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ArribaAbajo- V -

La protesta contra la determinación social de la persona. Pragmatismo y cálculo. El comportamiento como técnica


La predisposición que revelan y la subsiguiente evolución que a través de la obra se observa en los criados más próximos a la persona de Calixto, explican perfectamente el éxito de Celestina para atraerlos «con anzuelo de codicia y de deleite» (pág. 19). Su comportamiento no tiene nada que ver con el que se atribuye a los criados bribones en algunas narraciones medievales. No son caracteres perversos en los que se dé una predeterminada y fija inclinación al mal. Su proceder es el resultado social, al que se ven arrastrados por la situación en que se encuentran, en virtud de la cual se hallan instalados en unas formas de vida que condicionan la quiebra de la virtud moral, tradicionalmente estimada, de los individuos inmersos en aquellas. Y de esa consecuencia, la responsabilidad corresponde principalmente a la sociedad en que les ha tocado vivir y al grupo dominante de los señores.

Estos criados acompañantes del señor, según las condiciones de la nueva clase ociosa del siglo XV, nada tienen que ver   —93→   con el sabio anciano de los cuentos medievales, cuya figura se encuentra, por ejemplo, en apólogos del infante don Juan Manuel. Aunque en la primera parte tengan junto al descarriado joven, un papel de sermoneadores, no va a ser esa su misión. Tampoco su antecedente inmediato hay que buscarlo en los esclavos de la comedia clásica, como ya intuyó M. Pelayo y queda bien puesto en claro después de la colosal investigación de María Rosa Lida. Finalmente, tampoco corresponden a la figura del criado en el teatro posterior. Todo ello hace pensar que se trata, pues, de figuras muy ajustadamente referidas a la situación concreta y peculiar de los comienzos de la Edad Moderna, cuya novedad, cuya singularidad, irreductible a los tiempos de la Antigüedad clásica, del Medievo o del Barroco, explica que tales personajes de La Celestina se presenten como criaturas originales, diferentes de todos los tipos anteriores o posteriores con los que podrían tener alguna semejanza119. En tal sentido dijimos al empezar, que La Celestina reflejaba con perfecta adecuación la imagen de la sociedad en que había sido escrita.

Es cierto que Sempronio se nos presenta junto a su amo, en alguna ocasión, ejerciendo un papel parecido al del gracioso en la comedia española del XVII (pág. 64). Basándose en algunos datos de esta naturaleza, Menéndez Pelayo escribió «Los dos criados de Calixto tienen particular importancia en la historia de la comedia moderna, porque en ellos acaba la tradición de los Davos y los Siros y penetra en el arte el tipo del fámulo libre, consejero y confidente de su señor, no sólo para estafar a un padre avaro dinero con que adquirir una hermosa esclava, sino para acompañar a su dueño en todos   —94→   los actos y situaciones de la vida, alternando con él como camarada, regocijándole con sus ocurrencias, entrometiéndose a cada momento en sus negocios, adulando o contrariando sus vicios y locuras, haciendo, en suma, todo lo que hacen nuestros graciosos y sus similares italianos y franceses, derivados a veces de los nuestros. Pero esta representación que con el tiempo llegó a ser tan convencional es en Rojas tan verídica como todo lo demás si se tienen en cuenta las costumbres de su siglo y la intimidad en que vivían los grandes señores, no sólo con sus criados (palabra que tenía entonces más noble significación que ahora), sino con truhanes, juglares y hombres de pasatiempo». En dos pasajes, sobre todo, vino a apoyarse M. Pelayo para sostener la aproximación entre los graciosos y los criados de La Celestina: en primer lugar las escenas el aucto II, en que Sempronio aparece como acompañante placentero y alegre que distrae al señor con sus «donaires» (la representación del criado como «figura del donaire» será hecha por Lope en el prólogo de La Francesilla); en segundo lugar la presentación que Sempronio hace de sí mismo en el aucto IX, como contrafigura del señor, como caricatura aplebeyada de los caracteres aristocráticos de aquel, cuando dice de sí «andar hecho otro Calixto» en su amor por Elicia120.

No cabe duda de que la base que todo esto representa para equiparar graciosos y criados celestinescos es bien exigua. Y aparecen, en contradicción con ese intento de interpretación, las imágenes enteras de unos y otros, cuyas profundas diferencias ayudan a comprender la propia significación del mundo social de La Celestina.

El gracioso es siempre inclinado a prestar fiel ayuda a su señor, por lo menos en la medida en que se lo permita la   —95→   falta de virtudes heroicas, las cuales, según la concepción estamental de la virtud, vigente todavía en el XVII, no le corresponde poseer por razón de su condición plebeya. A pesar de esta, y a pesar también de que no es sabio -aunque a algunos de ellos, en el desarrollo de la acción, el autor o autores los acerquen a las aulas universitarias para dar verosimilitud a sus culteranismos-, el gracioso pone al servicio de su señor la astucia, la prudencia o la sindéresis que su baqueteada experiencia de la vida le ha proporcionado. Es muy acertada la observación de Ch. D. Ley: «el gracioso será siempre muy amigo de su dueño, muy benévolo para con sus flaquezas, cuando por tales las juzga», y en relación con ello tiene, por lo menos, una virtud positiva, «su fidelidad al protagonista, de quien constituye una especie de sombra»121. A la actitud irreflexiva, de entrega, que tópicamente asume su señor, actitud que el criado de la comedia del XVII estima como generosa, se corresponde en este una sabiduría mundana y aun desvergonzada, que siempre se pone -con buen o mal resultado, esto puede variar-, al servicio de los intereses del joven amo, de quien viene a ser un trasunto en negativo122.

Aunque condicionada por la situación social que la clase dominante ha producido y sostiene, o mejor dicho, en tanto que condicionada por esa situación, la personalidad del criado de La Celestina es mucho más autónoma. Y su desvinculación moral del señor llega a ser radical: es enemigo suyo: no pretende ayudarle, sino conseguir su propio proyecto, aun perjudicando a aquel, y hasta procurando sistemáticamente   —96→   su daño; no es fiel, por tanto, sino aprovechado; no estima por encima al señor más que, a lo sumo, en algún aspecto de linaje; y, lejos de ser benévolo con sus faltas, le califica duramente de ruin y destaca su mala condición moral, como eximente, si no justificante, de su proceder contra él.

Esta radical discrepancia entre la figura del gracioso y la del criado celestinesco deriva, como llevamos dicho, de una motivación histórico-social. Los criados de La Celestina corresponden a la fase de crisis de la sociedad señorial del siglo XV. Se aprecian en sus imágenes, con vigorosa conciencia, los desarreglos que trae consigo la caída del orden tradicional. No se trata de que esa actitud de protesta y rencor brote precisamente de añoranza por el régimen precedente, cosa inexplicable en quienes no habían hecho más que sufrir también sus muchos males y aun mayores. Pero ese desarreglo que los cambios sociales de la nueva época traen consigo pone en claro -y hoy hemos de considerar esto como un aspecto fecundo en la Historia social- las injusticias que el nuevo sistema, basado en los privilegios de la riqueza, introduce en las relaciones entre los individuos. Consideremos también que, si en ello encontró apoyo, como es bien sabido, la autoridad estatal -de suyo opuesta a los antiguos poderes señoriales-, para imponer un nuevo orden, dio también lugar a que, con el impulso de un individualismo creciente, cada uno buscara obtener el mayor provecho posible y el auge del egoísmo hiciera palidecer la presencia de otros resortes en las relaciones interindividuales de los hombres que vivieron la crisis de la modernidad.

Los investigadores de Historia social y económica con todo rigor han demostrado que, a fines del XVI, se produce, con la reorganización económica de la propiedad territorial, una nueva fase de vigoración del régimen señorial. El fenómeno, después de los trabajos de Braudel, está claro en todos los   —97→   países de la cuenca mediterránea, con manifestaciones en el resto de Europa. En España se presenta con características especialmente acentuadas123. Pues bien, la figura de los «graciosos» en nuestro siglo XVII corresponde a la de los criados de esa nueva etapa de una sociedad señorial, cuya nueva estructura resulta tan fuertemente impuesta en España, hasta el punto de que frente a ella no cabe ya la protesta y apenas quedan posibilidades para el rencor. No hay otra salida que la acomodación. La invención de los graciosos hay que atribuirla a la mentalidad que deriva de la aceptación de la nueva sociedad señorial. Su difusión coincide, en el campo del teatro, con la nueva moral acomodaticia que caracteriza, en sus más peculiares manifestaciones, a nuestro siglo XVII y que dará en él la obra de moralística más representativa quizá del tiempo: la obra de Gracián.

Esas posibilidades de manifestación, tan férreamente reducidas, del rencor antisocial, producirá en la literatura española el fenómeno de la novela picaresca. Los criados de La Celestina no son pícaros, porque en la sociedad más libre, menos esclerótica, de fines del XV y comienzos del XVI, hay todavía lugar para la protesta, aunque sea dentro de un alcance reducido. Los pícaros no son criados al modo de los de La Celestina, pero derivan de un espíritu emparentado con el de aquellos, contorsionado, eso sí, bajo la ley de crueldad social que preside sus vidas, y adaptado a las nuevas circunstancias de una sociedad que ha vuelto a ser mucho más cerrada.

Se dirá que indudablemente el sentimiento de la diferencia entre ricos y pobres ha existido siempre y es innegable en la Edad Media. Pero en el mundo medieval esa diferencia de estado social se utiliza a fines adoctrinantes, de acuerdo con   —98→   todo el finalismo que preside las mentes de ese tiempo. En las admoniciones y condenas de la Iglesia medieval sobre el comportamiento de los ricos, dando a considerar los males y dolores del pobre desvalido, no se trata nunca de cambiar las relaciones de los estratos sociales tal como han sido dadas por el tiempo y a las que el Medievo tiene por eternas, sino de tomar motivo en esos dolientes testimonios para incrementar el ejercicio de la caridad como virtud cristiana124. Es así como los capiteles de iglesias y claustros románicos repiten una y otra vez la representación del episodio bíblico del rico avariento y el pobre Lázaro -recuérdese, como ejemplo, la admirable realización de Vézelay o, entre nosotros, la del pórtico de San Vicente, de Ávila-. Pero también aquí la crítica que esto supone se reduce a una severa advertencia contra el incumplimiento de los deberes que al estado de los ricos van adscritos. No se trata nunca hasta que empieza la época de la modernidad, de protestas por la existencia misma de tales estados. Desde el siglo XIV, y con incomparable vigor en el XV y a comienzos del XVI, la protesta alcanza a la subsistencia de los estamentos mismos, para salir de ellos o, por lo menos, para cambiar su postura. En los Proverbios de don Sem Tob se encuentra ya la desazón del que comienza a sentirse mal colocado socialmente, hecho en el que, por muy converso que sea su autor, hemos de ver, por encima de razones psicológicas de base étnica, causas que dependen de la situación social, históricamente dada, debido a lo cual testimonios de ese género, a partir de tal época, empiezan a darse en todas partes y entre todas las gentes, con tal de que no pertenezcan a las más altas clases.

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Los esclavos del teatro clásico como, más tarde, los graciosos de la comedia lopesca se quejan de su suerte, sin levantarse contra ella. Los criados celestinescos es bien cierto que no conspiran para derribar públicamente una situación política -aunque muchos de sus iguales en la vida real participarían seguramente en el movimiento comunero y contribuirían a darle esa inclinación social que es bien patente en la rebelión-; pero, de todos modos, rota su vinculación moral con el amo, sólo tratan -deslealmente, según una apreciación de base tradicionalista- de sacar las mayores ventajas de aquel, aprovechándose del desconcierto en que puede encontrarse. Los graciosos nunca procederían, premeditadamente, en daño de su señor. Los servidores de La Celestina se mueven por la deliberada voluntad de conseguir su medro, en detrimento de los intereses de su amo. En aquellos puede haber quejas por su suerte, en estos, rencor por su posición.

Celestina dice con resentimiento que Calixto es tan rico que con un poco de lo que le sobra podría ella salir de su pobreza (pág. 171). Esto es lo que buscan todos. No se trata de un problema a resolver según los deberes de caridad que a Calixto tocan, como al rico del Evangelio. Se anuncia el sentimiento de una injusta distribución: lo que unos tienen de más es que otros lo tienen de menos. Por eso, el que tiene más de lo necesario, dice coetáneamente fray Alonso de Castrillo, se sale del orden justo de la convivencia humana125. El odio de Elicia y, más aún, o más enconadamente, el de la consciente Areúsa, contra Melibea, no es tanto por motivo de la muerte de sus amantes como por ser aquélla rica. Por eso vemos estallar ese odio, anticipadamente, libremente, en el aucto X, mucho antes de la ejecución de los criados. El resentimiento social que anida en ambas mozas   —100→   les hace decir que todo lo que de bueno estimable posee Melibea lo debe únicamente a su dinero. Incluso «aquella hermosura por una moneda se compra en la tienda», porque «las riquezas las hazen a éstas hermosas y ser alabadas, que no las gracias de su cuerpo» (pág. 168).

Y es que todo lo apetecible en la vida, no sólo el bienestar material, sino también el contento y la dicha, y hasta la felicidad en el más allá, son bienes condicionados por la posesión de riqueza. Crudamente, Melibea, que, como rica, está ideológicamente influida por esa privilegiada posición, cuando Celestina le habla de las dificultades que el desamparado de bienes económicos, en su lamentable existencia, encuentra, le contesta «otra canción dirán los ricos» (página 86). En otro pasaje, Elicia reconoce que hasta «los ricos tienen mejor aparejo para ganar la gloria que quien poco tiene» (pág. 149).

Por el contrario, la pobreza es condición para todo mal. Y, por consiguiente, para librarse de dolor es necesario actuar de manera que, aguijoneado por la carencia, pueda uno salir de ella y alzarse a mejor fortuna. Sempronio y Pármeno conocen perfectamente la maldad de Celestina. Sempronio se pregunta qué diablo habrá enseñado tanta ruindad a la vieja tercera. Y Pármeno contesta: «la necesidad y pobreza, la hambre. Que no ay mejor maestra en el mundo, no ay mejor despertadora y abivadora de ingenios» (pág. 165). Si la riqueza condiciona la virtud, su falta es condición de indignidad, de indigencia incluso moral. Tal es la razón de la profundidad del resentimiento de los desheredados contra los favorecidos.

Esto acentúa, en el pensamiento de la época -precisamente para alzarse contra ella-, la conciencia de un determinismo social sobre la condición de las personas. Todavía para muchos -y en el XVII se incrementará esta tesis- las   —101→   cualidades se trasmiten por la sangre, según la concepción caballeresca, pero cada vez penetra más la idea de considerarlas fundadas en el estado económico, hasta el punto de llegarse a la neta repulsa de la doctrina tradicional de que sea la sangre la que separa las clases. En el Arcipreste de Talavera leemos que, criados el hijo de un labrador y el de un caballero, solos, en un lugar apartado de montaña, y con unos mismos padres aparentes, cada uno sale a su procedencia de linaje, con los gustos, costumbres y virtudes de su clase126. En esto no cree demasiado el hombre moderno.

En la Edad Media, ese determinismo se funda en la sangre nobiliaria; en el XVII, aun conservándose esa idea, se señalará otra base: la calidad nacional. Así, en la novela de Castillo Solórzano, La inclinación española, se parte de un supuesto semejante al que hemos visto utilizado en el cuento del Arcipreste de Talavera, con la diferencia de que no son hijos de labradores o de caballeros, sino un niño español, criado y educado ocultamente en Polonia, a pesar de lo cual sale con las marcas que a tal condición nacional le eran atribuidas. En cambio, en La Celestina, lo que hace bueno o malo, feliz o desdichado, no es otra cosa, fundamentalmente, que la posesión de riquezas. En una época, en una sociedad como la del XV, de la que ya señalamos la importancia que al amor se le concede, hasta este sentimiento se encuentra estamentalmente condicionado. En una famosa obra de Gil Vicente127, la princesa, al hablar con Don Duardos, a quien no ha reconocido por ir disfrazado de labrador, se asombra de las respuestas que le da con tanta galanura y de que le hable de sus sentimientos amorosos.   —102→   Por eso, le amonesta en estos términos, que responden a una neta concepción estamental de las calidades personales:


Debes hablar como vistes
o vestir como respondes.



Y en la Segunda Celestina, ante las discretas palabras de un rústico, se comenta: «el amor te hace decir lo que tu estado niega», y se da como explicación del elevado razonar de un hombre de bajo estado la de que «como espíritu habla en él el amor»128. Claro que ello ya supone una puerta abierta en el cerrado estamentalismo que hacía de la gentileza, de la inteligencia, de la virtud, patrimonio del rico caballero. También en el mismo Don Duardos nada menos que todo un Emperador puede exclamar:


¡Oh, gran Dios,
que a los rústicos pastores
das tu amor encendido como a nos!



Es decir, se admite ya que Dios hace que la capacidad de sentir el amor, la cual es un verdadero don divino, pueda ser comunicada también a gente humilde. Tengamos en cuenta que, de entre los estados bajos, se trata, en este caso, de pastores. Aunque es cierto que el pastor gozó siempre, por tradición de doble fuente clásica y cristiana, de una estimación socio-moral superior a la de su estado -de lo cual derivará la novela pastoril renacentista-, no menos cierto es que, de ordinario, de los pastores enamorados de fines del XV y comienzos del XVI, acaba descubriéndose en las novelas y poesías que son caballeros disfrazados129.

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De todos modos, en la época que consideramos comienza ya a haber indicios de que los valores cuyo monopolio la clase dominante se reservaba, tienden a escapársele de entre las manos: en primer lugar, porque la nueva conciencia, que se presenta con franco carácter individualista, no parece dispuesta a aceptar sin más esas reservas estamentales; y, en segundo lugar, porque la posesión de la riqueza, base principal de tal sistema de reserva y monopolio, tiende, por lo menos en ciertos períodos de los siglos XV y XVI, a propagarse, a ampliarse fuera de los grupos detentadores de la antigua propiedad territorial.

En La Celestina, los pobres, los criados, apetecen la riqueza, anhelan bienestar y felicidad, son dados al amor y no encuentran fundamento para que el goce de estos y otros bienes esté reservado a los poderosos. Entre otras cosas, porque se considera que no hay diferencia en el fondo, entre los sentimientos de unos y de otros. Por eso, en La Celestina, muy lejos del ropaje platonizante con que en algún breve momento se pueden revestir las pasiones de los señores, las de unos y otros, las de amos y criados, son, en el fondo, de la misma brutal carnalidad. Calixto mismo se encarga, al aproximar su amor por Melibea al que Sempronio goza de la ramera Elicia, de hacérnoslo comprender así. Le vemos soportar una broma soez de su criado acerca de la clase de amor que inconfesablemente espera saciar con ese su dios -un dios, ha proclamado ser para él Melibea-, falta más grave, le dice con brutal humor Sempronio, que la de los pecados de Sodoma (pág. 29). Cuando coja en sus manos el cordón de Melibea, Calixto no tendrá   —104→   más que un pensamiento lascivo (pág. 124); y desde el primer instante de encontrarse con su amada en el jardín se aplica brutalmente a satisfacer su apetito carnal (pág. 237), sirviéndose de refranes populares que aplebeyadamente expresan su clase de amor y usando en la ocasión de palabras tan groseras como las de sus sirvientes. La misma Melibea, tan voluntariosa y sensual, no queda libre de esto, y así se explica que su criada Lucrecia, ardiendo en deseos de amor carnal, que la atraen al burdel, aproxime su propia ansia de un amante a la experiencia de Melibea. Esta democratización del amor, contra las inertes convenciones aristocráticas de tipo caballeresco, las cuales no corresponden a la nueva clase ociosa y distinguida, a pesar de sus pretensiones de ennoblecimiento, encajan muy ajustadamente con los demás aspectos del panorama social de La Celestina.

Por obra de los de arriba y de los de abajo, el amor, cuyo papel en el desorden socio-moral del XV veremos más adelante, rompe su ordenación estamental. Y como el amor, los demás sentimientos y valoraciones que en aquella se apoyan. Hay quienes, en el siglo XV, estiman que ninguna clase de bienes tiene por qué estar cerrada y entregada en su disfrute a una clase de privilegiados y la conciencia de ello impulsa a procurárselos con las maquinaciones que sean adecuadas, convirtiendo la vida social en un terreno de lucha y de cálculo.

Probablemente todo ello va ligado a un fenómeno de naturaleza económico-social: el desarrollo de la riqueza en el siglo XV, la expansión del bienestar material, el auge de la burguesía, el incremento de nuevas posibilidades de éxito en la vida ciudadana. Como es sabido, la peste que en la baja Edad Media azotó las ciudades, al reducir la población activa en estas, dejó puestos libres y creó una corriente ascensional para ocupar esos vacíos. De esa manera, y con   —105→   tan complejas circunstancias, el índice de movilidad social creció considerablemente, de lo que constituye un vivo testimonio el comentario de Hernando del Pulgar, que ya nos es conocido, sobre los desplazamientos de fortunas130.

Todo ello trae consigo la apertura, por lo menos relativamente mayor, de los estamentos, el resquebrajamiento de los estados privilegiados en sus viejas convenciones de moral social, la aparición de grupos nuevos -fenómeno que en el Libro de los estados del infante don Juan Manuel comienza ya a poder ser apreciado. Y en consecuencia, una promoción del individuo que puede aspirar a más y que empieza a estimar que no hay razones objetivamente válidas para las ventajas de que gozan otros.

De este estado de ánimo no brotará una declarada revolución social, aunque los primeros atisbos de esta clase de movimientos populares empiezan a señalarse en la época que consideramos131. Pero se despierta, sí, un anhelo de   —106→   actuar hábilmente para transformar las penosas circunstancias en que se sirve. Todavía, con una risueña aceptación de tal estado de cosas, en el Libro de Buen Amor se dirá:


El que poder non tiene, oro nin fidalguía
Tenga manera e seso, arte e sabidoría132.



Con acusada diferencia, en La Celestina, coincidiendo con los caracteres de su tiempo, descubrimos un pragmatismo agrio y pesimista, un verdadero maquiavelismo del comportamiento interindividual, desligado de vínculos tradicionales y atento a la eficacia del fin egoísta que se persigue. Recordemos el hipócrita recibimiento, llamándola «reveranda persona», de Calixto a Celestina, cuya ruindad les es ya claramente conocida: si lo hace así es porque pretende atraerla a su favor, para, sirviéndose de sus tretas, hacer suya a Melibea, aceptando ver sometida esta a padecer la maldad de los métodos de la alcahueta hechicera (pág. 47). Sempronio, al proponerle a Calixto utilizar a la vieja, no le ha ocultado la condición perversa de sus artes, «sagaz en quantas maldades ay» (página 35). A un comportamiento de esta naturaleza arrastra el nuevo modo pragmático, individualista, moralmente desordenado -visto desde la concepción antigua- del amor, por   —107→   cuya pasión, nos dice curiosamente el Arcipreste de Talavera, «se levantan muchas trayçiones e tratos italianos»133, observación esta última que nos confirma en nuestra tesis: el planteamiento típicamente maquiavélico, aunque sea antes de Maquiavelo, que está en la base de cuanto venimos exponiendo. Y un comportamiento de este tipo se impone en todos los órdenes de la vida social, orientado a un objetivo de éxito para el dominio práctico de la situación.

Celestina se atribuye a sí misma la prudencia (pág. 54). Calixto la elogia como astuta, cautelosa -la imagen maquiavélica de la serpiente se va dibujando-. Calixto mismo opta por ser un Ulises, personificación en la literatura coetánea del individuo maquinador y hábil, despreciable ante una conciencia de tipo heroico, según ha declarado finamente Bataillon134. En la Tercera Celestina se elogia a la protagonista de la primera, esto es, a la auténtica, al personaje que constituyó el prototipo, como sabia, diligente, astuta y artera135. La técnica de comportamiento que Celestina propone a los jóvenes criados y a la que estos obedecen no es otra que la de ser «astutos en lo mundano» (pág. 48), interesante frase en la que el arte o técnica de la conducta se une a los aspectos mundanización y secularización que venimos señalando. Se trata de un juego con las circunstancias, de un prudencialismo -esta es la desviación a que la moral camina en la primera fase de la modernidad- que estudia la manera de articular el obrar personal con lo que exige cada ocasión, a fin de lograr lo que aquel se propone. La elección sobre esto la da Sempronio, ya ducho en la prudencia celestinesca que todos llevan en el fondo: «conoscer el tiempo y usar el hombre de la oportunidad haze los hombres prósperos» (pág. 39).   —108→   No virtuosos, sino prósperos; no la sabiduría, sino la técnica de acertar con la oportunidad. Tales son los objetivos.

El saber relativo a esta adecuación en el obrar sólo se consigue atendiendo a la práctica de las acciones humanas, esto es, siguiendo la línea de cómo se conducen los que llegan al éxito. La prudencia, según esa concepción, no es más que la decantación bien contrastada de la experiencia. «La prudencia no puede ser sin experimento», dice Celestina (página 57), en frase equivalente a la de aquellos pensadores que por entonces estaban abriendo nuevos caminos a la investigación de la naturaleza. Pármeno no se queda atrás: también él sabe que «el seso y la vista de las muchas cosas demuestran la experiencia» (pág. 46). Y ese saber empírico que, en su mundo en torno, a todos lleva hacia una línea de pragmatismo moral, le hará seguir a Pármeno la conducta que, como propia del tipo social de los criados celestinescos, hemos caracterizado: «¡El mundo es tal! Quiérome yr al hilo de la gente, pues a los traydores llaman discretos y a los fieles necios» (pág. 68). Su amarga experiencia con Calixto se lo ha revelado claramente, ese Calixto que no duda en dirigirle una mordaz ironía relativa a la primacía de lo espiritual sobre lo corporal (pág. 45). En una sociedad de arriba abajo imbuida de pragmatismo, no cabe otra cosa: «Ándate ay con tus consejos y amonestaciones fieles y darte han de palos» (pág. 207).

También en la Comedia Eufrosina, para explicar las razones de un comportamiento, se hace esta afirmación: «Isso he la polo moral; mas pela minha arte que he de esperiencia, curarvos ey»136. El arte de la experiencia, como distinto y aun contradictorio de la filosofía moral, se antepone a esta con miras a la eficacia. Y ese pragmatismo   —109→   arrincona, según la conciencia de la época, los valores morales o, por lo menos, se estima contemporáneamente que una conducta pragmática se aleja de ellos.

En Torres Naharro, con motivo de una sátira contra los «señores de hogaño», se encuentra también la crítica de una sociedad en la que, si sirve el bueno, sólo el ruin medra137. Y en la Tercera Celestina los buenos pierden y los malos ganan, y, ante tal resultado de la «experiencia», el que defiende un criterio moral riguroso se oye decir que sabe poco del mundo138. Saber del mundo es atenerse a la ocasión, para sacar eficazmente provecho y dominar las posibilidades que en la sociedad puedan ofrecérsele. Con este fin se sirve y se han de aplicar los medios a él conducentes. Así es cómo Celestina, con mueca de ironía, se presenta a Melibea: «no es otro mi oficio sino servir a los semejantes. Y desto bivo y desto me arreo» (pág. 96).

Como, al habérselas con los demás, cada uno necesita calcular su conducta, le es necesario, en el límite de lo posible, medir la repercusión de sus actos y palabras sobre los otros, a fin de conseguir con ellos el resultado que se desea. Y no hay más manera, de parte de quien con alguien se ha de relacionar, que la de atender al exterior de cada uno para conocer su interior -ese interior en el cual se ha de producir psicológicamente la reacción suscitada por lo que en relación con ese individuo hagamos. La secularización y tecnificación de la conducta lleva a interesarse por los problemas de la fisiognómica, lo que responde a un naturalismo inicial, a una larvada mecanización de la psicología humana. De ahí el papel de la fisiognómica en La Celestina, esa ciencia que tanto va a preocupar en la literatura moral de los comienzos de la Edad Moderna. «Por la   —110→   filosomía (sic, por fisonomía) es conocida la virtud interior», dice Calixto (pág. 47). Y Celestina reconocerá también que «el ánimo es forçado descubrillo por estas exteriores señales» (pág. 105). Ello es necesario tenerlo en cuenta, porque, «como las qualidades de las personas son diversas, assi las melezinas hazen diversas sus operaciones y diferentes» (pág. 142). La técnica de la conducta obliga a no seguir siempre la misma línea, contra lo que podía suponer la moral tradicional, atenta esta a virtudes y valores objetivos y permanentes. Ahora no, ahora se busca un fin práctico y aun materializado, y hay que contar con las reacciones del ánimo contrario para alcanzar un resultado favorable. También en la Tercera Celestina, que, como ya dijimos, es la más próxima a la primera -a pesar de sus diferencias y de su inferioridad-, aquel principio es fundamental: «por las exteriores obras y señales del cuerpo venimos en conocimiento de las afecciones del alma»139.

Si lo que se busca al obrar es obtener eficazmente un resultado provechoso, y si a tal objeto hay que obrar de acuerdo con las circunstancias de cada caso, será necesario, en sustitución de patrones universales de conducta, individualizar la acción del sujeto, en vista de que habrán de ser también individuales las condiciones en que se pueda producir la reacción de aquel a quien la acción se dirige. Tal es el único camino para alcanzar el individual provecho que cada uno se propone al obrar. Pero de toda esta carga de individualismo hemos de hacernos cuestión más detenidamente.



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ArribaAbajo- VI -

Individualismo y sentimiento de libertad


Partiendo de la situación de una sociedad, configurada por obra de una nueva clase ociosa, tratamos de sacar el hilo del sentido histórico de La Celestina. Nos encontramos en ella con la imagen de una clase cuyo dominio se basa en la riqueza, se despliega en ostentación, transforma el sistema de valoraciones vigentes en esa misma sociedad, hace entrar en crisis la moral de los grupos que la integran, suscita la protesta contra el «status» de cada uno de esos grupos, hace despertar nuevas apetencias que se apoyan, como veremos finalmente, en una concepción autónoma, secularizada, del orden de la naturaleza, lo que trae consigo el desarrollo de modos de comportamiento calculado y tecnificado ante las fuerzas naturales. Partiendo, pues, de un primer condicionamiento social intentamos explicar la compleja gama de aspectos que La Celestina, con excepcional riqueza, nos expone -y que nos expone a través de la representación de un drama humano-, arte en el que la maestría de Rojas será pocas veces igualada. Su significación va ligada, en último término, a toda una concepción del mundo y de la sociedad dentro de la cual cobra sentido lo que los personajes   —112→   hacen y lo que les adviene -esto último, en virtud de un mecánico juego de causas segundas que ellos, con sus particulares acciones, desatan-. Ello nos remite, otra vez, al primer fundamento socio-histórico del drama. ¿Cómo actúan los personajes, cómo se mueven para desatar la acción de esas causas naturales que les ha de llevar a la catástrofe? Hemos de contestarnos a esta pregunta antes de tratar de hallar cuál es el sentido último de que esa catástrofe, efectivamente, caiga sobre ellos. Una última raíz tiene el modo de comportarse los personajes que pululan en el mundo social reflejado por Rojas: individualismo. Es un nombre que coincide en general con el que los historiadores han dado a la crisis de la modernidad, cuya primera fase se localiza en el siglo XV, aunque desde algún tiempo antes haya empezado a fermentar. Y las negras tintas con que Rojas pinta el cuadro de esa sociedad se corresponden con los aspectos turbios que la conciencia moral tradicional advirtió en el nuevo cariz que la vida de aquellas generaciones tomaba. Tal raíz habría de desarrollarse en la época del Renacimiento, bajo la forma de lo que Burckhardt llamaría el descubrimiento del individuo. En esa especie de aventura espiritual, una más entre tantas otras, que el hombre moderno y muy caracterizadamente el español de la época emprende, hay que estimar La Celestina como uno de sus más logrados episodios.

El distanciamiento, la desvinculación el egoísmo sin medida con que actúa Calixto, son muestra bien clara de una posición individualista a ultranza: su egoísmo, dice María Rosa Lida, «condiciona a la vez su concepción de la realidad, su juicio ético y su conducta social»140. Él impone la lucha   —113→   «entre dos utilitarismos igualmente amorales». La filosofía heraclitiana de la vida como «contienda», que incidentalmente se formula en el prólogo de la obra, inspira, según Gilman, todo el desarrollo de la misma, de manera que para la comprensión de La Celestina es importante tener en cuenta versión que del individualismo de la cultura renacentista dio Burckhardt141.

No sería necesaria otra cosa más que recordar las motivaciones que en el proceder de cada uno hemos ido viendo en páginas anteriores para comprender cómo, efectivamente, el individualismo mueve a cada uno de los personajes, a Celestina, a los criados, a las «muchachas», a Pleberio, porque, si bien en unos toma la forma de un egoísmo cruel y en otros es capaz de alzarse a ciertas manifestaciones de altruismo, es el yo individual de cada uno el que se pone por delante. Pero ninguno de los personajes celestinescos nos da expresión más cabal del individualismo que los arrastra que Areúsa -personaje, en cierta medida, montado con procedimiento contrapuntístico frente a Calixto-. En Areúsa alcanza el individualismo de La Celestina todo su sentido crítico y dramático.

Areúsa actúa en forma ferozmente individualista y calculada. Su mismo desprecio por las opiniones del vulgo, de lo que hace gala, se debe a que este representa la sociedad tradicional, contra la que aquella se revuelve, contra cuyos puntos de vista está siempre dispuesta a manifestarse142. A   —114→   diferencia del sabio medieval que cree en la validez de la «vox populi», el sabio humanista mantiene una estimación adversa de toda opinión vulgar. Y ya que no por la participación en una misma cultura aristocrática, esa común oposición a los juicios del vulgo, en que coinciden el letrado sabihondo y la ramera vulgar y sin letras, se explica por la raíz individualista de una y otro, esto es, de un personaje, tan autónomo en su propio yo como Areúsa, y de otro que como el letrado humanista, tiene que basar en sí mismo y en su obra personal la razón de su puesto en la sociedad.

Cuando el fanfarrón Centurio se muestra ufano de su ascendencia y pierde el tiempo en mentir hechos valerosos, con mordaz ironía y con el más libre desparpajo, Areúsa le ataja: «No curemos de linaje ni fazañas viejas» (pág. 272). A ella, como a quien anda, con las solas fuerzas de su individualidad, empeñada en dura contienda, lo que le importa es un trato rápido y eficaz. Y, colocada en el estado de aislamiento, de reducción a sus solas fuerzas, de necesidad vital de triunfar en la lid que la opone a los demás, contando con sus solos recursos, Aerúsa pronuncia aquellas palabras famosas cuyo valor ha sido muy discutido, pero que son fundamentales para el sentido del drama: «Las obras hazen linaje, que al fin todos somos fijos de Adán y Eva. Procure cada uno de ser bueno por sí y no vaya a buscar en la nobleza de sus passados la virtud» (pág. 169).

Bataillon ha querido reducir la significación de estas frases. Se niega a reconocer en ellas una declaración igualitaria   —115→   y libertadora y rechaza que con tales palabras Rojas haya querido expresar un espíritu de revuelta143. No se las puede dar, ciertamente, el alcance de todo un programa de revolución social144. Sin embargo, que tienen un sentido relacionado de manera directa e inmediata con la situación de la sociedad, tal como esta se refleja en La Celestina, parece innegable y en ellas alienta el espíritu que se anuncia en el creciente individualismo de la vida renacentista. Las palabras de Areúsa no se ofrecen aisladas, no han sido dejadas caer, como un relleno retórico, en la obra. La idea que contienen se repite en varias ocasiones. Recordemos el pasaje en que Sempronio le advierte a Calixto que «la agena luz nunca te hará claro si la propia no tienes» (pág. 62), consejo que le dirige -así se da por supuesto en el diálogo- como manera de obligar a su joven señor a que se comporte de un modo determinado. Ello supone reconocer que tal tópico funciona en su tiempo con la fuerza de un eficaz resorte de acción personal. Pero es más, esa idea se engarza exactamente, con perfecto ajuste, en el contexto de la obra, en cuyo ámbito todos los personajes actúan por sus medios propios, orientados a sus personales aspiraciones, impulsados por sus intereses, no sólo privativos, sino contradictorios de los de los demás. Ajenos a toda conexión familiar, estamental, colectiva, que pretenda valer por encima de su interés personal- la cual rechazan expresamente, cuando la posibilidad de la misma se les presenta-, los personajes de Rojas justifican en su propia e individual personalidad la razón de su obrar. Fijémonos especialmente, porque este ha sido observado con menos atención que el caso de otros personajes, en el ejemplo tan completo que nos da Melibea: acepta no una ordenación social, sino una relación   —116→   afectiva en el trato con sus padres, antepone su placer y felicidad, se desprende con la mayor facilidad de trabas ajenas y resuelve sus más críticas situaciones con el exclusivo recurso de su criterio personal. En su plano, su figura es equivalente a la de Areúsa (creo que tal vez el verdadero sentido del drama de Rojas es la contraposición de dos figuras femeninas, Melibea y Areúsa).

Esa actitud del individuo que sólo acepta apoyarse en su propio valor personal, desde mediados del XV por lo menos, tiende a hacerse tópica. Álvarez Gato protesta de que «ayamos de atribuir virtud o discreçión al favoreçido o al rico sy no la alcança y negalla al corrido y cuytado del pobre sy la tiene»145. Juan de Lucena afirma con todo rigor que «la nobleza nace de la virtud y no del vientre de la madre»146. Diego de Valera, a pesar de su preocupación por temas caballerescos, reduce la nobleza heredada a mera «presunción», que puede no confirmarse147.

Y no se vaya a pensar, por ejemplo de Rojas y de otros autores que acabamos de citar sea esa una actitud de conversos y nada más. De serlo, estaría en flagrante contradicción con el sentimiento semítico del linaje y con la fuerza con que se mantiene el lazo familiar hasta en los judíos de condición burguesa y capitalista, como hizo observar Sombart148. Su presencia en los conversos se explica suficientemente por la situación histórica general en que se hallaban durante el crítico e inquieto siglo XV, y no por razones étnicas o religiosas. El dato hay que referirlo, efectivamente,   —117→   al despertar del individualismo, en el tiempo que consideramos, y a la situación histórica en que tal hecho se produce, y ello parece evidente, ya que coincide con toda la evolución de la baja Edad Media, se articula con todo el desarrollo burgués coetáneo y se encuentra en escritores de la más variada procedencia, con tal de que respondan, en franca conformidad, a las tendencias generales de la sociedad en que viven. Así se explica que el escritor que en nuestro siglo XV llevó a cabo una de las creaciones más características del sentimiento individual de la personalidad, Fernán Pérez de Guzmán -y con las palabras anteriores aludimos a sus admirables biografías-, sea también uno de los que, con más ahínco, sostuvieron la opinión a que venimos refiriéndonos, opinión, según él, más consistente y más certera que la de signo contrario:


que do la virtud se muda
non remane gentileza.



Pérez de Guzmán protesta contra aquel determinismo social que antes señalamos, negándose a aceptar esa que viene a ser como herencia recibida de la primera y vigorosa sociedad estamental: él asegura haber visto hijos de rústicos, que, por la compañía de buenos, se han hecho sutiles y discretos, e hijos de grandes que han resultado torpes y viles por andar con otros de esta condición149. Si en el mundo social del siglo XV y del XVI se piensa oficialmente, en virtud de las creencias de tipo conservador -creencias que la clase dominante tratará de mantener-, que «es anexo al ser rico el ser honrado», como, en coincidencia con otros datos que más atrás recogimos, leemos en el Quijote150,   —118→   es lo cierto que, en aguda tensión con este estamentalismo conservador, irrumpe en ciertos sectores esa otra conciencia individualista que inspira un proceso de interiorización de la virtud. Lo acabamos de ver en una serie de escritores que postulan el principio del valor personal como única base del mérito y del honor. Lo podríamos repetir sirviéndonos de otros muchos escritores, por ejemplo, de López de Villalobos, para quien sólo la interna condición del hombre virtuoso debe contar y no las cosas que se tienen de fuera151. Y si Hernando del Pulgar nos pone en sus obras muy claramente de relieve el mismo ethos, no olvidemos que en sus páginas se halla la más hermosa fórmula tal vez en que la expresión de ese sentimiento fue acuñada, siéndole atribuida en ellas al ejemplar caballero Gómez Manrique: «Dios fizo homes e no fizo linages»152. También en Gil Vicente, Don Duardos, disfrazado de labrador y queriendo hacerse amar por sí mismo y no por su posición social, proclama, contra toda reserva estamental, la consabida doctrina de liberación de la persona:


... que el estado
no es bienaventurado,
que el precio está en la persona153.



Lo extraordinario de Rojas es que ese pensamiento que se había mantenido en las esferas de la aristocracia y de los grupos distinguidos por la cultura, lo ponga en boca de una ramera. Con ello se nos muestra la sociedad que él nos revela, traspasada de ese nuevo e inquietante sentimiento. Producido en la clase alta, lo vemos proyectarse en los   —119→   estratos más bajos, con lo que cobra -y así aparece en labios de Areúsa- una particular virulencia. Convertido en lugar común y apropiado por la clase baja, esta le imprime un movimiento de reversión. Si el poeta o el caballero lo utilizaron para afirmar orgullosamente que ellos podían ser tanto como el que más, la ramera y el rufián lo disparan rencorosamente para negar que los otros sean más que ellos. Y, en efecto, el conocimiento que poseen acerca de los apetitos, los desórdenes, las flaquezas, en una palabra, la falta de moral, en los señores cuyo trato practican y sufren, les hacen proclamar esa estimación igualadora.

Lo cierto es que de ese sentimiento, aparentemente negativo, surgió en las sociedades europeas un resultado que en la Historia se inscribe con un innegable signo positivo: la libertad moderna. La presencia de esta idea de libertad en La Celestina es clara y repetida y el papel que se le atribuye en el drama tiene verdadero relieve.

Los personajes celestinescos de los estratos inferiores quieren vivir, gozar, enriquecerse por su cuenta y para sí mismos. Su egoísmo es la energía que mueve su voluntad individualista154. Por eso detestan la servidumbre en que están, bajo unos señores cuya instalación en un «status» privilegiado no tiene, ante sus ojos, fundamento objetivo. Ello les empuja a querer librarse de su servicio, -no como   —120→   clase social, claro está, pero sí, por lo menos, personalmente. Y a ese gesto, a primera vista negativo, de librarse de ajena dominación, se le llama libertad. El arranque, en nuestra literatura, de este nuevo sentimiento se encuentra, como en tantos otros casos, en el Libro de Buen Amor. En él nos dice el Arcipreste: «Libertad e soltura non es por oro comprada» (v. 206-a). Sólo que el risueño arcipreste, si gustaba de verse libre de dominio ajeno, si anhelaba gozar de «soltura», no había llegado a experimentar tan conscientemente el peso de la opresión social, ni reaccionaba contra ella con tanta violencia de sentimientos.

Aunque de escasa eficacia externa, una inconfundible tendencia a la autonomía social y moral de la persona actúa en ciertos sectores de La Celestina. Brota del mayor dinamismo de la sociedad de la época, por debajo de la costra tradicional que la cubre y que la cubrirá aún duramente siglos, y sólo en función de ese más alto índice de movilidad social de su tiempo se comprenden los objetivos que orientan el comportamiento de tales personajes. Sempronio dice bien claramente: «quien a otro sirve no es libre» (pág. 166). Areúsa da a sus palabras más enconada expresión: «Y qué duro nombre y qué grave y soberbio es señora contino en la boca» (pág. 173). Lo que ella desea es librarse como sea de relación con quienes le impongan su insoportable dominación social, encontrarse «con yguales a quien puedan tratar tú por tú... y otras cosas de ygualdad semejantes» (página 173). Y por eso formula en estos bien significativos términos su ideal de vida: «he querido más bivir en mi pequeña casa, exenta y señora» (pág. 175). Exenta, esto es, libre de sumisión ajena, lo que equivale, según nos dice, a ser señora -tal es para ella el principal contenido del grupo privilegiado-, y todo ello, en el ámbito de la propia casa, en un reducto de intimidad, acorde con lo que el nuevo espíritu   —121→   individualista y burgués apetecía, sólo que aquí esa creación social tan importante de la rica burguesía aparece difundida ya en estratos muy alejados de ella, respondiendo a la interna fuerza de expansión que llevaba consigo. Ese sentimiento de libertad como privación de la vida, simbolizado en la apetencia por la propia casa -considerando a esta como ámbito de exención de todo dominio extraño- se había iniciado en los estratos elevados para propagarse a otros intermedios, de hidalgos, ciudadanos y ricos de nivel medio. A un personaje de estos grupos lo elogia Antonio de Guevara escribiéndole que «como hombre cuerdo, me parece, señor, que habeis acordado de estaros en vuestra casa, visitar vuestra tierra, gozar de vuestra hacienda, entender en vuestra vida y en el descargo de vuestra conciencia»155. Pero este sentimiento que en Guevara se muestra con tan inconfundible tinte aristocrático, en su misma época ha empezado a difundirse en ambientes y grupos más bajos de la estratificación social, los cuales eran ganados por el afán de libertad o independencia, a impulsos de su recién despierto sentimiento de la vida individual. Es así como el autor de El Crotalón dirá, dirigiéndose a un zapatero, que lo necesario y lo conveniente para la vida, mejor que en los palacios de los señores a quienes se sirve, «se hallará en vuestras chozas y propias casas, aunque pobres de tesoros, pero ricas por libertad»156. Casa y libertad y existencia personalizada, van juntas: la primera es ámbito en que crecen y se desarrollan las otras.

El gusto por la casa, por la vida íntima, por el autónomo ámbito de cada uno, que la pintura flamenca reflejaba, se inició en las ciudades castellanas del siglo XV y del XVI y   —122→   hubiera granado socialmente con mucha más fuerza si las alteraciones que en la vida española produjera la aventura singular de nuestros siglos XVI y XVII, no desviaran la evolución de nuestra sociedad.

De todas formas, el fenómeno es conocido y estimado, todavía mucho más tarde y ya bajo una nueva y rígida etapa señorial, entre nosotros. Lope, en El Duque de Viseo, exalta ese mundo de la vida privada y libre:


¡Dichoso el que vive y muere
en su casa! Que en su casa
hasta los pobres son reyes.



Zabaleta nos dice que «la casa bien dispuesta y bien alhajada es una de las prendas más dignas de estimación que le debemos a la fortuna». Dentro de ella se alcanzan comodidades del cuerpo, pero sobre todo, un retiro de intimidad que permite descansar de la brega exterior: «la soledad apacible de la buena habitación desenfada»157. Se comprende que, para cuantos pretendían dejar a salvo una zona de exención, de libertad individual, la casa fuera considerada, al modo que lo hacen ciertos personajes celestinescos, como el reducto cuya posesión había que alcanzar y defender.

Fijémonos en que tal es el paradigma de vida personal que Celestina presenta a los ojos de Pármeno para despertarlo de su letargo tradicional, de la inmóvil sumisión estamental que presenta en los primeros momentos y para, en cambio, avivar en él la fuerza del individualismo: por eso le pide que aprenda «a bivir por ti, a no andar por casas ajenas; lo qual siempre andarás mientras no supieres approvechar de tu servicio» (pág. 132).

No servir es lo que anhela por encima de todo Areúsa; no servir es lo que busca lograr un día Sempronio; no servir   —123→   es lo que Celestina recomienda como meta a Pármeno. No soportar servidumbre es lo que pretendían, ya con su acción armada, los grupos más exaltados de los comuneros158. Contra los que prefieren servir a trabajar por cuenta propia, clama indignadamente, aun reconociendo que lo segundo pueda ser más duro, el autor de El Crotalón: «dices que por huir de la pobreza ternías por bien trocar tu libertad y nobleza de señor, en que agora estás, por la servidumbre y captiverio a que se someten los que viven de salario y merced de algún rico señor. Yo condeno este tu deseo y precisamente por el más errado y miserable que en el mundo hay... Ansí aborrezco acordarme de aquel tiempo que como siervo subjeté a señor mi libertad, que se me espeluzan los cabellos y me tiemblan los miembros»159. También aquí, en las palabras de El Crotalón, este sentimiento se proyecta sobre un individuo de bajo estado: se trata de la libertad de que goza un zapatero que trabaja en su casa y que no tiene que soportar a señor. Es el mismo esquema a que responden las ilusiones de los criados celestinescos.

A fines del XVI, López Pinciano pondrá como condición de una vida media, feliz, junto a la honesta suficiencia para mantener a la familia, la de verse «sin aver de servir a otro»160.

Muchos años después, pero dentro todavía de un mismo ámbito de «modernidad», Gracián, en El Criticón, dirá: «la libertad, gran cosa aquello de no depender de voluntades ajenas»161. Y Juan de Zabaleta parece recoger todo este fondo   —124→   de voluntad de autonomía, en frases realmente interesantes para caracterizar tal actitud. «Los criados, nos dice, no se diferencian de los esclavos más que en una cosa y es que el criado, para dejar a su amo, se va y el esclavo huye». Esas palabras parecen como una invitación a llegar, por parte de todo aquel que sirve a otro, a ese momento final que expresan, esto es, a escapar, como manera de demostrarse a sí mismo cada uno la diferencia entre uno y otro de aquellos dos estados y comprobar que no se ha caído en esclavitud. Fuera de ese momento extremo, todo es igual: «los ejercicios de un criado y de un esclavo se llaman de una menara: servir». Y esa es la humillación máxima: el que no es criado de otro puede, llegado el caso, estimarse su igual, «por mucho que los diferencien los hados»; mientras que «solamente en los que sirven caben los abatimientos de brutos». Vivir a costa de otro, sirviendo a otro, quita la libertad162.

El sentido real de estos textos viene corroborado por el P. Jerónimo Gracián, al pronunciar frenéticamente una condenación de tal fenómeno, que él estima contemplar en su tiempo: «Antes de ir adelante, nos dice, declaremos qué sea libertad de donde se dicen libertinos. Es la libertad de tres maneras: la primera, librarse y salir de la sujeción y obedientia de sus superiores, así eclesiásticos como seglares. La segunda, salir de la observancia de la ley y romper el yugo divino, diciendo: no serviré. La tercera, seguir su propio espíritu interior...»163. Es fácil advertir el estrecho parentesco entre esta actitud que el furibundo carmelita denunciaba en su tiempo, tanto en el terreno religioso como   —125→   en el social -y este es el que nos interesa- con los sentimientos que expresan los personajes de La Celestina.

Libertad no es, al modo estoico, un tranquilo estado interior de la persona, exento de pasiones, conseguible con independencia de medios externos. Libertad tampoco es, en términos de docta tradición ciceroniana, asumir voluntariamente una igual sujeción a las leyes. Libertad es no servir, lo que equivale a sostener que es, dicho con palabras que ya hemos citado de Celestina, «vivir por sí» -lo que la mentalidad de la época materializa en el sentido de vivir en la propia casa-. Mas como esto no se puede conseguir sin convenientes medios económicos y asegurándose una determinada posición social, cuya única base está en la posesión de esos bienes -ya que todo lo demás es igual y común a la persona humana-, lo que hay que hacer es practicar un adecuado egoísmo. Vivir por sí -diríamos, juntando a ésta otra expresión celestinesca- no es «sino bivir a su ley» (pág. 53). Celestina enuncia supremamente en estas palabras el principio de una sociedad individualista integrada por mónadas separadas radicalmente unas de otras, movidas por la fuerza del egoísmo, orientadas a su propio interés.



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ArribaAbajo- VII -

La idea de fortuna y la visión mecánica del mundo. El papel de la magia


Esa acción práctica y eficaz que los personajes de La Celestina pretenden desenvolver en sus relaciones con los demás hombres y con las cosas, para ser llevada a cabo con una mínima confianza en la misma, esto es, con suficiente seguridad en sus resultados por parte del agente, necesita contar con una básica estructura encadenada de la sociedad y del mundo. Por lo menos, necesita creer en ella. Sólo así se puede descontar que ciertas causas producirán determinados efectos, supuesto necesario de toda acción pragmática, tecnificada. Hace falta que el agente piense que, para lograr el fin que busca, puede manejar las causas cuya acción tiene que desatar, contando con que tras ellas vendrá el efecto perseguido. Un esquema de actuación práctica de esta naturaleza supone, pues, en el sujeto de la misma, la sólida creencia en esa fundamental articulación encadenada de causas y efectos, como algo que rige necesariamente en su campo de acción, es decir, en el campo de las cosas humanas y naturales.

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Ha visto muy bien E. R. Berndt que la preocupación por el encadenamiento del acontecer humano y, añadamos nosotros, natural, es constante y característica en el comportamiento de los personajes de La Celestina164. Desde esa posición, el problema para ellos está, ciertamente, en cómo acertar a insertar la voluntad del agente que quiere conseguir un resultado determinado en el juego de causas y efectos que rigen los hechos sociales y naturales.

Desde la fase de plenitud del hombre clásico se ha querido desentrañar la íntima relación de causalidad que mueve el acontecer histórico. En la posibilidad de llegar a desvelar ese interno nexo creía Tucídides, y por eso se puso a escribir su Historia. Pero, algunas generaciones después, esa creencia no era tan firme, y para nombrar de algún modo a aquellos saltos a los que, en el sucederse de los hechos humanos, no se les encontraba explicación casual, se formuló el concepto de fortuna. En Polibio, fortuna es «el eslabón extraviado de una cadena de causación». El cristianismo, apelando al orden divino providencial, restablecerá la continuidad. Para San Agustín, ese eslabón que aparentemente falta, ocasionando un salto en la cadena de las causas, está en su puesto, aunque no acertemos a verlo: «lo que llamamos fortuito no es más que aquello cuya razón y causa se ocultan a nuestra vista». Ciertos hechos nos son imprevisibles y como fuera de serie; pero no por eso podemos dar por sentada «la interferencia de una fuerza cósmica, arbitraria y errática». Ese aparente azar, «en realidad, como manifestación de la divina providencia, constituye una parte esencial de la necesidad de las cosas»165. No vamos a trazar   —128→   la historia del concepto de fortuna, pero sí necesitamos tener presente el drama que vive el hombre a través de los cambios en ese concepto, para acabar de entender el modo de comportarse los personajes celestinescos.

«Necessitas rerum!». También el hombre medieval creía en una ordenación del mundo, la cual permitía saber de antemano el efecto de determinadas acciones. Sólo que era la suya la creencia en un orden racional-finalista: cada cosa se encamina a su fin, en la esfera moral y natural. Ese fin no es otro que el que la razón sapiencial conoce y enuncia, un fin inserto en el orden creado por Dios, en el cual cada cosa tiende a lo que le señala su naturaleza. Se trata, en consecuencia, de una última ordenación metafísica que está por debajo de toda apariencia externa, en la que la sabiduría penetra.

Pero, en la baja Edad Media, la creencia en ese orden objetivo y trascendente empieza a resquebrajarse. Con Duns Scoto, la ley natural que rige los seres deja de ser función de ese orden universal-racional y de las sanciones que acompañan su incumplimiento166. Fijándonos en las cosas humanas, no van estas encaminadas a un orden objetivo y fijo, basado en su justicia y razón. No se producen y mueven según una norma racional y buena por sí misma. Y ante la ruptura de aquella creencia, los hombres de profunda religiosidad, como ese piadoso franciscano Duns Scoto, en el estado de crisis que empieza a manifestarse, se esforzarán por anclar la noción de un nuevo orden del universo, no ya en la razón metafísica, si no en la pura voluntad de Dios: existe un orden, y este es bueno no por sí, objetivamente, sino porque Dios lo quiere así y es su libre decreto el que garantiza que unos efectos sigan a unas causas, de la misma   —129→   manera que hubiera podido disponer ese orden de otra manera y aun puede cambiarlo en cualquier momento. No es un fin ínsito en la naturaleza de las cosas y al mismo tiempo trascendente, lo que las mueve, sino la libre determinación de la voluntad divina.

Pero, para hombres de religiosidad tal vez más laxa, se produce la consecuencia de que el mundo aparezca como un desconcierto, en el que los hechos surgen y desaparecen unos tras otros, sin lazo ni sentido. A esa destacada y desordenada sucesión, sin finalidad racional, de los acaecimientos humanos y naturales, se la llama, cada vez con más generalizado uso del término, fortuna. Sin duda llegará más tarde un momento en que los nuevos hombres de ciencia, habiendo aprendido un método para medir matemáticamente las relaciones entre los hechos que se contemplan sucesivamente, descubran que hay un nexo entre ellos que hasta la gran ciencia moderna no se había descubierto, formulable en unas leyes que son enunciados matemáticos. Y se comprenderá entonces, por ejemplo, que el péndulo no se mueve para marcar el paso de las horas y señalar al hombre que una de ellas le ha de matar, sino que se mueve por unas leyes físicas que Galileo reducirá a una combinación de guarismos. Pero ese momento queda todavía un tanto alejado de la época que consideramos y hasta fines del siglo XVI no empezará a constituirse este tipo de pensamiento. A través del drama humano que representa, en la crisis de la modernidad, la idea de fortuna, en el fondo lo que se vive es el esfuerzo humano por descubrir un nuevo sistema de conexión de los hechos que se producen en el universo, esto es, un esfuerzo por encontrar respuesta a la inquietante pregunta de cómo y por qué razones unos hechos se suceden a otros. Tal es el drama de las mentes, llenas de confusión, que en La Celestina contemplan el sucederse de los   —130→   acontecimientos y se preocupan, como llevamos visto, acerca del posible encadenamiento entre ellos.

¿Es esa sucesión, que hace depender unos hechos de otros, no otra cosa que puro azar, es decir, arbitrariedad de un universo sin gobierno fijo o, lo que es lo mismo, caprichosa manera de proceder de la fortuna? ¿O, por el contrario, hay un curso determinado y fijo que, debajo del aparente desconcierto que creemos contemplar, nos garantiza que, de algún modo, a unos hechos determinados han de seguir otros fijos y no cualesquiera? Parece que una creencia de este último género es necesaria para que el hombre, en su conducta, se esfuerce por articular su acción personal con la marcha del mundo, guiándola racionalmente, engranándola con esa cadena predeterminada del acontecer.

Todo comportamiento según un arte -en el sentido originario de la palabra-, o lo que es equivalente, según una técnica, parece reclamar una creencia básica del tipo de la que hemos enunciado en último lugar. ¿Cómo esforzarnos por conducirnos de una manera, dada, y aprender a hacerlo así, si no estamos seguros de que al hacerlo podemos con seguridad dar por descontado que ciertos efectos se van a producir y que no nos vamos a encontrar con una imprevisible y azarosa pululación de consecuencias, con las cuales la fortuna a cada paso nos sorprenda? ¿Cómo, después de siglos de mentalidad escolástica, el hombre puede seguir deseando ser bueno, si ve que al final caen sobre el que así se comporta las más tristes consecuencias, mientras el malo se ve correspondido con toda suerte de bienes? Éste fue un serio problema que en el final de la Antigüedad romana y en el Renacimiento tuvieron que plantearse teólogos y moralistas. Vamos a ver cómo se desenvuelve este pensamiento sobre el orden natural y moral en el estado crítico de los personajes de La Celestina.

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Pleberio, en la estupenda pieza literaria de su lamentación, testimonio bien característico de la tribulación de una mente ante la experiencia vivida del desorden del mundo, empieza por confesarnos que él creía en una ordenación racional-finalista de ese mundo: «que eras y eran tus hechos regidos por alguna orden» -un orden providente de fines (página 296). Pero como su voluntad individual no puede aceptar que el drama de su querida hija responda a una finalidad objetiva y justa en el orden de los seres, acaba planteándose desesperadamente la cuestión de si no habrá en el universo más que un loco arbitrario sucederse de los acontecimientos, en caprichoso sin-sentido imputable a la Fortuna: «Agora... me pareces un laberinto» -no hay hilo racional por donde sacar el revuelto y caótico ovillo que la Fortuna enreda.

No dejemos de tener en cuenta que la idea de fortuna es una de las más características del hombre moderno, en la primera fase de su historia: nos testimonia la vivencia del suelo movedizo en que ese hombre siente estar apoyado, hasta que más adelante logre su plena instalación en un mundo que llegará a convertirse a sus ojos en pura realidad física -situación que no se generaliza hasta el siglo XVIII-. Por eso no hay tema más difundido en los siglos XV a XVII que ese de la fortuna, ni que más se discuta ni que más se utilice, incluso por aquellos que, conservándose fieles a una visión religiosa tradicional del universo, al ocuparse de los hechos que contemplan, no pueden dejar de apelar a esa noción de arbitrariedad que la fortuna lleva consigo. El autor de la Comedia Thebayda la niega expresamente: «aunque la común gentilidad atribuya alguna fuerza y poder a la que llaman fortuna, afirmando las cosas del orbe mundano gobernarse mediante su providencia», lo cierto es que ni Sócrates, ni Platón, ni los verdaderamente sabios reconocen   —132→   más que el poder divino de la causa primera167; y, sin embargo, más de una vez tiene que recurrir el autor a la misma idea de ese extraño y tornadizo poder. Más tarde, ya en el XVII, Juan de Zabaleta, como tantos otros, sostiene que «no hay más fortuna que Dios. Su providencia es lo que llamamos fortuna». Sólo el «cuidado de Dios» gobierna las cosas168, a pesar de lo cual no puede dejar de remitirse al concepto de aquella en más de un caso. Son cientos los ejemplos que podrían aducirse169.

En la presentación del tema de la fortuna pueden observarse dos tendencias que se corresponden, aunque no de un modo riguroso, a dos fases cronológicas. Durante la primera se pone de manifiesto el único aspecto de fuerza incontrolable, ciega, caprichosa, que aquella ofrece. Esto se ve en los escritores del XV, es la imagen que predomina en los poetas del Cancionero y, si tomamos el conocido ejemplo de Juan de Mena, tendremos caracterizada la fortuna por las notas de mudanza, discrepancia, inconstancia, destemplanza, desorden, enormidad. El título de Laberinto alude al espectáculo del mundo visto bajo esta idea, término del que hemos visto que Rojas se sirve también por boca de Pleberio en el pasaje de su lamentación que párrafos atrás hemos citado. En La Celestina hay más de una docena de referencias al tema de la fortuna que en su mayor parte proceden, como está definitivamente aclarado por los trabajos de Castro Guisasola, Gilman, Lida de Malkiel, Berndt, etc., del bien conocido tratado de Petrarca, De remidiis utriusque fortunae difundido ampliamente en nuestro siglo XV y traducido más tarde.

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Esa fortuna vista sobre un fondo estoico, está puesta «ad agonem». Lucha contra los hombres, los ensalza, los abate, los apremia, los castiga. «¡Oh, fortuna, quanto y por quantas partes me has combatido!», exclama Calixto (página 233). Es con ellos próspera o adversa, y, en cualquier caso, cruel en sus modos, aunque en definitiva pueda obrar como conveniente acicate, ya que levanta el ánimo, cuyo esfuerzo puede vencerla (págs. 81 y 233). En general, esto es posible porque la fortuna no obra más que sobre cosas exteriores, por ejemplo sobre los bienes materiales. Es esta esfera la que le está particularmente sometida (pág. 32). «¡Oh fortuna variable, ministra y mayordomo de los temporales bienes!» (pág. 295). Pero ese poder es suficiente para que pueda afectar a algo tan ligado a la persona como es su estado. La fortuna nos trae a uno u otro estado (pág. 177). Y la conciencia de la época -y con ella la de los personajes de La Celestina- se queja de la inestabilidad que en ese plano ocasiona. «La fortuna es mudable» (pág. 291), como ya antes hemos visto también reconocido. Y dos personajes tan diferentes como Areúsa y Pleberio se lamentan de esas sus rápidas mutuaciones (pág. 250). En eso estriba su carácter principal: «Ley es de fortuna que ninguna cosa en un ser mucho tiempo permanece: su orden es mudanzas» (página 175). Es la común estimación del tema a fines del XV: «La fortuna que nunca para», dice el cronista Andrés Bernáldez170. Esta visión está condicionada por un doble espectáculo: primero, de una sociedad movible, dotada de un índice de dinamismo muy superior al de otras épocas, como acontece en la sociedad del siglo XV; y segundo, de una naturaleza en la cual la mente humana ha aprendido a observar   —134→   su variedad y transformación. Con ello, la renovación del tema de la fortuna se nos revela como fenómeno dependiente también de las condiciones histórico-sociales de una nueva época.

Podemos observar en todo ello la eliminación de cualquiera referencia racional-finalista. La fortuna no es un movimiento hacia un fin inserto en una trascendente y metafísica ordenación. Es, sí, un movimiento, cuya velocidad se reconoce en grado cada vez mayor, que se desenvuelve en el acontecer humano y natural y cuyo orden puede estar, precisamente, en esa pura movilidad suya. Y esta es la otra línea de pensamiento que se va precisando poco a poco. La fortuna no es puro azar. Su orden es mudanza. El movimiento del mundo cabe sospechar que sea un orden dinámico, que pueda estar determinado, aunque no vaya orientado a un fin, como también sucede, por ejemplo, con el movimiento de una máquina, movimiento que no se realiza, de suyo, para fabricar un objeto -aunque a ello lo aplique el hombre-, sino porque el sistema de las fuerzas que en la máquina operan lo determina ciegamente de esa manera.

Son frecuentes, desde fines del XV, las imágenes de tipo mecanicista para dar cuenta del movimiento del mundo: Este es como una noria, dirá Pleberio (pág. 175). Unos años antes de La Celestina, Juan de Lucena se servirá de la imagen del reloj: «el mundo, por çierto artifiçio como el relogio, sin más tocarlo, se rota»171. Y recordemos que, según Dilthey, la imagen del universo como un reloj es reveladora del pensamiento naturalista y mecanicista que se va desarrollando e imponiendo en las mentes del Renacimiento172. Es curioso advertir que Calixto, hallándose obligado, en su impaciencia   —135→   amorosa, a sujetarse a la marcha regulada del reloj, viendo en este la imagen del mecanismo del cosmos, medita: «no aprenden los cursos naturales a gobernarse sin orden, que a todos es un igual curso, a todos un mesmo espacio para muerte y vida, un limitado término de los secretos movimientos del alto firmamento celestial, de los planetas y norte y de los crecimientos y mengua de la menstrua luna» (pág. 244). «Todo se rige, añade, por un curso igual». Estamos, pues, ante un orden, que no se orienta a fines racionales por sí mismo, pero que se produce según un movimiento que a la mente corresponderá escrutar. Aquella recomendación para el comportamiento humano con que antes nos encontramos, tan típica de la mentalidad de los personajes de La Celestina -hay «que conoscer el tiempo e usar el hombre de la oportunidad»- responde a esa idea: hay que conocer, no la finalidad que una razón moral pudiera querer descubrir, sino el movimiento con que se suceden las ocasiones para poder así el hombre, técnicamente, oportunamente, insertar su acción en el juego de las mismas. Unos años después de la Tragicomedia de Rojas escribiría Maquiavelo que si la mitad de los hechos dependen de la arbitrariedad de la fortuna, la otra mitad responden a una intervención nuestra dirigida y calculada173. Era una manera de reconocer la posibilidad de articular la voluntad del hombre, contando con una cierta estructura ordenada del acontecer, en la aparente sucesión fortuita de los acontecimientos. Y no era otro el problema con el que radicalmente se enfrentaron los componentes del mundo social de La Celestina, cada uno desde su puesto.

En un estadio inicialmente moderno y protocientífico como es el de las mentes del siglo XV se acude a la idea de   —136→   fortuna para ir introduciendo en ella una nueva concepción del encadenamiento de los hechos, en tal medida que, si esa su ordenación no parece responder a un evidente nexo racional y moral, se pueda, no obstante, reconocer una concatenación entre ellos. Siguiendo su inspiración en la fuente senequista, grata al primer Humanismo, la renovación del tema de la fortuna lo hace aparecer como una idea mundanizada, relativamente mecanizada, autónoma, proyectada sobre el puro mundo natural de los hombres y las cosas, para explicar, mediante ella, el curso de los hechos, curso que tiene que estar motivado, aunque resulte difícilmente descifrable. Es el plano en que planteará el problema Maquiavelo174, cuyas obras, posteriores en muy pocos años a La Celestina, dan un papel tan decisivo en la construcción del mundo sublunar a esa fuerza, con la que tan sólo con sabia, con hábil técnica de comportamiento, podemos habérnoslas. Meinecke ha expuesto en los siguientes términos el problema de la razón maquiavélica: en una naturaleza desdivinizada, el hombre tiene que obrar por sí mismo, sirviéndose de las fuerzas que la naturaleza le presta para dominar las potencias ciegas del mismo mundo natural, que constituyen el dominio de la fortuna, y es necesario proceder con máxima inteligencia, con preciso espíritu de cálculo, porque cada golpe contra las fuerzas de la fortuna requiere un método racionalizado, una técnica adecuada175.

Sólo una concepción así explica el sentido del drama que viven los personajes de La Celestina. Sin inmediata ni necesaria relación con sus pecados, en el caso especialmente de Calixto, se produce el puro hecho de su muerte176. Esto ha   —137→   sido difícil de entender para algunos que, aun en nuestros días, se diría que parecen no reconocer válidas más que unas formas de pensamiento finalista. La muerte de Calixto se produce por causas meramente físicas que, sin duda, a primera vista, presentan un carácter fortuito, sin que se exprese en ellas la directa intervención de una Providencia que castigue ni la necesaria referencia a un fin que haya de cumplirse inexorablemente en el orden universal. Un planteamiento de este tipo en Rojas es posible tan sólo en virtud de la creencia moderna que da mayor relieve y autonomía a las causas segundas o naturales. Dios ha ordenado el mundo al crearlo, al modo como la marcha regular del reloj supone al relojero. Mas, una vez ordenado así, no hace falta una singular y directa intervención que trascienda del mundo natural, sino que la conservación del orden -en este caso, del orden moral que parece violado- se mantiene por la acción de las causas segundas. No hay una relación sustancial entre delito y castigo, pero sí una conexión fenoménica externa y visible. Estamos ante un anuncio, aunque un lejano anuncio nada más, algo así como una predisposición mental, de la idea de causalidad que alcanzará vigencia en el mundo moderno, a través de la crítica de David Hume.

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Ciertamente, sería impropio considerar que esas relaciones que ponen en conexión unos hechos con otros y garantizan la creencia en un curso ordenado de los mismos eran para Rojas o para cualquier escritor de fines del XV relaciones de tipo legal, formulables matemáticamente. Antes de llegar a tal solución, que no se encontrará hasta aproximadamente la época de Galileo, la mente renacentista pasa por una fase previa en la que, lejos de pensar en relaciones numéricas, cree más bien que la naturaleza es como una región de fuerzas ocultas, de cualidades secretas. Considera que unas extrañas fuerzas llevan su juego entre sí y que, para conseguir con ellas un resultado apetecido por una voluntad humana, que se salga del curso común y ordinario, hay que aprender a manejar aquellas fuerzas y poder obligarlas a cambiar su juego. Esa intervención no consiste en algo así como en descubrir un teorema para poder actuar sobre sus datos, sino en aprender fórmulas y combinaciones que mágicamente actúen sobre esas fuerzas elementales y hondas de la naturaleza y tengan poder para alterar su curso. Nos encontramos, como decía todavía del siglo XVI y en relación a la mentalidad rabelaisiana L. Febvre, ante «un mundo poblado de potencias invisibles, de fuerzas, de espíritus, de influencias, que nos rodean de todas partes, nos asaltan y regulan nuestra suerte»177. Lo que no tenía razón Febvre era en sostener que se estaba ante una concepción del mundo que por definición escapaba a toda idea de experiencia. La Historia de la ciencia nos ha hecho comprender hoy que no hay una noción única y absoluta de la experiencia y que, consiguientemente, no hay por qué reducir esta a la forma específica que asumió en la etapa positivista del pensamiento científico178. A su manera, el siglo XV y   —139→   el XVI se las entienden empíricamente- así se cree en la época- con ese fondo invisible de las fuerzas ocultas del mundo. A través de ciertos hechos externos, la mentalidad de los primeros siglos modernos considera que se le revela ese fondo secreto, que éste se le convierte en objeto de experiencia, y está segura de poder actuar sobre aquellos hechos, por medio de otros objetos sensibles, como hace el químico en el laboratorio. Tal es el sentido de la magia.

Se comprenderá fácilmente, desde los supuestos que acabamos de exponer, toda la importancia que el tema de la magia presenta en el mundo social de La Celestina. La creencia en la hechicería es consecuencia de una concepción de la naturaleza vista como un mundo de fuerzas invisibles, pero definidas, que tiene su articulación propia, en el interior de la cual la hechicera puede operar, sabiendo, como ella sabe, lo que hay que hacer para cambiar su movimiento. Esa visión de la naturaleza es perfectamente compatible y aun depende estrechamente del espíritu de dominio del mundo natural que inspira al hombre renacentista. Y en tal sentido la magia es un arte que se estima a sí mismo sabiamente adquirido para combinar fuerzas naturales con vistas a la obtención de ciertos resultados previstos. Se da en ella un afán cuasi científico de manipular esos elementos naturales para dominarlos y encauzarlos a un objetivo determinado.

Cassirer ha presentado la magia renacentista como una primera y confusa etapa de la ciencia moderna, que no por eso deja de ser una etapa con signo positivo en la evolución de la ciencia. La Apología de Pico de la Mirandola, que hace de la magia el saber verdadero y total de la naturaleza, representa muy bien el sentido de la época, la nueva concepción que la magia significa. «Lo que señala y establece la dirección y meta de la actividad mágica no es, por cierto, la   —140→   intervención violenta de potencias demoníacas, sino la observación del curso del acontecer mismo y de la regla que implica ese acontecer»179.

Hay toda una amplia y repetida discusión, desde el siglo XV al XVII, sobre magia verdadera y falsa, sobre falsas o verdaderas alquimia y astrología. Alienta, en el fondo de la cuestión, el anhelo del hombre renacentista por encontrar el camino que le lleve a un conocimiento empírico de la naturaleza para dominarla. De la necesidad de «experimentos» habla Celestina en frase que ya citamos. Libro degli experimenti se llama una de las más famosas compilaciones de prácticas mágicas. La magia puede abrir al hombre el imperio sobre la naturaleza: potencia dominadora sobre las fuerzas de esta y potencia reformadora de los hombres por medio de su saber, convergen en el desarrollo de la magia, ha escrito E. Garin180. He aquí cómo Giordano Bruno define el mago: «magus significat hominem sapientem cum virtute agendi». A través de su conocimiento de hechos y propiedades naturales, la magia llamada entonces verdadera le entrega al hombre, siguiendo un camino que la mente de la época considera perfectamente experimental, la posibilidad de arrancar a la naturaleza la producción de ciertos fenómenos, fuera del curso ordinario y según la voluntad humana los desea. Para ello basta sólo con que esa voluntad empiece por plegarse a las exigencias que para tales resultados reclama la naturaleza misma. Y esa manera de magia, dirá Antonio de Torquemada, «es natural y se puede obrar con cosas que naturalmente tienen virtud y propiedad de   —141→   hacer y obrar aquello que se pretende, así por virtud de hierbas y plantas como por constelaciones e influencias celestiales»181.

Creo, en consecuencia, que la presencia del elemento mágico en La Celestina responde a algo más que a razones literarias y ornamentales, contra lo que todavía recientemente se ha dicho. La magia es la gran ciencia en el primer Renacimiento y va ligada, como muy claramente puede explicarse, a los supuestos últimos del mismo. El Arcipreste de Talavera señalaba en su tiempo, como un fenómeno social nuevo, el de la difusión mayor que cada día alcanzaban ciertas prácticas de hechicería182. La figura de la hechicera celestinesca, cuyos rasgos coinciden con los de una persona real que Talavera nos dice haber conocido en Barcelona, es frecuente en nuestros siglos XV y XVI y es en ellos típico producto renacentista, de procedencia clásica e italiana, según los datos recogidos por Caro Baroja183.

De acuerdo con este tipo, Celestina es maga o hechicera, a la manera de la ulterior definición que nos darán las palabras antes citadas de Giordano Bruno; pero no es bruja.

Hay que distinguir entre la Brujería, como un culto demoníaco, de carácter colectivo y sobrenatural, y la Hechicería, consistente generalmente en la manipulación de una serie de cosas que se supone ejercen una acción sobre las fuerzas ocultas que se hallan en la Naturaleza. Observemos que cuando el Arcipreste de Talavera habla de los males de las hechiceras -que, a la vez, son alcahuetas- no se refiere a pactos infernales y ritos diabólicos, sino a los males positivos que producen en el mundo social y natural.

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Si las brujas responden a una creencia que se desarrolló en los países occidentales, durante la segunda parte de la Edad Media, la hechicera, que había tenido un origen «antiguo», adquirió gran auge durante el Renacimiento, quizá como una influencia clásica más. Muchos, en ese tiempo, se negaron a admitir la real existencia de brujas -de sus reuniones sabáticas, sus vuelos nocturnos, sus cópulas con el demonio, etc.-, pero nadie dejó de prestar aquiescencia al poder de los hechizos. No era éste producto de misteriosas iniciaciones satánicas, sino de un aprendido arte, algo así como de una técnica, según llevamos dicho, en el manejo de ciertos recursos, entre los cuales podía entrar el diablo como un agente subordinado. Es esto lo que en el Renacimiento se difunde, según fue ya estudiado por Buckhardt. «La hechicera italiana -escribió este, terminando su caracterización- ejerce un oficio, quiere ganar dinero, y es necesario que, ante todo, tenga sangre fría y espíritu reflexivo». Estas palabras parecen trazar la imagen de Celestina. Y a ellas ha referido Caro Baroja, efectivamente, el tipo celestinesco184.

Como esa hechicera italiana y con no menor sentido pragmático y calculado en lo que se refiere al fundamento y finalidad de su profesión, Celestina presenta su oficio como una ocupación técnica y económica, perfectamente definida: «¿Qué pensavas Sempronio? ¿Avíame de mantener del viento? ¿Heredé otra herencia? ¿Tengo otra casa o viña? ¿Conósceme otra hacienda más deste oficio de que como y bevo, de que visto y calço?» (pág. 72). Por este oficio, a Celestina se la llama hechicera, y vemos que, en efecto, practica la magia. Pármeno hace, en cierto pasaje, una enumeración de los medios de que aquella se vale (págs. 42-43). Son medios   —143→   naturales, a los que todos, en ese tiempo, atribuyen una positiva y real influencia, comprobada empíricamente, para lograr ciertos efectos sobre la naturaleza. El mismo diablo, al que para materializarlo o naturalizarlo más Celestina llama Plutón, entra como un elemento calculable en su juego (página 77). El proceder de Celestina no consiste en desplegar un conjunto de ritos de una monstruosa religión satánica, tal como, en cambio, consideraban la brujería alucinadas mentes inquisitoriales, sino que practica un arte al que pudiéramos llamar fisicoquímico, aunque realice sus operaciones empleando el catalizador de potencias infernales, con cuya acción sobre la tierra hay que contar naturalmente. Celestina no participa en aquelarres, ni se entrega a transportes histéricos, sino que trabaja como en laboratorio y emplea plantas y otros objetos que pueden tener propiedades reales, que se creía entonces que las poseían, y de los que un análisis ulterior positivo demostrará tal vez que no las tienen, pero que de alguna manera pueden provocar trastornos y aparentar efectos fuera de lo ordinario185. Caro Baroja recoge la experiencia que cuenta de sí mismo el doctor Laguna, el cual, ciertamente, no creía en brujas, pero no dejaba de reconocer que determinados efectos positivos se podían conseguir con los objetos empleados por las hechiceras. Laguna aplicó a una paciente el ungüento que guardaba una mujer acusada de tal y comprobó que tenía propiedades narcóticas, produciendo visiones extrañas.

Se comprende fácilmente, después de lo que llevamos dicho, el grado de secularización y mundanización que la visión de la naturaleza, implícita en la práctica renacentista   —144→   y celestinesca de la hechicería, representa. Ello coincide con las mismas características que hemos señalado en la vida moral y social de los personajes de la Tragicomedia de Rojas y confirma una vez más la admirable armazón interna de la obra, fiel imagen de una sociedad de cuyas transformaciones coetáneas deriva, en todas sus partes, el drama que Rojas quiso poner de manifiesto ante las conciencias de la época.



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ArribaAbajo- VIII -

Mundanización y secularización: el placer de la vida, la doctrina del amor, la experiencia de la muerte


Celestina dirige a Melibea estas palabras: «el vivir es dulce» (pag. 86). La frase coincide casi textualmente con otra de León Battista Alberti, en la que Chabod quería ver la expresión del nuevo espíritu del Renacimiento: «questa dolcezza del vivere»186. El puro y simple vivir, como un goce y un valor por sí mismo apetecible, está reconocido, en sus internas relaciones, por los personajes de La Celestina, como base de sus ideas sobre el mundo social. Melibea estima que es deseable la juventud «siquiera por bivir más» (pág. 88). Sempronio huelga de la vida, porque ella es de suyo un bien, ya que en ella se dan todos los placeres, por cuya razón hay que conservarla por encima de todo (pág. 25).

La incitación a los placeres de la vida, en forma y medida comparable tan sólo a ciertos documentos renacentistas, a cuya línea corresponde La Celestina, es en esta un recurso general: es lo que se propone a Melibea; a lo que aspira Calixto;   —146→   lo que dice poseer Sempronio; lo que se ofrece a Pármeno; lo que se pide a Areúsa -gozar de la mocedad, gozar y hacer gozar del frescor de la juventud (págs. 133, 141, etcétera)-. Los jóvenes, dice Celestina a Pármeno, deben gozar de «todo linaje de placer» (pág. 55). Placer mundanizado, ataviado, socialmente comunicado, porque en ello está el deleite -«que lo al mejor lo hazen los asnos en el prado» (pág. 57)-. Placer como fiesta, en que la vida se expande y se entra en grato comercio con los demás.

El principio de universalidad del amor y del placer es base de la «concepción del mundo» en que se apoya la acción de estos personajes. La «dulçura del soberano deleyte» les empuja (pág. 49). Si Elicia prefiere su placer «a quanto tesor ay en Venecia» (pág. 150), Melibea, entregada definitivamente al amor, exclama: «¿Quién es el que me ha de quitar mi gloria? ¿Quién apartarme de mis plazeres?... Déxemne gozar mi mocedad alegre, si quieren gozar su vejez cansada» (páginas, 257-8).

El cardenal Eneas Silvio, en su novela de amor Eurialo y Lucrecia enuncia el principio animador de esta sociedad: «la naturaleza allá es donde cada uno bive a su plazer»187. Y si para el fundamental aristotelismo de aquellas mentes, naturaleza es el fin de una cosa, quiere decirse que el fin es el placer. Efectivamente, esto es lo que reconoce otro famoso humanista, Lorenzo Valla, en su Tratado del placer: «No se goza para algún otro fin, sino que el goce es el fin último». Ello es algo que pertenece al orden natural: «esto obró la natura, dice Celestina, y la natura ordenóla Dios y Dios no hizo cosa mala» (pág. 100). Estas palabras son traducción casi literal de otras de San Jerónimo: «Bonus est   —147→   Deus, et omnia quae bonus fecit bona sint necesse est»188. No deja de ser interesante la utilización de este texto para un caso tan opuesto a aquel que lo motivó. Esta violenta oposición acentúa más la extremada entrega al goce de la vida por parte de los personajes celestinescos. Y el grado de secularización en que se encuentran.

Tal, es, en su base, aquel «déreglement des critères moraux» que pinta Rojas en La Celestina, según Bataillon189. Y tal es el espectáculo de locura que ofrece, según advertía, coetáneamente, Commines, esa tropa de ignorantes entregada al desorden moral que el placer trae consigo, «faute de sens et de foy», dos cosas estas -fe y sentido razonable- que en Calixto y en los personajes de La Celestina, sufren, efectivamente, un fuerte eclipse, arrastradas por un desmesurado hedonismo. Es tal el desarreglo de la época en este aspecto, que la tendencia a borrar u olvidar el carácter pecaminoso del placer -según la concepción tradicional- viene generalmente de una actitud de mundanización renacentista, pero puede darse también, a través de un retorcido camino, en estados de espiritualismo exacerbado y herético, como es el caso de ese movimiento de los bigardos a los que el Arcipreste de Talavera hace referencia190.

El amor como sentimiento humano tiene una historia social. Como todos los sentimientos, se presenta bajo modos que están condicionados por la situación histórica de la sociedad en que se dan. Hay, ciertamente, en La Celestina ecos de una concepción objetiva del amor, según la doctrina escolástica, entendiendo el amor como un orden natural en que cada ser busca su plenitud, su reposo en el puesto que   —148→   la naturaleza le tiene asignado. Cuando Sempronio encuentra natural que Calixto y Melibea, siendo nobles, se junten y amen por razón de su linaje (pág. 169), tenemos un ejemplo concreto de esa doctrina objetiva y finalista. Hay también en el texto de la obra reminiscencias verbales, aunque escasas, del amor cortés, utilizando la imagen de la sumisión feudal para definir la relación entre amante y amada. Es el caso del conocido pasaje en que Calixto confiesa, «Melibea es mi señora, Melibea es mi Dios, Melibea es mi vida: yo su cautivo, yo su siervo» (pág. 197). Algún otro pasaje insiste en conceptos análogos (pág. 127), aunque es claro que las líneas que acabamos de citar contienen mucho más, junto a una fórmula de amor cortés.

Pero durante los siglos de la baja Edad Media se está desarrollando una nueva doctrina del amor que viene del fondo místico del Pseudo-Dionisio y a la que Rousselot, que la ha estudiado, le ha dado el nombre, tomado de un pasaje de aquel, de doctrina del amor «extático». Esa nueva manera de sentir considera que el amor lanza al sujeto fuera de sí mismo para desordenarlo y enajenarlo, al contrario de lo que sucedía con la doctrina helénico-tomista que veía en aquel el impulso natural del ser hacia su propio fin, hacia la plenitud de su naturaleza. Este otro nuevo amor, como ha dicho Rousselot, siguiendo las fuentes en que lo estudia, es extremadamente libre, porque no tiene más razón que él mismo, separándose de toda inclinación natural, y es a la vez extremadamente violento, porque, negando el fin natural, impulsa al sujeto a la negación de sí mismo191. Esta doctrina del amor viene, ciertamente, de fuentes religiosas192,   —149→   se origina como un modo de amor divino y se debe al desarrollo de aspectos psicológicos del amor en los que victorinos, cistercienses y franciscanos profundizaron en pleno Medievo. «Amor languor est et infirmi animi passio» escribía ya un severo teólogo de la época. El amor es debilidad, dolencia, una pasión que hace enfermar el ánimo.

Esta nueva forma de sentimiento se seculariza y propaga desde el siglo XIV y se impone cada vez más en el campo del amor humano y profano. El amor como dolor, llaga, enfermedad, locura, fuego: todos estos aspectos se encuentran en Boccaccio y se difunden en la poesía de los cancioneros castellanos del siglo XV, según ha visto muy bien E. R. Berndt193. Recordemos el verso de Jorge Manrique: el amor «es placer en que hay dolores»194. Esta estimación bivalente del amor no cabe duda de que se enraíza en una experiencia más individualizada y concreta de la realidad del sentimiento. Pero es una corriente que procede, insistamos en ello, de la doctrina del amor divino en el XIII, transformada a través de un proceso de secularización y mundanización que se da en todos los campos de la cultura.

Calixto se presenta a sí mismo, en su estado de enamoramiento, como destemplado, discorde, fuera de sí, como alguien para quien se ha roto toda armonía (pág. 39). El amor le trae pensamientos tristes, le entrega a la contemplación de su propia llaga y, en la soledad de su habitación, le vemos que, como enfermo, quiere estar con las ventanas cerradas (aucto I). «Calixto -dice la señorita Berndt- presenta su amor como un sufrimiento, como un mal, como   —150→   también lo hacían los poetas del Cancionero». Es su sentir «un secreto dolor», un «esquivo tormento», una «pena grande». Se trata de una versión general del sentimiento amoroso que pone en primera línea las penas que acarrea, aunque se reconozca en él lo que tiene de atractivo. Celestina se lo define en estos términos a Melibea: «es un fuego escondido, una agradable llaga, un sabroso veneno, una dulce amargura, una deleytable dolencia, un alegre tormento, una dulce y fiera herida, una blanda muerte» (pág. 189). Siguiendo esta caracterización, también en la Comedia Selvagia el amor se reconoce como herida y enfermedad195 y en la Comedia Thebayda se dice que el amor «es una compostura de males dirigida contra el corazón y una fuerza que fuerza las potencias de la libertad y franco albedrío, ligando juntamente las fuerzas y poder de la razón»196. También a la Comedia Eufrosina le es conocida la noción del amor como dolorosa herida.

Pero, además, si la concepción escolástica y aristotélica del amor consideraba a éste como una energía que impulsaba a los seres al centro de su propio fin y plenitud, esta otra nueva concepción ve en aquel sentimiento precisamente lo contrario, una invencible fuerza que los altera y extraña de sí mismos, de su orden natural, dejando a quien lo sufre como totalmente alienado. Así se expresa Jorge Manrique:


yo soy el que por amaros
estoy, desde os conocí,
sin Dios y sin vos y mí.


Extrañamiento, enajenación, que forzosamente engendran dolor: pero sólo resulta así, si se considera desde una posición   —151→   tradicional. El amor saca al hombre de su puesto en ese orden impersonal, cósmico, según el cual la mente escolástica concebía el universo. Pero, al hacerlo así, lo libera de ese frío y abstracto «ordo» para permitirle penetrar en su intransferible y lírico interior. Pero eso, comentando los versos amatorios de Jorge Manrique, escribía Salinas: «todo, amor y dolor, firmeza y tristeza, está convertido al fin común de empinar al ser humano a lo sumo de su capacidad vital, de distinguirle entre los demás»197.

Claro que para los que seguían viendo al mundo como un orden, al individuo como una pieza inserta en el mismo, a la moral como el sistema de relaciones en él vigente y a la razón como el principio ordenador del conjunto, esa pasión individualista, fuera de su quicio natural, a que se entregaba el amante, según el modo personalísimo que se experimenta en la sociedad de La Celestina, era un atentado contra el sistema de fines y valores al que, escolásticamente, se daba el nombre de naturaleza. Equivalía, en fin de cuentas, a la rebeldía de la voluntad contra la razón, que venía a constituir, en la doctrina de los moralistas, la raíz de todos los males.

Junto al desarreglo psicológico que produce en las conciencias, ya que quien sufre el amor «tiene dentro del pecho aguijones, paz, guerra, tregua, amor, enemistad, injurias, pecados, sospechas, todo a una causa», como le acontece a Calixto (pág. 26), hay que añadir el grave desorden moral que desata, porque con él la voluntad no obedece a la razón. Esto, que se nos dice en La Celestina y se repite en la Comedia Thebayda, como llevamos visto, nos remite a aquella profunda raíz de la crisis social del XV que páginas atrás   —152→   consideramos. De individuos en tan grave estado de desconcierto psicológico y moral no puede seguirse más que una sociedad no menos desacorde. Por eso, el Arcipreste de Talavera, ante el desordenado amor que prendía en las almas, juzgaba que el mundo venía en decaimiento y que se encontraba críticamente «mal aparejado». El amor, según el Arcipreste, ocasiona más muertes que la guerra y es la mayor destrucción de las haciendas de los ricos198. Y aún lo peor es que aniquila el propio ser, abrasándolo en una entrega al ser amado que niega todo el orden natural. Recordemos el diálogo de Calixto y su criado

  -¿Tú no eres chistriano?

  -¿Yo? Melibeo soy, y a Melibea adoro, y en Melibea creo y a Melibea amo


(pág. 28)                


Los ecos, claros y bien distintos, de la doctrina subjetiva del amor, desde su procedencia religiosa, a través de su secularización y de sus consecuencias sobre el orden moral de la persona, explican estas frases de Calixto que son muy semejantes a otras muchas de la época -y ante las cuales tenemos que reconocer que es un tanto ingenuo y banal acudir a la explicación de la pretendida tibieza en la fe que se da por supuesta en un autor converso, tibieza que cabe se dé íntimamente en su conciencia, pero que no es fácil publique en reiteradas manifestaciones externas.

Algunas generaciones después, cuando este pre-romanticismo del amor doliente y desordenado se haya difundido y a la vez haya perdido su virulenta peligrosidad moral y social, por su trivialización, Lope, en Porfiando vence amor, nos dará una clara y tópica enunciación de la doctrina:

  —153→  

No hay cosa más atrevida
que amor; ni estima la vida,
ni escucha al entendimiento,
ni permite a la razón
el feudo del señorío,
ni el imperio al albedrío.
Tales sus efectos son.


Este amor que tan adecuado vehículo se juzgaría ser, en principio, para llegar a una exaltación, en su plenitud, del placer de amar y de la entrega a la vida y sus deleites, resulta que, mordiéndose la cola a sí mismo, viene a exaltar de tal manera el goce amoroso que a su renuncia prefiere la muerte. En la novela de Eneas Silvio dice la amante: «ninguna cosa espanta a quien no teme morir»199. Tal es también la actitud de Calixto y la de Melibea; tal, igualmente, la de Lisandro y Roselia, en la Tercera Celestina, etcétera. Amor y muerte son los dos extremos de una desmedida sensualidad que presta al tema del amor, durante el siglo XV, un desarrollo literario incomparable, según una veta que no es la del amor platónico, sino la del amor carnal, no menos característico del Renacimiento, la cual inspira obras del tipo de La Lozana andaluza, o del tipo de las abundantes novelas del género celestinesco y aun de múltiples episodios de las mismas novelas caballerescas.

La misoginia, cuya tradición llega al Renacimiento y que procede de fuentes clásicas, encuentra en esa concepción del amor pretexto para acentuar la crítica de la mujer. Es fácil relacionar la doctrina aristotélica de la mujer que expone Sempronio con las declaraciones de misoginia que el autor pone en boca suya, haciéndole utilizar los consabidos «exempla» de la literatura didáctica medieval sobre las tretas   —154→   de las mujeres y el engaño con que fueron capaces de burlarse de héroes y sabios (págs. 31-32). En el ánimo, supuestamente débil y mal inclinado de la mujer, ese amor como enfermedad, como «languor», tenía que prender con especial violencia. «Las mujeres, quando locamente aman, con sola muerte se pueden atajar sus encendimientos»: así se dice en la novela Eurialo y Lucrecia. Ese es el destino de Melibea y el destino que, como instrumento del desorden del amor, hará sufrir a Calixto. ¿Por qué en La Celestina no se habla de matrimonio? Esta es una cuestión que se han planteado muchos. En algunos casos se ha acudido a la pintoresca solución racista de considerar que un obstáculo de judaísmo se interponía entre los amantes, sin advertir que en la primera mitad del XVI es frecuente en la realidad de la vida española el casamiento de hidalgo con joven heredera de ricos conversos. Hay en esa eliminación de la posibilidad del casamiento, en el curso de La Celestina, una reminiscencia seguramente de la doctrina del amor cortés, de la que Rojas se sirve para su propio objeto. No era éste un aspecto banal o secundario en la literatura «cortés» del final del Medievo. Ligado a aspectos sociales fundamentales de la crisis del siglo XV, la actitud de oposición u olvido de la solución matrimonial era un elemento importante. Así se observa en el Roman de la Rose. En Jean de Meung «todo su discurso tiende a demostrar que el matrimonio es contra naturaleza»200. Y es un eco, bien claramente recognoscible de esta concepción, lo que se observa en los personajes de La Celestina, que viene a quedar explícita en palabras de Melibea que a continuación recordamos.

Por otra parte, es no menos cierto que la cuestión del matrimonio era predominantemente una cuestión social, estamental,   —155→   en la que muy poco entraba el tema del amor. Puede apreciarse así todavía en el Norte de los estados de fray Francisco de Osuna (1531). Pero también es cierto que en la trama de La Celestina, la posibilidad del individuo de librarse de sujeción familiar o estamental, llegando a un matrimonio por amor, estaba abierta, ya que, preocupado por la elección de cónyuge de su hija, vemos que dice Pleberio: «en esto las leyes dan libertad a los hombres y a las mujeres, aunque estén so el paterno poder, para elegir» (página 259). Pero Melibea no se hace ni cuestión de ello. No piensa un momento en esa posibilidad. Prefiere ser buena amante a mala casada -y no tenemos por qué añadir que en esto no incluya el posible caso del matrimonio con Calixto-. Así consigue Rojas presentarnos lo que necesita para dar sentido a su obra: un ejemplo extremado, sin salvación, de esa corriente del amor subjetivo, violento y libre, que no quiere ver más que en sí mismo su razón de ser, que se niega a aceptar un cuadro establecido de orden social, para de esa manera realizar plenamente su entrega al amado.

El drama del amor desconcertado requería este planteamiento, libre de todo condicionamiento externo que limitara su alcance. Es un amor que enajena y enloquece y no tiene más salida que la muerte. Ése es el contenido de La Celestina como «exemplum», como «moralidad», que trata de poner patéticamente de manifiesto la raíz del mal que los hombres sufren en la época y de los trastornos que a la sociedad acarrea. Tal es el drama de la personalísima e íntima Melibea, la primera criatura dotada de una vibración lírica auténtica en nuestras letras, un fenómeno muy moderno cuya posibilidad de expresión alcanzó Rojas precisamente por la hondura con que captó el tema con que está construido su ensayo moralizador.

  —156→  

Esta concepción del amor como fuerza libre y violenta resulta perfectamente adecuada a las condiciones de la nueva clase ociosa, tal como la hemos caracterizado páginas atrás. El amor, así entendido, es como un nuevo deporte de los ricos ociosos en la sociedad del siglo XV. De ahí el desarrollo de ese género de literatura amorosa en la época, que tiene un público aristocrático de señores. Señala Eneas Silvio: «la juventud y superfluidad de bienes de fortuna con que aquél (el amor) se cría e despierta». Por eso, del protagonista de su novela nos dice: «ninguna cosa a éste faltava para despertar aquel blando calor de ánimo, aquella fuerça de voluntad que llaman amor, sino el ocio y reposo»201. La situación de miembro rico de la clase ociosa en Calixto ya nos es conocida y constituye clave necesaria para entender el sentido de la obra. También en la Segunda Celestina, del mancebo enamorado, protagonista de la obra, lo primero que se nos dice es que es rico, y ello es dato común al género celestinesco. Tal es el amor de los jóvenes ociosos, en el nuevo individualismo burgués de la época, según podía solamente desarrollarse en el marco de las ciudades.

En estas condiciones, el amor viene a ser, para una clase ociosa que ya no practica la guerra, un deporte gozoso y doliente, en cualquier caso arriesgado, teniendo en cuenta las graves consecuencias que su desorden puede acarrear -recordemos los peligros que rodean la visita a la amada en toda esta literatura y que obliga al amante a ir armado y con una pequeña tropa-. El amor aparece así como una nueva manifestación de actividad depredatoria -y esto ayuda a explicar también la ausencia forzada del tema del matrimonio, ya que, aunque esto pueda ser literariamente supervivencia   —157→   del «amor cortés», depende en la nueva situación de condiciones sociológicas muy diferentes, en las que se encuentra una clase ociosa que ya no guerrea, que ya no tiene hábitos guerreros, los cuales ha de sustituir por otras actividades depredatorias (obsérvese que, si a los galanes del género celestinesco se les presenta como ricos, se omite, en cambio, como innecesario, decirnos si son de ánimo belicoso o aguerrido; en todo caso, su valor no parece tener más campo que el de las pendencias callejeras).

La muchacha encerrada, cuyo acceso resulta tan fuertemente dificultado, es presa que codicia el joven rico y ocioso. No hay que ver en ello una circunstancia española. De su reconocimiento en la propia sociedad italiana que contempla, parte Eneas Silvio para motivar su relato novelesco: «Este vicio manifiesto es en los italianos; a sus mujeres más que a tesoro las encierran»202. Y respondiendo a ese uso -tan claro en el modo de vida de Melibea- surge el difícil y peligroso deporte del amor. Todavía en nuestro siglo XVII, en una interesantísima obra de nuestra literatura calificada de costumbrista, esto es, en El día de fiesta por la mañana de Juan de Zabaleta, se recogen ejemplos de comportamiento similar, los cuales prueban la continuidad del fenómeno, ligado a una situación histórica de la sociedad moderna.

Como una manifestación de esa actividad en el amor, Celestina dice que ha «cazado» a muchas mujeres -en el sentido del azor que atrapa la presa como instrumento en mano del caballero y para goce suyo-. Celestina asegura, efectivamente, que con sus artes tiene cazadas a más de treinta que son mayores que Melibea, y si Calixto protesta ante tales palabras, su protesta se reduce solamente a que se diga que son aquéllas más altas que su amada, pero acepta   —158→   sin reparo que tales artes de captación se apliquen a ella, para arrancar de Melibea un fin que no es el que ella hubiera normalmente aceptado. Siguiendo la metáfora venatoria, como respondiendo de ese modo al trasfondo de la cuestión, en la Tercera Celestina, cuando el joven enamorado contempla a la doncella, se nos dice: «nuestro halcón ha visto la garza, cómo se azora y se entona». Estos casos ofrecen, en forma social y psicológicamente bien definida, con trazos crudos, los primeros ejemplos de donjuanismo. Y si el sincero amor, a su manera, de Calixto y la alteración que en su ánimo produce, parecen alejarlo del tipo ulterior, ya más elaborado, de don Juan, hay, sin embargo, mucho de común.

Si el deporte amatorio a Calixto y a jóvenes de semejante condición les empujaba a transportes que les sacaban de sí mismos, y les exponía a arrostrar el peligro de las armas, otros deportes de más directa procedencia caballeresca, como el de los «pasos honrosos», entregaba a la muerte con frecuencia a quienes lo practicaban. Es evidente que la deportiva actitud del joven señor en el torneo, en la caza, como en el amor, puede llevar a dolorosos resultados, y, en tal sentido, la «triste herida» del amante no contradice, sino que peralta las condiciones del amor para convertirse en ocupación y ejercicio de los miembros de la clase señorial.

María Rosa Lida no quiere que haya una anticipación de donjuanismo en Calixto203. Aceptémoslo, en tanto que con ello se haga referencia a un tipo de muy precisas líneas; pero, a ambos casos, la actitud deportiva, venatoria y a la vez desordenada en el amor, propia de jóvenes representantes de la clase ociosa, les es común.

Que esta concepción individualista y sentimental, sensual y dramática, del amor, se encuentra desarrollada en alto grado   —159→   en la sociedad de las ciudades castellanas, a fines del siglo XV, es algo bien documentado. Basta con repasar los numerosos Cancioneros en que se reúne la exquisita poesía lírica de la época o con recordar la abundante literatura sobre el tema de la mujer (Talavera, Rodríguez de Padrón, Álvaro de Luna, Jaume Roig, Diego de Valera y tantos otros). En esas fuentes literarias se encuentran testimonios abundantísimos para quien quiera hacer la historia de la sensibilidad española en los albores de nuestro Renacimiento.

Tal situación era cosa bien conocida fuera. De ahí las numerosas traducciones de la novela sentimental de Diego de San Pedro; de ahí que en Francia para prestigiar una novela amorosa se presente -aunque la referencia sea falsa- como traducida del español, lo que sucede con el Roman de Jean de Paris; y de ahí también que un personaje tan sugestivamente renacentista como Margarita de Navarra, en la novela veinticuatro de su Heptameron, declare que «le langage castillan est sans comparaison mieuex declarant ceste passion que ung autre».

¿De dónde procede ese sentido del amor al que tan exactamente responden los personajes de La Celestina? De un proceso de mundanización y secularización de la vida, tan ligado al nuevo sentido de la muerte que sólo fijándonos en este último aspecto acabaremos de comprender.

La situación social de una clase apoyada principalmente en la riqueza, que presenta una nueva imagen moral condicionada por esa situación y la proyecta sobre la clase subordinada, despertando en ella los mismos apetitos desordenados, está en la base de la crisis y desvinculación de los individuos respecto al sistema tradicional de valores y fines204. Surge   —160→   así una sociedad que vive en un mundo secularizado, cuyos miembros, en sus diferentes niveles, estiman que solamente cabe en ella un comportamiento calculado, técnicamente desenvuelto en hábil juego con la fortuna. El egoísmo se convierte en ley de unos individuos distanciados moralmente unos de otros en su insolidaridad. Ese individualismo despierta un sentido negativo de libertad, una apetencia incontenible de autonomía personal que hace conmoverse todas las relaciones sociales y ha sido la gran fuerza impulsora del mundo moderno. Tal es el esquema de La Celestina.

¿Es esa imagen de la sociedad la que Rojas presenta afirmativamente en su obra? Es ingenuo creer que todas las reiteradas frases que parecen revelar una relajación del sentimiento religioso y moral, y no menos del orden social, que todas esas frecuentes expresiones de los personajes celestinescos en reconocimiento del placer, de la codicia y del egoísmo como motores del comportamiento de los individuos, respondan a las personales convicciones de Fernando de Rojas. Es absurdo tomar las frases de Areúsa, de Celestina, de Sempronio, de Calixto, etc., que traducen su interno estado de desorden moral y psicológico a los ojos de una estimación tradicional, como si fueran fórmulas en las que Rojas hubiera querido condensar y verter sus íntimos sentimientos. Y lo cierto es que así se viene haciendo por muchos   —161→   críticos, acudiendo, para explicárselas, a la supuesta incredulidad de Rojas, considerándole como un representante del supuesto, aunque siempre inexplicado, agnosticismo de un converso.

Cuando, entre sus datos biográficos, nos encontramos con el de que en su testamento nos pone de manifiesto Rojas una escrupulosa atención a los negocios del alma en el más allá, y leemos minuciosas disposiciones en el texto de aquél sobre misas, entierro, mortaja, etc., todo ello muy dentro de la ortodoxia católica, resulta sobremanera absurdo sostener que Rojas hizo esto en su testamento por miedo, y suponer, en cambio, que no habría sentido el menor temor en vida al mostrarse tan agnóstico y satírico en La Celestina. Por otra parte, si en ésta incluyó tan variado repertorio de frases irreverentes, incluso blasfemas, si omitió en momentos decisivos toda referencia a los sacramentos y a la religión, si no disimuló duras frases de crítica antieclesiástica, si puso en claro tan honda turbación moral y espiritual en sus personajes, carece de sentido pretender que ello se debe a que de esa forma en el autor se exprese, libre y directamente, la repulsa de una religión por parte de quien había sido forzado a recibirla. Por una frase que no es más grave que tantas otras de La Celestina, es más, por una frase que traduce, en términos muy reducidos y limados, el drama moral y religioso de La Celestina, sabemos que el propio suegro de Rojas había sido perseguido, no habiéndola pronunciado más que privadamente, si es que alguna vez llegó a hacerlo. Hay críticos que la traen al recuerdo para venir a concluir que algo semejante debía inspirar el supuesto anticristianismo de Rojas, converso insincero, en La Celestina, y, al mismo tiempo, aceptan sin más que a Rojas no le pasara nada grave y que aún se sintiera tan firme en su postura que se propusiera encargarse de la defensa procesal de   —162→   su suegro. Todo esto, en cambio, quiere decir que lo que en la época se creía descubrir en La Celestina era algo muy diverso; que lo que sí se apreciaba -y con perfecta claridad- era que tales manifestaciones de relajación de la fe y de la moral no eran frases dichas por Rojas como expresión directa y personal de su pensamiento, sino, inversamente, presentadas por él como razón de la catástrofe que arrastraba a todos los personajes de su obra insalvablemente. La Inquisición no tocó las expresiones anticlericales de La Celestina, ha observado Bataillon; pero es más, unos años después de su publicación, al apoderarse de la censura de libros, la Inquisición que asfixiantemente persiguió hasta pequeñas frases y palabras en tantas otras obras, no suprimió nada de lo que en La Celestina testimonia agnosticismo o irreverencia, sencillamente porque no lo tomó como afirmaciones del autor, sino como muestras del estado moral de una sociedad que en la obra se sometía a evidente crítica. Sólo en el siglo XVIII se cambió de manera de ver, como ya recordamos al principio.

Tengamos en cuenta una doble observación: si bien hay matices peculiares en el texto de Rojas, como los hay en cada uno de los que emplean un lenguaje sacro-profano -sea un Charles d'Orléans o un Juan de Mena-, y si no hay por qué negarse a aceptar que en esos matices peculiares puedan rastrearse reflejos de su básica personalidad de hebreo converso, lo cierto es que tal recurso literario no es más que utilización de una forma literaria usual en el XV, como ha sostenido Samona, procedimiento común a escritores de todo origen y cultura205. En segundo lugar, ese procedimiento de reelaboración de un recurso literario, clásico   —163→   o medieval o renacentista, más o menos frecuente en su tiempo, transformándolo hasta no dejar de él más que un simple pretexto para alcanzar una obra de suma originalidad -en virtud de una alquimia artística que María Rosa Lida ha estudiado con admirable saber-, es siempre lo que Rojas hace en todos los aspectos de su Tragicomedia. Carece de sentido reducir una creación artística a una determinación étnica tan parcial y, en cambio, tan rigurosamente aplicada, cuando la antropología y la etnología han dejado hoy en entredicho la determinación étnica, no sólo entendida biológica, sino socioculturalmente206, dejándola reducida a estrechos límites. Andar preocupados por estos problemas, y dejar de lado los más efectivos condicionamientos sociales y económicos no deja de ser una forma un tanto anacrónica de hacer historiografía207.

«Por una desviación del buen gusto y de la moda, los poetas del siglo XV, en sus sublimaciones del amor, llegaron a confundir su posición amorosa o, mejor, el ansia extremada que sentían por su amada con el amor de Dios, y de ahí vienen esas exaltaciones en la expresión amorosa hasta la irreverencia sacrílega»: éste es un dato sobre los Cancioneros del XV que una investigadora que ha trabajado sobre ellos nos enuncia en esas palabras, con su doble aspecto de   —164→   generalidad y de banalidad208. Rojas coge el hilo de esa moda y, al complicarlo y enriquecerlo en la urdimbre de su drama, lo desvía hacia una nueva dirección. En él no será ya una moda literaria; será, en cambio, manifestación de una forma de vida, con una significación más amplia, incorporado a todo un trasfondo social. Es un dato más de la honda crisis cuya apreciación le llevó a escribir ese «exemplum» de filosofía moral que es La Celestina. Tales modos de confusión verbal sacro-profana son manifestación parcial del íntimo trastrueque de bienes y valores, de sentimientos y apetencias, de personas y de clases sociales que, en la dramática tensión de la obra, contienden entre sí y luchan por salir de su férreo enmarcamiento.

Esa ampliación con que los fenómenos de crisis y relajación se presentan en La Celestina fue advertida ya por Menéndez Pelayo: «La inconsciencia moral de los protagonistas es sorprendente. Viven dentro de una sociedad cristiana, practican la devoción exterior, pero hablan y proceden como gentiles, sin noción del pecado ni del remordimiento»209. Sin saberlo él, Menéndez Pelayo dibuja en esa imagen, exactamente, el comportamiento, perfectamente tipificado, de los individuos de la clase ociosa en la nueva forma que ésta adquiere a partir del desarrollo económico del siglo XV. Ese párrafo que acabamos de citar parece extraído de un capítulo de la obra de Veblen, a la que nos hemos venido refiriendo, sobre las características sociológicas de dicho grupo.

Pues bien, con plena conciencia de esa situación, como tal vez ningún otro escritor la tuvo, Fernando de Rojas quiere   —165→   enseñarnos que la salida para los que así proceden no es otra que la catástrofe, y esto lo hace en la única forma que podía herir la conciencia de las nuevas gentes de la época, esto es, como catástrofe personal que alcanza a cada uno de los individuos que en el drama participan.

Los moralistas y los predicadores juzgan también, a fines del siglo XV -así lo estiman ellos- que el mundo anda mal. Y, clamando contra ese estado, emplean insistentemente todas las armas de la literatura didáctica, religiosa y moral de la Edad Media, todos esos archiconocidos «exempla» que se venían repitiendo en múltiples colecciones210. Pero es en vano, porque no ya de cada individuo por sí, sino de la sociedad misma, se diría estar dispuesta, más y más cada día, a continuar por las sendas contra las que aquéllos claman. Por eso Rojas inventa un complejo y bien montado ejemplo, lleno del más rico contenido personal individualizado. Podemos comprobar que Rojas, según lo que le hace decir a Sempronio en las primeras páginas de La Celestina, conoce todo el repertorio de los «ejemplos» medievales. Pero Rojas sabe también, porque se diría que ha tomado el pulso a las gentes de su época, que el anodino y pesado recuerdo de tales anécdotas, conservadas por una anacrónica literatura edificante, no impresiona a nadie. Como no impresiona a Calixto, no es más eficaz tampoco para conmover a los hombres reales, a los hombres de carne y hueso de la sociedad de su tiempo. La ocurrencia de Rojas entonces consiste en mostrarles los males que por tan desatentada conducta caen, efectivamente, no sobre unos olvidados sabios y héroes antiguos, cuya fría ejemplaridad a nadie le dice nada, sino sobre personas de rostro y carácter conocidos, que andan entre las gentes. Su arte radicó en conseguir que   —166→   para sus contemporáneos, Calixto, Celestina, Melibea, fueron vistos como personas que cada uno creía haber encontrado y tratado en su vida real. De ahí la rápida mitificación de estos personajes que actuaron, con real encarnación de mitos, sobre las gentes de comienzos del XVI, como se da por supuesto en la literatura celestinesca de esos años. La «realidad de ficción», dicho unamunianamente, de los personajes de La Celestina, era algo que quizá por primera vez se alcanzaba en la Historia de la literatura, en virtud del fuerte estímulo con que un autor se sintió impulsado a escribir una «moralidad» tradicional, pero dotada de una fuerza tal vez nunca experimentada en tal manera, de una fuerza capaz de conmover a las gentes de nueva sensibilidad que vivían en su tiempo -gentes que no entendían ya el mundo como un orden abstracto de conceptos generales y que, negándose a permanecer en rígidos cuadros estamentales, se hallaban en trance de estrenar una conciencia individualista-. Técnicamente, Rojas consiguió tal novedad al dar el paso, como ha observado Samona211, del esquematismo y estilización del diálogo amatorio, propio de la forma retórica de los espejos y debates de la didáctica medieval, al concreto contenido lírico en la caracterización de los amantes. Y esto que Rojas alcanza en el terreno del sentimiento del amor, lo logrará también en el de la dramática experiencia de la muerte.

Lo cierto es que los moralistas y los predicadores estiman que a esas gentes, contra cuya conducta mundanizada claman, se las ve proceder como si creyeran que no hay más paraíso que el de los placeres y glorias terrenales y como si olvidaran que en el infierno, al cual en sus predicaciones invocan, la lujuria, la avaricia, tantos otros pecados, han de   —167→   ser castigados. Ante tal estado de ánimo, la idea de Rojas, que le inspira fundamentalmente La Celestina, es que, existiendo muchos que piensan y obran así y siendo acorde con ello el proceder de los ricos ociosos y de sus servidores, hay que mostrarles que contra tales casos el castigo sobreviene en ese mismo pseudo-paraíso de la vida mundana. Al construir su obra sobre tal base de argumentación, Rojas está estrechamente vinculado una vez más a su sociedad y condicionado en su obra por una muy concreta situación histórica, en medio de la cual se siente solidario de los intereses tradicionales. Lo admirable en él es su capacidad de darnos un cuadro tan complejo y vivaz del panorama social, apasionante, que le es dado contemplar.

La existencia, en la sociedad española del otoño medieval, de gentes que ponían su exclusiva preocupación en placeres y dolores mundanos, es, como en el resto de Europa, un fenómeno reconocido que no necesita detenida demostración. Desde el Rimado de Palacio del severo López de Ayala hasta la poesía satírico-moral de fines del XV y comienzos del XVI, el hecho queda bien confirmado. Para esas gentes, se nos dice, nada importa más que la vida terrena y lo que en ella se pueda alcanzar. A los tales, la muerte se les aparece como algo negativo y nada más, o, por lo menos, principalmente, como una negación: la pura y simple cesación de la vida, sin una decisiva referencia al tema de la vida sobrenatural. De este modo les acusan los moralistas y en esos términos se citan algunas declaraciones explícitas de personajes de la época. Una vez más, esto se ha puesto en relación con el pretendido agnosticismo de judíos y conversos. Y, como en el caso de los personajes de La Celestina, su inconsistencia moral parece responder efectivamente a una actitud mundanizada, semejante a la que hemos dicho. María Rosa Lida ha relacionado la presencia de ese estado de espíritu en la   —168→   obra de Rojas con la acusación inquisitorial contra su suegro, Álvaro de Montalbán, en la que se le atribuye negar que exista un más allá212. De tal manera ni Montalbán creería en la otra vida, conforme se le achaca en el proceso inquisitorial, ni su yerno Rojas creería tampoco en ella, según se desprende de la falta de preocupación por la misma en las páginas de La Celestina. Mas, al argumentar de esa manera, parece darse por supuesto: primero, que el contenido de una acusación inquisitorial haya que tomarla como un dato fidedigno213, lo que resulta difícil de sostener si hay que armonizar las muy contradictorias imputaciones que se lanzaban a un mismo tiempo contra los judíos y conversos; segundo, que exista una relación necesaria entre judaísmo y mundanización, entendida ésta según el tipo que hemos venido señalando, siendo así que el judío de origen, siempre acusado de seguir con sus prácticas, mostraba, según ello, una heroica fidelidad a sus creencias («on se fait d'étranges idées sur les cristianos nuevos», dice Bataillon); tercero, que Rojas, con valor casi suicida, ingenuamente quería dar cuenta a todos en La Celestina de un íntimo estado de creencias cuya mera imputación privada tan amargas consecuencias le costaba soportar a su suegro.

Lapesa ha recobrado el dato de una acusación análoga, hecha contra el médico, también judío, Juan López de Illescas; pero el propio Lapesa214 recoge la alusión de Gómez Manrique contra los que creen


que no ay en el bivir
sino nascer e morir,


  —169→  

creencia que, advierte aquél, en ningún momento Gómez Manrique atribuye a cristianos nuevos y judaizantes, sino que presenta como un fenómeno dado en su tiempo. Y, efectivamente, así es: al darnos tal imagen del estado espiritual de sus personajes, Rojas, muy lejos de autodenunciarse en sus frases como converso mal avenido con la nueva fe, lo que hace es reflejar, en tanto que ámbito en que se explica el estallido de su tragedia, una actitud vital general en la Europa de la segunda mitad del XV. Es, exactamente, la idea de la muerte que, a través de una fina investigación, ha caracterizado Tenenti como propia del arte europeo de ese siglo. Es difícil descubrir una adecuación mayor entre ambos aspectos, prueba eficaz del pleno europeísmo de la cultura de nuestro siglo XV, a pesar de las modas locales que en él, como en cualquier otro lugar o tiempo, puedan darse.

La manera como el hombre «vive» la muerte es distinta de unas épocas a otras, es historia. «El sentido de la muerte es, en su primer aspecto, un problema histórico, dice Tenenti, es decir, que no cesa de transformarse, de vivir, en suma, aunque a nuestra mirada no alcance gran relieve más que en períodos de crisis». El sentimiento del límite o del final de su propia duración en el hombre «afecta a los resortes más profundos de la vida y constituye necesariamente un aspecto importante de la evolución de las sociedades»215.

A mediados del XV, el tema de la muerte adquiere una gran difusión en la cultura de la sociedad europea occidental. Bajo forma de «triunfo», según la fuente petrarquista, o como danza macabra, se hace general y se emplea, incluso como motivo ornamental, en la iluminación de libros, decoración de muebles, estancias, tapices, puertas, fachadas, etc. Recordemos   —170→   esas curiosas contraventanas con las efigies, en bajorrelieve, de la vida y de la muerte, en una casa de la calle segoviana del mismo nombre, que hoy se encuentran en el museo de la ciudad. Lo que en esas nuevas y tan repetidas versiones del tema destaca -aunque subsista, como en un segundo plano, el carácter de la muerte como entrada en el más allá- es, ahora, sobre todo, el sentimiento de que ella pone fin a la vida. De ser el primer acto de la otra vida, cada vez más se la considera como el último acto de la existencia terrena. Bajo una u otra forma, de triunfo o de danza, que la literatura y la iconografía difunden, lo que queda puesto fuertemente de relieve es que, con su inexorable poder, la muerte nos priva de cuanto el mundo nos ofrece. Claro que, en último término, «el fin del cuerpo conservará siempre su valor de liberación del alma, pero ahora la consideración se detiene más en aquel otro aspecto, tratando de sacar el mayor provecho espiritual posible»216.

Las conclusiones sobre la investigación del tema en el campo del arte coinciden con las que pueden realizarse en el sector de la literatura. Huizinga nos hizo ver ya una concepción de la muerte parecida217. La muerte es, en la literatura italiana del primer Renacimiento, el final del placer o del goce de vivir, bien se trate de la licenciosa sensualidad de los libertinos o bien de la exquisita cultura intelectual a que aspiran los humanistas. Miss E. R. Berndt, que se ha planteado el tema, precisamente estudiando La Celestina, sin conocer, según parece, el libro de Tenenti, llega a las mismas conclusiones. «Para Salutati, con la muerte que destruye la armonía de todo lo humano, el hombre deja de ser, ya no existe. Y para Alberti, con la muerte nosotros ya no somos, ya no   —171→   existimos. La muerte es tan terrible para ambos porque es la destrucción de algo muy valioso y esencialmente humano: la conciencia del yo personal». En cualquier caso, es la cesación del vivir, de ese vivir que por sí mismo es tan deseable. En España, los poetas del Cancionero del XV revelan un sentimiento análogo que les lleva a quejarse de la «negra muerte»218. De ahí la tendencia a buscar en una existencia terrenal, individual, aunque no física, la de la fama, una compensación a la pérdida que la muerte representa219.

No son los dolores de la muerte ni los tormentos infernales en la vida eterna lo que cuenta, sino la privación de la vida en este mundo. Y ese aspecto negativo destaca particularmente en la versión literaria española de la Danza de la muerte, la cual presenta mucho menos tremebundismo medieval que las demás versiones del tema en otras literaturas; pero es inexorable su testimonio de privación de goces y placeres, en lo que la versión castellana alcanza una vivacidad y un realismo que no se encuentran en otras220. Pues bien, de este planteamiento del problema de la muerte en la sociedad de fines del siglo XV parte Rojas para construir el tema de La Celestina221.

Rojas, que, ingresado como converso en la ortodoxia de la sociedad en que vive, se siente más bien solidario del sistema   —172→   moral tradicional, escribe su Tragicomedia para amonestar a las gentes con el ejemplo de que el final de su desorden es la muerte, esto, es, el acabamiento irremediable de esa misma vida que se quiere gozar. La Celestina se inscribe entre esas abundantísimas obras de la literatura y del arte dedicadas a ese tema, que constituyen la mayor producción tal vez del siglo. Y se inscribe en esa línea exactamente con un sentido de la muerte que corresponde a la época en que se produce. Siguiendo esa correspondencia se llega a poder explicar aspectos parciales, cuyo sentido no cabe comprender más que interpretándolos en esa dirección. Por ejemplo, se ha señalado como extraño el pasaje de la obra en que los criados, después de muerto Calixto, retiran su cadáver del lugar en que el mortal accidente se produjo, para librarle de deshonra. Se ha querido ver en ello una prueba de que Melibea era hija de converso y de que los criados dan por descontado que la proximidad a la casa de una familia de origen hebreo infamaría la memoria de Calixto. Es ésta una solución insostenible, ya que en esa época y hasta en fechas mucho más adelantadas es normal y perfectamente aceptado el matrimonio de personaje de alto linaje con rica heredera de converso. Creer que la tacha desfavorable que los criados de Calixto quieren evitar es algo que depende de la proximidad de la casa de Pleberio por el imaginado judaísmo de su dueño, es más que absurdo, y contradice el carácter honorable y aristocrático de que la mansión del padre de Melibea se rodea en la obra. Hidalgos casados con hijas de conversos vivían en las casas de éstos, en plena judería, sin tacha alguna. Ejemplo, Juan Bravo, en Segovia, a quien, ni aun siendo condenado por traidor comunero, se le acusó de tal proceder. Comprenderemos el pasaje de La Celestina teniendo en cuenta otros motivos: considerando sencillamente que para la burguesía   —173→   rica y recién ennoblecida del primer Renacimiento y para cuantos pertenecen de algún modo a su mundo, el decoro social era una necesaria base de su sistema de vida y la práctica externa de la religión era, a su vez, un elemento de ese decoro. En 1473, Bartolomeo de Maraschi publica en Roma un pequeño tratado de Preparatione alla morte222 y en él se dice que la muerte sin sacramentos deshonra al muerto y a su casa: «tutti quelli che sonno de la progenie e parentela remangono infamati e masculati». La nota infamante de haber muerto «como un perro en medio de la calle» y sin las requeridas prácticas devotas, afecta, pues, no sólo a la memoria de Calixto, sino a toda su familia y a la gente de su casa. Que de tal manera lo que cuente sea la descalificación social en un caso así, es contundente prueba, una vez más, del estado de secularización de la clase ociosa rica y del carácter externo de su religión. Y esa misma situación que descubrimos en la referencia de un texto piadoso italiano, publicado unos años antes en la Roma renacentista, se pone igualmente de manifiesto hasta en los pasajes secundarios de La Celestina. Pero es más. La misma legislación positiva española, de acuerdo con el estado europeo de la cuestión, recogía, desde comienzos del XV, ese planteamiento del decoro de la muerte como un problema social que la ley tenía que resolver. En efecto, una ley de Enrique III, en 1400, disponía que al que muriese sin confesar y comulgar, salvo en caso de fuerza mayor, cuya engorrosa prueba -siempre peligrosa para el decoro o decencia del muerto y su familia- en caso de duda incumbía a la parte, sería castigado con la pérdida de la mitad de sus bienes, que se declararían afectos a la Cámara real. Y esta ley pasó a la Nueva Recopilación (I, I, 5.ª) y, aún más tarde, a la Novisima (I, I, 3.ª).

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La construcción levantada por Rojas pone ante los ojos del lector cuál es el resultado de las gentes entregadas a un profundo desarreglo del criterio moral. Es el drama de los que, sobre todo, desean vivir más, concediendo una primacía indebida a la vida terrena, al pensar que «es dulce el vivir». Es el drama de los que están dispuestos a «todo por vivir» (página, 165), de los que gozan de la juventud porque tiene más vida por delante (pág. 170), de los que estiman la vida, de suyo, como un bien, con el que hay que holgarse y gozarse (pág. 262). Es, en fin de cuentas, el drama, lleno de la más dolorosa contradicción, de los que, como Melibea -que pronuncia o asiente o acepta tales palabras de exaltación del vivir y del gozar-, acaban entregándose sin libertad a la muerte, vencidos en su albedrío y en su misma voluntad de vivir.

Para unos hombres que estiman superlativamente la dulzura de la vida, representarles los bienes o los males del más allá puede no tener demasiada fuerza. Sin duda, los bienes terrenales ejercen sobre ellos más enérgica tentación que los del otro mundo223. De la misma manera, los males de la tierra pueden resultar más insufribles que los que amenazan en la otra vida224. En consecuencia, hay que apoyarse en ese mismo sentimiento de gusto por la vida terrenal y de dolor por sus sufrimientos, máximamente por su fin fatídico, si se quiere realizar una obra moral eficaz, una obra que impresione las conciencias con la mayor energía.

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Pero es necesario, a tal objeto, ponerles también de manifiesto que esa muerte que les amenaza es la suya, la de cada uno, cuya única e irrepetible existencia acabará en el momento de aquélla. Todo el individualismo que empieza a impulsar en sus aspectos más diversos la cultura de la época, inspira ese nuevo sentimiento individualizado, personalísimo, de la muerte. Todavía en las representaciones iconográficas o literarias de la «Danza de la muerte», ésta se presenta con un sentido abstracto y general. Aunque en muchas de esas representaciones los detalles sean ya realistas, la imagen de la muerte aparece como simbolización de un concepto doctrinal. No hay alusión a un hecho físico concreto que singularmente -una enfermedad, un accidente- corte la existencia de tal o tal otra persona en su real individualidad. La muerte, con la herida de su dardo o el corte implacable de su guadaña, pone fin a las vidas anónimas de personajes abstractos -el rey, el obispo, el mercader, el labrador-. Pero ése es el aspecto del tema que va a cambiar, para cargarse de la más fuerte tensión personal. Tenenti cita la novedad de un libro de horas francés, de mediados del XV, en el que la meditación de la muerte se acompaña, en sendas miniaturas, de las imágenes de un hombre que se ahoga y de una mujer enferma. Se abandona un mundo de símbolos para entrar en un mundo de realidades personales. Es una nueva experiencia, de contenido altamente individualizado, la que el artista que ilustró ese texto quiso representar.

La Celestina no es ni una «Danza macabra» ni un «Triunfo de la muerte». Con una forma mucho más evolucionada, francamente renacentista, presenta las experiencias, singulares en cada caso, del morir de cada uno. La Muerte, como símbolo abstracto, no es la protagonista, a diferencia de los viejos «exempla» medievales; pero el morir de cada uno   —176→   domina, como experiencia real, la vida de todos los personajes. No se trata de un castigo que viene ordenado directamente del más allá y con inmediata referencia al pecado cometido. Para muchos, la real y práctica indeterminación en su cumplimiento, de castigos tales, los dejaba reducidos a una amenaza poco temible. Se trata, en cambio, ahora de presentar el morir como resultado positivo de un encadenamiento de causas, como ya vimos, en las cuales puede no estar inserta su expresa finalidad, pero a cuya forzosidad nadie puede sustraerse. La dulzura de la vida, la gloria de los placeres, cuyo disfrute, en cada uno a su manera, enajenó y desordenó a Calixto y a Melibea, a sus criados, a Celestina, se acaba con el golpe terrible de la muerte personal, privándoles de esa existencia en la que querían encerrar todo su bien. Los deleites de la vida llevan a un más rápido, inesperado y seguro acabamiento de la misma. Tal es el sentido moral de La Celestina, en estrecha conexión con los supuestos histórico-culturales de la sociedad que en ella se refleja.

También el Arcipreste de Talavera, proponiéndose escribir contra la raíz de los males de su tiempo, nos confiesa que proyectó hacerlo reduciéndose a los medios que en tal situación pudieran ser eficaces: «por çierta experiençia e rrazones naturales»225. Fernando de Rojas -sólo que mucho más radicalmente- seculariza su alegato y se sirve de elementos terrenales que puedan servir para impresionar patéticamente sobre el infortunio y el dolor que amenazan.





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ArribaEpílogo

Tenemos en La Celestina, como creemos haber puesto en claro a través de nuestro análisis, el modo de comportarse y, por detrás de ello, el modo de ser, histórica y socialmente condicionado, de los señores y de los criados, de los distinguidos y de los no distinguidos, de la clase ociosa dominante y de la subordinada, esto, es, de la sociedad urbana en sus aspectos más característicos, correspondientes a la fase de evolución que el autor de tan ilustre Tragicomedia pudo conocer en las ciudades castellanas a fines del siglo XV. En un momento de arranque, La Celestina nos dibuja, en la cultura española, la imagen de una sociedad secularizada, pragmatista, cuyos individuos, moralmente distanciados unos de otros, actúan egoístamente. Este distanciamiento, originado de las posibilidades técnicas de la economía dineraria, en las circunstancias de la nueva época significaría libertad. Pero desde bases tradicionales pudo apreciarse quizá nada más que como un desorden radical de la existencia humana.

Rojas, en esas condiciones, se propuso escribir una «moralidad» contra los males que la nueva situación podía traer consigo, como cualquiera otra arrastra los suyos. Al hacerlo así, rompiendo viejos moldes literarios, de cuya tradición, no obstante, acertó a aprovecharse con singular maestría,   —178→   creaba una obra de arte del más alto valor. Siglos después, el historiador, sabiendo que sus páginas modestamente no añaden nada al arte, puede, sin embargo, considerarse satisfecho si ha logrado señalar la vinculación de aquella egregia obra con las circunstancias críticas de la sociedad española que contempló el otoño medieval. Pero él está obligado, además, a pensar que de esa crisis surgirían también aspectos positivamente muy valiosos, que iban a florecer en la larga época de la modernidad. En este sentido, La Celestina tal vez encierra el primer episodio en la lucha contra la enajenación que constituye el más hondo drama del hombre desde el Renacimiento a nuestros días. Se equivocan quienes creen que esa lucha es un fenómeno que tan sólo se da en los últimos ciento cincuenta años, aproximadamente; esto es, en la etapa del supercapitalismo industrial y de las consecuencias socio-culturales por él suscitadas. Desde el momento en que las energías del individualismo moderno despiertan, tanto en arte como en literatura, en economía, en política, en filosofía, el hombre se esfuerza denodadamente por hacerse dueño de su propio destino, por asegurarse, como pretenden hacerlo los personajes de Rojas, un área de autonomía en su vida personal, que es sólo suya.