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ArribaAbajoCapítulo XVII

La espera de don Juan. -Pérdida de La Goleta. -Campaña inútil. -Vuelta a Nápoles. -Promontorio


Dos partes de igual entidad han de estimarse en la vida del héroe: una es el hecho, que dura poco, y en el cual pueden mucho la ocasión y el súbito arrebato; otra es la espera, cuya longura prueba el ánimo y le engrandece. Siguió a don Juan su soldado Miguel en el hecho y, según su humilde posibilidad, le siguió asimismo en la espera. Uno y otro pensaban, sin pecar de interesados ni codiciosos, que en alguna manera se les debía recompensar por los hechos pasados y por la decisión de los futuros. A Miguel se le dieron tres escudos mensuales de ventaja, que cobraba tarde, mal y nunca. A don Juan se le prometió algo, tal vez, y en las promesas confiado vivía. Aguijabale, intentando hacerle perder la calma, su secretario Juan de Escobedo, hombre en quien la sagacidad hermanaba con la osadía. -¿Quién sois vos, don Juan?, le insinuaba sin palabras, con italiana sorna en el mirar y en el gesto. ¿Habéis pensado que, tras una tan grande victoria, aun no podéis ufanaros, como el duque de Sessa o como el marqués de Santa Cruz, de la claridad y ranciedad de vuestro linaje? ¿Habéis comedido lo que os alcanzará de botín en esta batalla de la vida si vuestro regio hermano se os desazona o si se muere? Infante de España debe ser, por lo menos, quien de nacimiento lo ha: soberano de Túnez quien por su propio esfuerzo lo ganó y pudo mantenerlo. Túnez es como una finca abandonada. Su dueño la adquirió en un envite de fortuna, poniendo a las tablas lo mejor de su caudal, que era su vida. Ganada y al parecer, segura, Carlos V la olvidó, por atender a otros azares del juego. Más avisado el turco que el español, no quisiera dejarla de la mano, y mientras don Juan vacila, como todo héroe en espera, el turco se prepara.

Negociaba el activo Escobedo en Roma la concesión del título de Infante a don Juan, y la autorización para alzarse con la monarquía de Túnez. El papa, atento, sí, al interés de la cristiandad, pero temeroso de un desabrimiento de Felipe II, no se resolvía a aconsejar ni pedir nada. Trasladóse don Juan a Gaeta, con intención de pasar a España, porque sabía que no era cosa de perder tiempo. En Gaeta recibió cartas del rey ordenándole que pasara a Lombardía para atender a los disturbios ocurridos en Génova, y estar al tanto de las intenciones de Francia. En Spezia encontró a Marcelo Doria, con catorce galeras, las cuales iban a Cerdeña, para sacar de allí y poner a sus órdenes el tercio de Figueroa. Volvió, pues, en primeros de mayo, Miguel a Génova, descansado el ánimo y pronto a nuevas y mayores aventuras.

Don Juan no estaba allí. Ocupado en una misión investigadora y diplomática ajena a su carácter, escribía, desde Begeben, a 16 de mayo: «Yo, señor, soy tan aficionado a las cosas de mi cargo, que holgara harto más andar trabajando en la mar que no estar aquí no teniendo que hacer más de lo que agora, y creo que no fuera tiempo mal gastado, según veo que se va muy flojamente en la preparación de la armada, y lo que convendría que se pusiese en muy buena orden para poner freno a los enemigos... y aunque yo he cumplido con esto, no basta para dejar de darme infinita pena los inconvenientes que de no haberse hecho podrían suceder. El parecer sobre lo de Túnez espero con mucho deseo, y así le pido muy encarecidamente que en caso que al recibir desta no se me haya enviado, se haga en hallándose en disposición para ello, que demás del servicio que a S. M. se hará, yo recibiré singular contentamiento».

Todas las prevenciones y advertencias de don Juan resultaron inútiles. El principio político más claro de Felipe II era el refrán que dice: «ojos que no ven, corazón que no siente». Se hallaba él muy lejos material y moralmente de Túnez, y sólo vería claro cómo crecía con estas cosas la gran figura de su hermano y amenazaba hacerle sombra más pronto o más tarde. Si a cualquiera de las grandes empresas que por entonces se ofrecieron hubiese dedicado Felipe II el cuidado, la atención y amorosa vigilancia que puso en alzar el Escorial, otra suerte nos hubiera lucido; pero tal vez aquel hombre, mal comprendido y peor estudiado, se hallaba por cima del bien y del mal que los monarcas de ordinario conocen y distribuyen, y creía más dignas de atención las piedras mudas que los hombres.

Desesperabase don Juan en los primeros días de aquel verano por lo despacio que iban los aprestos y armamentos, cuando supo que el valeroso y temible marino turco Uluch Alí había salido de Constantinopla con doscientas treinta galeras, treinta galeotas, cuarenta bajeles de carga y cuarenta mil soldados. El cuitado gobernador de La Goleta don Pedro Portocarrero, que, sobre ser muy poco hombre de armas, sólo contaba allí con una menguada guarnición, avisaba, por su parte, que, según las noticias recibidas por él un día y otro, en toda Berbería se notaba gran movimiento y rebullicio de cabilas. El turco iba completando por tierra, con las feroces tribus berberiscas, nómadas y ávidas de botín, los preparativos hechos por mar. Conociendo su fin próximo, el sinventura don Pedro Portocarrero otorgó su testamento el día 20 de junio, en favor de sus hijos, que estaban a la sazón en Madrid esperando tranquilamente a que los turcos acabasen con la existencia del noble anciano para repartirse ellos sus bienes, a cuyo olor acudían ya nubes de usureros; y reparad cómo las desdichas grandes de un pueblo se enlazan con las pequeñas desventuras de una familia, y todo en la historia es drama o tragicomedia, cuyos hilos rara vez se encuentran, pero una vez hallados enredanse del modo menos esperable.

De la resistencia de La Goleta y del valor y fortuna de su defensor pendían los anhelos todos de Miguel. Si don Juan llegaba a tiempo y derrotaba una vez más al turco, sobre alcanzar nueva gloria y coronarse tal vez por rey de Túnez, cual sus soldados tanto como él deseaban, Miguel no había de perder ocasión para señalarse en la pelea, siquiera le costare la diestra mano, y ceñirse otra vez los laureles del triunfo, y lograr, de las dos glorias del mundo, la más apetecida por él. Y sin saber esto, allende el mar, en la corte madrileña, las hermanas de Cervantes aguardaban, como agua de mayo, que el pobre defensor de La Goleta sucumbiese, lo cual sería señal de que ellas cobraran cuanto les debían el perdido don Alonso Portocarrero y su hermano La Muerte, a quien no menciona para nada en su testamento el desgraciado padre. Hilos como éstos, cruzados y encontrados, forman la trama de la vida, mayormente en épocas agitadas, y es gran tontería pensar que no somos nosotros los factores de la Historia tanto cuanto los grandes personajes.

Sino era de don Juan y mala estrella de don Pedro Portocarrero lo que había de suceder, sin que en este sino y mala estrella dejasen de entrar por mucho culpas humanas, ya hoy pesadas y medidas. Intentó don Juan socorrer a La Goleta; pero, ni don Juan de Cardona, desde Nápoles, ni don Bernardino de Velasco, desde Sicilia, le enviaron fuerzas ni recursos a tiempo. Atacada La Goleta por tierra y por mar, tuvo que rendirse. Con palabras sencillas y conceptos de honda perspicacia política y militar cuenta el cautivo Rui Pérez de Biedma en el Quijote lo que Cervantes pensó después de lo que había visto o entrevisto en aquella ocasión.

«Perdióse, en fin, La Goleta, perdióse el fuerte, sobre las cuales plazas hubo de soldados turcos pagados setenta y cinco mil y de moros y alárabes de toda la África más de cuatrocientos mil, acompañado este tan gran número de gente con tantas municiones y pertrechos de guerra y con tantos gastadores, que, con las manos y a puñados de tierra, pudieran cubrir la Goleta y el fuerte. Perdióse primero la Goleta, tenida hasta entonces por inexpugnable, y no se perdió por culpa de sus defensores, los cuales hicieron en su defensa todo aquello que debían y podían, sino porque la experiencia mostró la facilidad con que se podían levantar trincheras en aquella desierta arena, porque a dos palmos se hallaba agua, y los turcos no la hallaron a dos varas.» Y al llegar aquí, ¿no reconocéis la vieja imprevisión española? ¿No se fiaron aquellos hombres de una mal hecha probatura, y ya por eso consideraron imposible el ataque? ¿No percibís la ironía con que Miguel habla del asunto, su honda convicción de la torpeza que a todo aquello había presidido? «Y así -añade-, con muchos sacos de arena levantaron las trincheras tan altas, que sobrepujaron las murallas de la fuerza, y tirándoles a caballero (es decir, desde altura mayor que la de las murallas), ninguno podía parar ni asistir a la defensa.» ¿No se inicia ya aquí un poco del desconcierto y barullo que lleva a todos los pueblos decadentes a no estudiar sus plazas fuertes ni lo que en torno de ellas hay? Pero ved cómo discurre Miguel acerca de esto: «Fué común opinión que no se habían de encerrar los nuestros en la Goleta, sino esperar en campaña al desembarco; y los que esto dicen hablan de lejos y con poca experiencia de casos semejantes, porque si en la Goleta y en el fuerte apenas había siete mil soldados, ¿cómo podía tan poco número, aunque más esforzados fuesen, salir a la campaña y quedar en las fuerzas contra tanto como era el de los enemigos? ¿Y cómo es posible dejar de perderse fuerza que no es socorrida, y más cuando la cercan enemigos resueltos y porfiados, y en su misma tierra?» ¿Qué me decís vosotros los estrategos de las recientes campañas, qué me decís de estas proféticas y axiomáticas palabras de nuestro soldado, si se os acuerda el nombre de Santiago de Cuba y el más reciente de Puerto Arturo? Verdades de sentido común, o de Pero Grullo, como éstas, se le escondían entonces a quien dirigió la campaña, y un joven soldado raso las proclamaba tal vez sentado en una caja, en el muelle de Trápani, en corro de militares y marinos que aguardaban a que la tempestad amainase para socorrer a la Goleta, mientras de allí se recibían noticias desoladoras.

Ya se ve cuán grave error sería hablar de Cervantes como de un soldado vulgar o pintar los hechos de su vida bélica al estilo stendhaliano, cual si Miguel, metido en las filas del tercio de Figueroa, que de día en día iban engrosandose y cubriéndose de gente hasta formar casi un cuerpo de ejército, hubiera sido uno de tantos soldados inconscientes, sólo benemérito por su bravura en tal o cual ocasión. «Perdióse también el fuerte -dice-; pero fueronle ganando los turcos palmo a palmo, porque los soldados que lo defendían pelearon tan valerosa y fuertemente, que pasaron de veinticinco mil enemigos los que mataron, en veintidós asaltos generales que les dieron. Ninguno cautivaron sano de trescientos que quedaron vivos; señal cierta y clara de su esfuerzo y valor y de lo bien que se habían defendido y guardado sus plazas. Rindióse a partido un pequeño fuerte o torre que estaba en mitad del estaño (estanque), a cargo de don Juan Zanoguera, caballero valenciano y famoso soldado. Cautivaron a don Pedro Portocarrero, general de la Goleta, el cual hizo cuanto fué posible por defender su fuerza, y sintió tanto el haberla perdido, que de pesar murió en el camino de Constantinopla, donde le llevaban cautivo. Cautivaron asimismo al general del fuerte, que se llamaba Gabrio Cervellón, caballero milanés, grande ingeniero y valentísimo soldado. Murieron en estas dos fuerzas muchas personas de cuenta... Rendidos, pues, la Goleta y el fuerte, los turcos dieron orden de desmantelar la Goleta, porque el fuerte quedó tal, que no hubo qué poner por tierra; y para hacerlo con más brevedad y menos trabajo, la minaron por tres partes, pero con ninguna se pudo volar lo que parecía menos fuerte, que eran las murallas viejas...»

Todo esto que escribió Cervantes razonándolo en la prudencia del cincuentón, lo sintió en lo más hondo de su alma veinticinco o treinta años antes. No era él un soldado que no se enterara de los sucesos o a quien no le afectaran como propios suyos. Lo que en las palabras del cautivo nos sabe a amargura y tristeza y nos hace rumiar otros malos bocados que nos hemos tragado por fuerza en tiempos recientes (generales muertos de pesar, como don Pedro Portocarrero, fuertes volados, plazas entregadas, soldados cautivos) debió de ser rabia y cólera en su corazón cuando tales desventuras tocaba de cerca. Furioso y encolerizado escuchó los relatos de lo ocurrido en la Goleta. Encolerizado y rabioso debió de embarcarse como embarcó don Juan, ya a la desesperada, con los mejores soldados del tercio de Figueroa y del de Padilla, en las naves que a mano hubo, y su furia, cual la del propio don Juan, debió de aumentar al hallarse entregado a la procela de las ondas bravas y siendo juguete de ellas, amenazado de morir estúpidamente sin gloria ni provecho en una borrasca del Mediterráneo.

Perdieronse en aquella inútil salida muchos hombres. Miguel miró con ojos espantados cómo se los tragaba el mar. Miguel sufrió las fatigas y pesadumbres innumerables de la tormenta a bordo: vio deshecha y dispersa la escuadra en varias ocasiones, perdidos los barcos en medio del turbulento mar. Lograron, por fin, reunirse en Trápani, en el extremo de Sicilia, y cuando se reunieron, ya se había rendido la Goleta. De la melancolía y pesadumbre del cautivo inferimos la desilusión de Miguel, reflejo del desengaño de don Juan. No bastaban para todo, el brío y la decisión. Algo, mucho, lo más, quedaba pendiente del acaso y de las malas voluntades ajenas.

El ejército y la armada, inútilmente agotadas sus fuerzas, volvieron a Nápoles el 29 de septiembre de 1574; ¿pensáis que a descansar? No, sino a pasar nuevos apuros. A las catorce compañías de Figueroa se les debían 50.000 escudos, según la relación del contador Sancho de Zorroza. La eterna figura española del soldado menesteroso, roto, descalzo y hambriento, que azota las calles,


cansado del oficio de la pica,
mas no del ejercicio picaresco



volvió a verse más abundante que nunca de un lado para otro en Nápoles y Sicilia.

No era Miguel hombre a quien los tartaleos de la fortuna militar acoquinasen. Eran aquéllas, como él mismo dijo, sus horas frescas y tempranas. La pesadumbre de la inútil jornada no había de turbarle el espíritu mucho tiempo. Pronto, los soldados de Figueroa diseminaronse por Sicilia y Nápoles. Don Juan volvió a España para tratar de su infantazgo y de su nombramiento de lugarteniente de S. M., acaso también para pesar y medir las causas verdaderas de las dificultades que en la pasada empresa se le habían puesto y podrían ofrecersele en las futuras. Aguijado cada vez con más fuerza por los insoportables dolores que le daba la herida del muslo, regresó también a España don Lope de Figueroa, en busca de alivio. Quedó el ejército a cargo del duque de Sessa, y al de don Martín de Argote el tercio de Figueroa.

Tan sobrado de libertad, como falto de dineros, Miguel se dio a la vida alegre de la ancha, risueña, grandiosa y descuidada Nápoles.


    Esta ciudad es Nápoles la ilustre
que yo pisé sus rúas más de un año...



Ya se ha dicho que fue Nápoles la ciudad italiana que más amó Miguel. En ella pasó los más felices y solazantes cuartos de hora de su vida. «Sonábale bien aquel ecco li bueno polastri, piccioni, presutti e salciccie, con otros nombres de este jaez, de quien los soldados se acuerdan cuando de aquella parte vienen a estas y pasan por la estrecheza e incomodidades de las ventas y mesones de España.» Pero no era solamente la abundancia y gusto de las hosterías lo que le alborozaba y le hacía proclamar a Nápoles «ciudad a su parecer y al de todos cuantos la han visto, la mejor de Europa y aun de todo el mundo», la ciudad


       ... donde echó el resto
de su poder naturaleza amiga
de formar de otros muchos un compuesto.
    Vióse la pesadumbre sin fatiga
de la bella Parténope, sentada
a la orilla del mar que sus pies liga.
    De castillos y torres coronada,
por fuerte y por hermosa en igual grado
temida, conocida y estimada...
    de Italia gloria y aun del mundo lustre,
pues de cuantas ciudades él encierra
ninguna puede haber que así le ilustre,
    apacible en la paz, dura en la guerra,
madre de la abundancia y la nobleza,
de elíseos campos y agradable sierra...



Dilatóse en Nápoles el espíritu de Miguel y en aquella plétora de vida que a todas horas arroja a los ciudadanos de sus casas a la calle y de la calle a la campiña, siempre bien humorados, burlones, pendencieros, disfrutadores del hoy, desconocedores del mañana, recobró y templó la serenidad que de niño adquiriera en Sevilla, la Nápoles de España. Como las calles de Sevilla, y más en grande, las calles de Nápoles y sus muelles y sus alrededores, eran una perpetua fiesta; cantes, bailes, amoríos, sabrosos coloquios, interesantes patrañas, pendencias notables, caminatas notabilísimas a la busca del buen tiempo y de la huelga, generosidad en pobres y en ricos, esplendidez en el cielo bonachón y en el aire amigo que favorecen al menesteroso dejándole dormir al relente y soñar a toda hora. El cielo napolitano es azul de turquesa a la mañana, azul de zafiro a la tarde. Miles y miles de prójimos y prójimas se levantan todos los días resueltos únicamente a vivir sin saber cómo, ni de qué. Naturaleza allí es madre y aun más que madre, abuela, que mima y agasaja a sus nietos y les perdona las picardías y mocedades.

Lozano y jarifo andaba Miguel por aquellas rúas y por aquellos campos, a ratos en pos de una bermeja Nísida, «que gustaba en extremo de sus desenvolturas», a ratos conociendo y estudiando las artimañas de los judíos que pululaban por la ciudad, tal vez tratando de cerca a los lazzaroni desocupados y a los bandidos calabreses, ya entonces famosos como aquel Pirro del Persiles, «hombre acuchillador, impaciente, facineroso, cuya hacienda libraba en los filos de su espada, en la agilidad de sus manos y en los engaños de su Hipólita (su coima), y en la diligencia de sus pies, que los estimaba en más que las manos..., que nunca faltan a estas palomas duendas, milanos que las persigan ni pájaros que las despedacen»; ora en cortejo y seguimiento de otras tales como esta Hipólita, «dama cortesana que en riquezas podía competir con la antigua Flora y en cortesía con la misma buena crianza»; ora cuando por Nápoles del brazo de su grande amigo


... llamado Promontorio,
mancebo en días, pero gran soldado.



El trato y amistad de Miguel con este ignorado personaje, de quien nada sabemos, debió de ser tan íntimo y frecuente que, ya sesentón, al enjugarse el ánimo abatido con el dulce recuerdo de Nápoles, aún se imaginaba encontrar en la calle a Promontorio y...


    Mi amigo tiernamente me abrazaba
y, con tenerme entre sus brazos, dijo
que del estar yo allí mucho dudaba.
    Llamóme padre y yo llaméle hijo,
quedó con esto la verdad en punto,
que aquí puede llamarse punto fijo.
    Díjome Promontorio: -Yo barrunto,
padre, que algún gran caso a vuestras canas
las trae tan lejos ya semidifunto.
    -En mis horas tan frescas y tempranas
esta tierra habité, hijo, le dije,
con fuerzas más briosas y lozanas,
    pero la voluntad que a todos rige,
digo, el querer del cielo, me ha traído
a parte que me alegra más que aflige.



¿Qué arcano ocultan los versos subrayados? ¿Quién era ese soldado joven, que podía llamar a Miguel padre, dejando con ello la verdad en su punto? ¿Tenía algo que ver con la rubia napolitana Nísida, de La Galatea? Nada se sabe. Pero es seguro que no eran sólo las hosterías, los pichones y las salchichas lo que en Nápoles deleitó y regocijó el alma de Miguel. Nápoles fue, sin duda, el lugar de sus gratos y felices amores. Nápoles se le apareció siempre en sueños, hasta en sus días ancianos, semidifunto, como él mismo dice, burlándose con urbanidad y sin bajeza, de sus propias canas. En Nápoles se hizo hombre del todo. Quizás allí le sonó la hora misteriosa del amor fecundo.




ArribaAbajoCapítulo XVIII

Los héroes desengañados, la corte vencedora. -El Duque de Sessa. -Adiós a Nápoles. -Adiós a la libertad. -Cervantes cautivo


Entre Nápoles y España la comunicación y noticia eran frecuentísimas por aquellos años. Apenas pasaba semana ni decena sin que se supiese y comentase en las hosterías de Pozzuoli o de Porticí cuanto se mentía en la calle Mayor de Madrid. Curioso y amigo de saberlo todo, no dejaba Miguel día sin acudir a la playa, en particular cuando había desembarco de nave española, que rara vez faltaba. Cada español desembarcado era una gaceta viviente, preñada de verdades y mentiras. De las cosas de la corte y del rey contaban y no acababan; de las cosas de Flandes y Francia, otro tanto. Un día supo Miguel que Antonio Pérez, aquel muchacho revoltoso hijo del doctor Gonzalo Pérez, había sido nombrado secretario de Su Majestad, y en breve tiempo logró captar la voluntad del monarca, apoderándose de sus secretos, quizás ser temido por el Hombre del Escorial, por aquel que eligiendo un lema para los jetones que le servían de fichas en el juego mandó grabar en torno de su escudo esta leyenda: Nec spe, nec metu, es decir, ni por la esperanza ni por el miedo. No obstante, con Antonio Pérez había encontrado el señor don Felipe II la corrección que a todo carácter altanero e indomable impone la compañía e intimidad de otro carácter escurridizo y seductor. Fue Antonio Pérez el Maquiavelo de España. Como al secretario florentino, le ha perseguido al secretario español una ciega y sorda malevolencia de la Historia. Digase de paso que ambos fueron grandes hombres y grandes escritores; y si no llegaron además a ser hombres buenos (puesto que en la política fuese la bondad valor cotizable), culpese a que no tuvieron buenos amos.

Poco después de saber que su conocido Antonio Pérez andaba junto a la cara del rey, supo también Cervantes que asimismo había sido nombrado secretario de Su Majestad su íntimo amigo Mateo Vázquez de Leca, el avispado mozo sevillano hijo de la esclava y Dios sabía de quién más. Por suposiciones e inferencias, bien se le alcanzaba a Miguel que el nombramiento de Antonio Pérez había sido algo ineluctable y traído por la necesidad, mientras que el de Mateo era obra de las recomendaciones. De todas suertes, el saber tan avanzados y favorecidos a aquellos dos hombres a quienes conocía desde muchachos, le hizo pararse a contemplar su estado, que no era, por cierto, nada próspero, y reflexionar hondamente. Como a los demás soldados, se le debían en noviembre no pocas pagas y las esperanzas de cobro antes menguaban que crecían. Andaba Miguel, como tantos otros soldados, azotando calles y hollando caminos, entreteniendo con el amor y la alegría el hambre y la escasez. Nada inclinado su espíritu a la hipocondría, poco le bastaba para contentarse y mostrarse risueño; pero tampoco fue jamás su distracción tan profunda y absorbente que le privara de ver las cosas de la vida con toda claridad.

Llegaban los veintisiete años, y mientras los jóvenes de su edad habían hallado cabida en Palacio y privaban ya en el recinto obscuro desde donde se malograban o alcanzaban frutos las heridas y el espanto de las batallas, Miguel no era sino un pobre soldado, que hacía temblar la tierra con su mosquete y las pampanosas paredes de las hosterías de Nápoles con sus risas, pero sin blanca lo más y lo mejor del tiempo y sin asomos de más lucida fortuna. No era envidia lo que sintió Miguel, sino visión precisa de su situación presente y de la venidera. Había probado ya la grandeza del poema épico, el picante interés de la novela de aventuras, la sal de la picaresca y la dulzura de la pastoril. La ocasión era venida de no narrar ni oír narrar más cosas, sino salir del coro anónimo para entrar a hacer algún papel en el drama de la existencia.

El viaje de don Juan a España le hizo también meditar mucho. Más enseña una campaña malograda que una campaña triunfal. Las dos almas paralelas de don Juan y Miguel se habían curtido y adobado en las inútiles marchas y contramarchas del año 1572; habían recibido un duro y saludable golpe con la defección y apartamiento de los venecianos; habíanse fatigado vanamente en 1573, destrozándose en luchar contra tempestades del cielo y del agua y contra malquerencias o tibias y flojas voluntades de los hombres.

Más desembarazado y libre en sus movimientos, por ser el amo, don Juan habíase hecho cargo al fin de que le era menester acudir al horno donde el rayo se forjaba; por eso se había marchado a la corte, deseoso de hablar con su hermano y con las gentes que le rodeaban y más que de hablarle, de verle, de interrogar a sus enigmáticos ojos fríos y de husmear, por entre las hablillas de la corte, cuáles eran al presente sus preferencias o los secretos influjos a que obedecía su vacilante voluntad.

Sin saber cómo, la vida española había sufrido el más grande y transcendental cambio, uno de esos que la Historia suele cuidarse bien de no registrar, porque a la Historia no le interesan sino las habladurías y no los hechos silenciosos y constantes de que nadie habla: así como los pintores antiguos no habían adivinado, hasta que Velázquez lo enseñó, que no es tan importante pintar los contornos precisos de las figuras como pintar el aire que entre ellas hay y que nadie ve.

Antes de Felipe II, no solamente la corte influía poco en la vida española, sino que no había corte. Regiones enteras de la Península vivían por sí, y en muchos pueblos, hasta el nombre del rey se ignoraba. Fijó Felipe II la corte en Madrid, y este hecho cambió la faz de las cosas. No se creó unidad, imposible en tan vasto imperio, pero sí poder central que, inconsciente y sujeto a influencias mezquinas, dirigió mal, pero dirigió con fuerza, infiltrándose loyolesco, suavísimo, en la vida de la nación y de los particulares. Algo que hoy, a pesar de nuestras flamantes conquistadas libertades, sentimos, y que no se ve pero se siente y adivina, como el aire en los cuadros velazqueños, se notaba entonces, envolviendo a los hechos grandes y chicos. El primer tirón de este algo misterioso, cuyo origen erraba entre Madrid y el Escorial, lo percibió don Juan de Austria al día siguiente de Lepanto.

No eran los venecianos solos quienes procedían solapadamente, y la sangre ardorosa de don Juan se heló un punto en sus venas. Nueva corriente fría le invadió al ver que para los misteriosos moradores del Alcázar de Madrid o del Escorial significaban lo mismo las inútiles jornadas de Modón y de Navarino que el gran día de Lepanto. La corte dirigía los sucesos desde su butaca frailera, pasando beata entre los dedos las cuentas del rosario. Llegaba el decisivo ataque de los turcos a la Goleta, que era el desquite de Lepanto, ardía en impaciencia don Juan, rabiaban los soldados como Miguel, viendo perderse tan buena ocasión, y la corte, allá muy lejos, ensayaba una frase piadosa o heroica, o que a tal sonaba, para decirla en alta voz en ocasión más grande: -Dios lo ha querido. Envié las galeras a pelear con los turcos, no con las tempestades.- Por cima del mal éxito y del buen éxito, más allá de las fuerzas humanas, Felipe II contemplaba, como en panorámica visión, el espectáculo de intensa y formidable lucha desarrollada en torno suyo, y veía moverse las galeras de don Juan, desde muy lejos, como piezas de ajedrez. ¿Ganaba? Daba gracias a Dios. ¿Perdía? Daba gracias de igual modo. La vida era un eterno juego de tablas; perdierase o ganarase era cuestión de pagar o cobrar quien ni de pagar ni de cobrar sentía deseos. En los jetones de su bolsillo había escrito el lema terrible, el lema de su alma escogida: Ni por la esperanza ni por el miedo.

Poco a poco, por lo que en los sucesos de la campaña veía y por lo que en los dichos de los españoles recién llegados traslucía, iba Miguel penetrandose de la situación, después de partir don Juan. Al general victorioso le había sido indispensable presentarse en la corte a que le refrendaran y pusieran el visto bueno a su heroísmo. A la corte era, pues, necesario acudir para lograr algo.

Estaba ya en Italia, no se sabe desde cuándo, el hermano menor, Rodrigo de Cervantes, soldado también. Acaso por él había confirmado Miguel las tristes noticias de la situación de su casa. Proseguía su hermana Andrea el pleito con los Portocarreros, en el que también llevaba no sabemos qué parte o interés la hermana menor, Magdalena. El primogénito del héroe de la Goleta, don Alonso Pacheco de Portocarrero, que trataba su matrimonio o se había casado ya con una dama andaluza, resistíase como podía a pagar sus deudas y cumplir sus compromisos, fueran los que fuesen. Intervenía en todos estos incidentes el padre, Rodrigo de Cervantes, a quien su profesión seguía produciendo muy poco. No eran los sentimientos familiares de entonces, particularmente en un hogar donde los hijos servían como soldados, tan tiernos y exigentes cual son hoy día, pero, de todas maneras, Miguel sentía deseos de tornar a su casa. Procuró, pues, acercarse al duque de Sessa don Gonzalo Fernández de Córdoba, que, ya en Nápoles, ya en Palermo, se hallaba al frente de las tropas.

Ya se ha dicho que era el duque de Sessa un culto y elegante caballero, sagaz conocedor de la política, por él aprendida prácticamente cuando gobernaba a Milán, gran aficionado a los versos y muy amigo de don Diego Hurtado de Mendoza, de Gregorio Silvestre, de Lomas Cantoral, de Gutierre de Cetina y de otros buenos poetas andaluces. Tenía el duque de Sessa un espíritu melancólico y delicado. De sí mismo decía:


    Yo me perdí por aprender el arte
de cortesano, y he ganado en ello,
pues he salido con desengañarme...



Había gustado la corte y el retiro, y una y otro le habían prestado una amable y confiada filosofía, no temerosa de la muerte. Así lo expresaba en rimas atildadas hablando con su propia vida:


    Ya no más, vida, que es cansada cosa
tener el alma atenta a conservaros;
andáis, triste de vos, por acabaros
y aun presumís de fuerte y valerosa.
    La muerte viene airada y rigurosa,
combate cada día por entraros;
la larga enfermedad quiere entregaros;
cualquier defensa es flaca y perezosa.
    Querida amiga y dulce compañera,
prestad paciencia al fin que se apresura,
que yo dispuesto estoy a la jornada.
    Que el tiempo de la eterna primavera
vuestra larga aflicción os le asegura
con mi fe firme y mi esperanza osada.



Lo que a Cervantes dijese este general, que había nacido para poeta, no lo sabemos, pero nos lo figuramos. Baste afirmar que el duque de Sessa conoció a Miguel y que aun pasados los años, le recordaba. Quizás por la agudeza y elegancia del decir, infirió el duque el ingenio de Miguel, y de seguro recordó sus hazañas en Lepanto, a todo el ejército notorias, y por la rota mano atestiguadas. Tal vez Miguel pudo hablar de poesía con el duque, plática para éste muy gustosa, y le dijo, como el otro:


    Poeta soy también y estimo el sello
más que un oidor reciente, su garnacha.



Este afable y templado filósofo, nieto del Gran Capitán, fue, sin duda, otro de los que supieron conocer en Miguel ese algo que le diferenciaba y hacía independiente de los demás hombres de su posición. Como a muy buen soldado le recomendó en cartas para el rey y para algún cortesano influyente, y es posible que le aconsejase esperar a la vuelta de don Juan y no regresar a la corte sin letras de él.

Pasaron fáciles y livianos los meses de la primavera. Miguel comedía las palabras del duque de Sessa, y confirmaba lo ya presentido. Los tiempos heroicos, asomados apenas, comenzaban a declinar. Nada podía hacerse de provecho sin contar con la corte. Las palabras de aquel cortesano desesperanzado de la corte y del mundo, en medio tan propicio a la desilusión como el dulce clima de Nápoles, según poco después lo dejaba notar el famoso desengañado Diego Duque de Estrada, pesaron mucho en el ánimo de Cervantes.

A mediados de junio regresó don Juan a Nápoles. Por medio del duque, o dirigiéndose rectamente a él logró verle Cervantes. Como todo gran caudillo, tenía don Juan la memoria pronta, y recordaba bien las caras de sus veteranos, mayormente de los distinguidos por él entre el humo aun no disipado de la batalla. Aprobó don Juan la resolución de Miguel, y es casi seguro que en sus palabras se notase un ligero sabor o melancólico dejo como el que envolvía todas las del duque de Sessa. Don Juan venía de la corte y acababa de apreciar cómo iban cambiando las cosas desde los tiempos de Lepanto. Don Juan se hallaba ya en los treinta años, en esa clara cumbre de la vida que permite ver las altas cimas y los anchurosos valles sin tanta cólera ni tanta ambición como antes, sin tanta calma y tanto escepticismo como después.

Don Juan dio a Cervantes una carta para el rey, su hermano, tan honrosa y halagüeña, que fue después la perdición de Miguel. Decía en ella, que bien podía darsele a Miguel el mando de una compañía, por ser hombre muy capaz para ello. No era raro, pero no era muy frecuente saltar de soldado aventajado (soldado de primera o cabo de los de ahora) a capitán. No fue Miguel alférez, como han supuesto algunos, por lo dicho en la relación del cautivo Rui Pérez de Biedma, o lo fue poquísimo tiempo, ya que en 15 de noviembre de 1574 consta que era soldado y nada más.

La carta de Sessa y la de don Juan abrieron el pecho de Miguel a la esperanza y quizás más aquélla que ésta, pues la perspicacia de Miguel era suficiente para advertir cómo, si aun no podía decirse que las cosas fuesen mal para don Juan, ni que su hermano disintiera de él, sí se habían aflojado un poco los entusiasmos despertados en el mundo por la pasada victoria. Si había sido difícil en la corte proporcionar recursos a don Juan para seguir la provechosa y gloriosa campaña, no parecía excesivamente llano el atender a sus recomendaciones en favor de un obscuro soldado. Por otra parte, la simpatía del duque de Sessa, poeta de sentimiento y hombre curtido en el vivir, es seguro que impresionó harto más a Miguel que el aprecio militar puramente que de él hizo don Juan. Las armas y las letras, los dos grandes amores de su vida, le aparecían una vez más representadas en el caudillo de Lepanto y en el poeta de Nápoles. Y en la situación actual de su ánimo, las letras tal vez recobraban su imperio.

Conseguidas la licencia y las cartas se avistó Miguel con el patrón de la galera Sol, que, mediado septiembre, había de zarpar con rumbo a España. El 18 o 20 de aquel mes salió la galera de Nápoles. No podía pensar el animoso Miguel cuando, apoyado en la borda, miraba con ojos de despedida el anchuroso golfo, la blanca inmensa ciudad, la mole cónica del Vesubio con su humeante airón y los campos amigos donde al sol dorado maduraban los racimos, que hubiese de ser aquella la postrera vez que viese a Nápoles. Muchas veces en el largo discurso de su vida recordó los colores y las luces de que en aquella mañana parecía revestirse la hermosura eterna de Nápoles por la que él perpetuamente suspiró. Acaso echó de menos la hartazga que hubiese podido dar a sus ojos en tan grata contemplación, a haber previsto los sucesos posteriores.

Iban en la galera Sol personajes tan considerables como el general Pero Diez Carrillo de Quesada, viejo soldado, expertísimo artillero, maestre de campo en la jornada de la Gomera, y que había prestado grandes servicios en Nápoles, Sicilia y Lombardía, al frente de tres mil soldados españoles; el ilustre caballero de Vitoria don Juan Bautista Ruiz de Vergara, del hábito de San Juan, y otros muchos señores de respeto. La galera navegaba tranquila, cuando, en el golfo del León, cerca de la costa de Marsella, por donde desemboca el Ródano, y a la vista del puertecito de las Tres Marías, en la Camarga, se vio perseguida por una flotilla veloz de tres o cuatro galeotas, que mandaba el renegado albanés Arnaute Mamí, capitán de las galeras turcas de Argel. Más ligera que las otras, acostó a la galera Sol una de veintidós bancos, mandada por Dalí Mamí, renegado griego, a quien llamaban el Cojo, por serlo y por haber costumbre entre los turcos de mentar los defectos de sus capitanes (así llamaban a Uluch Alí el Fartax, que es el tiñoso). Pelearon como buenos los españoles, y en el abordaje perdió valerosamente la vida el caballero don Juan Bautista Ruiz de Vergara.

Necio sería querer contar el encuentro, cuando lo hace el mismo Miguel con todo espacio en La Galatea y en La española inglesa, y a él se refiere en el relato del cautivo. «Sucedió -dice- que a la sazón que el viento comenzaba a refrescar, los solícitos marineros izaban más todas las velas... Uno dellos, que a una parte de la proa iba sentado, descubrió con la claridad de los bajos rayos de la luna, que cuatro bajeles de remo, a larga y tirada boga, con gran celeridad y priesa hacia la nave se encaminaban y al momento conoció ser de contrarios y con grandes voces comenzó a gritar: «Arma, arma, que bajeles turquescos se descubren.» Esta voz y súbito alarido puso tanto sobresalto en todos los de la nave, que sin saber darse maña en el cercano peligro, unos a otros se miraban, mas el capitán della (que en semejantes ocasiones algunas veces se había visto), viniéndose a la proa, procuró reconocer qué tamaño de bajeles y cuántos eran, y... conoció que eran galeotas forzadas, de que no poco temor debió de recibir; pero disimulando lo mejor que pudo, mandó luego alistar la artillería y cargar las velas todo lo más que se pudiese, la vuelta de los contrarios bajeles, por ver si podía entrarse entre ellos y jugar de todas bandas de artillería. Acudieron luego todos a las armas y repartidos por sus postas, como mejor se pudo, la venida de los enemigos esperaban... Acudí a ver lo que el capitán ordenaba, el cual, con prudente solicitud, todas las cosas necesarias al caso estaba proveyendo, y... encomendándome a mí el (castillo) de popa, él con algunos marineros y pasajeros por todo el cuerpo de la nave a una y otra parte discurría. No tardaron mucho en llegar los enemigos, y tardó harto menos en calmar el viento, que fue la total causa de la perdición nuestra. No osaron los enemigos llegar a bordo, porque viendo que el tiempo calmaba, les pareció mejor aguardar el día para embestirnos. Hicieronlo así, y el día venido, aunque ya los habíamos contado, acabamos de ver que eran (quince) bajeles gruesos los que cercados nos tenían, y entonces se acabó de confirmar en nuestros pechos el temor de perdernos. Con todo eso, no desmayando el valeroso capitán ni alguno de los que con él estaban, esperó a ver lo que los contrarios hacían, los cuales, luego como vino la mañana, echaron de su capitana una barquilla al agua, y con un renegado enviaron a decir a nuestro capitán que se rindiese, pues veía ser imposible defenderse de tantos bajeles, y más que eran todos los mejores de Argel, amenazándole de parte dé Arnaut Mamí, su general, que si disparaba alguna pieza el navío, que le había de colgar de una antena en cogiéndole, y añadiendo a éstas otras amenazas, el renegado le persuadía que se rindiese; mas no queriéndolo hacer el capitán, respondió al renegado que se alargase de la nave, si no, que le echaría a fondo con la artillería. Oyó Arnaut esta respuesta, y luego, cebando el navío por todas partes, comenzó a jugar desde lejos el artillería, con tanta priesa, furia y estruendo, que era maravilla. Nuestra nave comenzó a hacer lo mesmo, tan venturosamente, que a uno de los bajeles que por la popa le combatían, echó a fondo, porque le acertó con una bala junto a la cinta, de modo que sin ser socorrido, en breve espacio se le sorbió el mar. Viendo esto los turcos, apresuraron el combate, y en cuatro horas nos embistieron cuatro veces, y otras tantas se retiraron con mucho daño suyo y no con poco nuestro. Mas por no iros cansando... sólo diré que después de habernos combatido dieciséis horas y después de haber muerto nuestro capitán y toda la más gente del navío al cabo de nueve asaltos que nos dieron, al último entraron furiosamente en el navío...»

Bien se nota la parte de poesía y la de verdad que hay en esta descripción, la más cercana al suceso, y, por tanto, la más prolija y fidedigna. Combatió Cervantes en el castillo de popa, con no menor brío que en Lepanto; dirigió la artillería hombre tan experto como el general Pero Diez Carrillo de Quesada. Fue adversa la suerte, muchos los contrarios. Lleno de pesadumbre y cargado de cadenas se vio Cervantes en el breve espacio de la mañana a la tarde. Cautivo también veía a su hermano el mozo Rodrigo. Lo peor que Miguel pudiera pensar había sucedido. ¿Se abatió su ánimo en aquel trance? Él mismo noblemente lo declara. «Paso y punto fué este que desmaya la imaginación cuando dél se acuerda la memoria...» «¿Quién podrá significaros, señores, la pena que yo en esta sazón tenía, viendo con tanta celeridad turbado mi contento?...»

Iba muriendo la tarde. Al fragor de los cañonazos había sucedido el ancho silencio misterioso del mar. Caía el sol en el Mediterráneo y las olas de color de esperanza trocabanse paso a paso, de color de oro y después de color de sangre. Disputaban los turcos en su algarabía y jadeaban en los bancos los pechos hondos de los galeotes. Mirando al mar con desconsolados ojos, Miguel lloraba sin lágrimas su libertad perdida.




ArribaAbajoCapítulo XIX

Entrada en Argel. -Primeros intentos de fuga y de rescate. -La viudez de doña Leonor


«En África no hay más que dos puertos, que son junio y julio». Estas palabras del viejo marino Andrea Doria al emperador, las había confirmado Miguel con harto dolor de sus huesos y de su alma en las inútiles intentonas marítimas hechas por don Juan para salvar a la Goleta, y nuevamente las certificaba ahora, mientras los cabeceos y bandazos de la galeota que mandaba el griego Dalí Mamí le arrancaban de su dolorosa meditación.

El mar en la costa de Argel era entonces la mejor defensa de la plaza. Siempre alborotado y fosco, era menester para tomarle y acercarse con bien a la bahía haberle domado y haber sufrido sus zarpazos hartas veces, como le pasara al dicho arráez griego y a su jefe el capitán de la mar, Arnaute Mamí. De éste sabía algo Cervantes, pues su fama y reputación de marino, de hombre cruel y de resuelto capitán eran grandes en el Mediterráneo. Arnaute Mamí era albanés, como se ha dicho, y renegado, que es cuanto puede ponderarse su inhumanidad y su fiereza. Gobernando a Argel, por el Gran Turco, Arab Amat, en 1572 o 73, fue Arnaute capitán de la mar, nombrado por su pericia de navegante: pero Arab Amat se desabrió con Arnaute y le depuso, siendo necesario que éste empleara todas sus influencias en Constantinopla para verse restablecido en su cargo y lograr la destitución de Arab. Arnaute estuvo en la Goleta con Uluch Alí, y fuera del aprecio en que oficialmente se le tenía, era muy estimado de los corsarios a sus órdenes, porque no reparaba en el reparto de la galima, que era el botín y esclavos que se cogían, en la cual por juro de su cargo le pertenecía una parte por cada quince. Arnaute Mamí, sin dejar de hacer su negocio, conocía que con gente maleante y codiciosa como los arraeces y corsarios a sus órdenes, no se había de extremar la exigencia ni de apurar el derecho.

Mientras las galeotas navegaban, se había repartido la galima y tocó a Miguel caer en manos del cojo Dalí Mamí. Manos expertas le registraron y pronto dieron con las cartas de don Juan de Austria y del duque de Sessa. La firma de don Juan era tan conocida que verla y llenarse Dalí Mamí de contento fue todo uno. Sin duda, aquel cautivo, como su presencia acreditaba y argüía su valor, patente en la señal honrosa de la seca y destrozada mano, era un caballero de suposición y de gran rescate, a quien convenía tener a buen recaudo. Los ojos codiciosos del griego recorrían de pies a cabeza a su esclavo, justipreciándole ya desde el primer momento. Pronto, por orden suya, dos argollas aprisionaron sus muñecas, y sendas ajorcas de hierro sus tobillos: quizá el odioso y humillante piedeamigo oprimió su garganta y le forzó a mirar al cielo cuando más gana tenía de clavar los ojos en tierra, pidiéndola que, piadosa, le tragase. No contento con semejante alarde, el renegado Dalí Mamí puso a Miguel guardas de vista, conociéndole acaso en el brillo e imperio de la mirada que con ella podría dominar a sus compañeros de cautividad y comunicarles sus pensamientos.

No caía todos los días en manos de los corsarios argelinos un caballero de quien dijese don Juan bajo su firma lo que de aquél. Y vease cómo el paralelismo de ambas vidas heroicas siguió en la adversidad cual en la fortuna. Fue la sombra de don Juan desde entonces funesta a Miguel, sin que éste lo conociera hasta pasados muchos años. Hubieranse perdido las cartas y quizá él no habría sufrido lo que sufrió: de fijo su rescate hubiera sido más fácil y pronto.

Miguel reflexionaba todo esto, midiendo el mar alborotado, con sus ojos tristes. Los forzados cristianos que iban al remo le miraban hoscos y encorajinados, pues calculaban ser Miguel un señor principal que en breve volvería rescatado a la patria. Como ya le había ocurrido, como ocurre a todas estas grandes almas pensadoras, recordó Miguel en aquel nuevo y terrible trance de la fortuna, no por común y habitual entonces, menos temeroso, una gran parte de su vida anterior. El sonsonete de cierta remota cantilena de camino, escuchada en la Mancha, le rondó por los oídos, primero confuso y jironeado después claro y completo. Era la tonadilla de la rama del laurel, que aun se canta en las siegas y en las parvas, al encerrar el trigo y al llevarlo a la aceña:


    De laurel es la ra-ama,
de verde laurel,
de laurel siempre ve-erde
como mi querer,
la rama del laurel;
prisionerito
mi amante en Argel,
¡Jesús qué dolor!,
prisionerito,
cautivo está mi amor...



La música lánguida y perezosa del cantar le arrancó de su meditación. Miró al mar, como si quisiera adivinar tras él la vasta llanura manchega, surcada por las pacíficas mulas y por los valientes asnos de ojos benévolos. Después miró a la costa, que iba acercandose. Al caer la tarde manchó las negras ondulaciones de la tierra una gran ciudad blanca, blanca, blanca. Divisaronse pronto las terrazas sin tejados: luego la gran mole de la Alcazaba, acrópolis, palacio y fortaleza de los turcos, después el alminar de la mezquita vieja de Sidi Abderrahman, gallardo y esbelto como una gran palmera blanca, fajado de azulejos relumbrantes verdes y amarillos; al fondo, hacia Sid Ferrux, una cordillera de montes rojos como los cerros de alcaén que a ranchos cortan el horizonte manchego. Sobre el tono rojo ladrillo de las montañas, verdeaban las copas de las palmeras y azuleaban los bosquecillos de olorosos áloes. Acercándose a la ciudad se veía hormiguear por cima de las terrazas una muchedumbre de blancas figuras femeniles que en la hora del crepúsculo se asomaban a aquellos sitios, únicos por donde comunicaban con el mundo. Con celos parecían mirarlas, surgiendo entre los blancos tapiales, como cabezas de monstruos, las palmeras obscuras, ya cargadas de su fruto verde que a dorar comenzaba.

Aquello era «la ciudad de Argel, gomia y tarasca de todas las riberas del mar Mediterráneo, puerto universal de corsarios y amparo y refugio de ladrones que deste pequeñuelo puerto salen con sus bajeles a inquietar al mundo, pues se atreven a pasar el plus ultra de las columnas de Hércules y a acometer y robar las apartadas islas que, por estar rodeadas del inmenso mar Océano, pensaban estar seguras, a lo menos, de los bajeles turquescos». Y al escribir esto Miguel en el Persiles, muchos años después, dejaba traslucir algo que no ha sabido notarse, y es la secreta admiración que sentía por aquellos audaces nautas, héroes y ladrones, quienes, sin estar sino muy a la ligera sujetos a poder o fuerza organizada, sin obedecer casi ley alguna, eran dueños del mar, espanto de las naciones más poderosas y coco de todos los poderes desde el espiritual del papa hasta el comercial de los venecianos y genoveses, sin excluir el inmenso e incontrastable poder español que abarcaba el mundo entre sus brazos.

Miraba Miguel a su amo el griego Dalí Mamí, y aun odiándole, como odia, por ley natural, todo esclavo a su señor, encontraba en él no sabemos qué rasgos del prudente Ulises, su paisano, maestro de andanzas y marítimas caballerías. Dalí Mamí, Arnaute y todos los demás corsarios, mezcla de caballeros de ventura y de jefes de bandidos, eran la fuerza irregular y revolucionaria que trastrueca las normas y los órdenes aceptados y establecidos universalmente, que subvierte la propiedad, amenaza el sosiego de los pacíficos comerciantes y perturba la calma de las familias burguesas de entonces, pues sólo en España había a la sazón treinta mil hogares que lloraban otros tantos hijos, hermanos o esposos cautivados en Argel y no quedaba pueblo ni aldea en que alguna moza no repitiese llorando el triste estribillo:


    Prisionerito
mi amante en Argel
¡Jesús qué doloor!...



Tales hombres, en pugna con toda la cristiandad, no eran de fijo unos hombres vulgares, y Miguel, que había visto a uno de ellos, al nieto de Barbarroja (en el memorable ataque de La Loba, de don Álvaro de Bazán), cortar de un golpe el brazo derecho al espalder que iba a popa marcando la marcha con su remo y empuñar el brazo sangriento y caliente aún, como si fuera rebenque y empezar con él a latigazos en las espaldas de los otros galeotes; Miguel, que ya presenciara otros hechos como este de ferocidad y de codicia inauditas, comprendió desde aquel instante que entraba en un infierno de pasiones primitivas llegadas al salvajismo, en un mundo nuevo para él, en donde no se conocía la piedad o tal vez en donde no se manifestaba que existiese, pues ya iba Miguel percibiendo cuán poco humana cosa es la compasión. Si en todos lados valía poco la vida, según Miguel había aprendido en la batalla, lo que es en aquel reino de la brutalidad y de la injusticia convenía desde el principio no estimarla en nada y estar resuelto a desprenderse de ella por la más fútil ocasión. Perdida, sabía Dios por cuánto tiempo, la libertad, no quedaba en el juego más envite que el de la existencia, y quien mejor supiera arriesgar esta sola baza posible, sería el que más pronto recobrase lo que anhelaba.

Entre juramentos y golpes del arráez y de los cómitres que le obedecían y entre gran algazara de la chusma, se efectuó el desembarco. Siempre que volvían galeotas de caza, y mayormente si eran las del capitán de los bajeles, bajaba a presenciar el desembarco la muchedumbre desocupada que en Argel había.

Aunque habituado a la cosmopolita algarabía del puerto de Nápoles, no había visto Miguel jamás tan variados tipos de gentes ni escuchado tan distintas y conturbadoras voces como las que allí se veían y oían. Había esclavos, militares, marinos y comerciantes de todas las razas; mercaderes de todas las mercaderías; renegados de todas las religiones; vendedores y vendedoras de todos los placeres y vicios; judíos haraposos, turcos sucios y rozagantes; griegos dicharacheros y alegres, caballeros de Malta, frailes de la Merced y de la Trinidad, ricos y lujosos banqueros florentinos, barceloneses y valencianos y multitud indefinida y curiosa que acudía a ver a los cautivos como a una parada o procesión. Todos los ojos reparaban más atentos en quien más cadenas arrastraba, pues era costumbre infligir mayores afrentas a quienes se suponía ser personajes de elevada condición. Todas las miradas, pues, se dirigían a Cervantes que, forzado a erguir la cabeza por el piedeamigo que le sujetaba el cuello, tenía que afrontarlas sin remedio; y había entre ellas miradas frías y calculadoras, las de los judíos que tasaban el valor del prisionero y le consideraban codiciosos; y otras de curiosidad, las de los cristianos que pensaban reconocer a un amigo o a un pariente; y otras procaces y livianas, las de las mujeres del partido, armenias, egipcias y turcas que, descubierta la cara y pintados los labios de bermellón y de alheña las mejillas, imaginaban cómo pudieran darse buen tiempo con el gallardo cautivo; y otras miradas, en fin, las más, indiferentes y sólo abrillantadas un momento por la curiosidad pasajera, y otras, porque nada faltase, hondas e inquietantes, que negreaban misteriosas entre la blancura de las tocas de alguna mora principal encerrada que, por casualidad, había salido a solazarse a la marina.

El primer nombre que en tierra argelina escuchó Miguel fue el nombre de don Juan. Gritabanle, haciendo cucamonas y gestos horribles y plantándose delante del cautivo inerme, escupiéndole a la cara, tirándole de las cadenas, arrojándole pelotillas de barro unos moritos de siete a doce años, negros, sucios, astrosos, procaces y entrometidos como micos, que, en coro y con extraña cancamurria, solían repetir a cuantos cautivos veían la misma desalmada muletilla:


Don Juan non venir,
Don Juan non venir,
Non rescatar, non fugir.
Acá morir, perro, acá morir,
Don Juan non venir...



En Lepanto aprendió Miguel la primera lección de la bravura: en Argel la primera de la paciencia. Templóse, desde el primer instante, en tal horno el acero de su alma.

Fue aquélla la adversidad grande que antes le salió al paso. Para colmo de desventura, volvía con trabajo la cabeza y veía en pos suyo, aherrojado también, a su hermano el mozo Rodrigo, a quien alcanzaba la pena sin haber catado la gloria. En tal punto, su alma creció como la de un cristiano en los primeros tiempos de la Iglesia. Resuelto a ser mártir, como ellos, entró Miguel en la prisión, donde como a cautivo muy principal se le tuvo sujeto con cadenas en las manos con grillos en los pies, vigilado por guardias constantes.

La codicia de los corsarios aguijoneaba su fantasía de hombres de azar y les hacía imaginarse duques, príncipes y generales a los simples soldados, o cardenales y arzobispos a los humildes sacerdotes, como veremos que sucedió con el doctor Antonio de Sosa.

En aquella primera época de cautiverio debió de sufrir tanto Miguel, que, muy probablemente su amo, temiendo que se le muriese de melancolía tan valioso esclavo, hubo de darle mayor holgura y suelta. Quizás aprovechó Miguel las necesarias ausencias del corsario Dalí Mamí, quien por entonces andaba siempre ocupado en el mar, ganoso de adquirir un puesto de los tres de capitanes de los bajeles que poseían Arnaute Mamí y otros dos renegados. Ello fue -el mismo Miguel lo declara- «que llegado cativo en este Argel, su amo Dalí Mamí, arráez renegado griego, le tuvo en lugar de caballero principal y como a tal le tenía encerrado y cargado de grillos y cadenas, y no obstante todo esto, deseando hacer bien y dar libertad a algunos cristianos, buscó un moro que a él y a ellos llevase por tierra a Orán y habiendo caminado con el dicho moro alguna jornada, los dejó y ansí les fué forzoso volverse a Argel, donde el dicho Miguel de Cervantes fué muy maltratado por su patrón y de allí en adelante tenido con más cadenas y más guardia y encerramiento».

Ésta fue su primera tentativa para recobrar la libertad. Por lo que de ella declara se colige que el encerramiento primero no debió de ser largo y esto se explica bien, no sólo por las razones dichas, sino también por la escasa comodidad que las moradas argelinas ofrecían para guardar en ellas cautivos. No era Dalí Mamí hombre para gastar mucho dinero en la custodia ni en la alimentación de sus esclavos, ni tenía por casa un palacio, sino un miserable bochinche donde apenas podía almacenar las riquezas que de sus galimas iba reuniendo, las cuales muchas veces eran armas, tapices y objetos de bulto robados en las cámaras de las galeras cristianas y que él no vendía a los regatones judíos pronto por no dejarles prevalerse de la ocasión. Pronto Miguel hubo de verse, como los otros cautivos, andando a ciertas horas por las tortuosas y pinas callejuelas de Argel, buscándose trabajosamente la pitanza, entrando en tratos y relaciones con los otros cautivos, quienes, según muchos de ellos declaraban, desde que le conocieron tuvieronle en estima de hombre superior y muy capaz de las mayores empresas.

De ellos fueron los alféreces Diego Castellano y Gabriel de Castañeda; de ellos el malagueño Juan de Valcázar; de ellos el escribano de Valencia Antonio Marco; de ellos, señores tan nobles y linajudos como los caballeros sanjuanistas don Antonio de Toledo, hermano del duque de Alba, y don Francisco de Valencia, noble zamorano, que a las órdenes de este gran general había servido; de ellos, en fin, el joven capitán talaverano don Francisco de Meneses, héroe de la Goleta y bonísimo amigo de Cervantes.

En la cautividad se borraban por completo las diferencias sociales, no tan marcadas y hondas en aquellos tiempos, al menos exteriormente, como en el día de hoy. Ante la común desgracia, no había gentileshombres y plebeyos; agrupabanse en un lado las almas nobles y honradas, fuese cual fuera su extracción, y al otro se amontonaban, confusas, las vacilantes y flojas, prontas al cobardeo, y de las cuales salían tantos y tantos perjuros y renegados de su fe. Era éste el gran peligro que los amos de esclavos temían. El siervo renegado era un ser sin provecho, sin energía para trabajar ni para nada útil; el renegado renunciaba a la idea de que le rescatasen; se hacía, por lo común, perezoso, tímido, harón, y lo que sobraba en Argel era gente desocupada.

En la banda de los buenos y valerosos se distinguió pronto Cervantes, por cuanto en tal situación no bastaba ser resuelto y decidido, si no se era además mañoso y hazañero. Por hombre hábil se fiaron de él y a sus arbitrios y recursos acudieron muy luego otros cautivos de mayor posición social, de más ilustre nombre y de más años y fama. La seducción que, por el prestigio de su palabra, o por el arte de su discurso, o por el imperio de su acento y de su presencia, o por lo que fuese, ejercía Miguel, sugestionó a todos aquellos hombres que esperaban su rescate y les empujó a seguirle y a obedecerle desde que le conocieron. Ved aquí al grande hombre puesto a prueba y notad el efecto que sus palabras y sus actos causan en quien cabe él se halla. Todos tienen fe en su talento, en su serenidad y en sus recursos. Poquísimo tiempo ha menester para señalarse y descollar él solo, entre otros treinta mil hombres que se encuentran en su misma condición. Un día y otro ocurren, naturalmente, en Argel fugas y rescates, un día y otro por recursos arriesgados o habilidosos se libertan o perecen en la intentona no pocos esclavos, pero sólo de las fugas emprendidas y organizadas por Miguel pudiera hacerse una particular historia, según testimonio fidedigno. No se crea que ensalzamos a Miguel como cautivo, mirando a Miguel como escritor; esas palabras son del P. Haedo, a quien las obras de Miguel, si alguna conoció, no debieron de impresionar gran cosa; de seguro escribió todo lo relativo a Cervantes sin saber si era poeta ni ceder a ninguna influencia de la opinión. Es que Cervantes cautivo es un cautivo único, así como Cervantes soldado fue un soldado digno de que el propio don Juan le conociera y protegiese. Para caer en la obscuridad y trivialidad prosaicas de la vida y hacer a diario cosas vulgares, fue preciso que muchos años de angustias y pesadumbres le obligasen a doblar la raspa.

En los primeros meses de 1576, el alférez Gabriel de Castañeda logró escapar a Orán. Llevaba una carta de Miguel para sus padres contándoles dónde y cómo se encontraban él y Rodrigo. La carta debió de llegar a Madrid mediado el año. En casa del pobre cirujano Rodrigo de Cervantes no había blanca de sobra. La pena ensombreció los rostros y atarazó los corazones. El cuitado Rodrigo no sabía qué hacerse; recordó la deuda del licenciado Sánchez de Córdoba y procuró cobrarla. Pidió una información del cautiverio de sus hijos para que el rey hiciese merced de algún dinero destinado al rescate. Estos recursos eran insuficientes, pesados, dilatorios. Mientras tanto, Miguel y Rodrigo podían ser víctimas de la ferocidad de sus amos.

Por fortuna, seguía concurriendo a la casa el ingenioso alguacil y grande amigo de la familia Alonso Getino de Guzmán, hombre fértil en trazas y arbitrios. Imaginó, llevado de su buen deseo, un recurso teatral, que él había leído en algún viejo librillo de retórica ciceroniana. Hizo que doña Leonor de Cortinas se vistiese las tocas negras de viuda y, como si lo fuese, comenzara a solicitar en la corte alivio a la triste situación de sus hijos, cautivos en Argel y únicos sostenes de la familia; y aquella mujer, resuelta y varonil, que por algo era madre, y madre de tal hijo, se rebozó en su manto y mató moralmente a su marido. Getino de Guzmán, satisfecho de su invención, reía por anticipado al pensar cómo se reiría también su amigo Miguel cuando se viese libre por arte de comedia e industria de dramaturgo.




ArribaAbajoCapítulo XX

Argel por dentro. -Muley Maluc. -El jardinero Juan. -Miguel, redentor


Todo lo que era animación y batahola en la marina y puerto de Argel, era silencio de muerte en la ciudad. Lentas pasaban las horas en ella, sin el ruido de campanas que en los pueblos cristianos comparten la vida. Lentos trepaban por los retorcidos callejones los borriquillos de la azacanería que abastaba de agua al sediento vecindario. Lentas caminaban, por raro caso, a pie las mujeres, «cubierto el rostro con una toca, un bonetillo de brocado en la cabeza y una almalafa que las cubre de los hombros a los pies». Lentas sonaban mañana y tarde al cantar las azalas plañideras las voces de los muecines, repercutiendo de uno en otro alminar. Con mortal lentitud la carcoma iba royendo las maderas; el esclavo, limando los hierros en la mazmorra; la podredumbre, trabajando los cuerpos. Falta de aguas la ciudad y habitada por una muchedumbre de esclavos miseros, por batallones de infectos mendigos y por piaras de cerdos y escuadras de perros vagabundos, siempre había en ella peste blanca o peste negra, bubones, disentería, sarna y todas las variedades de morbos infecciosos que el desaseo y la incuria crían. Los cadáveres, abandonados en las calles y putrefactos por las aguas del arroyo, eran festín a los perros y a los buitres y grajos que en bandadas acudían de los montes vecinos. En las plazas formabanse charquetales y madrejones de aguas pútridas en donde cantaban sapos negros y por entre cuyo fango se escurrían sierpes verdosas. Parecía Argel una ciudad hecha de fábrica para la muerte, y las casas, con sus altos tapiales encalados, sin fenestras ni agujeros a la calle, y con sólo una angosta puerta cerrada, parecían grandes sepulcros o panteones que sólo esperasen recibir a sus muertos y guardarlos eternamente.

Como en todas las ciudades mahometanas, y más que en las de Oriente aún, los moradores vivían hacia adentro, procuraban huir de la deletérea calle y zambullirse en la casa, desquitándose con perfumes violentos de la tortura impuesta a sus narices. El pestífero olor de Argel en el verano era tan penetrante, que en ocasiones atrajo a las lejanas fieras. Los centinelas de la puerta de Babazón, de la de Ramdán y del fuerte de las Veinticuatro horas habían oído muchas noches de estío el llanto y grito de las hienas; aseguraban algunos haber escuchado también rasgar el silencio nocturno el bronco rugir del león.

Contrastaba con la miseria advertida en las calles la opulencia y boato en las casas de los moros y renegados principales. Había entre ellos algunos propietarios ricos, pertenecientes a antiguas familias de Argel, a quienes molestaba sobremanera el predominio y autoridad allí conseguidos por la gente de mar, capitanes corsarios y gobernantes enviados de Constantinopla, casi todos fugitivos de Italia, de Grecia y de Iliria, gente desmandada e infame que lograba los puestos a fuerza de dádivas, vivía de la explotación inicua y del cohecho, y moría siempre de mala manera. Los moros poderosos y los renegados principales no se trataban con semejante gentuza, análoga a toda la que los gobiernos corrompidos han enviado siempre a saquear las colonias.

Pero no ha de creerse que todos los habitantes de Argel fueran, como los capitanes de la mar, hombres zafios y facinerosos, injustos y crueles. Había también personas de cultura y de fino sentir, mayormente entre los renegados ricos. Eran éstos, hombres que habían perdido la fe por azares o exigencias de la vida, muy discretos y aficionados a los placeres espirituales. Entre ellos se distinguía el esclavo Agi Morato, cuya casa era de las más suntuosas de la ciudad. Casó con su hija Zara o Zorayda el moro Muley Maluc, a quien diversos autores de la época llaman moro famoso, discreto y muy instruido, que hablaba turco, español, alemán, italiano y francés, y era de muy gentil juicio y disposición, hábil calígrafo y dibujante de curvas y trazos que constituyen todo el arte gráfico de los moros, y con esto, gran cantador y danzarín y tañedor de laúd, monocordio y vihuela.

Era Muley Maluc uno de esos hombres suaves, de esos delicados artistas que la decadencia pare. Virrey de Fez y destronado por un hermano suyo más guerrero que letrado, su gentileza y cultura consiguieron que al presentarse al Gran Señor, éste mandase a Ramadán bajá, rey de Argel, que organizara una expedición guerrera para reponer a Muley Maluc en su vacilante trono. En 1576 hallabase en casa de su suegro Agi Morato y allí le conoció Cervantes, quien habla de él diciendo:


    Muley Maluco...
el que pretende ser rey
de Fez, moro muy famoso
y en su secta y mala ley
es versado y muy curioso.
    Sabe la lengua turquesca,
la española y la tudesca,
la italiana y la francesa;
duerme en alto, come en mesa,
sentado a la cristianesca.
Sobre todo es gran soldado,
liberal, sabio, compuesto,
de mil gracias adornado...



Quizás Muley Maluc supo que había entre los cautivos cristianos uno gran poeta y recitante y, sin duda, Miguel aprovechó la ocasión para conocer por dentro la vida y costumbres de aquellos palacios cuyas blancas paredes por fuera eran iguales a las de los más miserables tugurios. Parecióle bien lo que desapasionadamente había de parecer así a quien lo mirase, la cortesía y caballerosidad de los moros, la belleza de las moras, su recatado vivir y el candor de aquellas almas femeninas a quienes el encierro aniñaba para siempre. Posible es que a algunas de ellas le cayese en gracia la gallardía del cautivo español, la viveza de sus ademanes o la alegría un poco descompasada y soldadesca de su charla.

No cabe negar que en El gallardo español, en La gran sultana y en El trato y Los baños de Argel, tanto como en la relación del cautivo y en El amante liberal, si hay mucho de lo imaginado que entonces corría primero en lenguas y después en libros, hay mucho también de lo real y visto y palpado. Coinciden con las pinturas y descripciones de Cervantes las del P. Haedo y las del P. Zúñiga y otras contemporáneas, y no difieren esencialmente de las curiosísimas que un siglo después manuscribió el trinitario Fr. Bartolomé Serrano, versificador detestable, pero hombre sagaz, devoto, alegre, cuyo libro merecía ser impreso; mas claro está que en éstas no hay, fuera parte del genio que a las de Miguel anima, un reflejo tan fiel y animado de lo descrito. Comparense con las descripciones del cautivo en la Goleta o con las narraciones del ingenioso Cristóbal de Villalón y sirvan estas verdaderas relaciones como piedra de toque para conocer cuán poco soñó Cervantes al referir muchos años después lo que entre los moros viera o al forjar, pasado poco tiempo, las escenas dramáticas de El trato de Argel y de Los baños de Argel.

Pensar que Cervantes se pasó la vida en la cautividad gimiendo y llorando, es desconocer su carácter. Sin perder de vista ni un punto el propósito de la fuga y del rescate, aprovechó el tiempo, y con la actividad propia de sus veintiocho o veintinueve años, alternó con toda clase de gentes, conoció y trató a moros ricos y pobres, a renegados altos y bajos, a rastreros y miserables judíos y a moras secretas y escondidas, que no se recataban de los cristianos, y aun muchas se daban buen tiempo con ellos, sin dejar de llamarlos perros, como tal vez las cortesanas viciosas de Alejandría buscaban las carantoñas lúbricas de los hediondos negros esclavos suyos, y aun de perros y monos.

Perros eran para las moras los cristianos, por lo mal que olían generalmente: olían a calle, con ese hedor de las ciudades de Oriente, tan notorio a quien ha viajado por China y la India, mientras que ellas, las moras, con sus cuerpos bañados y ungidos a diario y sus cabellos empapados en esencias, despedían por la casa embriagadores y mareantes perfumes. Algo de esto pueden percibir los olfatos finos en las páginas más regaladas en que Cervantes habla de las moras, con una blandura y melosa añoranza, que se concibe perfectamente en quien pasó lo más de su vida entre mesoneras y maritornes, a quienes no podía acercarse quien no fuese arriero.

¿No es chocante y pasmoso el que nadie se haya fijado en esto? Como todos los hombres de genio, poseía Miguel agudísimos sentidos, y muy en particular el del olfato. ¿No os acordáis cómo don Quijote interroga a Sancho si al acercarse a Dulcinea notó un olor sabeo o una fragancia aromática, cual si se hallase en la tienda de algún curioso guantero? ¡Con cuánto regalo menciona el ámbar y los buenos olores cuando se le ofrece caso para ello, y con qué repugnancia pondera todos los pestilentes y desagradables tuhos o tufos de Dulcinea ahechando y de Maritornes en la venta! El perfume oriental de las moras quedó en los escritos de Miguel disimulado bajo la ficción poética, pero bien se deja conocer que hubo en su vida argelina de cautivo una parte amorosa, condensada en los bellos tipos de moras, en sus dulces palabras, en su hermosura resignada o rebelde y varonil. Arlaja, Zara, Fátima, Zorayda, Alima, dentro del patrón general usado por él para concebir y representar las moras en el teatro y en la novela, son algo más que meras fórmulas o expresiones literarias de un pensamiento en una obra.

Digno de notarse es también que rara vez expresa Cervantes antipatía ni odio contra los moros en general, mientras que las acerbidades de su pluma suele reservarlas para los judíos y los renegados. Distingue con claridad a los corsarios crueles, codiciosos y feroces de los señores y galanes moros, enamorados y corteses, como Agi Morato y Muley Maluc, que murió peleando como bueno frente al desventurado rey don Sebastián, en la jornada de Alcázarquivir: porque desde que se vio cautivo, comenzó Miguel, no sólo el aprendizaje de la paciencia en las adversidades, sino el de la tolerancia en toda ocasión, y quizás granjeó esta tolerancia en el trato con los espíritus escépticos de los renegados, o la adquirió en los dulces labios de las mujeres moras. De todos modos, él anduvo suelto por todas partes, recorrió la ciudad en todos sentidos y entró en relaciones y tratos con todo el mundo. Algún socorro esperaba de España, no mucho, pues harto comprendía la mala disposición de su familia. Pensaba, no obstante, que don Juan y el duque de Sessa responderían por él, siendo preguntados, y así aprovechó cuantas ocasiones tuvo para escribir y enviar cartas, solicitudes y peticiones.

Mientras él escribía, su madre y sus hermanas, con tierna actividad, solicitaban en la corte empeños y echaban mano de todas sus relaciones para que Su Majestad ayudara al rescate. No sin trabajo, lograron que el rey mandase dar cincuenta escudos que el receptor de Cruzada, San Juan de Eyzaguirre, libró a doña Leonor, tras algunas dilaciones. Se trataba, es verdad, de un soldado heroico de Lepanto, pero muchos otros había en caso igual. Escaso era el dinero, de todos modos.

Convencida de que es menester buscarle en mayor cantidad y por otras partes, doña Leonor averigua que ha sido elegido general de la orden de la Merced fray Francisco Maldonado, el cual, como nuevo en el mando, y ganoso de prestigiarse, piensa emprender con gran diligencia la redención de cautivos. Ya tiene designados para ello a fray Jorge del Olivar, comendador de Valencia, a fray Jorge de Ongay, comendador de Pamplona, y al mallorquín fray Jerónimo Antich. Ya ha comenzado las gestiones para buscar recursos, a fin de que la redención sea numerosa y lucida. La orden mercenaria tiene su orgullo puesto en la noble competencia con la orden de la Trinidad.

Para conseguir sus fines, los mercenarios penetran en el palacio real y en todas las casas grandes y chicas, recaban limosnas, lo mismo del rey y de la reina que de los soldados rasos, y más de los que pasaran algún tiempo cautivos y conocieran las penalidades de Argel. Los tres frailes elegidos para la redención son tres santos varones, prudentes, avisados y astutos: hombres de mundo y de trato, conocen todas las artimañas y flaquezas de los piratas y dueños de esclavos, saben sus costumbres y se aprovechan de sus debilidades. Además, fray Jorge del Olivar es un varón evangélico, de alma generosa y pronta al sacrificio.

La madre y las hermanas de Miguel visitan con frecuencia a estos buenos frailes mercenarios en el convento cercano a la casa de la Latina; les confían sus apuros, logran interesarles en la libertad de aquellos dos soldados cautivos, de quienes todo lo espera la familia; pintanse como viuda y huérfana desamparadas, y viuda es, en efecto, doña Andrea, por haber muerto poco antes su primer marido Nicolás de Ovando, dejándole una hija, doña Constanza de Figueroa, y algunos bienes de fortuna, quizás revueltos en la trama de una testamentaría. Las tres mujeres, con sus tocas negras, parecen tres imágenes del dolor y del desconsuelo. El blando corazón de fray Jorge del Olivar se conmueve al verlas, un día y otro, con su petición y su menesterosa quejumbre. Todo el invierno de 1576 y los primeros meses de 1577 se pasan en estas diligencias y peticiones.

Miguel, entretanto, espera vanamente contestación a sus memoriales y solicitudes. No puede persuadirse de que sus servicios hayan sido absolutamente olvidados; conserva un concepto poético, grandioso de la realidad; no se le alcanza que la prosa, ya en aquellos instantes, gobierna la vida de los hombres y de los pueblos. Desconoce la situación de don Juan, su ídolo. Pero si aun conserva estas poéticas ilusiones, tampoco abandona los proyectos prácticos de fugarse.

Un día, paseando por la marina, a la parte oriental de Argel, ve un jardín bien cuidado, propio, al parecer, de algún moro rico. Tras las tapias bajas suena una voz alta, fina, atenorada, que canta, cortando rápidamente las cadencias, con el sonsonete morisco de la antiquísima jota de Aben Jot, la vieja copla:


    Si mi madre fuera mora
y yo nacido en Argel,
me olvidara de Mahoma,
sólo por volverte a ver,
blanca y hermosa paloma...



Miguel se acerca al cristiano que canta. Es navarro, cautivo del renegado griego Hazán y jardinero muy hábil. Con francas y recias frases convida a Miguel a ver el jardín. En el fondo, sobre un recuesto, se hace una cueva entre los peñascos, medio oculta por la maleza. Parece un antiguo refugio de bandidos o de pastores. Cabe allí bastante gente. Miguel concibe, rápido, un plan salvador.

-¿Cómo te llamas? -pregunta al cautivo jardinero; y antes de recibir contestación, por una de esas corazonadas frecuentes, prevé qué nombre va a decir el otro: un nombre que en la vida de Miguel ejerce extraña influencia. El jardinero responde:

-Me llamo Juan.

El nombre del Precursor incita y persuade a Miguel, en lo más íntimo de su alma, de que todo tiempo es bueno para la acción evangélica. Al separarse de Juan, va Miguel en busca de su reciente amigo el doctor Antonio de Sosa, presbítero, esclavo de un judío. Malísima cosa es ser esclavo, pésima ser esclavo de judíos; pues, como nadie ignora, puede con ellos tanto el interés que no deja lugar ni a un resquicio de compasión humana.

Por sí lo experimentó y con paciencia cristiana lo sufrió el mayor amigo de Cervantes en Argel, o sea este clérigo y doctor Antonio de Sosa, quien, navegando en la galera de Malta San Pablo, fue cautivo del alcaide judío Mahamet, junto a las costas de Cerdeña. Como siempre que caía en manos de corsarios un sacerdote, no bien llegado el doctor Sosa a Argel, varios renegados y cristianos, por hacerle mala obra o por congraciarse con Mahamet, comenzaron a decir que aquel presbítero era hombre de gran importancia y de mucho rescate: quién le hizo camarero secreto de Su Santidad, quién cardenal arzobispo; para unos era castellano del Castilnovo de Nápoles, para otros confesor de la reina de España. Cual sucedía con Miguel, la grandeza de alma del doctor Sosa, en sus dichos y hechos revelada, le perjudicó grandemente.

Por ley de naturaleza, era lo más común en los cautivos desesperarse y hacer fieros en los primitivos días de la adversidad y, pasados estos repentes, caer en un estado de comático descaecimiento, amohinarse, humillarse, claudicar, disponerse al reniego, ablandarse, por fin, y al cabo someterse al yugo y a la cadena con la resignación pasiva propia de la habitualidad. No era raro ver hombres, que, al ser cautivos, peleaban como leones y llevaban el pecho galardonado por cruces y veneras, pero que, al pasar el primer ímpetu y a los cuatro o seis meses de esclavitud, iban agachando el ánimo y contemporizando con su desgracia y decayendo de su decoro hasta trocarse en sumisos canes, al palo obedientes.

Los casos de ecuanimidad y entereza, como el de Cervantes y el del doctor Sosa, eran poco frecuentes y por lo mismo hacían encarecer su rescate. El arráez que estaba hecho a apalear grandes de España, ¿cómo no había de juzgar príncipes y hombres de excepcional valía a los que no mostraban desmayo en ninguna ocasión?

Mas digase, por honra de la humanidad, que si había hombres tan impíos y perversos como aquellos turcos y renegados mentirosos que declaraban sin empacho haber sido sirvientes y cocineros del pobre doctor Sosa en el Castilnovo de Nápoles y otros que dijeron ser Miguel un caballero de Malta o de San Juan, pariente de toda la grandeza española, también había no sé qué instinto en las almas de aquellos arraeces ladrones y asesinos, que les guiaba a reconocer el valor y temple de sus cautivos y a estimarlos y, sin ceder en sus malos tratos, no dejarles morir ni matarles por sus propias manos, lo cual era singular merced.

Hambriento, desnudo, cargado de traviesas, atado a un pedrusco y preso en la más honda mazmorra, que era un silo o sótano a tres o cuatro estados debajo de tierra, donde la humedad rezumaba en paredes y suelo, pasó el doctor Antonio de Sosa los primeros días de cautividad. Tres veces le sacaron de allí por muerto y por fin le trasladaron a una mazmorra menos profunda, en compañía de varios moros facinerosos y salteadores de caminos. No sabemos cuándo ni cómo saldría de allí, o cuándo y cómo le conoció y trató Cervantes: sí que el doctor Antonio de Sosa fue la persona más culta con quien comunicó sus proyectos y el cautivo que más apreció a Miguel. Quizás le conoció por intermedio de una muchacha de Alcalá de Henares, cautiva en Argel, que se llamaba Mariana Ramírez, cuyo rescate pagó el doctor en 1581. Lo cierto es que Sosa y Cervantes hablaron largamente, que hubieron tiempo para comunicarse sus obras literarias y aliviar con su lectura o recitación las penas del cautiverio.

Pero no fue el doctor Sosa el único hombre de letras con quien Cervantes conversó en aquellos días: conoció entonces al escritor y soldado piamontés Bartolomé Rufino de Chambery, que, cautivo, se ocupaba en escribir una relación Sopra la desolazione della Goleta e Forte de Tunisi, a la que preceden dos sonetos laudatorios de Miguel, en el cautiverio escritos; y poco después entró en relación con el doctor Domingo de Becerra, presbítero sevillano, que había andado no poco en la corte de Madrid y en la de Roma. Con la gravedad mística y el ascético sufrir del doctor Sosa contrastaba la alegría del cortesano doctor Becerra, que en los días más penosos de la prisión, andaba ocupado en traducir cierto librillo italiano, titulado Galateo, donde se comparaba la urbanidad y cortesía de Italia con la torpeza y rustiquez de la canalla turquesca. De este sabio doctor cantó en La Galatea, Caliope:


    No se desdeña aquel varón prudente
que de ciencias adorna y enriquece
su limpio pecho, de mirar la fuente
que en nuestro monte en sabias aguas crece;
antes en la sin par clara corriente,
tanto la sed mitiga, que florece
por ello el claro nombre acá en la tierra
del gran doctor DOMINGO DE BECERRA.



Con uno y otro confirió Miguel su proyecto de fuga y después lo confirió al capitán Meneses, a don Antonio de Toledo, a don Francisco de Valencia y a otros cautivos principales, de cuyo ánimo y valor esperaba mucho.

Desde el mes de febrero o marzo comenzaron a refugiarse en la cueva, de acuerdo con el jardinero Juan, aquellos nobles señores que por la libertad arriesgaban la vida. Miguel les aconsejaba y dirigía a todos, y ellos le amaban ya como a señor y maestro. Pobre y sin recursos, pues su amo era tan codicioso que ni siquiera le daba para comer y vestir, supo Miguel industriárselas para vivir él y para que fuesen viviendo los encerrados en la cueva.

Cómo se hizo este milagro en aquella ciudad hostil y maldita donde, por no haber, ni había ventanas que se abriesen a la calle para echar una limosna, ni casi puertas a donde llamar, ningún historiador lo ha puesto en claro, ni el mismo Cervantes lo dijo: éstas son páginas olvidadas del libro en blanco de las grandes abnegaciones.

Cuando los refugiados en la cueva, que no tenían allí otro oficio sino el más ingrato y duro de todos los oficios humanos, que es el de esperar, viesen aparecer por allí a Cervantes ¿cómo hemos de pensar que le recibirían y que oirían sus palabras llenas de fe, sino como acogían y escuchaban al Divino Maestro los discípulos amados? Hay en esta parte de la vida de Miguel pasos que no dejaron huella, como los de los seres sobrenaturales. Él andaba de un lado para otro, él intrigaba, él pedía, él agenciaba, procuraba, percanceaba y si los momentos no daban más de sí, murciaba para sus amigos de la cueva. Si hubiese robado para ello ¿qué robo más santo y digno de alabanza? En aquella constante rebusca de recursos y medios conoció los tratos de moros y judíos, explotó sus debilidades, engañó como pudo, corrió el muelle y las playas, frecuentó a los peores pícaros que entonces pudieran conocerse, y un día y otro y todos, arriesgó la cabeza, y al verlo y palparlo con peligro de su vida, lo vio y lo palpó con la intensidad necesaria al artista que ha de labrar hondo. Por eso, después no necesitaba atormentarse como se atormentaron Flaubert y otros artistas modernos para lograr una visión sintética de los sucesos del mundo y una plácida indiferencia al transcribirlos. Su concepto de la serena vida se iba ensanchando: la humanidad iba revelandole sus secretos y cada uno de ellos le costaba a Miguel sangre, sufrimientos, humillaciones, hambres y padeceres de todo género, pero -ya lo había dicho el santo- el más puro padecer trae y acarrea el más puro entender. Al cumplir los treinta años, entendía el padecido Miguel el lenguaje de la vida, cuyos vocablos todos se aprenden en el diccionario del dolor y de la necesidad.



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