[En Luis
García Montero, La casa del jacobino, Madrid,
Hiperión, 2003, pp. 41-68.]
Un lector puede
disfrutar de muchos estilos, de muchos caminos, de tonos y
concepciones distintas de la literatura. Un escritor está
obligado a decidir, a elegir un sentido, para formar su propio
mundo literario, su personalidad, salvándose así de
las repeticiones desorientadas o de los pastiches huecos. Yo no voy
a explicar aquí mis gustos poéticos, porque debido a
mi curiosidad de lector y a mis obligaciones docentes
aprendí hace tiempo a disfrutar de tonos y voces distintas,
de poetas mayores y menores, de estilos alejados en las
geografías del tiempo y de la literatura. Voy solamente a
explicar las razones por las que decidí elegir un camino
determinado para la creación. Tal vez sea un camino lleno de
errores, pero no es desde luego un viaje confiado a la renuncia o a
la improvisación. La ética del oficio, la defensa del
oficio entendida como ética, me resulta inseparable de mi
propia experiencia como escritor y como ciudadano, de ese tipo de
dudas que uno bate en la cabeza con los ojos abiertos y
cerrados.
Empecé a
publicar en los años 80, y rápidamente me
sentí unido a un grupo de poetas y de amigos que
tenían preocupaciones éticas y estéticas
parecidas a las mías: los mecanismos de la ficción,
la vuelta a ciertos tonos realistas, la incomodidad ante los
panfletos y la utilización de la Historia y la vida
cotidiana como materia poética.
Antes de
abandonarme a los recuerdos y a las argumentaciones, quiero llamar
la atención sobre algo que me parece significativo: la
vuelta a los tonos realistas se produce en la conciencia plena de
que el yo biográfico no se identifica con el yo literario,
con el personaje literario. La poesía es un género de
ficción, así que optar por un camino realista no
implica el deseo de transcribir la realidad, ni tampoco una
concepción plana, superficial y anecdótica del mundo.
Ciertas reflexiones baratas sobre la poesía española
realista se calmarían mucho si sus autores cayesen en la
cuenta de que esta defensa de los tonos cotidianos surge
acompañada de conceptos como ficción, personaje
literario, autonomía verbal, artefacto... etc. En mi caso, se
trataba de elegir una tradición. El alejamiento meditado de
los tonos vanguardistas significaba el deseo de volver a indagar en
la tradición ilustrada, en el horizonte ético
simbolizado por el contrato social y el oficio.
La perspectiva
romántica, desde su crisis inaugural hasta las
radicalizaciones vanguardistas, se ha fundado en una misma figura
de la voz poética: el sujeto expresivo, el sujeto que
interioriza en su alma las luchas entre el yo y la realidad.
Después de una tesis doctoral sobre las etapas vanguardistas
de Rafael Alberti y de un libro sobre la constitución del
sujeto lírico contemporáneo, Poesía,
cuartel de invierno, llegué a la conclusión de
que el espectáculo de las rupturas vanguardistas sólo
servía para resacralizar la subjetividad, para apartarla del
artificio constructivo y, por tanto, de la Historia. Durante dos
siglos, y con muy notables excepciones, la tradición
poética ha vivido en el culto ruidoso del sujeto expresivo,
el sujeto de las profundidades interiores. La solución
ideológica que la burguesía encuentra cuando sus
desequilibrios se hacen irrespirables es siempre la misma: ya que
el espacio público no llega a mostrarse como el lugar
transparente que equilibra los diversos intereses privados, vamos a
invertir el proceso, formando un lugar privado, de transparencia
oscura, capaz de sublimar los desarreglos públicos. La
impertinencia romántica y vanguardista es una forma muy
burguesa de estar contra la burguesía.
Esto, claro
está, no significa que desprecie las aportaciones
vanguardistas a la literatura. Disfruto leyendo poetas de
vanguardia y aplico a mis poemas, cuando me conviene,
imágenes y técnicas de clara procedencia
vanguardista, como aplico también otros recursos de origen
renacentista, barroco o ilustrado. Lo que intento explicar es que
mi relación con la vanguardia se produce necesariamente al
margen de la perspectiva vanguardista, de la fe vanguardista,
porque no soy un creyente del sujeto expresivo. A estas alturas de
la Historia, después de tantos debates y de tantas
búsquedas, creo que la definición del arte moderno en
la ruptura del lenguaje, en la simple queja irracional e
ingobernable del sujeto expresivo, supone un regalo envenenado.
Como el espacio público está dominado por el
capitalismo, por la degradación comercial de las almas y los
cuerpos, el artista sueña con un espacio autónomo,
que no ofrezca diálogo, que se niegue a cualquier
articulación. Este camino frente al capitalismo,
representado en la teoría estética de Adorno, implica
finalmente la renuncia a la Historia, el abandono de cualquier
espacio público. Y, tal como va el mundo, cuando la
globalización capitalista de la realidad se ampara en la
fragmentación y en la desarticulación social, no me
parece atractivo caminar por los senderos de la nada, por muy pura
que sea, para quedarnos instalados en las fronteras rebeldes de una
isla. Me resulta más interesante la defensa de los
vínculos, la batalla por el ámbito
público.
La vida es un
asunto paradójico. Hay críticos que me han tachado de
conservador por alejarme de la perpetua ruptura vanguardista,
cuando me vi obligado a este distanciamiento por una
meditación de compromiso político: poner en duda el
sujeto sacralizado, el sujeto expresivo, al que considero la otra
cara de la moneda del buen burgués en zapatillas. Más
que protagonizar polémicas con un grupo determinado, con una
escuela o con una generación, lo que me interesó al
definir mi mundo literario fue poner en duda el sujeto sacralizado
y sus derivaciones líricas. Las divisiones demasiado
tajantes y las vanidades gremiales de corto alcance suelen reducir
los diálogos con la tradición (la búsqueda
profunda que cualquier escritor debe asumir en su género) a
una simple algarada de patio de vecinos.
Al situarme en un
camino y en una búsqueda, coincidí con otros poetas
en los que, por intención ideológica o por gusto
estético, percibí las mismas preocupaciones. La
distinción entre vida y literatura, entre el yo
biográfico y el personaje poético, se
correspondía con un marcado interés por la realidad
cotidiana. La plena conciencia de los territorios artificiales de
la palabra escrita se resolvía en la elaboración de
un personaje lírico normal, quiero decir un personaje de
rasgos cívicos, no definido por la divinidad o por la
rareza. La construcción de una experiencia estética
consciente no significaba la invención de un dialecto, de
una lengua separada de la sociedad, sino la escritura rigurosa de
las palabras de la tribu, de la lengua social. En estas paradojas
se basa la concepción del oficio como ética: la tarea
de crear un espacio público, de devolverle a la literatura
su deseo metafórico de representar las alianzas de un
contrato social. El poeta que medita sobre las reglas del
género, que acepta las palabras como vínculo y que se
dedica a la construcción de un personaje literario, recuerda
mucho al individuo dispuesto a convertirse en ciudadano para
convivir con los demás y participar en la
organización de los asuntos de la república.
Voy a fijar estas
consideraciones en un territorio concreto de la literatura
española, apoyándome en la lectura de tres poemas.
Evitaré así seguir hablando de mí mismo y
aprovecharé la ocasión para justificar mis amistades,
mis compañeros de viaje. El primer poema, titulado
«Intento formular mi experiencia de la poesía
civil», pertenece al libro Los paisajes
domésticos (1992) y se debe a la melancolía de
Jon Juaristi:
¡Oh Capitán, mi
Capitán, Dios mío!
¡A por ellos, que son de
regadío!
(Walt Whitman y Ramón
Cabrera)
Según algún amigo
sevillano,
cerró hace un siglo aquella
librería
de Sierpes, donde un
día
compré su
Colección particular.
Mediaba un largo y tórrido
verano,
pero yo celebré la
Epifanía.
Dieciocho años
tenía
y empezaba a sufrir el
malestar
de la vida incurable, a la que en
vano
descubrir un sentido
perseguía.
Ya sabéis: la
acedía
de quien se cree fuera de
lugar,
o demasiado tarde, o muy
temprano,
o solo, o con la inmensa
mayoría.
Hoy lo definiría
como cierta tendencia a
exagerar.
Pero os hablo de un tiempo muy
lejano:
es difícil decir lo que
sentía.
Desde esa lejanía,
lejos andaba yo de imaginar
los trucos del demonio
meridiano,
las mil formas que adopta la
ordalía
de la melancolía
cuando se tiene mucho que
olvidar.
Sospecho que, al fingir fungir de
anciano,
propiciar de algún modo
pretendía
la esquiva poesía
que tanto se me hacía de
rogar.
El síndrome de Prufrock
—un malsano
sentimiento de ocaso y
agonía—
el mundo me
teñía
de un fastuoso color
crepuscular.
Quería ser llorando un
hortelano
y devolver verdor y
lozanía
a la tierra baldía
de este áspero
muñón peninsular.
Un campo amortajado, un monte
cano,
un calvero de polvo y
cobardía:
así me parecía
nuestro amable parnaso
familiar.
Árido surco, el verso
castellano
arañaba tenaz.
Florecería
o no florecería,
pero qué se perdía
con probar.
Vuelvo al punto en que salgo, libro
en mano,
de la tienda de Sierpes.
Descendía
el sol. Atardecía
y me empujó la tarde a
cierto bar.
Reclinado ante el fino
jerezano,
abrí al azar la adusta
antología.
Leía y releía
y nunca me cansaba de admirar
tanto verso vestido de paisano
con elegancia atroz, y la
osadía
de la cacofonía.
Sin duda, era el momento de
pensar
que el hecho de estar vivo y ser
humano
exige al burguesito en
rebeldía
un grano de ironía.
No es cierto que por mucho
madrugar
amanezca la huerta en el
secano.
La experiencia es cosecha muy
tardía
y, amén, la
artesanía
de hacer versos, un juego
malabar.
De aquel deslumbramiento
soberano,
gracias al cual barrí la
porquería
que entonces escribía,
os quiero la memoria dedicar:
Abelardo, Felipe, Abel (mi
hermano),
Antonio, Carlos, Pere, Luis
García
Montero y
compañía,
Luis Alberto, Juanito
Lamillar,
Fernando Ortiz, Francisco
Bejarano,
Àlex Susanna y Álvaro
García,
Jesús, José
María,
Paco Castaño y paro de
contar.
Aquí acaba el corrido de
Emiliano
Zapata y de su fiel
infantería.
Me voy, canalla mía,
en un buque de guerra (si por
mar).
El poema cuenta el descubrimiento
de una determinada tradición lírica a través
de Colección particular, una antología de
Jaime Gil de Biedma. Los versos se convierten así en un
homenaje al poeta de Barcelona, uno de los autores que más
ha influido en la literatura española contemporánea.
Junto a la anécdota, la compra y lectura del libro en
Sevilla, Jon Juaristi expone las características principales
del camino que representa Jaime Gil de Biedma, y utiliza
además uno de sus recursos más llamativos: la
intertextualidad. El título alude a un poema de
Moralidades, «Intento formular mi experiencia de la
guerra». Por otra parte, la cita que acompaña al poema
une un famoso verso de Walt Whitman con una frase de Ramón
Cabrera, el Tigre del Maestrazgo, un militar carlista famoso por su
crueldad. «¡A por ellos, que son de
regadío!» encierra toda una atmósfera de falta
de civilización, orgullo en la brutalidad y fe en los dogmas
naturales, que Juaristi denunciará para ponerse al lado de
los artificios («la artesanía de
hacer versos») y los sentimientos cívicos («tanto verso vestido de paisano»). En la cita
pesa también el recuerdo de la poesía de Gil de
Biedma, porque la barbarie de Cabrera apunta inevitablemente a un
verso de «Años triunfales», en el que Jaime
definió el ambiente de la España franquista: «un intratable pueblo de cabreros». Las
referencias internas a la poesía de Gil de Biedma son
frecuentes y aluden a una concepción de la lírica
basada en el diálogo con la tradición, en el
artificio, en el juego meditado. Al citar a Prufrock y a La
tierra baldía, Juaristi recuerda que Gil de Biedma fue
un lector aprovechado de Eliot, del que no dudó en utilizar
algunos versos (por ejemplo, «inquietas
noches en hoteles baratos de una noche», de «El poema
de amor de J. Alfred Prufrock»). La enumeración final
de los amigos poetas, compañeros de viaje, implica la
lectura de «En el nombre de hoy», poema inaugural de
Moralidades. Y la identificación de la
poesía con «un juego malabar»
busca el diálogo con «El juego de hacer versos»,
la famosa poética en la que Jaime definió la mejor
poesía como «el Verbo hecho
tango». Si la intertexualidad alude al oficio, se trata
siempre de un ámbito representativo de la vida, de una
artesanía con voluntad vitalista, que no puede separar a la
poesía de los amigos (los compañeros de viaje o el
amigo sevillano) y de las canciones (el tango o el corrido mexicano
que utiliza Juaristi para reconocer que Jaime Gil de Biedma es el
Emiliano Zapata de una parte de la nueva poesía
española).
Jon Juaristi alude
al largo y tórrido verano de la España franquista, en
la que el parnaso familiar parecía «un campo amortajado, un monte cano». La
poesía marcada por una «cierta
tendencia a exagerar» obligaba al poeta a situarse «o solo, o con la inmensa mayoría»,
alusión clara al aislamiento garcilasista o
metafísico de la poesía oficial y a la
ambición de la poesía social, con Blas de Otero por
medio. También aparecerá un poco después
Miguel Hernández, otro de los poetas más
leídos en la exaltación del realismo social: «Quería ser llorando un hortelano / y
devolver verdor y lozanía / a la tierra
baldía».
Pero el realismo
de la poesía social llegaba a caer por su exageración
en el irrealismo, convirtiendo al poeta en un portavoz inexistente
de las mayorías, en un profeta incapaz de tomar conciencia
de su propia situación. Instalados en el «deber
ser», más que en el conocimiento de la realidad, los
poetas sociales eran excesivamente teatrales, exagerados, cayendo a
veces en esa grandilocuencia típica de la poesía
adolescente. Jon Juaristi nos ha avisado de que también el
sentimentalismo adolescente forma parte de una
representación, de una distancia clara entre el yo
biográfico y el personaje poético: «Sospecho que, al fingir fungir de
anciano...». El joven adolescente que escribía como un
anciano estaba desempeñando un cargo, un papel
poético. Y puestos a representar, valía la pena tomar
conciencia de los códigos de la representación y
abandonar el papel exaltado del poeta ingenuo, espontáneo,
profético. Más que un poeta falsamente popular,
participante de la gloria colectiva, Jaime Gil de Biedma significa
para Jon Juaristi el poeta que intenta conocerse a sí mismo,
indagando en su propia educación sentimental de
«burguesito en rebeldía». La exageración
es sustituida así por la «ironía», uno de
los «trucos del demonio meridiano», que sirve para
distanciarnos de nosotros mismos y para poder participar con cierto
rigor de esa «ordalía de la melancolía»
que llamamos conocimiento. Bajarse del altar de las verdades,
indagar en la educación sentimental, en la producción
artificial de intimidades, permite huir de la exageración en
busca de la verosimilitud. Aparece así la poesía
vestida de paisano y el lenguaje cotidiano, los tonos coloquiales
alejados de las músicas preconcebidamente literarias
(«la osadía de la cacofonía»).
Artesanía,
personaje, representación, juguete. Pero un juguete serio,
en su sentido de artefacto ilustrado, tal como lo concibió
Antonio Machado en el poema que cita Jaime Gil de Biedma para abrir
Las personas del verbo: «porque la
vida es larga y el arte es un juguete». Se trata, en palabras
de Jon Juaristi que siguen también a Gil de Biedma, de
responder al «hecho de estar vivo y ser
humano» con un artificio que asegure el diálogo, la
lectura o la convivencia. Por eso el oficio puede significar una
ética frente a la desarticulación y por eso se carga
de valor moral el hecho de que, salvando la dinámica de las
rupturas lingüísticas, el poeta dedique su talento, no
su alma, a escribir en versos medidos, en una sonora mezcla
estrófica del cuarteto encadenado y la octava aguda, con el
apoyo cortante del heptasílabo (ABbC).
También
encontramos alusiones directas al oficio y a las estrategias de la
representación lírica en «Las buenas
intenciones», poema de El último de la fiesta
(1987) de Carlos Marzal. Aclaro que no estoy seleccionando
aquí la composición de Carlos Marzal que me parece
más importante, porque para ello debería decidirme
entre los magníficos poemas de La vida de frontera
(1991) y Los países nocturnos (1996). Invito a la
lectura de esta poética de su primer libro, para
señalar algunos detalles que tienen que ver con mis
argumentos y con la brújula estética que mueve los
pasos bien calculados de las mejores composiciones de Carlos:
Como, mal que le pese, uno en el
fondo es serio,
debe dejar escrita su
opinión del oficio
(los muertos aplicados dejan su
testamento
aunque a los vivos, luego, no les
complazca oírlo).
Hablo con la certeza de que mis
impresiones
serán para los tristes una
fuente de alivio.
¿Me estará agradecida
la juventud del orbe,
siempre desorientada y falta de
modelos,
y me idolatrarán los
investigadores?
Escribo, simplemente, por tratarse
de un método
que me libra sin daño (sin
demasiado daño)
de cuestiones que a veces
entorpecen mi sueño.
Por tanto, los poemas han de ser
necesarios
para quien los escribe, y que
así lo parezcan
al paciente lector que acaba de
comprarlos.
Se me ocurre, además, que
trato de dar cuenta
de una vida moral, es decir,
reflexiva,
mediante un personaje que vive en
los poemas.
Esas ciertas cuestiones que he
mencionado arriba
son las viejas verdades que a la
vida dan forma,
y la forma en que urdimos nuestras
viejas mentiras.
Ahora bien, reconozco que no
sólo me importan
estas pocas razones. Escribo por
capricho,
y por juego también, para
matar las horas.
Porque puede que sea un destino
escogido,
pero también, sin duda, para
obtener favores
de algunas señoritas amigas
de los libros.
Me es grata la figura del artista
de Corte,
riguroso y mundano,
descreído y profundo,
que trata por igual la muerte y los
escotes.
Sobre qué es poesía
nunca he estado seguro;
tal vez conocimiento, o
comunicación,
o todo juntamente. Lo cierto es que
el asunto
carece de importancia, no afecta al
creador.
Doctores tiene ya nuestra Sagrada
Iglesia
y en futuros Concilios harán
salir el sol
para todos nosotros. Sin embargo,
quisiera
que se tuviese en cuenta el hecho
de que existe
poesía por vicio, porque es
una manera
que tienen unos pocos de vivir su
declive,
pero ignoro si hacerla los
convierte en más sabios
y si esa obstinación los
vuelve más felices.
Aspiro a escribir bien y trato de
ser claro.
Cuido el metro y la rima, pero no
me esclavizan;
es fácil que la forma se
convierta en obstáculo
para que nos entiendan. La mejor
poesía
acierta con deslices, convierte lo
imperfecto
en un arte y se olvida de los
juicios puristas.
Aunque he escrito bebido, cuando
escribo no bebo.
Trabajo siempre a mano, y no me
enorgullece
no tener disciplina ni ser
dueño de un método.
No suelo, me figuro, romper lo
suficiente,
tal vez porque tampoco escribo
demasiado,
al pasar media vida ocupado en
perderme.
Del lector solicito como
único regalo
que esboce alguna vez una media
sonrisa:
tan sólo busco
cómplices que sepan de qué hablo.
No reclamo, por tanto, privilegios
de artista:
me limito a ordenar, quizá
sin merecerlo,
asuntos que una voz ignorada me
dicta.
De entre los infinitos poetas, yo
prefiero
a aquellos que construyen con
emoción su obra
y hacen del arte vida. De los
demás descreo.
Y para terminar, confieso que esta
moda
de componer poéticas resulta
edificante.
Con ella se demuestra que son
distintas cosas
lo que se quiere hacer y lo que al
fin se hace.
En la poética escrita para
El último tercio del siglo. 1968-1998 (Visor,
Madrid, 1999), Carlos Marzal define el poema como «un artefacto de estricta combinatoria
verbal». Sigue el rumbo de este poema de El último
de la fiesta, que escoge la palabra «oficio» y
marca el tono de una elaboración estética que debe
apoyarse en la ironía para desacralizar al sujeto expresivo
del Romanticismo. Frente a la «certeza» y al
agradecimiento de la «juventud del orbe», Marzal
utiliza con cinismo calculado antídotos como el capricho, el
ligue, el juego. Pero tengamos en cuenta que ese antídoto
sólo sirve para bajar al profeta de su altar grandilocuente,
no para convertir el arte en un ejercicio superficial, porque muy
pronto se nos dice que los poemas deben ser necesarios, que tratan
sobre asuntos que llegan a quitar el sueño y que el autor se
esfuerza en «dar cuenta de una vida
moral». No asistimos a una renuncia, a la negación de
la intensidad lírica, sino a la búsqueda de nuevos
caminos que la hagan posible, porque la grandilocuencia subjetiva y
formal queda ya un poco ridícula, o sea, resulta ineficaz
estéticamente.
El espacio de la
escritura se impone como estrategia cuando el poeta comprende que
la «necesidad» del texto no acaba en los sentimientos
del autor, sino en la elaboración de las páginas que
se presentan a los lectores:
Por tanto, los poemas han de ser
necesarios
para quien los escribe, y que
así lo parezcan
al paciente lector que acaba de
comprarlos.
La ficcionalidad del
«parezcan» se abraza con la alusión
cívica a «comprarlos». La poesía no es un
ámbito de marginaciones y quejas aisladas, sino un espacio
singular de vida ciudadana, un producto que se puede comprar en una
librería (como ocurre con las novelas y con los ensayos).
Para que surja esta posibilidad de vida es necesario tomarse en
serio el oficio, conseguir que el yo biográfico se convierta
en un personaje significativo, capaz de representar una vida moral.
El texto es una urdimbre de mentiras, recursos técnicos,
ficciones, que intentan lograr una verdad estética y
humana:
Son las viejas verdades que a la
vida dan forma,
y la forma en que urdimos nuestras
viejas mentiras.
El artista de Corte, «riguroso y mundano, descreído y
profundo», participa en las idas y vueltas de la
ironía para volver a marcar las diferencias entre el yo
biográfico y el personaje literario desde otra perspectiva.
No se apuesta por un poeta maldito, sacralizado en la renuncia y en
el hundimiento de su propia sociedad: «aunque he escrito bebido, cuando escribo no
bebo». Aquí no estamos hablando de la embriaguez de un
hijo de los dioses, sino de la inteligencia de un artesano. De
ahí que el vicio de la escritura («existe poesía por vicio») no se
identifica con esa «media vida» más que
indisciplinada que el poeta dedica a perderse. Al escoger su
tradición, esta voz recuerda las polémicas en la
literatura de posguerra entre la comunicación y el
conocimiento, y decide indagar, siempre con distancia
desacralizadora, por el camino del medio: «o todo
juntamente». No hay escritura, ética del oficio, que
pueda plantearse las sombras del conocimiento sin las estrategias
de la comunicación. Esto significa aspirar a «escribir
bien», intentar «ser claro». Se trata de la
conciencia de que el espacio del lector se construye como
ámbito de complicidad: «tan
sólo busco cómplices que sepan de qué
hablo». A través del artificio se elabora la vida y la
emoción:
De entre los infinitos poetas, yo
prefiero
a aquellos que construyen con
emoción su obra
y hacen del arte vida.
La reivindicación del oficio
se plasma también en los tercetos en asonante de Carlos
Marzal, escritos «sin esclavitud», como
indicación de que las formas nunca tienen valor en sí
mismas y deben estar concebidas como un artificio para construir
emociones, miradas cómplices de lector. Creo que la vuelta
parcial a la rima y al verso medido de un sector de la
poesía joven española está relacionada con
esta conciencia del oficio. Pero la urdimbre, la artificialidad, la
autoridad razonable sobre las formas, palpita también en el
verso libre. Recuerdo aquí, finalmente, un poema de Felipe
Benítez Reyes, que se titula «El artificio», del
libro Sombras particulares (1992):
Un punto de partida, alguna
idea
transformada en un ritmo, un
decorado
abstracto vagamente o bien
simbólico:
el jardín arrasado, la
terraza
que el otoño recubre de
hojas muertas.
Quizás una estación
de tren, aunque mejor
un mar en su abandono:
Gaviotas en la playa, pero
quién
las ve, y adónde
volarán.
Y la insistencia
en la imagen simbólica
de la playa invernal: un viento
bronco,
y las olas que llegan como
garras
a la orilla.
O el tema del jardín:
un espacio de sombra con
sonido
de caracola insomne. Un
escenario
propicio a la elegía.
Unas palabras
convertidas en música, que
basten
para que aquí se citen
gaviotas,
y barcos pesarosos en la
línea
del horizonte, y trenes
que cruzan las ciudades como
torres
decapitadas.
Aquí
se cita un ángel ciego y un
paisaje
y un reloj pensativo.
Y aquí tiene
su lugar la mañana de oro
lánguido,
la tarde y su caída
hacia un mundo invisible, la
noche
con toda su leyenda de pecado y de
magia.
Siempre habrá sitio
aquí para la luna,
para el triunfante sol, para esas
nubes
del crepúsculo desangrado:
metáfora
del tiempo que camina hacia su
fin.
La música de un verso es un
viaje
por la memoria.
Y suena
a instrumento sombrío.
De tal modo
que siempre sus palabras van
heridas
de música de muerte:
Gaviotas en la
playa...
O bien ese jardín:
Todo es de nieve y
sombra,
todo glacial y
oscuro.
El viento arrastra un verso
tras otro, en esta soledad.
Arrastra
papeles y hojas secas
y un sombrero de copa
del que alguien extrae
mágicamente un verso
final:
Una luz abatida en esta
playa.
Y hay un lugar en él para la
niebla,
y un cauce para el mar,
y un buque que se aleja y va sin
rumbo.
En cualquier verso tiene
su veneno el suicida,
su refugio el que huye
del hielo del olvido.
Puede
cada verso nombrar desde su
engaño
el engaño que alienta en
cada vida:
un lugar de ficción, un
espejismo,
un decorado que
se desmorona, polvoriento, si se
toca.
Pero es sorprendente comprobar
que las viejas palabras ya
gastadas,
la cansina retórica, la
música
silenciosa del verso, en
ocasiones
nos hieren en lo hondo al
recordarnos
que somos la memoria
del tiempo fugitivo,
ese tiempo que huye y se
refugia
—como un niño asustado
de lo oscuro—
detrás de unas palabras que
no son
más que un simple ejercicio
de escritura.
Para justificar el título,
Felipe Benítez fija la creación del poema en un punto
de partida, la melancolía, que necesita convertirse en
escritura para alcanzar la objetividad del arte. Los sentimientos
personales deben transformarse en un ritmo, en un decorado, en un
escenario, en un «aquí» insistente, elaborado,
en busca de la capacidad de significación. El poeta desvela
los mecanismos de construcción de una elegía, porque
puede así indicar lo que existe de artificio en las
aparentes divagaciones espontáneas de la confesión
sentimental y porque, para unir vida y arte, interesa conducir al
lector hacia el paisaje tornasolado de la memoria. La
irrupción de los versos en otro tipo de letra marcará
el ritmo de la elaboración del poema, en medio de la tarea
reflexiva y artesana que comporta.
El tiempo
fugitivo, una conciencia personal inevitable, pero de largo juego
en la tradición lírica, busca el simbolismo de la
palabra lírica. Benítez Reyes define ejemplarmente el
oficio como la capacidad de ir singularizando, personalizando,
renovando individual y poéticamente los recursos de la
tradición. Si los escenarios propicios a la elegía
empiezan siendo interesadamente convencionales (el jardín
arrasado, las hojas muertas del otoño), poco a poco se
acercan a la depuración personal (una estación de
tren, un mar abandonado) hasta alcanzar la apuesta lírica
más singular de Felipe (olas como garras que se acercan a la
orilla, un espacio de sombras con sonido de caracola insomne,
trenes que cruzan las ciudades como torres decapitadas). Esta
elaboración insistente construye un lugar, un aquí,
en el que alcanzan sentido las imágenes, porque establecen
no sólo una realidad textual, sino la mirada interpretativa
del lector: «Gaviotas en la playa, pero
quién las ve». El poema es, en primer lugar, una cita
con la escritura («unas palabras
convertidas en música, que basten para que aquí se
citen las gaviotas»), que reflexiona después sobre sus
propios recursos para alcanzar significación, para
convertirse en cita con un lector:
En cualquier verso tiene
su veneno el suicida,
su refugio el que huye
del hielo del olvido.
Puede
cada verso nombrar desde su
engaño
el engaño que alienta en
cada vida:
un lugar de ficción, un
espejismo,
un decorado que
se desmorona, polvoriento, si se
toca.
La alusión a la memoria
(«la música de un verso es un viaje
por la memoria») se funde en la conciencia estética
del artificio, porque también el recuerdo elabora, cambia,
transforma, escribe el pasado, señala, destaca y ensombrece.
Los mecanismos del pasado se desplazan al presente, a la autoridad
sobre la página en blanco y la Historia por construir,
gracias al esfuerzo de alentar la vida, de crearla, a través
de una retórica, tan pensada como mágica, en el
sentido de que puede convertir las representaciones en
emoción real:
que somos la memoria
del tiempo fugitivo,
ese tiempo que huye y se
refugia
—como un niño asustado
de lo oscuro—
detrás de unas palabras que
no son
más que un simple ejercicio
de escritura.
Felipe Benítez Reyes
necesita abandonar así el irracionalismo azaroso de la vieja
definición vanguardista de la poesía (el encuentro
casual de un paraguas y una máquina de coser en una mesa de
operaciones), siguiendo una apuesta razonada, una ética del
oficio, donde el deslumbramiento y la emoción vital se
consiguen a través de una meditación calculada sobre
el espacio y el tiempo, recursos objetivadores de la
conciencia:
Aquí
se cita un ángel ciego y un
paisaje
y un reloj pensativo.
Felipe Benítez Reyes habla
de «un escenario propicio a la
elegía», Carlos Marzal alude a la poesía como
la manera «que tienen unos pocos de vivir
su declive» y Jon Juaristi conoce los trucos de «la ordalía de la melancolía».
Parece como si los tres poemas regresasen a la conciencia de
pérdida, a la fugacidad, a ese momento fundacional de la
crisis de la cultura moderna que abre las puertas al Romanticismo,
cuando los ciudadanos comprenden que la libertad desemboca en el
vacío. Los seres libres son material perecedero, porque
están fundados al margen de los valores estables, en una
dinámica del deshecho y la construcción. Carlos
Marzal, Jon Juaristi y Felipe Benítez vuelven al origen,
pero no optan por el camino de la sacralización, la apuesta
consoladora por una subjetividad transcendental y una naturaleza
estable. Vuelven al origen para señalar la necesidad de otro
camino: la lucidez, el diálogo constructivo con el
vacío, la indagación en el artificio. Cuando el poeta
acepta hablar sobre el futuro (no desde el futuro), cuando renuncia
a sus privilegios de artista sagrado, cuando se interesa por los
vínculos sociales en vez de por la queja sublimada y la
ruptura perpetua, hay un cambio de juego, un abandono del paradigma
romántico, una búsqueda de soluciones en el horizonte
de la Ilustración.
Y este es el
horizonte que a mí me ha interesado a la hora de elegir el
sentido de mi trabajo, a la hora de concebir el oficio de la
palabra como una ética, un espacio público, no una
metáfora de la marginación. Si la tradición
del sujeto expresivo lleva dos siglos viajando al yo para condenar
el fracaso de la sociedad, me pareció más arriesgado
y oportuno devolverle el protagonismo a los vínculos
sociales, hacer de la literatura el territorio artificial de un
lugar habitable, de una norma de convivencia y libertad. Por eso en
mi último libro, Completamente viernes, bajo el
amparo de Madame du Châtelet, quise reivindicar una
ética de la felicidad que rompiese con la cultura de la
queja intimista. Y por eso, ay de mí, me atreví a
defender desde Tristía (1982) y El
jardín extranjero (1983) una poesía para
«los seres normales».
La
utilización en poesía del concepto de normalidad es
inevitablemente una provocación. Cuando publiqué
«¿Por qué no sirve para nada la poesía?
(Observaciones en defensa de una poesía para los seres
normales)», quise abrir una discusión algo más
profunda de la que luego han planteado algunos poetas vociferantes,
muy orgullosos de la diferencia, o ciertos filólogos tan
norteamericanos como desorientados, políticamente correctos
y defensores de las minorías por amor a las reservas indias.
Cometí la imprudencia de esperar que para interpretar mi
poética se tomarían la molestia de leer mis libros y
no tuve miedo de que la normalidad aludida se entendiese como una
defensa de los valores establecidos o como una negación de
la disidencia. Como esa espera ha resultado una ingenuidad, pido
disculpas por volver a escribir lo que ya he explicado en otras
ocasiones. Más allá de polémicas coyunturales
o de determinadas escuelas poéticas, a mí me
interesaba poner en duda la estirpe del sujeto orgulloso de su
marginalidad, ya que la única consecuencia de tal orgullo ha
sido finalmente la renuncia a la Historia, el amurallamiento de las
normas del poder, los núcleos duros del centro
ideológico y la exaltación envenenada de las sombras
(por lo que tienen de consagración de la derrota y la
invalidez). Volver a la norma, a las personas normales, al
ciudadano, significa bajar de sus altares al sujeto escindido,
dinamitar las murallas de las convenciones, hacerlas flexibles a la
rebeldía, exigir una nueva definición de los espacios
públicos.
Voy a poner un
ejemplo algo grosero, pero es que pretendo que ahora me entiendan
hasta los que están empeñados en no entenderme. Hay
quien disfruta al exaltar las galas sombrías de la
homosexualidad, yo exijo que se reconozca el derecho de los
homosexuales a casarse, es decir, a participar de las normas, a ser
tratados como personas normales. Una vez reconocido el derecho y el
amparo en la norma, cada cual es libre de elegir aquello que le
parezca más oportuno. Frente a la sexualidad familiar
establecida por la familia burguesa, podemos sentirnos orgullosos
de ser diferentes, definirnos como seres raros, instalar nuestros
cuerpos y nuestras palabras en los márgenes de la legalidad.
Es un camino muy transitado por la rebeldía
artística, pero en la entrada del año 2000, con una
perspectiva histórica más que suficiente, sabemos ya
que este orgullo, esta defensa de la rareza, sólo ha servido
para consagrar los límites de los valores establecidos,
gracias al espectáculo de sus márgenes.
Hay otra
posibilidad: hacer flexibles los espacios públicos,
dinamitar las murallas del centro, asaltar la norma, la legalidad,
esforzándonos en defender cualquier tipo de deseo sexual.
Más que la exaltación de la rareza, me importa una
sociedad que ampare como personas normales a los ciudadanos que
viven su deseo con absoluta libertad. No se trata en ningún
caso de bajar la guardia ante los valores establecidos, sino de
levantarla también contra la sonrisa del demonio, el
ámbito de las sombras, esa otra cara de la moneda que el
poder ha utilizado sibilinamente para excluir a la poesía de
la república y a los individuos de los centros de
decisión.
¿Es esto
conservador? Hay quien piensa que el fracaso de la Modernidad
obliga a buscar un ámbito de autonomía
estética que se desentienda del diálogo con los
demás y con la Historia, un ámbito fundado en la
ruptura del lenguaje, el irracionalismo y la negación. A
mí me ha interesado volver a la Modernidad, y no porque crea
que su mandato se haya cumplido perfectamente, sino porque necesito
discutir públicamente sus errores, los caminos equivocados,
las renuncias. Más que quemar los libros, deseo volver a
ordenar nuestra biblioteca.