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El pintoresco mundo de la calle o las costumbres del día en aleluyas

Salvador García Castañeda





La atracción que siempre ha ejercido la Corte sobre los forasteros y los peligros a los que éstos han de hacer frente tienen una larga trayectoria que según Correa Calderón se remonta al siglo XVII. En los casi tres siglos que van desde la aparición de Guía y avisos de forasteros (1620) de Liñán y Verdugo hasta Libro de Madrid y advertencias de forasteros (1892) de Manuel Ossorio y Bernard, ha visto luz una considerable cantidad de obras con títulos como Los peligros de Madrid (Baptista Remiro de Navarra, 1646), Los engaños de Madrid y trampas de sus moradores (F. Mariano Nipho, 1742), o Madrid por adentro y el forastero instruido y desengañado (1784)1. Su intención es prevenir contra esos peligros, trampas y engaños de la Corte a los incautos, que suelen ser provincianos tan asombrados por los encantos de aquélla como inocentes de sus asechanzas.

Tales peligros pueden consistir en malas compañías, falsos amigos y fingidos amores, todos ocultos bajo engañosas apariencias y, al ponerlos en evidencia los autores de estas obras imparten una lección moral. De otra índole son aquéllos que atentan contra la seguridad personal o la integridad física del desprevenido transeúnte, como robos, atropellos y otros accidentes callejeros.

Con la llegada del siglo XIX a la moralización y la sátira se añaden el interés por lo pintoresco y por el estudio de las costumbres. Un ejemplo temprano de este costumbrismo decimonónico sería El viaje de un curioso por Madrid (1807) de Eugenio de Tapia, que relata un paseo que comienza en la Puerta del Sol y termina en las Ferias2. Aunque el narrador se limita a observar los afanes de sus semejantes, le salen al paso aventuras callejeras de las que es víctima, testigo ocular y cronista. Al fin, un amigo desocupado le lleva «adonde puedas observar las resultas de las Ferias, esto es, algunos de los muchos fraudes que se han cometido en ellas, y otros abusos dignos de tu pluma satírica». Estas famosas ferias eran las de San Mateo y, al decir de Mesonero ya no había en ellas más que «libros, muebles y busconas; con el bien entendido, que no es menester fiarse ni del forro de los primeros, ni del brillo de los segundos, ni del vestido de las terceras pues allá dentro sabe Dios lo que se halla encubierto»3.

Como señala Edward Baker, hasta el siglo XIX no se conoce en España ninguna idealización de la ciudad como hábitat4. Además de la visión que tuvieron de Madrid Eugenio de Tapia, Larra, Antonio Flores y otros escritores de costumbres, el Madrid decimonónico surgiría como protagonista por obra y gracia de Mesonero Romanos, de algunos autores de novelas de folletín y, sobre todo, de Galdós. No faltaron aquellos escritores y artistas que criticaron repetidamente y de manera satírica el viejo tema de las asechanzas ciudadanas en las revistas ilustradas del tiempo, como el Semanario Pintoresco o el Laberinto, que eran lectura habitual entonces de la familia burguesa.

Si tomamos como ejemplo la primera de estas revistas, encontraremos en ella artículos como «Inconvenientes de Madrid» (1842) del mismo Mesonero, «Personas que impiden el paso en las aceras de Madrid» (1848) de Antonio Neira de Mosquera o «Las ferias de Madrid» (1853) de M. Ortiz de Pinedo. Además, durante más de quince años, entre 1839 y 1856, fue apareciendo una serie de grabados que bajo el epígrafe general de «Peligros de Madrid» ofrecía toda una galería satírica de los sinsabores que las calles de la Villa tenían reservados al transeúnte.

Como es sabido, paralelamente a esta literatura para el consumo de las clases acomodadas había otra, conocida bajo el nombre de «literatura de cordel», que proveía de relaciones, gozos, almanaques y aleluyas a las clases populares, y a la que, como recordaremos, han dedicado excelentes trabajos Julio Caro Baroja, Joaquín Marco y Jean-François Botrel.

Quiero referirme aquí a estas últimas. Las aleluyas aparecieron en el siglo XVII en tierras catalanas y de Valencia pero en su edad de oro, es decir, entre 1850 y 1875, la producción se concentró en Barcelona y en Madrid e iba hermanada con la de otras manifestaciones de la iconografía y de la literatura popular.

Tocaron una amplia variedad de temas y, entre ellos, varios relacionados con el diario vivir de la ciudad. Algunos de éstos me servirán de ejemplo para mostrar cómo este género de literatura popular entronca con la culta y llega a constituir, dentro de su esfera, una destacada manifestación del costumbrismo. Me refiero aquí, en primer lugar, a los pliegos de «Artes y Oficios» que fueron de los más tempranos pues aparecieron en el siglo XVII, tanto pintados en azulejos como en forma de aleluyas cuando todavía éstas, llamadas en catalán «auques», servían para jugar a la oca, que entonces era un perseguido juego de azar. Los «Pregones» están estrechamente ligados con los anteriores, y ofrecen una rica variedad de tipos masculinos y femeninos. También guardan relación con ellos los pliegos de «Trajes» y tipos nacionales, regionales y de otros países. La abundante literatura de viajes y la curiosidad que despertó ésta por conocer usos y gentes de tierras distintas y lejanas originó a partir de fines del XVIII series de estampas de trajes y tipos populares, como la Colección de trajes de España (1777) de Juan de la Cruz Cano y Holmedilla. Hay también buena cantidad de aleluyas dedicadas a mostrar procesiones, desfiles y solemnidades callejeras. Espectáculos y pregones no son de Madrid tan sólo sino también de Barcelona y de Valencia, ciudades populosas en las que hubo una floreciente industria de literatura de cordel. De índole más tardía son otros pliegos como «El rastro en Madrid», «La romería de San Isidro en Madrid», «Tipos madrileños», «Los españoles pintados por sí mismos» y otros dedicados a los «percances», de los que conozco dos, «Percances de Madrid» y «Escenas matritenses. Peligros y costumbres de Madrid». Quiero centrarme ahora en comentar las analogías y diferencias que presentan estos últimos con 27 grabados de artistas tan conocidos como Alenza, Elbo, Urrabieta y Miranda que bajo el título general Peligros de Madrid fue publicando el Semanario Pintoresco entre 1839 y 1856, y que mencioné anteriormente.

Entre las estampas del Semanario, varias muestran algunos ejemplos de robo: en uno de ellos, los ladrones huyen en la oscuridad dejando a su víctima en pernetas y en camisa. Los demás rateros, que en una ocasión son dos niños, aprovechan que sus víctimas están distraídas conversando o en la entretenida contemplación del cadáver de un agarrotado. Otra vez, un guapo de chaquetilla sustrae la llave de la casa a una criada mientras la corteja. Entre las escenas de malas costumbres hay la de una taberna en la que beben varios tipos con aspecto de menestrales o carreteros. Una leyenda al pie dice: «Culto de Baco (Ochocientas setenta y dos ermitas)». El «Culto de Venus» está representado por unas mozas a la ventana y la celestina a la puerta mientras un elegante y un campesino salen del burdel. Como detalle humorístico, un galgo alza la pata y orina en el quicio de la puerta. En otra estampa, unas prostitutas apostadas en una esquina llaman la atención de un caballero, «Adiós, hermoso...!». Y en «El cartel de los toros» un burgués entrado en años y en carnes lee atentamente el anuncio de la próxima corrida. Del brazo lleva a su esposa, joven y bella, que habla recatadamente con una vieja trotaconventos, al tiempo que un petimetre espera en la distancia.

Hay varios ejemplos de amenazas a la integridad personal de los viandantes por parte de mozos de mudanzas que dejan caer un mueble a la calle desde un tercer piso; de canteros que hacen saltar esquirlas de piedra a los ojos de un caballero; de otros heridos en la cara por la cuba que lleva al hombro un aguador; o de una pareja pateada por unos carboneros que hacen de contrapeso subidos en la pértiga de una enorme romana. La limpieza de las calles dejaba mucho que desear y quienes pasaban por ellas tenían que soportar los remojones causados por los carros de riego; los cubos llenos de inmundicias y agua sucia que los dueños de los bodegones arrojaban al arroyo; así como el polvo que levantaban los barrenderos y los nauseabundos olores que causaba el vaciar los pozos negros. Un elegante es embestido por un mozo que trae al hombro unos carneros desollados, y otro recibe en la cabeza el chorro de un canalón al quitarse el sombrero para saludar a una dama.

El pliego de aleluyas «Percances de Madrid», con 48 viñetas, está escrito en pareados y comienza con la exhortación «Oíd, lectores, oíd, / los percances de Madrid», propia de la literatura transmitida oralmente. El título no resulta muy adecuado pues las 47 viñetas restantes se ocupan tanto de los peligros urbanos como de costumbres contemporáneas y de señalar apariencias engañosas. Entre esos peligros volvemos a encontrar el de los viandantes mojados por la manga riega, los robos, los proyectiles que llegan de lo alto: «Cae un tiesto de un balcón / y hiere a don Hilarión», la suciedad y el polvo de los barrenderos y de las obras, y el hedor de las alcantarillas abiertas, además de los atropellos, encontronazos y golpes en la acera con gente rústica y grosera. En cuanto a las costumbres, los madrileños gustan de bailes de toda condición como los de Capellanes, en la Pradera del Canal o en la Fuente de la Teja, de los toros, el teatro, los cafés cantantes y los paseos por el Prado y la Plaza de Oriente.

Curiosamente, nada menos que 14 viñetas, más de la cuarta parte, van dedicadas a precaver a los incautos de lo engañoso de las apariencias de la vida ciudadana -«Parecen las cocineras / unas damas altaneras»- y excepcionalmente, algunas forman secuencias narrativas que constituirían relatos en germen. Así: «El provinciano enamora / una a quien él cree señora» (viñeta 36), «Va a una casa, oh desconsuelo! / y la ve fregando el suelo» (viñeta 38). La viñeta final confirma el carácter didáctico del pliego con una advertencia que resume las anteriores: «Y el engaño y la apariencia/ son aquí ladina ciencia» (viñeta 48).

El segundo pliego tan sólo tiene 40 viñetas. El título, «Escenas matritenses. Peligros y costumbres de Madrid» evoca el de una obra de Mesonero, sin duda, lo suficientemente conocida del autor de los versos y del dibujante. Señala también los peligros de la villa y las costumbres de sus habitantes y da comienzo con la acostumbrada advertencia: «El que en Madrid no haya estado / o sus costumbres no advierta, / al paso que se divierta / ponga atención y cuidado».

Los peligros nos son ya conocidos. Lo curioso, en esta ocasión, es que de los 18 casos que recoge el pliego, 14 habían aparecido ya en el Semanario Pintoresco y los grabados son una copia de aquéllos, aunque simplificada y de peor calidad. H aquí un ejemplo concreto de la relación entre la literatura culta y la popular de las aleluyas que había señalado Durán i Sampere, quien advirtió que en ocasiones los dibujantes se inspiraban en estampas nacionales o extranjeras o en algún libro ilustrado5.

La galería de costumbres muestra de manera semejante a las del pliego anterior, la afición de los madrileños al titirimundi y a los romances de ciego, a los toros, a la ópera y al teatro casero, a los bailes de Carnaval, la romería de San Isidro o los bailes en el Prado las noches de verbena y dos viñetas van dedicadas a la Ferias de Madrid.

Como se ve, costumbres tan populares como el titirimundi o tan elegantes como la ópera pero buenas costumbres todas. Dado que las aleluyas tenían un público mayoritariamente infantil y el carácter pedagógico que asumían, están ausentes aquí las «malas costumbres» relativas a la embriaguez, a la prostitución y al adulterio. Tan sólo hay una alusión a aquellas mujeres, gemelas sin duda de Rosalía Bringas, «que hubieran perdido el cielo» por tener un nuevo chal o un vestido y un aviso a las familias para que salvaguarden la virtud de sus hijas: «Quien tiene miedo a ladrones / por qué la ocasión no quita?». La moralización culmina en la viñeta final, que muestra un entierro: «Triste condición humana! / ese que hoy llora a su amigo, / también de su fin testigo, / otro llorará mañana!»

Tanto en el Semanario como en estas aleluyas, al igual que en Los españoles pintados por sí mismos, las regiones españolas tan sólo están representadas por aquellos de sus hijos más humildes, que venían a Madrid a ganarse la vida. Así, en el Prado, vemos a unos vendedores ambulantes respectivamente gallegos, montañeses y valencianos que pregonan: «El aguador, barquillero!, / el chufero, tramusero!» [viñeta 35, «Percances de Madrid»]. También en las aleluyas se les ve desde una perspectiva paternalista y, en ocasiones, despectiva. Aunque buena parte de los lectores son hijos del pueblo, quienes viven en la Corte se consideran superiores a los demás y no faltan referencias al aguador como un «farruco insolente» (viñeta 7, «Escenas matritenses»), como víctima de las fechorías de los chiquillos (Viñeta 44, «Percances de Madrid») o de las pesadas bromas de los mayores (viñeta 23, «Escenas matritenses»).

Estos grabados y estas aleluyas estuvieron de actualidad a lo largo de varios decenios. Pintan una ciudad todavía sin alumbrado y con aires de poblachón, con muchas casas de un piso y con obras que interceptan el paso en las estrechas calles. Por el día y aún más de noche, el tránsito es inseguro tanto por la presencia de ladrones y de prostitutas como por la falta de interés y de eficacia de la policía y de los serenos.

Retratan el Madrid posterior a la Desamortización, y las obras que causan tantos estropicios podrían reflejar los cambios y mejoras urbanas. Sin embargo, todavía viene a las mientes el Madrid de Larra, tan incómodo por la rudeza de las costumbres y el provincianismo de sus habitantes. Los ofendidos aquí son señores y señoras de la burguesía, algunos ya maduros y de aspecto próspero, o jóvenes elegantes de la buena sociedad, bien vestidos, bien educados y de finos modales. En cambio, los agresores son siempre gente de las clases populares: barrenderos, repartidores, canteros y provincianos de montera o de sombrerón manchego, todos insensibles y brutales, que atienden a lo suyo sin la menor consideración por quienes les rodean.

Es muy posible que los autores de estas estampas vieran con irónica condescendencia tanto a los unos como a los otros. La perspectiva de la realidad es aquí caricaturesca por lo extremada pero el hecho de que los tipos y situaciones que motivan esa crítica se repitan con persistencia por decenios muestra, por un lado, que continuaban interesando y divirtiendo a un público popular y culto, y por otro, que los «peligros» criticados habían devenido un tópico literario. Esta visión negativa y satírica de Madrid quedaría compensada en la segunda mitad de las hojas que acabo de comentar pues va dedicada a las costumbres del día en «otro» Madrid cuya vida urbana ofrecía tantos entretenimientos y espectáculos, muchos de ellos gratis. El Madrid ingenuo, paseante y verbenero, contemporáneo ya del «género chico».

Modo de pesar el carbón

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