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El lector se hace en la infancia

Fernando Alonso



Cada vez que se suscita el tema de la lectura, suele adoptarse una actitud vergonzante y derrotista. Se aportan datos estadísticos espeluznantes; se busca un chivo expiatorio, por regla general, la televisión; y se descargan responsabilidades sobre otros hombros: por regla general, la escuela. De esta forma, nos quedamos con la conciencia tranquila; hasta que una nueva circunstancia vuelva a poner de actualidad este tema.





Ahora bien, en el fondo de nosotros mismos sabemos que ni la televisión es responsable de que no se lea, ni la solución de este problema reside en la escuela.

La televisión es devoradora de tiempo; pero, como medio de comunicación social, lleva a otros medios. No es de extrañar que Madrid y Cataluña sean las dos Comunidades Autónomas con más alto consumo de horas ante el televisor y que, al mismo tiempo, estén a la cabeza en porcentajes de hábito de lectura.

Muchos de los que achacan a la televisión su falta de dedicación a la lectura, tampoco leerían si aquella no existiera. Pero resulta cómodo poder contar con una buena coartada; y es muy práctico pasar a otros nuestras propias responsabilidades.

Porque leer, y animar a leer, es responsabilidad nuestra, no de la escuela. El lector de obras literarias nace en la infancia. En la primera infancia. El lenguaje oral, y el lenguaje escrito, son extensiones del hombre, que facilitan y posibilitan su comunicación y, con ello, su condición de «ser social». Por consiguiente, el acceso al libro debe ser simultáneo, en tiempo y forma, al acceso al lenguaje oral.

El niño nace como lector siguiendo pautas de mimetismo, cuando trata de imitar a los adultos que leen en su presencia. Así, desde su primera infancia, contemplará el libro como un bien cotidiano y necesario.

El niño se hace lector al ritmo que le van acercando a las historias y a los libros.

Primero serán «los libros escritos en el viento», es decir, las canciones, los poemas y los cuentos de tradición oral.

Luego vendrán los libros escritos con líneas y sombras y colores: los libros de imágenes. Y también los libros que los adultos les leerán en voz alta. Finalmente, después de esas etapas de balbuceo como lector, llegará el turno a los libros escritos con palabras y silencios; cuando posea ya la destreza suficiente para desentrañar los signos lingüísticos.

Esta secuenciación, lógica y progresiva, estará marcada por la relación afectiva que se establece entre el transmisor de la historia, el libro, y el futuro lector.

El hábito temprano de lectura, asociado a esa relación afectiva, derivará en amor al libro y, de esta forma, se convertirá en hábito duradero. En este caso, existen pocos intermediarios entre el libro y el lector; la lectura es una actividad recreativa, libre y creativa; y el marco en el que se desarrolla dicha actividad gira en torno a la familia, las librerías y las bibliotecas.

Por desgracia, vivimos en una sociedad poco lectora y los niños apenas reciben en sus casas estímulos hacia la lectura. Una vez más se requiere a la escuela para que ejerza el papel de instrumento de corrección social. Como resultado de grandes esfuerzos, individuales y colectivos, se ha conseguido que las obras literarias comiencen a entrar en las aulas; y que el fomento de la lectura sea objetivo prioritario de numerosos centros. El auge social que comienza a tener la literatura para niños en nuestro país se debe, en gran medida, a la labor de la escuela. Pero esta situación no debe hacer que nos mostremos satisfechos y despreocupados. No se trata de una situación ideal, sino de un mal menor.

Mal menor, porque la actitud del niño hacia las obras literarias dependerá de su actitud hacia el medio escolar. Y no necesariamente un buen lector tiene que ser el mejor alumno. Este mal menor puede convertirse en mal mayor cuando el profesor no muestra una especial sensibilidad hacia la lectura de obras literarias. En cuyo caso, la lectura se convertirá en una disciplina más; y la obra, en pretexto para la realización de trabajos escolares.

La lectura libre y abierta dará paso a una lectura obligada y dirigida; y, de esta forma, se atacarán las raíces mismas de la obra literaria; y con ello se obstaculizará, de forma irreversible, la creación de hábitos duraderos de lectura.

Este mal menor se consagra como mal mayor cuando, por su condición de centro donde se canaliza de forma prioritaria la demanda, el editor recibe desde el medio escolar pautas, directas o indirectas, sobre qué tipo de libros debe publicar; o, expresado de forma más cruda, qué tipo de libros tendrán mayor viabilidad comercial.

Creo que esta demanda, expresa o tácita, es la responsable de la gran cantidad de obras que se publican en la actualidad, de las llamadas «divertidas y fáciles de leer», con escaso contenido literario; y otras, este es el peor de los casos, que incluyen en el propio libro toda una batería de ejercicios.

Lo más grave de este tipo de colecciones es que modifican y distorsionan la relación entre el lector y la obra literaria; porque allí donde termina el trabajo del autor no da comienzo la actividad libre, reflexiva y creativa del lector, sino una actividad obligada y disciplinar, en la peor de las acepciones que tiene esta palabra.

En estos momentos, más que nunca, se impone reivindicar obras literarias de calidad, leídas en libertad y con libertad recreativa, interpretativa y creativa.

Es preciso establecer una campaña permanente de sensibilización social sobre la importancia de la lectura de obras literarias para devolver a la familia su papel fundamental, e insustituible, en la creación de hábitos duraderos de lectura.

Dado el carácter de la sociedad en que vivimos, parece aconsejable que los mensajes sean pragmáticos, destacando que la lectura de obras literarias contribuye a la formación integral del niño en aspectos que no están cubiertos por ninguna otra actividad ni disciplina escolar:

  • - el desarrollo del lenguaje y la adquisición de calidad expresiva,
  • - el desarrollo del sentido analítico y crítico,
  • - el autoconocimiento y conocimiento del mundo que nos rodea,
  • - la proyección en otros personajes y en otros mundos, que nos brinda la posibilidad de enriquecernos con nuevas experiencias y vivir una vida hueva en cada libro que leemos.

Milorad Pavic comienza su obra Diccionario Jazzaro con una entradilla que es un epitafio y dice así:


«Aquí yace el lector
que nunca abrirá este libro.
Aquí está, muerto para siempre».



Yo me siento esperanzado, porque algunos de mis jóvenes lectores, con quienes compartí un trozo de vida a través de mis libros a finales de los años setenta, han venido ya a que les firme libros para sus hijos recién nacidos.

Ruego a los derrotistas que me perdonen el haber rebosado de optimismo al saber que alguno de mis libros ha tenido que esperar cuatro o cinco meses a que naciera el destinatario de la dedicatoria.

Por eso, ese optimismo me pide que termine diciendo que en esa generación o en la siguiente, puede estar la solución de este problema.





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