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El mestizaje y el Nuevo Mundo

Arturo Uslar Pietri





Desde el siglo XVIII, por lo menos, la preocupación dominante en la mente de los hispanoamericanos ha sido la de la propia identidad. Todos los que han dirigido su mirada, con alguna detención, al panorama de esos pueblos han coincidido, en alguna forma, en señalar ese rasgo. Se ha llegado a hablar de una angustia ontológica del criollo, buscándose a sí mismo sin tregua, entre contradictorias herencias y disímiles parentescos, a ratos sintiéndose desterrado en su propia tierra, a ratos actuando como conquistador de ella, con una fluida noción de que todo es posible y nada está dado de manera definitiva y probada.

Sucesiva y hasta simultáneamente muchos hombres representativos de la América de lengua castellana y portuguesa creyeron ingenuamente, o pretendieron, ser lo que obviamente no eran ni podían ser. Hubo la hora de creerse hidalgos de Castilla, como hubo más tarde la de imaginarse europeos en el exilio en lucha desigual contra la barbarie nativa. Hubo quienes trataron con todas las fuerzas de su alma de parecer franceses, ingleses, alemanes y americanos del norte. Hubo más tarde quienes se creyeron indígenas y se dieron a reivindicar la plenitud de una civilización aborigen irrevocablemente interrumpida por la Conquista, y no faltaron tampoco, en ciertas regiones, quienes se sintieron posesos de un alma negra y trataron de resucitar un pasado africano.

Culturalmente no eran europeos, ni mucho menos podían ser indios o africanos.

América fue un hecho de extraordinaria novedad. Para advertirlo, basta leer el incrédulo asombro de los antiguos cronistas ante la desproporcionada magnitud del escenario geográfico. Frente a aquel inmenso rebaño de cordilleras nevadas, ante los enormes ríos que les parecieron mares de agua dulce, ante las ilimitadas llanuras que hacían horizonte como el océano, en las impenetrables densidades selváticas en las que cabían todos los reinos de la cristiandad, se sintieron en presencia de otro mundo para el que no tenían parangón. La plaza de Tenochtitlán era mayor que la de Salamanca, descubrían frutas y alimentos desconocidos, hallaban un cerro entero de plata en Potosí, un jardín de oro en el Cuzco, y podían fácilmente creer que oían quejarse las sirenas en las aguas del Orinoco, o que topaban con el reino de las amazonas, o que estaban a punto de llegar a la ciudad toda de oro del rey Dorado.

La sola presencia avasalladora de ese medio natural fue bastante para cambiar las vidas y las actitudes de los hombres, pero hubo algo mucho más importante como fue la presencia y el contacto con los indígenas americanos. Se toparon con millones de hombres desconocidos, diseminados a todo lo largo del continente, que habían alcanzado los más diversos grados de civilización, desde la muy alta de los mayas, mexicanos e incas, hasta las elementales de agricultores, cazadores y recolectores de las Antillas y de la costa atlántica.

En cierto modo, la historia de las civilizaciones es la historia de los encuentros. Si algún pueblo hubiera podido permanecer indefinidamente aislado y encerrado en su tierra original, hubiera quedado en una suerte de prehistoria congelada. Fueron los grandes encuentros de pueblos diferentes por los más variados motivos los que han ocasionado los cambios, los avances creadores, los difíciles acomodamientos, las nuevas combinaciones, de los cuales ha surgido el proceso histórico de todas las civilizaciones.

Las zonas críticas de los encuentros han sido precisamente los grandes centros creadores e irradiadores de civilización. Grandes zonas de encrucijada y de encuentro conflictivo fueron la Mesopotamia, todo el Mediterráneo oriental, Creta y Grecia. El inmediato resultado creador de esos encuentros fue el mestizaje cultural. Convivieron en pugna, resistencia y sumisión, y mezclaron las creencias, las lenguas, las visiones y las técnicas. El mestizaje penetró hasta el Olimpo.

Mientras más se penetra en los orígenes griegos, más surge la rica y todavía en gran parte inextricable variedad de estirpes, invasiones, migraciones, mezclas y aportes de muchas gentes venidas por las rutas guerreras de la masa continental y por las rutas piratas del Egeo. Guerra y piratería, conquista y comercio, navegaciones y colonizaciones fueron como los distintos hilos que tejieron el increíble tapiz de eso que más tarde hemos llamado el milagro griego. Ningún griego del tiempo de Pericles y menos aún del de Alejandro hubiera podido sentirse de pura casta y de no adulterada herencia cultural.

Este caso se repite a lo largo de la historia en todos los grandes centros creadores de civilización, no estrecha y mezquinamente como una mera consecuencia de la mezcla de sangres, sino como un poderoso fenómeno paralelo y distinto, lleno de vitalidad nueva y de posibilidad creadora. Gentes que podían no tener en sus venas mezclada la sangre de los pueblos del encuentro, pero que llevaban en su espíritu la creadora confluencia de vertientes contrarias. Abraham fue sin duda un mestizo cultural, como lo fue también Moisés.

Roma es una de las más evidentes muestras de la originalidad creadora del mestizaje cultural. Todas las culturas del mundo conocido trajeron su aporte a ella.

La historia del Occidente cristiano es la del más extraordinario y aluvional experimento de mestizaje cultural. Las lenguas modernas son el archivo viviente y el mejor testimonio de esa caótica mezcla. Occidente se afirmó y creó su originalidad histórica sobre la empresa contradictoria de sus grandes mestizadores de culturas y creencias. Habría que mirar a esa luz la obra de los grandes mestizos creadores de la civilización occidental.

Cómo podemos entender a Carlomagno de otra manera que como a uno de los más grandes mestizos culturales de la historia. Eso que algunos han querido llamar el «renacimiento carolingio» y que tiene su personificación en el gran caudillo que personificó el desesperado ensayo de injerto en la vida germánica de la romanidad cristiana no es otra cosa que la combinación, muchas veces violenta y a ratos sometida, de dos mundos culturales que muy poco tenían en común. Nada es más simbólico que mirar al caudillo bárbaro, con su lengua no reducida a letra, con su cohorte de jefes primitivos, coronarse emperador romano entre los latines del papa y las fórmulas palatinas del difunto imperio.

Grandes creadores de mestizaje cultural fueron Federico II Hohenstaufen, Alfonso X de Castilla, los arquitectos del románico, los escultores del gótico, Dante, Cervantes, Shakespeare.

La historia de España ofrece acaso la más completa y convincente muestra del poder creador del mestizaje. Indígenas ibéricos, cartagineses, romanos, godos, cristianos, francos, moros, judíos contribuyeron a crear la extraordinaria personalidad de su alma compleja y poderosa. Toledo es una de las ciudades más mestizas de Occidente y acaso sólo en ella pudo darse el fascinante caso de mestizaje cultural del Greco.

Palabras como mudéjar, mozárabe, muladí, romance, ladino no son otra cosa que testimonios irrecusables de un vasto, largo y complicado proceso de mestizaje que tuvo por escenario y personajes la Península Ibérica y sus gentes.

Por un absurdo y antihistórico concepto de pureza, los hispanoamericanos han tendido a mirar como una marca de inferioridad la condición de su mestizaje. Han llegado a creer que no hay otro mestizaje que el de la sangre y se han inhibido en buena parte para mirar y comprender lo más valioso y original de su propia condición.

Se miró al mestizaje como un indeseable rasgo de inferioridad. Se estaba bajo la influencia de las ideas de superioridad racial, que empezaron a aparecer en Europa desde el siglo XVIII y se afirmaron en el XIX con Gobineau, que dieron nacimiento a toda aquella banal literatura sobre la supremacía de los anglosajones y sobre la misión providencial y el fardo histórico del hombre blanco encargado de civilizar, dirigir y encaminar a sus inferiores hermanos de color. Se creó una especie de complejo de inferioridad y de pudor biológico ante el hecho del mestizaje sanguíneo. Se quería ocultar la huella de la sangre mezclada o hacerla olvidar ante los europeos, olvidándonos de que Europa era el fruto de las más increíbles mescolanzas y de que el mestizaje de sangre podía ser un efecto, pero estaba lejos de ser la única causa ni la única forma del mestizaje cultural. Lo verdaderamente importante y significativo fue el encuentro de hombres de distintas culturas en el sorprendente escenario de la América. Ése y no otro es el hecho definidor del Nuevo Mundo.

Es claro que en el hacer de América hubo mestizaje sanguíneo, amplio y continuo. Se mezclaron los españoles y portugueses con los indios y los negros. Esto tiene su innegable importancia desde el punto de vista antropológico y muy favorables aspectos desde el punto de vista político, pero el gran proceso creador del mestizaje americano no estuvo ni puede estar limitado al mero mestizaje sanguíneo. El mestizaje sanguíneo pudo ayudar a ello, en determinados tiempos y regiones, pero sería cerrar los ojos a lo más fecundo y característico de la realidad histórica y cultural, hablar del mestizaje americano como de un fenómeno racial limitado a ciertos países, clases sociales o épocas.

En el encuentro de españoles e indígenas hubo propósitos manifiestos que quedaron frustrados o adulterados por la historia. Los indígenas, en particular los de más alto grado de civilización, trataron de preservar y defender su existencia y su mundo. Su propósito obvio no era otro que expeler al invasor y mantener inalterado el sistema social y la cultura que les eran propios, y levantar un muro alto y aislante contra la invasión europea. Si este propósito hubiera podido prosperar, contra toda la realidad del momento, América se hubiera convertido en una suerte de inmenso Tíbet. Por su parte, los españoles traían la decisión de convertir al indio en un cristiano de Castilla, en un labrador del Viejo Mundo, absorbido e incorporado totalmente en lengua, creencia, costumbres y mentalidad, para convertir a América en una descomunal Nueva España. Tampoco lo lograron. La crónica de la población recoge los fallidos esfuerzos, los desesperanzados fracasos de esa tentativa imposible.

Los testimonios que recogieron fray Bernardino de Sahagún y otros narradores entre los indígenas mexicanos revelan la magnitud del encuentro desde el punto de vista del indio. Desde aquellos desconocidos «cerros o torres» que les parecían las embarcaciones españolas, hasta aquellos «ciervos que traen en sus lomos a los hombres. Con sus cotas de algodón, con sus escudos de cuero, con sus lanzas de hierro». Hay el encuentro extraordinariamente simbólico de la pequeña hueste de Cortés, armada, compacta y resuelta, con los emplumados y ceremoniales magos y hechiceros de Motecuhzoma, enviados para que sus exorcismos los embrujaran, detuvieran y desviaran. O aquellas palabras que el jefe mexicano le dirige al capitán castellano: «Tú has venido entre nubes, entre nieblas. Como que esto era lo que nos habían dejado dicho los reyes, los que rigieron, los que gobernaron tu ciudad: Que habrías de instalarte en tu asiento, en tu sitial, que habrías de venir acá».

Lo que vino a realizarse en América no fue ni la permanencia del mundo indígena, ni la prolongación de Europa. Lo que ocurrió fue otra cosa y por eso fue Nuevo Mundo desde el comienzo. El mestizaje comenzó de inmediato por la lengua, por la cocina, por las costumbres. Entraron las nuevas palabras, los nuevos alimentos, los nuevos usos. Podría ser ejemplo de esa viva confluencia creadora aquella casa del capitán Garcilaso de la Vega en el Cuzco recién conquistado. En un ala de la edificación estaba el capitán con sus compañeros, con sus frailes y sus escribanos, metido en el viejo y agrietado pellejo de lo hispánico, y en la otra, opuesta, estaba la ñusta Isabel, con sus parientes incaicos, comentando en quechua el perdido esplendor de los viejos tiempos. El niño que iba a ser el Inca Garcilaso iba y venía de una a otra ala como la devanadera que tejía la tela del nuevo destino.

Los Comentarios reales son el conmovedor esfuerzo de toma de conciencia del hombre nuevo en la nueva situación de América. Pugnan por acomodarse en su espíritu las contrarias lealtades impuestas desde afuera. Quiere ser un cristiano viejo de Castilla, pero también, al mismo tiempo, no quiere dejar morir el esplendor del pasado incaico. Un libro semejante no lo podía escribir ni un castellano puro, ni un indio puro. La Araucana es una visión castellana del indio como algunos textos mexicanos, que ha recogido Garibay, son una visión únicamente indígena de la presencia del conquistador. En el Inca Garcilaso, por el contrario, lo que hay es la confluencia y el encuentro.

En aquellas villas de Indias, en las que dos viejas y ajenas formas de vida se ponían en difícil y oscuro contacto para crear un nuevo hecho, nada queda intacto y todo sufre diversos grados de alteración. A veces la Iglesia católica se alza sobre el templo indígena, las técnicas y el tempo del trabajo artesanal y agrícola se alteran. Entran a los telares otras manos y otros trasuntos de patrones. El habla se divierte del tiempo y la ocasión de España se arremansa en una más lenta evolución que incorpora voces y nombres que los indios habían puesto a las cosas de su tierra. El «vosotros» no llega a sustituir al «vuestras mercedes». Nombres de pájaros, de frutas, de fieras, de lugares entran en el torrente de la lengua. Los pintores, los albañiles, los escultores y talladores introducen elementos espurios y maneras no usuales en la factura de sus obras. Todo el llamado «barroco de Indias» no es sino el reflejo de ese mestizaje cultural que se hace por flujo aluvional y por lento acomodamiento en tres largos siglos.

Se combinaron reminiscencias y rasgos del gótico, del románico y del plateresco, dentro de la gran capacidad de absorción del barroco. El historiador de arte Pal Kelemen (Baroque and Rococo in Latin America) ha podido afirmar:

El arte colonial de la América hispana está lejos de ser un mero trasplante de formas españolas en un nuevo mundo; se formó de la unión de dos civilizaciones que en muchos aspectos eran antitéticas. Factores no europeos entraron en juego. Quedaron incorporadas las preferencias del indio, su característico sentido de la forma y el color, el peso de su herencia propia, que sirvieron para modular y matizar el estilo importado. Además, el escenario físico diferente contribuyó a una nueva expresión.



Se podría hacer el largo y ejemplar itinerario de los monumentos plásticos del mestizaje: desde la iglesia de San Vicente del Cuzco hasta el santuario de Ocotlán en México, pasando por las viejas casas de Buenos Aires, por las capillas de Ouro Preto, por las espadañas de las iglesias de aldea en Chillán, en Arequipa, en Popayán, en Coro o en Antigua. Tampoco eran iguales a las de Europa las gentes que iban a orar en esos templos. Venían de hablar y tratar con indios y con negros, en sus creencias, en sus palabras y en sus cantos había elementos anteriores a la Conquista y otros traídos de África. Todo un mundo de superstición terrígena convivía con el escueto catecismo de los misioneros.

Fuera de lo más externo de la devoción y de la enseñanza, todo era distinto y nuevo. Las consejas españolas se habían mezclado con las tradiciones indígenas. La lengua, que había llegado a ser tan escueta y eficaz en Lazarillo tiende en América a ser juego de adorno y gracia. Se la oye resonar y cambiar de colores como un gran juguete. Se la recarga y pule como una joya de parada.

Las letras mismas sufren cambios de estilo, de objeto y de género. Aunque pasan novelistas, y algunos tan grandes como Mateo Alemán, no pasa la novela a la nueva tierra. Tampoco pasa en su esplendor la comedia del Siglo de Oro. Hay como una regresión a viejos estados de alma y a modos que ya habían sido olvidados. Resucita la crónica y la corografía, la poesía narrativa toma el lugar del lirismo italianizante, de la comedia se regresa al auto de fe y al ministerio medieval. De la tendencia a lo más simple y directo de la literatura castellana, se pasa al gusto por lo más elaborado y artístico, del realismo popular en letras y artes a la estilización, al arcaísmo y al preciosismo. Hay como una intemporalidad provocada por el fenómeno del mestizaje.

Quienes observan la historia cultural de la América hispana notan de inmediato ese rasgo de coexistencia simultánea de herencias y de influencias que la distingue de la sucesión lineal de épocas y escuelas que caracteriza al mundo occidental desde el fin de la Edad Media. Es un crecer por accesión y por incorporación aluvional que le da ese carácter de impureza que hace tan difícil clasificar con membretes de la preceptiva europea monumentos, autores y épocas de la creación cultural latinoamericana. José Moreno Villa (Lo mexicano) lo ha observado al estudiar el arte colonial mexicano y ha dicho textualmente: «Las artes o modos artísticos son aquí de aluvión, es decir, que no obedecen a un proceso interno evolutivo como en Europa».

La verdad es que es un proceso de formación que corresponde a un tiempo biológico distinto del que alcanzó Europa después del Renacimiento, cuando su gran época de mestizaje creador comenzaba a cerrarse. Unificada la herencia cultural europea comenzó un tiempo de dominante evolución lineal interna, mientras que en América se abría un nuevo tiempo caótico, de mestizaje.

Esa conciencia de individualidad distinta, creada por las circunstancias distintas y por las herencias contradictorias, la advierten pronto las grandes personalidades del pensamiento.

Los europeos del tiempo de Buffon, de De Pauw y de Raynal llegaron a pensar que la América pertenecía a otra edad del planeta y que en ella el clima no sólo creaba seres y condiciones de vida diferentes, sino que provocaba un cambio profundo en las características de la especie humana, tal como la habían conocido los europeos. Se habló de la precocidad y de la prematura senectud de los americanos.

La gente americana rechazó estas simplezas llenas del candor seudocientífico de la Ilustración, pero en cambio, nunca dejó de sentir sus profundas y constantes diferencias con los europeos.

Simón Bolívar había concebido la independencia de la América hispana como la consecuencia del hecho de existir una personalidad histórica diferente con un destino distinto al de Europa. En su extraordinario Discurso al Congreso de Angostura, en 1819, hace lo que podemos llamar la proclamación solemne de los derechos históricos del mestizaje americano. Dice:

[...] no somos europeos, no somos indios, sino una especie media entre los aborígenes y los españoles. Americanos por nacimiento y europeos por derechos, nos hallamos en el conflicto de disputar a los naturales los títulos de posesión y de mantenernos en el país que nos vio nacer, contra la oposición de los invasores; así nuestro caso es el más extraordinario y complicado.



Cuatro años antes, en Jamaica, ya había formulado el mismo pensamiento: «Nosotros somos un pequeño género humano; poseemos un mundo aparte, cercado por dilatados mares, nuevo en casi todas las artes y ciencias aunque, en cierto modo, viejo en los usos de la sociedad civil».

Ese «pequeño género humano» era la única base para la pretensión a un destino histórico para la América Latina. Un hombre tan culto, tan europeo, tan universal como Andrés Bello piensa que ha llegado la hora de que su América exprese su propia personalidad, en una lengua común pero no subordinada, con temas propios y con una visión de comienzos de nuevo tiempo. Piensa en una oportunidad romana y virgiliana para el Nuevo Mundo. Reemprender la aventura del hombre con una nueva voz y un nuevo aliento. Ha terminado el Imperio español, pero no tiene por qué comenzar un tiempo oscuro de incomunicación y decadencia. Es el tiempo para que se manifieste la nueva personalidad de América de «Occidente hija postrera».

Tan avasalladora es la vocación de mestizaje y el fondo histórico del fenómeno cultural que se pone de manifiesto, aun en aquellos casos en que los hombres de pensamiento pretenden reaccionar intelectualmente contra la tradición y la herencia del pasado e instaurar un nuevo rumbo. Nadie más abierta y desesperadamente que Sarmiento pretendió europeizar, sajonizar o desnaturalizar el hecho americano; sin embargo, en nadie es más visible que en él el aluvión de contrarias influencias de la historia y las lecturas, del pasado y el presente. Facundo es un libro maravillosamente impuro que no podía escribir sino el gran mestizo cultural de su tiempo que era don Domingo Faustino. El culto por la democracia sajona, por el racionalismo, por la civilización decimonónica europea va junto con la admiración por el payador, por el rastreador, por el gaucho que parecía el enemigo de la civilización y la encarnación de la barbarie y hasta por el caudillo Quiroga, que recibe de sus manos el más fascinante retrato. Ésas eran las que las gentes simples llamaban y todavía llaman las contradicciones de Sarmiento y que no eran sino el reflejo, en aquella grande y abierta sensibilidad creadora, del mestizaje vivo americano. Lo que él miraba en Facundo, en el Chacho, en las gentes que lo rodeaban en Mendoza y en Cuyo, en el gauchaje, no era ni podía ser barbarie, sino el estancado y mezclado resto de la civilización que los españoles de los siglos XVII y XVIII intentaron implantar en América. Ese rezago ya era impuro y mezclado. También la condición de su ideal de civilización era inalcanzable: convertir en ciudadanos de la Nueva Inglaterra o en discípulos de Guizot a los hijos de un proceso histórico diferente, en marcha y peculiar. Sarmiento no era, ni podía ser, acaso inconscientemente, sino un gran continuador de la fundamental empresa del mestizaje americano. Lo que se proponía era abrir la entrada a nuevos afluentes y nuevos aportes para enriquecer y universalizar más el caldo de creación del Nuevo Mundo.

Acaso en ningún otro aspecto sea más visible esa vocación americana de combinación, mestizaje e impureza que en el gran momento creador del modernismo latinoamericano. Los hombres que dieron el paso inicial para romper con el pasado y la tradición literaria: Darío, Silva, Gutiérrez Nájera, Casal, Herrera y Reissig, Lugones, etc., pretendían romper amarras con lo hispanoamericano para incorporarse en cuerpo y alma a una cierta zona y hora de la literatura de Europa. Habían recibido noticias de los decadentistas, parnasianos y simbolistas franceses. Habían leído o adivinado, en las breves ediciones amarillas del Mercure de France, a Verlaine, a Moreas, a Régnier, a Kahn y a una falsa Francia de falso siglo XVIII con marqueses, princesas y abates. Todo el decorado, todas las innovaciones métricas vinieron en ellos a yuxtaponerse sobre su impuro romanticismo americanizado, sobre sus reliquias y atisbos de la vieja poesía castellana, para dar como resultado uno de los más heterogéneos, ricos y contrastados movimientos que han conocido nuestras letras. Confundidos por los temas exóticos, por las novedades estróficas y métricas muchos llegaron a dudar de si estos grandes poetas representaban a la América. La representaban sin duda y, precisamente, por el innegable y poderoso carácter de mestizaje creador, que es lo esencial del movimiento modernista. Eso también explica por qué esa tendencia surge y florece en la América hispana y no en España. Tamaño ensayo de mestizaje literario y cultural no podía ser hecho en aquella hora sino por quienes en su condición, en su psicología, en su situación histórica estaban abiertos y preparados para la impureza creadora del mestizaje.

Llegaron a creer, en ciertos momentos, que se habían escapado de su mundo americano para convertirse en hijos de París. Era lo que no sin cierto rubor Darío llamaba su «galicismo mental», y sin embargo lo que estaban demostrando de modo plenario era su genuina e irrenunciable capacidad de asimilación aluvional de hijos y continuadores del gran destino de mestizaje de la América hispana. Podría tomarse el modernismo como uno de los momentos culminantes de la vocación de mestizaje del Nuevo Mundo y de su extraordinaria posibilidad de creación.

El modernismo no es un episodio aislado, su voluntad de mezcla y de incorporación aluvional sigue activa en el desarrollo ulterior de la literatura de la América hispana. Las grandes novelas americanas de la tercera década del siglo expresan esa impureza receptiva en su poderosa combinación de realismo, costumbrismo, simbología, forma épica y trasfondo mágico. ¿A qué época o a qué escuela europea podrían asimilarse Gallegos, Güiraldes, Rivera, Azuela? La poesía de Gabriela Mistral es una trémula confluencia de tiempos y modos. El aire barroco que mueve las frases de Asturias y Carpentier está mezclado con elementos románticos, con sabiduría surrealista y con la atracción por la magia de los pueblos primitivos. Un libro como Los pasos perdidos o como El señor presidente refleja, en el más mestizo lenguaje creador, el mestizaje original y profundo del Nuevo Mundo. Jorge Luis Borges es el más refinado manipulador de la vocación y de los elementos del mestizaje cultural. La torrencial voracidad transformadora y caótica de Pablo Neruda tiene sus raíces y su razón en el poderoso fenómeno del mestizaje americano.

No sólo hay una vocación de superponer influencias y escuelas sino que, además, hay una deformadora capacidad de asimilar y desnaturalizar las influencias, que no es otra cosa que la avasallante consecuencia cultural del hecho americano.

Esa vocación no podría limitarse a lo social, a lo artístico y a lo literario, sino que se manifiesta también en el mundo de las ideas. El aluvión y la hibridización ideológica dominan casi toda la época nacional de los países de la América hispana. Sobre las instituciones, más vividas y sentidas que escritas, de las Leyes de Indias y de las Partidas vinieron a injertarse las creaciones políticas y las novedades ideológicas del racionalismo francés. Roto irremediablemente el orden colonial se quiso implantar sobre sus restos esparcidos y resistentes un orden ideal copiado de Francia, Inglaterra o Estados Unidos. Como tentativa de ruptura y de contradicción era apenas más aventurada que la de los conquistadores de implantar sobre las sociedades indígenas, sobre sus lenguas, sus creencias, sus usos, sus milenarias condiciones, las formas, las normas y los contenidos de la monarquía cristiana de Castilla. Se invocaba el derecho divino para justificar la república, se apoyaba la independencia en la venida del apóstol santo Tomás en figura de Quetzalcóatl, se invocaba a Manco capac para darle una base emocional a los nuevos Estados republicanos y democráticos, las ideas de Saint-Simon se mezclaron con las de Rousseau, el escotismo con el positivismo. Si se intentara, de modo sistemático, hacer la historia de las ideas en la América hispana, desde la Independencia hasta la primera Guerra Mundial, se descubriría el más barroco, contradictorio y mezclado panorama. La llamada crisis institucional del mundo americano, tan vieja como su independencia y tan ardua y compleja como la propia condición de su ser colectivo, no es sino la manifestación histórica de esa formación aluvional continua. La América hispana busca sus instituciones, adopta la república representativa y ve surgir el caudillismo autóctono, en una angustiosa búsqueda de su propia identidad, entre los mirajes contradictorios y oscuros del pasado y las solicitaciones de su nostalgia europea.

La gran época creadora del mestizaje en Europa ha terminado desde hace mucho tiempo. Los mitos de la superioridad racial, del pasado histórico, de la pureza de la herencia nacional actuaron como frenos y diques empobrecedores. Tal vez el romanticismo es la última tentativa mayor por volver a descubrir la veta del mestizaje cultural. En las artes plásticas, acaso los cubistas, con su importación de la escultura negra, intentaron la aventura de sacar el arte de Occidente del camino de abstracción y de pureza al que fatalmente iba a caer.

En cambio, la América hispana es tal vez la única gran zona abierta en el mundo actual al proceso del mestizaje cultural creador. En lugar de mirar esa característica extraordinaria como una marca de atraso o de inferioridad, hay que considerarla como la más afortunada y favorable circunstancia para que se afirme y extienda la vocación de Nuevo Mundo que ha estado asociada desde el inicio al destino americano.

Es sobre la base de ese mestizaje fecundo y poderoso donde puede afirmarse la personalidad de la América hispana, su originalidad y su tarea creadora. Con todo lo que le llega del pasado y del presente, puede la América hispana definir un nuevo tiempo, un nuevo rumbo y un nuevo lenguaje para la expresión del hombre, sin forzar ni adulterar lo más constante y valioso de su ser colectivo, que es su aptitud para el mestizaje viviente y creador.

Está ella ahora abierta y lista para recibir y transformar en una gran tentativa de unidad y síntesis el presente vivo de sus múltiples herencias y para realizar, en la víspera del siglo XXI, una hazaña de renovación y renacimiento cultural similar al que en su tiempo hizo Roma o hizo Occidente.

Su vocación y su oportunidad es la de realizar la nueva etapa de mestizaje cultural que va a ser la de su hora en la historia de la cultura. Todo lo que se aparte de eso será desviar a la América Latina de su vía natural y negarle su destino manifiesto, que no es otro que el de realizar en plenitud la promesa de los Garcilaso, de los Bolívar, de los Darío, de los constructores de catedrales, para la obra de un Nuevo Mundo.





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