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El P. José Francisco de Isla: un expulso de excepción

Inmaculada Fernández de Arrillaga





Pretendemos acercarnos al P. Isla desterrado, desde ese momento en que el ilustre escritor, resguardado en la tranquilidad del Colegio de Pontevedra y fortalecido por el temor que provocaba su hiriente pluma1, opta por transformarse en un proscrito y seguir a sus hermanos al exilio. Desde luego el modo en que se desarrolló su destierro fue absolutamente peculiar, y hemos pensado estudiarlo desde la perspectiva de uno de sus compañeros de viaje, es decir, con los ojos de otro jesuita expulso, el padre Manuel Luengo. Este sacerdote nos legó un escrito que, a modo de diario, deja puntual constancia del viaje hacia el exilio que protagonizaron los jesuitas castellanos2.

El P. Luengo recordaba haber visto a Isla por primera vez en 1755, en Villagarcía de Campos. En aquel momento el escritor leonés se aplicaba en terminar su Fray Gerundio3 y el diarista comenzaba su noviciado. Algunos años más tarde, a partir del destierro, se estrechó esa relación fraguada en la labor reivindicativa que comenzarían a desarrollar ambos al salir de España; para entonces el P. Luengo ya había establecido también lazos con la hermana del P. Isla, M.ª Francisca, cuando vivían en Santiago.

Gracias al diario que escribió Luengo y a los comentarios del propio Isla, sabemos que el escritor disfrutó de una serie de preeminencias durante el viaje hacia el exilio, tratos de favor que hicieron de él un auténtico privilegiado, un viajero de primera, sin olvidar que -como señalaba Rafael Olaechea-, estamos hablando de uno de los momentos más difíciles de su vida y más críticos para su Orden4. No resulta casual que, a partir de ese destierro, el P. Isla mudara sus objetivos literarios para centrarse en la realización de una vigorosa misión apologética en defensa de la Compañía de Jesús, a la que destinó «su celebridad y sus pocas fuerzas».

Los estudios del profesor Giménez López, han demostrado la esencia y la existencia de ese giro que se observa en la labor literaria del expulso a la que se dedicó en su destierro italiano5. Gracias a estos trabajos y a otros de los que este autor ha publicado con el profesor Martínez Gomis6, vemos cómo el P. Isla, aunque «viejo y achacoso» -que diría Miquel Batllori7-, no fue a Italia sólo a morir, sino que realizó una intensa labor enfocada a la traducción y a la defensa de su Orden, polemizando con los muchos detractores que en aquel momento tenía el Instituto ignaciano8.

Esa actitud se manifiesta recién desembarcado en Calvi, cuando Isla comienza a recopilar los testimonios de sus hermanos y los reseña en la que será su primera obra como exiliado: el Memorial9, en el que quieren reflejarse las cuatro provincias que tenía la Compañía de Jesús en la metrópoli para denunciar ante el rey las vejaciones de que fueron objeto durante la ejecución de su destierro10. Una obra clandestina, pues contravenía la prohibición expresa de escribir sobre éste o cualquier tema relacionado con la Pragmática de expulsión11.

Y si nos referimos en primer lugar a este escrito, es por la importancia que le otorgó el P. Luengo, realizando incluso una fiel copia del mismo e incluyéndola en su Colección de Papeles Varios12. Es lógico, pues la intención inicial de Luengo -como la de otros tantos- fue la elaboración de una descripción del destierro13, si bien es cierto que, evidentemente, se le fue de las manos y lo que comenzó siendo unos apuntes garabateados a vuela pluma terminó convertido en una obra de más de cien tomos manuscritos en los que narra los casi cincuenta años que duró de destierro de los jesuitas expulsados por Carlos III.

El Memorial del P. Isla tiene su repetición en Portugal, con la Apología da Companhia de Jesus nos Reinos e Dominios de Portugal, dirigida a María I por el P. Caeiro para solicitar a la soberana que reinstaurara la Compañía de Jesús en el reino luso14. Esta tradición de relatar acontecimientos relevantes para la Orden tiene sus precedentes en los diarios que los jesuitas enviados a misiones escribían sobre sus experiencias15, y podría hablarse de su continuidad en la petición que, a pocos días de la extinción, realiza Lorenzo Ricci al P. Francisco Javier Idiáquez que en julio de 1773 era Provincial de Castilla, para que se formasen relaciones históricas de lo acontecido desde la expulsión de España :

«... de aquellos tiempos inmediatos hasta el presente y me la embiara en oportuna ocasión, y lo que después fuere ocurriendo, lo notará asimismo V.R., continuando la misma relación para remitirla también en ocasión oportuna».16



Por otra parte, además del gran valor descriptivo que tiene el Memorial del P. Isla, como testimonio del modo en que se les expulsó de los diferentes Colegios y de las penalidades del viaje hasta Córcega, este manuscrito resultó de gran utilidad a todos sus biógrafos para referir el modo en que salió de España el propio Isla, obviando, en ocasiones, las diferencias de trato que beneficiaron el éxodo del autor de Fray Gerundio17.

Así se constata en los datos que ofrece Ramón Diosdado, jesuita, en su Bibliothecae scriptorum Societatis Jesu supplementa, publicada en Roma, en 1814; en las obras de Pedro Felipe Monlau18 o del jesuita francés Bernard Gaudeau19 y en los artículos sobre aspectos concretos de su vida -como el prólogo al «Fray Gerundio»-, que preparó Leandro Fernández de Moratín20, así como en los diversos trabajos que elaboró Constancio Eguía sobre el P. Isla desde los años iniciales de la década de 1930 hasta los 5021.

Pero donde verdaderamente sorprende encontrar párrafos textuales de este manuscrito secreto, es en el Compendio histórico de la vida del P. Isla escrito por el jesuita Tolrá22, bajo el pseudónimo de José Ignacio Salas y editado en 1803, es decir, unos ochenta años antes de que el propio Memorial viera la luz, lo que no ocurrió hasta 1882.

Si seguimos las explicaciones que ofrece el P. Luengo sobre el destino que se dio a los papeles de Isla tras su muerte puede que encontremos una explicación lógica. Asegura el diarista que la heredera de todos los escritos que dejó en Bolonia fue su hermana, María Francisca de Isla, que residía en Madrid cuando el sacerdote leonés falleció. Como sabemos, el P. Isla murió en Bolonia, el 2 de noviembre de 1783, y protegido en la casa de los condes Tedeschi, según el P. Eguía, en aquel trance probablemente Luengo se hallaba en su misma cabecera23. Lo cierto es que el diarista subraya el interés que mostró Luis Gnecco por el legado de Isla; este comisario, nada más expirar el polémico escritor, se personó en casa de los condes con el fin de apoderarse de todos los manuscritos que allí hubiesen quedado pertenecientes al P. Isla:

«La condesa se indignó altamente con este importuno recado del Señor Gnecco, pero se desembarazó presta de él y con desenfado de dama le respondió que allí no había escritos más que los que en semejantes ocasiones se echan al fuego».



Parece ser que, una vez puestos a salvo los manuscritos de Isla se decidió enviarlos a Madrid para que los custodiara su hermana y heredera María Francisca. El encargado del traslado de estos originales fue Antonio de Sentmanat, obispo de Ávila y posteriormente, Patriarca de Indias. Este prelado, perteneciente a una influyente y conocida familia catalana24, si bien al principio del exilio mostró simpatías hacia los jesuitas, en sus últimos años en Roma se mantuvo alejado de todo contacto con estos religiosos. Pero, efectivamente, salvaguardó los papeles de Isla, haciendo puntual entrega de ellos a María Francisca, como ella misma confirmó a Luengo.

La amistad entre el diarista y M.ª Francisca, se había fraguado unos años antes de la primera expulsión. Pero, a pocos meses del segundo destierro, en 1799, Luengo pasó unos días en la Corte y estuvo visitándola a diario; el aprecio del jesuita hacia ella era muy especial, y Luengo aseguraba que había que considerarla el Agente General de los jesuitas españoles desterrados a la Italia ya que fueron muchos los que acudieron a solicitar su ayuda, en muy diversas ocasiones y siempre les favoreció. A la muerte de Francisca, el diarista le dedicó unas páginas en su escrito25, reflejando la preocupación por el destino de los papeles del P. Isla. Asegura que había oído hablar de un sobrino a quien conoció en sus visitas a M.ª Francisca, y suponía que sería hijo de una hermana que se llamaba Antonia, casada con un militar a principios de 1760. Ya que de los cuatro hermanos de Isla, dos -José y Ramón- ingresaron como él en la Orden de san Ignacio, un tercero, fue benedictino y sólo se casó Joaquín, al que también conoció Luengo en Santiago y de quien sabía que no había tenido descendencia alguna.

El diarista resaltaba que el grueso de los papeles de Isla, además del citado Memorial, lo configuraba un manuscrito de 4 volúmenes titulado Anatomía; en él se pretendía impugnar la célebre pastoral que el obispo de Burgos, José Javier Rodríguez de Arellano, había escrito contra los jesuitas. Esta emblemática Pastoral arremetía, a lo largo de sus más de 400 páginas, contra los expulsos, a los que llamaba: lóbregos búhos de la noche del error, y amparándose en que se trataba de una orden del Soberano, manifestaba la urgente necesidad de extirpar opiniones que podían hacer estragos en los reinos. Rodríguez de Arellano, que se había educado con los dominicos, mostraba en su escrito una oposición sin paliativos hacia los miembros de la Orden de Loyola quienes, con anterioridad -según aseguraba- le habían perseguido obstinados «por el gravísimo pecado de no haber sido suyo», y se recreaba detallando la salida de España de los jesuitas26

«Por Decreto de S. M., salieron de sus Dominios estos Regulares en el día 2 de abril: ¡época para unos funestísima, era para otros en alto grado venturosa! [...] Allí vimos en aire de delincuentes y hombres desvalidos a éste, y a aquél, que antes mandaban las casas [...] Nunca gusté de encarnizarme con los desventurados: ¿para qué esta nueva irritación, si ya se fueron? Mas no por esto ha de dejar de decirse cristianamente la verdad, para el servicio de Dios, y del Rey [...] Ahora ya es calma dulce, lo que antes procelosa tempestad [...] Ayer en la cumbre de los aplausos y hoy asunto del desprecio: ayer entronizados, y hoy caídos: antes impenetrables, y hoy expulsos».



Por su parte, según contaba Luengo, el P. Isla escribió su crítica contra Arellano, «entre mil angustias y terrores, con sumo secreto y con mucha falta de libros y de otras cosas y por esos motivos con algunas equivocaciones». Se había realizado una copia de esa obra, que quedó en manos de Luengo, cosa nada extraña ya que la afición a conservar papeles de Luengo y la extremada protección que hacía de ellos le habían convertido en el auténtico archivo viviente de los jesuitas castellanos en el exilio; prueba de ello es esa heterogénea y valiosa Colección de Papeles Varios a la que nos hemos referido anteriormente y que la configuran 26 volúmenes. Precisamente, en esta Colección se encuentra la copia que menciona Luengo de la Anatomía de Isla, aunque no se conserve con el resto de la obra del diarista, ya que los más de cien volúmenes que engloba la obra de Luengo se encuentran en el Archivo Histórico de Loyola, a excepción de ésta reproducción de la Anatomía, que nos la descubrió el P. Roca entre la documentación que custodia el Archiu Històric de la Companyia en Catalunya27.

Pues bien, esta transcripción de la Anatomía, que amparaba Luengo, había sido estudiada por «varios sujetos de instrucción y capacidad» con posterioridad a la muerte del P. Isla y, observándose algunos fallos, se determinó elaborar un cuadernillo que reflejaba dichas observaciones. Luengo le envió a M.ª Francisca un duplicado del cartapacio y tenía constancia de que lo había recibido pero, no sabía si efectivamente se había llegado a enmendar el original. La preocupación de Luengo era si habrían llegado a ese sobrino las correcciones ya mencionadas que se prepararon para la Anatomía del P. Isla. El miedo a ser descubiertos en Bolonia escribiendo este tipo de documentos, llevó a Isla a elaborar dos Memorias, según Luengo, quien también aseguraba que además de la copia que él tenía, sabía de la existencia de otra, ya corregida y que estaba en poder de Agustín Cubero28. Estos son sólo algunos ejemplos del interés que mostraban los jesuitas en que se asegurasen todos los manuscritos que durante su exilio pretendían disculpar de toda acusación a su Orden, una disposición agudizada a partir del trauma que supuso para ellos la expulsión de España; un suceso en el que ahora vamos a centrarnos.

Entre 1761 y 1767, el P. Isla vivió en el Colegio de los jesuitas de Pontevedra. El Rector de ese centro era el P. Juan Bautista Gaztelu29 y junto a él e Isla, habitaban ese Colegio siete sacerdotes30, y cinco coadjutores31. Los catorce morirían en el exilio italiano, excepto los padres Puga, Soto, Pedro y Camino que no llegaron a pisar los Estados Pontificios porque fallecieron, el primero antes de embarcar en Coruña y los otros tres en la isla de Córcega.

A todos ellos les fue intimada la Pragmática de expulsión al amanecer del día 3 de abril de 1767; el encargado de ejecutar la orden fue José Manuel Otero y Pazos32, teniente corregidor de la ciudad, en palabras de Isla un hombre de pocos talentos, cuyos escasos alcances correspondían a sus modales y renombrado «Lengua de Palo» por lo entrampado de su hablar33. Entre las decisiones que adoptó la que más escandalizó a aquellos regulares fue que, para conseguir que aquellos catorce jesuitas no salieran del Colegio cercó el recinto con más de doscientos soldados armados y para vigilar sus pasos distribuyó entre los claustros cuerpos de guardia con bayonetas caladas. El P. Isla se preguntaba:

«¿Para qué? Para apoderarse de un puñado de religiosos, la mitad viejos y estropeados, la otra mitad mozos muy débiles, y todos sin más armas que sus crucifijos, sus libros y sus cartapacios?».34



Después, se reunió a toda la comunidad y se leyó la orden de destierro; tras lo cual se les requisó todas las llaves correspondientes a los aposentos del Colegio. De todas formas, aquí ya tuvo Isla un trato especial por parte del comisionado encargado de intimarles la expulsión, ya que Luengo relataba cómo a él se le dio permiso y libertad para que dispusiese de sus papeles según su conveniencia. Aseguraba Luengo que en aquel momento Isla había destruido gran parte de las copias que conservaba de su correspondencia dirigida a familiares y amigos. Pero que había conservado y dejado a disposición de ese comisionado las que había recibido de sus superiores y en las que se podía leer las reprobaciones con las que habían criticado alguna de sus actitudes e incluso partes de sus obras. La finalidad estaba clara, no dejar resquicio a posibles acusaciones contra el conjunto de la Orden por acciones de las que él, personalmente, se responsabilizaba, con el objetivo de demostrar que no habían tenido parte alguna en sus posibles faltas, sino que habían sido criticadas y por ellas había recibido algún que otro castigo. Así también lo asegura Tolrá en su Compendio, poniendo en labios de Isla las siguientes palabras:

«Yo me alegro de que todos vean aquellas cartas, para que entiendan que si he sido un mal religioso, la Compañía ha estado muy lejos no sólo de aprobar mis faltas y descuidos sino también de disimulármelos».35



El día 4 de abril, a mediodía, cuando se disponían a comer en aquel Colegio de Pontevedra, poco antes de emprender el viaje a Coruña, el P. Isla sufrió una parálisis facial que le afectó boca y lengua, pero -como él mismo dejaba claramente expresado- que le dejó libre la cabeza. El dictamen médico no ofrecía dudas: recomendaba que no viajara el jesuita con los demás ya que un traslado de esas circunstancias haría peligrar su vida. Isla mostró una tenaz insistencia en acompañar a sus hermanos y se le permitió siempre que lo hiciera en litera, ofreciéndose la marquesa de Figueroa a disponer la suya para el paciente36. Llegaron a Caldas donde el enfermo mostraba una engañosa mejoría ya que al poco tiempo le repitió el ataque. Aún así al día siguiente llegaban todos a Santiago. En esta ciudad sufrió otra recaída y se temió que el enfermo no pudiera sobreponerse. Todos los componentes del Colegio de Pontevedra quedaron, temporalmente, instalados en aquella ciudad hasta que se dispusiera qué hacer con el P. Isla.

Al día siguiente se decidió dejarlo custodiado por los monjes de San Martín donde fue mostrando una lenta mejoría hasta que, días después, emprendió solo el viaje hacia la Caja de embarque de La Coruña, donde le fue remitiendo la enfermedad poco a poco. El resto de los regulares de Pontevedra llegaron al Colegio coruñés la noche del 8 al 9 de abril, allí desahogaron sus quejas por el pésimo comportamiento que tuvo con ellos el capitán general Maximiliano de la Croix37.

Esta enfermedad del P. Isla fue motivo de todo tipo de rumores: Manuel Luengo aseguraba que se había hecho correr la voz de que Isla fingía esos males o que los exageraba con el fin de quedarse en España y añadía:

«Mentira y calumnia groserísima, pues evidente que si se puso en camino desde Pontevedra, si no se quedó después en Caldas, fue precisamente porque, a pesar del parecer de todos los médicos se empeñó él mismo en seguir a los demás [...] y ¿qué es necesario más que verle para tener por cierto que ha sufrido un gran mal?, ha llegado aquí [se refiere a La Coruña] flaco, macilento y con la lengua tan torpe y tan trabada que apenas pronuncia palabra alguna. Él está contentísimo y alegrísimo por verse entre nosotros, habrá nacido este rigor de la dureza que se ha usado contra él, de las calumnias que han escrito contra su persona a la Corte o de la orden general del conde de Aranda de que vengan todos a La Coruña si no tienen peligro cierto de muerte».38



No queremos dejar pasar este comentario sin añadir que el P. Luengo, unas líneas después de escribir esto, puntualizaba que esa orden de extrañar a todos los jesuitas, incluidos los enfermos, podía haber nacido de Campomanes ya que «en materia de intereses [decía Luengo] no debe extrañar que tuviere pensamientos más honrados el señor conde que el Fiscal».

En efecto, las órdenes iban todas despachadas, como era preceptivo, por el conde de Aranda, Presidente del Consejo de Castilla; ahora bien, lo interesante aquí es resaltar esos «más honrados pensamientos» que intuía el P. Luengo en el conde, ya que pueden dejar entender que los jesuitas supieran que el verdadero inductor de la expulsión había sido Campomanes; de hecho, cuando Luengo describe a Aranda resalta su capacidad ejecutiva a la hora de llevar a cabo unas órdenes que no había dictado él, sino que se le encargaban, y siempre destaca que se trata de una persona de talante noble y culto, aunque tampoco deja de criticar la ambición desmedida del conde y sus tremendas ansias de poder39. Los apelativos que utiliza a la hora de reseñar en su escrito la personalidad de Campomanes son mucho todavía menos condescendientes, y eso en los raros momentos indulgentes del diarista, un relator que rara vez permitió que la compasión acompañara su pluma.

Tampoco queremos dejar pasar la sensación que tenía Luengo de que la orden de Aranda, para que salieran de España los enfermos que no estuvieran claramente agonizando, se había intimado sólo en Galicia -o no había llegado a otras provincias-, ya que le constaba que a bordo del «San Juan Nepomuceno» habían subido muchos jesuitas en peores condiciones que otros que habían quedado en tierra. No podía dejar de preguntarse Luengo si acaso la severidad de la orden llegada a Coruña, referente a que no se quedara enfermo alguno que no estuviera a punto de fallecer los enfermos no estaba directamente dirigida a que, bajo ninguna circunstancia, se quedara en el país el P. Isla40.

Una vez embarcados, esas diferencias que apuntaba Luengo empezaron a hacerse palmarias. El 21 de mayo, ya a bordo y poco antes de emprender el viaje hacia Civitavecchia, el P. Luengo comentaba:

«Se observa en los capitanes y en otros a quienes toca, mucha actividad y empeño en meter en los navíos aún las últimas provisiones que sólo se suelen hacer cuando está muy próxima la partida; y nos han hecho observar algunos, que son prácticos en estas cosas, que las provisiones, que se meten en los navíos, no pueden ser ni en más abundancia ni más escogidos. Y por lo que toca a gallinas somos todos testigos que andan con barcas llenas de ellas por nuestras embarcaciones y se toman cuantas se quieren».41



Pero durante el viaje la mayoría de estos alimentos brillaron por su ausencia en el navío de los castellanos42. El P. Isla reiteraba las quejas en su Memorial sobre la escasa y mala comida que se dio a los jesuitas a bordo de los buques que les sacaron de España hacia el exilio. Una cuestión -la de los preparativos para el embarque-, puntualmente investigada por el profesor Giménez en el artículo que estudia el fletamiento de los buques encargados de transportar a los jesuitas en su destierro

«uno de los apectos más complejos de la operación para los distintos Intendentes de Marina, pues disponían de poco tiempo y desconocían con exactitud el número de jesuitas a embarcar».43



Por su parte, el P. Luengo coincide con Isla en la escasez de los ranchos, en la falta de higiene, en la incomodidad para comerlos y en el repulsivo sabor de las cocciones. Ahora bien, distingue claramente el trato que recibió el P. Isla durante todo el tiempo que duró la navegación, y el que padecieron el resto de los expulsos. En lo que se refiere al sustento también hubo sus diferencias. Luengo describía así el contenido del desayuno que recibían los jesuitas y el modo en que lo tomaban:

«es de chocolate para todos, pero hecho y servido con tanta porquería e indecencia, y tomado tan sin orden, sosiego y con tanta tropelía y bullicio que es uno de los pasos que más disgustan y dan en rostro a los hombres de juicio y de crianza. [... desayunamos] doscientos hombres a un mismo tiempo en una pieza no grande, con malos instrumentos para todo, seis u ocho jícaras y dos o tres vasos para los doscientos y así de las demás cosas. Pero ya en el día es imposible y no hay otro remedio, que cerrar los ojos a la porquería y suciedad, y hacer que no se la grosería e indecencia de estar tantos hombres respetables de honra y de crianza amontonados de tropel y confusamente de pie casi todos y oprimidos por la multitud y en esta indecente postura tomar su desayuno».



Pero el P. Isla se sentaba en la mesa del comandante Beanes y era agasajado con los mismos raciones que recibían los militares de rango superior, el propio Isla recordaba después como él llego a tomar postre:

«A ninguno se le brindó jamás con un poco de dulce, sino a uno solo a quien profesaba el capitán particular inclinación».44



Se refería a él mismo. Luengo no dejaba de preguntarse por las causas que podían llevar a ese «señor capitán, -decía-, que a todos nos trató con no poca dureza y desprecio»45 a tener ese trato de excepción con el P. Isla, pero se inclinaba a pensar que no era motivado por el reconocimiento de que gozaba el escritor en España sino por las recomendaciones que debía haber recibido Beanes «de personas de distinción». Bien es cierto que el trato en el «Nepomuceno» fue el peor de todos, ya que, los jesuitas que viajaban en los buques mercantes, aun dentro del mismo convoy, pudieron acceder a los abundantes y variados alimentos que se habían embarcado y no pasaron tantos padecimientos.

El 14 de junio, a media tarde, fondearon frente al puerto romano de Civitavecchia, la inicial algarabía por estar a punto de alcanzar el fin del viaje se tornó en inquietud primero y más tarde en dolorosa consternación al hacerse público que Clemente XIII no daba autorización para que los jesuitas desterrados de España entraran en sus dominios. Algo que, tal y como reseñaba Luengo, era una negativa anunciada:

«Parece pues evidente [escribía al día siguiente] que ya se sabía en la Corte de Madrid, que el Papa no nos quería recibir en sus Estados cuando se nos hizo salir de El Ferrol y acaso también de los otros puertos. ¿Puede haber mayor crueldad y barbarie que echarnos al mar sin saber, qué han de hacer de nosotros, ni en qué rincón del mundo nos han de dejar? El tiempo irá descubriendo necesariamente estos tratos y negociaciones».46



Las negociaciones, que desconocía entonces el diarista, se llevaron a cabo mientras los jesuitas viajaban con rumbo a Roma, donde el Papa ya había decidido no permitir a estos religiosos su entrada en los Estados Pontificios a pesar del rumor de una posible ruptura de relaciones entre la Santa Sede y Madrid, nada de extrañar si se recordaba la anterior de 1709, con ocasión del reconocimiento del Archiduque por Clemente XI. El revés que supuso esta decisión para los ministros españoles fue tremendo ya que no habían previsto una reacción así por parte de Roma y, desde luego, la idea de repatriar a los jesuitas quedaba absolutamente rechazada. El profesor Giménez explica el protagonismo que en esta operación tuvo Tanucci quien, como buen político, terminara aconsejando al embajador de España en Roma, Tomás de Azpuru, para que se entrevistara con el embajador francés:

una vía, que pronto se mostraría como una tabla de salvación.47


Al día siguiente, 15 de mayo, salían los jesuitas de la ensenada pontificia dando comienzo a la segunda parte del viaje del exilio: la travesía a la isla de Córcega. El Agente de Preces de España en Roma, José Nicolás de Azara, añadía otro argumento en carta a Roda escrita un año más tarde: en su opinión el Papa no había admitido a los jesuitas porque eran enviados a sus Estados por un extraño a sus dominios, el rey de España, y comparaba esa negativa pontificia con la aceptación posterior que permitió a los expulsos instalarse en las legacías pontificias, cuando las tropas francesas entraron en Calvi, argumentando que entonces el Pontífice quería mostrar al mundo que sólo por su bondad y no por presiones extranjeras permitía entrar a los jesuitas españoles en sus Estados48.

El «San Juan Nepomuceno» permaneció anclado, frente al puerto de Civitavecchia, desde las cuatro de la tarde del día 14 de mayo hasta las ocho de la mañana del 15. Ese día una fuerte tempestad le obligó a dirigirse al golfo de San Stefano, donde fondeó aquella misma tarde. Allí se encontraron con el otro navío de guerra, el «San Genaro», y con el convoy de la Provincia de Andalucía. El total de estas escuadras arrojaba la cifra de tres navíos de guerra, dos fragatas suecas y once naves menores de transporte; a bordo de ellas más de mil quinientos jesuitas.

En aquella ensenada comenzaron a tener sus consejos los tres comandantes mientras se hacía aguada, se recogían algunas provisiones y se lavaba la ropa blanca. A las ocho de la mañana del día 18, gracias a un prometedor viento de levante, levantaron anclas y se dirigieron a la isla de Córcega. Después de turbulentas reuniones entre los comandantes que pretendían interpretar unas órdenes tajantes en que bajo ninguna circunstancia podían volver los regulares a España, pero poco concisas en el modo de actuar con ellos y que dejaban poco menos que al arbitrio de los comandantes de los convoyes la decisión del abandono de los jesuitas en aquella isla. Después de llevar frente a esas costas más de un mes, el 3 de julio escribía el P. Luengo :

«No se explica con claridad nuestro capitán Beanes sobre la resolución que se tomó ayer en el Consejo de los Comandantes. Pero se sabe, que el General francés, Comandante de La Bastia, conviene, en que puedan desembarcarnos en las plazas de Argayola, Calvi, Ajaccio y Bonifacio».49



El reparto en estas plazas de las provincias de la Asistencia de España de la Compañía, se realizó del siguiente modo: Andalucía a Algajola, Castilla a Calvi, la provincia toledana a Ajaccio y a San Bonifacio la de Aragón. El 19 de julio

«Domingo y día de las gloriosas santas Justa y Rufina -puntualizaba Luengo-. Después de dos meses cumplidos que nos embarcamos en el puerto de la Coruña y en el mismo día en El Ferrol en el navío de guerra el "San Juan Nepomuceno", hemos saltado hoy en tierra en esta ciudad de Calvi de la isla de Córcega, en cuanto se presenta a la vista, para tan grandes o mayores trabajos como los que hemos tenido en los arrestos, en las prisiones y en los navíos, si es posible, que en tierra les haya comparables con estos últimos».50



Ya en Calvi, el P. Isla volvió a ser un privilegiado, porque mientras que la mayoría de los expulsos vivía en condiciones penosas y compartiendo pequeños habitáculos, a él se le ofreció un al menos digno dormitorio en la casa del párroco de la ciudad. Y vuelve a repetirse esta circunstancia de favor en Bolonia, donde nada más llegar el senador Grassi pone a disposición del P. Isla: «un aposento magnífico -en opinión de Luengo- llamado Crespelano que había sido reservado a su persona».





 
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