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El primer moderno

Ricardo Cano Gaviria





El año 1995 se cumplieron los centenarios de las muertes de los poetas José Martí -cubano-, y Gutiérrez Nájera mexicano-; el 24 de mayo del presente año se ha cumplido el centenario de la muerte del colombiano José Asunción Silva, que en su corta vida tuvo tiempo de leer a los dos anteriores y admirarlos. Por encima de la diversidad de sus finales -Martí murió peleando por la libertad de su país, Gutiérrez Nájera de enfermedad y Silva se pegó un tiro- los tres poetas tienen en común el haber dejado la vida en plena madurez e incluso juventud (Gutiérrez Nájera a los 47 años, Martí a los 42, Silva a los 30). También tienen en común el haber recibido, durante mucho tiempo, el inexacto calificativo de «precursores del modernismo», favorecido por algunos juicios vertidos por el propio Rubén Darío, interesado en presentar el modernismo como una escuela literaria de la que él sería el maestro único e indiscutible. Pero, al amparo de las nuevas lecturas sobre la modernidad poética, y sobre el papel de su fundador, Baudelaire, en la sociedad del Segundo Imperio, así como de la estela que dejó el debate sobre la postmodernidad, toma cuerpo una interpretación más amplia y comedida, que recupera, relanzándola, la vieja definición de Federico de Onís (1955): «el modernismo es la forma hispánica de la crisis universal de las letras y del espíritu que inicia hacia 1885 la disolución del siglo XIX y que se había de manifestar en el arte, la ciencia, la religión, la política y gradualmente en los demás aspectos de la vida entera, con todos los caracteres, por lo tanto, de un hondo cambio histórico cuyo proceso continúa hoy».

Dejando de lado las varias precisiones que habría que hacer a esa definición -especialmente referidas al papel incierto de las burguesías nacionales de los países hispánicos y al descollante del imperialismo anglosajón-, ella abre la puerta para que los así llamados precursores sean simplemente reconocidos como los primeros modernistas. En lo que atañe a Silva, permite situar la corta vida del poeta en su más exacta encrucijada: nacido en la vetusta Bogotá de 1865, hijo de una familia culta y aristocratizante, viajó a París a finales de 1884, ciudad en la que permaneció hasta finales del año siguiente. Una guerra civil, la antepenúltima que habría de atravesar su país antes de terminar el siglo, enturbió y acortó su viaje a la capital del siglo XIX, Meca literaria de su tiempo, que con todo Silva supo aprovechar al máximo, gracias a su gran curiosidad intelectual. En efecto, en París conoció a Mallarmé y posiblemente también a Maurice Barrès y Gustave Moreau, al que escribiría luego desde Bogotá, asistió -meses antes que Freud- a las clases de Charcot en la Salpétrière y seguramente también al entierro de Victor Hugo, vio las primeras cabinas telefónicas, y, en vísperas del estallido decadente, volvió con los baúles llenos de bibelots para el comercio del padre, pero sobre todo de libros destinados a propiciar un vuelco en las letras de su país.

El viaje a Europa, mirado retrospectivamente, consagra a Silva como el primer modernista en pisar París con premeditación literaria. Pero tuvo que pagar por ello un alto precio: en efecto, si dicho viaje le permitió presenciar en París el nacimiento del siglo XX -que algunos autores sitúan precisamente en 1885-, su regreso a Hispanoamérica lo condenó a vivir en Bogotá y Caracas, durante los pocos años que le quedan de vida, el lento crepúsculo del XIX. Esta especie de interiorizada asincronía define la vida del que, convertido en un afrancesado, durante unos años vivió en Bogotá refugiado en una especie de Tebaida de esteta, nutrida intelectualmente por algunas amistades privilegiadas (Baldomero Sanín Cano) y vivificada hedonísticamente por un culto a la belleza que encontró en su hermana Elvira su sacerdotisa y en Maurice Barrès su inspirador. La muerte de Elvira en 1891 hace estallar esa burbuja casi en el mismo momento en que entra en crisis en el negocio heredado del padre, negocio que, sobre el telón de la crisis del país entero, se precipita en la bancarrota. El Silva histérico, viudo de su hermana, que desconcertó a algunos bogotanos en 1891 con sus gestos excesivos, da entonces paso al Silva irónico que, en una especie de contrapunto de sí mismo, vomita en las Gotas amargas la ironía necesaria para sobrevivir con dignidad en una sociedad atravesada por las intrigas políticas y los escándalos financieros, y anuncia al que, finalmente, tras el paréntesis del viaje a Caracas, la mañana del 24 de mayo de 1896 dejó estupefactos a los bogotanos con el disparo con que horas antes se atravesó el corazón.

Entre los modernistas, por la forma como se dio el suicidio de Silva, a diferencia por ejemplo del de Lugones, estaba destinado a tener casi tanta repercusión como el célebre Nocturno que hizo famoso en España al poeta incluso antes de que en Barcelona se publicara póstumamente -en 1908 y prologada por Unamuno- la primera edición de sus poemas. De alguna manera, este suicidio fue un opus poético que convirtió a Silva en el más moderno enigmático de los modernistas, pues dio carta de ciudadanía en el ámbito hispanoamericano al discurso de la muerte que Nietzsche había enunciado en Europa. En cuanto a su propio país, habría que precisar que si Kirilov quería salvar a la humanidad con su suicidio, Silva con el suyo no salvó a los colombianos pero les brindó, durante un siglo, una manera de ver en otro -el Silva de la leyenda y de las chapolas negras- lo que no quisieron reconocer en sí mismos más que de reojo o a regañadientes. En efecto, durante ese tiempo se distrajeron pensando en el «incesto» carnal de Silva, pero reflexionaron más bien poco en la casta gobernante que, encontrando en la cultura grecolatina su modelo y convirtiendo a Bogotá en una «Atenas sudamericana», hizo en el siglo pasado y parte de éste del poder político el privilegio de un puñado de familias gracias al «incesto» institucionalizado del matrimonio endogámico. Se escandalizaron del descalabro comercial del poeta, pero encontraron bastante llevadero el anacronismo cultural y económico que impuso al país el dominio político de esa casta «endogámica», con el descalabro de una última guerra y la consecuente secesión de Panamá. Y, finalmente, cultivaron con morbo el mito del suicida que por un hado fatídico familiar se pegó un tiro, pero se quedaron sin comprender por qué un hado fatídico nacional consagró a Colombia en nuestro siglo como uno de los países más entregados al culto práctico de la muerte; no la muerte de dimensión antropológica venerada en México, sino la muerte suicida que, tras recibir la herencia de las siete guerras civiles del siglo XIV, condenó en el XX al país a la más sangrienta guerra civil no declarada. Hoy, cuando se cumple su centenario, Silva espera que los colombianos que han encontrado en su leyenda y su Mito un sofisma de distracción se miren directamente al espejo y entren en el siglo XXI con un Silva nuevo, que no sea ya la mistificación de un país de espaldas a sí mismo, sino una invitación a asumir su presente en lo que es, y descubrir a Silva en lo que estrictamente fue: un poeta inusual, un intelectual espléndidamente dotado y, englobandolo todo, el primer escritor moderno de su país.





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