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El novelista Paul Bowles

Ricardo Gullón





Entre los jóvenes escritores de Estados Unidos es Paul Bowles uno de los más brillantes; uno de los más capaces de someter los materiales a elaboración artística, sin hacerles perder su primitiva fuerza. Ha publicado, hasta ahora, dos volúmenes de narraciones y una novela. Escribió música y viajó largo tiempo por su país y fuera de él. Es un espíritu curioso y apasionado cuya carrera vale la pena de observar. Ha traducido a Sartre y -no hace mucho- a Ramón Gómez de la Serna. En la actualidad vive en el barrio árabe de Tánger y alguna vez se acerca a España.

Paul Bowles sitúa su novela y la mayoría de sus «short stories» en ambientes «exóticos», entre indios de Hispanoamérica o árabes de África del Norte, cediendo a la necesidad de explicar por el cambio de medio el cambio de actitud. Contra el pintoresquismo fácil de un Somerset Maugham, su propósito consiste, por un lado, en conseguir más profundo conocimiento del hombre, sorprendiéndolo en los momentos emocionales más fértiles, en los menos frenados por las cautelas y los hábitos niveladores de la vida americana. De otra parte, el desarraigo implica la busca de un refugio.

La tendencia escapista del escritor norteamericano se acentúa hoy por la necesidad de encontrar un espacio libre de los convencionalismos y tabús que en su tierra le ahogan. Bowles analiza brillantemente esa tendencia en El cielo protector, su primera y hasta ahora única novela. Hay una brasa de desesperación en el afán de buscar refugio en lo lejano, en lo distinto, mas contra lo que parece, entre quienes buscan quizá exista una ilusión, una esperanza, ausente entre los que permanecen. Kierkegaard habló, me parece, de la desesperación que desconociéndose se disfraza con fútiles máscaras.

Un personaje de Bowles explica las causas del alejamiento de los Estados y el temor de que pronto los habitantes de las comarcas vivideras «decidirán que ellos necesitan que su país sea una parte del monstruoso mundo de hoy» y empezarán a sentir síntomas de la enfermedad mortal: «a vivir en función del tiempo y el dinero, y a pensar en función de la sociedad y el progreso».

En el exotismo buscan una posibilidad de vivir fuera de conceptos que en último término conducen al aniquilamiento de los valores más puros; la conexión con gentes de vida lenta, aparte todavía, tiende a lograr el sentimiento de adscripción a un mundo fuera del tiempo, a saberse lejos de las dramáticas urgencias destructoras. El conflicto entre la naturaleza humana, necesitada de libertad, y la organización del mundo «en función del tiempo y el dinero» exige una decisión liberadora, tal vez posible ya por poco tiempo, pues el planeta tiende a unificarse, a regularse por la sumisión a una ley uniformadora. No sería temerario calificar de romántica la desesperada tentativa de evadirse, siquiera por corto período, a esa dura ley, para vivir con intensa desnudez el drama del alma humana en su antiguo escenario de libertad.

Como tantos otros personajes de la joven novelística americana, los protagonistas de El cielo protector acaban mal. No con siguen integrarse ni en la sociedad de donde salen ni en la buscada por ellos. Port muere cuando su fracaso es palpable; él y Kit deambulan angustiosamente por el escenario más adecuado, por un Sáhara que representa el vacío en donde sus almas flotan en busca de algo nunca encontrado: la comunicación con otros hombres, una finalidad para la vida. Y no pueden hallarla porque ni siquiera creen en ella.

El desierto, paisaje ciego y silencioso, es su mundo: mundo de soledad y silencio, mundo de la nada. El cielo, coraza y defensa contra la invasión de un nihilismo que amenaza con anegar la tierra. La muerte de Port es un incidente al margen. Y la vida de Kit sólo empieza a tener sentido en la servidumbre, desde que sintiéndose objeto, propiedad de otro, se reconoce en los ojos del dueño, y aun en el odio de las demás mujeres, como parte de sus destinos. Se ha roto la incomunicación, y por eso el retorno a la libertad, a la civilización, significa volver a la nada, a la angustia existencial. Prefiere la esclavitud a la angustia.

La sangre y el dolor están presentes en las mejores páginas de Bowles. En su novela, la última parte es superior, quizá porque descubre el duro remedio de la falacia precedente, del simulacro de vida que corroe las almas en su raíz, o al menos las infecta con virus indominable. Esa parte final de El cielo protector y algunos relatos alcanzan intenso patetismo, más sobrecogedor por estar logrado con objetividad. Así, La presa exquisita o Bajo el cielo, con su línea sobria y la densa concentración del material, son narraciones impresionantes, difíciles de olvidar.

En ellas, como en casi toda la obra de Paul Bowles, hay una violencia latente, la presión amarga de la naturaleza humana en sus manifestaciones más desenfrenadas. En Paso Rojo, Chalía vence al tedio consintiendo que la crueldad, hasta entonces oculta, tome posesión de su ser. Tanto como el despecho y la frustración de su deseo la incita a ser cruel una oscura pasión. La violencia resplandece en estos libros, y las causas inmediatas de ella -codicia, venganza- no son sino ocasiones para que la crueldad se manifieste en pleno fulgor.

En el mundo de la violencia las almas van secretamente intoxicándose hasta el revelador acto postrero (quizá prefigurado en un sueño, como en Mil días a Mokhtar, o quizá suscitado por la necesidad de parecerse a los demás, como en El cuarto día desde Tenerife; el joven grumete de este cuento no es aceptado por los compañeros hasta que por ser cruel les parece viril). Mientras en unos la violencia es un estado natural, ley de acero establecida por el destino, en otros parece una fatalidad, tributo exigida por ese mismo destino.

Paul Bowles

Paul Bowles

Ciertas preocupaciones del autor pasaron a la novela y encarnaron en los personajes. Y en los de algunos cuentos, pues el espantado pastor de Tacaté se identifica con Bowles cuando se consuela de la incomprensión de sus fieles pensando que «el aislamiento sólo existe en la conciencia de cada hombre, pues objetivamente éste es siempre una parte de algo». La incomunicabilidad, la sensación de estar rodeado por fuerzas hostiles, incomprensibles y reacias a comprender, lleva a la violencia o a la fuga. La violencia es también una fuga en lo ciego del impulso, una repulsa que establece como definitiva e insalvable la diferencia entre una y los demás, convirtiéndolos en pretextos para el desarrollo de una pasión: el otro no es ya un semejante, sino algo cuya esencia se niega para ocultar la sensación de inquietud o de miedo producida por la manifestación de su diferencia.

El héroe de otro relato apunta en su agenda la siguiente «receta para resolver la impresión de horror producida por una cosa: fijar la atención sobre la situación o el objeto dado para que sus varios elementos, todos familiares, se reagrupen por sí mismos. El espanto nunca es más que una reacción frente a lo desacostumbrado». Y esta reflexión ayuda a comprender el arte de Bowles, que no se encamina a destacar los elementos extraños de una situación, sino a ordenarlos en su forma menos inhabitual. En él es importante el análisis de los sentimientos y las pasiones. Extrae la significación profunda de lo narrado, buscando su trascendencia. Y si alguna vez, como en Mil días a Mokhtar, la ironía subraya esa significación, nunca, por el contrario una apostilla sentimental viene a desvirtuar la pureza de estas creaciones.

Bowles maneja el material novelesco con íntimo conocimiento de sus calidades. Los elementos están seleccionados para servir a una expresión retenida que en sus mejores momentos logra trasladarlos a la escritura sin violentar su complejidad, ni -en otros supuestos- disimular su elementalidad. Tiene una visión crítica de los problemas de la novela y su presentación de los hechos se realiza siguiendo técnicas complementarias mostrándolos según los percibe una conciencia y hasta donde ella los percibe o refiriéndolos de modo impersonal, sin insistencia, en forma que sean los acontecimientos mismos, narrados con escueta objetividad, quienes dejen ver el contenido de las almas. Cuando describe, su mirada recoge la realidad tal cual es, sin comentarla ni explicarla, dejando que los hechos instruyan al lector; la escena está vista desde fuera y transcrita con sabia intuición de las perspectivas adecuadas. El arte de Bowles es un arte mayor de edad.





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