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El pisito

Juan Cobos





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En su momento, la defensa de El pisito (Isidoro M. Ferry y Marco Ferreri, 1958), de Los chicos, de El cochecito, de Los golfos, de Los jueves, milagro, de El verdugo, eran firmes señas de identidad de un cambio no sólo político, sino de mentalidad, y a algunos nos marginó echándonos al arcén, donde el caminar era más incómodo pero la compañía mucho más grata y generosa.

El pisito, zaherida por unas autoridades que la despreciaban, es para nosotros muchas cosas, pero sobre todo el nacimiento para el cine de dos grandes personalidades de esta Europa vieja y sabia: Rafael Azcona y Marco Ferreri. Haber estado con ellos cuando todo aliento era poco es de las cosas más entrañables que la batalla por el buen cine nos ha deparado.

Como madrileño poco apegado a la metrópoli y sanamente envidioso de los que aparcan su vivienda y su quehacer junto al mar, El pisito nos parece un trozo de vida, de ese existir cotidiano que formaba parte de nuestros tejidos, y un reflejo incisivo del discurrir de una ciudad y de sus gentes más verdaderas. Y no deja de ser curioso que en la geografía real, y me parece que un cordón umbilical une a los seres de ambas películas, El pisito y esa otra manía nuestra que es El crack sean vecinas.

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La vieja casa de corredor de Rodolfo y la tierna y maravillosa doña Martina y el despacho de Areta, se encuentran en el mismo costado de la Gran Vía y a unos cien metros de distancia, que si algo lo aumenta, en lo que a urbanismo se refiere, es porque han transcurrido unos veinticinco años y Areta habrá tomado café donde estuvo el solar del anhelado pisito.

Rodolfo vive, pues, en una transversal de la parte baja de la Gran Vía, trabaja en el pasadizo de Montera y, una vez desposado, acude con doña Martina y Petrita -uno de los más geniales triángulos de la historia del cine- a un café de la Puerta del Sol con orquesta de señoritas. El pisito presenta un Madrid que es rompeolas de todas las miserias, donde en pleno duelo se aprecia la calidad de un arroz con leche y donde algo que figuraba en el Fuero de los Españoles era inaccesible para los mismos.

Con un sentido cinematográfico agudo, Azcona y Ferreri, que se patearon meses y meses la ciudad como autores trashumantes, eligieron lugares y tipos que han quedado aprisionados en el celuloide y que, junto a alguna novela y los atisbos de algún pintor, son el testimonio vivo, tragicómico por supuesto, de la capital y del común de sus gentes. Tenemos a El pisito por una de las obras más grandes del siglo XX español, y si la frase parece exagerada, vean la película, disfruten con el talento que rezuma en cada personaje, en cada diálogo, en cada rincón que la cámara atisba, y piensen un poco en que pocas obras en cualquier otro medio arrojan una mirada tan incisiva, humana y totalizadora de la realidad como esta película que Azcona y Ferreri crearon desgastando las suelas de sus zapatos. Y a su entusiasmo, compartido por Isidoro Martínez Ferry, que no sólo participó en la dirección sino que hizo económicamente posible que exista hoy esta obra, debemos este gran regalo los madrileños.

El Madrid que se extendía con casas baratas que el franquismo construía en medio del páramo para los emigrantes de Surcos, las zonas oscuras donde se instalaban los colegios mayores para los hijos de la burguesía provinciana que por suerte traicionó los designios totalitarios de sus mayores, los modestos ingenios artesanales de un país que estuvo desenganchado de la revolución industrial, pero sobre todo la desesperanza, y también la bondad, de gentes que luchan por sobrevivir frente a las cortapisas de una sociedad chata y fea, forman el entramado de El pisito, uno de esos films de inagotable contenido, de continuos hallazgos, cuya visión permite después el gozo de horas y horas de recordar en grupo la riqueza de un mundo que Azcona empezó a destapar allí y que ha hecho posible en su filmografía una serie de obras maestras admirables.

La conjunción de un milanés de enorme inteligencia y sensibilidad y de un riojano heredero directo de Guzmán de Alfarache, de Quevedo, de Cervantes, produjo ese milagro que honra a esta ciudad, de la que, insistimos, nos consideramos ajenos diga lo que diga el carnet de identidad. En una última reflexión, creo que sí, que en el fondo me siento hermano y amigo de Rodolfo, de la irascible Petrita, de esa impagable doña Martina, del callista que se parece a la curandera de niños que había en mi propia casa, de la chica de alterne que era como compañera de otra mujer bravía de mi calle que trabajaba desde el anochecer, salía siempre muy peripuesta y algunos decían que ejercía el viejo oficio en Chicote o El Abra, lugares que sonaban a algo mágico en tiempos en que uno muchas semanas no lograba las perras para ver alguno de los dos programas dobles que daba el viejo Cine Castilla.

A los que nos hemos formado en las aulas estudiando historia de España, a los que vienen de lejos a hurgar en los hechos acaecidos en esta ciudad durante este siglo, yo les diría que vean Surcos, que vean Los golfos, que echen una mirada a La revoltosa muda de Florián Rey, que busquen a Areta en El crack, y que se zambullan en El pisito, busquen la juventud sin horizontes de Los chicos y compadezcan a don Anselmo, que para no quedarse solo quiso que Azcona y Ferreri le comprasen un «Cochecito».





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