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El Padre Coloma en la «Literatura Española en el siglo XIX»

Francisco Blanco García





Parecerá extraño que presente yo aquí formando grupo con Alarcón al P. Luis Coloma1, pero nadie como un jesuita puede emparejar con el autor de ese panegírico de la Compañía, que se llama El escándalo; y si a esto se añaden el gracejo andaluz, el realismo idealista, la tendencia docente y muchas más notas características de entrambos eximios narradores, y la circunstancia de haber llegado el uno al cenit de la celebridad cuando la muerte arrebataba al otro del mundo, las relaciones se estrechan y casi imponen el deber de inscribir al recién venido al palenque de las letras, junto al atleta que en él acaba de sucumbir.

El P. Coloma, al igual de Alarcón, se había adiestrado en la gimnasia de las novelas cortas antes de trazar un cuadro de grandes proporciones; pero los fragmentarios bocetos, miniaturas, paisajes y apuntes del natural dejan ver ya el trazo firme, la selección exquisita y el vigor de tonos magistralmente combinados en Pequeñeces.

Prescindiendo de los Solaces de un estudiante, que salieron a luz cuando aún no estaba decidida la vocación religiosa y literaria del autor, estrenose éste en el púlpito de la novela con El primer baile (1884), ensueño místico que ofreció a sus lectores El Mensajero del Corazón de Jesús, y con el que empalmaron gradualmente, Ranoque, Polvos y lodos, ¡Paz a los muertos!, Caín, La maledicencia, y, con intermedios que no citaré, Pilatillo, La Gorriona, Por un piojo... y Pequeñeces...

El instinto seguro del P. Coloma le hizo conocer el inmenso alcance social de la novela, espada de dos filos esgrimida en pro del bien y del mal, y que él desenvainaba resueltamente como paladín del catolicismo. Las páginas de El Mensajero llevaron por todos los ámbitos de España la voz insinuante del jesuita, ora patética y grave, ora surcada por las vibraciones de la indignación y el sarcasmo, ya como blando rocío de plegaria, ya como chispa eléctrica que abrasa y aniquila. El auditorio del P. Coloma estuvo restringido largo tiempo a los límites del hogar doméstico, de las casas de educación religiosa y de los opulentos recintos aristocráticos; se componía de algunos devotos maduros, de muchísimas devotas, auténticas o mundanas, y de adolescentes próximos a hacer su entrada en el mundo. Todos hubieron de encontrar poderoso atractivo en las historietas del misionero novelista, que acertó a convertirlas en manjar apetitoso para tan distinto género de paladares.

En la Colección de lecturas recreativas2 se atribuye harto mayor importancia que en la generalidad de las novelas al elemento religioso y sobrenatural; juegan otros resortes desdeñados por el indiferentismo racionalista; se retratan con interés afectuoso las travesuras infantiles; se aspiran, en fin, auras frescas y primaverales que dilatan los senos del corazón y purifican la misma hediondez del vicio.

Pero el más intolerante menospreciador de la literatura devota tropezará en las Lecturas recreativas con tal gallarda silueta, primor descriptivo o delicadeza psicológica que le obliguen a descubrirse con respeto ante el simpático mentor de la juventud escolar y del sexo femenino. Ranoque, abandonado por sus padres naturales, el tío Canijo y la tía Cachana, recogido por una piadosa viuda, estupefacto al conocer de súbito la prisión y condena de los dos criminales a quienes debía el ser, y enseñando a su madre el Credo antes de que la infeliz suba al cadalso, es una figura de relieve que se esculpe con rasgos imborrables en la imaginación más berroqueña, Currito Pencas, el de Polvos y lodos, relatando ante un concurso de señoritos nobles y holgazanes sus aventuras de torero en París de Francia, y las palabras que había dirigido al Señó Napoleón antes de matar un toro: «Brindo por bu y por la mujer del bu y por el bucesito chico»; y el regalo que había hecho de su traje al príncipe imperial, y el señoril desdén con que había recibido a Monsiú Coliflor, haciendo una torcía de los billetes que le presentaba como pago de su fineza indumentaria, pegándoles fuego en el velón y ofreciéndoselos para encender el cigarro; este Currito Pencas, digo, no cede en lo saleroso y bien plantado a ningún personaje de los cartones de Goya. El baile de piñata dado por la condesa de Santa María (alias La Gorriona), instigada por sus intrigantes sobrinas, como reto de fidelidad borbónica lanzado a un Sancho Panza de la época de Don Amadeo, a quien cuelgan falsamente la prohibición del minué a la española las pérfidas que lo preparan; los escrúpulos nobiliarios y religiosos de la condesa, y su pavoroso desencanto al sorprender una conversación soez de aquellos jóvenes tan finos y corteses a quienes había abierto ella los salones de su casa; todas las escenas de La Gorriona anuncian ya el maduro talento, la intención sutil, la vena satírica y el desenfado cultísimo, de que el P. Coloma había de ofrecer pronto inolvidable demostración.

Saltemos por encima de los Cuentos para niños, y de las narraciones Por un piojo... y Juan Miseria, pues ya está vibrando, como aguda nota de clarín, en mis oídos y en el del lector, el celebérrimo vocablo Pequeñeces.

Así bautizó el Padre una novela escrita también para El Mensajero, donde la leímos y saboreamos los antiguos admiradores del autor, aunque no se acordasen entonces de ella la mayor parte de los literatos de oficio.

A poco se reunían los fragmentos desperdigados de Revista en dos lindos volúmenes3 que llamaban con su tentadora cubierta la atención de los transeúntes en los escaparates de las librerías de Madrid; susurraron frases de misterio en los círculos y tertulias; recordábase el encarecimiento con que D.ª Emilia Pardo Bazán había ponderado la superioridad del casi incógnito novelista sobre el ilustre Pereda, Palacio Valdés y tutti quanti en la pintura de costumbres aristocráticas; se acumuló en las cabezas y en la atmósfera enorme cantidad de fluido eléctrico, desarrollado simultáneamente por las cavilaciones políticas y el bizantinismo literario, y estalló la tempestad en relámpagos de odio, o adhesión entusiasta, en truenos de vivas o mueras, y en lluvia de artículos o folletos, y de cuchicheos confidenciales o acalorada discusión.

«Desde que apareció impreso El escándalo, de Pedro Antonio de Alarcón, -escribía Luis Alfonso4 al comenzar apenas la marejada-, es decir, desde hace diez y seis años, no se había publicado en Madrid novela que tanto ocupase y preocupase la atención pública como Pequeñeces..., del P. Luis Coloma.

Téngase en cuenta antes de pasar adelante -añadía el celebrado crítico- una circunstancia importantísima: jesuita era el verdadero protagonista de El escándalo; jesuita es el autor de Pequeñeces. No puede pedir más la Compañía de Jesús; nadie, aun en el terreno literario, agita la opinión tanto como ella.

Si así ha sucedido en este caso; si el libro de este autor ha logrado resonancia mayor que los de otros novelistas de gran valer y fama, no consiste sólo en el mérito intrínseco de la obra; consiste, además, en diversidad de causas que concurren al mismo fin.

Trátase en primer lugar de la novela de un clérigo, hecho que en otros tiempos, desde los de La lozana andaluza hasta los de Fray Gerundio de Campazas, no hubiera producido la menor extrañeza por lo usual, pero que hoy por lo inusitado sorprende y choca. Añádase que la novela no es, como pudo imaginar el lector tratándose de un eclesiástico, un libro devoto en forma amena, ni una homilía disfrazada de relato entretenido, ni siquiera una narración circunspecta, timorata y honestísima al modo de Las tardes de la Granja, o siquiera, siquiera, al modo de los cuadros de costumbres de Fernán Caballero; de ningún modo: Pequeñeces... recuerda mucho más a Zola que a Goldsmith; y si el fin es muy religioso, los medios no pueden ser más profanos.

Agréguese a lo expuesto que la novela no trata de la gente plebeya, ni del estado llano, sino de las clases aristocráticas y pudientes, de la sociedad cortesana, que, por estar más o menos torpemente descrita en libros recientes de autores muy conspicuos, había dado ocasión a ruidosas polémicas. Considérese, además, que de un individuo de la Orden de San Ignacio de Loyola, al cargo de la cual corre la educación de los hijos de la mayor parte de las casas nobles y acaudaladas, partía la diatriba más terrible y más despiadada que contra los padres de aquellos hijos se ha escrito nunca. Téngase, por último, en cuenta que, como del libro se colige y fuera del libro se tiene por averiguado, el autor de Pequeñeces... «ha sido cocinero antes que fraile».

En tales términos apreciaba un redactor de La Época5, del diario oficial de la aristocracia española, los violentísimos y encontrados sentimientos que despertó la novela del discutido jesuita.

Pero el motor más poderoso del escándalo que constituye la historia externa de Pequeñeces..., fue la curiosidad malsana y contagiosa de esa muchedumbre que se ve en todas partes y en ninguna, la fiscalización anónima soliviantada por tan irresistible señuelo como es la honra de personajes blasonados.

Desde que, por inducciones maliciosas y secuelas aventuradas, se sustituyeron los nombres y apellidos de la novela con otros de personas, vivas o muertas, pero de carne y hueso; desde que se creyó haber topado con la clave cuya existencia negaba el autor de antemano y con insistente energía, no hubo ya diques ni compuertas que contuviesen el oleaje de la murmuración universal.

Pasaron los días en que el no haber leído Pequeñeces era como salir a la calle sin sombrero. Calmada la efervescencia de los ánimos, no es tan difícil como antes condensar en breves conclusiones el valor moral y literario de aquella obra de singulares destinos.

El P. Coloma, no hay que dudarlo, se propuso atajar la gangrena de la corrupción que invade las más encumbradas esferas de la sociedad, y a este fin echó mano de las medicinas convenientes, decidido a utilizarlas sin repulgos ni contemplaciones. La sátira incisiva y cruel, el consejo en forma directa o indirecta, las conminaciones de castigos eternos y temporales, y las promesas de perdón para los arrepentidos, son recursos de que se sirve el novelista, quizá rebasando alguna vez los lindes de la moderación, pero sin desmentir su noble intento.

Que, por lo visibles y recientes, se prestan los hechos narrados a glosas malévolas; que Jacobo Sabadell resulta la encarnación del mal esposo, del rufián elegante y el político venal; y su querida Currita Albornoz la de la casada infiel, reina de la moda, que por sólo esta cualidad se sobrepone a las damas dignas y decentes; y el marqués de Villamelón, marido de Currita, representa a otros muchos tan imbéciles y ciegos como él, y los demás personajes responden a un simbolismo susceptible de aplicaciones concretas; que por referirse la acción a la época de D. Amadeo y pintar a lo vivo las maniobras de la aristocracia alfonsina, que prepararon la Restauración, quedan ésta y sus hombres clavados en la picota; que los documentos históricos y sociales de Pequeñeces frisan en crudeza con los del naturalismo francés, aunque siempre vayan reprobados por la censura condigna, y nada contengan que ni remotamente excite los bajos instintos de la concupiscencia sensual, todos estos y muchos más cargos que abultó la mala fe servida por la ruindad del entendimiento y el corazón, se explican satisfactoriamente a la luz del propósito moralizador y correccional que presidió al libro del P. Coloma. No se curan las lacerias tapándolas con velos de compasión o de complicidad.

Por otra parte, al aplicar el cauterio a la podredumbre de los vicios refinados y elegantes, no disimula ni apadrina los de las clases media y popular, sin entrar tampoco en odiosas comparaciones que no comporta la índole de un relato novelesco.

El saldo final de catorce mujeres perdidas por ciento veinte mujeres honradas, y aun el otro de bastantes buenas, pocas malas, muchas que, siendo de las primeras, se parecen a las segundas, expresiones numéricas del concepto que merece al autor la aristocracia femenina, de Pequeñeces, no pueden tildarse de injuriosos ni depresivos.

Los remedios prácticos que prescribe el P. Coloma, y en particular el apartamiento de justos y pecadores, serán todo lo impracticables y utópicos que se quiera; pero nada dice esto contra la rectitud de miras y la inflexible entereza de principios en que van inspirados.

No menos intachable y diáfano que la intención pedagógica de Pequeñeces, brilla su mérito como concepción artística. Mucho es haber dado en el hito de la novela de alto coturno, y esclarecida la neblina que impedía contemplar en su verdadero ser el mundo, frívolo y grande a la par, de las costumbres aristocráticas. El P. Coloma las conoce como testigo presencial y las reproduce con mágica exactitud de pormenores, aunque se haya discutido alguno de ellos.

Con la originalidad de Pequeñeces se hermanan la verdad y consecuencia de los caracteres principales, si se exceptúa el de Jacobo Sabadell, afeado por ciertas desviaciones anormales que no pasaron inadvertidas para el autor. Currita Albornoz puede alternar con las más excelsas figuras de mujer que ha producido la novela contemporánea, y así lo proclama, con su autoridad de artista y señora, doña Emilia Pardo Bazán. Los bocetos caricaturescos como Villamelón y el tío Frasquito, suplen con la gracia lo que les haya sustraído de realidad la hipérbole satírica, y el coro de los personajes de segundo término se mueve con holgura, no por simple arbitrariedad del tramoyista que los dirige.

Desde luego sumo entre las perfecciones de Pequeñeces el interés irresistible que aprisiona y seduce la voluntad del lector; interés que, cuando se basa, como aquí, en la fecundidad de inventiva y en la total comprensión del asunto, no tiene nada que ver con los disparatados lances de las publicaciones por entregas.

Nadie se ha atrevido a negar al P. Coloma la maestría en el manejo del diálogo. En lo referente al estilo se le han escatimado los elogios con avara tacañería; se le ha pulverizado en el grosero almirez de un análisis impertinente su prosa, incorrecta, sí, hasta el desaliño y plagada de cacofonías, pero transparente y animada, flexible y pintoresca, penable por las leyes de la Gramática, no por las de la Retórica.

Si Pequeñeces vale mucho como libro aislado, ¿cuánto valdrá como cabeza de una serie? Ya nos lo dirán las futuras hermanas de aquella primorosa novela.





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