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«El murmurador molesto»: Manuel Ugarte1 y la práctica intelectual en las primeras décadas del siglo XX2

Franco Quinziano



[...] Nuestra América es un astillero donde las nuevas generaciones están construyendo el navío de la sociedad definitiva. Y el escritor resulta fatalmente el inspirador de la obra.


Manuel Ugarte, El dolor de escribir                


Los artículos y ensayos del escritor Manuel Ugarte (1875-1951), al tiempo que delatan el fervor antimperialista que ha animado tanto su ideario como su práctica militante, confirman la preocupación y el constante interés del autor argentino hacia la definición de una autónoma y original cultura y conciencia en América Latina, aspectos sobre los que se ha detenido abundantemente Norberto Galasso en dos trabajos fundamentales3. Sin embargo, una lectura atenta de la obra de Ugarte, y en modo especial de sus escritos publicados en la primera década del siglo XX, revelan asimismo un aspecto hasta ahora parcialmente desatendido, a saber la insistencia del autor rioplatense hacia la definición de la figura y el rol del escritor-intelectual en función del proceso de profesionalización del artista que ha comenzado a delinearse en aquellos años a caballo entre los dos siglos. Dicha reflexión, que de ningún modo se halla separada de las profundas transformaciones económico-sociales que están sacudiendo el subcontinente latinoamericano a principios de siglo y de los vientos innovadores que soplan sobre su producción cultural, renovando temas, formas y estilos, constituye sin duda un sincero y valorable esfuerzo encaminado a la redefinición y recolocación del modelo del escritor en las modernas sociedades hispanoamericanas.

En el marco de una mayor precisión del proyecto de reforma cultural y literaria que expresan los escritos del autor porteño -y que sin duda se inscriben en su firme y perseverante empeño por obtener la unidad y emancipación política y cultural del continente- nuestro breve estudio se halla orientado a precisar y desentrañar el nuevo perfil del escritor-intelectual que se desprende de los trabajos publicados en los primeros años del siglo XX, como asimismo a definir el rol que -en clave optimista- Ugarte asigna al mismo en la formación de una nueva conciencia latinoamericana, sin por ello descuidar también el alcance y el significado que dicho modelo ha representado en el seno de las nuevas relaciones escritor-sociedad / intelectual-entorno que han comenzado a manifestarse en aquellos años. Como corolario nos detendremos en la parcial revisión que sobre dicha concepción elabora el mismo Ugarte dos décadas más tarde, a principios de los años 30, desde su exilio voluntario en Niza, a la luz de los cambios que se han registrado en el subcontinente latinoamericano en la década precedente. Las reflexiones del autor porteño, siempre en el cuadro de una redefinición de los principios rectores sobre los que debe apoyar la formación de una autónoma cultura iberoamericana, vuelven a detenerse una vez más sobre las primordiales relaciones entre el productor cultural y la sociedad moderna, si bien ahora -en función de su propia experiencia personal- dichas consideraciones no logren esconder cierto pesimismo y desencanto que dejan entrever el tono marcadamente personal y subjetivo que las ha generado y las domina.






Arielismo, socialismo y optimismo generacional

La crítica ha puesto el énfasis en el mensaje en clave neoespiritualista e idealista presente en el Ariel rodoniano como punto de partida de la profunda reflexión que los jóvenes escritores e intelectuales del continente efectúan sobre la cultura y la conciencia hispanoamericanas. Si en verdad muchos de estos planteamientos pueden advertirse en la escritura de José Martí y Rubén Darío, es en el texto rodoniano que alcanzan un eco definitivo. Dicha reflexión, como es sabido, comportó un replanteamiento de las bases sobre las que debía erigirse la nacionalidad en los países de la América española, incorporando la cuestión de la identidad nacional como tema central en el debate cultural de principios de siglo. No hay dudas, en este sentido, que la constante apelación a la acción de las jóvenes generaciones, en quienes reside el «porvenir» del subcontinente, la búsqueda de contenidos y modelos para la definición de una cultura nacional, los primeros esbozos de un nacionalismo de contenido latinoamericano y el empeño por aunar fuerzas en pos de la unidad cultural de Hispanoamérica constituyen deudas al pensamiento del escritor uruguayo que Ugarte recoge y reelabora ya en sus primeros escritos de juventud. En efecto, las influencias y huellas de Rodó -«arquetipo de devoción americana, [...] de seriedad y generosidad intelectual»4- sobre el joven Ugarte son innegables. Las posiciones y las iniciativas culturales propagandísticas del autor uruguayo actúan de modelo y estímulo para el escritor porteño: en este sentido, basta recordar el ejemplo de la Revista Nacional, dirigida por Rodó, y sobre cuyo modelo Ugarte pone en marcha su primera iniciativa literaria, La Revista Literaria, por él fundada en 1895, recibiendo el elogio y apoyo del mismo Rodó, quien «lo incita a proseguir la empresa»5. Un artículo de principios de siglo publicado en el periódico porteño El País nos ofrece otro temprano ejemplo de esta presencia rodoniana. En este breve ensayo el escritor argentino exhorta a los diversos países latinoamericanos a la acción con el propósito de deponer las falsas rencillas y las diferencias circunstanciales que no han hecho más que acentuar las ficticias divisiones, aunando en cambio esfuerzos en pos de la unidad del continente:

Nuestras divisiones son puramente políticas y por tanto convencionales. Los antagonismos, si los hay, datan apenas algunos años y más que entre los pueblos, son entre los gobiernos. De modo que no habría obstáculo serio para la fraternidad y coordinación de países que marchan por el mismo camino hacia el mismo ideal.6



Este breve artículo, escrito durante su estancia en París, constituye un temprano esbozo en lo que atañe a dos de las cuestiones centrales que han alimentado el pensamiento ugartiano: la unidad política y la cultural del continente latinoamericano. Los contenidos que vertebran dicho escrito denuncian en la defensa de la estirpe latina frente al materialismo y utilitarismo de la América sajona toda su marca rodoniana. Sin embargo, en determinados aspectos se percibe un mayor énfasis y una crítica más radical hacia la nordomanía que había denunciado el autor del A riel, siendo efectivamente en Ugarte más firme el planteo de la cuestión nacional a partir de una precisa y más elaborada concepción latinoamericana y antimperialista, principio rector en el pensamiento del joven autor argentino: «[...] además de la unión y la solidaridad -precisa Ugarte- la América Latina tiene para defenderse de la infiltración yanqui, una serie de recursos que, combinados con destreza, pueden determinar una victoria»7. Posición de firme rechazo hacia las pretensiones hegemónicas norteamericanas en el continente que Ugarte, siguiendo la senda trazada tempranamente por Martí, comienza a explicitar cada vez con mayor énfasis en sus escritos, advirtiendo que «lejos de buscar o tolerar la injerencia de los Estados Unidos en nuestras querellas regionales, correspondería evitarlas y combatirlas, formando con todas las repúblicas igualmente amenazadas una masa impenetrable a sus pretensiones»8.

En Ugarte conviven el interés hacia lo nacional y lo continental. Es más, la cuestión nacional en su opinión se resolvería en el marco de un cambio radical a escala continental. El suyo constituye un serio esfuerzo por considerar la América hispana y su producción cultural como una totalidad. Nuestro autor ya en estos primeros escritos va delineando la necesidad imperiosa de aunar esfuerzos hacia la constitución de un «bloque de la solidaridad latina»9 que debería oponerse a los designios de la nueva potencia del Norte y que constituirá el pivote central sobre el cual girarán las conferencias y los fervorosos discursos que el escritor argentino pronunciará algunos años más tarde en su gira por el continente americano10.

Ahora bien, si las influencias de la obra de Rodó son innegables, no menos evidente se presenta la originalidad del pensamiento ugartiano. En efecto, en algunos aspectos Ugarte irá distanciándose gradualmente de la visión del escritor uruguayo -llegando incluso más tarde a polemizar con él- como así también de la de los otros compañeros suyos que con él forman parte de la misma generación de principios de siglo. Como ha observado Galasso:

El pensamiento de Ugarte -en tanto tiene como pivotes centrales la unificación latinoamericana y la lucha contra el imperialismo- se emparenta con el de otros ensayistas de su época: Vargas Vila, Blanco Fombona o José E. Rodó. Pero [...] mientras el latinoamericanismo de [los dos primeros...] se nutre de una concepción liberal, a veces anárquica [...] con fuerte dosis de positivismo e incluso ribetes aristocratizantes, y mientras en Rodó adquieren perfiles netamente reaccionarios [...], en Ugarte esas ideas aparecen vinculadas a una ideología de avanzada: el socialismo. [...] En el 900 cuando muchos marxistas europeos pretendían justificar el colonialismo, [...] Ugarte armaba una mezcla explosiva combinando diversas dosis de socialismo y nacionalismo latinoamericano [...]11.



Ugarte revela un itinerario ideológico sin duda original en el panorama intelectual rioplatense de aquellos años, aunque -como en reiteradas ocasiones se ha precisado- su mensaje encontró gran eco en todas partes, menos en su propio país. Si es verdad que los intelectuales de la llamada «juventud perdida» que despunta a principios de siglo logran una propia legitimidad en la reformulación de una identidad nacional, la colocación de Ugarte en dicho recorrido confirma la diversidad de planteos y visiones respecto a la de sus compañeros de generación. Dos son los factores que inciden en modo determinante en la constitución de esta singular «mezcla explosiva», de la que habla Galasso, y en la que la cuestión nacional y la cuestión social -nacionalismo iberoamericano y socialismo- se implican mutuamente. Ambas cuestiones se hallan ligadas a la propia experiencia personal del escritor argentino en los últimos años del siglo XIX: por un lado su estadía, que se revelará sumamente fructífera, en París entre finales de 1897 y mediados de 1903, desde donde colabora con diversos órganos de prensa argentinos y europeos, y por otro, su breve, pero al mismo tiempo decisivo, viaje a los Estados Unidos a mediados de 1899, en donde, según palabras del mismo Ugarte, comenzó a gestarse su «convicción en lo que se refiere al peligro que [representa] el imperialismo norteamericano»12. Si la estadía parisina sanciona su adhesión al socialismo pacifista, parlamentario y democrático de la corriente moderada de Jean Jaurès, su breve permanencia en Estados Unidos constituye la génesis de su nacionalismo de índole latinoamericana en una perspectiva abiertamente antiimperialista, actitud que la posterior gira latinoamericana, realizada entre 1911 y 1913, no hará más que confirmar y acentuar.

Ugarte, como la mayor parte de los jóvenes escritores hispanoamericanos, se halla en busca de un ambiente cultural más atractivo y proclive a las novedades y rupturas estéticas de las que ofrecía el Buenos Aires finisecular. Como recuerda el mismo escritor argentino, la pobreza de medios que limitaban seriamente la producción cultural en los países latinoamericanos y la ausencia de un mercado editorial en las grandes urbes de la América española favorable a la difusión de jóvenes autores lleva a que muchos de ellos decidan emigrar hacia las más seguras y seductoras «mecas» del saber, París y, en menor medida, Madrid, en busca de mejores perspectivas, tanto culturales como laborales. Ugarte, luego del cese de su publicación literaria, decide alejarse de un medio cultural, como el porteño, que en ciertos aspectos se le presenta árido, lleno de obstáculos y que fundamentalmente no se hallaba en condiciones de garantizar una mínima autonomía al escritor13. «Los lamentos de los intelectuales [porteños] -apunta O. Terán- abundan, relatando una y otra vez cómo en esa ciudad de casi 600.000 habitantes no había cien personas que comprasen un libro nacional, condenando a los intelectuales -en el mejor de los casos- a vender su pluma a los periódicos de la época» 14. En efecto, un número considerable de estos jóvenes escritores americanos, como son los casos de Nervo, de Blanco-Fombona y del mismo Ugarte, entre otros, sin olvidar -por supuesto- los casos altamente significativos de Gómez Carrillo y Rubén Darío, se volcará esencialmente a la labor periodística, como posibilidad cierta de subsistencia económica, deviniendo así escritores-cronistas. Además de la cuestión puramente laboral y económica, sin embargo, no debe descuidarse el hecho de que la prensa periódica al fin y al cabo ofrecía una posibilidad inestimable de acceso a un público lector mucho más amplio y variado, en condiciones de abrir sucesivamente nuevas puertas hacia la producción cultural y el mercado editorial, al tiempo que el acercamiento de numerosos prestigiosos artistas al periodismo de raíz literaria y cultural supuso sin duda la dignificación de la misma actividad periodística15 .

La estadía en París es sin duda fundamental para la comprensión de la visión que sobre el perfil y el rol de la figura del intelectual Ugarte comienza a delinear a inicios del siglo. En estos años transcurridos en la capital francesa el escritor porteño, al mismo tiempo que profundiza su conciencia latinoamericana, se incorpora plenamente al fecundo ambiente bohemio y literario que le habrá de suministrar nuevos modelos y referencias. En Europa el joven escritor estrecha sólidas relaciones de amistad y estima con numerosos intelectuales europeos e iberoamericanos, familiarizándose con las corrientes culturales innovadoras y de renovación artística que maduran en los últimos años del siglo y que, como consecuencia de la crisis finisecular, fundan una nueva conciencia literaria y cultural. Ugarte, en esta primera fase de su producción literaria, puede ser asociado a la corriente renovadora que se abre con el modernismo, en la medida en que dicho movimiento cultural y literario, al tiempo que representó la respuesta orgánica y válida del mundo hispano a la crisis de fin de siglo, definió el «comienzo de la rebelión contra el dogma positivista y la búsqueda de unos nuevos valores, que encontrarían [más tarde] superior formulación»16 , sancionando en la visión del escritor porteño, a partir de las novedades introducidas por el decadentismo en las letras de América, el verdadero acto fundante de la nueva literatura latinoamericana17.

Las «nuevas generaciones» del continente americano constituyen sin duda los interlocutores privilegiados del mensaje ugartiano. La insistente apelación a la acción y participación de las jóvenes generaciones define otro de los componentes esenciales que vertebra el discurso del escritor y que halla su fuente de legitimación en el mensaje «a la juventud de América» que había sancionado el Ariel de Rodó18. Dicha fórmula se complementa con la visión optimista que informa sus trabajos publicados en los primeros años del siglo XX. En efecto, una porción considerable de los artículos y publicaciones de este período -El arte y la democracia (1905) , el Prefacio a su antología sobre La joven literatura hispanoamericana (1906) , Las nuevas tendencias literarias (1908), las crónicas reunidas en Burbujas de la vida (1908) y su extenso ensayo El porvenir de la América Española (1910), uno de los textos de mayor difusión en los que Ugarte avanza una lúcida interpretación sobre las dificultades y los factores que limitan la prosperidad de la América hispana y amenazan su independencia, por citar algunas de sus obras más representativas de estafase sumamente fructífera- abundan en consideraciones llenas de elogios y de optimismo hacia las jóvenes generaciones latinoamericanas. La juventud de la América española, «hambrienta de acción»19, representa «la gloria y el porvenir de nuestra raza»20. Juventud y porvenir en la escritura ugartiana se instalan como sinónimos; se abrazan conformando una pareja inseparable, pues «ambas palabras -refiere Ugarte- representan lo irrealizado, la esperanza, la poesía»21.

Dicho optimismo generacional, conviene recordar, de ningún modo se hallaba desvinculado de la conocida querella viejos / jóvenes que configuró una de las notas distintivas dentro del panorama literario finisecular, tanto español como hispanoamericano. De ahí que Ugarte no pierda ocasión en declarar no sólo su confianza en la juventud de América, sino en proclamar el inicio de un nuevo recorrido que sancionará la discontinuidad y ruptura con el pasado, destacando que «ha surgido una juventud fundamentalmente emancipada y con personalidad, que no entiende continuar el gesto de los antepasados, sino ensayar el propio»22. Consciente de pertenecer a una nueva generación de autores hispanoamericanos, Ugarte concibe su misma selección antológica fundamentalmente como síntesis de las mejores energías de una naciente generación de escritores y génesis «del reciente movimiento intelectual en la América del Sur»23, que, en su opinión, anuncian un venturoso porvenir, cargado de promesas y esperanzas.




«Ser la voz de nuestro tiempo»: legitimación social del intelectual

En estos escritos de principios de siglo, Ugarte traza un nuevo perfil del escritor y artista, confiriéndole un rol determinante, decididamente activo y dinámico, casi mesiánico y profético, en las sociedades modernas24. El escritor, en su visión, debe erigirse en síntesis y espejo de las virtudes de toda una comunidad: «Todas las generaciones, todos los pueblos han esperado con ansiedad un poeta que traduzca la mentalidad de su tiempo y haga vivir en la frase lo que borbollea en las filas de la colectividad»25. Un poeta, pues, consustanciado con la época en la que le ha tocado vivir, porque asevera Ugarte, «toda acción es efímera y flotante si no tiene raíces en la época, en el país o en el alma del que escribe»26. El intelectual, en tanto productor de cultura y saber, además de constituir «un momento de la conciencia humana» del que hablaba Anatole France27, debe representar al mismo tiempo un modelo ejemplar para su generación. De ahí que el verdadero escritor, advierte Ugarte, «debe ante todo ser franco, [...] altruista y sentir las palpitaciones del medio en que se desarrolla»28. Al mismo tiempo debe proponer y abrir nuevos derroteros e itinerarios, erigiéndose en actor privilegiado hacia la formación de una conciencia continental.

El intelectual, insistirá algunos años más tarde, ha de «sugerir direcciones a la conciencia continental»29, volcando esfuerzos y movilizando energías en la definición y consecución de tales objetivos a través de una tarea de propaganda intensa e incisiva en la que una vez más puede percibirse el ejemplo de Rodó30. En su visión el intelectual debía «desplegar banderas, abrir rumbo, erigirse en guía»31, a través de una operación que -según palabras del mismo Ugarte- fundamentalmente apuntaba a «dignificar de nuevo la misión del escritor»32, asignándole un rol primordial en las sociedades latinoamericanas. Dicho planteo comportaba ya en su fase embrionaria la necesidad de promover una creciente y más decidida intervención de los profesionales del saber no sólo en la formulación de un programa cultural, que en el caso de nuestro escritor conllevaba la primordial tarea de redefinir la identidad nacional en el marco de una autónoma conciencia latinoamericana, sino igualmente en la esfera de la vida pública, política y social de sus respectivos países, hallando en esta perspectiva una propia legitimación social.

La crisis de fin de siglo y en modo decisivo el asunto Dreyfus, trágico y doloroso episodio finisecular que el joven Ugarte siguió con sumo interés en su estadía parisina, promueven un decidido proceso de politización en la conciencia y en la práctica intelectual, movilizando una parte considerable de los jóvenes escritores de la época. El mismo Ugarte, en un artículo de 1916, recordará que «el asunto Dreyfus, que tan hondamente agitó la opinión hace años, favoreció en Europa una subversión profunda y coincidió con el auge inesperado de las ideas avanzadas»33. En el caso de los intelectuales hispanoamericanos inciden asimismo como posibles referentes, aunque no en modo homogéneo, otros factores cruciales que se hallan ligados más específicamente al mundo hispano, a saber el discurso y afán regeneracionista, el desastre del 98 y, en cierto modo también, el caso Montjuich, que generan una mayor movilización cívica y una más decidida participación en la vida pública por parte de los escritores34. Por otro lado, el mismo término «intelectual», como se ha precisado en numerosas ocasiones, hace su pleno ingreso en el vocabulario español precisamente en estos años, pudiéndoselo considerar, de hecho, «un claro producto del traumático final de siglo»35. A fines del siglo XIX e inicios del XX se abre, pues, una reflexión general sobre la realidad, el perfil y la colocación del intelectual como nuevo actor social en las sociedades modernas, impulsando un proceso de autorreconocimiento y de autolegitimación de los mismos escritores, que encuentra en la prosa modernista de ensayo un adecuado y privilegiado espacio de debate ideológico a través del cual se canalizarán las nuevas urgencias culturales. En esta perspectiva el escritor porteño se interroga sobre su propia condición de productor cultural en busca de una nueva legitimación social en las modernas sociedades capitalistas. Dicha meditación, a la que Ugarte dedica especial atención en sus escritos de principios de siglo, siempre en el cuadro de la definición de su modelo de reforma cultural a escala continental, comporta tanto una revisión de las relaciones del escritor con la esfera de lo público, como asimismo un replanteo profundo de su nueva colocación frente a los procesos de modernización en las naciones latinoamericanas, en acto ya desde los últimos decenios del siglo XIX, y que sellaron el nacimiento de sociedades organizadas según nuevos patrones seculares y materiales burgueses36. En efecto, la reflexión del autor porteño, conviene no olvidarlo, debe ser vista como parte integrante de una discusión más amplia sobre los componentes histórico-sociológicos, estéticos e intelectuales que daban cuenta de los procesos culturales en acto en ámbito iberoamericano y cuyos orígenes remontaban a la crisis de fin de siglo.

Esta detenida meditación sobre el perfil ideal del escritor, en quien deben acumularse los más nobles valores y virtudes, y hacia el rol y la situación del mismo como productor intelectual y «conciencia crítica» en las sociedades modernas, si por un lado es deudora de las premisas fijadas por Rodó, en tanto definidor de un modelo de escritor abocado a la propaganda, promoción y defensa de una cultura continental y al mismo tiempo ejemplo supremo en la esfera moral, por otra reconoce también las huellas del pensamiento laico y socialista europeo que ejercerán sobre el joven autor un indudable influjo. Ugarte explicaba de este modo en 1916 el acercamiento de no pocos intelectuales a las nuevas ideas de avanzada y de progreso social que andaban propagándose en el viejo continente:

Al contacto de los grupos revolucionarios y extremistas con las elites intelectuales y sociales, nació el idealismo optimista, el pacifismo ferviente y el humanitarismo invasor que parecía anunciar una nueva era de transformación mundial. Muy pocos se resistieron al contagio de esa atmósfera. Filósofos, dramaturgos, poetas y publicistas llevaban la rebelión a los periódicos, los escenarios y las bibliotecas, y aún aquellos -en una clara alusión a sí mismo- que por pertenecer a clases privilegiadas tenían mucho que perder en la emergencia, se sintieron ganados por el hálito de reparación y de justicia que se adueñaba de las almas37.



En París, Ugarte participa con sumo interés en los debates y conferencias que tienen lugar en la Casa del Pueblo, solidarizando tempranamente con las nuevas ideas socialistas, en su versión democrática social y moderada38 y en la que Jean Jaurès, junto a Millebrand y Briand, constituyen sin duda un referente obligado. Ugarte entrevista al «famoso tribuno de celebridad universal»39 -y de su pluma emerge un retrato del famoso líder socialista que en modo incuestionable se inscribe en el perfil del intelectual íntegro, sincero y altruista que sus escritos propugnan. El escritor porteño en esos mismos años asiste al Congreso Universal del Libre Pensamiento que se celebra en la capital francesa, publicando algunas crónicas sobre tan importante evento para los periódicos en los que colabora. En dicha ocasión, Ugarte explicita su interés y admiración hacia el modelo del librepensador que ha ido afianzándose en las naciones más avanzadas de Europa, poniendo el acento en sus relaciones privilegiadas con dos cuestiones capitales de aquellos años: el pacifismo y el progreso social40. Ambos aspectos, pilares del pensamiento socialista democrático europeo, definen otras de las constantes temáticas en el pensamiento ugartiano que llenarán de contenido su interpretación sobre las perspectivas y la concepción del socialismo y de las democracias representativas en las sociedades latinoamericanas. El joven escritor aprovecha dicha ocasión para entrevistar a dos personalidades, concebidas ambas -al igual que Jaurès- como modelos ejemplares del nuevo intelectual y con los que el joven escritor se siente identificado: el diputado belga León Furnemont, secretario de la Federación Internacional de Librepensadores e incansable promotor del movimiento cooperativo, y el senador socialista francés Petitjean, presidente de la comisión organizadora de la mencionada Federación. En la parte conclusiva de ambas entrevistas Ugarte, precisando que el próximo congreso tendrá lugar en Buenos Aires, aprovecha la ocasión para propiciar un rol más activo de las jóvenes naciones hispanoamericanas, poniendo el acento en la supremacía y las prometedoras perspectivas que en este nuevo itinerario sin duda debería corresponderle a la intelectualidad rioplatense:

Los pueblos de la América del Sur empiezan a abandonar su papel de eternos espectadores, para compartir con los de Europa la dirección de la vida [...] nuestros países se [incorporan al movimiento universal y empiezan a ocupar dentro de él el puesto que les corresponde [...] la América del Sur tendrá que agradecer este primer triunfo colectivo de Buenos Aires, que ya empieza a ejercer una justa hegemonía intelectual sobre el resto del continente (la cursiva es nuestra)41.



Una vez más se hace sentir el optimismo ugartiano que asigna a las jóvenes generaciones de la América hispana una función rectora. Aun no desconociendo las carencias y límites que todavía gravan sobre un medio cultural y editorial como el de Buenos Aires de principios de siglo, Ugarte confiere al ambiente intelectual porteño un rol preponderante en el concierto de las naciones del continente, propiciando simultáneamente la plena incorporación de la cultura iberoamericana al movimiento europeo en la perspectiva de superar los angostos marcos del regionalismo aún presentes en ella. El autor percibe una posibilidad inestimable para la realización de su proyecto de génesis cultural en la coyuntura que se ha abierto a principios de siglo. En su opinión «pocas veces se ha ofrecido en el mundo un momento más grandioso, una oportunidad más franca y más feliz para inmortalizar el esfuerzo y cosechar todas las glorias»42, convencido de que existe «una juventud ávida de orientación y de guía», ya que -agrega- «nuestras sociedades no están pidiendo miniaturistas, sino grandes voces humanas que anuncian al mundo la buena nueva de su advenimiento y su victoria»43. Según Ugarte, pues, los escritores-intelectuales se hallaban destinados a desempeñar una función rectora de primer plano, debiendo ocupar un espacio de dirección moral y política en el vértice de los países de la América hispana y emprender así una empresa de renovación cultural y de regeneración civil que la corrupción e incapacidad de sus clases dirigentes hacían cada vez más necesaria y urgente.

Ugarte comenzaba a legitimar el rol de los intelectuales hispanoamericanos asignándoles una mayor participación pública e incidencia cultural en las sociedades modernas, reflexión que debe ser vista a la luz del proceso de profesionalización del escritor-artista que acompaña esta fase de transición de entre siglos. En la configuración de dicho modelo actuaban, en dosis combinadas, tanto el mensaje arielista (unidad y autonomía cultural, nacionalismo latinoamericano, formación de una conciencia continental) como el ejemplo del socialismo democrático europeo (pacifismo y progreso social). La trayectoria del autor porteño, en la que sobresale el constante empeño por aunar el doble compromiso político e intelectual, se rigió, aún en los momentos de mayor adversidad, sobre estos presupuestos, ajeno a oportunismos y a posiciones que pudiesen acarrearle conveniencias de tipo personal. Dicho itinerario personal, no exento de dudas y contradicciones, revela un tentativo por honrar este doble compromiso, asignando una importancia capital a la dimensión ética y moral del escritor. Su ferviente campaña antimperialista en defensa de la unidad latinoamericana, su compromiso militante, sus concretas iniciativas de solidaridad a la Revolución Mexicana44 y a la gesta de Sandino, su apoyo decidido a las luchas de los estudiantes universitarios en pos de mayores espacios de democratización en los claustros, su constante labor de concienciación, como así también sus renuncias a cualquier tipo de privilegio o prebenda, constituyen todos eslabones de un recorrido personal que propende hacía el modelo por él trazado y que tiende a conjugar escritura y práctica militante.




«El dolor de escribir»: un balance del propio itinerario intelectual

A finales de la segunda década del siglo, marginado, casi sin amigos, en doloroso aislamiento en medio del delirante frenesí que había provocado el triunfo aliadófilo de 1918, el escritor argentino toma la decisión de abandonar nuevamente el país, estableciéndose primero en Madrid y luego, en 1921, en la ciudad de Niza. En los primeros años de la década del 30, desde su exilio voluntario en la ciudad francesa y a la luz de los profundos cambios que se han producido en la década precedente en el continente americano, Ugarte desarrolla una profunda meditación sobre su propio itinerario intelectual; reflexión que una vez más vuelve a detenerse sobre las primordiales relaciones entre el productor intelectual y la sociedad, si bien ahora, en función de la propia y dolorosa experiencia personal, dichas consideraciones no logren esconder cierto pesimismo y desazón. En El dolor de escribir (1933) Ugarte elabora una defensa de su propio itinerario como intelectual iberoamericano en la que reafirma una vez más sus ideales y certezas, recalcando que ellos de ningún modo le han acarreado riqueza ni conveniencias personales. En efecto, el escritor porteño precisa en más de una ocasión que, mientras «otros se abrían paso hacia situaciones brillantes y bien remuneradas»45, su práctica intelectual no le había procurado más que escasos reconocimientos y numerosos sinsabores. Ugarte en este escrito traza un autorretrato que en cierto modo constituye una autodefensa y autolegitimación de su praxis como intelectual y militante social: «No fui el ansioso que reclama lo que no tiene, sino el altruista dispuesto a renunciar al privilegio en nombre de la equidad»46. El suyo es un alegato contra el oportunismo y la falsedad en el campo intelectual y al mismo tiempo un doloroso acto de rebelión hacia una situación de preocupante aislamiento que confirmaba su condición de escritor marginal en la cultura rioplatense de aquellos años:

Así resulté el murmurador molesto que no deja oír la sinfonía [...], que los «virtuosos» hombres de Estado ejecutan genialmente en el teclado de América, para amenizar los altruismos bancarios de los prestamistas47.



Simultáneamente Ugarte precisa los innumerables inconvenientes que su mensaje de reforma cultural y su acción habían encontrado en aquellos años y que explican la situación de ostracismo en la que el autor se hallaba; consideraciones que se adentran en las complejas relaciones entre poder y saber, entre esfera político-institucional y producción cultural, llamando en causa los gobiernos y sectores dominantes del subcontinente latinoamericano:

Se obstaculizó la circulación de mis libros antiyanquis, al punto de que rara vez llegaron hasta el escaparate de las librerías. Me boicotearon los diarios bien pensantes. Los gobiernos reforzaron en torno el aislamiento profiláctico [...] Como todavía no he rectificado [...] errores, aquí estoy arrinconado, inmovilizado48.

Asoma en estas memorias un cierto aire de desencanto debido a las carencias y limitaciones aún presentes en el movimiento intelectual iberoamericano -«privado de expresión artística, [la América hispana] está esperando aún que sus intelectuales, ocupados en cultivar predios ajenos, se decidan a roturar la propia heredad»49, precisa Ugarte-, como asimismo a esfuerzos personales no recompensados debidamente. Ugarte no esconde su anhelo de obtener aún la «recompensa de estima a que pueden aspirar los que sirvieron a la colectividad»50, si bien, como ya se ha apuntado, es consciente del «aislamiento profiláctico» en que se halla sumido y que, a través de consideraciones que en más de una ocasión rozan el autoelogio, el mismo escritor explica a partir de su espíritu de sacrificio perseverante en defensa de un ideal y de una noble causa. En este texto, fuertemente impregnado de recuerdos y confidencias personales en los que el autor exhibe sus propias heridas, Ugarte vuelve a subrayar una vez más el protagonismo social del intelectual orientado a «crear síntesis, programa, itinerario»51. El escritor porteño reafirmaba una vez más sus ideales y corroboraba su propio itinerario, convencido de que el modelo de intelectual por él propugnado, colocado «en el vértice de los conflictos de su tiempo»52, lesionaba sin duda determinados intereses y éstos, como recuerda el mismo autor, siempre «persiguen su represalia hasta el fin»53.

Ugarte asumía, pues, su propia práctica intelectual no sin cierta amargura y decepción, trazando un itinerario personal en el que se ponían de relieve tanto las adversidades encontradas en un ambiente hostil como el Buenos Aires de las primeras décadas del siglo, consciente de que el solo hecho de actuar en modo autónomo y de «pensar libremente resulta[ba] innovación peligrosa»54. Como se desprende de estas últimas consideraciones, sus reflexiones ponían en tela de juicio las oscilantes y ambiguas relaciones que no pocos intelectuales habían entablado con las esferas del poder político y económico dominantes en las primeras décadas del siglo, adecuándose a sus designios e intereses. En opinión de Ugarte, dicho comportamiento ponía en discusión un valor trascedental, a saber la libertad de pensamiento del productor cultural y, por consiguiente, el debilitamiento del mismo modelo del escritor-intelectual concebido como «conciencia crítica» en las sociedades modernas, propiciando una revisión de las relaciones del saber con el poder:

En medio de la loca carrera hacia el poder o la fortuna, no queda a menudo al intelectual más que el recurso de ponerse al servicio de las fuerzas dominantes, suprema abdicación que le hace perder a la vez, la independencia y la confianza en sí mismo55.



Las consideraciones del autor porteño no sólo remitían a algunas de las ideas-fuerza que habían vertebrado sus escritos de principios de siglo, sino que ellas comportaban además una profunda reflexión que, desplazándose al ámbito de la política, revelaban la fuerte preocupación sobre la crisis política y social en la que se bailaban sumidas las naciones del subcontinente, las cuales, precisa el escritor, se encontraban a merced de «[...] las minorías que anteponen sus privilegios a la salvación común»56. Ugarte alertaba sobre los peligros de los que eran portadores las ideas y los regímenes autoritarios y cesaristas que andaban propagándose en la región en aquellos años y que comportaban una preocupante mutilación de la voluntad popular, suprimiendo las libertades y garantías democráticas. Desde las páginas del periódico madrileño El Sol, el escritor porteño había invitado a la juventud a «pronunciarse contra todo lo arbitrario, contra todo lo que marque imposición personal o de núcleo, contra todo lo que falsee las inspiraciones y el punto de partida de nuestra vida institucional», precisando que «cuanto tienda a cercenar las atribuciones del Parlamento, a reducir el campo de acción de la prensa, [...] a oprimir el pensamiento, a arrebatar en fin, el cetro a las mayorías para depositarlo sobre una clase, una casta o un individuo debe ser considerado nocivo para la patria, para la raza y para la humanidad»57.

El golpe del 30 -cuya legitimidad había proclamado algunos años antes su excompañero de partido Leopoldo Lugones, al anunciar en el famoso discurso en Lima que había llegado «la hora de la espada»- constituye una herida en el ánimo del escritor58. La sublevación cívico-militar encabezada por el general Uriburu confirma una vez más el activismo y la voluntad de dominación de aquellos que, como apunta Ugarte, «se hacen la ilusión de encarnar a la nación, porque se identifican con el estado de cosas que los favorece»59. Ello, sin embargo, no significa que Ugarte deje de alertar sobre la degeneración y el desprestigio de determinadas prácticas que, orientadas a la ampliación del consenso, han caracterizado la fase del radicalismo yrigoyenista; prácticas ligadas al sistema de patronazgo, del que abundantemente se ha ocupado D. Rock60, y que en definitiva acabarían por debilitar y erosionar al mismo gobierno radical, generando apatía y pasividad en un vasto sector de la ciudadanía61. La suya, pues, no es una apología del régimen derrocado, sino una encendida defensa de las libertades democráticas, del sufragio universal y del parlamentarismo como condiciones imprescindibles para la implementación de un programa de reformas sociales orientadas a la transformación gradual de la sociedad.

La solidaridad y activa participación al golpe militar de septiembre de un vasto y conspicuo grupo de intelectuales, expresión de un amplio abanico ideológico que abarcaba desde el nacionalismo autoritario y católico en auge hasta el progresismo socialista de Alfredo Bianchi y Roberto Giusti62, demostraban que las reflexiones del escritor porteño, centradas en las privilegiadas relaciones del saber con el poder, no sólo eran sin duda de suma actualidad, sino que ellas suponían igualmente una seria meditación sobre la misma perspectiva democrática en las naciones latinoamericanas a partir de las crecientes demandas de mayores espacios de participación social y política. En este contexto las apreciaciones de Ugarte implicaban una lectura atenta, al mismo tiempo apasionada y desencantada, sobre el rol activo y sobre la nueva colocación que debía caberle al campo intelectual en la definición de dicha perspectiva.





 
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