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El novelista Truman Capote

Ricardo Gullón





Hace quince años, gracias a Antonio Marichalar, durante algunos lustros guía seguro del lector español en cuanto a literatura extranjera contemporánea se refiere, descubrimos, a través de Santuario, a un gran novelista norteamericano: William Faulkner. Después fueron llegando versiones de Hemingway, de Caldwell, de Steinbeck: los escritores más conspicuos de la que Gertrudis Stein llamó la «generación perdida», que hoy cuentan entre cuarenta y cinco y cincuenta y cinco años. Se conoce, pues, con lagunas más o menos extensas, al equipo de grandes estrellas de la novelística yanqui, pero se sabe poca cosa de los jóvenes, de gente como Truman Capote, en quien algunos críticos americanos quisieron descubrir un novelista genial.

En los Estados Unidos la situación del escritor, y más específicamente la del novelista, es paradójica: el éxito amenaza destruirle. La vida consiente con dificultad esa melancólica medianía donde viven apaciblemente no pocos escritores europeos. Para alcanzar grandes tiradas es necesario ponerse a un determinado nivel: el del público, obviamente, inferior al del artista. Las condiciones económicas (carestía de los materiales, de la mano de obra, ediciones nutridas para que la distribución alcance a todo el país, propaganda costosa, pues, cada ciudad y cada Estado lee sus propios diarios y no existen, como en Europa, periódicos propiamente «nacionales») y también otras de diferente orden (falta de un público minoritario, incomunicación entre los escritores) condenan a perecer al escritor que no consiga copiosas ventas1.

No es raro que algunos escritores bien dotados naufraguen -naufragio artístico, entendámonos- en la conspiración montada contra ellos por el ambiente: éste fue el destino de William Saroyan, y tal vez sea el reservado a Truman Capote; de quien decía Marguerite Young que era de esos raros escritores que «al comienzo de su carrera muestra resultados que normalmente parecen llegar tan sólo con la madurez». Capote nació en Nueva Orleáns en 1924, de ascendencia española, y su vida -si hemos de creer la nota biográfica redactada por su editor- sigue la norma común del hombre medio americano: escribió discursos para un político de tercer orden, fue bailarín en un river boat, pintó flores sobre cristales, leyó manuscritos para una compañía cinematográfica, seleccionó anécdotas para una revista, y, desde muy joven, escribió narraciones. Estas stories, publicadas en prestigiosas revistas de los Estados, y algunas después recogidas en las antologías en que anualmente aparecen las mejores muestras del género, le hicieron rápidamente famoso. Herschell Brickell, en la Introducción al O. Henry Memorial Award Prize Stories para 1946 le declaró «el más notable talento nuevo del año». Las críticas fueron, en general, alentadoras y confiantes.

En 1948 apareció su primera novela: Other voices, other rooms, libro compuesto con pericia, desde la distancia precisa para que la figura del autor no proyecte su sombra sobre las páginas de la narración. Es la historia de Joel Knox, adolescente de trece años, que al morir su madre es reclamado por el padre, divorciado y casado con otra mujer. Desde el comienzo notamos la presión de algo extraño: el muchacho ha de ir solo desde Nueva Orleáns, donde vivía, hasta Noon City, pueblecito aislado en una comarca remota; allí, gracias a la ayuda de diversas personas, consigue encontrar a Jesús Fever, el viejo negro que le esperaba para llevarle a la casa de campo habitada por el padre.

En la casa le recibe Amy, la madrastra; conoce a Zoo, nieta del negro Fever, la sirvienta de la familia, y a Randolph, primo de Amy. Tarda en ver a su padre, y le encuentra paralítico, imposibilitado para moverse y para hablar. Un día, desde el jardín, divisa tras una ventana de la casa a cierta misteriosa dama, de pelo blanco, que le saluda sonriente. Es un fantasma amable. Más adelante, Randolph le cuenta cómo fue él, quien, en un momento de pesadilla (su amante y el hombre hacia quien Randolph se sentía atraído, acababan de huir juntos), hirió a su padre de un disparo; dejándole inválido. Amy y el padre de Joel se casaron después del accidente.

El muchacho descubre el amor en la persona de Idabel Thompkins, extraña jovencita con quien emprende una fuga pronto interrumpida. Enferma, y en la enfermedad y la pesadilla, a través -luego- de una excursión con Randolph -a quien poco a poco ha convertido en un héroe ideal, pero de un ideal todavía inseguro-, se forma y surge un nuevo ser. Se acumulan los sucesos extraños, macabros o meramente extravagantes: Zoo, ya antes víctima de un atentado, es violada por una pandilla de blancos; la mula de Joel queda ahorcada en la barandilla de un balcón en cierto extraño hotel... Este postrer incidente parece arrancar al chico de un largo sueño («la mañana era como una pizarra limpia para cualquier futuro, y era como si un final hubiera llegado, como si todo lo que antes había asido se hubiese convertido en un pájaro y hubiera volado al árbol de la isla») y le permite al fin alejarse contemplando en el crepúsculo, al mirar hacia atrás, «al niño que había sido y que permanecía, ya para siempre, como una sombra en lo pasado.

El universo de esta novela resulta habitado por figuras «literarias», no por personas y -menos aún- por fantasmas. Para trasmitir la impresión de un mundo fantástico e irreal, Capote acumula recursos. Pero no es la imaginación del niño la que transforma la realidad, sino la decisión del autor: La diferencia es importante: el lector ve las cosas sin identificarse con ellas; no tiene la impresión de ir descubriéndolas con los ojos del protagonista, pues se le imponen desde fuera, presencias a menudo caprichosas e injustificadas, con cierto carácter de decorados bien hechos pero insuficientes para ser tomados por realidades. En vez de la emoción poética, una laboriosa voluntad de forzarla.

El niño inventa el mundo en la fantasía y gracias a la cristalización operada en su conciencia todo aparece transformado. Si Truman Capote hubiera conseguido situarnos en su personaje, como lo consiguieron, por ejemplo, Alain Fournier en Le grand Meaulnes o Henry James en The Turn of the Screw, la aldea de Noon City y la casa de Randolph, el hotel abandonado y los tipos de la novela tendrían el valor de realísimas irrealidades, y no los variamos en su desnuda trivialidad, viejas casas habitadas por neuróticos y seres vulgares (pero vulgares literaria, no humanamente hablando) que a un niño enfermizo se le antojan extraordinarios. La incapacidad para llevarnos al alma de Joel es el defecto fundamental de esta novela, y atan, extendiéndome un poco, también el de los cuentos de Capote, incluso los más celebrados.

Rosenfeld censura la sofisticación y falta de inocencia de este escritor; afirma que no encuentra en sus «stories» sino vacío. Apasionada opinión, pero en parte válida. Válida en cuanto a la falta de inocencia que incita al novelista a disimular su personalidad tras un muro de artificiosos recursos. Demasiado cauteloso y demasiado hombre de letras. Quizá también excesivamente dueño de sí y atento a que en la narración no falte ninguno de los efectos -o procedimientos- previstos para provocar la sensación deseada. Los personajes, en vez de crecer por sí mismos, lo hacen en virtud de un proceso de superposición de elementos, y así su psicología es falsa, cuando no elemental. En Other voices other rooms nunca llegan a engañarnos (quizá, algún momento, la pequeña Idabel), en los cuentos de A Tree of Night and others stories, muy rara vez. De sus narraciones breves prefiero Master Misery, porque tiene una clara vibración de humanidad y de sentimiento.

Master Misery es la historia de cierta muchacha que vende sus sueños a un extraño personaje, y, después de comunicárselos, queda vacía, en desmayo, como si con los sueños hubiera vendido el alma. Si Capote no fuera un escritor tan excesivamente consciente, me arriesgaría a suponer baja su consciencia una fermentación de los viejos mitos de comunicación con el diablo, siquiera un diablo tan correcto y frío como lo es Mr. Revercomb, el comprador de sueños, inquilino de una lujosa mansión de la calle setenta y ocho, de Nueva York. Esta figura queda en penumbra, pues, según ocurre en el escenario de un teatro, el foco, se desplaza para acompañar al protagonista, en este caso a la muchacha lentamente exhausta por la revelación de sus secretos. La concentración del interés en Sylvia (el personaje principal) da vigor al relato, y la intervención de Oreilly, un ex clown, víctima también del comprador de sueños, no disminuye esa fuerza.

Comparando a Capote con Franz Kafka, el crítico Charles Weir apunta una observación muy aguda. Mientras el lector de Kafka piensa: «esto podría ocurrirme a mí; está ocurriéndome a mí», el de Capote queda siempre fuera de la narración, sintiendo la mayor o menor perfección de la obra, pero sin notarse prendido a ella en cuerpo y espíritu. Tal fenómeno se aprecia mejor en A Tree of Night, cuyo dramatismo es superficial y poco impresionante. Los personajes «raros», los trozos de excesiva intensidad, de intensidad demasiado buscada, son causa del alejamiento señalado por Weir.

Es justo señalar en la obra de Capote la ausencia de compromisos partidistas. Por su misma calidad fantástica y aspiración poética se sitúa al margen de los sucesos contemporáneos. No es un reproche: en este género de creaciones el enlace con la realidad se hace en un sustrato más profundo. Ni sé hasta qué punto sería legítimo llamarle arte de evasión, pues no es posible olvidar la existencia de una actualidad invariable en los sentimientos del hombre, del hombre a secas, no precisamente del de hoy o del de mañana. ¿Acaso nuestra vida no está compuesta, en un plano muy hondo, por oscuros movimientos del alma que bien podremos llamar imperecederos? El temor indefinido y sin nombre, el despertar del adolescente al amor y al en sueño, el afán de venganza, el dolor de envejecer... son y serán siempre activos fermentos en nuestra alma, y por eso viven las obras que atinaron a expresarlos adecuadamente.

Libros como los del novelista americano tienen una raíz legítima, pero al desconectarse de otro tipo de preocupaciones, si no logran una dimensión genial, se arriesgan a quedar en mera «literatura»: Por su lado, la novelística partisana, conduce extramuros de la obra de arte, a la propaganda. De uno a otro extremo se debaten los narradores de este siglo, buscando afanosamente caminos de salvación, la fusión entre lo permanente y lo propio de la hora actual. Franz Kafka consiguió esa fusión, encontró el exacto punto de sutura de lo intemporal y lo presente. Pero Kafka era un genio, y en cuanto a Capote -¡una celebridad a los veinticinco años!- está todavía por ver si es un genio o un escritor de talento.





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