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El pensamiento constitucional español en el exilio : el abandono del modelo doceañista (1823-1833)1

Joaquín Varela Suanzes




ArribaAbajoIntroducción

Si se compara la teoría constitucional que defendieron los liberales en las Cortes de Cádiz con la que el grueso del liberalismo español sustentaría a partir de la vigencia del Estatuto Real -comparación que, a grandes rasgos, he procurado hacer en un largo artículo titulado «La Constitución de Cádiz y el liberalismo español del siglo XIX»2- las diferencias son muy notables. Ello es particularmente cierto en lo que concierne al modo de concebir la inserción del Monarca en el seno del Estado constitucional, sus relaciones con los Ministros y las Cortes, así como la estructura y composición de estas últimas. En realidad, como sostenía en este trabajo, las ideas constitucionales que se impusieron en España desde la muerte de Fernando VII hasta la Dictadura de Primo de Rivera,   —64→   no fueron las que triunfaron en Cádiz, sino las que, en contraposición a éstas, formularon los «moderados» e incluso los «progresistas» desde los primeros años de la Monarquía isabelina. Frente a una concepción de la Monarquía similar a la que los franceses habían defendido entre 1789 y 17913, a tenor de la cual unas Cortes unicamerales se configuraban como el órgano central del nuevo Estado, se fueron imponiendo los esquemas de una Monarquía constitucional al estilo de la británica, en la que el Monarca se convertía de iure en el nervio del Estado, aunque ello fuese compatible con la defensa de un sistema parlamentario de gobierno -que la teoría constitucional doceañista había excluido expresamente-, bajo el cual la dirección del Estado se fuese desplazando del Monarca a un Ministerio responsable políticamente ante el Parlamento.

Naturalmente, las nuevas ideas constitucionales no surgieron de repente. Blanco-White las había sustentado ya en El Español, un periódico que se publicó en Londres desde 1810 a 18144. Algunas de estas ideas, como el bicameralismo, se fueron difundiendo entre la familia liberal española durante el exilio de 1814 a 1820, incluso entre los más radicales, como podía ser Álvaro Flórez Estrada5. Pero la difusión de estas ideas, que es inseparable de la recepción de la teoría constitucional europea post-revolucionaria, cobró sobre todo un decisivo impulso durante el Trienio Constitucional de 1820 a 1823 y durante el exilio de 1823 a 1833. Ahora bien, mientras sobre el pensamiento constitucional del Trienio contamos con algunos trabajos de gran interés, como los de Rodrigo Fernández Carvajal6 y Antonio Elorza7, el segundo exilio es un período histórico poco estudiado hasta ahora desde el punto de vista de la historia del pensamiento constitucional, pues el ameno libro de Vicente Llorens Castillo, Liberales y Románticos. Una emigración española en Inglaterra (1823-1834), se centra en el plano literario y a este respecto es fundamental para conocer la recepción del romanticismo en España.

En este trabajo voy a exponer precisamente la evolución del pensamiento constitucional español durante esta decisiva década, con lo que me gustaría contribuir, así, a   —65→   paliar esta importante laguna en la historiografía constitucional española. Para tal cometido, aparte de la oportuna bibliografía, he consultado en diversas bibliotecas de Londres, París y Madrid un conjunto de fuentes de primera mano, como algunas revistas inglesas de la época y diversos periódicos publicados en castellano por los exiliados españoles en las capitales de Inglaterra y Francia. La consulta de estos documentos permite comprobar el distanciamiento del grueso del liberalismo español respecto del modelo constitucional gaditano y su apuesta por un tipo de Monarquía constitucional similar al vigente entonces en las principales naciones de la Europa Occidental. Precisamente, conviene comenzar este estudio describiendo someramente cuál era la Europa constitucional con que se toparon los refugiados españoles, sobre todo hasta el estallido de la Revolución de Julio, cuyo impacto constitucional se analizará más adelante.






ArribaAbajoLa Europa que acogió al exilio español

La mayor parte de los liberales españoles, y desde luego los más significativos, se vieron obligados a huir de España a partir del restablecimiento de la monarquía absoluta, en 1823. Este éxodo fue todavía mayor y más largo que el de 1814. Y sobre todo fue mucho más decisivo para la historia del constitucionalismo español. El contingente más numeroso de exiliados se dirigió a Inglaterra, país en el que se refugiaron Álvaro Flórez Estrada, José María Calatrava, Agustín Argüelles y Antonio Alcalá Galiano, entre otros muchos. Como ha escrito Vicente Llorens Castillo -que ha estudiado de forma muy sugestiva la actividad de los refugiados españoles, muy en particular la literaria-, durante estos años «las circunstancias históricas convirtieron a Londres en centro intelectual de España y aun de Hispanoamérica»8. Otros liberales muy descollantes, como el Conde de Toreno, Francisco Martínez de la Rosa y Andrés Borrego, prefirieron asilarse en Francia, a donde la colonia liberal radicada en Inglaterra se trasladó casi enteramente en 1830 con el triunfo de la revolución de Julio. Un número menor de españoles se repartió por otros países europeos, como Bélgica y, a partir de 1826, Portugal.

Pero sobre todo en Londres, primero, y en París, después, los liberales españoles tomaron contacto con las nuevas ideas políticas y constitucionales en boga, muchas de las cuales ya se habían difundido en España durante el Trienio, al amparo de la libertad de prensa y de la febril actividad que caracterizó a este breve, pero intensísimo período histórico9. En el exilio, la flor y nata del liberalismo español, que jugaría un papel clave   —66→   durante la Monarquía isabelina, siguió leyendo con avidez a Jeremy Bentham, así como a los más sobresalientes tratadistas franceses de la Restauración y de la Monarquía orleanista, como los doctrinarios Guizot y Royer-Collard, los liberales Constant y Thiers, el romántico Chateaubriand y los positivistas Comte y Saint-Simon. Autores todos ellos conocidos ya en la España del Trienio por una élite culta, en gran medida por la labor difusora que había llevado a cabo la revista El Censor10. Característica común de estas disímiles orientaciones doctrinales europeas era el rechazo hacia los viejos apotegmas racionalistas del iusnaturalismo revolucionario, como el dogma de la soberanía popular y el principio, tan mecanicista, de la división de poderes, frutos ambos de una concepción de la política y del Estado tildada ahora despectivamente de «dieciochesca».

Pero los liberales españoles no se limitaron a profundizar en el estudio de las nuevas teorías políticas y constitucionales vigentes en Europa, tan distintas de las que habían inspirado a la Constitución de 1812 -tachadas por los más importantes publicistas europeos de poco acordes con «el espíritu del siglo»- sino que tuvieron oportunidad de conocer in situ el funcionamiento del sistema parlamentario de gobierno, al que el código doceañista, como antes la Constitución francesa de 1791, había cerrado el paso, según queda dicho, lo que no ayudó, desde luego, a solucionar los conflictos que surgieron durante el Trienio entre el Rey, sus Ministros y las Cortes. El conocimiento de este sistema de gobierno fue particularmente fructífero en Inglaterra, en donde por esos años el Cabinet system había hecho también notables progresos, sobre todo tras la incorporación de Canning y Peel, en 1822, al Gabinete de Lord Liverpool, y mucho más después de la muerte de éste, en 1827. Es preciso tener en cuenta que por esos años tanto la teoría del Cabinet system como la práctica constitucional que lo amparaba -esta última se había adelantado siempre a aquélla- se había abierto camino notablemente al socaire del debate que había suscitado desde principios de siglo el problema de la emancipación de los católicos. Un debate que había puesto sobre el tapete la cuestión de la responsabilidad política de los Ministros ante el Parlamento y la centralidad del Gabinete en la realidad constitucional inglesa. Cuando llegan los liberales españoles a Inglaterra, las teorías dieciochescas de la división de poderes y del equilibrio constitucional, aun manteniéndose vivas, estaban ciertamente moribundas. Intelectuales y políticos como Burke, Fox y Bentham, a fines del siglo XVIII, y James Mill, Lord Jhon Russell, Thomas Erskine, J. J. Park y Jhon Austin, en el primer tercio del siglo XIX, habían arremetido contra estas teorías y abierto el camino a la doctrina del Cabinet system, como he tratado de mostrar en mi artículo «La Monarquía en el pensamiento constitucional británico durante el primer tercio del siglo XIX»11.

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En lo que atañe a Francia, resulta indudable que durante los primeros seis años del reinado de Luis XVIII se introdujeron algunos mecanismos básicos del sistema parlamentario de gobierno. Un sistema sobre cuya adaptación a la Carta de 1814 polemizaron muy brillantemente Benjamín Constant, Guizot, Royer -Collard y Chateaubriand-, sobre todo a raíz de la disputa que había surgido, en torno a 1815, con motivo de la Chambre introuvable12. Ahora bien, desde el asesinato del Duque de Berry (hijo del Conde de Artois y, por tanto, sobrino del Rey), en Febrero de 1820, la parlamentarización de la Monarquía había sufrido un franco retroceso13. En realidad, este asesinato supuso el fin del período liberal de la Restauración y del abstencionismo del rey en la vida pública. Hasta esa fecha Luis XVIII -que había vivido un largo exilio en Inglaterra- había preferido dejar el Gobierno en manos de un Premier Ministre, ya fuese Talleyrand, Richelieu, Dessoles o Décazes. La muerte del Duque de Berry supuso la caída de Décazes y el nuevo acceso al poder de Richelieu, apoyado por el Conde de Artois, bajo cuya presión se llevó a cabo una política reaccionaria (entre la que se inscribe la intervención en España de los Cien Mil Hijos de San Luis), pero no lo suficiente para los Ultras y para su protector, quien retiró su apoyo a Décazes, lo que provocó su caída y el nombramiento de Villèle, quien estaría al frente del Gobierno hasta 1828. El retroceso en la parlamentarización de la Monarquía sería todavía mayor tras la muerte de Luis XVIII, en 1824, y el acceso al Trono de su hermano, el Conde de Artois, coronado en Reims -según costumbre de la vieja Monarquía- con el nombre de Carlos X. Este Monarca pensaba que Luis XVIII había sido débil al conceder la Carta constitucional en 1814 y mucho más al restablecerla en 1815, después del fracaso del «Imperio liberal» de los Cien Días. Sin embargo, bajo el reinado de Carlos X -en quien los liberales españoles huidos del absolutismo de Fernando VII no podían tener mucha confianza- algunos mecanismos consustanciales al sistema parlamentario de gobierno, subsistieron, como ocurrió con la respuesta dada por el Parlamento al Discurso del Trono, l'adresse, que había dejado de ser una mera contestación de cortesía para convertirse en un alegato político de las Cámaras, cuya discusión dio lugar a debates   —68→   parlamentarios muy vivos. Así ocurrió con la Adresse que en Marzo de 1830 presentó Royer-Collard, Presidente a la sazón de la Cámara de los Diputados, contra el Gobierno Polignac, que supuso el principio del fin de Carlos X e incluso de la Monarquía borbónica.

Es preciso tener en cuenta, asimismo, que durante esta época Portugal había dado pasos muy firmes en la nueva dirección del constitucionalismo europeo14. Su primera Constitución, la de 1822, había estado marcadamente influida por la española de 1812 y, por tanto, indirectamente, por la francesa de 1791. Como aquellas dos, la Constitución portuguesa articulaba una Monarquía basada en el principio de la soberanía nacional y en una concepción muy rígida de la división de poderes. Había sido el fruto más querido del movimiento vintista, trasunto del doceañismo español. Pero la vigencia de la Monarquía articulada en este texto resultó tan breve como en Francia y España15. Menos de dos años después de proclamarse la Constitución de 1822, Don Miguel restauró el absolutismo. El liberalismo portugués, tan débil o más que el español, y por las mismas razones16, consiguió en 1826 desembarazarse de tan poco liberal Monarca y proclamar, con la ayuda inestimable de Inglaterra, una nueva Constitución o, más exactamente, una Carta Constitucional, en la que se recogían las nuevas teorías del constitucionalismo europeo posterior a Napoleón, que alguno s liberales portugueses -como el Duque de Palmela- habían tenido oportunidad de conocer directamente en su exilio londinense, pues en la época que ahora se examina Londres, tanto o más que París, se había convertido también en la capital del liberalismo portugués17.

La Carta de 1826 era casi una copia de la Carta brasileña de 1824, que a su vez se había inspirado en la francesa de 1814. Como ésta, respondía al principio monárquico. Se trataba de una Carta otorgada por Don Pedro a sus súbditos, en la que era patente la influencia de Benjamín Constant. Su artículo 11, en efecto, añadía a los tres clásicos poderes del Estado un cuarto: el moderador, atribuido al Monarca, y que   —69→   el artículo 71 -siguiendo literalmente al publicista suizo- definía como «a chave de toda organizaçao política». Como titular del poder moderador, el artículo 74 concedía al Monarca las facultades de convocar, prorrogar y suspender las Cortes, así como la de disolver la Cámara de los Diputados, debiendo convocar elecciones generales inmediatamente. El Monarca nombraba Pares sin número fijo, sancionaba las leyes -incluidas las constitucionales, que no se distinguían formalmente de las ordinarias-, nombraba y separaba libremente a los Ministros y ejercía el derecho de gracia e indulto. Esto es: se trataba de las competencias que Benjamín Constant había atribuido al Rey como pouvoir neutre.

La Carta de 1826, no obstante, se separaba del criterio del publicista francés al no distinguir con claridad entre el poder regio y el ministerial. Según el artículo 75, en efecto, el Rey, además de Jefe del Estado, era también el titular del poder ejecutivo -y como tal se le otorgaban amplias competencias en este campo-, aunque dicho artículo declarase que este poder lo debía ejercer a través de los Ministros. El Ministerio se regulaba en el mismo Título dedicado al Rey (el Quinto), si bien en un capítulo propio (el Séptimo), con lo que la timidez a la hora de distinguir el poder regio del ministerial se confirmaba. La Carta, no obstante, permitía que el Ministerio se articulase como un órgano colectivo y responsable ante el Parlamento18.

La Carta portuguesa de 1826, en definitiva, articulaba una Monarquía constitucional tan próxima a las tesis de Constant como el Acta Adicional de 1815 -un texto que el teórico del «poder neutro» había redactado a petición de Napoleón y que sirvió para que éste justificase constitucionalmente su «Imperio de los Cien Días»- y desde luego mucho más que la Carta francesa de 181419. Como en toda Monarquía constitucional, el desarrollo del sistema parlamentario dependía de las relaciones que en la práctica mantuviesen el Monarca, el Gobierno y el Parlamento20. La potencialidad parlamentaria de la Monarquía no dio tiempo, sin embargo, a que se desplegase, puesto que a los dos años de aprobarse la Carta Don Miguel regresó a Portugal y restableció el absolutismo.



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ArribaAbajo Londres, capital de la España libre


ArribaAbajo El constitucionalismo español ante la opinión pública inglesa

Este era el contexto político y constitucional que los liberales españoles encontraron en su exilio europeo hasta la revolución de Julio de 1830, cuyo impacto constitucional en la Europa occidental y en el exilio español se verá más adelante, como queda dicho. Veamos a continuación de qué modo este contexto influyó en sus planteamientos doctrinales. Comencemos por Inglaterra. En este país los emigrados españoles fueron en general magníficamente recibidos por los ingleses de toda clase y condición, quienes incluso contribuyeron a sostenerlos económicamente. Ahora bien, tal recibimiento no fue óbice para que los dos principales partidos políticos de Inglaterra no tributasen precisamente demasiados homenajes ni elogios a la Constitución de 1812. Oigamos lo que dice sobre este particular Antonio Alcalá Galiano, un perspicaz testigo de los acontecimientos: «Cuando, al terminar 1823 y en los días primeros de 1824, apareció el gran golpe de los emigrados o refugiados españoles en Inglaterra, fueron todos ellos recibidos por lo general del pueblo con favor extremado. Bien es verdad que los tories, por entonces dominantes, pues de su bando eran los Ministros, y la parte más crecida de la Nación que en las cosas políticas influye o toma empeño, habían mirado con aversión a veces excesiva la causa de la Constitución de 1812 y a sus restablecedores y defensores, y aun visto con cierto agrado de satisfacción el triunfo del Duque de Angulema y del poder francés; venciendo en sus ánimos el odio a la democracia y a la revolución, y el afecto parcial a los Barbones de Francia, el disgusto que solía causar el engrandecimiento de una potencia rival antigua y moderna de la Gran Bretaña... Los Whigs -continúa Galiano- no admiraban mucho nuestra caída Constitución, pero habían sustentado nuestra causa en el Parlamento y por la vía de la Imprenta, y tenían más motivos para protegernos y agasajarnos vencidos porque la parte de nuestras doctrinas para ellos censurable, si no odiosa, mal podía propagarse. En cuanto a los radicales, nos recibían con los brazos abiertos, como a hermanos y mártires por una causa que les era común, sin pensar que no todos los españoles profesaban su fe...»21.

Esta opinión se confirma con la lectura de las revistas inglesas más relevantes de la época desde el punto de vista político e intelectual, como The Quarterly Review y The Edinburgh Review, órganos oficiosos de los partidos tory y whig, respectivamente;   —71→   The Westminster Review, órgano de los radicales seguidores de Bentham; y, en fin, la prestigiosa New Monthly Magazine, de carácter más literario que político. La lectura de estas publicaciones resulta extraordinariamente provechosa e interesante22. No se olvide que se trataba de las revistas más sobresalientes de la nación más poderosa del siglo XIX. En ellas aparecen artículos, siempre sin firma, en los que se comentan las obras más destacadas de Lord Byron, Coleridge, Wortworth, Walter Scott, James Mill, Jeremy Bentham, Malthus, Goethe, Benjamín Constant, Say y Chateaubriand. En otras ocasiones se analiza la situación política, económica y literaria de Inglaterra y del resto del mundo, con una mentalidad abierta y universal realmente admirable, que no deja de suscitar la envidia de todo español conocedor de la penuria intelectual de la «década ominosa». Una década al final de la cual un Ministro de Fernando VII, el tristemente célebre Calomarde, ordenó cerrar todas las Universidades españolas y, acto seguido, abrir una Escuela de Tauromaquia...

Ahora bien, la lectura de estas revistas resulta también de gran interés para saber lo que en Inglaterra se pensaba de España e incluso para conocer la evolución del pensamiento constitucional de los exiliados españoles, pues algunos de ellos, como Blanco-White y Alcalá Galiano, llegaron a colaborar en estas revistas, como se verá más adelante. Es evidente el interés que suscita España, tanto desde un punto de vista literario como político. En plena marea romántica se exalta la literatura española de la Edad Media y del Siglo de Oro, se comenta desde diversos ángulos la Peninsular War -todavía muy viva entre los ingleses- y se examina la obra legislativa de las Cortes de Cádiz. El absolutismo de Fernando VII, el fracaso del Trienio, la intervención militar francesa y, en fin, la emancipación de las colonias hispanoamericanas son fenómenos históricos que recaban también la atención de estas revistas. La imagen de España que se ofrece en ellas es ambivalente: de un lado, se siente admiración y simpatía por la originalidad y bravura de su pueblo, demostrada con creces durante la lucha contra Napoleón (el héroe/enemigo por antonomasia, que alimentaría la concepción geniocéntrica de la historia, tan de moda gracias a Carlyle); pero de otro lado, pese a su distinta orientación ideológica, estas revistas coinciden en describir a España según los tópicos -muchos de ellos ciertos, algunos no y otros no tanto- de la Leyenda Negra: España como el país del fanatismo y de la superstición, de la intolerancia y de la Inquisición, carente de interés por la industria y el progreso, sin que faltasen las alusiones al influjo oriental en las costumbres e idiosincrasia de los españoles23.

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Pero lo que cumple destacar en este trabajo es que tanto la conservadora The Quarterly Review como la más liberal The Edinburgh Review muestran escasas simpatías hacia la Constitución de Cádiz. Para diversos articulistas, uno de los principales defectos de este código consistía en haber establecido una forma de gobierno fundada en la omnipotencia de una Asamblea popular, según había ocurrido en las Constituciones revolucionarias francesas. Baste citar a título de ejemplo el artículo Affairs of Spain, que apareció en el número XXVIII de la Quarterly Review, correspondiente a los meses de Octubre-Enero de 1822-1823. Su anónimo autor argüía que, aunque mejorada, la Constitución de Cádiz era un calco de la francesa de 1791 y que, por tanto, sus redactores habían dado la espalda a la «Constitución de estas islas». Si acaso, añadía el articulista con indudable exageración, los únicos precedentes que habían tenido en cuenta eran «los procedimientos del Long Parliament, mientras que los abogados de la legislatura anual y del sufragio universal habían sido sus únicos consejeros» 24. La Constitución de Cádiz, a juicio del autor de este artículo, había establecido «un Rey sin poder». No obstante, el principal error del código doceañista consistía, junto a la intolerancia religiosa, en haber excluido a la nobleza «de cualquier influencia política, con la vana pretensión de que una Nación puede ser gobernada por una Asamblea popular sin otra clase de controles que el ejercicio de la prerrogativa regia, un veto de carácter suspensivo y por el curioso expediente de nombrar, como consejeros de la Corona, a un Consejo de Estado elegido y financiado por las Cortes».25

En una línea parecida apareció en el número LXXV de la Edinburgh Review, correspondiente al mes de Febrero de 1823, un artículo titulado Spain, en el que su también anónimo redactor, después de censurar en términos muy severos la intervención de los Cien Mil Hijos de San Luis, insistía en que la Constitución de Cádiz contenía «algunos términos susceptibles de ser interpretados de forma errónea y dañina», además de no proporcionar «los medios necesarios para atraer a aquellas clases sociales vinculadas a la propiedad y a la opinión y, en fin, de no haber hecho lo necesario para mantener la autoridad de las Cortes alejada de las precipitadas y pasajeras pasiones populares»26.

La Westminster Review, en cambio, es mucho más condescendiente con la Constitución de Cádiz y con los hombres que la habían defendido durante el Trienio. A este respecto, por citar un sólo ejemplo, en el volumen VI, correspondiente a los meses de Mayo y Julio de 1826, el autor de un artículo que lleva por título Spanish Novels disculpa la negativa de los liberales españoles a modificar la Constitución de Cádiz bajo la presión de las potencias extranjeras, aunque aquéllos estuviesen de acuerdo en reconocer -como de hecho lo estaban, según se señala en este artículo- que este código   —73→   no estaba ni mucho menos libre de defectos27. El articulista se muestra, asimismo, muy comprensivo con la negativa de los liberales españoles a introducir una segunda Cámara colegisladora para dar representación a la aristocracia. A este respecto, después de esbozar muy críticamente el papel de esta clase a lo largo de la historia de España, recordaba que la aristocracia se había manifestado mayoritariamente hostil al nuevo orden establecido por la Constitución, por lo cual acusar a los liberales españoles de no haberle dado un lugar propio en el Parlamento resultaba ser «la más absurda de todas las acusaciones, aunque la más repetida en diferentes épocas y lugares»28.




ArribaAbajoBlanco-White y Alcalá Galiano

En Londres, capital de la España emigrada, algunos liberales españoles llevaron a cabo una importante labor cultural y política. Incluso se relacionaron con la élite de aquel país. El papel de Lord Holland fue muy relevante en este sentido. El aristócrata inglés, cuyo amor por España y por la libertad ya se había puesto de manifiesto durante la guerra de la Independencia29, fue durante el exilio el más destacado protector de los refugiados españoles en la capital de Inglaterra (que por aquel entonces se había convertido ya en la capital del mundo). Blanco-White fue durante un tiempo su secretario personal y Agustín Argüelles su bibliotecario30. Blanco-White, que dominaba a la perfección el idioma inglés, llegó a colaborar en la prestigiosa revista The Quarterly Review, en donde publicó, en Abril de 1823, un artículo titulado «Spain» en el que trazaba una breve historia intelectual y religiosa de España, «que con toda su parcialidad y sus yerros -son palabras de Llorens- constituye quizá el ensayo de interpretación más original escrito con anterioridad a la generación del 98»31. En este artículo Blanco insistía en algunas de las tesis que anteriormente había expuesto en El Español. Tachaba, por ejemplo, al artículo tercero de la Constitución de Cádiz -en el que se proclamaba la soberanía nacional- de incurrir en   —74→   una «geometrical definition»; defendía la reforma radical de este texto, en lo atinente sobre todo a la estructura de las Cortes; y, en fin, arremetía contra «the poisonous french drugs» en materia política y constitucional32.

Justo un año más tarde, pero ahora en la radical «Westminster Review», Alcalá Galiano publicó un artículo, titulado igual que el de Blanco y con un interés no menor33, en el que se mostraba favorable básicamente a la Constitución de 1812, aunque reconocía que este texto contenía demasiadas disposiciones de carácter puramente reglamentario y que regulaba la cuestión religiosa desde un punto de vista completamente inadmisible. A su entender, el Consejo de Estado previsto en esta Constitución tenía, además, los defectos de una Cámara Alta sin ninguna de sus ventajas. Añadía el liberal español que este texto jurídico concedía muchas perniciosas prerrogativas al Monarca, a la vez que le había despojado de algunas facultades que hubiese sido aconsejable haberle conferido, aunque sobre estos extremos se muestra aquí no ya lacónico, sino incluso hermético34.




ArribaAbajo«El Español Constitucional»

Pero además de colaborar en las revistas inglesas, los exiliados españoles fundaron en Londres varias publicaciones en castellano de carácter literario o político. Dentro de estas últimas es preciso destacar dos: «El Español Constitucional», que ya se había publicado en Inglaterra entre 1818 y 1820, y que vuelve a ver la luz entre 1824 y 1825, y «Ocios de Españoles Emigrados», que apareció desde 1824 a 1827. La primera, dirigida por el médico Pedro Pascasio Fernández Sardino y Manuel María Acevedo, respondía a los planteamientos de los «exaltados», en particular a los de Álvaro Flórez Estrada y a los Comuneros, mientras que la segunda era afín a los «moderados» o «doceañistas», desempeñando en ella un papel clave los hermanos Jaime y Joaquín Lorenzo Villanueva, así como Canga Argüelles35.

Ocupémonos ahora de El Español Constitucional36. En esta revista, cuyo primer número es de Marzo de 1824 y el último de Junio del 1825, brillan por su ausencia   —75→   los artículos de reflexión sobre la teoría constitucional, a diferencia de lo que había ocurrido en su primera época, en la que se habían publicado algunos trabajos de interés para calibrar el pensamiento constitucional de los exiliados. Ahora prevalecen los artículos de contenido político, en los que más que analizar con sosiego las ideas o los hechos históricos, se prefiere polemizar ásperamente sobre las actuaciones de los diversos partidos durante el Trienio o incluso sobre la actitud de algunos de sus miembros más relevantes. Las páginas de El Español Constitucional fueron testigos, por ejemplo, de la disputa en la que se enzarzaron Álvaro Flórez Estrada y José María Calatrava, quienes se habían sucedido al frente de los dos últimos Gobiernos del Trienio. Una polémica en la que terció Antonio Alcalá Galiano desde las páginas del Times37.

El Español Constitucional utiliza en esta segunda época un tono más exasperado que en la primera, como consecuencia de la frustración y el desencanto que provocó el fracaso del Trienio. Un simple botón de muestra: un tal Milón llega a lamentar que los revolucionarios españoles de 1820 no hubiesen procedido al «esterminio de la familia reynante»38. Los redactores de esta revista reservan sus peores insultos a Fernando VII, sin dejar de vituperar a los sectores de la sociedad española que le habían apoyado en sus designios absolutistas, como la mayor parte de la aristocracia y del clero. Contra este último, muy en particular, lanza esta revista sus peores denuestos (al igual que contra el Vaticano). Se repiten, asimismo, las críticas, a veces feroces, contra los «afrancesados», de los que se afirma «que siempre han ocupado en España el lugar de los mozos de cordel, o los cocheros simones, dispuestos a servir al que quiera ocuparlos»39. Concretamente se menciona repetidas veces a Hermosilla, a Cea Bermúdez, a Javier de Burgos, a Sebastián Miñano y al periódico El Censor, al que se define como «arma terrible contra la Constitución de Cádiz»40.

De la encendida y abrupta dialéctica de El Español Constitucional, tantas veces demagógica, no se salvan tampoco los liberales «doceañistas» que ocuparon los tres primeros Gobiernos del Trienio, presididos por Argüelles, Felíu y Martínez de la Rosa, respectivamente. A juicio de esta revista, los hombres que de 1810 a 1814 «parecían el non plus ultra del liberalismo», habían pasado a ocupar durante el trienio de 1820 a 1823 «inferior lugar al que ocupaban en la primera época serviles furibundos», por   —76→   lo que en el futuro debían «darse ya por jubilados...» 41. A los «doceañistas» se les acusa -al igual que habían hecho ya los «exaltados» durante el trienio- de haberse preocupado más de conservar sus empleos que de bregar por la revolución, así como de restringir las libertades de expresión y reunión y de contemporizar con los realistas que siguieron ocupando altos cargos en el ejército, la administración y la judicatura, en lugar de depurarlos o incluso exterminarlos, sobre todo después de los graves enfrentamientos callejeros entre exaltados y realistas habidos el 7 de Julio de 1822, durante el Gobierno de Martínez de la Rosa42. Este liberal fue precisamente uno de los hombres más atacados por El Español Constitucional, junto con Toreno. A ambos se recrimina, entre otras cosas, el haber querido reformar la Constitución de Cádiz con el objeto de introducir en ella una segunda cámara conservadora, o, en palabras de esta revista, «el plan de las Cámaras, con cuyo establecimiento se lisonjeaban ya mandar siempre a la nación con el título de pares»43.

El Español Constitucional dedica mucha tinta a defender la necesidad de una insurrección revolucionaria contra el absolutismo, comandada por un hombre genial y heroico. Una idea cara al viejo y desgastado jacobinismo que entroncaba con la tesis del hombre providencial, tan en boga en el ambiente romántico de entonces, embelesado con las figuras de Jorge Washington y Bolívar, como antes lo había estado con la de Napoleón44. Así, en un artículo firmado por Filópatro, se dice: «una revolución bien combinada, bien seguida y dichosamente terminada, ha de ser obra exclusiva de un genio privilegiado que reúna la opinión universal: de un adalid, cuyo solo nombre arrastre como por magia a sus banderas sectarios de todos los partidos, y haga caer de las manos del asesino el arma sanguinaria con que despedaza al patriota»45. Otro articulista -que no dudaba en mencionar a Jorge Washington como «prototipo de los héroes» y como «ángel tutelar de la humanidad»46- coincidía también en que «la gran cuestión» que se planteaba entonces a los liberales, al menos a los «exaltados», en donde se encontraba «el almacén de municiones de guerra y el depósito de soldados de la patria»47 -era la de saber si había o no entre   —77→   ellos «un legislador profundo e incorruptible, que sepa respetar y hacer que se respete la dignidad del hombre y los derechos inherentes al estado de socialidad»48.

¿Qué se dice de la Constitución de Cádiz? La verdad es que en este terreno, como ya se advirtió, la lectura de esta revista resulta bastante decepcionante. Pocas son las referencias que se hacen a este texto. Ciertamente ya no están tan llenas de veneración como las que este mismo periódico había hecho en su primera época. Álvaro Flórez Estrada, por ejemplo, no se recata en manifestar su desacuerdo con algunas disposiciones del código doceañista en lo relativo a la organización del Poder Judicial49. No obstante, de las páginas de esta revista no se puede deducir que sus redactores estuviesen interesados en reformar esta Constitución o reemplazarla por otra nueva. Es cierto que en algunas ocasiones se emiten opiniones a favor de la República50, mezcladas a veces con la idea de una federación con Portugal51. Pero estas opiniones semejan ser más el fruto de una acibarada y vengativa actitud contra Fernando VII que la expresión de unas firmes convicciones políticas. Lo que sí parece claro es que los redactores de El Español Constitucional ya no simpatizaban mucho con el historicismo nacionalista, que había sido una de las grandes fuentes ideológicas en las que había bebido el liberalismo doceañista, ni, por tanto, con entroncar la futura edificación del Estado Constitucional español con las viejas leyes fundamentales de la Monarquía. Es ilustrativo a este respecto el artículo de Filópatro, titulado «Al futuro restaurador de la libertad en España», en el que, desde un racionalismo antihistoricista, se critica la idea, tan querida por los liberales doceañistas, de restaurar las viejas leyes fundamentales de la Monarquía española, y se sostiene, pasando por alto lo que habían sustentado Jovellanos, Martínez Marina, Agustín Argüelles y los demás redactores del Discurso Preliminar al código de 1812, que durante la vigencia del Fuero Juzgo, esto es, del «código constitucional de la Monarquía gótica», el pueblo, pese a los concilios, no había tenido «intervención directa ni   —78→   indirecta en la formación de las leyes... ni los reyes reconocieron en él más que el deber de obedecer a ciegas las órdenes del trono». Lo mismo seguiría ocurriendo, pese al nacimiento de las Cortes, a lo largo de la Reconquista, incluso en la Corona de Aragón, pues aquí los reyes «fueron desvirtuando paulatinamente» las «leyes sapientísimas» de este reino, como el Fuero de Sobrarbe, el «inmortal privilegio de la unión» y la «institución prodigiosa» del «Gran-Justicia»52. En consecuencia, se preguntaba este articulista, «¿qué importaría que la famosa Constitución de 1812 fuese en verdad deducida de la reunión de las antiguas de España, si la destrucción de unas y otra está diciendo a voces la insuficiencia de sus bases para sostenerse sin hundirse el peso incalculable de la potestad real?»53.




ArribaAbajoLos «Desengaños políticos» de Canga Argüelles

La consulta de los Ocios de Españoles Emigrados54, que era una revista de un nivel intelectual sin duda más elevado que el de El Español Constitucional, permite comprobar con mucha mayor claridad el cambio doctrinal que experimentó buena parte del liberalismo español -y no sólo el que más tarde figuraría en las filas moderadas, sino también en las progresistas- en su contacto con la realidad constitucional europea. Veámoslo. En los Ocios se defendió en varias ocasiones la necesidad de modificar las bases constitucionales del texto de 1812 en una dirección conservadora. Esta defensa se puso de relieve en el anónimo comentario que, en los números de Enero y Febrero de 1825, se hizo al libro de Duvergier de Hauranne Ojeada sobre España, en el que el célebre publicista francés no ahorraba críticas a la Constitución de Cádiz (a la que calificaba de «funesto remedo de la de 1791, en la cual se introdujeron los elementos más populares y menos convenientes para una Monarquía») y hacía votos por el afianzamiento en España de unas instituciones similares a las que Luis XVIII y la Carta de 1814 habían dado a Francia55.

Pero en donde quedaba más patente el abandono de los esquemas constitucionales doceañistas era en una serie de artículos que, escritos a modo de «Cartas» y publicados de Julio a Septiembre de 1826, llevaban el significativo título de «Desengaños   —79→   Políticos». Llorens atribuye la autoría de estas Cartas a Canga Argüelles56, miembro durante el Trienio del «Gobierno de los presidiarios», junto a su paisano Agustín Argüelles, pero que durante su estancia en Inglaterra fue atemperando mucho su liberalismo. En estos «Desengaños Políticos» Canga insiste en que los intentos de reformar la Constitución de Cádiz en el Trienio, al venir condicionados por el temor a represalias de países extranjeros, no podían justificarse en absoluto, so pena de poner en entredicho gravemente la dignidad nacional y el honor personal. Ahora bien, aclarado este extremo, Canga no tiene reparo en confesar que la Constitución de Cádiz había muerto «en el año de 1814, cuando los pueblos apenas la conocían». Si se había restablecido en 1820 no había sido porque sus partidarios «la reputaran exenta de defectos... sino porque era la única bandera honrosa y legal de reunión que se presentaba». En cualquier caso, esta Constitución había vuelto «a expirar en 1823», por lo que restablecerla de nuevo sólo «serviría para reproducir los males y perpetuar la desunión» entre los españoles57. La oposición internacional así como la del Clero y la de la nobleza dentro de España, aconsejaban no seguir insistiendo en su restablecimiento. Antes bien, era preciso buscar una Constitución que agradase en el exterior y que, en el interior, no suscitase ni recelos ni antipatías, para lo cual Canga apuesta por un liberalismo menos dogmático y más pragmático, que refrenase «la tendencia a las reformas exageradas» y que propendiese a ejecutar «las que puedan realizarse de un modo estable». «No olvidemos -advierte- que la compacta alianza de los Gabinetes europeos nos obliga a acomodar a ella nuestras ideas. La triste experiencia de la Revolución francesa y los resultados del poder gigantesco del General del siglo, han dado una dirección tal al giro de la política, que la avizorada suspicacia que en otros siglos se empleaba en espiar los armamentos de los soberanos, se ocupa hoy en observar los movimientos de los pueblos y la inclinación de sus opiniones...»58.

Canga Argüelles, circunscribiendo más estas ideas al plano constitucional y mostrando que el historicismo nacionalista no había desaparecido entre los antiguos «doceañistas», se adelanta a la solución que ocho años más tarde darían los autores del Estatuto Real al afirmar que el nombre que daría a la futura Constitución española sería el de «Código de las Leyes Fundamentales» o aún mejor el de «Fuero General de España», que lleva unida así la memoria de las glorias y de la libertad. Canga sigue considerando válido el principio de soberanía nacional, pero no insiste demasiado en él al estimar que se trataba ante todo de una «cuestión académica». Esta actitud, escéptica y flexible, le lleva a admitir e incluso a defender la posibilidad de que en el futuro el restablecimiento de la libertad en España fuese fruto, no de una Asamblea   —80→   Constituyente, sino de una Carta Constitucional otorgada por el Monarca, como a su juicio había ocurrido siempre en Inglaterra y, desde 1814 y 1826, en Francia y Portugal. España debía seguir también este camino, «fundiendo las pretensiones de los liberales y de los realistas en un código que, sin alterar las bases de la libertad, santificadas por la antigüedad, asegure la independencia de la Nación, la libertad del ciudadano y la propiedad, y el cual viniendo de manos del Monarca a la Nación y reconocido por ambos, los ligue al cumplimiento exacto de sus recíprocos deberes»59. Este Código constitucional, aunque inspirado en las antiguas leyes fundamentales de la Monarquía española, debía extraer de ellas algo muy distinto a lo que los liberales doceañistas habían plasmado en la Constitución de 1812, sobre todo en lo que concierne a la estructura de las Cortes: «según la Constitución original española -escribe Cangas, refiriéndose a la histórica o tradicional-, y lo que lleva la usanza moderna en los gobiernos monárquicos moderados, este poder (el legislativo) debe desempeñarse por medio de dos cuerpos, uno popular, que llamaremos Cámara de Diputados, compuesta de ciudadanos libremente nombrados por los pueblos, y otro que pudiera titularse Senado, compuesto del príncipe hereditario e Infantes, de Grandes Prelados elegidos por el Rey y de individuos del pueblo elegidos por él, pudiendo adoptarse la novedad ya introducida en Portugal (se refiere a la Carta de 1826), de que el derecho de grandeza fuera vitalicio»60.

Al año siguiente, se vuelve a defender la solución bicameral en un artículo titulado «¿El establecimiento en España de una Cámara Alta o de un Senado ofrece obstáculos invencibles?»61, que quizá fuese obra del mismo Canga Argüelles. En realidad, la lectura de esta revista permite deducir que para gran parte de los liberales exiliados el fracaso del Trienio Constitucional se había debido muy fundamentalmente a la ausencia de una segunda Cámara conservadora, capaz de cobijar a las clases menos proclives al nuevo Estado Constitucional. Una explicación demasiado simplificadora, como pondría de manifiesto años más tarde Pacheco62, y que ya se había esgrimido antes para explicar el fracaso de la Constitución de Cádiz en 1814, como Toreno recuerda63.

En los Ocios de Españoles Emigrados no hubo, en cambio, una explícita defensa   —81→   del sistema parlamentario de gobierno. No obstante, es preciso señalar que en el ejemplar correspondiente al mes de Octubre de 1826, un anónimo comentarista (como era habitual en las revistas de entonces, cuyos artículos o bien no se firmaban o sólo figuraban las iniciales del autor), pero que muy bien pudiera seguir siendo Canga Argüelles, elogia el modo «nuevo, pero muy filosófico» con que la Carta constitucional portuguesa aprobada en Abril de ese mismo año, y a la que se dedican fervientes elogios, distribuía los poderes del Estado, al añadirse a los tres clásicos poderes un cuarto, el «moderador», en manos del Monarca64.

Es preciso destacar que la moderación ideológica y el alejamiento de la Constitución de Cádiz, se pusieron de manifiesto también por esas mismas fechas con motivo de la intentona que, en 1826, los emigrados españoles llevaron a cabo para restablecer por la fuerza el Estado constitucional. La conspiración estaba dirigida por Mina, el legendario héroe de la Guerra de la Independencia, exiliado ahora en Londres, y los Manifiestos políticos que se redactaron para justificarla muestran un indisimulado talante conciliador. «Es evidente -escribe Artola a este respecto- que el fracaso del Trienio gravita sobre la mente de los emigrados, determinando un general examen de conciencia, cuya común conclusión conduciría a definir una política de enmascaramiento y moderación destinada a facilitar la atracción de la población española. El 29 de Abril, Mina dirigía un cuestionario político a una treintena de sus correligionarios. Sus once preguntas sirven para poner de manifiesto que si bien se afirma la necesidad de una mudanza política, se huye sistemáticamente de toda determinación programática, hasta el extremo que ni siquiera se hace condición del restablecimiento de la Constitución de 1812»65.






ArribaAbajoPensar España desde París


ArribaAbajoLos exiliados españoles en Francia

También en Francia algunos relevantes emigrados españoles tuvieron oportunidad de acceder a los salones literarios y políticos de París. Así ocurrió con Martínez de la Rosa, quien llegó a frecuentar el círculo de los doctrinarios franceses y tratar con cierta asiduidad a Guizot66. Este, pese a condenar, como los demás doctrinarios, la intervención de Angulema en España, no había dejado de censurar a la Constitución   —82→   de Cádiz, plagada, a su juicio, de «doctrinas peligrosas (y) de errores revolucionarios»67.

Durante los diez años de su segundo exilio, el Conde de Toreno tuvo asimismo la oportunidad de conocer en Francia -que fue el país en donde residió de forma más prolongada, aunque durante estos años viajó por buena parte de Europa- a lo más selecto de la intelectualidad. Su biógrafo señala a este respecto que «además de las relaciones que había contraído con personajes franceses, eminentes en letras y ciencias, como Chateaubriand, Say y Madame de Stäel, cultivó durante aquel tiempo amistades políticas, no sólo con hombres de Estado de ideas templadas, como M. de Villèle, sino también con los más ilustres representantes de la escuela liberal de la Restauración, Manuel, el General Foy, Benjamín Constant, M. de Lafayette, y asimismo con M. Guizot, M. Thiers, el Duque de Broglie y otros insignes liberales que prepararon más inmediatamente la nueva senda de libertad ordenada en que entró la Francia de 1830»68.

Alcalá Galiano da cuenta también en sus Memorias de un encuentro con Benjamín Constant en el París de 1830. Un encuentro, por cierto, del cual salió bastante decepcionado, pese a su admiración por el publicista francés: «Había sido yo admirador apasionado de sus escritos -escribe Galiano, refiriéndose a Constant- y seguía siéndolo, y aún lo soy en bastante grado... Pero, aun con toda mi admiración de entonces, salí de mi corta entrevista con el famoso publicista por demás descontento. Porque habiendo yo manifestado a aquel célebre personaje que tratábamos de dar cuanto antes a nuestra patria la libertad de que el anterior gobierno francés la había despojado, él... me dijo: ¡Ah! il ne faut pas... Incomodado yo, con gesto y tono que hubieron de ser desabridos, a qui ne faut-il pas?, le pregunté, haciendo de la pregunta réplica, a lo cual él, conociendo el mal efecto en mí producido por sus palabras, se explayó en vagas, pero frías protestas de su conocido amor a la libertad, recordando cuánto había condenado la guerra o expedición en que el Gobierno francés restableció en España el poder absoluto»69.

Sin embargo, hasta la revolución de Julio la libertad de movimientos de los exiliados españoles en Francia fue mucho menor que en Inglaterra, aunque a partir de aquella revolución buena parte de los exiliados españoles refugiados en este país cruzarían el Canal de la Mancha para seguir muy de cerca los acontecimientos revolucionarios de 1830. Unos acontecimientos que tuvieron un notable impacto constitucional   —83→   no sólo en Francia, sino también en Bélgica e indirectamente en España, como se verá a continuación.




ArribaAbajo El impacto de la revolución de julio

Inmediatamente después de la revolución de Julio se procedió a revisar la Carta de 1814. El 14 de Agosto de ese año, en efecto, se publica una nueva Carta Constitucional. Es verdad que ésta respetaba casi en su integridad la de 1814, pero no lo es menos que introducía algunas modificaciones de gran interés en el ámbito de la organización del poder, mientras que en el de las libertades públicas el texto de 1830 ampliaba la libertad religiosa y suprimía el artículo que proclamaba la confesionalidad católica del Estado. La nueva redacción del Preámbulo señalaba que Luis Felipe de Orleans -llamado ahora Rey de los Franceses y no Rey de Francia- acordaba la promulgación de la nueva Carta tal como había sido modificada y aceptada por las dos Cámaras. Sin llegar a recogerse el principio de soberanía nacional, el principio monárquico se atenuaba considerablemente. Ya no se trataba, por ello, de una Carta otorgada, como la de 1814, aunque tampoco era una Constitución impuesta al Rey por una Asamblea Constituyente, como la de 1791. Se trataba ahora de un texto constitucional pactado entre el Rey y las dos Cámaras del Parlamento.

Un año más tarde se aprueba en Bélgica una Constitución que ejercería una gran influencia en el constitucionalismo europeo, incluido el español70. La Constitución de 1831 tuvo un contenido político bastante más avanzado que la Carta francesa de 1830. No era, como ésta, una «Carta constitucional», sino una auténtica Constitución, esto es, la consecuencia del acuerdo unilateral de una Asamblea constituyente, que, en nombre de la Nación, imponía el nuevo texto constitucional a los órganos constituidos que ella creaba, incluido el Rey, Leopoldo I, cuya dinastía, la de Sajonia-Coburgo, los constituyentes belgas eligieron libremente, rechazando la continuidad dinástica de la Casa de Orange, al negarse a aceptar las pretensiones del Rey Guillermo de Holanda. Como consecuencia de este punto de partida, los poderes del Rey estaban más limitados constitucionalmente en la Constitución belga de 1831 que en la francesa de 1830. Asimismo, mientras que en la Carta de 1830 se había articulado una Pairía hereditaria designada por el monarca, el Senado belga se articuló ya inicialmente como una Cámara electiva. El sufragio electoral, además, si bien en ambos países estaba basado en el censo de los contribuyentes, era bastante más amplio en Bélgica que en Francia. Las libertades públicas y en particular la libertad   —84→   religiosa, se regulaban, en fin, con más generosidad en la Constitución de 1831 que en la Carta de 183071.

¿Cuál era la repercusión de estos acontecimientos en España? ¿Significaban un respaldo a la Constitución de Cádiz como alternativa constitucional a la monarquía absoluta de Fernando VII? Es cierto que tanto la revisión de la Carta de 1814 como la aprobación del código constitucional belga de 1831 suponían un triunfo del liberalismo sobre el principio monárquico. Un principio que había presidido el orden europeo desde los acuerdos de Viena, de 1815. A este respecto, las dos premisas básicas de la Constitución de Cádiz y, por tanto, de la revolución francesa de 1789, la soberanía nacional y la división de poderes, volvían a tener otra vez, en cierto modo, respetabilidad internacional. Ahora bien, no es menos cierto que la manera de entender estas dos premisas, sobre todo la segunda, era muy distinta en el código gaditano y en los dos nuevos códigos europeos, incluso en el belga de 1831. La Constitución de Cádiz, como se expuso al principio de este artículo, había configurado una Monarquía en la que el peso de la dirección política del Estado se había atribuido a unas Cortes monocamerales y no al Monarca, y de la que se habían excluido expresamente los mecanismos básicos del sistema parlamentario de gobierno, como la compatibilidad entre el cargo de Ministro y la condición de Diputado y la disolución regia de las Cortes. La Carta francesa de 1830 y la Constitución belga de 1831, en cambio, articulaban una Monarquía constitucional al estilo de la británica, con un Rey robusto al que se atribuía la titularidad del poder ejecutivo, la disolución de un Parlamento bicameral y la participación en la elaboración de las leyes -incluso de las constitucionales- mediante la iniciativa y la sanción de las mismas, que podía acarrear un veto absoluto y no el meramente suspensivo que contemplaba la Constitución de Cádiz para el caso de las ordinarias, pues se excluía por completo al rey de sancionar las constitucionales. Del mismo modo que venía ocurriendo en la Gran Bretaña desde comienzos del siglo XVIII, en el marco de la Monarquía constitucional diseñada en la Carta francesa de 1830 y de la Constitución belga de 1831 podía desarrollarse un sistema parlamentario de gobierno y, por tanto, desplazarse la dirección política del Estado desde el Monarca hacia un gabinete responsable ante el Parlamento. Un desplazamiento que encontraría muchas más dificultades en Francia que en Bélgica72, y en esta última que en la Gran Bretaña, en donde el sistema parlamentario   —85→   de gobierno se afianzaría de forma irreversible a partir, precisamente, de 1832, con la aprobación de la decisiva Reform Act. Una ley merced a la cual el Palacio de Westminster, y no la Corte de St. James, se convirtió definitivamente en el centro de la vida política y en el núcleo del Estado británico73.

En pocas palabras: los cambios constitucionales que se produjeron en la Europa occidental a partir de la revolución francesa de 1830 afectaban muy negativamente a los intereses de los absolutistas y del propio Fernando VII (quien en principio se negó a reconocer a Luis Felipe). De ahí que los liberales españoles los contemplasen con comprensible alborozo. Pero estos cambios no suponían ni mucho menos un respaldo internacional a la Constitución de Cádiz como alternativa al absolutismo fernandino. Así lo interpretó, como se verá de inmediato, la parte más crecida -y dentro de poco más influyente- del liberalismo español, para la cual los cambios constitucionales auspiciados por la insurrección de 1830 habían puesto de relieve de forma diáfana que la restauración de la libertad en España exigía iniciar una vía constitucional muy distinta de la que habían abierto las Cortes de Cádiz y, en definitiva, la Revolución francesa de 1789. Una vía conciliadora y pragmática, tan respetuosa con los derechos de la nación como con los del Trono, que los ingleses habían practicado con éxito en 1688 y que ahora los franceses y los belgas estaban ensayando esperanzados. Esta era la vía que permitiría obtener al futuro Estado Constitucional español tanto el apoyo internacional de las más importantes potencias europeas como el consenso interno de las fuerzas sociales más poderosas de la sociedad española.




ArribaAbajoAndrés Borrego y «El Precursor»

En realidad, la moderación ideológica y el alejamiento de la Constitución de Cádiz por parte del liberalismo español tras el estallido de la revolución francesa de Julio, se pusieron de relieve al poco de estallar esta revolución. Para comprobarlo merece la pena examinar el único periódico con cierta relevancia que los refugiados españoles lograron publicar en Francia durante la década que ahora se examina: El Precursor74. Este periódico tuvo una vida muy corta. Se publicó en París de Septiembre a Diciembre de 1830, dos veces por semana75. Su director era Andrés Borrego, un liberal protegido por el General Lafayette, que años antes había colaborado en dos conocidos periódicos parisinos Le Constitutionnel y Le Temps, y que   —86→   desempeñaría en el futuro un papel clave en el periodismo y la política españoles como inspirador de la tendencia más dinámica e inteligente dentro del Partido Moderado, de la que formaría parte otro ilustre exiliado en Londres, el gaditano Istúriz, aunque su principal dirigente sería Joaquín Francisco Pacheco, ya en los años cuarenta76.

En El Precursor se comentan los sucesos de Julio, la lucha del pueblo belga contra el Trono de Holanda y las vicisitudes de los liberales portugueses contra la Monarquía absoluta de Don Miguel. En la mayor parte de los números de El Precursor aparecen también crónicas que informan de los debates habidos en los Parlamentos de Londres y París, relatándose con cierto detenimiento la crisis del Gabinete presidido por Lord Wellington y su sustitución por el de Lord Grey, así como la caída del Ministerio Guizot y el nombramiento del Gabinete Lafitte en Francia.

Pero, como es lógico, la mayor parte del periódico se centra en España y, en este sentido, su lectura permite detectar también la distancia que por aquel entonces sentía el liberalismo español respecto de la primera teoría constitucional. Es muy significativo a este respecto que El Precursor o, lo que es lo mismo, Andrés Borrego, acaso bajo el influjo de Comte, muestre un notorio desagrado por los dogmas radicales del primer liberalismo español y una marcada afición por un espíritu conciliador y «positivo»: «para que la revolución sea popular -se afirma, por ejemplo, en el número correspondiente al 4 de Noviembre- y supere las repugnancias y las prevenciones creadas por los sucesos del año 20 hasta el 23, es necesario que las opiniones del partido constitucional dejen de ser a los ojos del pueblo un cuerpo de máximas teóricas, y se resuelvan en estipulaciones positivas, que indiquen determinadamente a cada clase lo que tiene que esperar del cambio, cuáles son los intereses que compromete y las ventajas que, combinadas con un sistema general del gobierno, resultarán para cada uno de por sí».

En este periódico queda patente también la distancia respecto de la Constitución de Cádiz, que incluso parecía extenderse a los liberales del «interior». Así se deduce de una curiosa carta, con fecha de 11 de Octubre, que insertó el corresponsal (anónimo, por supuesto) de El Precursor en Madrid, en la que se señalaba que todos los liberales que permanecían en España «convienen en que las primeras Cortes que se reúnan deben modificar inmediatamente (la Constitución de 1812), haciendo en ella cuantas reformas convengan», aunque a continuación añadía: «por el momento no tienen los liberales españoles otra bandera ni otro grito de reunión: es el único puerto por donde debemos volver a entrar en el orden legal, y fuera mengua de la Nación no volver a restablecer, aunque fuese sólo por quince días, el código fundamental arrancado a la fuerza; esto sería hasta cierto punto dar la razón a nuestros enemigos, especialmente a la facción de los afrancesados, que ha sido la que más principalmente   —87→   ha sostenido el actual sistema de opresión en odio de la Constitución del año 12 y de las glorias de la guerra de la Independencia, adictas (sic) a ella»77. La principal crítica de El Precursor se dirige, en realidad, contra los afrancesados o, más exactamente, contra aquellos que habían apoyado, al igual que en 1808, la invasión de las tropas de Angulema y la Monarquía absoluta de Fernando VII -como Sebastián Miñano, a quien expresamente se denuncia como agente del odiado Rey-, aunque se excusasen alegando que su intención era templar dicha monarquía frente al extremismo de jacobinos y realistas78.

Por último, con fecha de 24 de Octubre de 1830, El Precursor reproduce una proclama de Francisco Espoz y Mina dirigida a los españoles e insertada en el período Le Globe, de París, que, entre otras cosas, decía: «la Francia acaba de darnos un ejemplo, ya dado en otro siglo por la Inglaterra, del modo como un pueblo impide la destrucción de sus libertades, defendiéndolas con heroicos esfuerzos y una moderación admirable. Imitemos en este punto a estas ilustres naciones. Imitémoslas también en las instituciones que las rigen. Por medio de estas instituciones, y poniéndonos en armonía con ellas y los demás países constitucionales de Europa, sentaremos las dos grandes bases de la prosperidad de los Estados: la libertad y el orden».






ArribaEl ocaso del absolutismo y la transición a la Monarquía Constitucional

Este alejamiento del modelo doceañista no haría más que aumentar durante los últimos tres años del reinado de Fernando VII. La mítica Constitución de Cádiz, tan estrechamente ligada a los principios revolucionarios dieciochescos, no sería para buena parte del liberalismo español más que un símbolo -quizá para no pocos entrañable y querido, pero un símbolo apenas- de la lucha contra el absolutismo y a favor de la libertad. Es cierto que algunos liberales seguían demandando su restablecimiento, pero la mayoría no lo hacía -como venía a decir el anónimo autor de la carta publicada en El Precursor, antes comentada-, con el objeto de restablecer su legalidad y las instituciones que ésta ponía en planta, sino tan sólo con el ánimo de restaurar la legitimidad liberal que este código encarnaba e incluso el honor personal de aquéllos que con su vida y hacienda la habían defendido frente a un Monarca cruel y a unas tropas extranjeras.

Es muy ilustrativo a este respecto el Manifiesto que publicó a comienzos de 1831 la Junta Directiva del Alzamiento de España, al frente de la cual estaba el malogrado Torrijos: «no tratamos de restablecer la Constitución de 1812 -se decía allí-   —88→   porque inciertos de si es ya la que la Nación estima más conveniente para ella, no creemos lícito anticiparnos a sus determinaciones, ni nos toca más que someternos a lo que como mejor dispusiere. Pero queremos, como es justo, que la Nación se reúna libremente para que pueda disponerlo...»79.

Había, en realidad, un acuerdo casi general en el seno del liberalismo acerca de la invalidez del modelo doceañista para edificar el nuevo Estado liberal y acerca de la necesidad de vertebrar una Monarquía semejante a la que por aquel entonces existía en Inglaterra y Francia -los dos países más influyentes de Europa- o incluso en Bélgica. Opción esta última que era la que suscitaría más entusiasmo entre los sectores progresistas del liberalismo. Para la mayoría de los liberales españoles -cuyas tesis se refrendarían pocos años después con la desamortización- sólo una Monarquía constitucional podía atraer hacia el camino de las reformas y de la modernidad a la España no liberal, a la menos cerril y recalcitrante de ésta, en cuyas manos estaba buena parte de la Administración civil, del Ejército, de la Iglesia y de la propiedad, y sin cuyo concurso el Estado constitucional fracasaría, como había fracasado en 1814 y 1823.

Este nuevo talante del liberalismo español era consecuencia sin duda de las amargas experiencias del Trienio Constitucional y del exilio, así como del nuevo contexto internacional que se había abierto en Europa después de la revolución de Julio, pero venía también propiciado por la evolución política que se produjo en los tres últimos años del reinado de Fernando VII. Durante estos años los sectores más reformistas del realismo, muy próximos a los afrancesados y a la Reina María Cristina, fueron haciéndose con las riendas del poder y desplazando a los absolutistas más extremos, que se habían agrupado en torno a Don Carlos, el hermano del Rey80. Este desplazamiento se hizo patente a partir de los sucesos de La Granja, acaecidos en Septiembre de 1832, cuando el Rey cayó gravemente enfermo a consecuencia de un ataque de gota. Durante su enfermedad, los partidarios de Don Carlos consiguieron que el rey revocase la Pragmática Sanción, una disposición que Fernando VII, ante el embarazo de su esposa, M.ª Cristina, había decidido publicar en 1832 con el objeto de dar fuerza legal a la decisión de las Cortes de 1789 (no recogida en la Novísima Recopilación) de restaurar el régimen sucesorio establecido en las Partidas y derogar la Ley Sálica, que Felipe V había introducido en 1713. Pero al recuperarse de su enfermedad, Fernando VII, a instancias de la Reina y de sus allegados, decidió restablecer en todo su vigor los derechos sucesorios de su hija Isabel frente a los de su hermano Carlos, así como cesar a Carlomarde y a los demás miembros de su Gabinete,   —89→   quienes se habían mostrado a favor del pretendiente81. De este modo se aseguró la sucesión al trono de Doña Isabel y el postergamiento de Don Carlos, pero, tras la muerte de Fernando VII, en Septiembre de 1833, resultó imposible evitar el estallido de la primera guerra civil del siglo XIX, entre los carlistas y los isabelinos. Una guerra que duraría siete años.

Cuando estalló esta guerra, los liberales comenzaron a regresar del exilio, al amparo de la amnistía dada por María Cristina, la Reina Gobernadora, quien necesitaba tanto del apoyo de los liberales como éstos del suyo. La solución que expuso Cea Bermúdez en su Manifiesto de Octubre de 1833 no era, sin embargo, un buen punto de encuentro entre la Monarquía y el liberalismo82. La Monarquía ilustrada, carlotercerista, y las reformas administrativas que este antiguo afrancesado anunciaba, resultaban de todo punto insuficientes para el liberalismo, incluso para el más moderado, representado ahora por Martínez de la Rosa, el Conde de Toreno, y Alcalá Galiano. María Cristina no tuvo más remedio que cesar a Cea y nombrar un nuevo Ministerio, en el que destacaban Martínez de la Rosa y Javier de Burgos, otro afrancesado, con el encargo primordial e inaplazable de asentar en España la Monarquía constitucional, cosa que haría el Estatuto Real de 1834.

Ciertamente, el Estatuto no agradaría al progresismo, que el 13 de Agosto de 1836 conseguiría restablecer, por tercera y última vez, la Constitución de Cádiz. No obstante, desde la muerte de Fernando VII las diferencias entre los moderados y el grueso del progresismo -representado ahora por Agustín Argüelles, Mendizábal, Calatrava, Sancho y por los jóvenes Joaquín María López y Salustiano de Olózaga- pesarían menos que sus coincidencias. Cuando murió este Monarca, escribe a este respecto Andrés Borrego, «la división del poder legislativo en dos Cámaras, el veto absoluto a favor del Monarca, el derecho de disolución... eran ya dogmas admitidos por los progresistas»83.

Esta coincidencia entre los dos grupos más relevantes del liberalismo español se pondría de manifiesto paladinamente en las Cortes Constituyentes de 1837, a quienes correspondió aprobar ese mismo año una Constitución que delimitaría jurídicamente   —90→   la Monarquía constitucional en la España del siglo XIX. Se trataba de una Constitución transaccional, fruto de un pacto político entre los dos grandes partidos liberales, alentado por la guerra carlista, pero también de la confluencia doctrinal que ambos habían experimentado como consecuencia del Trienio constitucional y del exilio, sin desdeñar las presiones que sobre el Ministerio progresista de Calatrava-Mendizábal ejercieron Francia e Inglaterra, las dos principales Naciones de la Cuádruple Alianza, en la que España estaba integrada desde 1834, junto con Portugal84. Nación esta última que en ese mismo año conseguiría desembarazarse del absolutismo miguelista, restablecer la Carta de 1826 y proclamar como Reina a Doña María de Braganza.

Ahora bien, aunque los moderados y los progresistas estaban de acuerdo en dejar a un lado el modelo monárquico doceañista y en edificar una Monarquía constitucional, discreparían respecto de la posición del Monarca en la dirección política del Estado. Los moderados se contentarían con que la Monarquía fuese simplemente constitucional, mientras que los progresistas pretenderían convertirla -de forma no demasiado coherente- en una Monarquía parlamentaria85. Un objetivo que no llegarían a conseguir nunca durante la España de Isabel II, ni tampoco durante el sexenio ni la Restauración. Pero todo esto forma parte ya de otra historia: la del fracaso de la Monarquía parlamentaria en la España del siglo XIX. Una historia sin duda apasionante, cuyos trazos esenciales he esbozado en otra ocasión86.





 
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