el libro, me han mostrado algo así como las tripas al aire de eso que sentimos como «ser humano» en este fin de siglo y de milenio.

El musicólogo Reger, de 82 años, mientras mira en la Sala Bordone del Museo de Arte Histórico de Viena una de las obras de los llamados «maestros antiguos», El hombre de la barba blanca, de Tintoretto, le habla a un interlocutor misterioso, Atzbacher, que sólo se limita a escuchar, de todo lo que detesta del mundo, a partir de los «maestros antiguos», ante la mirada indiferente de Irrsigler, un bedel kafkeano que se ocupa de que nadie interrumpa la contemplación de Reger ni ocupe el banco donde se sienta a mirar ese único cuadro desde hace más de treinta años.

Los grandes valores del arte van cayendo uno por uno (Mozart y Beethoven, por ejemplo), como si Reger viese desmoronarse, en el último tramo de su vida, lo único que lo ha sustentado y le ha hecho soportable la existencia. Reger, ante la caída de los valores espirituales, dice que detesta todo lo que hay en ese museo, adonde va desde hace más de treinta años simplemente por gozar de la temperatura de 18 grados que hay allí dentro y por la comodidad del banco donde se sienta a pensar sus artículos sobre música que publica en el Times, mientras, apoyado en su bastón, le habla a su amigo Atzbacher. La educación, Austria, el nazismo, el Estado, la guerra, los retretes de Viena, la Naturaleza, el Arte (en especial la Música), los políticos, la democracia, la justicia, el mundo, van cayendo uno por uno, lo mismo que las obras de arte, ante la desencantada mirada de Reger.

Bernhard va envolviendo poco a poco al lector y convenciéndolo de todo lo que dice hasta comunicarle la angustia existencial de su personaje. Para ello utiliza una técnica más musical que literaria, con crescendos, polirritmias, tónicas y dominantes, y especialmente con la repetición. Cuando uno deja de leer y retoma la lectura horas después, lo primero que acude a la mente, al recuerdo que tenemos de la lectura anterior, son más los valores sonoros que los hechos. Y por eso el discurso de Bernhard se dirige más a la emoción que al intelecto.

Hacia el final de la obra, cuando se revela que el implacable y lúcido Reger va al museo un día sí y un día no porque un día sí y el otro no va a visitar la tumba de la única mujer que amó y cuya inexistencia no puede soportar. El arte musical de Bernhard alcanza un verdadero clímax, donde por un lado avanza la acción, y por otro el sonido.

«Cuando uno ha perdido a su ser más próximo todo le resulta vacío... Y uno comprende que no son esos Grandes Ingenios ni esos Maestros Antiguos los que lo han mantenido vivo durante decenios, sino sólo ese ser único, al que quiso más que a ningún otro». En realidad Reger odia todo porque no puede soportar la ausencia del ser que ama.

El Arte, para Bernhard, no es finalmente nada más que un arte de supervivencia, una expresión del desvalimiento del hombre, «el refugio de la desgracia» que decía Jenofonte, una mentira y autoengaño contrapuestos al horror verdadero de la vida. Un lugar, como decía Hemingway, «limpio y bien iluminado», donde acuden esas personas que, como Thomas Bernhard, «le tienen miedo a la oscuridad».





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