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El pensamiento regalista de Meléndez Valdés y la legislación josefista sobre las relaciones Iglesia-Estado


Antonio Astorgano Abajo


Instituto «Corona de Aragón» de Zaragoza

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Para mi hijo, Pedro José




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Introducción

El poeta y jurista Juan Meléndez Valdés fue fiscal único de la junta de los Negocios Contenciosos (1809) y después Consejero de Estado bajo el reinado de José I. En nuestra comunicación intentaremos demostrar que el Decreto por el que se manda á los RR. Arzobispos y Obispos dispensar por ahora en todos los impedimentos matrimoniales, de 16 de diciembre de 1809, y el Decreto por el que se manda cesar al Estado eclesiástico en el exercicio de toda jurisdicción forense, tanto civil como criminal, y se devuelve como corresponde á los magistrados seculares, de la misma fecha, fueron inspirados por Meléndez sin excluir el influjo de Llorente y de Urquijo1. Se da la circunstancia de que cuando Meléndez redacta el Dictamen fiscal en una solicitud sobre revocación   -690-   de la sentencia ejecutoriada en un pleito de esponsales (abril de 1809), Mariano Luis de Urquijo, amigo y ex-alumno de Meléndez en Salamanca, era una de las personalidades más influyentes del gobierno de José I, pues, habiendo desempeñado un papel importante en las Cortes de Bayona, fue nombrado consejero de Estado y, después, se le confió la Secretaría de Estado; «es decir, algo así como la Presidencia del Consejo de Ministros»2. Veremos la coherencia del pensamiento regalista del primer ministro Mariano Luis de Urquijo y del fiscal Meléndez desde que ambos fueron miembros del equipo ministerial ilustrado de Saavedra Jovellanos de 1798. Todo ello a la luz de dos discursos forenses de Meléndez, el inédito, recientemente descubierto por nosotros, Informe contrario a la manifestación de los Santos Evangelios por un mecanismo óptico (1798) y el Dictamen fiscal en un pleito de esponsales.

El Dictamen fiscal en un pleito de esponsales de Meléndez está encuadrado ideológicamente en lo más avanzado de la corriente de pensamiento regalista y jansenista que venía del siglo XVIII (Obispo Solís, Macanaz, Roda, Azara, etc.), tamizada por el sentir revolucionario francés de los invasores y por el sentimiento prerromántico de los nuevos tiempos. El marco más cercano es la política de Mariano Luis de Urquijo, cuya ideología estuvo a punto de provocar la ruptura con Roma en 1798-1800, cuando fue primer ministro interino.

No es este el lugar para profundizar en la trayectoria histórica del conflicto, magistralmente descrita por Rafael Olaechea en su libro, Las relaciones hispano-romanas en la segunda mitad del XVIII3, a donde remitimos para más amplio conocimiento.

Jureschke ha estudiado las notas que Urquijo escribió en junio de 1808 mientras se estaba elaborando la Constitución de Bayona, y allí aparecen las mismas ideas que en el dictamen de Meléndez:

«... dejan reconocer el espíritu de su autor, el cual, ya como ministro de Carlos IV, había manifestado con rara sinceridad sus ideas, formadas por el regalismo, por el enciclopedismo y la Revolución francesa. [...] Además pretendía Urquijo la exclusión de intervención eclesiástica en todas las cuestiones de derecho civil, aun en aquellas que incumbían también a la Iglesia, como por ejemplo la de las dispensas matrimoniales, o en las funciones de carácter oficial»4.



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La trayectoria regalista de Meléndez también es muy clara, aunque más moderada que la de Urquijo; sin embargo, el resultado final de 1809 es de idéntica exaltación regalista, esperable en Urquijo y sorprendente en el dulce Batilo.

Partimos de la hipótesis de que entre Meléndez y Urquijo hubo bastante paralelismo y comunidad de pensamiento regalista durante más de treinta años, desde las aulas salmantinas de la facultad de Leyes (Meléndez es catedrático en 1781 y doctor en 1783. Mariano Luis de Urquijo fue Bachiller en Teología en 1782 y Bachiller en Leyes en 1786) hasta el destierro francés de ambos en 1813. Analizaremos el paralelismo de pensamiento en tres etapas. Una primera de los años salmantinos de ambos, ligados a la Facultad de Leyes como profesor y alumno. La intermedia de 1797-1798 en la que los dos fueron altos funcionarios del ministerio de Jovellanos y Saavedra, y la tercera (1809) que culmina en los decretos del rey José, al que sirvieron fielmente, como fiscal del más alto tribunal de la nación y Consejero de Estado, Meléndez, y como Ministro-Secretario de Estado, Urquijo, «en cuya mano de hierro se encontraba toda la Administración»5. Evidentemente, esta última es la fundamental y objeto principal de nuestro estudio. En medio, aludiremos a sendos enfrentamientos con el partido clerical: con la Inquisición (Urquijo, 1791-92) y con el clero de Ávila (Meléndez, 1792-93).

Al mismo tiempo, demostraremos la modernidad del pensamiento del gobierno del rey José en las relaciones Iglesia-Estado, y pondremos de manifiesto lo autóctono de esta corriente de pensamiento regalista, pues sus dos máximos inspiradores sostenían esa ideología mucho antes de hacerse afrancesados políticos.






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Antecedentes regalistas de Meléndez y de Mariano Luis de Urquijo en la universidad de Salamanca

El mundo estudiantil de la Salamanca de la década de 1785-95 estaba impregnado de ideas jansenistas y regalistas, adquiridas mediante lecturas de obras modernas y el acercamiento a los profesores más avanzados. Meléndez y Urquijo (fallecidos ambos en 1817) tuvieron una similar formación basada en esas ideas: Grocio, Puffendorff, Watel, Montesquieu, y mucho «Contrato Social» de Rousseau. Veremos cómo el maduro fiscal Meléndez resuelve problemas eclesiásticos aplicando la teoría contractual roussoniana. El mismo Jovellanos, partidario de reformas moderadas,   -692-   reconocía en el Diario del 20 de marzo de 1795, dos años antes de acceder al equipo ministerial (segundo corte cronológico de nuestro análisis), que «en Salamanca toda la juventud es Port Royalista, de la secta de Pistoya: Obstraect, Zuola y sobre todo Tamburmi andan en manos de todos, lo cual permite esperar que los estudios mejorarán cuando las cátedras y la dirección de la Universidad estén en manos de la nueva generación, cuando manden los que ahora obedecen. Toda otra reforma será vana»6. Jovellanos parecía profetizar las reformas eclesiásticas que jóvenes como Urquijo, en el campo josefino, y M. J. Quintana, en el patriótico, están alentando.

Surgen dos bloques en el claustro universitario. Uno progresista dirigido por los catedráticos Meléndez Valdés y Ramón de Salas7 y otro conservador capitaneado por el catedrático y censor regio, Vicente Fernández Ocampo. Ni que decir tiene que todos los estudiantes (como Urquijo) y jóvenes profesores (como Meléndez), de actitud crítica y defensores de la penetración de las ideas extrajeras, se arropan entre sí.

Durante diez años (1785-1795) se solían reunir en una tertulia en casa de Ramón de Salas. Meléndez adquiere entre los estudiantes la justa fama de ser el catedrático salmantino de ideología más avanzada, eficaz y volcado en la enseñanza. Sus discípulos, como Urquijo, Nicasio Álvarez Cienfuegos o Manuel José Quintana, lo adoraban, a juzgar por las poesías que le dedicaron. Podríamos afirmar que entre la mentalidad jurídico-política de los intelectuales progresistas salmantinos de los años de 1780-1790 y los Decretos josefinos que comentaremos y el código constitucional de 1812 existe un hilo de continuidad.

Meléndez y Urquijo son hombres modernos que se mueven entre el epílogo del mundo antiguo y el prólogo de una nueva sociedad material y moral. Sufren los ataques del elemento clerical, excesivamente apegado al pasado, por lo que no debe extrañarnos el anticlericalismo que manifiestan ahora en 1809 como reacción lógica frente a la vieja mentalidad. Ambos fueron partidarios del regalismo ilustrado, que era su escudo protector contra los ataques del partido clerical y su despotismo religioso.

Ambos habían topado con lo más reaccionario del estamento clerical a principios de los 90 cuando eran funcionarios poco relevantes. En 1791, Urquijo publicó una traducción de La muerte de César de Voltaire, lo que fue causa de que la Inquisición iniciara contra él un proceso, pero la subida al poder de Aranda y su protección le libraron de ella. En 1792, el Consejo de Castilla le encomienda al oidor Meléndez la creación de un Hospital General en Ávila, unificando los cinco preexistentes, pésimamente   -693-   gestionados por el clero local. El extremeño chocó tan frontalmente con el reaccionario clero abulense que llegó a enfermar gravemente8. Los«estorbos» puestos por los eclesiásticos fueron de todo tipo, incluida la calumnia, «con el vano pretexto de sus fueros y exenciones», apoyados por «el prelado que autoriza gustoso y da oídos a su desobediencia. ¿No es éste el desaire más manifiesto de la jurisdicción real?»9. Fueron necesarias cuatro representaciones al Consejo de Castilla. En la primera (11 de junio de 1792) le pide al Consejo: «Que se prevenga con severidad al Reverendo Obispo no me estorbe en mi comisión con dificultades que no lo son»10. En la tercera, 20 de enero de 1793, Meléndez confiesa: «Señor, el espíritu de oposición y, digámoslo de una vez, el odio y el furor con que estas gentes maldicen y abominan de cuanto hago, me obligan a dilatarme más que quisiera»11. En la cuarta representación (5 de febrero de 1793), Meléndez habla de «la autoridad de Vuestra Alteza [Consejo de Castilla] malamente burlada por el brazo eclesiástico [...] y el mal ejemplo de esta victoria para un clero acostumbrado a dominar en esta ciudad y a que nada en ella le resistan»12.

Al fin Meléndez logró un Hospital General moderno y redactó un «reglamento interino» (30 de octubre de 1793) conforme a la más avanzada organización, pero el duro enfrentamiento, de casi dos años, con el poder eclesiástico abulense nunca se le olvidará al dulce Batilo.

Desde Salamanca se había generado entre Meléndez y Urquijo una amistad duradera, cuya máxima expresión es la carta que el extremeño le escribe al vasco el 2 de mayo de 181113. En ella solicita amparo para la familia del   -694-   magistrado progresista y amigo común, don Luis Marcelino Pereyra (fallecido el 30 de abril de 181114), quien había sido promovido a consejero de Estado por el mismo decreto que Meléndez Valdés, el 3 de noviembre de 180915.

Está llena de expresiones afectuosas como «Mi querido Mariano», «mi tierna amistad», «mi amado Mariano» (tres veces), «mi cariño» (dos veces), «Cuídate mucho» (dos veces). A pesar de la diferencia de edad (Meléndez era quince años mayor) parecen amigos de la infancia.

Al año siguiente (1812), Meléndez llama a Urquijo «mi antiguo y fino amigo», en el Soneto XXXII, Al Exmo. Sr. D. Mariano Luis de Urquijo, mi antiguo y fino amigo, habiéndole nombrado el Rey Caballero del insigne Orden del Toisón de Oro.




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El pensamiento regalista de Meléndez y Urquijo, funcionarios del ministerio ilustrado de Jovellanos y Saavedra

Antes de fijarnos en el pensamiento regalista que Meléndez y Urquijo manifestaron en 1809, retrocedamos diez años, la última vez que ambos tuvieron responsabilidades políticas como altos funcionarios del gobierno ilustrado de Godoy-Saavedra Jovellanos.

Recordemos que en 1797, Godoy nombró ministro de Gracia y Justicia a Jovellanos, a instancias de Cabarrús, y ascendió a Meléndez a fiscal de la Sala de Alcaldes de Casa y Corte, encargada del gobierno y policía de la capital del reino. En la práctica era la suprema y absoluta jurisdicción criminal en Madrid16. Ambos fueron cesados antes de un año, corriendo la misma senda del destierro, perseguidos por las fuerzas hostiles de la reacción, ya que nunca contaron con el apoyo incondicional de Godoy, el cual, por su parte, «nunca gozó de autoridad suficiente para dominar a los enemigos de la Ilustración»17.

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Por su parte Urquijo fue nombrado subsecretario de Estado ese mismo año (1797). Al dimitir Saavedra (1798), Urquijo quedó como primer ministro interino, desde donde quiso dar la batalla contra la Inquisición y contra la sumisión de la Iglesia española a Roma. Al morir Pío VI (1799), y ante la previsión de que pudiera producirse una larga interinidad en el Pontificado, promulgó una disposición por la que se confiaba a los obispos la concesión de dispensas matrimoniales. En diciembre de 1800, Urquijo fue destituido y encarcelado en Pamplona, al tiempo que el extremeño ve endurecido su destierro con nuevo traslado a Zamora.

Meléndez y Urquijo eran dos miembros destacados del gobierno de la «generación de los ilustrados» (Jovellanos, Urquijo, Saavedra, Condesa de Montijo, Conde de Ezpeleta, Meléndez...), cuyo fracaso fue lamentado por Manuel José Quintana, atento observador del nuevo equipo ministerial18.


El jansenismo del Informe contrario a la manifestación de los cuatro Evangelios por un mecanismo óptico19 del fiscal Meléndez (10 de abril de 1798)

El Informe contrario a la manifestación de los cuatro Evangelios por un mecanismo óptico, datado el martes de Pascua, 10 de abril de 1798, evita una concentración de adoctrinamiento religioso a cargo de un notario de la Inquisición20.

Lo aducimos aquí, como eslabón intermedio en la trayectoria del pensamiento jansenisa y regalista de Meléndez. En los pocos meses de 1798 (febrero-agosto) en los que tuvo algo de poder, Meléndez lucha por deslindar las funciones del estamento eclesiástico y las de la sociedad civil.

La tesis o idea fundamental del discurso es: «las augustas verdades de nuestra Religión son para meditarlas en el silencio y en el retiro y no para representarlas en farsas ni juegos». Es una preciosa síntesis del pensamiento de los ilustrados sobre la práctica religiosa. Es la antítesis de la religiosidad del Antiguo Régimen, en el cual la religión era entendida principalmente como forma externa de la creencia, invadiendo campos de la vida civil.

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Cuando el cristianismo era puro, en sus primeros tiempos, no usaba ningún tipo de imágenes: «Que por esto su Divino Fundador huyó de todo aparato y representación cuando las anunció a los hombres y, siguiendo su celestial ejemplo, en los primeros siglo de pureza y virtud aun en los templos era prohibido este aparato; y todo era sencillez y verdad».

La utopía de la religiosidad primitiva es otro tópico de la Ilustración presente en muchos pensadores, algunos admirados por Meléndez como Campomanes o Mariano Luis de Urquijo.

Meléndez reincidirá once años más tarde, en el Dictamen fiscal en un pleito de esponsales, en la misma idea: «Con esta ley [...] volverían las cosas al punto que tuvieron antes que el error las confundiese, y cual las hallamos en los tiempos de la más pura disciplina en la Iglesia»21.

Profundo conocedor de la historia de España, de la eclesiástica y del Derecho canónico, no le es difícil exhibir un rosario de abusos sacados de la historia: «Así, los Concilios y los Obispos celosos e instruidos declamaron siempre y al cabo consiguieron prohibir las representaciones de los Misterios que se usaron en la Edad Media; y en nuestra España hemos visto prohibirse también los Autos Sacramentales, aunque compuestos por los mejores ingenios y representados con el mayor decoro». Este argumento histórico lo ampliará en el Dictamen fiscal en un pleito de esponsales.

Meléndez utiliza constantemente la historia para apoyar medidas reformadoras, en el marco de su gran amor a la patria. Si cuando fue estudiante el material histórico era la guía para penetrar en la esencia del Derecho, ahora, en 1809, que es uno de los primeros magistrados del país, los errores pasados le sirven para comprender a sus compatriotas22 y fundamentar reformas como la de los impedimentos matrimoniales y la separación de jurisdicciones.




El regalismo de Urquijo en 1798-1800

La idea de que los problemas religiosos deberían solucionarse en España por los obispos locales, bajo la atenta mirada del gobierno, fue primordial a lo largo del siglo XVIII. Rafael Olaechea estudia la pugna Iglesia-Estado, la cual tuvo, quizá, su punto culminante en las disputas entre el viejo Papa Pío VI y el ministro Urquijo, el llamado por algunos «cisma de Urquijo» (septiembre de 1799).

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Imagen de la página 697

Plano del local donde se pensaba «manifestar» los evangelios por un mecanismo óptico, en la Cuaresma de 1798.
Fuente A. H. N. Madrid. Consejos, libro 1388. Plano n.º 209.

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Es conocida la historia de los acontecimientos23. Sólo recordemos que también el brote de regalismo de 1799, protagonizado por Urquijo, tuvo dos tiempos, separados por ocho meses: la larguísima carta de Urquijo al cardenal Lorenzana del 15 de enero de 1799 y el Real Decreto de 5 de septiembre (Gaceta del martes 10 de septiembre de 1799) que concedía a los obispos ordinarios la plenitud de facultades episcopales.

El secretario de Estado, Urquijo, siempre manifestó predilección por los asuntos eclesiásticos, tal vez, por su formación académica de Bachiller en Cánones por Salamanca. La carta de Urquijo del 15 de enero contiene, a grandes rasgos, los mismos argumentos que el Dictamen fiscal en un pleito de esponsales de Meléndez. Urquijo los utiliza para reclamarle al Papa la restitución de la jurisdicción del episcopado. Meléndez los aducirá para solicitar en favor del Estado las competencias en materia de impedimentos matrimoniales. Algunos de los argumentos comunes en el Urquijo de 1799 y en el Meléndez de 1809 son: acusan a la Corte romana de obrar de mala fe, reteniendo derechos y jurisdicciones que son esencialmente civiles; potencian el papel de los obispos; admiran la disciplina eclesiástica de los primeros siglos de Cristianismo; en favor de sus tesis regalistas, citan a Santos Padres de la misma época: San Agustín, San Ambrosio, San Cipriano, etc.; atacan la ignorancia de la Edad Media y «la falsedad de muchas Decretales, conservada por la distancia de los siglos y sostenida después por el amor al orden y el respeto a la autoridad»24; ambos arguyen con la doctrina de algunos Concilios en contra del Papa, como los toledanos de los siglos VI y VII, aunque no sale mal parado el Concilio de Trento por su criterio restrictivo respecto a los impedimentos matrimoniales. Ambos admiraban a los mismos ideólogos del regalismo, como Pereyra y Febronio.

Pero Urquijo no tenía la categoría intelectual de Meléndez. La actitud de Urquijo iba a la conquista de unas cotas concretas (poderes episcopales, Rota, Inquisición, Órdenes exentas), y no se detenía en deslindar la opinión teológica de aquello que provenía de la evolución del dogma y, además, actuó por cuenta propia, un poco a la ligera. Por el contrario, veremos que Meléndez lo razona todo contundentemente con variados argumentos: históricos, sociológicos, teológicos, morales, jurídicos, etc., enmarcados en el estricto cumplimiento de su función de fiscal.






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Meléndez fiscal en la Junta de Negocios Contenciosos (1809)

En las dos ocasiones en que fue Fiscal, medio año en 1798 en la Sala de Alcaldes de Casa y Corte y nueve meses en 1809 en la junta de Negocios   -699-   Contenciosos (sustituta del antiguo Consejo de Castilla), Meléndez mostró unas excelentes condiciones: perspicaz en el estudio del expediente, claro, preciso e irrebatible en los conceptos y, sobre todo, muy respetuoso con el principio de legalidad: la ley para él es sagrada y debe ser aplicada, incluso, por el juez que no la aprueba.

El mejor ejemplo de la aplicación de esta filosofía la dio con su dictamen sobre el pleito de esponsales de Hilario Luquede-Manuela González, en el seno de la Junta de Negocios Contenciosos, tribunal bastante ignorado por los historiadores, pero importante. Demerson lo ha definido como «la antecámara del Consejo de Estado»25.

El magistrado Meléndez Valdés vuelve a la práctica de los asuntos jurídicos, de la que había estado apartado durante más de diez años (1798-1809) por un injusto destierro. Se consagra con ardor a su tarea y se esfuerza por dar cuerpo a los amplios ideales del despotismo ilustrado, a los que nunca había renunciado, haciéndolos pasar a la legislación y, mediante esta, a los hechos.

Un decreto con fecha del 6 de febrero de 1809 regula las competencias de los distintos ministerios a la luz de la constitución de Bayona. Era la primera piedra importante del Estado bonapartista. Por él se crea el tribunal de la Junta de Negocios Contenciosos al que Meléndez será destinado como Fiscal: el artículo 1.º establecía la creación de «dos Consejos -o juntas- compuestos de diez jueces, cinco para cada uno, con un Fiscal común a los dos; dictaminarán sobre los procesos contenciosos que estaban en curso ante el Consejo Real...»

Artículo IV: «Las sentencias que pronuncien serán ejecutorias y sin apelación»26.

Otro decreto, promulgado dos días después y publicado en la Gaceta del 9 de febrero, nombra a los miembros de esta comisión y, entre ellos, al fiscal Meléndez, con el sueldo de 55.000 reales vellón27.


Meléndez y la campaña regalista de 1809

Los gobernantes josefistas venían imbuidos del regalismo de la Constitución civil del clero y se propusieron implantarlo en la España de 1809.   -700-   Empresa nada fácil por la tradición católica y por el protagonismo del clero en la sublevación popular. Todo parece indicar que hubo un plan y una campaña preparatoria para someter la Iglesia al Estado, cuyos máximos ideólogos fueron Llorente, Meléndez y Urquijo. Se trataba de concentrar toda jurisdicción eclesiástica en los obispos, dóciles a las autoridades francesas.

Llorente dice en su Autobiografía:

«En el mismo año 1809 imprimí un tomo en 44 con este título: Colección diplomática de varios papeles antiguos y modernos sobre dispensas matrimoniales, y otros puntos de disciplina eclesiástica. Esta obra contiene el real decreto de 5 de septiembre de 1799 en que, con motivo de la muerte del Papa Pío VI, mandó Carlos IV, que no se acudiese a Roma por dispensas matrimoniales, bulas de confirmación de obispos, ni otros objetos, sino que todo lo hicieran los prelados diocesanos y metropolitanos, conforme a los tiempos anteriores a las reservas pontificias, hasta que S. M. mandase lo contrario después que hubiera nuevo Papa. Están en esta obra las cartas de todos los arzobispos y obispos que prometieron poner en ejecución el mandato; y algunos discursos canónicos escritos entonces sobre la materia; entre ellos el dictamen que di a mi maestro don Francisco Xavier de Lizana, obispo electo de Teruel (después arzobispo de México) y un Discurso preliminar que hice para la publicación de la obra, del cual se habló en varios periódicos de Francia, con elogio, según he visto posteriormente. Publiqué la colección, por encargo confidencial del rey, para preparar la opinión nacional a la reforma del daño que produce la extracción de la moneda en favor de Roma, por despachos pontificios».28



Debemos suponer el discurso de Meléndez, el más alto fiscal josefista del momento, inserto dentro de esta campaña, lo cual nos ayuda a explicar su radical regalismo.

En otro lugar hemos definido este Dictamen fiscal como «uno de los más febronianos alegatos de toda nuestra Ilustración. Es la culminación del pensamiento regalista de los juristas de su generación (Jovellanos y Forner, entre otros), que deseaba ardientemente el sometimiento de la Iglesia española al Estado en el orden temporal»29.

Muchos de los generales napoleónicos eran masones y no esperaron a los Decretos del 16 de diciembre de 1809 para tomar severas medidas regalistas en los territorios dominados. Por ejemplo, Suchet, quien firmaba sus comunicaciones al Cabildo de Zaragoza con los tres puntos simbólicos de la franc-masonería de la época, ordena, por oficio del 1 de agosto, que, en lo sucesivo, toda jurisdicción eclesiástica recaiga en el obispo auxiliar, Miguel de Santander, con exclusión de toda otra persona, «haciendo cuanto   -701-   le dicten su celo bien acreditado, su sabiduría y espíritu evangélico»30. El 2 de octubre, Suchet nombra a Santander «Gobernador general de la Iglesia de Aragón», «juntando en él solo todos los poderes eclesiásticos y mi confianza», y termina pidiéndole al Cabildo que atraiga a los fieles «a la obediencia debida al mejor de los soberanos, Don Joseph Napoleón I»31.






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Las dispensas matrimoniales y la legislación josefista

A lo largo del siglo XVIII surgen las críticas contra la regulación de las dispensas matrimoniales32. Preocupaban los «dobles matrimonios» y, sobre todo, el gran número de matrimonios clandestinos, como el del mismo Meléndez Valdés en noviembre de 1782, para no citar otros. Muchas culpa de ello radicaba en la mala organización de los esponsales, cuyo arreglo se pedía a la Santa Sede en la famosa Instrucción reservada de Floridablanca33. El asunto de las dispensas matrimoniales siguió siendo, durante mucho tiempo, la manzana de discordia en las relaciones hispano-romanas, y en ellas aparecieron los brotes más fuertes de episcopalismo.

Respecto a la jurisdicción eclesiástica sobre los matrimonios afectados, o no afectados por impedimentos, no había controversia a lo largo del siglo XVIII. Es sintomático que ninguna de las cláusulas del Concordato de 1753 se refiriese a esta materia, y que se limitase a decir que continuaran en idéntico pie34.

Las quejas de los regalistas no se referían al derecho, sino al gran número de casos que Roma se reservaba, y a los consiguientes perjuicios económicos. Olaechea afirma que en España ni antes ni después del Concordato se negó jamás, ni se puso en cuestión el ius in sacra que tenía la Santa Sede sobre esta materia. Tampoco el decreto josefino que manda a los obispos dispensar en todos los impedimentos matrimoniales, pues veremos que traspasa el procedimiento a los obispos, pero mantiene el derecho sustantivo de las viejas normas canónicas, siempre que hubiesen sido «publicadas» en España, es decir, contasen con el exequatur. El decreto josefista sobre dispensas matrimoniales es presentado como continuación   -702-   del de Urquijo de 1799 y las dispensas continuaban todavía bajo procedimiento canónico (de los obispos, que no del Papa). En este sentido es un decreto asumible por los regalistas del siglo XVIII como uno más de los producidos en los momentos de incomunicación con Roma, de ruptura diplomática o de tirantez política, en los que volvía la idea episcopalista. Recordemos que en 1799, Pío VI estaba cautivo de los franceses, lo mismo que su sucesor Pío VII, ahora en 1809. Olaechea opina que, durante el siglo XVIII, nunca se creyó que el romano pontífice estuviera desposeído de jurisdicción para dispensar impedimentos matrimoniales; sino que estableciendo en España un episcopado con facultades para consagrar nuevos obispos, y dispensar impedimentos dirimentes, se cerraba una compuerta a la corriente de dinero que iba a Roma por este canal, haciendo innecesario el recurso35. En los políticos madrileños del siglo XVIII, más que los ingredientes políticos de tono absolutista y que la ideología febroniano-jansenista, era el factor económico el predominante.

Pensamos que en 1809 las posturas habían variado radicalmente, pues los componentes político-ideológicos eran predominantes, manifestados en el decreto que manda al Estado eclesiástico cesar en toda jurisdicción. Ciertamente Llorente habla del «daño que produce la extracción de la moneda en favor de Roma» y Urquijo informa a Napoleón que las dispensas de matrimonio «es un objeto puramente civil y este abuso nos quita varios millones»36, pero en los gobernantes afrancesados debía pesar tanto o más el elemento ideológico revolucionario francés que el tradicional económico. La diferencia fundamental entre la regulación que proponían los políticos del siglo XVIII y la que proponen Urquijo y Meléndez en 1809 es que aquellos, incluida la Instrucción reservada de Floridablanca, no encuentran otra providencia más eficaz que el recurso al Papa, y a su intervención personal para el arreglo amigable de las dispensas matrimoniales y otros asuntos eclesiásticos. La legislación josefista propondrá sus soluciones sin contar con el Papa, suprime la jurisdicción eclesiástica y considerará el matrimonio como un contrato exclusivamente civil.




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La regulación de los esponsales según Meléndez


Presentación

Como buen fiscal ilustrado, Meléndez procede desde el expediente concreto para llegar a la propuesta de normas generales.

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En el Dictamen fiscal en un pleito de esponsales parte de este caso concreto de impedimentos para plantear la regulación general de todos los impedimentos, y concluir proponiendo una ley que regule globalmente las relaciones Iglesia-Estado.

El gobierno acoge las propuestas del fiscal Meléndez, en dos decretos del mismo día, por los que no hay prioridad cronológica entre las dos normas legales, aunque, siguiendo la lógica, en la Gaceta aparece primero el decreto que ordena la separación de jurisdicciones y después el decreto que regula los impedimentos matrimoniales, como arreglo de una materia específica.

Según el derecho canónico, el impedimento de «pública honestidad», nacido de la promesa de esponsales, era uno de los dirimentes, así llamados porque hacen que el matrimonio sea nulo, es decir, «no se puede contraer matrimonio, ni lícita ni válidamente»37. La regulación estaba en la Decretal Ex sponsalibus de Bonifacio VIII, Papa al que más adelante Meléndez considera como ejemplo de invasor de la sociedad civil por parte de la Iglesia38.

El Concilio de Trento no legisló sobre los esponsales, por lo que continuaron los esponsales privados (sin constancia por escritura pública), cuya falta de pruebas era un semillero de continuos conflictos. Meléndez tendrá que pronunciarse sobre un caso de esponsales, cuya materia estaba regida por la confusión canónica y en la que los regalistas de Carlos IV no sólo opinaban sino que ya habían empezado a legislar sin tener en cuenta a la Iglesia. Por ejemplo, la Pragmática de 16 de abril de 1803 exigía la formalidad de escritura pública para la validez de los esponsales39.

Entre los asambleístas que elaboraron la Constitución de Bayona hubo bastante indecisión a la hora de atribuir el conocimiento de abusos en materia eclesiástica. El espíritu legislativo napoleónico del primer proyecto (art. 20) y del segundo (art. 17) de dicha Constitución los atribuía al Consejo de Estado, pero en el tercer proyecto (art. 93) se confieren los recursos de fuerza eclesiástica al Consejo de Castilla y en el texto definitivo (art. 104) al «Consejo Real» (denominación del Consejo de Castilla en la Constitución de Bayona). Habiéndose suprimido los Consejos, dicha competencia pasa al tribunal sustituto, la Junta de Negocios Contenciosos40.



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El dictamen de Meléndez en un pleito de esponsales, como proyecto de ley

Meléndez, como fiscal único del tribunal sustituto del suprimido Consejo de Castilla, sentía la importancia de sus informes y no dejaría de recordar a su predecesor, el admirado Campomanes. Era un cargo importante, al que se le dedica el artículo 105 de la Constitución de Bayona: «Habrá en el Consejo Real un procurador general o fiscal y el número de sustitutos necesarios para la expedición de los negocios».

Meléndez, desde el comienzo de su dictamen, es consciente de que está elaborando una especie de proyecto de ley: «El Fiscal, vistos los anteriores autos mandados en consulta al tribunal por el señor Ministro de Gracia y justicia, para que con su audiencia le proponga su dictamen acerca de la resolución que, en el asunto que en ellos se ventila, puede ser más arreglada a los principios de derecho y justicia...»41.

Poco más adelante repite la idea: «[El fiscal] no puede menos de llamar hacia sí toda la atención del tribunal, para que represente a S. M. la justicia, necesidad y utilidades de una ley que arregle en adelante el tiempo de su decisión en la forma que el fiscal lo propondrá»42.

Meléndez manifiesta su intención legisladora cuando propone la derogación de la vieja legislación: «Así pues, el fiscal estima que si el tribunal tiene por convenientes sus razones y su objeto por tan importante como a él se le presenta, pesándolo uno y otro en su prudencia luminosa, se halla en el caso, y aun en la obligación, de reclamar de S. M. la entera y absoluta libertad de los matrimonios hasta el instante mismo de su celebración; derogándose para ello la ley 7.ª, tít. 14 de la Partida 4.ª, que establece que apremiar pueden los Obispos o aquellos que tienen sus logares, a los desposados que cumplan el casamiento, cuando el uno quiere departirlo, e el otro lo quisiese cumplir. E... puédanlo apremiar por sentencia de santa Eglesia fasta que lo cumple»43.

Más adelante se define a sí mismo como propulsor de una nueva ley: «Así, la ley que el fiscal solicita sería mucho más sencilla, o lo que es lo mismo más perceptible y al alcance de todos, y dejaría menos entrada a la interpretación y la arbitrariedad»44.

Meléndez cierra su dictamen, «recapitulando en breves artículos tan larga exposición», y pidiendo que el tribunal consulte al Rey y le proponga, por medio de su ministerio de Gracia y justicia, Manuel Romero, la reforma solicitada45.

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Meléndez termina su discurso forense con la fórmula típica del dictamen que tiene carácter de proyecto de ley, que había sido informado por el fiscal por mandato de la superioridad: «Que es cuanto el Fiscal ha creído de su obligación proponer al tribunal con motivo del proceso sobre que con su audiencia se le manda informar. O en otro caso resolverá sobre todo, lo que tenga por más conveniente. Madrid, etc.»46.

Las juntas decidieron recomendar al Ministro este dictamen: «por su elocuencia y su excelente doctrina, era digno de los más cálidos elogios». Algunos meses después se vio que el dictamen había surtido el efecto que se proponía su autor, es decir, modificar la legislación española relativa a la cuestión debatida. El 16 de diciembre de 1809 se hicieron públicos los dos decretos josefinos citados: uno sobre la restitución a los magistrados seculares de toda la jurisdicción civil que ejercían los eclesiásticos; y otro «por el que se manda a los RR. Arzobispos y Obispos dispensar por ahora en todos los impedimentos matrimoniales».




Los esponsales de Hilario Luquede y Manuela González

El caso concreto que debe dictaminar Meléndez, seguramente le era conocido de mucho antes, por ser sus protagonistas de Salamanca. Dos jóvenes de dicha ciudad, por nombre Hilario Luquede y Manuela González, se hicieron promesa de esponsales en 1798, pero al año siguiente surge el litigio, al no querer casarse Manuela. Hilario pretendía que ella cumpliese el contrato de esponsales. Varias veces Meléndez, que tan enemigo era de la dilación de los procesos, hace referencia a los diez años que duraba este. En primera instancia el Ordinario eclesiástico de Salamanca condenó a Manuela (septiembre de 1799); esta apeló al juez metropolitano de Santiago de Compostela, de quien obtuvo la revocación de la primera sentencia. Disconforme Hilario vuelve a apelar al tribunal de la Nunciatura, quien, por dos veces, confirmó la del Ordinario de Salamanca. Al haber tres sentencias conformes, se expidió su ejecutoria. Manuela quedaba en la triste disyuntiva de casarse a disgusto con Hilario o a permanecer en perpetua soltería. Como última tabla de salvación recurre al Ministerio de Gracia y justicia josefista solicitando la revocación de tan dura providencia. Este solicita el informe del recién constituido tribunal de las Juntas Contenciosas, las cuales, a su vez, piden el dictamen de su fiscal único, Meléndez47. Caso concreto, que recuerda el argumento de varias comedias de Fernández de Moratín hijo48.

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Es un asunto eclesiástico en el que las Juntas eran competentes, en el seno del Consejo Real, el cual, según el párrafo 24 del artículo 104 de la Constitución de Bayona: «Conocerá de los recursos de fuerza en materias eclesiásticas». El fiscal, escrupuloso con las leyes establecidas y con los principios de derecho y orden judicial (principio de seguridad jurídica), no puede menos de juzgar el asunto de que se trata por enteramente concluido49.

Pero inmediatamente entra a considerar las circunstancias particulares que aconsejan la revisión del caso y la concesión de la libertad a Manuela: la edad muy temprana de esta, la coacción, «sin una verdadera violencia», de la madre de ella para formalizar los esponsales50, y que Hilario ni ha sufrido ni reclama ningún verdadero daño sobrevenido del incumplimiento de los esponsales51. La admiración que Batilo profesaba a la mujer en sus poesías va a traducirse en un dictamen forense reivindicativo de la condición femenina. El contundente apoyo que le presta a Manuela González para que pueda elegir libremente marido, gran objetivo del feminismo europeo del XVIII, hace a la demandante y al fiscal, dignos de ocupar una página gloriosa en dicho movimiento.




Necesidad de una nueva legislación sobre esponsales

El dictamen es presentado por el fiscal ilustrado Meléndez como un auténtico proyecto de ley, razonando, con argumentos basados en los principios generales de justicia, el interés público.

La tesis de Meléndez es rotunda: «el contrato del matrimonio y los esponsales que lo anteceden debieran ser tan completamente libres, que ni aun dejasen camino a reclamación alguna de daños padecidos por falta de su cumplimiento»52.

Esta tesis es avalada por contundentes argumentos.

1.º Los esponsales dan lugar a prolongados pleitos que consumen lo mejor de la vida de los jóvenes. Se debe acortar los plazos:

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«no puede menos de asombrarse el fiscal de que una causa como la presente, de meros esponsales y entre gentes tan pobres y de tan ningunas relaciones, se pueda haber prolongado hasta diez años, pasándose en apelaciones y sentencias el mejor período de la vida de los dos litigantes [...] Diez años y cuatro sentencias para ejecutoriar este negocio es tan ridículo como injusto y absurdo. Este asunto, más bien de policía doméstica que de contiendas judiciales [...], ni merece ni debiera salir del primer tribunal, donde partes y testigos y pruebas y todo es conocido; cuya tardanza exaspera y enardece más y más los ánimos».53



El fiscal Campomanes, en 1763, le achacaba a la Curia Romana la dilación de los procesos: «Se dice que cualquier dilación es perjudicial en estas materias [...], ¿qué daño no causará la tardanza de tres meses y más con que vienen estos recursos desde Roma?»54.

2.º Las obligaciones esponsalicias van en contra de los fundamentos del matrimonio, que son la libertad y el amor. Proclama la libertad en la elección de matrimonio «contra la coacción de las obligaciones esponsalicias», por la misma naturaleza del amor. El fiscal define el matrimonio como «vínculo de fraternidad y dulce confianza, que no ha de contraerse sino por los sentimientos y aficiones más puras». El matrimonio es un «vínculo de eterna duración, que debe contraerse en la primavera de la vida y en el que el hombre social debe separarse cuanto menos pueda de los sentimientos de innata libertad que tan imperiosamente hablan, al corazón del hombre, de la naturaleza». Esta definición es propia de un espíritu románico, pues lo importante es el libre juego pasional de los cónyuges. Estas ideas fueron vivencias en el dulce Batilo, el poeta del amor, quien no dudó en casarse con una mujer absorbente, diez años mayor que él, y amarla durante 35 años55. En consecuencia, le parece completamente «absurdo y contra la razón, escandaloso a las costumbres y opuesto a sus más santos y saludables fines, que haya de celebrarse en virtud de una condenación y una sentencia, después de un litigio tan chismoso como largo, en que se ha precedido por declaraciones y careos indecentes»56.

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Al espíritu romántico de Meléndez le parece un atentado monstruoso el casamiento en virtud de la sentencia que obliga a contraer matrimonio en contra de la voluntad de la interesada y, por lo tanto, la considera una auténtica coacción, absurda y escandalosa.

3.º Admitida la libertad absoluta en el matrimonio y la naturaleza puramente contractual de los esponsales, a Meléndez sólo le queda la duda de si, en la futura ley, cabría la posibilidad de pedir algún daño y perjuicio, como en cualquier otro incumplimiento de contrato: «Lo que puede admitir alguna duda, y merecer por esto mismo la atención del tribunal, es el punto de si esta libertad debe ser tan entera, tan absoluta y general, que a ninguna reclamación deje lugar, o si ha de quedar expedita la de los perjuicios e intereses contra la parte que se resiste al cumplimiento de la obligación como en cualquier otro contrato». Aunque pudiera haber perjuicios («las ventajas que haya perdido la parte desairada para otros enlaces [...] ya por interioridades y consideraciones de familia» o «por la pena y escarmiento civil» por faltar a la palabra), Meléndez se inclina por la libertad absoluta del matrimonio y contra la reclamación de daños por el incumplimiento de la promesa de esponsales57.

Considerados los esponsales como cualquier otro contrato, Meléndez medita sobre los perjuicios de su incumplimiento y los estima tan pequeños, en comparación con las ventajas de la entera libertad en la elección del matrimonio, que concluye que el contrato del matrimonio y los esponsales debieran ser completamente libres y sin reclamación alguna58.

Coincide Meléndez con el rousseauniano conde de Cabarrús, el ministro afrancesado de Hacienda, quien el año anterior (1808) había publicado en Vitoria unas Cartas sobre los obstáculos que la naturaleza, la opinión y las leyes oponen a la felicidad pública, escritas hacia 1792: «Fuera, pues, todo litigio; presida a las bodas la más omnímoda libertad [...], su garante menos engañoso está en las elecciones espontáneas, en la analogía de genios, de temperamentos»59.






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Los otros impedimentos matrimoniales en el discurso de Meléndez


Refutación de los principios del derecho canónico sobre los impedimentos matrimoniales

La tesis, claramente regalista y febroniana del fiscal Meléndez, estaba muy lejos de la posición de la Iglesia, mayoritariamente aceptada por la   -709-   población española. El principio básico sobre el que debe sentarse toda legislación sobre el matrimonio es totalmente laico: el matrimonio es y debe tenerse, para decretar y establecer normas sobre él, como una cosa meramente terrenal y civil.

Con anterioridad, Meléndez había sostenido las críticas propias de un ilustrado avanzado hacia la Inquisición y el estamento eclesiástico. Ahora da un salto cualitativo al valorar más el matrimonio como contrato que como sacramento y al llevar el importante tema de las dispensas matrimoniales a la jurisdicción civil, lejos del dominio papal, hecho que ni el Concordato de 1753, ni Campomanes, ni Floridablanca, ni Azara, se habían atrevido a legislar.

Consciente de la novedad de su propuesta, Meléndez se siente obligado a justificar su laicismo, desmontando los fundamentos legales de la jurisdicción eclesiástica:

1.º La sociedad civil es la que debe regular el matrimonio. El matrimonio es un contrato totalmente sometido a la jurisdicción civil, por lo tanto Meléndez elimina el temor a legislar sobre impedimentos considerados hasta ahora sólo canónicos:

«Ni debe detener al tribunal para su consulta el que el contrato de esponsales se haya hasta aquí mirado como uno de los impedimentos canónicos, y como tal del conocimiento de la jurisdicción eclesiástica. Porque, dígase cuanto se quiera sobre este punto, los esponsales ni son, ni han sido nunca, ni pueden ser otra cosa que un convenio lego y civil entre partes legas y civiles, con miras y condiciones de la misma naturaleza como cualquier otro convenio. No sólo esto, sino que el matrimonio mismo que los sigue, subiendo a los principios de las cosas y para toda razón despreocupada de las doctrinas de la Curia Romana y de las falsas Decretales y delicadezas cavilosas de las escuela, primero es civil que religioso, y antes un convenio y obligación de hombres que no un misterio y un sacramento de la nueva ley60. O más bien, el legislador no pude prescindir de considerarle, con respecto a la sociedad, como un contrato secular, el más santo y augusto, el más importante de todos, su causa primitiva, origen y duradero apoyo de la sociedad civil, en quien ésta vincula de justicia su permanencia y su felicidad, y que ya en este estado de entera perfección, sancionado por ella, y arreglado y dispuesto cual juzga más conveniente para sus altos fines, bendice después, santifica y eleva a sacramento la religión».61



Estas ideas, totalmente laicas y racionalistas, son contrarias a la opinión oficial de la Iglesia (indisolubilidad de los vínculos matrimoniales) y circularon entre la minoría ilustrada más avanzada, favorable al divorcio, donde   -710-   estaban muchos amigos de Meléndez. Por ejemplo, Cabarrús, Ramón de Salas o el Goya del Capricho 75. ¿No hay quien nos desate?62.

Por tanto, la ley civil, respetando las leyes de la naturaleza y el interés público, es la que debe señalar la edad más conveniente a la celebración y resto de requisitos del contrato matrimonial, es decir, corresponde a la autoridad civil antes que a la eclesiástica el examen de los impedimentos.

2.º La Iglesia ni siquiera debe ser mera auxiliadora del poder civil en legislación matrimonial.

Según Febronio, el monarca era, en sus territorios, soberano y protector de la Iglesia; como protector debía ser su guardián, y como soberano le competía todo lo referente al derecho de la nación, a la paz pública y al bien de los vasallos. El Papa era quien podía perturbar esta paz introduciendo prerrogativas lesivas y usurpando los derechos de los obispos, los cuales debían poner una barrera a las órdenes emanadas de Roma en este sentido, con objeto de salvaguardar la unidad de conciencia del Estado. Un medio eficaz de lograrlo era precisamente el exequatur63. En los párrafos que siguen aparece claro el febronianismo de Meléndez. Da la impresión de que acaba de releer el Liber singularis de Febronio.

Meléndez afirma que si la autoridad eclesiástica se contiene en sus justos y verdaderos límites, y la autoridad civil no se olvida de su competencia y obligaciones, será únicamente la ley del Estado la que regule el matrimonio, porque todo impedimento matrimonial «ni es ni deberá ser arbitrario, sino racional y fundado en el daño y verdaderos perjuicios que de no ponerlo se seguirían a las familias contratantes, y por ellas a la sociedad, que saca todos los buenos frutos del contrato». El único criterio en la legislación matrimonial es «la balanza de la utilidad pública», de manera que «a la Iglesia nada queda entonces ya que hacer ni aún como auxiliadora de la autoridad civil».

La Iglesia «tampoco podrá establecer ningún impedimento ni estorbo al matrimonio, que ofenda o sea contrario al bien general que la sociedad busca en este contrato; porque entonces de auxiliadora se pasaría a enemiga, y la república que la abriga en su seno, y la defiende y honra con todo su poder por los bienes temporales que le presta su santo y saludable influjo sobre el corazón de sus hijos, en lugar de estos bienes no hallaría sino daños. Así pues, la utilidad social, el bien del Estado, el aumento y prosperidad de sus familias, es el principio que debe gobernar en este punto; y   -711-   como éste sea todo temporal, y en nada espiritual ni divino, ni en el origen, ni en las causas, ni en las personas, ni en el contrato, ni en sus frutos y efectos, el matrimonio es y debe tenerse, para decretar y establecer sobre él, como una cosa meramente terrenal y civil, dejando lo sobrenatural y religioso para los altísimos fines que Jesucristo tuvo presentes cuando, elevándolo a sacramento de su ley, se dignó de llamarlo grande y lo enriqueció con su gracia»64. Recordemos la tesis de Urquijo de que sólo el Gobierno debe dar las dispensas matrimoniales porque son un objeto puramente civil65.

3.º Sólo se debe admitir los impedimentos matrimoniales que sirvan para proteger a la sociedad, es decir, los que tengan fundamentos sociológicos sólidos.

Meléndez se pregunta: «Y si esto no es así, ¿de dónde en todas las naciones desde la más remota antigüedad las leyes sobre el matrimonio y sus solemnidades y ceremonias?, ¿de dónde los impedimentos y justa prohibición de contraerlo para ciertas personas, singularmente los hermanos y parientes cercanos?». El rousseauniano Meléndez encuentra la respuesta en la utilidad social: evitar la corrupción, proteger las buenas costumbres, la decencia y el pudor, esquivar «la degradación física y necesaria bastardía que padece la naturaleza en mezclarse y reproducirse entre sí misma una propia sangre por muchas generaciones», favorecer la armonía social y los efectos saludables que «produce el que distintas familias se enlacen entre sí por parentescos, para que, cruzándose de este modo en más y más eslabones la cadena y los vínculos de fraternidad y de civilización, llegue a ser el Estado como una sola familia». Todos los impedimentos, si se examinan bien, tienen causas y motivos temporales, incluido «el de parentesco espiritual66, el más místico y alegórico, el menos civil de todos»67.

4.º Los impedimentos matrimoniales establecidos por la Iglesia a través de la historia carecen de fundamentos sociológicos. Su arbitrariedad y excesivo número ha sido causa de innumerables conflictos.

Meléndez examina las causas por las que la Iglesia ha impuesto tantos impedimentos matrimoniales y coincide con «el sabio Fleury». La principal es que la Iglesia considera al matrimonio «bajo la razón de sacramento y no de contrato civil». Otras causas son «la crasa ignorancia» en que Europa entera cayó durante la Edad Media, que permitió «la rápida propagación   -712-   de las doctrinas de las falsas Decretales» y que la Iglesia adquiriese una inmensa autoridad, basada en las continuas consultas, que se la hacían sobre todas las materias, y en la inmensa autoridad que fue adquiriendo en casi todos los negocios civiles a partir de los siglos VIII y IX.

«En aquellos tiempos de tinieblas», los Papas dieron a los impedimentos una extensión ilimitada, de manera que todas las familias tenían algún impedimento de parentesco y debían recurrir a Roma en solicitud de una dispensa y dejar allí crecidas sumas de dinero. Meléndez resume este mecanismo de dominación eclesiástica: «Todos parientes entre sí, o en la incertidumbre de serlo, Roma dominaba sobre todos».



En defensa de sus intereses, fundamentalmente económicos, Roma olvida los tiempos primitivos en los cuales los impedimentos se regían por las leyes civiles de los dos Códigos de Teodosio y Justiniano. No le importan los muchos males que sobrevinieron al Estado de que ella se alzase con los impedimentos y dispensas, extendiendo unas y otros tan desmedidamente, ni los pleitos y contiendas entre matrimonios, ni la incertidumbre en hijos y aún familias enteras, ni las guerras nacidas entre reyes de este funesto origen. «Acaso Inglaterra y Alemania no se hubieran separado del seno de la Iglesia sin la famosa contestación sobre el parentesco de Henrique VIII con María de Aragón, y su divorcio»68.

Meléndez concluye que los impedimentos embarazaban los matrimonios, turbaban su quietud, y llevaban los tesoros de las naciones a Roma «para ser empleados muchas veces en objetos indebidos, y favorecer el nepotismo»69. Coincide con la crítica que Campomanes había hecho en el Memorial de 1763, donde afirmaba que Roma vulneraba continuamente las normas del Concilio de Trento (muy restrictivo en la concesión de licencias matrimoniales), porque «pasaban de 10 a 11 mil las dispensas concedidas en menos de un año a los fieles de España». En cuanto a las tasas, Campomanes pensaba que el dinero que se evadía a Roma era un «pregón de simonía» y que debería destinarse a obras benéficas en España.




Posturas dentro de la historia eclesiástica a favor de legislación civil de los impedimentos

Meléndez resume las doctrinas de una serie de «escritores piadosos» que han adoptado posturas regalistas. Casi todas venían circulando entre los políticos e intelectuales de esa tendencia durante la segunda mitad del siglo XVIII, como Campomanes o José Nicolás de Azara.

El problema de los impedimentos había llegado a ser tan grave que había empezado a arreglarse por sí mismo, y a ser examinado con «el resplandor de la evidencia», la tolerancia, las luces y la reflexión:

  -713-  

«Los políticos y los magistrados celosos clamaron altamente sobre la materia que tratamos: el mismo Concilio de Trento70 escuchó en sus sesiones los sabios discursos de Ambrosio Catarino y nuestro ilustre Pedro de Soto; y si bien Roma no cedió enteramente, porque el abuso apoyado en el interés y en la ancianidad de los siglos no se destruye en un momento, ya desde entonces empezó a ser una opinión sentada entre los buenos canonistas que el derecho de establecer impedimentos al matrimonio era una parte esencial de la soberanía».



En el párrafo anterior Meléndez alaba el criterio del canon 5 (De reformatione matrimonii) de la Sesión XXIV del Concilio de Trento, el cual dispuso que no se concedieran dispensas sino rarísimas veces, con causa grave y gratis.

A continuación Meléndez refuta la opinión contraria de los canonistas que sostenían que la Iglesia debía regular minuciosamente los impedimentos, basándose en los cánones 3 y 4 de la misma sesión tridentina. El fiscal cree que en ellos «trató sólo de impugnar el error de Lutero, quien no admitía otros impedimentos que los que establece el Levítico»; que el Tridentino no discutió sobre el origen de la autoridad para establecer impedimentos, ni excluyó a los príncipes de la misma, como demuestra el hecho de que «la Iglesia después de su paz, y en el tiempo de su mejor disciplina, no conoció ni ejerció esta autoridad; observó los impedimentos puestos por los Príncipes». Oyó en sus asambleas a «sus Ambrosios y Agustinos» apoyar la observancia de las leyes ya establecidas. Cita en apoyo de su tesis a los «autores de gran mérito (los doctos Launoy, Van-Espen, Le-Plat, Eybel, Pereyra, Tamburini, y otros de no inferior fama)»71.

El ilustrado Meléndez reproduce los argumentos regalistas que circulaban en el ambiente intelectual del reinado de Carlos III72. En el párrafo que sigue hay criterios de actuación que ya propuso en 1791, para las reformas económicas y jurídicas, en el Discurso de apertura de la Real Audiencia de Extremadura73, y que ahora aplica en el plano canónico:

«forzoso es cortar el mal en su raíz, y que todo se sujete y ceda a la evidencia de la razón, y a la máxima invariable de utilidad común bien entendida. Tomemos ejemplo de lo que han hecho otros países católicos, y cojamos los frutos que ellos han preparado. Nos antecedieron en la empresa para allanarnos y facilitarnos el camino. En estos tiempos de ilustración en que nos hallamos, es forzoso examinarlo todo, subir en todo a sus verdaderos   -714-   principios, simplificar en todo nuestra legislación embrollada, rehacer el edificio, y señalar a todo los límites y aledaños que le prescribe su naturaleza».74






Proyecto legislativo sobre impedimentos del febroniano Meléndez

Meléndez no elabora «un proyecto de ley» tal como lo entendemos hoy, pero a lo largo del discurso va dejando claras las ideas que, en su opinión, deberían «elevarse a S. M.».

Encontramos los siguientes considerandos:

1.º El asunto de los impedimentos sería «útil, o más bien necesario declararlo por de competencia civil, separándolo enteramente de la policía eclesiástica»75.

2.º «El fiscal quisiera que esta ley abrazase toda la materia de los impedimentos, examinando para ello los que hay, y reduciéndolos a lo justo [...] que se señalara adónde debiera ocurrirse por las rarísimas dispensas que habría de haber, se indicasen los tribunales de provincia para el examen de los más raros pleitos que sobre esto quedarían; y principalmente se prefija se un plazo brevísimo a su resolución, para evitar los daños que palpamos en el presente. Diez años de litigio para una cosa que debió terminarse en quince días, discúlpese como se quiera, es tan injusto como impolítico».



La ley tiene cuatro objetivos claros: «Con esta ley se facilitarían mucho los matrimonios; se evitaría en ellos la dependencia de Roma y de los jueces eclesiásticos; se ahorrarían los gastos y el dinero que allá se envía; se aclararían las dos jurisdicciones, y volverían las cosas al punto que tuvieron antes que el error las confundiese, y cual las hallamos en los tiempos de la más pura disciplina en la Iglesia»76.

Meléndez concluye su dictamen con seis «artículos». Por el primero se aconseja la libertad para Manuela.

En los cuatro siguientes se formulan los principios legales que deben regir los impedimentos matrimoniales, que serán recogidos en el correspondiente Decreto de 16 de diciembre de 1809:

«2.º Que elevándose el tribunal a los principios generales, el fiscal cree que debe darse al matrimonio como contrato civil la más completa libertad hasta el punto mismo de su celebración, aboliendo del todo las obligaciones esponsalicias, aún en cuanto a la queja de perjuicios contra la parte que se niegue a su cumplimiento.

3.º Que cuando a esto no haya lugar, se deje sólo expedito este punto de los perjuicios, pero del todo libres los esponsales.

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4.º Que si así fuere, se señalen para determinarlo, después de la primera instancia ante el juez ordinario, los tribunales colegiados de las respectivas provincias, y el plazo de dos meses cuando más para su conclusión, sin que haya arbitrio a prorrogarlo por ninguna causa, ni apelación o súplica de la sentencia de dichos tribunales.

5.º Que se borren los esponsales del número de los impedimentos, declarando a los dirimentes por propios de la autoridad civil, reduciendo los de cognación o parentesco, y examinándolos todos a fin de arreglarlos como fuese más conveniente a la utilidad pública».



Observemos la importancia que Meléndez concede al «ordinario», entendiendo por tal, como es sabido, toda persona que ejerce jurisdicción episcopal o cuasi episcopal.

La propuesta número 6 pide la separación de las jurisdicciones civil y eclesiástica y dará lugar al otro Decreto, como veremos.




El febronismo regalista del dictamen de Meléndez

El obispo Honthein (Febronio) tuvo innegable influencia en España, capitaneada por el mismo Campomanes, quien, según Meléndez y Pelayo, había hecho del Febronio «uno de sus oráculos»77.

José Nicolás de Azara creía muy necesaria la difusión de algunos autores para justificar la nueva política regalista: «si se llegasen a divulgar dos o tres buenos libros no más, sobre estas materias, en un año se ilustraría España para siempre: Febronio y Pereyra no son malos, a falta de otros mejores. Bossuet y Fleury son mejores». Estos dos últimos estaban ampliamente representados en la biblioteca melendeciana78. Pereyra y Fleury son citados como «autores de gran mérito» en el dictamen.

El influjo de estos autores fue profundo. Pereyra con su Tentativa teológica (1766) y la exaltación del poder real79 abrió el derrotero por el que   -716-   caminará España en tiempos de Sede Vacante y en los momentos de incomunicación con la corte de Roma como ahora, en 1809. No en vano se tradujo su principal obra en el año 1836, cuando los liberales rompieron completamente con Roma por la desamortización de Mendizábal.

En cuanto a Febronio, merece una mención especial, pues todos los brotes episcopalianos y conciliaristas de la segunda mitad del siglo XVIII, incluidos el sínodo de Pistoya (1787), admirado en Salamanca según el testimonio de Jovellanos, antes señalado, o el mal llamado «cisma de Urquijo» (1799), corrieron por los cauces de la ideología pereiriano-febroniana, pudiendo decirse sin exageración que el Febronismo fue la cristalización canónico-regalista del absolutismo ilustrado. Las lecciones del jurista Van Espen80 sirvieron de cimiento al sistema galicano-jansenista de su alumno Febronio. Este coloca al concilio sobre el Papa, el cual no posee jurisdicción inmediata sobre las iglesias particulares. Cada prelado es en su diócesis esencialmente independiente del obispo de Roma, teoría que justifica el que el rey José pueda mandar que los obispos españoles dispensen los impedimentos matrimoniales, hasta ahora reservados a Roma. Febronio, rebajando el poder del romano pontífice al nivel de un primus inter pares, ensalza el de los obispos y sus facultades para dispensar matrimonios reservados, imponer censuras y condonar penas.

Meléndez había leído a Febronio ya en 178281. Ahora no lo cita, pero sí a los principales febronistas. Se apoya en la doctrina de los «buenos canonistas y teólogos, y (...) autores de gran mérito (los doctos Launoy, Van-Espen, Le-Plat, Eybel82, Pereyra, Tamburini83, y otros de no inferior fama) que el repetirlas yo sería abusar a un tiempo de la paciencia y la bondad del tribunal, y fatigarme sin utilidad»84. Obsérvese que Meléndez da por supuesto que los magistrados del tribunal conocen los escritos de estos autores y, por lo tanto, las teorías febroniano-regalistas.

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Meléndez recoge con satisfacción las tesis teóricas y políticas de los defensores de las regalías en la vieja pugna entre la Santa Sede y la Monarquía española.




Criterio de la resolución de la Junta de Asuntos Contenciosos

La propuesta del fiscal Meléndez fue examinada por el Tribunal de las juntas Contenciosas85.

Sobre la demanda de Manuela, los jueces llegan, mediante un rodeo jurídico, a la misma conclusión que Meléndez había extraído de la sola razón. ¿Puede Manuela González -resume el relator- apelar al tribunal de la Nunciatura para pedir su libertad?

Hay división de opiniones y se establece un debate. Algunos se oponen, ya que una ejecutoria, por definición, no admite el recurso a otra instancia. Por el contrario, la mayoría de la Junta responde con un enunciado normativo, basado en la legislación vigente: los jueces eclesiásticos han cometido un «exceso de ley» al condenar a la joven a un celibato perpetuo, pena que se puede considerar como un atentado contra el derecho natural, contra la sociedad y contra el estado de matrimonio. El «exceso de ley» es uno de los tres casos previstos para un «recurso de protección» -apelación por abuso- a los tribunales reales.

La Junta, al tiempo que reconoce la competencia de los tribunales eclesiásticos, dada la legislación vigente, admite la posibilidad de un recurso, pues los jueces eclesiásticos han cometido un «exceso de ley» al condenar a la joven a un celibato perpetuo.

La Junta emite, finalmente, la opinión mayoritaria de que «la interesa da recurra al tribunal o a los tribunales competentes para hacer valer su derecho y obtener en justicia la libertad que pide».

Respecto a la legislación sobre impedimentos matrimoniales, la Junta recorta las pretensiones del fiscal Meléndez. Es más conservadora que el fiscal. Reconoce «que los contratos de esponsales y de matrimonio caen de todo en todo bajo la potestad civil y pertenecen a esa jurisdicción temporal» y la urgencia de promulgar una ley sobre este tipo de contrato y sus efectos, pero no adopta la libertad total del matrimonio y mantiene la legitimidad de una acción judicial para los esponsales, aunque sólo «para la satisfacción de los daños y perjuicios que hubiese ocasionado al otro contrayente». No creyendo útil fijar los plazos, solicitados por el fiscal, en los que el asunto tendrá que ser juzgado, se limita a emitir el vago deseo de «que el pleito no dure más tiempo que el que fuere necesario...».



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Regulación de los impedimentos según el Decreto josefino

Comparemos las ideas de Meléndez con el Decreto por el que se manda á los RR. Arzobispos y Obispos dispensar por ahora en todos los impedimentos matrimoniales, firmado por el Rey y por el secretario de Estado, Mariano Luis de Urquijo, el 16 de diciembre de 180986. Al mismo tiempo anotaremos el posible influjo de Urquijo, el cual había remitido a Napoleón unas «Reflexiones» sobre el primer proyecto de la Constitución de Bayona, el 5 de junio de 180887.

Meléndez influyó en el mismo en dos momentos, en abril de 1809, con su Dictamen fiscal en un pleito de esponsales, y en diciembre, como consejero de Estado («oído nuestro Consejo de Estado»), organismo que informaba los proyectos de ley y del que Meléndez era miembro desde el 3 de noviembre de 1809.

La reforma de los impedimentos matrimoniales había sufrido el trasiego de ministerios, propio de la inestabilidad administrativa que imponía la guerra, pues si en abril fue el ministro de Gracia y Justicia (Manuel Romero) el que pidió el informe, ahora, en diciembre, es el ministro de Negocios Eclesiásticos, Miguel José Azanza (futuro duque de Santa Fe). El Decreto aparece en uno de los momentos más favorables en el horizonte político-militar para José Bonaparte y sus partidarios españoles, cuando estaba preparando la conquista de Andalucía y poco después de la resonante victoria de Ocaña, que «fue para José I mucho más decisiva que cualquiera otro éxito parcial anterior»88.

El Decreto consta de un preámbulo y cinco artículos.

En el preámbulo se liga el decreto con el pleito de los esponsales de Hilario y de Manuela, que era el más sonado de los «varios recursos hechos al trono», el cual fue el pretexto para el Dictamen de Meléndez. Urquijo vincula expresamiento este decreto con la legislación que él mismo había propuesto en 1799:

«Teniendo presente los varios recursos hechos al trono por personas que han convenido en casarse, y no pueden conseguirlo sin dispensa; considerando los graves perjuicios que se originan al Estado de que se dilaten los matrimonios proyectados; lo mucho que la religión y la moral interesan en evitar estas dilaciones, y lo practicado sobre este punto en varios países católicos, particularmente en España algunas veces, una de ellas en el año de 1799 [cursiva en el original]; y reservándonos resolver sobre este grave punto definitivamente lo que convenga para bien del estado y de la religión: visto el informe de nuestro Ministro de Negocios Eclesiásticos y oído nuestro Consejo de Estado, hemos decretado lo siguiente...»



  -719-  

La mano de Urquijo se nota en «reservándonos resolver sobre este grave punto definitivamente», pues, por prudencia política, no se había atrevido a materializar en el Decreto la idea expuesta a Napoleón en junio del año anterior: «Sólo el Gobierno debe de dar dispensas de matrimonio, que están ahora entre las gracias de los Papas por usurpación»89.

El artículo 1 da respuesta a las propuestas 2 y 3 de Meléndez, que solicitaba la más completa libertad en el matrimonio, contrato civil, aboliendo las obligaciones esponsalicias, pero sobre todo se corresponde con la propuesta 5 que pedía que se borrasen los impedimentos de esponsales, se redujesen los de parentesco y que se examinasen todos los impedimentos «a fin de arreglarlos como fuese más conveniente a la utilidad pública».

El artículo 1 del Decreto manda que: «Los M. RR. Arzobispos y Obispos de nuestros dominios dispensarán por ahora en todos los impedimentos matrimoniales». La teoría del episcopalismo frebroniano defendido por Urquijo en 1799 y por Meléndez en su Dictamen es patente.

Los artículos 2 («Los interesados acudirán al Prelado diocesano de uno de ellos, prefiriendo (conforme a la costumbre) el de aquel en cuyo domicilio se proyecta contraer el matrimonio»); el 3 («Los M. RR. Arzobispos y Obispos recibirán como hasta aquí la prueba de las causas expuestas por los suplicantes; y resultando justificadas, dispensarán gratuitamente»), y el 4 («Los Gobernadores de las Diócesis en ausencia de los Prelados y los Vicarios capitulares en las vacantes de Mitra, ejercerán (según es costumbre) igual autoridad sobre dispensas que los Arzobispos ú Obispos en sede plena»), están relacionados con la propuesta 4 de Meléndez, destinada a agilizar el procedimiento: «Que se señalen después de la primera instancia ante el juez ordinario, los tribunales colegiados de las respectivas provincias, y el plazo de dos meses cuando más para su conclusión sin que haya arbitrio a prorrogarlo por ninguna causa, ni apelación o súplica de la sentencia de dichos tribunales». El Decreto no acede a concretar los dos meses solicitados por Meléndez, porque la Junta se había negado a fijar plazos y porque, tal vez, el gobierno era consciente de la imposibilidad de cumplirlos, dadas las circunstancias de la guerra.

El artículo 5 y último señala al Ministro de Negocios Eclesiásticos como encargado de la ejecución del presente Decreto.

Es un decreto bastante radical, aunque menos que el dictamen de Meléndez, pues ampliaba la facultad de los obispos a la dispensa de «todos los impedimentos matrimoniales», lo cual podía crear problemas de conciencia a los obispos residentes en zona bonapartista y retraer su aplicación. Ciertamente existían dificultades materiales para acudir a Roma a solucionar el tema de las dispensas (la guerra y la sede pontifica vacante por estar el Papa prisionero desde julio de 1809 a febrero de 1814). En estas circunstancias la   -720-   disciplina canónica admite que los obispos puedan suplir y hacer excepciones a las leyes generales de la Iglesia: son los llamados «casos urgentes». Las dispensas concedidas por los obispos españoles no tenían, por tanto, que repugnar, ni siquiera a los pastores más escrupulosos.

Patrocinio García Gutiérrez estudia la aplicación del decreto sobre dispensas matrimoniales en León: «Las nuevas facilidades despertaron tal interés en una serie de uniones incestuosas, deseosas de legitimar su situación, que originaron presiones sobre las curias eclesiásticas, ya directas ya indirectas, fomentadas, incluso, por el propio Ministro de Negocios Eclesiástico, llegando a alarmar a aquellas y provocando conflictos, por lo que le Ministro revocó el Decreto en el sentido de limitarlo a los grados usuales en la Santa Sede»90.

El Decreto y, sobre todo, el proyecto de Meléndez son totalmente modernos. Protegían a los jóvenes contrayentes contra las injerencias de los matrimonios de conveniencias. Se adelantan en un siglo al decreto No temere, expedido por la Sagrada Congregación del Concilio en 2 de agosto de 1907 (mandado cumplir por el Gobierno español en el suyo de 9 de enero de 1908) y al Codex Juris Canonici que borró el impedimento de pública honestidad que de los esponsales se derivaba, de manera que hoy los esponsales sólo tienen trascendencia civil por cuanto concierne a la indemnización de los gastos causados para la celebración del matrimonio prometido.

Incluso nuestro actual Código Civil, casi dos siglos después, no ha alcanzado la agilidad procedimental del plazo de los dos meses propuestos por Meléndez91.






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Separación de jurisdicciones

Meléndez lleva su razonamiento a las últimas consecuencias, en su deseo de llegar a la raíz del problema, que no era otro que la confusión de jurisdicciones. Hemos visto que de un caso concreto de esponsales propone   -721-   una ley en la que se declare el matrimonio «por competencia civil, separándolo enteramente de la policía eclesiástica».

Con lógica aplastante expone su tesis o principio jurídico y, después de contundentes razonamientos, concluye con una propuesta.

La tesis es clara:

«La jurisdicción eclesiástica pide ser reducida de justicia a lo que fue al principio, y ahora debiera ser; a una jurisdicción toda espiritual, cual la dio a su Iglesia su divino Fundador y ésta la tuvo en los siglos de su mayor esplendor y virtudes, sin los aumentos, mezclas y usurpaciones sobre la civil, con que la ignorancia, la debilidad, la ambición, el transcurso del tiempo, y muchas veces un celo y una piedad mal entendida, la acrecentaron después para desfigurarlas».92



Este pensamiento es recogido en la conclusión y en la propuesta 6.ª que Meléndez hace al tribunal, para que, a través del Ministro de Gracia y Justicia, llegue al Rey:

«Creería el fiscal muy de la obligación del tribunal el que abrazase, en la consulta que solicita, el que S. M. tomase en consideración el asunto de la jurisdicción eclesiástica en toda su extensión para uniformarlo y arreglarlo, cual será conveniente que en adelante lo esté, quitando en lo posible esta diferencia de constituciones y leyes sinodales de obispado a obispado con que nos vemos abrumados, y reduciendo para bien mismo de la Iglesia mucha parte de los derechos y autoridad con que se hallan en el día los eclesiásticos, o cedida o usurpada sobre lo temporal [...].

6.ª Y que, en fin, por esta misma utilidad se trate de señalar los verdaderos límites de las dos jurisdicciones eclesiástica y civil, según la diferencia de su objeto, sus medios y sus fines, y los verdaderos principios de una y otra».93




Argumentos de Meléndez en favor de la separación de las jurisdicciones civil y eclesiástica

Meléndez era un profundo conocedor de la historia y del derecho de la Iglesia. Nos da un resumen de la evolución de las relaciones Iglesia-Estado desde Jesucristo hasta el siglo XVIII, pintando con colores muy negros la Edad Media.


1.º La separación de jurisdicciones en la Iglesia primitiva

El acrecentamiento de la jurisdicción eclesiástica «tan útil y brillante en la apariencia» sólo ha servido para turbar y distraer a la Iglesia de su principal y único fin, «el bien y salud eterna de las almas», el único que le encargó Jesucristo, el cual, no mandó a sus Apóstoles «otra cosa sino que   -722-   predicasen y enseñasen, bautizasen, y atasen y desatasen los pecados, declarándoles expresamente no ser su reino de este mundo [...], dejando a la potestades civiles el gobierno y cuidado de las cosas de la tierra». Según Meléndez, tanto Jesús como los antiguos cristianos tenían claro que las dos jurisdicciones eran distintas en los fines, en los objetos, en las atribuciones y en los medios con que se las dotaba. Por eso, «la Iglesia en sus primeros días floreció tan perfecta y hermosa», en estado de santidad y de pureza, y es «como fuente purísima», en la que siempre deben las máximas de doctrina y disciplina que la gobiernan94. Renace el argumento del mito de la Iglesia primitiva, ya visto en el Informe contra la manifestación de los Santos Evangelios en 1798.




2.º Historia de la confusión de jurisdicciones en la Edad Media

Meléndez hace un repaso histórico de la invasión paulatina de competencias por parte de la Iglesia, calificada de «usurpación y rapiña», para comprobar los muchos males ocasionados por la confusión de jurisdicciones.

La mezcla de jurisdicciones ya empezó con la política de Constantino y sus sucesores al Imperio, pues dieron después a los obispos y su jurisdicción una cierta coacción temporal que hasta allí no tenían; los convirtieron en jueces-árbitros en los negocios de los cristianos; les concedieron una inspección oficiosa sobre las buenas costumbres, y hasta sobre los dineros públicos y su justa inversión, y eximieron al clero de las cargas civiles. Pero ya desde entonces y por estos aumentos, «se vio por experiencia los muchos daños que traería sacar las cosas de lo que ellas son, y convertirlas a otros fines. Los obispos y sacerdotes del Señor empezaron a figurar más que debieran en asuntos y negocios civiles; y la Iglesia con esto vio turbada su paz, y envueltos a sus hijos en pleitos y querellas ajenas de su estado y obligaciones».

Durante la Edad Media la ignorancia fue general y Roma, que «guardaba el tesoro escasísimo de luces y saber que nos había quedado», propició que desde entonces no hubiese «cosa ni pública ni privada, ni grande ni pequeña, en que ella y los jueces eclesiásticos no metiesen la mano y se aplicasen como propia». Los trastornos jurisdiccionales iban en progresivo aumento, en sucesivos momentos: los bárbaros del norte fueron a un mismo tiempo obispos y señores temporales. Siguieron las falsas Decretales al fin del siglo VIII, que aumentaron el error y los trastornos con sus ambiciosas doctrinas. Meléndez pone de ejemplo la famosa bula de Bonifacio VIII, Clericis Laicos (1296), por la que prohibía al poder laico imponer tributos a la Iglesia, bajo pena de excomunión a todos los que los pagasen o los percibiesen95.

  -723-  

Meléndez concluye su examen histórico mirando a su alrededor y ve que los tribunales eclesiásticos intervienen desde la legitimidad de los hijos hasta la de los testamentos y que: «Nuestra Recopilación nos presenta a cada paso sobradas pruebas de esta triste verdad, singularmente en cuasi todo el libro 2.º»96.




3.º La lucha de los regalistas ilustrados por la separación de jurisdicciones

Meléndez termina su discurso rindiendo un homenaje a los luchadores regalistas ilustrados, entre los que se incluye:

«Cierto es que muchas veces hemos vencido en la contienda, y defendido o recobrado nuestros derechos, ya por la evidencia de su razón, ya por el tono sostenido y firme de la queja. ¡Pero qué de preciosos sacrificios, cuántos pasos y reclamaciones no nos ha costado el lograrlo!, ¡y cuánto es de temer que en adelante costará, si el mal no se remedia!».



La lucha es urgente y difícil, por las características del rival, la Iglesia, autora de «la usurpación y la rapiña», pero la victoria será en beneficio de todos:

«El recobrar lo perdido; el restituir a la soberanía la plenitud de sus prerrogativas y derechos de que nunca para siempre se puede desprender; el salir de una vez de la indebida dependencia que tantos sacrificios ha costado; el marcar en todos los puntos los verdaderos límites de las dos potestades según los sólidos principios de una y otra; dar a la policía civil cuanto le corresponde, y dejar a la eclesiástica toda la plenitud de autoridad espiritual y divina que quiso concederle su celestial fundador; y prevenir, en fin, con todo ello los males y discordias que se vieron en los pasados siglos, y acaso podrán volver en otros dejando en pie la causa que los produjo entonces; todo esto es tan necesario como urgente, y de tanto provecho para el Estado como para la misma religión».97



Meléndez continúa siendo el convencido ilustrado de siempre, el que creía en las luces y en el progreso, y no pude dejar de terminar su discurso con ideas dichas en otros muchos lugares, por ejemplo, en el Discurso de apertura de la Audiencia de Extremadura:

«Las luces del siglo en que vivimos hacen de fácil ejecución cosas que en otros fueron imposibles; y la mano de la reforma, que debe ponerse en casi todo, salva de la nota de novedad estas consideraciones del fiscal y cualquiera consulta del tribunal. En la legislación todo se toca, y está unido por eslabones tan estrechos como imperceptibles, desde la ligitimidad o la tutela del más obscuro ciudadano hasta la operación más ardua y complicada de la política. Nuestro sistema y nuestras leyes, edificadas sobre bases incoherentes y en diferentes tiempos, carecen de la unidad y proporciones que debieran tener, y están pidiendo y necesitan ser fundidas de nuevo».



  -724-  

Meléndez se nos muestra como un hombre de la generación de los ilustrados más que de la de 1808. Le interesa más juzgar y transformar la realidad histórica de España, modernizarla y acercarla a Europa, que criticar los desmanes recientes, durante los veinte años del reinado de Carlos IV98.

Meléndez siempre fue generoso, y aunque sufrió largas persecuciones por parte del partido clerical, ahora que está en el bando vencedor, reconoce que la Religión tiene sobre las leyes «tanta influencia como relaciones» y se muestra firme, pero respetuoso, en su proyecto:

«será preciso, cuando se forme un código completo99, cual lo exigen las luces del siglo y nuestra situación, dejar bien aclarados los límites de las dos potestades, con arreglo a la verdadera naturaleza de una y otra, procediendo en esto con una entera despreocupación, si bien con el respeto que todos les debemos, y desde la cuna hemos mamado.

Mas este respeto no debe intimidarnos, antes es muy conforme con los principios más ajustados, porque no es religión todo lo que se cubre con su manto; y si es abominable la impiedad, no lo son menos la superstición y el falso celo».100



Es el mismo respeto que cuando sufría los desaires contrarreformistas del clero de Ávila. En la respuesta al oficio del Cabildo (25 de noviembre de 1792) Meléndez concluía: «En fin, Señores, yo venero al estado eclesiástico, porque conozco su necesidad y el orden que ocupa en la sociedad civil»101. El regalismo afrancesado de Meléndez tenía sus planteamientos ideológicos previos, que pueden explicarnos la contundencia del dictamen sobre esponsales.






La separación de las jurisdicciones civil y eclesiástica según la Junta de Contenciosos

La Junta aparece más timorata y menos decidida que su Fiscal. Ciertamente, reconoce que dicho proyecto tendrá que tomarse en consideración «cuando se aborde la reorganización de la jurisdicción eclesiástica y la delimitación de sus poderes con relación a la jurisdicción real». La Junta   -725-   admite el principio de la separación; pero, sin duda alguna, no sería oportuno proclamarlo hasta el establecimiento de un Concordato entre la Iglesia y el Estado; además, sobre esta cuestión, existe un expediente general en los Archivos del antiguo Consejo de Castilla. Será, pues, necesaria una revisión de conjunto de este problema, revisión que, según los términos de la Constitución de Bayona, incumbe al Consejo de Estado. La Junta reconoce la necesidad de restaurar el poder real, de devolverle la totalidad de sus atribuciones y de reintegrar a la autoridad eclesiástica en su justo lugar; por otro lado, esta es una medida prevista por el «nuevo Código que espera el pueblo español».

Demerson resume: «En una palabra, las medidas judiciales y precisas pedidas por el Fiscal se aplazan para un incierto futuro y se ahogan en un conjunto de consideraciones que las harían poco menos que ineficaces»102.




Regulación de la separación de jurisdicciones según el Decreto josefino

Si la Junta de Negocios Contenciosos había desactivado la propuesta 6.ª del fiscal Meléndez («señalar los verdaderos límites de las dos jurisdicciones eclesiásticas y civil, según la diferencia de su objeto, sus medios y sus fines, y los verdaderos principios de una y otra»). El ministro de Negocios Eclesiásticos, Azanza, y el secretario de Estado, Urquijo, la recogen ampliamente en el Decreto por el que se manda cesar al Estado eclesiástico en el ejercicio de toda jurisdicción forense, tanto civil como criminal, y se devuelve como corresponde á los magistrados seculares, de 16 de diciembre de 1809103. Se restituía a los magistrados seculares toda la jurisdicción civil que ejercían los eclesiásticos.

Consta de una introducción y de diez artículos.

En la introducción se resumen las principales razones expuestas por el dictamen de Meléndez:

«No siendo conforme al espíritu del Evangelio, y a la práctica de los siglos más puros de la Iglesia, que por las ocupaciones del foro se distraiga el Estado eclesiástico de las funciones propias de su sagrado ministerio, al paso que el interés público reclama la unidad de jurisdicción establecida en el artículo XCVIII104 de la Constitución Española; vista la exposición de nuestro Ministro de Negocios Eclesiásticos, y oído nuestro Consejo de Estado, hemos decretado y decretamos lo siguiente...»



  -726-  

En la forma del Decreto no hay ninguna connotación de la agresividad o intolerancia religiosa que la guerra estaba exacerbando, sino que se presenta como una renovación racional del papel de la Iglesia española. Había sido inspirado por unos ilustrados (Meléndez, Urquijo, Llorente, etc.) que no eran anticlericales.

El Decreto va más allá que el texto definitivo de la Constitución de Bayona que hablar de suprimir «los Tribunales que tienen atribuciones especiales y todas las justicias de abadengo, órdenes y señoríos», pero no dice nada de «jurisdicción eclesiástica». Está más cerca de Meléndez que de la Junta de Negocios Contenciosos, pues unilateralmente hace la separación de jurisdicciones sin esperar al acuerdo de un futuro Concordato con la Santa Sede.

Esta introducción es glosada en un informe por el embajador francés La Forest, buen conocedor de las intenciones gubernamentales, con anotaciones que parecen resumir el dictamen de Meléndez105. Demerson106 reproduce y coteja unos comentarios de la Gaceta de Madrid que remedan con asombrosa fidelidad los argumentos expuestos por Meléndez ante la junta, por lo que podemos pensar que el poeta estuvo en relación directa con la redacción o publicación del decreto. Leemos en la Gaceta:

«Considerando que repugna al espíritu del Evangelio y a la práctica de los siglos más puros de la iglesia107 que por las ocupaciones del foro se distraiga el Estado Eclesiástico de las funciones propias de su sagrado ministerio [...]108. No es mi reino de este mundo, había dicho Jesucristo109. Durante los últimos tres siglos que vieron en casi toda Europa trazarse los límites que separan al Sacerdocio del Imperio110, España había conservado en su seno una autoridad enemiga a las Luces [...]. El nuevo decreto destruyó ese laberinto inextricable».111



  -727-  

Sin quitar mérito al influjo de Meléndez en el Decreto ni al comentario de Demerson, nos atrevemos a afirmar que el redactor material del mismo fue Urquijo, pues reproduce un párrafo de las «Reflexiones sometidas a S. M. I. y R.» el 5 de junio de 1808:

«Si se suprime la jurisdicción eclesiástica no parece necesario establecer claramente que los obispos, estando encargados por los apóstoles de la predicación del Evangelio, del cuidado del culto, de la administración de Sacramentos, de la vigilancia de la disciplina, conocerán de todo lo relativo a estos asuntos, así como de la disciplina del clero que le es inferior, salvo la apelación al arzobispo, delante del cual toda discusión debe ser terminada; pero siendo el Príncipe el encargado de proteger igualmente a todos los sujetos, deberán de recurrir al Tribunal de Casación cuando se crean lesionados. En este caso debe de suprimirse el Tribunal de la Nunciatura de Madrid».112



Aparecen perfilados tanto las funciones de la Iglesia, vista en la introducción, como el procedimiento, desarrollado en el articulado.

En virtud del artículo 1, cesa toda jurisdicción forense en favor de los magistrados seculares: «Desde el día de la publicación de este Decreto cesará el Estado eclesiástico en el ejercicio de toda jurisdicción forense, así civil como criminal, que se devuelve a los Magistrados seculares».

En el artículo 6 se da la norma de actuación de los magistrados seculares: «Los Jueces que hayan de conocer de estas causas las sentenciarán con arreglo a las leyes o cánones recibidos en España, y que habrían debido servir de norma a los jueces ante quienes pendían; mas en la forma o modo de proceder, y en el número de las instancias seguirán exclusivamente la ley judicial ordenada por los tribunales seculares». Es decir, aplicarán las normas canónicas que hayan pasado el «exequatur» con procedimiento judicial exclusivamente civil.

Los artículos del 2 al 5 regulan el traspaso de esa jurisdicción según los distintos niveles.

En el artículo 2 se establece la regla general: «Todas las causas contenciosas, civiles, criminales, o de cualquier otra denominación, pendientes en las Curias eclesiásticas entre cualquiera clase de personas, serán remitidas para su conocimiento a los tribunales seculares respectivos, según el grado y naturaleza del asunto».

El artículo 3 dice las causas que corresponden a los tribunales de primera instancia: «Las causas pendientes en primera instancia se remitirán a los juzgados ordinarios, que hubieran sido competentes en el caso de haber tenido la demanda su principio en el fuero secular».

  -728-  

El artículo 4 ordena que: «Las causas pendientes ante el Metropolitano en grado de apelación, serán remitidas a la audiencia o tribunales superiores del juzgado secular a quien hubiera correspondido la demanda».

El artículo 5 regula los traspasos entre los tribunales supremos existentes en ese momento, La Rota y la Sala de Alcaldes de Corte: «Los que se hallen pendientes en la Rota en cualquier grado de apelación, se remitirán a la Sala de Alcaldes de Corte, y su sentencia, dada en tercer o ulterior grado, causara ejecutoria».

Los artículos 7, 8 y 9 están dedicados a solucionar los problemas de los funcionarios judiciales que el traspaso de competencias necesariamente iba a provocar. El artículo 7 establece la regla general de que los notarios y los procuradores eclesiásticos se adscriban a los correspondientes tribunales seculares: «Los Notarios mayores o de asiento, y los Procuradores de Número que actuaban en las causas de las Curias eclesiásticas, las continuarán en los tribunales seculares adonde sean llevadas, si quisieren establecerse en ellos, y quedarán en este caso unidos a su respectivo número hasta que se forme un arreglo general de Oficiales subalternos para todos los Oficiales subalternos».

El artículo 8 se dedica a los notarios que no quieran ser transferidos: «Los Notarios mayores o de asiento que no quieran usar de la facultad concedida en el artículo antecedente, quedaran en el pueblo de su domicilio como Escribanos Reales y de Número».

El artículo 9 hace lo mismo con los procuradores: «Los Procuradores que eligiesen igualmente permanecer en el pueblo donde residía la Curia eclesiástica, quedarán en él con el oficio de Procuradores numerarios del juzgado de primera instancia».

El artículo 10 encarga de la ejecución de este Decreto a los Ministros de Negocios Eclesiásticos y de justicia.

Este decreto es un paso más en el sometimiento del clero al poder temporal en la España bonapartista, cuyas raíces están en el febronismo del Despotismo Ilustrado y en la revolucionaria Constitución Civil del Clero. Los cerca de 200.000 eclesiásticos de la España de 1809 ejercían una influencia extraordinaria en el país, que José I deseaba controlar. Los clérigos, desposeídos de toda jurisdicción especial, son simples funcionarios públicos que deben seguir las directrices del Estado en materia religiosa. Por eso sólo interesa el clero secular dedicado a la cura de almas y, en consecuencia, las órdenes religiosas son suprimidas (decretos de 4 de diciembre de 1808 y de 18 de agosto de 1809).






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Grado de cumplimiento de los dos decretos josefinos

Hay disparidad de criterios entre los estudiosos sobre el alcance efectivo de las normas emitidas por el gobierno del rey José, frecuentemente no   -729-   obedecido por los generales napoleónicos. La mayoría se inclina por el escaso e irregular cumplimiento, en función de las circunstancias temporales y espaciales que sufrió la dominación francesa. Esta llegó a ser operativa en algunos momentos y lugares y en otros fue débil o inexistente.

Sin entrar en polémica, señalar que el grado de cumplimiento de una ley también depende de la voluntad de los afectados. La materia de los dos decretos era dable a que los interesados instasen su ejecución. Baste recordar el tesón de Manuela González por recobrar su libertad afectiva y verse libre del impedimento de esponsales.

No nos atrevemos a cuantificar el número de «tálamos inquietos» que se acogieron a estos decretos josefistas. L. Sierra habla de seiscientos referidos al anterior decreto de Urquijo de 1799113.

Nuestra impresión es que fueron de los decretos que más se implantaron en la España napoleónica. No tenemos espacio para demostrarlo. Sólo aduciremos dos datos.

Fueron unas de los pocas leyes josefinas reseñadas por el Conde de Toreno casi treinta años después (1835-37):

«Más atinado anduvo José en otros decretos, que también promulgó desde junio hasta fines del año 1809 [...]. Igualmente fueron notables el de la enseñanza pública, el de la milicia y sus grados, el de las municipales y el de quitar a los eclesiásticos toda jurisdicción civil y criminal. Providencias éstas y otras que, si bien en mucha parte tiraban a la mejora del reino, no eran apreciadas por falta de ejecución».114



Patrocinio García Gutiérrez llega a la conclusión de que: «En León se conceden dispensas matrimoniales por su obispo Pedro Luis Blanco, aun que los grados de parentesco de que exime son siempre lejanos»115.

Resumiendo, los decretos llegaron a aplicarse, aunque con moderación, por falta de dominio en las autoridades francesas y porque la sociedad española, bastante sacralizada, no podía asimilar tal novedad ideológica. Ciertamente tuvieron ardientes defensores, los ciudadanos con uniones sentimentales irregulares, pero eran una minoría.






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Conclusión

Hemos visto el paralelismo entre las propuestas del Dictamen fiscal en un pleito de esponsales de Meléndez y los decretos josefistas del 16 de diciembre   -730-   de 1809. El parecido es evidente y debemos pensar que los deseos formulados con toda claridad por Meléndez encontraban aquí su completa realización.

Entre abril y el 16 de diciembre de 1809 pasaron muchas cosas en la España josefista. Parece que durante esos nueve meses no se olvidó el memorable discurso de Meléndez, recomendado por la Junta de Negocios Contenciosos, como hemos visto, a la atención del Soberano. El problema puede surgir al establecer la conexión exacta entre el dictamen y los decretos y la participación que tuvo el poeta-magistrado, o su dictamen, en la publicación de los mismos. Cosa difícil, pues no sabemos a ciencia cierta cuándo fueron redactados los decretos, ya que el embajador La Forest dice que el proyecto del decreto sobre jurisdicciones estaba «preparado desde hacía mucho tiempo». Demerson se pregunta: «¿Estaba Meléndez al corriente de las principales disposiciones de este proyecto y se limitó a tomar -no nos atrevemos a decir "plagiar"- en su dictamen ciertos pasajes (ya que hay parecidos asombrosos en los términos)?»116. Para ello era preciso que el decreto estuviese ya redactado diez meses antes en su forma definitiva y que el fiscal tuviese una copia del proyecto. Lo cual es poco probable, dada la agitación bélica y la desorganización administrativa de principios de 1809. Más bien creemos con Demerson117 que su dictamen precedió a la concesión del decreto real, sobre cuya redacción debió de ejercer una influencia directa: «Le han considerado las Juntas digno de que se tenga presente cuando se trate del arreglo general de la Policía». Parece lógico pensar que Meléndez, mediante una intervención destacadísima, atrajese la atención de las autoridades sobre un problema que estaba en el aire. Su discurso sería la ocasión, si no la causa primera, del decreto, en el marco de la campaña de que habla Llorente. Y, probablemente, la adopción de una medida que había preconizado tan fuerte y elocuentemente le valió al Fiscal de la Junta su ascenso, el 3 de noviembre de 1809, al Consejo de Estado, organismo que fue consultado antes de publicarse los decretos.

Meléndez, como consejero de Estado conoció los decretos o, al menos, a sus redactores, y, a su vez el autor del artículo de la Gaceta y los redactores de los decretos debieron tener a la vista una copia del dictamen de nuestro Fiscal. Oficialmente los dos Decretos fueron obra del rey José, del ministro secretario de Estado, Urquijo, y de los ministros de Negocios Eclesiásticos, Azanza, y de Gracia y Justicia, Manuel Romero. Al ser consultado el Consejo de Estado, debieron hacer oír su voz Juan Antonio Llorente por ser canónigo y por desempeñar la Dirección de Bienes Nacionales, es decir, los procedentes de los conventos desamortizados, y el consejero Meléndez Valdés. Determinar cuál de los seis personajes influyó más en la redacción   -731-   de los Decretos es un ejercicio imposible. La lógica nos inclina a destacar a Meléndez por ser el más documentado en el tema y por las semejanzas con su dictamen. Sin olvidar la profunda amistad de Meléndez con Urquijo y con Azanza, como demuestran las cartas conservadas.

Otro argumento en favor de la influencia de Meléndez en los dos decretos es su aparición el mismo día, 16 de diciembre de 1809. Hemos visto que el fiscal trató de manera indisoluble en su dictamen el tema de los impedimentos matrimoniales y el de la separación de jurisdicciones. El legislador, haciendo caso al dictamen, los publica juntos.

También se ha visto cómo el dictamen de Meléndez se refleja en un considerando del Decreto por el que se manda a los R.R. Arzobispos y Obispos dispensar por ahora en todos los impedimentos matrimoniales: «Teniendo presentes los varios recursos hechos al trono por personas que han convenido en casarse y no pueden conseguirlo sin dispensa...».

Sea lo que fuere, la puesta en práctica de estos Decretos, verdaderamente liberalizadores, debió de colmar de satisfacción a un Meléndez que se nos muestra en su discurso más romántico que neoclásico, en cuanto que es decidido defensor del amor como pasión en libertad. En pocos escritos se manifestó Meléndez tan revolucionario y romántico, sin dejar de ser racionalista, pues en su dictamen se conjugaban la defensa de los principios básicos de la dignidad de la mujer y de la libertad de los cónyuges, con la de los verdaderos intereses del Estado y de la religión.

Meléndez, que a lo largo de 1808 más bien estuvo en el bando de los nacionales, se va convirtiendo en fervoroso afrancesado a lo largo de 1809, al ver que su gran valía como magistrado es reconocida por el gobierno del rey José, al que llegó a profesar un sincero afecto, como demuestran sendos poemas de 1810 y 1811.




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Apéndice 1

Informe contrario a la manifestación de los cuatro Evangelios por un mecanismo óptico


«Muy Poderoso Señor:

El Fiscal se ha enterado así del proyecto de don Isidro Hernández Pacheco para demostrar en una cámara obscura los cuatro Santos Evangelios y con ellos las bondades de nuestra augusta Religión, como del diseño, que acompaña a este proyecto, e informe del diputado eclesiástico y alcalde de barrio en que abonan al citado Pacheco y estiman por útil su solicitud.

Y en vista de todo, no puede dejar de exponer a la Sala: Que las augustas verdades de nuestra Religión son para meditarlas en el silencio y en el retiro y no para representarlas en farsas ni juegos, que no pueden menos de prestar mucho motivo para el ridículo y el desprecio, y exponerlas así al escarnio y murmuraciones de los incrédulos. Que por esto su Divino Fundador huyó de todo aparato y representación   -732-   cuando las anunció a los hombres, y, siguiendo su celestial ejemplo en los primeros siglos de pureza y virtud aun en los templos, era prohibido este aparato; y todo era sencillez y verdad. ¿Qué parecerían los divinos milagros del Evangelio, las predicaciones del Salvador, su Pasión sagrada y la cosa más pequeña de cuanto contienen estos Augustos Códigos, si algo en ellos puede sufrir este nombre, mal pintados en un vidrio y hechos al juguete de un demonstrador óptico? ¿Con qué devoción es de esperar que las gentes concurriesen a ellos? ¿Y cómo podría permitirse que en una casa particular y en una sala, tal vez mal adornada, se representa se por un lego lo que en el templo, casa de Dios y lugar de oración, sólo es dado a los Ministros del Señor anunciar al Pueblo para instruirle y edificarle? Si se pensase por los enemigos mismos de nuestra Religión en un proyecto para hacerla despreciable y ridícula, el Fiscal cree que no podría hallarse otro más oportuno que el que ha ideado el celo inconsiderado de don Isidoro Pacheco.

Así, los Concilios y los Obispos celosos e instruidos declamaron siempre y al cabo consiguieron prohibir las representaciones de la Misterios que se usaron en la Edad Media; y en nuestra España hemos visto prohibirse también los Autos Sacramentales, aunque compuestos por los mejores ingenios y representados con el mayor decoro.

Los legos, en la Iglesia, no estamos para enseñar sino para oír. Los sacerdotes del Señor nos deben instruir y repartir el pan de la predicación, no con sombras y apariencias vanas sino con palabras de salud y vida eterna en la cátedra de la verdad, para que las meditemos y nos ocupemos en ellas día y noche como dice el Señor.

Por todo lo cual, parece al Fiscal que, por más laudable que sea el celo del citado Pacheco, es su proyecto poco cuerdo y digno de desestimarse por la Sala, denegándosele la licencia que para ello solicita.

O acordará, sin embargo lo que fuere de su superior agrado.

Madrid y abril, diez de 1798.

MELÉNDEZ VALDÉS. (Firma autógrafa y rúbrica)».118





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