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El «Libro de Buen Amor», ejemplario de fábulas a lo profano

María Jesús Lacarra


Universidad de Zaragoza



Los cuentos en verso no tienen una amplia representación dentro de la literatura castellana medieval. Prácticamente su presencia se reduce a las obras del «mester de clerecía», con escasos testimonios en el Libro de Alexandre, en el Libro de Apolonio y, ya en el siglo XIV, con los incluidos dentro del Rimado de palacio y del Libro de buen amor. Sin embargo, los cuentos de Juan Ruiz suponen una gran innovación, tanto por su habilidad al contarlos como por la ironía con la que altera sus tradicionales lecciones. Su maestría nos devuelve las viejas fábulas esópicas abiertas a sugerentes lecturas. El tema, pese a que ha sido objeto de numerosos trabajos, aún permite nuevas interpretaciones1. ¿Qué entendemos por cuento dentro del Libro de buen amor? ¿Cuántos son? ¿Es posible analizarlos separándolos de su contexto? Son algunas de las preguntas que surgen al acercarnos a ellos.

Puede parecer ocioso recordar que el Libro de buen amor se configura como una ficticia autobiografía amorosa iniciada a partir de la estrofa 77 y concluye en la 1625. Los materiales que se acumulan al principio y al final, claramente paralelos en muchos casos, cumplen una función introductoria y epilogal, aunque también estén engarzados por un hilo conductor en primera persona. Los cuentos, por emplear de momento un término común, se insertan todos dentro de esa ficticia autobiografía amorosa salvo uno, «De la disputaçión que los griegos e los romanos en uno ovieron» (46-63)2, que se incluye entre la materia prologal. Suponen una ruptura en el tiempo, el espacio, los personajes (en muchas ocasiones sus protagonistas son animales) y, por supuesto, en el narrador. Corresponde al único momento en el que el «yo» se oculta bajo el ropaje más convencional del narrador omnisciente en tercera persona, pues asunto aparte sería el parcial oscurecimiento de la primera persona en el Debate con don Carnal o en el episodio de doña Endrina, tema que no voy a tratar. En total suman 33 cuentos, aunque la concordancia en esta «cuenta de cuentos» no sea completa entre los críticos. Así, por ejemplo, para Ian Michael3, autor del artículo más esclarecedor y completo sobre el tema, serían 35, ya que computa las estrofas 258-259, simple alusión a un texto bíblico (II Reyes, XI), sin independencia narrativa, y la «Cántica de los clérigos de Talavera» (1690-1709), que actualmente viene considerándose por la crítica como «pieza independiente, añadida y estructuralmente desgajada del Libro de buen amor».4 Por el contrario, Juan Carlos Temprano5 opera sólo con 29, ya que selecciona los que considera «populares» para realizar un estudio morfológico.




ArribaAbajoProcedimientos de inserción

Dos son los mecanismos utilizados por Juan Ruiz para insertar sus cuentos. Dirigiéndose directamente al lector u oyente del Libro o bien indirectamente, puestos en boca de un personaje narrador quien lo refiere a otro personaje. El primer sistema sólo lo utiliza en cuatro ocasiones: «La disputaçión que los griegos e los romanos en uno ovieron» (46-63); «El nasçemiento del fijo del rey Alcarez» (129-139); «Del enxienplo del ladrón e del mastín» (174-178) y «El asno sin orejas e sin su corazón» (892-903). La inserción indirecta es el mecanismo favorito de Juan Ruiz, por medio del cual intercala los 29 cuentos restantes.

Parece claro que Juan Ruiz prefiere que sean sus propios personajes quienes recurran a los cuentos, antes que ponerlos directamente en la voz del narrador. Los dos primeros que dirige directamente a sus lectores, -griegos y romanos y Alcaraz-, no son fábulas. Aunque tampoco entren, por supuesto, en la categoría de anécdotas históricas, la presencia del primero en los glosadores de Acursio (glosador boloñés al título II del Digesto, de origine juris, 4, ¿1182-1256?) y la categoría social de los protagonistas del segundo, los distancian de las fábulas o cuentos folclóricos usados por doña Garoça o don Amor. Además los dos ejemplos, como ha señalado Deyermond6, son claramente introductorios y paralelos.

La inserción de la disputa entre los griegos y los romanos en las estrofas iniciales responde a los dictados de la retórica del exordium. En el exemplum, desconcertante para los críticos, se contraponen dos interpretaciones conflictivas, ambas erróneas. El sabio griego es superado por el rústico romano, en una clara adaptación de las parejas folclóricas del tonto listo y el listo tonto. Las dificultades surgen cuando el lector se pregunta a qué público se dirige Juan Ruiz y cuál es el tipo de lectura que desearía que hiciéramos de su Libro. En el segundo, se contrastan los juicios discrepantes de cinco sabios que predicen el futuro del hijo del rey; sin embargo, todos los augurios resultan acertados. Ambos giran sobre la pluralidad de interpretaciones, tema adecuado para los inicios de un texto tan polisémico como el Libro de buen amor.

Los restantes cuentos están narrados por personajes de la ficción. Siguiendo el orden de aparición nos encontraríamos con dos relatos contados por la «dueña cuerda» en la primera aventura amorosa; quince, en el debate entre don Amor y Juan Ruiz (de los cuales este último narra doce); otros dos, narrados por Trotaconventos en la cuarta aventura amorosa, la de doña Endrina, y finalmente Trotaconventos y Garoça se reparten un total de diez. De estas cifras se pueden sacar algunas conclusiones iniciales. El principal narrador de cuentos es Juan Ruiz, personaje, en sus alegatos contra don Amor, seguido por Trotaconventos, quien trata así de persuadir primero a doña Endrina y luego a doña Garoça para que cambien de actitud. Como es habitual, la condición de narrador de cuentos recae sobre los personajes más relevantes. La voz narrativa del Arcipreste no solo es la más rica sino también la más original por la mayor complejidad de sus relatos. Pero, como señala Juan Carlos Temprano7, los protagonistas de sus cuentos casi nunca obtienen lo que buscan, lo que parece reflejar los fracasos del protagonista del Libro.

Hay dos grandes bloques que agrupan el mayor número de cuentos: el debate con don Amor y el episodio de doña Garoza. El debate, que se extiende desde la estrofa 181 a la 576, se inicia con la llegada una noche a casa de Juan Ruiz de don Amor. Juan Ruiz, tras narrar dos cuentos, acusa a don Amor de arrastrar a los enamorados hacia los pecados capitales. Cada uno de los ocho pecados (la cifra obedece al desdoblamiento en dos de la codicia, al igual que ocurre en el Libro de Alexandre) va acompañado de ejemplos derivados de la historia sagrada y profana y concluye con una ilustración narrativa. Es decir se alternan las secuencias didácticas, acompañadas de alusiones bíblicas y clásicas, con las narrativas en una estructura similar a la utilizada en los tratados de vicios y virtudes.

Si en el debate Juan Ruiz parece adoptar la voz del predicador, don Amor, en su respuesta, mucho más mesurada, escoge la postura del maestro que trata de «castigar» al joven discípulo: «Quisiste ser maestro ante que disçípulo ser,/ e non sabes mi manera sin la de mí aprender;/ óy e leye mis castigos e sábelos bien fazer:/ recabdarás la dueña e sabrás otras traer» (427). También reparte su enseñanza entre discursos didácticos, con el retrato de la belleza femenina ideal, la alcahueta perfecta, las propiedades del dinero..., y narrativos. Los tres cuentos que narra don Amor son la ilustración de sus tres mandamientos: no seas perezoso, no abandones a la mujer y no bebas. Las dos primeras máximas las ejemplifica con dos cuentos cómicos, el «Ensienplo de los dos perezosos» (457-467) y el «Enxienpo de lo que conteçió a don Pitas Payas, pintor de Bretaña» (474-484), muy próximos a la tradición francesa de los fabliaux, pero sin modelo exacto. La tercera, con el exemplum del ermitaño al que volveré más adelante.

El «Ensienplo de los dos perezosos» sigue una clara estructura folclórica. Dos personajes masculinos rivalizan por la misma dueña y ésta decide escoger al «más perezoso» (459b). El inicio parece, pues, una versión paródica y degradada de las pruebas impuestas a los aspirantes a la mano de la princesa, como encontramos en tantos cuentos tradicionales. Los aspirantes, «muy bien apuestos e verás quán fermosos:// el uno era tuerto del su ojo derecho,/ ronco era el otro, de la pierna contrecho» (457d; 458ab). La prueba impuesta por la dueña no consiste en demostrar la máxima valentía o ingenio, sino en superar al contrario en pereza. Sin embargo, el lector ya advierte cuál será el final cuando lee que «esto dezié la dueña queriéndolos abeitar» (459c). Las historias de los pretendientes suponen una explicación del origen de sus defectos físicos, exhibidos triunfalmente como demostración palpable de su pereza; los grotescos detalles permiten asociar sus discursos a los de los contadores de mentiras8.

Más próximo al auténtico debate me parece el episodio de doña Garoça, cuando, siguiendo los buenos consejos de Trotaconventos, Juan Ruiz decide cortejar a alguna monja (entre las ventajas, señaladas por la alcahueta, están que «non se casará luego nin saldrá a conçejo» (1332c) y podrá comer buenos dulces). Los recelos de doña Garoça para dejarse tentar y los esfuerzos de Trotaconventos funcionan también como un débil marco narrativo que encierra en sí un total de diez cuentos, repartidos a lo largo de dos días (cuatro y seis), lo que supone las tres partes de la narración. Esto ha hecho que algunos críticos, como Gybbon-Monypenny9, se planteen si los cuentos en sí mismos no son más importantes en este episodio que la aventura con la monja. Conviene también tener en cuenta, como subrayó María Rosa Lida, que las características de la amada hacían difícil que la acción discurriera por espacios abiertos.




ArribaTipología de los cuentos del Arcipreste

El hecho de argumentar y ejemplificar por medio de cuentos, así como las anécdotas escogidas por Juan Ruiz, no supone en sí mismo una gran novedad. Un hombre ilustrado del primer tercio del siglo XIV conocería un amplio caudal de cuentos, recibidos tanto por cauces orales como escritos sin que muchas veces las procedencias o vías de difusión sirvieran para establecer ya ninguna clara distinción. Por un lado, la peculiar situación histórica de la península había hecho que desde fechas muy tempranas circularan una gran variedad de relatos orientales, como lo muestran la Disciplina Clericalis, obra escrita en latín por el converso Pedro Alfonso en el siglo XII, o las traducciones al castellano del Calila e Dimna y del Sendebar. La mayor novedad de estas colecciones residía en sus aspectos formales, en la peculiar manera de subordinar los cuentos a unidades mayores. Otras obras surgidas en la península, en ambientes hispanohebreos o hispanoárabes, -el caso de El Libro de las delicias o El collar de la paloma-, prueban cómo la integración de elementos narrativos y didácticos fue en su momento característica de la literatura oriental.

Ahora bien, ¿podemos extrapolar que Juan Ruiz seguía claros modelos orientales al incluir dentro de su obra un amplio número de cuentos? Desde que Américo Castro10 analizó la singular estructura del Libro de buen amor a la luz del transfondo árabe de la civilización española medieval, muchos críticos siguieron viendo rasgos orientalizantes en él, conectándolo tanto con obras hispanoárabes como hispanohebreas. Para María Rosa Lida parecía no haber dudas: «Dentro del debate, la variante favorita de Juan Ruiz es la de la didáctica popular oriental, donde el diálogo no procede por argumentos abstractos sino por fábulas y apólogos».11 Pero, dejando a un lado los procedimientos de inserción, sorprende descubrir la escasez de fuentes claramente orientales entre los cuentos del Libro de buen amor. La historia del «Nasçemiento del fijo del rey Alcarez» (129-139) quizá sea de procedencia oriental y, en todo caso, el padre «era un rey de moros» (129a), aunque también se hayan señalado paralelismos en la tradición occidental12; Don Ximio (321-371) es «alcalde de Bugía» (entre Argel y Túnez), en un relato sin claras fuentes conocidas. La fábula del alano y la sombra (226-229) se halla también incluida en el Calila e Dimna, sin que sea ésta su única vía de difusión. En cuanto al «Enxienplo de la raposa que comié las gallinas en la aldea» (1412-1420), pertenece a la variedad oriental de los Siete Sabios, aunque no figura en su versión castellana13. En conclusión parece más bien que Juan Ruiz no extrajo sus materiales narrativos directamente de fuentes árabes, siendo muchas veces el orientalismo algo reducido a un nivel superficial, casi decorativo.

Como es bien sabido también la Iglesia venía recurriendo desde siglos atrás a la vía del exemplum como apoyo a su labor edificante. A partir del IV Concilio de Letrán (1215) franciscanos y dominicos emprendieron la recopilación de muchos de estos exempla en colecciones escritas, los llamados ejemplarios, con lo que facilitaban su difusión y su manejo. Un autor coetáneo de Juan Ruiz, como es don Juan Manuel, muestra su familiaridad con esta tradición cuando recrea artísticamente muchos de estos materiales en El conde Lucanor. Sin embargo, tampoco los cuentos del Libro de buen amor se identifican inequívocamente con los exempla, salvo alguna excepción, pese a que la condición eclesiástica de su autor así lo hiciera esperar. La más evidente la encontramos en las coplas 529-541 con el «ensienplo estraño» (529d) del ermitaño bebedor, como el mismo texto lo califica14. El argumento se ajusta desde el principio a uno de los asuntos más frecuentes en las Vidas de los Santos Padres: el del buen religioso, aislado totalmente de la civilización, que, tentado por el demonio, se aficiona al vino y cae finalmente en los peores vicios (Tubach, 1816; motivo J 485: Los tres pecados del ermitaño). El relato, como ha mostrado H. O. Bizzarri15, aparece en diversos ejemplarios siempre para amonestar contra los efectos perniciosos de la bebida y contra las tentaciones del demonio. La sorpresa surge en el Libro de buen amor cuando descubrimos que este ejemplo lo cuenta don Amor para advertir al protagonista: «si amar quieres dueña, el vino non te incala» (545d). El nuevo contexto en el que se inserta, -la enseñanza que su narrador quiere extraer de él-, confieren a este exemplum una apariencia «a lo profano», del mismo modo que algunos incluidos en el Barlaam o el XLVIII de El Conde Lucanor resultan ser versiones «a lo divino» de cuentos orientales.

La gran mayoría de los relatos están protagonizados por animales. Los modelos fueron en parte desvelados por Otto Tacke en 1911 y de un modo casi definitivo por la magna tesis de Felix Lecoy en 1938, a lo que ha venido a sumarse más recientemente F. Rodríguez Adrados16. De estos trabajos se concluye que Juan Ruiz conocía la tradición fabulística clásica, tal y como circulaba ampliamente en la Edad Media. De las numerosas colecciones medievales de fábulas la más conocida es el Romulus, códice en el que se traducen y prosifican fábulas procedentes de Fedro junto a otras sin identificar. El nombre alude a un tal Rómulo, hijo de Tiberino, que, según el prólogo las habría retomado del griego. De estas colecciones salieron a su vez otras; versiones latinas y metrificadas, como la de Walter el Inglés (capellán de Enrique II de Inglaterra en el siglo XII), o francesas, como la de María de Francia. El mayor número de concordancias se da con la versión metrificada de Walter el Inglés y, en menor medida, con el Romulus; por último, algunas fábulas, sin identificar por F. Lecoy, parecen derivar, según F. Rodríguez Adrados, de otras fábulas latinas sin localizar, pero no de recreaciones castellanas ni orientales.

En un principio, una clasificación tipológica no se alejaría mucho de la trazada por Felix Lecoy. De los 33 cuentos incluidos en el Libro de buen amor, 25 responden claramente a las consideraciones de fábulas, de los cuales se han localizado 21 en la tradición esópica (o mejor «fedriana», en palabras de Francisco Rodríguez Adrados). Tres conectan con la tradición folclórica de cuentos cómicos, próximos a los populares fabliaux, sin que tengan exactos modelos conocidos. Me refiero al «Ensienpro del garçón que quería casar con tres mugeres» (189-196), que F. Lecoy incluía en el apartado de los «cuentos morales y exempla», el «Ensienplo de los dos perezosos que querían casar con una dueña» (457-467) y el «Enxienplo de lo que conteçió a Don Pitas Payas, pintor de Bretaña» (474-484). Otros tres, «De la disputaçión que los griegos e los romanos en uno ovieron» (44-63), «Del juizio que los çinco sabios naturales dieron en el nasçemiento del fijo del rey Alcarez» (129-139) y la historia de «Virgilio, el nigromante» (261-268), corresponden a lo que F. Lecoy llama «cuentos eruditos», por estar más próximos a una tradición escrita. Finalmente, dos, «El ermitaño borracho» (529-543) y el «Enxienplo del ladrón que fizo carta al diablo de su ánima» (1454-1475), conectan con la literatura religiosa y ejemplar, con algunas salvedades.

Para un lector de principios del siglo XV, y más si pertenecía al ámbito eclesiástico, la gran mayoría de estos cuentos podían englobarse bajo un mismo término: «enxienplo» (o con su variante ortográfica, «ensienplo»). Esto es lo que hace el salmantino Alfonso de Paradinas cuando al copiar hacia 1415 el Libro de buen amor (en el llamado por la crítica manuscrito S), añade unos epígrafes para facilitar la lectura. Las excepciones son escasas17: «De la disputaçión que los griegos e los romanos en uno ovieron» (44-63) y «Del juizio que los çinco sabios naturales dieron en el nasçemiento del fijo del rey Alcarez» (129-139), ambos con modelo escrito e insertados directamente, y «Del pleito qu'el lobo e la raposa ovieron ante Don Ximio, alcalde de Bugía» (321-371), del que seguidamente trataré. Los términos «disputa», «juicio», «pleito» parecen indicar que para el copista del XV no se trata de ejemplos verosímiles sino de casos reales, parodia de los debates teológicos o de las prácticas jurídicas.

El propio autor nos deja pocas aproximaciones terminológicas y éstas, a mi juicio, de controvertido valor tipológico. El personaje de Juan Ruiz, en su extenso debate contra don Amor, presenta sus tres últimas fábulas con fórmulas retóricas que encarecen su utilidad: «Dezirte he el enxienplo, séate provechoso» (311a); «¡óy fabla provechosa!» (320d) y «entiende bien la fabla e por qué te lo digo» (407d). La utilización de «enxienplo» en el primer caso, frente a «fabla» en los otros dos, no parece responder a ninguna razón específica, ya que a continuación se inserta «La muerte del león», fábula de tradición esópica18. Don Amor en su respuesta anuncia sus dos primeros cuentos cómicos de la siguiente forma: «Dezirte he la fazaña e los dos perezosos» (457a) y «Del que olvidó la muger te diré la fazaña» (474a). El término «fazaña» solía emplearse para referirse a anécdotas o historias reales que se aportaban para ilustrar algún caso jurídico, como se refleja en los fueros. Sin embargo, ninguno de estos dos cuentos se conserva en un texto legal, por lo que no tengo claro que la utilización de esta voz esté conectada con estas prácticas19. Pudiera pensarse, sin embargo, en una distinción fabla vs. fazaña, en la que este último término aludiría a sus protagonistas humanos, frente a los animales. Pero esta impresión no se confirma en el debate entre la monja Garoça y Trotaconventos: Doña Garoça anuncia la «fazaña» (1369d) del «Mur de Monferrado e del mur de Gua[da]lfajara» (1370-1383) a lo que la vieja responde con la «fabla» (1386d) «Del gallo que falló el çafir en el muladar» (1387-1388).

Los distintos personajes narradores, Juan Ruiz, don Amor, doña Garoça o la vieja Trotaconventos emplean las voces «enxiemplo», «fabla» o «fazaña» como términos intercambiables para anunciar sus relatos en estrofas que, a modo de breves prólogos, incluyen distintas fórmulas de «captatio benevolentiae» y «attentum parare». En estos momentos de comunicación entre el narrador y el oyente el cuento puede ser aludido y calificado de diversas maneras, en función siempre de las expectativas que el narrador quiera despertar en su receptor. Destaca, entre todas, por su expresividad la siguiente presentación:


«Señora», diz la vieja, «dirévos un juguete:  1400
no-m cunta conbusco como al asno con el blanchete
que él vio con su señora jugar en el tapete;
dirévos la fablilla20 si me dades un risete.

Trotaconventos acaba de lamentarse de que doña Garoça siempre se encuentra ocupada en oscuros y serios menesteres, «negra ledanía», «cantando», «leyendo», «contendiendo», «reñiendo», y pretende cambiar la actividad cotidiana de la monja, pues «nunca vos he fallado jugando nin reyendo» (1397c). El sentido erótico de estos verbos, acentuado por lo que se lee en la estrofa 1399, encuadra ahora los términos «juguete», «fablilla» y «risete» que la vieja usa para anunciar su historia. Los cambios que los estudiosos han encontrado en esta nueva versión de la vieja fábula esópica van en esa misma línea. El amo es sustituido por una «señora» y coherente con esta modificación, el catulus de los textos latinos es suplantado por un «blanchete» que «jugava, besava, falagava y amava» a su dueña21.

En resumen, la utilización de las voces «enxienplo», «fabla» o «fazaña» dentro del Libro de buen amor no parece regirse por claros principios funcionales. La escasa precisión con la que el autor utiliza la terminología genérica indica que no percibía grandes diferencias entre sus relatos breves. Unos y otros procedían de la tradición escolar y son los críticos actuales quienes en su afanosa búsqueda de fuentes y paralelos trazan las distinciones. Estas obras se estudiaban ineludiblemente en clase y los alumnos medievales se ejercitaban con ellas para aprender las materias del trivium, siguiendo una costumbre que se había iniciado ya en el siglo II. La enseñanza medieval de la retórica tenía una vertiente práctica, en la que los escolares ampliaban, abreviaban o dramatizaban textos breves, como las fábulas. Esto explica la enorme popularidad de esta tradición y a su vez la escasa fijeza de unos textos que se guardarían en la memoria. Así, por ejemplo, la fábula que narra el pleito del lobo y la raposa ante el alcalde de Bugía (321-371) se extiende en largos pormenores jurídicos. El lobo, en compañía de un abogado «ligero e sotil» (324c), el galgo, se presenta ante don Ximio, alcalde de Bugía, culpando a la raposa de robar; ésta recurre a un buen abogado, un mastín ovejero, quien se defiende acusando al lobo de seguir idénticas costumbres. La sentencia del alcalde, considerada por los estudiosos como un modelo de práctica jurídica, perfectamente ajustada al derecho romano y al canónico, puede también explicarse como un ejercicio retórico22. El debate sobre casos imaginarios formaba parte de la instrucción legal y así, a partir de una vieja fábula (Lupus et vulpis, judice simio), pudo trabajar Juan Ruiz. Posiblemente otras muchas fábulas del Libro del Arcipreste reflejen las prácticas escolares de su autor y pudieran incluso haberse compuesto en una etapa previa y después pasar a integrarse en el conjunto de la obra23. Y ahí es precisamente dónde reside la mayor novedad de la obra. No tanto en los argumentos de sus cuentos sino en la forma de narrarlos y de subordinarlos a una estructura superior, muchas veces alterando la moraleja tradicional para dar un vuelco irónico al relato.

Juan Ruiz, como todos los narradores de su tiempo, busca una aplicación moral a la anécdota, pero la necesidad de ajustar la lección al contexto en el que se inserta provoca a veces situaciones ambiguas o claramente irónicas. El mismo don Amor, narrador del ejemplo del ermitaño bebedor, cuenta la aventura de don Pitas Payas (474-487). Pese a que la fuente resulte incierta, ya María Rosa Lida destacó su correspondencia en estructura y tono con la tradición francesa de los fabliaux24. Al igual que ocurre en muchos de estos cuentos cómicos el marido se comporta como un bobo, ajeno al adulterio de su esposa, y contento con la sorprendente respuesta de ésta. Sin embargo, los posibles modelos siempre destacan la lujuria de la mujer y su capacidad para engañar al marido. Pero, ahora, narrado por don Amor, debe invertirse la moraleja. El cuento es una clara advertencia contra los maridos que olvidan a la mujer y la dejan pronto sola. Como señaló P. Dunn25, muchas veces las verdades que enuncian los personajes narradores son intachables, pero los motivos que les llevan a enunciarlas son inmorales.

El análisis de una sola parcela -en este caso la de los cuentos- parece confirmar la impresión de un autor magistral, capaz de recrear diversos y múltiples modelos para construir con ellos una obra única e inimitable. La variedad de formas breves que incluye en su Libro se inserta de acuerdo con diferentes mecanismos que no pueden reducirse a un sólo tipo. Bajo unos procedimientos aparentemente cercanos a los usados en la literatura oriental, se descubren otras estructuras que remiten a la tradición de vicios y virtudes o a la literatura de debates. Sus materiales narrativos -fábulas, cuentos folclóricos, algún exemplum, etc.- no son originales. El repetirse de una obra en otra y el hacerlo con variantes es una esencia del género. Sin embargo, cada relato cobra nuevos matices, muchas veces irónicos, al someterse a las intenciones de los diversos narradores. En la cadena transmisora de estas formas breves el Libro de buen amor no supone un eslabón más26.





 
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