Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice


ArribaAbajo

El problema de la ignorancia del derecho y sus relaciones: el status individual, el referéndum y la costumbre


Joaquín Costa






ArribaAbajo

- I -

Ignorancia de las leyes


Es sabido que uno de los más firmes sostenes de las sociedades civilizadas viene siendo, desde hace más de dos mil años, una presunción juris et de jure que constituye un verdadero escarnio y la más grande tiranía que se haya ejercido jamás en la historia: esa base, ese cimiento de las sociedades humanas es el que se encierra en estos dos conocidos aforismos, heredados de los antiguos romanistas: 1.º A nadie le es permitido ignorar las leyes (nemini licet ignorare jus): 2.º En su consecuencia, se presume que todo el mundo las conoce; por lo cual, aunque resulte que uno las ignoraba, le obligan lo mismo que si las hubiese conocido (nemo jus ignorare censetur; ignarantia legis neminem excusat). Esta presunción se mantiene a sabiendas de que es contraria a la realidad de las cosas; a sabiendas de que es una ficción, a sabiendas de que es una falsedad, a sabiendas: Primero, de que nadie conoce todo el derecho, de que sólo una insignificante minoría de hombres sabe una parte y no grande, de las leyes vigentes en un momento dado; Segundo, de que es imposible que la mayoría, y aun esa minoría misma las conozca todas; y Tercero, de que la presunción conforme a la verdad de los hechos, conforme, por tanto, a la razón, a la justicia y a la lógica, sería cabalmente la inversa, que nadie conoce las leyes como no se pruebe lo contrario. No faltan escritores que reconocen lo falso y convencional de aquella presunción, desmentida a cada paso por la realidad; pero piensan como Ambrosoli, como nuestro Vicente y Caravantes, que una tal ficción es absolutamente necesaria para la conservación del orden social. Por manera que el orden social en las naciones modernas no puede asentarse sobre la verdad; necesita de una abstracción, necesita de un artificio gigante, monstruoso, que condena a los hombres a caminar a ciegas por el mundo; que los condena a regir su vida por criterios que les son y que fatalmente han de serles ignorados.

Ya, por lo pronto, el legislador promulga las leyes en una forma convencional ignorada de la multitud, y con la cual es imposible que lleguen a conocimiento de los obligados por ellas. Entre las circunstancias de la ley contaban los antiguos doctores la de que había de promulgarse por escrito, fundándose en la definición de ella dada por Aristóteles, Cicerón, San Isidoro, Santo Tomás y otras autoridades; llegando algunos, nuestro Torquemada por ejemplo, a considerar la escritura como de la esencia misma de la ley1; y es maravilla no les ocurriese que la promulgación por escrito donde la mayoría no sabe leer, es tan incongruente como lo sería «pregonar las leyes en un pueblo de sordos, o fijar en las esquinas los bandos a que debiera atemperar su conducta una nación de ciegos2.

Una de las cuestiones que planteaban los tratadistas en centurias pasadas era la clase de lengua en que deben ser redactadas las leyes: si en latín como lo estaban el derecho civil (romano) y los glosadores, o en el habla viva, entendida y hablada de la muchedumbre. El buen sentido del licenciado Castillo de Bobadilla le decidió, contra otros, por la lengua romance, fundado en que, «siendo el fin del derecho civil dar orden a los hombres para vivir y no dañar a otros, ¿cómo podrán alcanzarle no entendiendo lo que las leyes les mandan y lo que les prohíben?»3 Pero el problema era y es mucho más hondo que todo eso: pueblos que hablan castellano como Aragón, tienen leyes redactadas en latín y leyes redactadas en castellano: pueblos que no hablan más que catalán, tienen leyes escritas en catalán, leyes escritas en castellano y leyes escritas en latín; pero, para el caso, viene a ser igual, resultando la cuestión de idioma casi del todo indiferente: el pueblo ignora y tiene que ignorar las leyes castellanas o las catalanas lo mismo que las latinas, fuera de aquello que vive en las prácticas de las familias, de las localidades o de las regiones. En eso estriba verdaderamente la cuestión: en que aun redactadas las leyes en la lengua nativa del pueblo, el pueblo no puede aprenderlas, y ni siquiera leerlas, y ni aun enterarse de su existencia, cuanto menos dominarlas, concordarlas y retenerlas en la memoria: añádese que aun cuando tuviera noticia de su existencia y tiempo y gusto para leerlas, no las entendería, porque su léxico es seis u ocho veces más rico que el del «sermo plebeius» formando por esto sólo -aun omitidas otras circunstancias, tales como la del tecnicismo- como una habla diferente. En suma de todo: que para la gran masa de los castellanos, asturianos, extremeños, aragoneses, murcianos o andaluces, lo mismo que para la gran masa de la región catalana y levantina o del país vasco y gallego, escribir las leyes en castellano vale tanto como escribirlas en griego, en chino o en latín. Hace más de diez y ocho siglos que los hombres vienen lanzando su anatema sobre aquel execrable emperador romano que, habiendo exigido obediencia a ciertos decretos fiscales promulgados «en secreto», como se quejaran y protestaran de ello los ciudadanos, burló indirectamente el requisito de la publicidad, haciendo grabar lo decretado en caracteres muy diminutos y fijarlo a gran altura sobre el suelo, para que no pudieran enterarse y fuesen muchos, por tanto, los transgresores y muchas las multas que imponer; y somos tan ciegos, que todavía no hemos caído en la cuenta de que Calícula no es simplemente una individualidad desequilibrada que pasa por el escenario del mundo en una hora; que es toda una humanidad, que son sesenta generaciones de legistas renovando y multiplicando sus tablas de preceptos, hasta formar pirámides egipcias de cuya existencia no han de llegar a enterarse, cuánto menos de su texto, los pueblos a quienes van dirigidas por el poder. ¡Con cuánta verdad nuestro Juan Luis Vives veía en ellas, más que normas de justicia para vivir según ley de razón, emboscadas y lazos armados a la ignorancia del pueblo!

Uno de los civilistas más geniales que ha producido España en este siglo encuentra que es una injusticia el que las instituciones de derecho se den al público, en el Código, articuladas en forma de reglas o preceptos, sin determinársele al propio tiempo el concepto que de cada una de ellas tiene el legislador, sin que se defina su naturaleza, el espíritu que las anima, las funciones que están llamadas a desempeñar; porque faltando en el Código este criterio de juicio para la adaptación de la regla a la diversidad de casos que ofrece la vida, necesitan los particulares al acomodar su conducta al derecho positivo, y los tribunales al juzgar del acierto o del error con que aquéllos hayan procedido, echar mano de un elemento, extraño al Código, cual es la ciencia del derecho, y entonces nos resulta una desigualdad, porque la ciencia del derecho la posee, debe poseerla para desempeñar su misión, el juzgador, mientras el particular es extraño a ella. Para el Sr. Comas, la conservación del orden social impone el supuesto de que todos los ciudadanos conocen a la perfección las leyes; exige que al frente de los Códigos se estampe el principio de que a nadie aprovecha la ignorancia de las leyes o de que la ignorancia de las leyes no excusa de su cumplimiento; pero ya no sería igualmente justo que el Estado declarase obligatorio, además del conocimiento de las leyes, el conocimiento de la ciencia del derecho, y por esto en ningún pueblo se ha declarado ni impuesto tal obligación. Resulta de aquí (dice) una desigualdad, un desequilibrio, que engendra a las veces un verdadero antagonismo entre la inteligencia que el particular dio a la regla al aplicarla en su vida privada y la que le da el tribual, siendo la consecuencia que la vida del derecho se realice de un modo anormal e irregular. Consiste el remedio a juicio suyo en que el legislador coloque a ambos en igualdad de condiciones, dándoles un criterio idéntico: ¿de qué modo? imprimiendo a la ley una estructura científica distinta del agrupamiento arbitrario e inorgánico que al presente ofrecen los Códigos; desenvolviendo cada institución en un orden lógico y sistemático, que revele el criterio del legislador respecto de la naturaleza, concepto y funciones de ella y revista de una forma tangible y corpórea el espíritu que presidió a cada una de las reglas jurídicas que anima su letra4.

Como se ve, el sabio profesor iba derecho al bulto, pero se detuvo a la mitad del camino:-lo uno, porque todo cuanto dice sobre la injusticia que envuelve esa desigualdad en que se ven colocados los juzgadores y los particulares por el hecho de que los primeros posean la ciencia del derecho (o, de otro modo, el criterio para entender las leyes) y los segundos no, es aplicable con muchísima más razón al contenido mismo de tales leyes, o más claro, a la desigualdad nacida de que los primeros las conozcan y no las conozcan los segundos; -y luego porque si se considera racional y tolerable la ficción en lo principal, no se ve por qué deba escrupulearse en lo accesorio; por qué, si se admite la injusticia respecto de lo más (que todos conocen las leyes), no ha de admitirse respecto de lo menos (que todos las saben entender y aplicar). Esta segunda ficción es tan minúscula en comparación de aquélla, que apenas si añade a la dificultad.

Para mí, no vale tragar el camello y colar el mosquito. Antes de ventilar la forma en que debe servirse la ley al pueblo, hay que decidir si es justo y si es forzoso servírsela en alguna forma. No es lícito al científico resolver un problema de tanto bulto por el cómodo sistema de suprimirlo; no le es permitido pasar por alto sobre esa inmensa iniquidad, que no exige del juez, que no exige del empleado otra cosa sino, cuando más, estudiar derecho, pero que al particular, al hombre del pueblo, lo condena a trabajar en la agricultura, en la pesca, en la minería, en las construcciones, en las manufacturas, en la navegación, para que sustente y vista y regale al empleado y al juez, y además a estudiar y saber tanto derecho como ellos. Si pudo esto admitirse cuando el derecho oficial cabía en una docena de Tablas, en manera alguna cuando vino a formar un Código voluminoso, haciéndose materia de una profesión: el mismo derecho romano admitió excepciones al nemini jus ignorare licet5, y siguiéndole el código castellano de las Partidas, declaró exentos de la obligación de conocer las leyes, en ciertas circunstancias, a los militares que andan en guerra, a los aldeanos que labran la tierra o moran en lugares fuera de poblado, a los pastores que corren con los ganados por yermos y por montes, y en general a las mujeres que habitan en esas clases de lugares; dando por razón, en sustancia, que no sería bien obligarles a que estudiasen leyes abandonando oficios tan necesarios y tan meritorios6. Debió evolucionarse en el sentido de esta tendencia, que cuando menos tenía sentido común; y lejos de eso, se ha retrocedido, resultando lo que ya nuestro Sancho de Moncada, en el siglo XVII, notó al enumerar entre los daños que se originaban de tan gran muchedumbre de leyes, «que oprimen al Reino», y lo que observan en nuestro tiempo Salvioli, Menger y Treves, que la muchedumbre de leyes induce opresión principalmente de las clases pobres, primero porque no pueden cultivarse, y segundo porque no pueden contar con el auxilio profesional de los abogados, careciendo de recursos para retribuirlos7, y menos con el del juzgador, porque éste, en el absurdo sistema de enjuiciar vigente, ha de permanecer pasivo, sin que le esté autorizada ninguna iniciativa8; de que resulta una gran desigualdad, y consiguientemente una gran injusticia. Esta conclusión que nos mandan ahora de Europa, habíala enseñado en Europa, hace cerca de cuatro siglos, un español, Vives, en el más famoso de sus libros, el titulado de Causis corruptarum artium, que puede decirse crítico en la historia de la Filosofía. «¿Dónde está la justicia del principio ignorantia juris neminem excusat (se preguntaba), siendo tantas las leyes y tan abultadas y dificultosas, que nadie podría saberlas todas? Con ellas no trazáis una pauta benigna y paternal para conducirse en la vida, sino que tramáis emboscadas (insidias struitis) a la ignorancia y sencillez del pueblo (simpicitati populari9.

El autor, del libro Restauración política de España, Sancho de Moncada, llamaba en su auxilio a la estadística comparada para poner el aforismo latino en evidencia. «Entre los hebreos (dice) sólo se contaban 365 leyes, encerradas en pocas hojas, y, sin embargo, el apóstol San Pedro las tuvo por intolerables: ¿cómo no han de serlo (añade) aquí donde pasan de 5,000, ocupando muchos tomos, para comprar y leer los cuales faltan a los más el tiempo y el dinero? No hay nadie en el Reino que las sepa; y ¿cómo las sabrá el labrador, cómo el ignorante?»10. Esto en el siglo XVII: ¿qué diría en el nuestro, en que las leyes abultan por lo menos cinco veces lo que abultaban entonces, y en que el tiempo para estudiarlas es menor, porque la vida moderna lleva consigo distracciones perentorias e ineludibles en número infinitamente mayor que la vida tranquila y reposada de aquella edad, sin esas «odiosas» que se llaman el correo diario, el telégrafo, el teléfono, el periódico, la revista, el ferrocarril, el tranvía, el balneario, la Exposición, el Ateneo, el partido, el Parlamento, la crisis, el meeting, la catarata de los discursos desatada por todas partes, el griterío ensordecedor de la prensa, la rotativa vomitando libros al minuto, el «go ahead» de la fábrica y de la Bolsa, que mantienen el sistema nervioso en vibración constante, fuera de sí, lindero al manicomio e imposibilitado para atender seriamente a cosa alguna? ¿Qué diría cuando viese: -1.º que la gran mayoría, que la casi totalidad de la nación, continúa en el mismo estado de miseria y de atraso intelectual que en su tiempo; -2.º que el onus camelorum de las leyes ha crecido en proporciones formidables y pesa sobre el país con toda la gravedad de una montaña; -y 3.º que, lejos de haberse buscado un contrapeso o compensación, se ha hecho desaparecer aquella piadosa excepción de Partidas introducida en favor de ciertas categorías de personas, hombres de armas, rústicos, pastores y mujeres?11. Hagámonos cargo de la situación, que bien vale la pena. Como toda otra nación, España se compone de una minoría muy exigua que va casi con el siglo, y de una mayoría inmensa que, por su atraso intelectual, por su apartamiento respecto de toda moderna institución y por su condición económica, inferior a menudo a la de gleba feudal, sigue viviendo en centurias pretéritas, cuál en la décimaoctava, cuál en los siglos medioevales, cual en la edad del hierro. Pues bien: nosotros hemos uniformado el derecho para todos, y en vez de adoptar el tipo inferior -que parecía lo lógico, primero por ser el propio de la mayoría, y después porque quien puede saber lo más puede saber lo menos, pero no viceversa-, se ha adoptado el tipo superior, imponiendo a todos uniformemente y sin excepción el conocimiento perfecto del derecho positivo, al labriego lo mismo que al presidente del Tribunal Supremo, a la mujer del pastor lo mismo que al catedrático de Derecho; no sin conocer que con esto se comete una gran injusticia, pero añadiendo que tal injusticia viene impuesta por una fatalidad incontrastable, que la reclama la dignidad del legislador y la conservación del orden social! Podríamos representarnos la nación como un compuesto de dos distintas sociedades: una, que es ya casi Europa; otra, que vive aún en estado de tribu: aquélla la España chica, formada de los grandes, la que se ve, la que mete el ruido, la de los órganos, la que ha ocupado y ocupa a los historiadores y a los periodistas; la otra la España grande, formada de los pequeños, la silenciosa y que no se ve, semejante a los mapas mudos de las escuelas, la que no conoce la ley sino al modo de Israel a su Dios, sólo por la espalda, quiero decir por su lado negativo, por lo que le estorba, por los obstáculos que le opone, por las aflicciones el dinero y la sangre que le cuesta. Podría compararse, en tal respecto, a la sociedad filipina de hace un par de años, compuesta de 20.000 ó 30.000 castilas y de 6 ó 7 millones de tagalos, visayos, igorrotes. Los legistas, que son hoy por hoy nuestros castilas, hacen la legislación tomándose a sí propios como tipo, cortándola a su medida, no a la medida de aquellos sus compatricios quasi-neolíticos; siendo la consecuencia que la inmensa mayoría del país vive fuera de la ley positiva, lo mismo que si tal ley no existiera, peor que el extranjero culto y acaudalado, el cual, además de gozar la protección de los cónsules y legados de su nación, puede valerse de letrados; peor que el indígena del Dahomey o de la Tartaria, a quien no se impone otro ni más derecho que el introducido por él mismo y sus iguales en desarrollo cerebral, en cultura y género de ocupación, y con quienes vive en intimidad; y ¿qué digo? peor aún que la misma España del antiguo régimen, en la cual no carecía de alguna expresión, siquiera rudimentaria, esa dualidad de sociedades, por ejemplo, en los llamados «privilegios de los pobres», de los cuales Cerdán de Tallada enumeró hasta 85, incluyendo en ellos el de aquella ley de Partidas que eximía a ciertas clases de personas de la obligación de saber el derecho12. Ahora, aun esto ha desaparecido, no quedando sino la ficción de la defensa por pobre; y aquí donde ni el profesor de la Facultad, ni el abogado con treinta años de ejercicio, ni el magistrado encanecido en la profesión, cuanto menos el hombre instruido pero encasillado en otra especialidad, el médico, el eclesiástico, el maestro, el periodista, el ingeniero, el literato, el arquitecto, no saben ni la vigésima parte del derecho escrito que rige en su país, se pretende que lo sepa el bracero, el menestral, el labriego, este pobre siervo enfeudado dos veces, al fisco y al señor, y a quien ese mismo legislador y ese mismo estado social toman las veinticuatro horas del día para que sirva de sostén físico a una civilización que no es la suya y que ni siquiera llega a conocer!

Como era de prever, tratándose de un precepto tan contrario a la razón y tan reñido con la naturaleza y la verdad de las cosas, ni los tribunales ni el legislador mismo han podido mantenerse fieles a él, concurriendo a demostrar con sus contradicciones e inconsecuencias, tanto como los científicos con sus teorías y sus análisis de los hechos, lo falso, artificial, inconsistente e insostenible del famoso sostén del orden social, ingrediente primario y supraconstitucional de toda humana organización. He aquí por vía de muestra algunos ejemplares de género distinto, tomados de nuestra legislación y de nuestra jurisprudencia: -Si un individuo de la clase de tropa comete uno de los delitos penados en el Código de justicia militar, no se le aplican las disposiciones de él «como no conste haberle sido leídas antes de delinquir»; pero en tal caso se le impone la penalidad de la ley común si el delito estuviese previsto en ella13; cuando lo lógico habría sido exigir la previa lectura de las dos o no exigir lectura previa de ninguna para declararlas aplicables y aplicarlas. -No obstante la generalidad del principio de que la ignorancia del derecho no excusa de su cumplimiento, se admite para los jueces y magistrados un género de ignorancia denominada excusable, que los exime de responsabilidad por las sentencias o providencias injustas que hubiesen dictado14; y en conformidad con ello se ha declarado por el Tribunal Supremo, en causa por prevaricación, que «en la sentencia injusta por ignorancia, dictada por un juez municipal en juicio de faltas, la ignorancia es excusable, siendo el juez lego en derecho, sin carrera profesional...15; cuando lo lógico habría sido y sería conceptuar de inexcusable tal ignorancia y castigar el hecho perseguido, como se castigan otros de no mayor malicia en los particulares no obstante concurrir en ellos la circunstancia de ser legos de derecho, y aun de no saber leer y escribir (requisito que cuando menos se exige para el cargo de juez municipal), o, por el contrario, admitir también en los particulares como excusable y eximente de responsabilidad civil, y a menudo hasta de la criminal, la ignorancia nacida de la falta de carrera profesional. -En causas seguidas contra inventores de tesores en bienes ajenos, se ha declarado por el Tribunal Supremo que el hecho de retener para sí la totalidad del dinero hallado sin dar cuenta de él al dueño de la finca, contra lo dispuesto por el art. 351 del Código civil, constituye delito de hurto, sin que obste el que los albañiles procesados no conocieran aquel precepto, porque la ignorancia del derecho no excusa ni favorece a nadie (S. de 13 de mayo de 1896); y al revés, que no constituye delito de hurto, porque el inquilino procesado creyó que el tesoro le pertenecía a título de arrendatario, ignorando lo declarado por el art. 351 del Código civil (S. de 7 de febrero de 1899).

Semejante situación no puede prolongarse por más tiempo: es fuerza pensar en el remedio, y en un remedio dinámico, distinto de aquellos mecanismos propuestos por los primeros que se han hecho cargo de la inmensa gravedad de este problema. Ni el sistema de Livingston y otros, que abogan por que se introduzca la enseñanza del derecho en las escuelas; ni el de Menger, según el cual se impondría al Juez la obligación de instruir gratuitamente a todo ciudadano, con especialidad a los indigentes, cuando la necesidad lo exigiera, acerca de las disposiciones legales propias de cada caso; ni el de Luzzato, que hace a los periódicos, y a los maestros, órganos o instrumentos auxiliares del legislador, obligando a los primeros a publicar diariamente extractos de las leyes promulgadas, y a los segundos a explicar esas mismas leyes a los analfabetos en conferencias públicas; ni el de Roland, idéntico en el fondo al que ideó la Asamblea Constituyente francesa, en cuya conformidad las leyes se mandarían impresas a todos los municipios, con obligación de dar lectura pública de ellas...16 Nada de esto es eficiente: en todo caso resulta tan desproporcionado con la necesidad, o, dicho de otro modo, con la magnitud del mal, que puede decirse deja las cosas en el mismo estado en que las puso el artículo segundo de nuestro Código civil. Entre eso y no hacer nada, va toda la diferencia que entre el tratamiento homeopático y el expectante, y tal vez ni aun tanta, pues siquiera en la medicina homeopática obra un elemento terapéutico tan poderoso como la fe, mientras que por la fe no consta que se haya aprendido nunca una ley sola.

Sin negar, pues, en absoluto racionalidad y eficacia a esos medios de publicidad y aprendizaje de leyes, su radio de acción es tan breve y minúsculo, que apenas si alcanza a afectar al sentido cuando se le compara con las amplitudes que el derecho positivo reviste en los tiempos modernos. Conozco alguna Ordenanza local, la de Bello, en el concejo asturiano de Aller, que impone a los Regidores el cuidado de que sea aquélla leída tres veces al año en asamblea general del vecindario; y a los vecinos particularmente, el deber de instruir en la parte penal a sus hijos y domésticos17. Las Ordenanzas militares disponen que sean leídas a los soldados las leyes penales del Ejército una vez cada mes, a presencia del que mandare la Compañía, con objeto18 de que no puedan alegar ignorancia que les exima de la pena correspondiente a la inobediencia19. Pero trátese de hacer extensivo este procedimiento, no digo a todas las leyes y doctrinas legales de derecho civil, político, penal, procesal, administrativo, etc., que rigen en España, sino únicamente a las recopiladas en el Diccionario de Martínez Alcubilla, amén de las que el Parlamento, los Tribunales, los Ministerios y las Corporaciones municipales entregan diariamente a las prensas en avenida torrencial, y calcule quien pueda número de siglos que se habrían de menester para leérselas y hacerselas entender a tres millones de labradores que vuelven del campo cerrada ya la noche, durmiéndose por el camino; a legiones de pastores, que Pagan 350 días del año fuera de poblado, sin haberse enterado aún de si en España impera el régimen republicano o recibe todavía obediencia D.ª Isabel II, reina de las Españas y de sus Indias; a los pescadores, que tienen su hacienda sobre tablas flotantes, verdaderos parias del mar; a las costureras, adscripticias del contratista, pegadas a la máquina diez y seis horas diarias para ganar menos de una peseta; a los tejedores de las fábricas, a los peones de albañil, a los dependientes de comercio, a los mineros, a las lavanderas, a los conductores de diligencia y ferrocarril!

De lo expuesto y considerado hasta aquí derívanse lógicamente estas dos consecuencias: -1.ª Enseñanza obligatoria de la legislación, y, como medio propedéutico e instrumento necesario de ella, enseñanza obligatoria del arte de la lectura20. -2.º Posesión obligatoria de los cuerpos y colecciones legales y de la Gaceta21. -Pero la enseñanza obligatoria lleva consigo el derecho a la asistencia, dado que el Estado no impide ni prohíbe a los menesterosos procrear hijos y que la masa mayor de la sociedad se compone de menesterosos22. Al declarar culpable y no excusante la ignorancia, clasificándola entre las culpas latas, y hacerlo así no por oficio de tutela, en provecho de los individuos mismos obligados, sino en beneficio de la sociedad, por considerar que sin eso sería ésta imposible, el Estado contrae ipso facto la obligación no meramente de «ofrecer al proletariado la posibilidad de adquirir el conocimiento de las leyes»23, sino de prevenir o desterrar positivamente y de hecho aquella ignorancia, poniendo los medios necesarios para que los ciudadanos todos, así ricos como pobres, con o contra su voluntad, adquieran un conocimiento de las leyes y de su razón tan bastante como sea preciso para que aquel pecado original quede redimido, para que no alcance nunca a nadie esa culpa que se hace acompañar a la ignorancia. Y constituyendo el derecho vigente un cuerpo de doctrina tan voluminoso, imposible de dominar como no se le sacrifique una gran parte de la vida, en términos de que no bastaría para el efecto el que se exigiese a todo ciudadano la actual carrera de abogado, resulta en conclusión que, en buenos principios de gobierno, la consecuencia necesaria de la máxima legal nemini licet ignorare jus sería una vasta organización socialista, en que el Estado se hiciese cargo de todos los hijos de los ciudadanos, sin distinción, a partir de la primera niñez, dándoles manutención, vestido y alojamiento, como ahora a los soldados, mientras les enseñaba a leer las leyes, a entenderlas y almacenarlas en la memoria, para devolverlos, una vez enseñados, a sus familias y a la sociedad. Y es lo más grave que todavía después de eso no se habría vencido sino una parte de la dificultad, porque el derecho vigente y aprendido en momento dado se escapa de la memoria y hay que hacer nuevos esfuerzos para retenerlo o para recobrarlo: por otra parte, el derecho vive y el legislador acaucala y renueva sus preceptos con frecuencia, imponiendo al ciudadano nuevos acopios, trasiegos y sustituciones de leyes o de miembros de leyes, que es decir nuevos consumos de energía, de atención, de tiempo, mermando más y más el reclamado para el restante trabajo social, si tal vez no absorbiéndolo por entero.

La potencia cerebral y física del individuo es demasiado limitada para que con la corta porción que queda disponible de ella -cuando queda alguna,- después de satisfechas las exigencias tiránicas de la vida física, en lucha con una naturaleza tan adversa, o tan mal conocida y dominada, como la que nos envuelve, y con una organización social tan deficiente e imperfecta como la nuestra, pueda prestar oído al incontinente y desaforado vocerío del legislador, que no cesa un instante. Desde que el combatido autor de la Novísima, Reguera Valdelomar, en su «Historia de las leyes de Castilla», apreciaba que «el juez más íntegro, que el abogado más estudioso, no puede menos de ignorar en gran parte las leyes de España, por no serle posible la instrucción y ciencia de todas» (§ XIV, n. 6), y Martínez Marina, en su «Juicio crítico de la Novísima Recopilación», se dolía de que las leyes hubiesen crecido en número a tal extremo, «que no alcanzaba la vida del jurisconsulto para estudiarlas», concluyendo, fundado en experiencia, «que la imperfección de nuestra jurisprudencia y los abusos y desórdenes del foro nacieron principalmente de la dificultad, por no decir imposibilidad, de saber las leyes a causa de su inmensa multitud, la cual es un velo tenebroso que oculta su inteligencia y sus defectos» (§§ 26 y 33), la situación de las cosas, para el juez, para el letrado, para el jurisconsulto, no ha variado en lo más mínimo sino en el sentido de agravarse, por haber seguido multiplicándose, con los desenvolvimientos de la civilización, la materia legislable y menguando por igual motivo la fracción de tiempo, que es decir de vida, que puede destinarse a su estudio. Esto tratándose de los profesionales: calcúlese qué no será tratándose de las clases legas.

Digámoslo de una vez: supuesto un estado legal como el nuestro, el principio nemini licit ignorare jus con sus derivaciones es incompatible con toda otra ocupación o profesión social que no sea la del derecho; incompatible, por tanto, con la vida.




ArribaAbajo

- II -

Transición. ¿Sin leyes?


Tal vez ese abismo que parece dividir fatalmente y para siempre al legislado de la ley no sea real, sino obra de nuestra fantasía creadora, pues al servicio de nuestra pereza intelectual; tal vez nuestra fatalidad no esté en la naturaleza de las cosas, sino en el modo cómo los hombres las hemos visto e interpretado: acaso el problema no fue bien planteado en sus orígenes, y en vez de decir que «el pueblo está obligado a conocer y cumplir todas las leyes», deban invertirse los términos diciendo que «no son verdaderamente leyes sino aquellas que el pueblo conoce... y refrenda cumpliéndolas, traduciéndolas en sus hechos.»

Esa famosa presunción, base de todo nuestro sistema legal, parte del supuesto de una separación entre la voluntad que estatuye el derecho y la voluntad que ha de ejecutarlo: implica dos personas absoluta y formalmente ajenas la una a la otra: la autoridad que legisla o decreta y el súbdito que ha de obedecer y cumplir. El puente de comunicación entre ellas es el conocimiento por parte de la una de lo dispuesto o legislado por la otra, y ahí el in-pace, porque ese conocimiento puede faltar, y aun tiene que faltar necesariamente, según hemos visto. Para mí, la antinomia no se resolverá en tanto no desaparezca efectivamente y de hecho esa dualidad de personas, fundiéndose en uno de los dos conceptos de legislador y de legislado, conforme lo tienen admitido nuestras constituciones civiles respecto del derecho individual24 y lo teorizaron nuestros antiguos juristas y teólogos, Covarrubias, Azpilcueta Navarro, Suárez, Escobar, Valencia, Caramuel y otros respecto del derecho exterior social25.

Hay quienes entienden desatar la dificultad extirpando de raíz la ley, poniendo la fuente única del derecho positivo, así social como individual, directamente en los individuos que han de realizarlo en sus actos, o si se quiere, reduciendo el derecho público o social a las condiciones del privado, haciendo del individuo autoridad única de sí propio, conforme a aquella genial observación de Vives, en cuya opinión, allí donde los hombres han hecho del amor al bien y del odio al mal una segunda naturaleza, no hace falta las leyes para vivir recta y ordenadamente, y donde, por el contrario, esos hábitos faltan, las leyes no los suplen por muy perfectas y numerosas que sean; razón por la cual, el poder público debe considerar como principal misión suya la de educar a los gobernados, mirando al manantial de donde brotan sus acciones, la interior disposición de ánimo26.

Por los preservativos abogaba también -siquiera desde un punto de vista mecánico y doctrinario, tan distante del concepto ético e interno del derecho profesado por el insigne polígrafo de Valencia- el doctor Cerdán de Tallada, Caballero del Consejo de Su Majestad, en los primeros años del siglo XVII. Coincidiendo en el fondo con la teoría de los libertarios (anarquismo doctrinal o filosófico) de nuestro tiempo, juzgaba que «las leyes nacieron de las malas costumbres de los hombres y de sus diferencias, lites y quistiones, para atajarlas y corregirlas», pero «la experiencia enseña que los pleytos se van de cada día multiplicando», siendo la causa el que hasta hoy no se han hecho las leyes, como era de razón, «con remedios preservativos para atajar las causas que producen y levantan tales pleytos», sino únicamente «para proveer de remedios y orden de abreviarlos y decidirlos después de producidos, decidiendo los casos y dificultades que se ofrecen: que es en lo que se ha trabajado tanto por tanta muchedumbre de jurisconsultos y de hombres sabios, con la edición de tantos libros, sin los que cada día se imprimen...» Entre las causas de esa creciente inundación de litigios cuenta la gran muchedumbre de leyes, con que se ha engendrado una profesión artificial que vive de mantener encendida la discordia y enemistad entre los hombres: la clase de los doctores. Como no hay perros que rabien (dice) sino donde hay saludadores, tampoco hay pleitos sino donde hay letrados27; «de manera que las leyes que han de servir y se hicieron para remedio de atajar pleitos y abreviarlos, obran el efecto contrario, que es la multiplicación y prorrogación de ellos; y por este camino se impide la paz y el sosiego de los moradores de España, y por la mayor parte entre los más cercanos en deudo y amistad, con la ocasión de tantos pleitos como se acarrean por las demasiadas leyes y tanta diversidad de pareceres...»28

Pero ¿realmente pueden vivir sin leyes29 las sociedades humanas?

Existen escuelas, con caracteres y proporciones de reacción, que resueltamente lo afirman (anarquismo, acracia, etc.); y no faltan sociólogos y pensadores de autoridad, formados en las filosofías clásicas que se inclinan asimismo a la afirmativa30. Kropotkine, por ejemplo, tomando como punto de partida la nativa bondad del hombre y el sentimiento de simpatía y de solidaridad que le es ingénito y que le atrae con la violencia de un fenómeno natural hacia sus semejantes, erige el individuo en órgano único y exclusivo de su propio derecho: al gobierno del hombre por el hombre sustituye el gobierno del hombre por sí mismo, y sobre tal base quiere reorganizar la sociedad civil; en su idea, el ordenamiento social ha de producirse de igual modo que se genera y ordena en sus diversos reinos la Naturaleza: por pura dinámica interior, espontáneamente, sin regulación externa ni de mandatarios y, por tanto, sin una clase gobernante, sin represión ni coacción jurídica, sin policía, sin tribunales y, por decirlo de una vez, sin «Estado»; sin más ley que la que el individuo lleva impresa por naturaleza dentro de sí propio, ni otra autoridad que la que libre y espontáneamente quiere establecer, agrupándose con aquellos con aquellos con quienes tenga más afinidad por razón de credo o ideales, de vecindad, de comunidad de intereses o de oficio y profesión, etc., y federándose (siempre accidentalmente, no necesariamente) los diversos grupos de individuos en asociaciones voluntarias de radio cada vez más amplio, desde lo que ahora llamamos una municipalidad, o un barrio o parroquia, hasta la inter-nación, sólo que independientes y libres, para el auxilio mutuo y el progreso común; algo semejante a los primitivos gremios y comunidades de casi toda Europa, a las modernas sociedades cooperativas de producción y a los concejos y parroquias actuales de las provincias septentrionales de nuestra Península. Nuestro eminente Posada ha mostrado que la idea de la posibilidad del orden social sin represión, sin autoridad coercitiva, sin sanción de un Gobierno exteriormente organizado, tiene precedentes bien caracterizados en diversas manifestaciones de la sociología evolucionista, representada en hombres tan «conservadores» como Krause y Giner, Guyau, Spencer y Fouillée31. -Otro pensador español, tan justamente reputado en el extranjero, y aun entre nosotros, como Dorado Montero, tomando una posición intermedia, nacida de contemplar el problema desde un punto de vista histórico, considera la ley y la autoridad como instituciones meramente tutelares, y por tanto dependientes de que la tutela sea o no necesaria. En su opinión, las leyes irán desapareciendo gradualmente a medida que el Estado autoritario actual, basado en la fuerza, vaya transformándose en un Estado cooperativo, basado en la libre racional voluntad de todos sus miembros32.

No me he propuesto, ni podría, mediar en la contienda desde el punto de vista de la filosofía, únicamente ofreceré a los maestros del pensamiento en este orden algunos materiales para juicio, tomados de la realidad y reveladores del pensamiento oculto de una colectividad histórica tan digna de respecto y atención, de tanta experiencia y autoridad, como la nación española. Los siguientes apuntes harán ver cómo ya hoy, conforme a las diversas constituciones civiles de la Península, podrían vivir ordenadamente los hombres en sociedad sin comercio apenas con las leyes; libres, por tanto, de la necesidad de conocerlas; y sin que por ello, dicho se está, hubieran de chocarse entre sí las múltiples esferas individuales ni dejaran de formar juntas, como antes y como siempre, municipio, nación, Estado.




ArribaAbajo

- III -

Constitución del status individual


Recuérdese como en Roma, el status juris, siendo completo, envolviendo la «caput», suponía y llevaba consigo la soberanía absoluta en la esfera del derecho individual; o más claro, constituía al individuo en lo que expresa la palabra, en un Estado. Estado completo, lo mismo que la familia, lo mismo que el municipio lo mismo que la nación, que podía ejercitar todos los poderes en la esfera de sus relaciones personales y tenía su más alta expresión en la facultad de legislar, mediante lo que llamaban los romanos lex contractus, lex testamenti, leyes primordiales que excluyen, hablando en general, toda otra regla, escrita o consuetudinaria, estatuida por autoridad pública, por autoridad social.

Envolvía esto un presentimiento vivo de la verdadera naturaleza de la «persona», en tanto que «persona jurídica», la cual no es meramente el sujeto del derecho, sino juntamente y al par sujeto y objeto; que encierra dentro de sí los fines para que el derecho está dado, parte de los medios necesarios para realizarlos y actividad racional para aplicar éstos a aquéllos cumpliéndose a sí propio lo que se debe. En esa «relación de libre condicionalidad» a que llamamos Derecho, el individuo (al igual de las personas sociales) es, por una parte, sujeto de fines, y por otra sujeto de medios, en esta segunda posición se dice «obligado», deudor, condicionante; en la primera, «exigente», acreedor, condicionado: tiene, por tanto, derechos y obligaciones respecto de sí propio, y para cumplir esas obligaciones, una esfera de acción exclusivamente suya, inviolable, donde nadie pueda legítimamente inmiscuirse, dentro de la cual no hay ni cabe más diputado, senador, ministro, juez, magistrado, monarca o presidente que él mismo; realización práctica en ese límite de un régimen de selfgovernment «molecular» aplicando a la sociología, como es ya uso, este término de la ciencia natural) tan absoluto como hayan podido soñarlo las teorías acráticas y libertarias33.

Esta autarquía del Estado individual se halla en España solemnemente declarada por la legislación y respetada por los Poderes oficiales, los cuales, por punto general, no intervienen sino con carácter supletorio, esto es, para suplir la falta de expresión de su voluntad por el individuo34.

He aquí una enumeración empírica e insistemática de algunos de los capítulos o manifestaciones de ese que podríamos llamar Código o Constitución del Estado individual; definición o reconocimiento y organización de sus poderes legislativo, ejecutivo y judicial, y respecto de los cuales el principio nemini jus ignorare licet no tiene lugar:

1.º Derechos del hombre, llamados por excelencia individuales: libertad de elegir profesión y domicilio o residencia, de emitir sus ideas y opiniones de palabra y por escrito, de reunirse pacíficamente, de asociarse para todos los fines de la vida humana, de dirigir peticiones a los poderes, de ejercitar el culto correspondiente a la respectiva religión que se profese, inviolabilidad de la correspondencia, inviolabilidad del domicilio. Este último (art. 6.º de la Constitución de 1876) es particularmente característico, porque equipara la cesa al territorio independiente de la nación, conforme aquel adagio inglés «my house is my kingdom» (mi casa es mi reino) y a otro antiguo español, aunque sin trascendencia jurídica en su tiempo, «cuando en mi casa me estoy, rey me soy»; y con efecto, la casa es el territorio del Estado individual, o si se quiere del Estado familial, como aquellos domos parvaque regna bilbilitanos de Marcela, que su marido Valerio Martial hallaba preferibles a los «patrios hortos» de Nausicae.

Estos derechos son inherentes a la persona individual, y se dicen naturales e ilegibles por eso, porque existen por sí, como una de las cualidades consecutivas del ser humano, no dependiendo de la voluntad social ni estando, por tanto, en las facultades del Poder público desconocerlos, suprimirlos o limitarlos: si se incluye en el Código civil (Portugal) o en el Código fundamental (España), es accidentalmente, por motivos puramente históricos, como una solemne afirmación de la personalidad individual por parte del Estado que hasta entonces la había, de hecho, negado, o si se quiere, como una negación de esa negación anterior y como un afianzamiento transitorio contra posibles veleidades y tentaciones de retroceso.

2.º Derecho de pactar con fuerza de ley. -Es máxima fundamental de la legislación aragonesa que el juez «debet stare semper et judicare ad chartam et secundum quod in ea continetur, nisi aliquod impossibile vel contra jus naturale continetur in ea» (observancia 16 de fide instrumentorum; cf. obs. 6 de confessis y f. I de equo vulnerato). Es decir, que debe atenerse en primer término, para fallar no a la ley, sino a la voluntad declarada por el individuo o individuos en sus respectivos contratos y capitulaciones (chartae): las disposiciones forales se hallan subordinadas a la voluntad de los contratantes. Igual reconocimiento de esa potestad soberana que para legislar en su esfera compete al individuo, hace el Código civil español: «Las obligaciones que nacen de los contratos tienen fuerza de ley entre las partes contratantes, y deben cumplirse al tenor de los mismos» (art. 1091). En iguales términos el Código civil francés: «les conventions légalement formées tiennent lieu, de loi á ceux qui les ont faites» (art. 1134). La jurisprudencia española denomina al contrato resueltamente ley: «el contrato es la verdadera ley que fija y regula los derechos y las obligaciones de los contratantes, y con arreglo a ella han de decidirse las cuestiones litigiosas que surjan acerca de su cumplimiento»; «los contratos o pactos tienen entre las partes que los han celebrado el mismo poder que la ley, y su quebrantamiento equivale a una infracción legal» (Sentencias del Tribunal Supremo fechas 3 de abril y 6 junio de 1884, etc.)35: por eso, al introducirse la casación, admitiose en la práctica la interposición del recurso por infracción de la «ley del contrato», aunque el legislador no había previsto otras infracciones que las de ley y de doctrina legal o de jurisprudencia. La ley pública no viene sino en segundo término: «constituye, dice Dalloz, el suplemento del contrato, rigiendo solo cuando las partes no la han derogado expresamente; en tal caso, la ley hace veces de contrato: ella, por ejemplo, regula los intereses económicos de los cónyuges cuando éstos han celebrado su consorcio sin escritura nupcial»36. Con ocasión de determinar el tiempo en que principian a obligar las leyes, nuestro Vázquez Menchaca identifica ambos conceptos diciendo que la ley es un contrato ajustado libremente entre los ciudadanos, y el contrato una ley estatuida por sus contrayentes37.

3.º Derecho de disponer libremente por testamento.- La jurisprudencia de los tribunales considera también los testamentos como otras tantas manifestaciones de la soberanía civil del individuo, que hacen innecesario, en principio, el ministerio del legislador, y excusan, por tanto, del conocimiento de la ley. El Tribunal Supremo ha declarado repetidamente «ser un principio de derecho que la voluntad del testador debe respetarse y cumplirse como ley entre los interesados»; que «es ley en materia de últimas voluntades la del testador»; que «la voluntad de los fundadores es la ley suprema por la cual deben resolverse las cuestiones que se susciten»38.

Esto, hablando en tesis general. Viniendo al contenido y concretándonos a la parte económica, en las provincias regidas por el Código civil español gozan de libertad completa para disponer de sus bienes por testamento «los que no tuvieran heredero: forzosos» (art. 763). En Navarra, todos, porque esa categoría de herederos propiamente no existe. Por una ley hecha en Cortes celebradas en Pamplona el año 1688, se estableció que los naturales de aquel reino39 pudieran disponer libremente de todos sus bienes, aun en favor de extraños, dejando reducidos los derechos de los hijos a un rudimento y como figura de lo que habían sido las antiguas legítimas: los procuradores suplicaron y el rey decretó «que se observe y guarde inviolablemente la dicha costumbre y libertad absoluta que por ella tienen de disponer como quisieren, dejando a sus hijos en dichas disposiciones la dicha legítima de los cinco sueldos y una robada tierra en los montes comunes, conforme a la dicha costumbre, y que haya de subsistir y tener efecto no sólo quedándose instituido a su hijo, dejando a los demás solamente la dicha legítima, sino también cuando se instituyere o dispusiere a favor de un extraño, dejando a los hijos solamente la dicha legítima...» Esta libertad de disponer de los bienes por testamento sigue en vigor en los mismos términos y es respetada por la jurisprudencia de los tribunales40.

4.º Derecho de renunciar los beneficios de las leyes obligatorias y prohibitivas, derogándolas tácitas o expresamente.- La «ley del contracto», el «standum est chartae», en el límite en que acabamos de definirlo, quita acción a las leyes supletorias, impidiendo que rijan contra la voluntad del individuo. Pero es el caso que también las leyes imperativas se hallan por su mayor parte supeditadas a esa misma voluntad. «La doctrina comúnmente recibida por tradición de nuestros intérpretes, dice Castro, es que siendo como es conforme a derecho natural que cualquiera pueda abrazar o repudiar sus utilidades, lo mismo puede hacer de las leyes que se la procuren y miran a su favor, -como no se interese el bien común o de otro tercero, el que no estando en poder del renunciante, menos puede renunciarle»41. Cuando el Fuero de Brihuega disponía que ni el padre ni la madre diesen a un hijo más que a otro «si á los otros fijos no ploguiere»42, proponía una excepción o una condicional que de todos modos habría regido, aunque el Fuero no la hubiera expresado; cuando el Código civil declara que la obligación contraída por mujer casada sin licencia de su marido es nula, pero que tal obligación subsistirá como válida si no reclaman la anulación el marido o sus herederos43, escribe una redundancia, pues lo mismo sería aunque no lo advirtiese, dado que las leyes de ese género se hallan todas subordinadas a la voluntad del sujeto a quien favorecen, conforme a aquella máxima de derecho, que abarca todas las instituciones jurídicas y rige en todas las legislaciones del mundo: quando actus nullus est favore alicujus, intelligitur, si ipse velit esse nullus. El derecho social garantiza o entiende garantizar el cumplimiento de los fines individuales asegurando cuantías determinadas a cada situación, imponiendo determinadas solemnidades y condiciones a cada género de actos, circunstanciando legítimas, viudedades, fianzas, plazos, testigos, capacidad, consentimiento libre, buena fe, indemnización, etc., e imponiendo a los obligados la prestación de todo cuanto a tenor de tales fórmulas legales deben a los favorecidos por ellas; pero eso no obstante, sufre que por encima del juicio social de que son ellos una expresión, se levante el juicio del individuo a quien quería y entendía servir, dejándole árbitro de realizar sus fines del modo que quiera. «Los derechos concedidos por las leyes son renunciables», dice el Código civil en su art. 4.º. Sí, por ejemplo, dos cónyuges castellanos convienen entre sí la viudedad a estilo de Aragón; si dos cónyuges aragoneses pactan, según es tan frecuente en la provincia de Huesca, la prórroga de la viudedad para el caso de un segundo matrimonio; si un testador instituye heredero universal a uno solo de sus hijos, caso común en Castellón, conforme a la costumbre del Pirineo aragonés y catalán, -ni el fiscal ni el juez ni poder alguno local o general tomarán la iniciativa para impedirlo ni para deshacerlo y obligar a que se proceda en conformidad a lo dispuesto por la ley, aunque el hecho les conste oficial o particularmente44: sólo los herederos forzosos podrían oponerse. Si lo consienten, la ley queda sin eficacia, lo mismo que si no existiera45.

Esa subordinación de la ley no supletoria, de la ley prohibitiva o imperativa, a la voluntad del favorecido por ella es tan cierta y tan absoluta, que una vez que ésta ha renunciado a su beneficio, sea de un modo expreso (conforme a la doctrina del standum est chartea), sea tácitamente (absteniéndose de reclamar lo suyo durante cierto tiempo), ya la ley no le permite arrepentirse ni volverse atrás para acogerse nuevamente a ella: el acto de ratificar o convalidar el contrato nulo, de desatar de su obligación al obligado, produce derecho a favor de éste, siendo por tanto definitivo e irrevocable: por virtud de tal acto, la ley queda privada de todo su vigor, y nunca puede ya invocarse contra aquel a quien antes obligaba. Sucede lo mismo que en Roma con las llamadas «obligaciones naturales», y con las «civiles» que habían prescrito o en que había intervenido fuerza o dolo: la ley les negaba todo valor, y no concedía acción para reclamar su cumplimiento; pero si el obligado, a pesar de todo, las cumplía, el pago era firme, no pudiendo reclamar ya la devolución de lo satisfecho.

El Código civil consagra esta doctrina implícitamente en el capítulo que trata de la prescripción de las acciones; y articulada, aunque con expresión deficiente, en el de la nulidad de los contratos46. La jurisprudencia anterior al Código había sido menos avara de expresión, aunque sin llegar nunca a ver disipada del todo la obscuridad que envolvía a sus ojos este problema47.

5.º Potestad de introducir costumbre individual con fuerza de pacto.- La voluntad se significa: expresamente, por palabras, y tácitamente por hechos. La misma relación que existe entre la costumbre social (local o general) y la ley, ha de existir entre la costumbre individual y el testamento o el contrato. Discurriendo Baldo sobre la eficacia de la costumbre in genere, sienta como regla «ut quidquid possit induci pacto, possit etiam induci consuetudine». Con esto, érale forzoso admitir una costumbre individual, capacitada en ocasiones hasta para suplir la falta de contrato y servir en todo caso como criterio positivo para la interpretación de lo pactado, y aun de lo dispuesto unilateralmente por acto de última voluntad: de ahí afirmaciones como éstas, que hallo estampadas en los escritos del insigne glosador perusiano: «Consuetudo etiam unius hominis est attendeuda in facto singulari», y «Consuetudo tacite informan contractum...»48.

La doctrina de la costumbre jurídica individual no ha sido planteada todavía desde un punto de vista general: sólo los comentaristas le han prestado indirectamente alguna atención al tratar de la interpretación de las últimas voluntades. «In quantum quis facit secumdum consuetadinem testatoris (escribe Bártolo), videtur facere secumdum ejus voluntatem, et si facit contra ejus consuetudinem, videtur facere contra ejus voluntatem.»49. Nuestro Casanate sostiene que las cláusulas ambiguas, obscuras o dudosas de los testamentos deben interpretarse, primeramente, antes de acudir a ningún otro elemento de juicio, por la costumbre personal del testador50, y en segundo lugar, por la costumbre de su casa y familia, citando en apoyo y corroboración de esto último la costumbre conservadora, vigente en algunas casas de Aragón que designa nominalmente, de que los varones tengan prelación respecto de las hembras en las sucesiones51.

Los comentaristas del derecho nuevo suscitan la cuestión de si en la interpretación de las últimas voluntades puede admitirse prueba por hechos exteriores al testamento mismo interpretado, v. g., por declaraciones de testigos, o si, por el contrario, la voluntad del testador ha de inquirirse en toda hipótesis sin otro auxilio que el texto estricto del testamento. Es interesante a tal propósito y sumamente instructiva la exposición de las prácticas y de las doctrinas del Tribunal Supremo de Francia y del de Bélgica, hecha por F. Laurent, sobre todo en lo referente a la costumbre local, Según el art. 1159 del Código civil francés, 1287 del español, las ambigüedades de los contratos han de interpretarse por el uso o la costumbre del país en que aquéllos se han celebrado. «En el antiguo derecho, dice el ilustre civilista Belga, esta regla recibía muy frecuente aplicación, efecto de la gran variedad de las Costumbres: se presumía que los otorgantes, ora lo fuesen por actos intervivos o mortis causa, habían entendido acomodar sus cláusulas a la Costumbre de la región donde vivían. Laurent estima que esta presunción debe mantenerse, no obstante haber sido abolidas dichas Costumbres, cuando el testador ha dado a entender de algún modo que tal era su voluntad; y en tal sentido ha fallado el Tribunal Supremo de Bruselas, aplicando en la ejecución de un testamento el orden de suceder conocido con la denominación de paterna paternis52. De la costumbre individual no se hacen cuestión.

Será fuerza volver a la doctrina de los antiguos civilistas y comentadores; más lógica y más orgánica que la de los modernos. La costumbre individual es una fuente de derecho tan sustantiva; tan legítima y tan necesaria, en su esfera como la costumbre social en la esfera de la nación, de la región o del municipio; y debe aplicarse a la interpretación de las voluntades presuntas, tanto si se han producido en forma de testamento como de contrato, sin limitarse como ahora (arts. 675, 1282, 1287 del Código civil) a los «actos coetáneos y posteriores», a la «costumbre del país» y a los «contratos».

6.º Derecho de hacer constar válidamente las obligaciones en cualquier forma.- El Ordenamiento de Alcalá, vigente en esta parte hasta hace pocos años, dispuso que «sea valedera la obligación o el contracto que fueren fechos en qualquier manera que paresca que alguno se quiso obligar a otro e facer contracto con él» (tít. XVI, ley única). El Código civil, que le ha sustituido, consagra la misma libertad, con carácter también de regla general: «Los contratos serán obligatorios cualquiera que sea la forma en que se hayan celebrado, siempre que en ellos concurran las condiciones necesarias para su validez» (artículo 1278). Pero a continuación registra algunas excepciones, conforme a las cuales puede deben constar en documento público, para que sean válidos, los actos y contratos que tienen por objeto la creación, transmisión, modificación o extinción de derechos reales sobre bienes inmuebles, la cesión de acciones o derechos procedentes de actos consignados en escritura pública, etc. (art. 1280); por consiguiente, los contratos de compra venta de fincas y los de participación de herencia. Pero aparte de que, como dice el art. 1225 del mismo cuerpo legal, «el documento privado reconocido legalmente, tiene el mismo valor que la escritura pública entre los que la hubieren suscrito y sus causahabientes», el pueblo se ha emancipado de la institución creada por el legislador para imprimir a los contratos y demás actos extrajudiciales carácter de autenticidad y preconstituir prueba sustantiva e incondicionada; ha orillado al Notariado de la ley, creando un sistema de escrituración individual, enteramente voluntario, basado sólo en la buena fe, para transmitir o hacer constar las transmisiones de bienes así intervivos como mortis causa, ventas y otras convenciones, permutas, dotes, préstamos, divisiones de fincas, particiones de bienes hereditarios, etc., de tal modo eficaz en el hecho y tan universalmente practicado, que los Notarios, sorprendidos y arrollados por ese movimiento secularizador de la fe pública, que haría las delicias de Wille o de Réclus, no encuentran otro medio de salvar su institución y llamarla nueva vida, sino que el Estado interponga su autoridad persiguiendo el contrato privado, el expediente posesorio, el juicio convenido, y declarando obligatorio el Registro de la propiedad y nulo todo contrato en que no haya intervenido fedatario público!

«Como hay en nuestro derecho escrito una administración de justicia sin Tribunales, prevista en el Código civil y en su ley procesal, donde se reconoce a los particulares la facultad de nombrarse juez o jueces privados cuyas sentencias alcanzan la misma fuerza de obligar que las de los Tribunales de la nación, -existe en nuestro derecho consuetudinario una fe extrajudicial sin Notariado, amparada de un lado en los artículos 1219, 1225 Y 1227 del Código civil en relación con el 19 del Reglamento del impuesto de derechos reales de 1892, en el art. 3.º de la ley Hipotecaria de Ultramar, etc., -y de otro en el citado Reglamento de derechos reales de 1881, art. 175, y en el de 1892, art. 55 y 9.º de la ley de 25 de septiembre del mismo año; en el art. 7.º, base 1.ª, de la ley de 30 de Agosto de 1896, y el 175. Regla 4.ª de la ley de 15 de septiembre de 1892 publicada en 31 de Agosto de 1896, en la ley Hipotecaria de la Península, artículos 397 y siguientes, y en el reglamento de Amillaramientos de 1895, art. 50; -con que el pueblo ha creado todo un sistema de titulación, frágil en la apariencia, robusto e inquebrantable en la realidad, introduciendo en nuestro país, sin que nos hayamos dado cuenta de ello, el sistema llamado actas de Torrens -(salvo el registro; que es decir, en el límite tunecino) -y dejando sin empleo y jubilando de hecho al mayor número de los Notarios. Por cada acto jurídico a que éstos ponen el sello de su fe, prodúcense muchos millares fuera de la acción del Notariado. El Sr. Ruiz Gómez ha explicado bien de qué modo personas ajenas a esta clase pueden ejercer legítimamente «todas las funciones de la Notaría, sin la fe pública»53, y yo he mostrado, con el testimonio de muchos Notarios, cuán general cosa sea en España54, y he ofrecido ejemplos prácticos de Andalucía55, y de Castilla56. Cierto que en todos esos casos el documento no va formalmente revestido de fe pública, o cuando más recae ésta sobre la posesión, no sobre el dominio; que el Estado no le reconoce el valor y fuerza probatoria que a los documentos pasados por notario y registrador; pero se la dan los particulares a quienes afecta, y para el caso viene a ser igual: la misma abrumadora muchedumbre de hechos en que eso acontece acredita al sistema de suficiente, probando que la nación puede en rigor vivir sin fe notarial, puesto que vive. La «buena fe» de que derivan casi toda su fuerza tales documentos, surte ordinariamente en la práctica los mismos efectos que la «fe pública» en que descansan los documentos del Notariado oficial»57.

Parecerá ocioso añadir que ese sistema popular de titulación y escrituración de transmisiones, de particiones, de préstamos, no requiere precisamente conocimiento alguno de la legislación; y de ahí que sus órganos sean personas que, cuando más, poseen las primeras letras, y aun éstas borrosas e imperfectas: ordinariamente, los barberos, como en Navalcarnero, como en Jódar, como en Solana58.

7.º Derecho de ejecutar por sí los propios contratos.- Por derecho irlandés primitivo, tal como ha quedado en el Senchus Mr, lo mismo que por el derecho germánico anterior a la ley sálica, el acreedor embargaba por sí mismo bienes muebles del deudor, sin intervención ni licencia previa de autoridad. Dirigíase aquél primeramente, acompañado de tres testigos, al domicilio del deudor, con objeto de requerirle el pago: si la deuda no le era satisfecha en el acto, tomaba de los bienes embargables, ordinariamente ganado, la cantidad que a justa tasación de los testigos era menester para cubrir su importe: seguidamente trasladaba los efectos embargados al domicilio propiedad del deudor durante un cierto número de días; transcurridos éstos sin que la deuda hubiese sido solventada, los objetos embargados pasaban ipso jure a dominio del acreedor.

Esa manera de secuestro privado sin concurso de juez, se halla o ha estado autorizada por nuestro derecho en algunos casos; por ejemplo, cuando entre los bienes y la obligación se ha establecido un vínculo directo, por acuerdo previo del acreedor y del obligado. El Código civil regula el modo como el acreedor puede enajenar los objetos dados en prenda y hacerse pago con el precio, sin intervención de poder público, fuera de la precisa para asegurar la autenticidad (artículo 1872). Esta regla dada para la prenda, la Dirección general de los Registros la ha hecho extensiva a la hipoteca para el caso en que las partes hubiesen estipulado que, vencido el plazo sin que el deudor haya reembolsado el préstamo, podrá el acreedor proceder a la venta de la finca hipotecada, en subasta, sin trámite alguno judicial, o bien adjudicársela a sí propio por su justa estimación y otorgar la competente escritura notarial59. Con lo cual la ley de Enjuiciamiento civil queda vacante y sin empleo, la necesidad del juicio ejecutivo en las hipotecas desaparece, abriéndose ancho campo a la acción autonómica del individuo.

¿Podría prescindirse hasta ese requisito de la subasta, y reducir la ejecución a un mero apoderamiento de la cosa por la propia autoridad del acreedor, o, mejor dicho, a una mera adquisición ipso jure, como en el derecho irlandés primitivo? De un modo directo, no, porque el Código civil art. 1858), como antes el de Partidas (Part. V. tit. 13, ley 12), tienen prohibido el pacto de comiso. Pero indirectamente, nada más frecuente hacen constar el hecho de la «desaparición gradual del préstamo hipotecario y su sustitución por la venta a carta de gracia (con pacto de retro), la cual no es más, por lo común, que un préstamo disfrazado, como lo prueba el que el vendedor continúa en posesión de la finca vendida, con carácter de arrendatario, pagando una renta, que es sencillamente el rédito del dinero recibido con nombre de precio»60. Mediante ese pacto, una vez fenecido el plazo estipulado, o en su defecto el plazo legal, sin que el vendedor (en realidad prestatario o deudor) haya restituido el precio (que es decir la suma adeudada), cesa ipso jure y en el mismo instante la obligación del comprador (prestamista o acreedor) de restituir el inmueble, se lo apropia sin más, «adquiere irrevocablemente el dominio» (art. 1509), pudiendo hacerlo constar así por nota en el Registro de la propiedad sin anuencia ni intervención del deudor ni de tribunal u otra autoridad61.

8.º Derecho de transigir y de comprometer en árbitros y amigables componedores.- Cuando entre dos a más sujetos o entidades ha surgido una contienda jurídica, o amenaza surgir, por no apreciar todos de igual modo la naturaleza, el alcance o las consecuencias de una relación determinada de derecho que los liga o en que se hallan interesados, pueden decidirla privadamente, con entera independencia de las leyes y del poder público, de una de estas dos maneras: -1.ª Directamente por sí, transigiendo, cediendo cada uno algo de su derecho o de lo que tiene por tal, ajustando cierta forma de convenio-sentencia que tiene toda la fuerza de la cosa juzgada y recibe en el Código civil nombre de transacción (arts. 1809 y 1816); -2.ª Sometiendo la duda o la diferencia a juicio de una o más personas que merezcan su confianza, aunque no sean jueces oficiales y ni siquiera letrados, que es a lo que el mismo citado Código llama compromiso (arts. 1820 y 1821). La facultad de comprometer en árbitros o en arbitradores es tan natural, tan de esencia y tan obvia, que viene consagrada en todas las legislaciones desde una antigüedad bastante remota (India, Grecia, Roma). De igual modo que los particulares pueden crearse circunstancialmente un derecho civil propio o aceptar el definido por el legislador, a elección suya, pueden asimismo instituirse una jurisdicción adventicia propia para negocios determinados, confiándose a «jueces avenidores», componedores o árbitros de su elección; o servirse de los jueces y tribunales de oficio constituidos por la nación; y es este segundo caso, prorrogar la jurisdicción al de su preferencia en cualquier punto del territorio, o abandonarse a la designación hecha por la ley procesal, no siendo en rigor tales organismos oficiales sino una institución supletoria de la del compromiso, y las reglas sobre competencia un modo también de suplir la falta de acuerdo, o la falta de expresión de su voluntad, por parte de los litigantes.

«Toda contestación entre partes (dice la ley de Enjuiciamiento civil), antes o después de deducida en juicio, y cualquiera que sea su estado, puede someterse al juicio arbitral o al de amigables componedores por voluntad de todos los interesados, si tienen aptitud legal para contraer este compromiso» (artículo 487: cf. Código civil, arts, 1820 y concordantes). «Los amigables componedores deciden las cuestiones sometidas a su fallo sin sujeción a formas legales y según su leal saber y entender» (art. 833 de la misma ley procesal). Por consiguiente, no necesitan conocer el derecho positivo: para ser elegible, hasta hallarse en el pleno goce de los derechos civiles, ser mayor de edad y saber leer y escribir (art. 827).

Tal es el criterio fundamental por lo referente al compromiso. Cuando el tribunal privado falta, entra en función uno de los de oficio, designado del siguiente modo: «Será juez competente para conocer de los pleitos a que dé origen el ejercicio de las acciones de toda clase, aquel a quien los litigantes se hubieren sometido expresa o tácitamente. Se entenderá por sumisión expresa la hecha por los interesados renunciando clara y terminantemente a su fuero propio y designando con toda precisión el juez a quien se sometieren. Fuera de los casos de sumisión expresa o tácita de que tratan los artículos anteriores, se observarán las siguientes reglas de competencia: 1.ª... 2.ª...» (Ley de Enjuiciam. civil, arts, 56, 57, 62...)

Esto último nos enseña que el régimen individual de la justicia basado en el «compromiso» es susceptible de una cierta organización corporativa, de carácter permanente, análoga a la de la justicia oficial. Así nacieron en la Edad Media los «juzgados consulares», que decidían las contiendas verbalmente y por prácticas, sin estrépito ni figura de juicio62; y esa tendencia llevan los Reales decretos de 9 de abril de 1886 y 14 de noviembre de 1890, al promover la agrupación libre de intereses homogéneos en forma de Cámaras de Comercio y Agrícolas, dotadas de una jurisdicción voluntaria análoga a la de los Consulados medioevales, para «resolver como Jurado, y con arreglo a las condiciones que voluntariamente establezcan las partes interesadas, las cuestiones que los comerciantes, industriales, navieros y agricultores sometan a su decisión, etc.»63. Una jurisdicción parecida ha creado la costumbre del pueblo para ciertas ramas de la policía rural, siendo tipo de ellas el «Tribunal de Aguas» de Valencia y las «Cortes de pastores» de Castellón64.

9.º Derecho de ocupar tierras para labor en el monte común.- El Código civil español circunscribe su doctrina de la «ocupación» como modo de adquirir a la caza y pesca, al tesoro oculto y a las cosas muebles abandonadas (artículos 610 y siguientes); pero ha estado reconocida fuera de él y se practica aún la presura y escalio, «derecho de acotar para sí el espacio de tierra común inocupada que un vecino se proponga poner en cultivo y de retenerla mientras la siga cultivando, sin que la autoridad pública se lo pueda estorbar».

Ha regido, y en parte sigue vigente todavía por ley o por costumbre, en toda la Península: -en Aragón, por uno de sus Fueros generales, f. único de scaliis, del año 1347; por estatutos municipales, tales como los de 1467, 1490 y 1583 de Zaragoza; por otras ordinaciones y fueros locales, de Teruel, Mosqueruela, Daroca, Tarazona, Barbastro, Ejea de los Caballeros, etcétera; y por práctica general, observada actualmente en Boltaña, Murillo de Gállego, valle de Serrablo Puebla de Roda, Bonansa, etc.; -en Navarra y la Castilla del Ebro, por el Fuero general, lib. VI, tít. 2, cap. I; por el Fuero de Arguedas, año 1092; por el de Logroño, coetáneo suyo, de observancia casi general en las poblaciones de la Rioja y Provincias Vascongadas; y por la costumbre, viva todavía hoy, por ejemplo en el valle de Siete Villas; -en Viscaya, por los Fueros generales del Señorío, tít. XXXIV, ley 4, y por Ordenanzas locales, tales como las de Deva, Bermeo, Portugalete, etc.; -en Cataluña, por la observancia o usage 72 de los de Barcelona, conocido por usaje «Stratae», declarado en 1068 y que es general; por ordenamientos especiales, tales como el Fuero de Tortosa, lib. I, rub. I, § 6; y por la costumbre local, perpetuada hasta nuestros días, por ejemplo en Pardinas, Caralps, Ogassa, Tossas, etc., de la provincia de Gerona; -en Valencia, por sus Furs y Privilegis, lib. II, tít. 2 de la edición de Tarazona, -en Asturias, por una ordenanza de las generales del Principado formadas en 1594, y por muchas otras locales, tales como las de las feligresías del Consejo de Aller, todavía en vigor; -en Castilla, Extremadura, Murcia y Andalucía, por virtud del jus adprissionis, constitucional desde los comienzos de la Reconquista; por una ley general que en el siglo XIV encontró eco en el Ordenamiento de Alcalá; por diversos Fueros municipales, tales como los de Roa, Cáceres, Lorca, Soria, Santander, etc.; por costumbre antigua general, que en el siglo XVI registraron Luís Mexía, con referencia a la tierra de Cuenca y Alarcón y otras comarcas del reino castellano, y las Descripciones de pueblos de España escritas en tiempo de Felipe II y todavía inéditas, respecto de otras varias localidades; y por práctica guardada aún en la actualidad, por ejemplo, en Arenas de San Pedro (Ávila), en las poblaciones del antiguo condado de Niebla (Huelva) y en las de la zona entre andaluza y extremeña de la Mancha aludidas por Oliveira Martins65.

La fórmula de reconocimiento de esa libertad, usual en diversos Fueros municipales de los siglos XI a XIV, Ginestrosa, La Guardia, Arganzón, Navarrete, San Vicente de la Sosierra, Labraza, Logroño (y, por consiguiente, Miranda de Ebro, Santo Domingo de la Calzada, Vitoria, Laredo, Castrourdiales, Briones, Salvatierra, Orduña, Azpeitia, Tolosa, etc.), estaba concebida en los siguientes términos: «Doquier que estos pobladores fallaren tierras desiertas dentro de su término non labradas, lábrenlas; é doquier que fallaren hierbas para pacer, pázcanlas, é esomesmo ciérrenlas para facer feno é para que pazcan los ganados; é doquier que fallaren aguas para regar huertas o viñas, ó para sus molinos, ó para sus huertos, ó para otras cosas que les menester hicieran, tómenlas; é doquier que fallaren leñas, é montes, e árboles, para quemar, ó para hacer casas, ó para todo lo que menester les hiciere, tómenlo sin ninguna ocasión»66. -La costumbre iba todavía más lejos, según testimonio del Fuero Viejo de Castilla (lib. IV, tít. 3, ley 3), pues hacía extensiva esa facultad de ocupar por propia autoridad tierras para labor a las de dominio privado, si bien con una limitación idéntica a la que tiene admitida la rama templada del «colectivismo agrario» de nuestra edad.

10.º Inculpata tutela: facultad de defender cada uno su persona y sus derechos y la persona y derechos de sus parientes. -Otra de las atribuciones primordiales y constitucionales de la persona individual en cuyo ejercicio la representación social no puede subrogarse ni se ha subrogado nunca, limitándose a servirle de complemento, y que hace innecesario en principio el concurso de la ley y de la autoridad, es el uso de la vis privada contra toda injusta agresión: el derecho de legítima defensa, que decimos. La garantía de su persona y de todo cuanto le es anejo y le pertenece la tiene cada cual, primeramente, en la persona misma y en su asociación libre o moral con los suyos: para suplir las deficiencias de esa guarda individual y minorar los riesgos que corremos en la convivencia de unos con otros y que correríamos igualmente fuera de ella, viene en segundo término la fuerza de la colectividad social, organizada por el Poder público. Yerran en este punto Haus, Pacheco, Ortolán y otros penalistas al invertir ese orden, considerando el derecho de rechazar privadamente la fuerza con la fuerza como secundario y supletorio de la guarda social, legítimo sólo cuando ésta no se halla presente o es insuficiente. Con razón el Código penal se abstiene de enumerar entre las circunstancias que han de concurrir en la defensa de sí propio para que sea legítima y exima de responsabilidad, la ausencia de la Guardia civil de los agentes de seguridad.

El modo cómo dicho Código, en su artículo 8.º, reconoce este derecho, es indirecto, declarándolo y sancionándolo en sus consecuencias penales: «No delinquen, dice, y por consiguiente están exentos de responsabilidad criminal, los que obran en defensa de su persona o derechos, siempre que concurran las circunstancias siguientes...» (Igual declaración hace con respecto a la defensa de la persona y de los derechos de sus ascendientes, etc., y aun de los extraños concurriendo ciertas circunstancias). El Código penal francés observa el mismo método: «Il n'y a ni crime ni delit... no existe delito, cuando el homicidio, las heridas y las contusiones fuesen exigidas por la necesidad actual de la legítima defensa de sí propio o de otro. «La jurisprudencia romana procedía más bien por vía de afirmaciones67.

Sabido es, por otra parte, que los particulares son libres de constituirse una policía da seguridad distinta de la pública; y así vemos en las ciudades serenos costeados por suscripción del vecindario de una calle o de un trayecto de ella, para vigilar sus casas y establecimientos durante la noche68; y para la custodia de montes y campos, guardas, jurados o no, nombrados y pagados por un sólo propietario o por varios. «Los propietarios rurales (dice el Reglamento del ramo) pueden, siempre que lo crean conveniente, nombrar guardas para la custodia de sus propiedades y de sus cosechas o frutos, imponerles las obligaciones que estimen oportunas y asociarse unos con otros para este objeto, bajo las condiciones que entre sí convengan y pacten, sin que para nada de eso tengan necesidad de recurrir a ninguna autoridad ni obtener de ella la aprobación de sus convecinos»69.

11.º Derecho de prendar y retener.- Otro caso de apoderamiento y retención de bienes ajenos sin intervención de autoridad pública, es el del dueño o poseedor de una tierra respecto del ganado ajeno que sorprendiere haciendo daño o paciendo en ella sin consentimiento suyo. Ya el Fuero Juzgo autorizaba al que encontrase en su viña, miés, prado o huerto, caballos ajenos u otra clase de ganado, para encerrarlos en su casa, con obligación de avisar al dueño, a fin de justipreciar el daño con intervención de vecinos: la retención podía durar hasta tres días (lib.VIII, tít. 3, leyes 13 y 15). Según el Fuero general de Vizcaya, cuando algún ganado entra de día en panes, viñas, manzanales, viveros o huertas, el dueño de la heredad «puede encorralar y prendar los tales ganados, podiéndolo hacer y tomar las prendas hasta en tanto que sea pagado y satisfecho, o se le dé prenda que lo vala; y si no las pudiere encorralar porque le huyeron, en tal caso, con la dicha información y juramento, el dueño de los tales ganados se los dé y entregue para que los tenga encorralados, o prendas que lo valan, para que las tenga hasta que sea pagado...»70.

Los Estatutos y Ordinaciones de Montes y Huertas de Zaragoza autorizan a los «herederos» (dueños de heredades), como asimismo a sus hijos y dependientes, para prendar no sólo los ganados, sino que además las personas, que hallaren haciendo daño en cualquier clase de heredades, «aunque no sean suyas propias», recibiendo como recompensa y estimulo el dinero de la multa71. Un estatuto así equivale a declarar guardas de oficio a todos los labradores en general, como lo son hoy en algunos lugares, por ejemplo en Barbadillo de Herreros y en Bezares (Burgos)72. Por la facería que rige actualmente entre Sare (Francia) y Vera (España), los particulares de uno y otro concejo pueden pignorar bestias y hacer pagar la multa a los dueños, «cuando no tienen guarda jurado junto a si»73. Lo ordinario ahora en muchas provincias de España parece ser que la retención y custodia de los animales prendados, sobre todo siendo forasteros, se verifique en un local público, llamado «corral de concejo», a cargo de un funcionario especial, que lo es el guarda, el tabernero o el alguacil74.

12.º Derecho de constituirse libremente en concejos y cantones voluntarios para fines de cooperación.- Los concejos, lugares, pueblos, feligresías o parroquias de las provincias septentrionales de la Península -agrupaciones naturales de familias agricultoras y ganaderas, células elementales del cuerpo político de la nación-constituyen un vasto sistema de cooperación libre, ajeno de todo en todo a la ley, que desmembra sus atribuciones a los municipios de que legal y nominalmente forman parte, y que en cierta medida realiza el bello ideal de los libertarios75. El Estado español no las conoce: cuando sus autoridades gubernativas han tenido que pronunciarse acerca de ellas, les han negado jurisdicción, y hasta personalidad para comunicarse directamente con la Administración pública; les han negado facultad para reglamentar su policía, para publicar bandos, para imponer multas76; y, sin embargo, existen, florecientes y lozanas, y aun puede decirse que, en la jerarquía de organismos sociales que componen el variado cuadro de nuestra Constitución, esos son los únicos vivos y reales, los únicos que se han engendrado dinámicamente, en un concurso verdad de las voluntades individuales, los únicos que realizan de una manera eficaz, espontáneamente y sin sanción coercitiva exterior, el fin social de agrandar y robustecer la esfera de acción del individuo y su potencia moral y económica, mediante el auxilio constante, positivo y práctico que recibe de los demás de su agrupación, convertido en buena parte el trabajo individual aislado en trabajo cooperativo, en trabajo social. Mientras el municipio abstracto de la ley no da a sus gobernados más que derechos, policía, bandos, elecciones, presupuestos, contabilidad, papel, mucho papel, esa otra comunidad consuetudinaria, desdeñada por el legislador, regida autonómicamente por los individuos mismos que la componen, en forma de democracia directa77, les procura hierbas y pastor, semental y seguro, para su ganado, tierras y simiente para su labranza, huerto para su potaje, riego para sus prados, prestación vecinal, con la lorra y andecha, para sus labores, madera para sus edificaciones, combustible para su hogar, herrería para sus aperos, artefacto para su molienda, tienda acotada para su repuesto, médico para sus enfermedades, veladas y festejos para su esparcimiento, memorias y sufragios para su alma.

Verdadera asociación cooperativa de un género especial, el concejo típico rural, tal como ha salido elaborado de mano de los siglos, es así como una ventana con cristal ahumado abierta sobre el pasado, que nos permite contemplar en acción, más o menos borrosamente, el régimen agrario de las edades primitivas que ha suministrado el pan cuotidiano a sesenta generaciones de españoles en 2000 años; y es quizá, al propio tiempo, una puerta abierta sobre el porvenir que nos permite asistir en espíritu a una ciudad ideal, que no alcanzaremos nosotros, pero cuyos cimientos tenemos obligación de construir78.

En cuanto a las municipalidades que diríamos legales, regidas por Ayuntamientos, la ley Municipal reconoce a éstos el derecho de «formar entre sí y con los inmediatos asociaciones y comunidades para fines de seguridad, instrucción, asistencia, policía; guardería rural, construcción y conservación de caminos, aprovechamientos vecinales u otros servicios de índole análoga; las cuales serán siempre voluntarias, etc...»79.

13.º Derecho de trasferir su personalidad jurídica a otros individuos o a entidades sociales.- A diferencia de los Estados sociales, el Estado individual es fundamentalmente anorgánico: carece de órganos: es el individuo mismo, en la unidad e integridad de todo su ser, quien sirve de órgano o instrumento universal a todas las funciones de su vida, por tanto a las jurídicas, legislativa, ejecutiva, judicial y reguladora, sin posible división del trabajo ni de los poderes. Pero sucede que aun llegado a la plenitud de su desarrollo, la esfera de su actividad es siempre más reducida que la de sus fines, y por tanto que la de sus necesidades; y ya tiene que ejecutar a la vez una pluralidad de actos, ya personarse simultáneamente en diversos lugares, hacer valer un derecho no obstante hallarse ausente o impedido, etc. El conflicto se salva con lo que se ha llamado representación, mediante la cual el individuo transfiere a otra persona su poder (su capacidad de obrar) para que ejecute en lugar suyo, para él y bajo su responsabilidad, tales o cuales actos, los cuales, por eso, no son actos del representante, aunque materialmente los ejecuta, sino del representado.

Pues bien: en los términos del Código civil, el individuo puede transferir su personalidad jurídica a otro individuo, como asimismo a una entidad social, para tomar posesión de bienes y ejecutar toda clase de actos de dominio, hacer donaciones, comprar, vender, arrendar, prestar, tomar dinero a préstamo, hipotecar y pignorar, pagar cobrar, arrendar, desahuciar, y en general administrar, girar letras, depositar y retirar depósitos, partir herencias, transigir derechos, comprometer en árbitros y designarlos, litigar, prorrogar la jurisdicción a los jueces, ejecutar los propios contratos y el testamento, asistir a juntas, expresar el consentimiento en el matrimonio; hasta para nombrar apoderado y autorizar a su mujer a que lo sea...; todo ello sin traba ni limitación de ninguna especie, libremente, por la sola autoridad del individuo mismo representado, sin que poder alguno social tenga que intervenir, sin que la persona del mandatario tenga que ser pública...80.

Existe ya, como se ve, en nuestras sociedades un vasto sistema civil y político que se desarrolla fuera del alcance de la ley oficial, con entera independencia de los poderes nacionales, aunque compenetrado con ellos; toda una fisiología social y una biología muy diferentes de las que nos han sido enseñadas en las escuelas y han servido de patrón para construir históricamente la ciencia política. El individuo se halla menos ligado de lo que pensábamos, juzgando por las apariencias, a la ley social. Nada nos impide ser los legisladores de nuestra propia vida, regir nuestros actos por normas propias de derecho, permaneciendo extraños a la confusa balumba de la legislación y dejándola reducida a una estéril posibilidad sin aplicación presente para nosotros, y, por tanto, sin necesidad de conocerla81.

Urge sistematizar ese aspecto oculto de nuestra Constitución interna, no menos sustantivo ni menos necesario que el que conocemos y con el cual corre confundido; practicar un deslinde; desentrañar todo su contenido; restituirle cuanto resulte que verdaderamente es suyo, y al propio tiempo cultivarlo; todo, con desinterés y ánimo sereno, sin inclinarse por rutina y respeto a los siglos del lado del «autoritarismo», ni por pasión y ansia de novedades del lado de los «libertarios». Entonces se verá en qué tanto la doctrina del Estado individual, desarrollada y transportada a los hechos, puede brindar solución al problema de la ignorancia del derecho.

Mientras tanto, exploremos por nuevos rumbos, sin apartarnos ya del punto de vista tradicional y conservador: acaso la clave, o una de las claves, para despejar la incógnita o para descubrir carrera por donde despejarla, se encuentre en la teoría de la costumbre jurídica y de su relación con la ley con la soberanía y con la autoridad, planteada de primera intención, con lucidez admirable, por nuestros antiguos juristas y teólogos, oscurecida por los modernos y resuelta contra la razón y contra la historia por el art. 5.º del Código civil.




ArribaAbajo

- IV -

Unidad e identidad de ley y costumbre, las leyes se promulgan siempre ad referendum


En el siglo XVI, y en el XVII, y en el XVIII, los jurisconsultos y teólogos españoles se clasificaban, en orden a la soberanía ejercida o manifestada por vía de costumbre en dos grupos: uno no obstante su exaltado monarquismo, admitía la costumbre contra la ley, y era en el fondo más liberal que los liberales de nuestro tiempo; el otro condenaba la costumbre contra ley en nombre de sus principios absolutistas, y era más lógico que los liberales de nuestro tiempo. -Al primer grupo pertenecen Covarrubias, Azpilcueta Navarro, Escobar, Caramuel y otros, los cuales decían, y decían bien, que el soberano tiene su autoridad dependiente del pueblo, y que por esto no puede promulgar una ley sino a condición de que el pueblo la acepte, y que el pueblo puede legítimamente abstenerse de aceptar, o sea de cumplir una ley y desusar la que una vez aceptó. -En el segundo grupo, el grupo de los lógicos, figuran, con otros, Mujal y el Colegio de Abogados de Madrid en la antepasada centuria. Mujal era un catedrático catalán, de la Universidad de Cervera, y en una tesis que se hizo famosa, impugnando la legitimidad de la costumbre, razonaba así contra el grupo anterior de pensadores: «Introducir costumbre y constituir ley es una misma cosa dado que aquella tiene la misma fuerza que ésta: por consiguiente, los que pretenden que el pueblo puede en un Estado monárquico abrogar una ley por una costumbre contraria, no sólo suponen al pueblo potestad legislativa; suponen que esa potestad del pueblo es superior a la del soberano, y esto es absurdo, porque vale tanto como suponer que el inferior tiene potestad sobre el superior, tanto como suponer que una misma cosa es juntamente superior e inferior. Los que no ven este defecto de potestad en los pueblos sujetos a monarca, lo tienen en su entendimiento, o acaso en su voluntad, no queriendo verle.» -El Colegio de Abogados de la corte, en un escrito célebre, impreso a raíz de aquellas revueltas de 1766 que ensangrentaron las calles de Madrid, de Zaragoza y de algunas otras ciudades de la Península, preludiando la revolución que aún tardó algunos años en estallar en Francia, decía alarmado en una de sus conclusiones: «Sostienen no pocos escritores que las leyes y providencias, sean civiles o eclesiásticas, no obligan si no tienen la previa aceptación del pueblo; y tratándose de un Estado monárquico como el nuestro, ¿qué efecto podrá causar semejante doctrina, después de las turbulencias que acaban de pasar a nuestra vista?»

Nótese bien: el grupo de legistas y teólogos ilógicos pero liberales, opinaba que si bien el rey es el órgano de la legislación, el pueblo es el señor del derecho, por donde, sí una ley no le conviene, la desusa y se da otra a si propio en forma de costumbre: el segundo grupo de juristas juntaba en su doctrina dos virtudes que faltan en la doctrina de los modernos: era lógico puesto que sostenía que el pueblo no puede introducir costumbre contra ley en los Estados monárquicos absolutos, porque allí la soberanía reside en el rey, pero reconocía potestad en él para introducirla en los demás Estados donde la soberanía reside en el pueblo. Es decir, en conclusión, que todos los jurisconsultos, desde el siglo XVI hasta los albores del XIX, incluso Gregorio López, incluso Francisco Suárez, incluso Domingo Soto, incluso Mojal, incluso los Abogados del antiguo Colegio de Madrid, si vivieran hoy, admitirían sin reservas, aplicando su doctrina al régimen constitucional imperante, la costumbre contra ley y el derecho en el pueblo a no aceptar, a no cumplir, y en todo caso a desusar cualquier clase de leyes.

En nuestro siglo, aquella doctrina ha sufrido un retroceso de que es fuerza volver, sometiendo a nuevo análisis y revisión los conceptos da legislador y de legislado, súbdito y soberano, obediencia e inobedencia del derecho. Repárese de qué modo, los liberales de las dos últimas generaciones, amamantados en las ranciadades doctrinarias del año 30, han venido ostentando, y todavía ostentan, una personalidad doble, y cómo los esfuerzos de la Filosofía jurídica han de dirigirse lo primero a reducir esas dos personalidades a una sola: en cuanto políticos, proclaman la soberanía del pueblo; en cuanto jurisconsultos, la niegan, negando al pueblo la facultad de legislar en forma de desuso y de costumbre contra ley. Y como la soberanía declarada o reconocida en la Constitución no es más que una palabra; como la soberanía, donde tiene su eficacia es en la vida, es claro que, negándola en la vida, aunque la proclamen en la Constitución que es un papel, los liberales lo son sólo de aprensión, de hecho son absolutistas, sin más diferencia respecto de los devotos del régimen antiguo, que en vez de colocar la fuente viva, real, de la soberanía en un rey, la trasladan a su propia persona en su calidad de órganos del Estado oficial. Desorientados por la apariencia externa, diríase que ven las cosas a través de una lente biconvexa: «Yo soy Diputado a Cortes, yo soy Senador del Reino, yo soy Ministro de la Corona: por consiguiente, soy legislador, y, siendo legislador, claro está, soy soberano: el pueblo está ahí para obrar como yo disponga, y para cambiar de dirección y de conducta cuando a mi me plazca; si no hace caso de mi ley, de mi reglamento o de mi real orden, es que me desobedece, y debo compelerle y extirpar la regla que ha osado estatuir enfrente de la mía, sin mi conocimiento y contra mi voluntad.»

Pues bien: este razonamiento será exacto invirtiéndolo: «Tú, Diputado, Senador, Ministro, eres el súbdito, y el pueblo el soberano: derecho positivo que verdaderamente sea derecho, no hay otro que aquel que el pueblo dicta expresamente en sus hechos al Ministro o al Diputado, o el que el Diputado o el Ministro saben adivinar en las elaboraciones más o menos calladas de la opinión: si el pueblo crea una costumbre «fuera de la ley», es que su órgano para la función de legislar se distrajo y no vio que exista allí una necesidad demandando plan, regla, para satisfacerse; si el pueblo crea una «costumbre contra ley», es que el legislador, por distracción, por precipitación o por soberbia, no comprendió la naturaleza de la necesidad o no quiso comprenderla, y le impuso una norma que no le era adecuada, que le venía ancha, que le venía estrecha, o que le era enteramente exótica. Y en ese caso, no digamos que el pueblo ha sido infiel a la ley, sino que el legislador ha sido infiel al derecho: no es el pueblo quien desobedece al legislador, es el legislador quien desobedece al pueblo, único soberano. Ni siquiera hay, en realidad, costumbre según ley, fuera de ley y contra ley, conforme a la añeja distinción de los juristas y de los leguleyos; lo que hay es ley según costumbre, fuera de costumbre y contra costumbre, y lo que se debe indagar es cuál de estas tres categorías de ley es la legítima, caso de que alguna lo sea. Siempre que el problema se ha planteado desde el punto de vista de la ley considerada como fuente primordial, como fuente normal y regular, y, en una palabra, como tipo, para decidir a cuál especie de costumbre reconocería carácter de derecho positivo y a cuál no, la multitud se ha llamado a engaño, apresurándose a rectificar: «Tengo el honor, oh pueblo; de presentarte a la costumbre..,» «¿Y a ti, quien te presenta, oh legislador? ¡Si soy yo, yo el pueblo, yo el soberano, hoy lo mismo que ayer, en el régimen constitucional como bajo el régimen absoluto, quien debo presentártela a ti para que la acates y reverencies y te guíes y gobiernes por ella!»

El legislador no tiene derecho a mandar aquello para que el pueblo explícita o implícitamente no le autoriza, y seguramente que no le había autorizado para mandar lo dispuesto en una ley que el pueblo no cumple o deja caer en desuso. El legislador es un representante, es un órgano, es un criado, es un escribiente, es una mano que escribe al dictado del pueblo: cuando esa mano, cuando ese escribiente se rebela y escribe cosa distinta de lo que dictó su amo, lo he dicho ya, el amo se llama a engaño y niega su firma y su sanción a lo escrito, ni más ni menos que lo que ese mismo legislador como persona privada hace con sus amanuenses, secretarios o apoderados cuando exceden el límite de los poderes que les confirió, cuando por negligencia, por ignorancia o por malicia interpretan mal sus instrucciones, su dictado, su voluntad. Se les estaría bien a los tales, y sería para ellos de gran enseñanza y motivo de reaccionar, que un día su ayuda de cámara les reconviniese y conminase por desobedientes, diciéndoles: «A mí me ha parecido, señor, que dormiría usted mucho mejor, libre del estruendo de la calle y del acceso de los microbios patógenos, debajo de los colchones, los cuales, además, amortiguarían el golpe de las vigas y del cascote si un día viniera a desplomarse el techo: por eso le puse allí las sábanas; pero observo que todas las noches se acuesta usted encima, creando una costumbre contra ley: es usted un desobediente, y voy a imponerle una multa». No se tome a exageración: cuando en 1863 se tropezó con el inconveniente de que la ley Hipotecaria no se adaptaba bien ni podía aplicarse a la propiedad territorial tal como ésta se halla constituida en las Provincias del Noroeste de la Península, ¿qué hizo la Comisión de Códigos? ¿Renunciar a la ley? ¿Reformarla? No; decidir la contienda a favor de la Gaceta contra la realidad; declarar perfecta la ley y defectuosa la Constitución de la propiedad, e imponer aquélla a ésta como un pie forzado para que a su presión se modificase, hasta encajar cumplidamente en sus moldes82; repitiéndose el caso de aquel bebedor a quien rechazaban por falsa una moneda porque sonaba a plomo al ser batida para contraste contra el mármol del mostrador: «No, decía él; mi peseta es legítima: el falso es el mármol.»

¡Y luego nos reímos de aquellos pobres negros de Guinea, que, cuando uno enferma, le aplican el fetiche, y si a pesar de eso no se cura, culpan, no al fetiche, sino al enfermo, que deja desairado y en evidencia el poder de la divinidad, y en desagravio de ésta... estrangulan al enfermo!

Consiste esto en que el liberalismo no ha dejado todavía los andadores de la infancia, que no se ha movido aún del lugar en que lo dejó hace más de medio siglo Donoso Cortés, aquel ilustre doctrinario, que aventajó en brillantez de concepción al mismo Guizot y Perier, inventores del sistema. Lo mismo que él, siente aversión a la llamada soberanía del derecho divino, considerándola atentatoria a la dignidad del hombre; pero no se decide a reemplazarla por la soberanía del pueblo, al menos activa, porque la encuentra destructora de esa uniformidad militar que le seduce, y discurre sustituirla por una coparticipación de lo más original que se ha inventado en la historia. Tú, pueblo, y yo, legislador, ejerceremos mancomunadamente la soberanía: teóricamente, ésta residirá en ti, y nada más que en ti; pero a condición de que sea yo, y nada más que yo, quien la ejerza; o, más claro: cada año la ejercerás tú un día, el día de las elecciones, y yo los trescientos sesenta y cuatro días restantes. Y con efecto, el día de las elecciones se le pone al pueblo manto de púrpura en la espalda, corona de oro en la cabeza: el aspirante a legislador, postrado de hinojos delante de él, proclámale Caesar, rex sui juris, lo agasaja y adula, agotando el manual del perfecto corte sano; solicita de él como un favor la carga de servirle de balde. Pero cayó la papeleta, como si dijéramos el cetro, en la urna, y se acabó la soberanía: el diputado, el senador, el ministro, desciñen al pueblo la corona, echan una losa sobre su voluntad, le mandan como a un recluta, llévanlo al Calvario del Congreso, lo crucifican a discursos y a leyes imperativas y le condenan por desobediente y mal criado si se permite tener opinión sobre lo que más le conviene y traducirla en un desuso, o en una costumbre, o en un «se obedece, pero no se cumple». Y esto, no así como quiera, sino con inri; en un país donde el vicio del sistema no es siquiera el que Gladstone denunciaba en Inglaterra, la gerontocracia, el gobierno por los viejos, sino al revés, la paidocracia, el gobierno por los niños, en que el Parlamento ha degenerado en un lugar de juego, adonde los muchachos que no tienen aptitudes o gusto para el estudio o para el trabajo van a divertirse impíamente con el país, convertido en sistema, por culpa de hombres que se proponen pasar a la historia con fama de serios, en una especie de candoroso Jesús apartando a los electores de las urnas y diciéndoles con bondad infinita: Sinite parvulos venire ad me!

No, no es su soberanía lo que el pueblo transfiere por el hecho de votar a tal o cual vecino o ciudadano el día de las elecciones: como no renuncia ni suspende su capacidad jurídica ni su facultad de obrar el individuo cuando confiere poder a uno de sus amigos para que obren por él y le representen en determinados actos, juicios, ventas, transacciones, cobros, casamientos, licencias, donaciones, actos de conciliación, etc.: nombra concejales, diputados, senadores, para que se constituyan en órganos suyos de expresión, intérpretes de su conciencia jurídica, y la traduzcan en normas prácticas apropiadas a la satisfacción de las necesidades que el derecho toca satisfacer, pero conservando íntegra y en ejercicio su personalidad, y por tanto su potestad soberana que es inalienable, y con ella el poder de iniciativa para legislar directamente por sí, y, dicho en términos más generales, para elaborar en persona derecho positivo. En esto no cabe ya dudar: donde la duda podría suscitarse es en la tesis contraria: si no será única, por ventura, en cuanto al contenido de la ley, la iniciativa social, debiendo el legislador limitarse a ser el artista y como retocador de las elaboraciones consuetudinarias de la colectividad; o podrá, por el contrario, dicho legislador oficial pensar también por sí, ponerse alguna vez delante.

Así planteada la cuestión, lo primero que la realidad me ofrece tocante al contenido jurídico de las leyes, es un doble género o una doble manera de ellas.

En unas, el legislador ha recibido ese contenido elaborado ya, tomándolo de tradición oral, de los actos y contratos escritos, de las declaraciones de los ancianos, y, en una palabra, de la vida común, y se ha limitado a depurarlo y ordenarlo, a concertar sus diversos miembros, a darle una expresión concreta en el lenguaje. Sirvan de ejemplo las Observancias de Aragón y los Fueros de Vizcaya; y reducido el caso a una regla suelta, el llamado fuero de Baylio. La villa de Alburquerque pide al Rey en 1778 que sancione cierta costumbre de derecho civil, llamada «de la mitad», que rige en ella desde su fundación por Alfonso Téllez: abre el Rey una información, y se acredita que, con efecto, la tal costumbre es observada no sólo en Alburquerque, sino también en Jerez de los Caballeros y en todos los valles de su comarca, mediante lo cual se la sanciona y aprueba por una Real Cedula para mientras el pueblo no cambie de modo de pensar: Entendiéndose tal aprobación (dice) «sin perjuicio de providenciar en adelante otra cosa si la necesidad y transcurse del tiempo acreditase ser más conveniente que lo que hoy se observa en razón del citado fuero, o lo representasen los pueblos...»83. -El caso general de Vizcaya es también muy característico. En 1526 reuniese según costumbre, bajo el árbol de Guernica, la Junta general del Señorío, con objeto, entre otros, de reformar y relabrar el antiguo Fuero consuetudinario de la tierra llana, a causa de haber en él «muchas cosas que al presente no hay necesidad de ellas, y otras que de la misma manera, según curso del tiempo y experiencia, están superfluas y no se platican; y otras que al presente son necesarias para la paz e sosiego de la tierra, e buena administración de la justicia, se dejaron de escribir en el dicho Fuero e se usan e platican por uso y costumbre; e a las veces sobre lo tal hay pleitos, e reciben las partes mucha fatiga e costa en probar como ello es uso e da costumbre e se guarda, y eso mismo en probar como las otras leyes que en dicho Fuero están escritas se usan e se platican, etc.» La junta dio comisión a catorce personas de letras y de ciencia y de conciencia, especialmente versadas en el fuero viejo y en el derecho popular, para que seleccionaran de aquél lo que estaba todavía vivo, quitando lo superfluo, desusado y caduco, y escribieran lo que se tenía sólo por práctica sin haber alcanzado nunca el beneficio de la escritura. Fruto de la labor de estos comisionados fue el material positivo que una nueva Comisión de dos personas sistematizó en una compilación, ordenándolo por títulos y por capítulos. Su proyecto fue sometido a los diputados y corregidores de la junta y revisado y aprobado por ellos, se remitió a la confirmación del Rey, quedando sancionado como ley en 152784.

En otras, el contenido de la ley no ha preexistido a ésta, no es un contenido consuetudinario; dimana, lo mismo que la forma, directamente del legislador oficial. A éste ha correspondido la iniciativa. Pero ¿la iniciativa de qué? Esa regla que él ideó y a que ha revestido de un cuerpo visible, ¿es de por sí la ley, y se ha producido ésta, por tanto, sin el concurso directo y personal de la sociedad? Eso parecía, y por tal apariencia se han dejado engañar los modernos, a causa de haber desertado el campo que dejaron removido y sembrado y en aptitud de dar mucha y muy sazonada doctrina filósofos, teólogos y legistas de las últimas cuatro centurias, discípulos fieles de una tradición sana, positiva, naturalista que va desde la Política de Aristóteles85 hasta el Decreto de Gratiano86, pasando por los Digestos de Juliano87. Admitido por ellos que la aceptación por parte del pueblo, o dígase de la sociedad, es un elemento esencial de la ley, sin el cual no llega ésta a serlo nunca, derivábanse lógicamente los siguientes corolarios: que en este segundo género de leyes intervienen los mismos dos factores que en el otro, salvo el orden, que es inverso; que también en éstas el contenido es popular, pues de no serlo, no llegan a ser leyes; que lo que el legislador decreta no es propiamente ley, por más que en el uso vulgar le demos este nombre, sino proyecto de ley, o si se quiere «proposición de una-costumbre», que el legislador, como ministro ponente del pueblo, somete a su aprobación; que sólo a condición de que el pueblo la sancione, expresamente con su voto, o tácitamente acomodando a ella sus actos, adquiere naturaleza de derecho positivo, viniendo a ser ley, ley viva, ley positiva, como deja de serlo en el instante en que el pueblo deja de usarla; y en suma, que las reglas emanadas directamente del legislador para que las cumpla el pueblo (un consejo, una comarca, una nación), el legislador las promulga siempre, tácitamente, ad referendum.

Los términos en que proclaman tal doctrina los aludidos tratadistas de nuestra nación, no pueden ser, más categóricos. «Leges non receptae ab initio vel postea desuetudine sublatae, non obligant», dice Diego Covarrubias, presidente del Consejo de Castilla y obispo de Segovia en tiempo de Felipe II88. Lex ante quam recipiatur, saltem per majorem partem civitatis, cujus pars transgressor, non ligat, añade Martín de Azpilcueta (a) Navarro o el doctor Navarro, invocando la autoridad de los Digestos de Juliano y fundándose en diversas presunciones, de las cuales tienen positiva importancia estas dos: que el príncipe promulga las leyes con la condición, por lo menos tácita, de que los súbditos las acepten89; y que los primeros que no las aceptaron, esto es, que se abstuvieron de cumplirlas, habían ignorado su existencia90. «Legem vero non acceptatam esse invalidam ostenditur, quia Superior habet auctoritatem dependentem a populo, qui censetur illi pro tunc nullam concedere»; así discurre Caramuel en su comentario a la Regla de San Benito91, añadiendo que la aceptación de la ley por los súbditos ha de ser libre, pues en otro caso, ni aun aceptada les obligaría92. El italiano Daniel Concina, de la Orden de Predicadores, halló aquí nueva ocasión para mostrar una vez más su animadversión a los casuistas laxos, entre los cuales distinguía particularmente a nuestro Caramuel, y que le ha valido tan enconados ataques de parte de la Compañía. En el tratado que escribió sobre derecho natural y de gentes contra Puffendorf, Barbeyrac, Vhomasio, Wolf, Hobbles y otros, impugna la tesis del teólogo español diciendo que esa doctrina que erige al pueblo en árbitro y definidor de la justicia o injusticia de las leyes, es anárquica y falsa y hace escarnio del oficio y de la dignidad del príncipe93. En iguales términos el fogoso y agresivo dominico rebate a Gregorio de Valencia, diciendo que aquella proposición suya en cuya conformidad el príncipe no puede decretar leyes sino con la condición «si populus acceptaverit», es incompatible con todo género de gobierno, y se halla condenada por el papa Alejandro VII94. Y eso que Valencia no admitía, como Caramuel, que los príncipes deriven del pueblo la potestad de legislar: la razón de requerirse el consentimiento del pueblo para la validez de la ley estriba, según sus principios, en que uno de los requisitos esenciales de ella, sin el cual no sería justa, ni tanto ley, es que sea conveniente (utilis), y en el mero hecho de repudiarla los súbditos se acredita que carece de esa condición: «Lex humana, quae a subditis non acceptatur, hoc ipso videtur esse inutilis, atque adeo caret una ex conditionibus requisitis ad justitiam legis humanae, ut supra puncto tertio docuimus»95. Sobre este argumento de su cosecha, aduce otros dos: primero, el de Sylvestre y Azpilcueta, que las leyes no son promulgadas para que obliguen sino en el caso de que el pueblo las acepte, que es tanto como decir que antes de esa aceptación son meras proposiciones de ley que el príncipe somete a la colectividad; y segundo, aquel otro perentorio de Gratiano, según el cual, puesto que la ley puede ser abrogada por una costumbre contraria del pueblo, es que su fuerza depende de la aprobación y consentimiento de éste96.

El P. Antonio Escobar, jesuita también, entre los seis requisitos que dice han de concurrir en la formación de una ley, incluye el de que sea recibida en el uso, pues sin eso carecería de fuerza de obligar, dado que sólo con esa condición se promulga: Lex usu non recepta vi caret, quamvis sit auctoritate principis constituta, et legitime promulgata...97 quia Principes semper promulgant leges dependenter ab acceptatione subditorum, nec illos aliter intendunt obligare98. -Entre los autores que comulgan en esta doctrina, cuenta Escobar al doctor «eximio», Francisco Suárez, autor del memorable Tractatus de legibus. Principia éste distinguiendo muy lógicamente entre Estados regidos por una Constitución democrática, y Estados donde la soberanía no reside en el pueblo. Respecto de los primeros, en que el soberano (supremus princeps) lo es la misma colectividad social (tota respublica; populi universitas), ni siquiera se le ocurre poner reparo a la tesis de Navarro, Covarrubias y demás juristas, como no sea en el sentido de que la promulgación y la aceptación se confunden necesariamente en un solo acto, siendo una misma persona (el pueblo soberano) quien promulga y quien acepta99; pero tocante a los segundos, ya no vacila en afirmar que tal aceptación es innecesaria, llevando la ley en sí propia toda su eficacia. «Allí, dice, donde el régimen no es democrático, por haber transferido el pueblo de un modo absoluto e incondicional su soberanía (suprema potestas) a un príncipe sea éste un solo individuo, como en la Monarquía, sea un Consejo de nobles, como en la Aristocracia, sea un Cuerpo mixto, v. g. el Dux con un Senado, el Rey con un Parlamento100-, aquel requisito no procede, porque en tal caso, el poder de legislar reside en ese «príncipe», no en el pueblo, y con la potestad de legislar, la facultad de obligar al pueblo a la aceptación y cumplimiento de lo legislado101. Todavía, sin embargo, en esta hipótesis, su genio, sincero pero irresoluto, le hace admitir tales excepciones, que en el fondo invalidan toda su tesis y son bastantes para alarmar al liberalismo doctrinario de Paul Janet, en cuyo sentir «introducen un principio interno de destrucción en la sociedad, una verdadera anarquía en el Estado»102. No obliga, según él, en conciencia la ley sin esa previa aceptación, y es lícito abstenerse desde el primer instante de guardarla y cumplirla: primero: cuando es injusta porque, en tal caso, excede la potestad del legislador, y aun aceptada no obligaría; segundo, verosímilmente, cuando el pueblo la encuentra demasiado gravosa (dura et gravis), porque entonces ha de presumirse que el príncipe no la promulgó con absoluta intención de obligar a su cumplimiento, sino como una probatura, para experimentar la acogida que tendría en la opinión cum intentione solum experiendi, quomodo talis lex a populo recipiatur; tercero, cuando además de no ser obedecida por la mayoría del país, el desorden nacido de su observancia amenaza con una revolución, porque entonces, su cumplimiento por parte de los menos no reportaría ya ningún provecho a la colectividad: cuando non solum non servatur lex a majori parte populi, sed etiam ejus observantia perturbationem generat in republica cum periculo seditionis vel scandali: tunc en immerito excusabuntur particulares personae, quia jam talis observantir non esset utilis communi bono, et princeps ipse tenebitua tunc legem tollere, saltem propter majora mala vitanda 103. -No difiere apenas de ésta la doctrina enseñada actualmente en nuestros Seminarios104.

A la misma conclusión de Navarro, de Covarrubias, de Cano, de Valentia, de Escobar y- Mendoza, de Sa Miranda, de Caramuel, ha llegado en sus admirables análisis, tan luminosos y fecundos, el esclarecido renovador de la Filosofía del Derecho en nuestros días, Giner de los Ríos: «Nada más lejos de la realidad (dice) que la concepción abstracta, tan extendida todavía, de la omnipotencia de la ley, como declaración de una voluntad soberana que, desde la cumbre del poder impone a los súbditos, quiéranlo o no, tal determinada regla de conducta. Antes, en verdad y de hecho, no es la ley sino una como proposición que dichos poderes presentan a la sociedad, y cuya fuerza depende de que ésta la acepte, o no. El hecho de rehusar la sociedad entera su asentimiento a una medida legislativa, es la prueba más concluyente de que el legislador ha errado al interpretar las necesidades jurídicas de su pueblo. Y como la satisfacción de estas necesidades es el único fin de la ley, justo es que la última sanción corresponda al que en ella está directamente interesado, a aquel para quien, y en nombre de quien, las leyes se hacen: al pueblo mismo. La forma negativa de esta sensación es el desuso, contra el cual resulta impotente la voluntad más firme y decidida de los agentes del poder: como, a su vez, la introducción de un uso contrario deroga positivamente también la ley por ociosa e inútil»105.

Principio tan íntimamente ligado con la teoría del «desuso», no podía escapar a la penetración de Savingy; y con efecto, percatose de él, aunque no lo bastante para que le decidiese a tratarlo de propósito, con la extensión que su gran importancia demandaba. «Sin duda ninguna (dice), la palabra desuetudo envuelve a las veces un hecho que no tiene nada de común con el derecho consuetudinario: me refiero a la no aplicación de una ley durante un largo espacio de tiempo por falta de materia para su aplicación. Este hecho negativo no expresa ninguna convicción de derecho ni establece ningún derecho consuetudinario. Pero si habiéndose presentado los casos previstos por la ley, se hubiese prescindido de servirse de ella, ese abandono de la ley hecho habitual, sería tan eficaz para abolirla como si una costumbre positiva la hubiese sustituido por una regla contraria»106.

Acaso haya quién encuentre baldía la teoría, por falta de aplicación, no concibiendo un Estado regular en que el Poder social; con sus declaraciones y preceptos, vaya por un lado, y el pueblo con sus prácticas por otro diferente, sin vínculo orgánico ni comunicación, cuánto menos compenetración, de uno con otro. Y, sin embargo, cosa rara, no es lo difícil encontrar casos prácticos de esa desarmonía o de ese divorcio entre el soberano oficial y los súbditos; lo que se encontraría difícilmente es lo contrario: un período o momento de la historia jurídica de la nación en que los cuerpos legales que se nos dan por vigentes en él hayan regido de hecho, en que la multitud los haya guardado y vivido. Hemos visto la inobediencia o no aceptación de las leyes autorizadas, desde el punto de vista de la razón por eminentes doctores y teólogos españoles de los siglos XVI y XVII. Pues bien: nadie diría sino que todos ellos habían calcado la doctrina sobre los hechos que la vida real a toda hora les ofrecía. Cuando se analiza la vida interna de la nación en aquellas dos centurias, particularmente la de su legislación, no tarda en formarse la impresión de una sociedad sin Estado, o si se quiere, de un Estado de papel, vacío de todo contenido, en que el monarca y el pueblo se disputan calladamente la soberanía y la ejercen ambos a la vez, no armónicamente y de concierto, sino en oposición y por vía de resta: el primero, escribiendo sus tablas de preceptos y declaraciones y notificándoselas pomposamente, cual desde otro Sinaí, al pueblo; el pueblo oponiéndoles su veto pasivo, negándoles su sanción. Oígase a Felipe II en 1593, a Felipe II en 1610:

«Como quiera que para el buen gobierno y administración de justicia destos nuestros Reynos se han proveído y promulgado diversas leyes y pragmáticas, cuya observancia ha sido y es muy importante y necesaria, y no la han tenido como conviene, lo cual ha procedido así del poco cuidado que de su execución y de las penas por ellas impuestas han tenido las nuestras justicias, como de haberse usado de diversos medios e invenciones para defraudar lo por ellas proveído; de que, además de haber sido Nos deservido, han resultado grandes daños e inconvenientes, que requieren breve y eficaz remedio; y habiéndose conferido y platicado sobre ello en el nuestro Consejo y con Nos consultado, fue acordado que debíamos mandar y mandamos por esta nuestra ley y pragmática sanción, la cual queremos que haya fuerza y vigor de ley como si fuese fecha y promulgada en Cortes, que de aquí adelante se guarden las leyes contenidas en los nueve libros de la Recopilación de las Leyes destos Reynos...»107. El resultado fue igual en ambas ocasiones: la nación ni siquiera leyó el recordatorio, y las leyes y pragmáticas recopiladas quedaron lo mismo que antes, sin más imperio que el del papel en que habían sido registradas: en el siglo siguiente, Felipe V se cansó de combatir contra el desuso y la no-aceptación, echando en cara a sus súbditos doscientos años de inobediencia: «Todas las leyes del Reyno que expresamente no se hallan derogadas por otras posteriores (decía en 1714) se deben observar literalmente, sin que pueda admitirse la excusa de decir que no están en uso pues así lo ordenaron los Señores Reyes Católicos y sus sucesores en repetidas leyes y yo lo tengo mandado en diferentes ocasiones; y aun cuando estuviesen derogadas, es visto haberlas renovado por el decreto que conforme a ellas expedí (tít. III, ley 1.ª), aunque no las expresase; sobre lo cual estará advertido el Consejo, celando siempre la importancia de este asunto»108. -Igual oposición entre el Rey y las Cortes, entre las Cortes y el país, manifiesta en la insistencia con que se reproducen unos mismos capítulos y unas mismas peticiones109 en todas las legislaturas, durante más de un siglo sin interrupción, señal de que no se cumplían. Es un combate sin tregua, que se prolonga de centuria en centuria a través de toda la historia, entre el legislador y sus pseudo-leyes de una parte, y la repudiación o no aceptación del pueblo por otra.

Resumiendo los juicios expuestos: en el mandato, poder o delegación que el legislador tiene del pueblo, no está comprendida la facultad de decretar aquellas leyes que ese su soberano recusa o repudia en sus actos, por cuya razón son nulas y de ningún valor ni efecto: adolecen de defecto de potestad; no son tales leyes. El producto de la iniciativa del pueblo es una regla sustantiva de derecho, la costumbre, que lleva en sí misma su propia sanción, sin que necesite de ningún otro complemento o consagración de parte de nadie para regir, como rige, desde el instante mismo de su formación; pero el producto de la iniciativa del legislador no es una regla práctica y positiva, llamada ley, aplicable desde luego a la necesidad que con ella se trate de satisfacer, porque el legislador no tiene potestad propia, porque su potestad es delegada: el producto de su iniciativa es una mera proposición, que, antes de elevarse a ley y obligar como tal, necesita ser aprobada, prohijada, refrendada por el pueblo. Si en esa proposición que se da como ley, el legislador se ha hecho intérprete de algo que, sin ser precisamente costumbre, expresa una convicción o una aspiración de la generalidad, o condensa y da cuerpo a un estado difuso de la opinión, equivalente a una costumbre, el pueblo se reconoce en ella, la hace suya, et lex facta est. Cuando el legislador, apoderado de la fuerza, usurpando su autoridad al soberano, pretende imponer a éste sus creaciones subjetivas, poniéndole el alias de súbdito y llamándose a sí propio autoridad, invierte los papeles, perturba el orden natural de la vida de las sociedades, comete acto de tiranía; y todo, para no lograr a la postre, aun en el caso más favorable (cuando la contienda entre «la fuerza y el derecho» no se desenlaza en una revolución), que abarrotar las bibliotecas y las aulas con montañas de pergamino y de papel, exhibiendo sus solaces jurídicos decorados con nombres pomposos, pragmáticas-sanciones, Reales provisiones, autos acordados, o simplemente leyes, reglamentos, circulares, constituciones, decretos, ordenanzas, ordinaciones u ordenamientos, Reales órdenes, bandos, instrucciones, códigos y recopilaciones, obedecidos pero no cumplidos, y de los cuales podría decirse lo que con menos razón decía Valerio Martial de los libros de un escritorzuelo de su tiempo: «Dícenme, Caio, que te alabas de que escribes libros, pero no es verdad, porque escribir libros que nadie lee, no es escribir libros.» ¡También, promulgar leyes que nadie cumple; no es promulgar leyes!

Vengamos ahora al procedimiento.

Sentado que las leyes derivan su fuerza de la sanción directa y personal del pueblo (communitas), nuestros tratadistas hubieron de preocuparse de la forma en que el pueblo había de expresar ese su consentimiento y aceptación, o por el contrario su veto.

Existe en el Digesto un precioso fragmento de Juliano, insigne jurisconsulto del siglo II, consejero de Adriano, de Antonino Pío y de Marco Aurelio, que puede decirse crítico y constitucional en esta nueva orientación de la ciencia de las fuentes del derecho cuya importancia empezamos ahora a entrever. «No sin razón -dice- la costumbre inmemorial se guarda como ley, y es el derecho que decimos introducido en los usos; pues no obligándonos las leyes sino a título de haber sido recibidas por el consentimiento del pueblo (judicio populi receptae), con igual razón han de obligar a todos aquellas a que el pueblo prestó su aprobación sin consignarla por escrito; porque ¿qué más da que el pueblo declare su voluntad expresamente, votando o implícitamente por prácticas, por hechos? Nam quid interest suffragio populus voluntatem suam declaret an rebus ipsis et factis?110. En este texto se inspiró Gregorio de Valencia para concluir que el pueblo puede significar su aprobación o aceptación de la ley en una de estas tres maneras: de palabra, por escrito y tácitamente por obra111. En parecidos términos, aunque tal vez con alguna mayor precisión, Escobar; «Porro lex dicitur usu recepta, et acceptata, quando non unus vel duo eam recipiunt, sed major pars communitatis eam recipit, gerendo quod lex praecipit, aut illam approbando verbo vel scripto, aut illam non rejiciendo»112. De estos dos métodos fundamentales (aprobación o desaprobación tácita, en acción; aprobación o desaprobación expresa y reflexiva, mediante voto), únicamente el primero ha estado consagrado antes de nuestro siglo en la constitución interna de los pueblos. A Suiza corresponde el honor de haber introducido osadamente el segundo en su Constitución escrita y acertado a sortear algunos de los obstáculos con que una novedad de tanto bulto tenía necesariamente que tropezar y tropezará seguramente durante mucho tiempo. A partir de 1845 (Vaud) y 1846 (Berna), y sobre todo desde la reforma de 1874 sobre el derecho de iniciativa de los electores, la formación de la ley consta allí de dos tiempos: primeramente, el Gran Consejo o la Asamblea legislativa del cantón formula el proyecto, o acepta y hace suyo el que le es presentado por un cierto número de ciudadanos: después lo somete a la aprobación del pueblo, en una votación semejante a la de nuestras elecciones. Este derecho de sanción y veto directo del pueblo suizo es lo que se designa ahora con el nombre de referéndum. El no equivale al incumplimiento o no-aceptación y al desuso en la práctica y en la doctrina de nuestro país, diferenciándose nada más en que aquél es deliberado y expreso, al paso que éstos son tácitos, espontáneos y ordinariamente inconscientes, obra no del solo cuerpo electoral, sino de la colectividad entera, y, por tanto, más directos, y consiguientemente más orgánicos113.

El sistema legislativo del referéndum es un como eslabón intermedio entre la democracia directa del tipo de la «landsgeminde» suiza (Glaris, Appenzell, Unterwald, Uri), del tipo del «town» norteamericano (Nueva Inglaterra, Massachussets) y el régimen parlamentario del tipo británico, que teóricamente es también el nuestro. En la democracia directa, la consulta o sumisión al pueblo que el referéndum significa es innecesaria, porque el cuerpo de electores que había de aprobar o repudiar la ley propuesta por una Comisión o Asamblea legislativa es la Comisión legislativa misma, elabora el proyecto y lo aprueba o hace ley simultáneamente, en un solo acto; o si existe referéndum éste es interior, como un mero trámite en el proceso de dicha elaboración y sanción, según acontece en España.

Esa forma de gobierno directo, en que los ciudadanos ejercen personalmente la soberanía, sin el intermedio; de ningún mandatario o intérprete, regidor, concejal, ayuntamiento, diputado, etc., ha sido general en nuestra Península, aplicada a la gobernación de los municipios114, y sigue rigiendo, según antes insinué, en los lugares, pueblos o parroquias que no forman por sí solos municipalidad, de gran número de provincias de la Península, especialmente las septentrionales. La jurisdicción que compete por costumbre a la asamblea general de vecinos (llamada también concejo de vecinos, o sencillamente concejo), es tan varia en su límite, como la del Estado nacional, abarcando todas las funciones de la vida pública: es asamblea legislativa (formación de las Ordenanzas y revisión anual del «libro del pueblo», que es decir, modificaciones y adiciones a las Ordenanzas, cuando éstas y el libro corren separados); es ejecutiva (acuerdos semanales para la aplicación circunstancial dispuesto o acordado en el libro del pueblo sobre trabajos cooperativos, aprovechamientos comunales, repartos de tributos, compatibilidad, etc.); y es judicial (absolución o condena de los acusados por el guarda como infractores de las Ordenanzas, del libro del pueblo y de los acuerdos semanales, o imposición de multas en su caso). Aquí he de concretarme al procedimiento seguido por el consejo de vecinos en cuanto asamblea deliberante, que es lo que interesa más particularmente al objeto de la presente disquisición.

Según algunas ordenanzas inéditas que tengo a la vista115, pertenecientes a Casomera, Pino, Llamas y Cabañaquinta, pueblos del municipio de Aller (Asturias), reuníase el concejo o asamblea de vecinos, convocados a campana tañida, con objeto de nombrar una comisión de cuatro vecinos, ordinariamente ancianos y que habían ejercido la regiduría, para que declarasen las costumbres observadas en el gobierno de la localidad, cuyo traslado escrito se había perdido o se había deteriorado y hecho ilegible, o bien «para añadir a dichas Ordenanzas los capítulos que convengan para el régimen de esta parroquia, sin perjuicio a los lugares comarcanos». Citábase a éstos para que, si lo tenían a bien, mandasen dos delegados cada uno, los cuales se agregaban a la Comisión. Reunida ésta, bajo la presidencia del Juez ordinario del concejo (municipio) por S. M., iban los dichos ancianos declarando por ante el Escribano las costumbres que se observaban en el lugar sobre el nombramiento de fieles regidores, avecindamiento de forasteros, contabilidad de los fondos del pueblo, arreglo de caminos, nombramiento de soteros o guardas, pesas y medidas, remate de la taberna y obligaciones del tabernero, pastos y ganados, reparación de los molinos y sus presas, prendadas, cotados y cierros, rompimiento de las vegas, elección de toros padres, traslación de ganados a los puertos, disfrute de sierras, entrada de ganado en los castañares, corta de leñas y robles, contagios de ganados, cultivos obligatorios, policía de calles, casas, ríos, fuentes y acequias de riego, depósito de ordenanzas, etc., etc. Seguidamente, convocábase de nuevo a los vecinos en concejo, por el medio acostumbrado de la campana; y a presencia de todos, el Escribano daba lectura, en alta voz, de cuanto la Comisión le había dictado, «por si tenían que añadir o quitar». Enterado ya el concejo, procedíase a votar: y se lee en la relación oficial del acto: «los vecinos dicen a una voz las consienten (las Ordenanzas) en todo y por todo y quieren y consienten se guarden y cumplan como en ellas se contiene»; o bien: «ninguno fue contra ninguno de dichos capítulos y constituciones, consintiéndolos y dándolos por bien hechos, excepto Lope Díez el viejo, que dijo no ser costumbre hablar con tanta cortesía al fiel ni quitársele la montera». Sobre esto, el juez interponía su autoridad, aprobando las tales Ordenanzas para que valiesen e hicieran fe donde fuesen presentadas, en juicio y fuera de él; se daba un traslado a los fieles regidores, y la matriz pasaba al protocolo del Escribano, como un auto o escritura cualquiera, a fin de prevenir extravíos y asegurar la autenticidad.

Las Ordenanzas de que he extraído esta reseña abreviada son del siglo XVII y del XVIII: el procedimiento observado en ellas debla ser antiquísimo, a juzgar, v. gr., por el modo cómo fueron redactadas las Ordenanzas provinciales de la villa de Monterreal de Deva en 1394116. Ignoro lo que se practica actualmente en Asturias117; pero en la región septentrional de la provincia de León, lindante con la asturiana, el «libro del pueblo» se somete a revisión directa del vecindario todos los años, y el procedimiento observado en ella es análogo al que acabo de exponer, salvo que no toman parte alguna, y ni siquiera asisten al acto, representantes de la autoridad central, provincial o municipal. He aquí como lo prescribe, con referencia al pueblo de Canseco, el Sr. Don Elías López Morán, concienzudo expositor de las costumbres del Norte de León: «En la primera reunión de las que celebran anualmente los vecinos de Canseco, nombran una Comisión compuesta de varios de los más competentes y conocedores de las costumbres del pueblo, para que redacte el proyecto de libro, reglamento u ordenanza que ha de regir hasta igual fecha del año siguiente. Esta comisión es siempre bastante más numerosa que la nombrada en los concejos (juntas o reuniones) ordinarios para dictaminar sobre el acuerdo semanal. Reúnese en la casa del Común cuantos días son necesarios para discutir y redactar el mencionado proyecto. Luego que le han aprobado, sea por unanimidad o por mayoría -(las variaciones introducidas de un año para otro son pequeñas)- el alcalde de barrio convoca a concejo a todos los vecinos, tocando al efecto tres veces la campana, como mandan las Ordenanzas. Reunido el Concejo, se da lectura del proyecto por uno de los de la Comisión. Se discute con todo el detenimiento conveniente, pero yendo derechos al grano, no empleando más palabras que las precisas para hacerse entender y ciñéndose a la cuestión, sin baldías divagaciones... Terminada la discusión, el proyecto se aprueba tácita o expresamente, con o sin modificaciones, y se firma por todos los vecinos. Desde aquel instante, los artículos consignados en el libro son definitivos y obligatorios y nadie piensa en contravertir su eficacia. Aunque alguno o algunos vecinos estén en desacuerdo respecto de tales o cuales puntos, con la mayoría, no dejan nunca de firmar; si no lo hiciesen se les separaría los ganados de las veceras, no aprovecharían los pastos de las fincas de los demás vecinos, tendrían un conflicto cada día. En el mismo libro, a continuación de las firmas de los vecinos, se lleva la contabilidad de los fondos del pueblo»118.

Análogo procedimiento siguen en sus asambleas ordinarias, celebradas todos los domingos al salir de misa, delante o al lado de la iglesia, con objeto de acordar sobre la ejecución de lo dispuesto o concordado en el libro de pueblo o reglamentar circunstancialmente el pormenor que en éste no tuvo cabida, o deliberar y acordar sobre puntos que no habían sido previstos en él. «Terminadas todas las reclamaciones respecto de la imposición de multas, o de lo que ellos llaman prendas, el alcalde de barrio designa una comisión de cinco vecinos para que emita dictamen acerca del acuerdo que ha de regir durante la semana entrante. Retíranse los nombrados a cumplir su misión, a un lugar apartado unos cuantos metros. Allí proponen, discuten y convienen lo que juzgan más conveniente, y cuando todos están conformes, vuelven al seno del concejo. El alcalde de barrio impone entonces el silencio que se había interrumpido, y uno de los de la Comisión, el más caracterizado, se levanta y dice: «Los acordadores hemos convenido en...»; y expone verbalmente lo que les ha parecido y proponen: adónde han de ir a pastar durante la semana, las vacas, las caballerías, las ovejas, los corderos, las cabras, etc.; cuáles pagos y terrenos comunes quedan abiertos o derrotos, y cuáles cerrados o cotos, durante la misma, precisando si la prohibición se extiende a todos o no más que a determinados ganados; en qué cotos pueden pastar las parejas de los que tienen la casa o parte de ella en construcción y los toros y los terneros, reses para las cuales siempre existen estos privilegios; si ha llegado el tiempo oportuno, acuerdan el día o días en que han de ir los vecinos todos a recoger y repartir la leña de los montes de haya y roble, y aquellos otros en que se ha de proceder al arreglo de los caminos vecinales; determinan cuando han de entrar los ganados en las fincas particulares abiertas o no cercadas, después de recogidos los frutos; cuándo se han de bajar las caballerías de los puertos y en qué forma se han de guardar; y, en suma, todo aquello cuyo acuerdo es de ocasión y por esto no está determinado en el «libro de pueblo» ni en las ordenanzas. Si no hay nadie que hable en contra, el dictamen se aprueba desde luego; si no hay alguno o algunos que quieran exponer algunas consideraciones, hacen las que estimen oportunas, contestando alguno de los de la Comisión u otro vecino cualquiera que crea que lo expuesto es lo que más interesa. Si hay algo que la mayoría estima inaceptable, se desecha; si alguna enmienda es considerada como oportuna, pasa a formar parte del proyecto de acuerdo. Discutido éste suficientemente, se procede a la votación. -Seguidamente, entra el concejo en el período de las proposiciones o peticiones. Uno de los que tienen fincas en un pago, pide que los demás que también las tienen arreglen con él el camino rural que conduce a aquellas, determinando el día en que el arreglo ha de hacerse; otro pide que se limpie la acequia que sirve para el riego de un conjunto de prados, a lo que han de concurrir todos y sólo los dueños; solicita otro que los comuneros de un molino reformen la presa y el puerto que han de suministrar fuerza motriz para que aquél muela con más desahogo, o que practiquen las reparaciones que en el molino sean necesarias, etc., etc., (Llegado el día, si alguno de aquellos a quienes incumbe deja de concurrir a la prestación del servicio, se le impone una multa en beneficio de los fondos del Común. El que hizo la petición o proposición es el encargado de dirigir los trabajos, de llevar la lista y de denunciar ante aquél a los que faltaron.) -El acuerdo y las peticiones o proposiciones los consigna por escrito la Comisión nombrada (es el acta de la sesión del concejo en funciones de poder legislativo); reuniéndose para ello los vocales en la «casa de pueblo». Una copia de este escrito o acta, a que ellos llaman el acuerdo, la fijan en el sitio público de costumbre, para que por este medio de promulgación llegue a conocimiento de todos. Esa copia la recoge el guarda al oscurecer del mismo domingo, y a ella se atiene para desempeñar su cometido»119.

No debía diferenciarse gran cosa de éste el procedimiento seguido en las ciudades, mientras conservaron su forma de gobierno por el voto popular directo120; pero sus Ordenanzas apenas suministran detalles más que sobre el modo de convocar al vecindario, a voz de pregón121. Las de Huesca consagran el principio, que diríamos constitucional, de que todo ciudadano con casa abierta en la ciudad «puede proponer lo que quisiere, y se aya de deliberar sobrello lo hacedero»122.

Aplicado ya no a una reducida localidad, sino a la nación, ha existido quizá un rudimento de referéndum en la España visigoda, determinando una forma especial de Gobierno, peculiar de aquel pueblo, intermedia entre la monarquía parlamentaria y la monarquía pura, y que en todo caso lleva implícito el reconocimiento de que para la validez de la ley se requiere su previa aceptación por parte del pueblo. Así, por ejemplo, en el caso del llamado Breviario de Aniano, compilación hecha por disposición del rey Alarico en el año 605, una Comisión de Codificación (jurisperitorum, etc.) llevó a cabo la obra, y el rey la refirió al clero y al pueblo, haciéndola aprobar por los obispos y los diputados de las provincias (venerabilium episcoporum vel electorum provincialium nostrorum roboravit adsensus)123; algo parecido a lo que son de hecho nuestras modernas Cortes, ajenas prácticamente a todo derecho de iniciativa, y aun de veto, reducidas en sustancia a aprobar lo que les propone el Gobierno. En los Concilios de Toledo, el rey pide para ciertos decretos el placet o aceptación del clero y del pueblo, en la siguiente forma: «Et ideo, si placet omnibus, qui adestis, haec tertio reiterata sententia, vostrae vocis eam consensu firmate. Ab universo clero vel populo dictum est: qui contra hanc vestram definitionem presumpserit, anathema sit»124.

Desde otro punto de vista, distinto de la legislación, un respetable hombre público ha indicado recientemente la conveniencia de introducir en la constitución de nuestro país la revisión o examen directo por el pueblo de los actos del Parlamento, como un freno para los excesos y abusos del Poder y medio al propio tiempo de evitar la falsificación del sufragio, de crear costumbres públicas, de dar un criterio seguro a la Corona para resolver las crisis más difíciles y «cortar muchas de las corruptelas que se han ido formando a la sombra de los Gobiernos constitucionales»125.




ArribaAbajo

- V -

Autonomía y costumbre local


Lo expuesto hasta aquí arroja la siguiente conclusión: que no son derecho vivo, que no son derecho positivo las reglas jurídicas que el pueblo no ha elaborado y puesto en vigor por vía de costumbre, o que el pueblo no prohijó en un principio por vía de aceptación, tácita o expresa, o que ha dejado caer en desuso: Corolario: derecho que la colectividad social no conozca, no ha podido ser consentido, introducido o prohijado por ella; de consiguiente; no le obliga, aun siendo del género llamado imperativo o prohibitivo; de consiguiente, carece de valor para suplir las deficiencias o la falta de expresión de las voluntades individuales, aun siendo del género llamado supletorio. Propiamente, ni siquiera puede llamarse derecho; al menos, derecho positivo.

En este punto se levanta una objeción, a primera vista formidable. Aun dado que la conclusión sea cierta, resulta ineficaz para el efecto de sustituir el régimen legal imperante en materia de conocimiento e ignorancia del derecho por otro más racional, porque no existe posibilidad de hacerla práctica; si se trata de aceptación reflexiva, el referéndum es impracticable en colectividades tan extensas, de cuerpos legales tan abultados y de actividad legislativa tan febril como son, por punto general, las nacionalidades modernas; si se trata de elaboración directa por vía de costumbre, se producirán reglas consuetudinarias locales, o a lo sumo regionales, pero no podrán producirse normalmente reglas consuetudinarias de observancia general en la nación, que puedan recibirse como expresión de la voluntad de todos los nacionales o de la mayoría de ellos, y aplicarse, por tanto, como ideal positivo a la determinación de las voluntades presuntas.

Adviértase, empero, que la primera de estas dos supuestas imposibilidades que diríamos físicas, no lo ha sido en la República Helvética ni en la Norteamericana, por la circunstancia de hallarse ambas seccionadas interiormente en diversidad de Estados autónomos de no gran extensión y dotados de la facultad de legislar cada uno para sí con entera independencia de los demás, así en materias civiles como administrativas y penales126. Idéntica solución «autonomista» y «federal» (valgan los términos) habían ideado hace más de seis siglos los autores del código castellano de Partidas y de la compilación de Fueros de Aragón, para desatar la otra aparente imposibilidad, erigiendo en primero de los criterios legales para la interpretación de las voluntades individuales la costumbre local. «E aun ha otro poderío muy grande, que puede tirar las leyes antiguas que fuessen fechas antes que ella;... é esto se deve entender quando la costumbre fuesse usada generalmente en todo el reino;... mas si la costumbre fuesse especial, entonce no desataria la ley sino en aquel logar tan solamente do fuesse usada»: así se expresa el primero de los dos nombrados cuerpos legales (Partida I, tít. 2, ley 6). El fuero aragonés «de iis quae dominus Rex» reconoce validez a las costumbres locales y de distrito lo mismo que a las generales, «usus et consuetudinis tam particularia quam generalia»; y en el orden de prelación, los intérpretes, como Suelves y Sessé, colocan a aquéllas delante de éstas, declarando que «la costumbre local prevalece sobre la general y deroga el fuero, sin ser derogada por él»127.

Así lo reclamaba imperiosamente la lógica. Desde el momento en que se reconoce a los individuos, como un derecho natural, a la facultad de legislar para sí, con entera independencia de las leyes del Parlamento (lex contractus; «pactos vencen leyes»; standum est chartae; pacta sunt servanda; lex testamenti, etc.), a título de qué le sería negada o retenida a la entidad municipio, que es también persona natural y tan sustantiva como el individuo, como la familia, como la nación, y, por tanto, tan soberana en su esfera como cada uno de ellos en la respectiva propia?

«Cuando uno, al ejecutar un acto o contraer una relación de derecho, ha guardado silencio acerca de ella, se presume, y la presunción es lógica, que, consciente o inconscientemente, su intención fue que se rigiera por las mismas reglas, por los mismos usos, a que la generalidad obedece en aquel orden de relaciones o de actos. Pero ¿qué generalidad? ¿qué mayoría? ¿La mayoría de sus compatricios, los españoles? ¿La mayoría de sus comprovincianos, supongamos los aragoneses o los castellanos? ¿La mayoría de sus convecinos? Evidentemente que lo que quiso es lo que estos últimos practican: 1.º, porque lo que éstos practican, es seguro que lo conocía, y lo que practicaba la mayoría de Aragón o de Castilla o de España es casi seguro que le era desconocido: cualquier aragonés os dirá qué es lo que más se acostumbra en la localidad donde ha nacido y vive, o en su valle; pocos sabrán cuál es la más seguida en su provincia; 2.º, porque el municipio es un círculo, como más inmediato, más íntimo que la provincia o que la nación, y por lo mismo su influjo es mayor sobre los actos de la familia y del individuo, que antes obedecen al espíritu y a las costumbres que se forman en el seno de esas personalidades colectivas que denominamos municipios, que al espíritu y a las costumbres de la provincia o de la nación. Consecuencia lógica de esto es que, cuando en una localidad exista una costumbre diferente de la que practica la mayoría de la provincia o de la nación (o digamos de la forma supletoria consignada en el Código), la presunción de que tal vecino de aquella localidad que nada dijo, entendió someterse a la costumbre general de la provincia introducida en el Fuero o Código, deja de ser presunción racional y lógica: lo lógico en tal caso es presumir que la regla que admitió tácitamente para aquella relación de derecho es la usual en el círculo de sus parientes y convecinos, porque sólo ella le era ingénita y connatural, esa la que veía practicar todos los días, con ésa estaba familiarizado, y acaso ésa solo le era conocida.

«¿Qué quiere decir esto? Pues quiere decir que debe reconocerse a las costumbres locales un valor de preferencia respecto de la costumbre admitida como supletoria por el Código; o más claro: para determinar el criterio con que deben interpretarse las voluntades presuntas, supuesto un régimen de libertad civil como la razón lo pide y el Fuero aragonés lo consagra y lo recomienda, debe establecerse el siguiente orden de prelación: 1.º, la charta, es decir, la voluntad de los particulares manifestada en título escrito, contrato, testamento, etc.; 2.º, la costumbre local; 3.º, la costumbre general, escrita en el Código en calidad de derecho supletorio.

«Nace esto, en primer lugar, de que estas costumbres observadas por la mayoría de una comarca extensa, nación o provincia, nunca son universales, siempre quedan fuera de su imperio algunas localidades, municipios o cantones, los cuales, por circunstancias especiales, se rigen por una costumbre diferente: así, el derecho de viudedad foral introducido como ley supletoria en el Fuero aragonés, no es usual en el Alto Aragón: la distribución de los bienes por partes iguales entre los hijos, vigente por derecho de Castilla como ley supletoria, no rige en las montañas de Galicia: el sistema de gananciales y dotal de Partidas no se practica en el valle de Viceo (provincia de Santander) ni en varios municipios de Extremadura, que se rigen por un fuero idéntico al derecho de Portugal. Fúndase, en segundo lugar, aquel orden de prelación en lo que yo llamaría suidad política de los municipios y cantones, en el carácter de los Estados igualmente soberanos y autárquicos que el Estado nacional, que les corresponde en derecho civil con más razón aún que en el Político y administrativo. Fuera de las relaciones de derecho necesario que afectan a la esencia de cada institución, o como decimos, «al derecho natural y a las buenas costumbres», cuya salvaguardia suprema compete hoy a la nación, nada tiene que ver ésta con el derecho civil de las localidades; es incompetente para regularlo. Las fronteras que separan a Aragón de Castilla, la provincia de Zaragoza de la de Huesca, el distrito municipal de Barbastro del distrito de Castejón, no son en lo político y en lo administrativo del mismo género que las fronteras que separan la provincia de Huesca del departamento de los Bajos Pirineos, o el distrito municipal de Canfranc, fronterizo de España, del distrito municipal de Urdax, fronterizo de Francia, pero en lo civil son idénticos en absoluto, porque Canfranc y Ayerbe o Huesca o Zaragoza, como personas sociales, que poseen un espíritu propio, una personalidad propia, intereses propios y propia historia, independientemente de las relaciones políticas, morales e históricas que los ligan a Castilla y los desligan de Francia, -respecto de Castilla misma, o de Aragón, o de las provincias o municipios colindantes, son autónomos como respecto de los departamentos y municipios franceses, y no es menos incompetente la nación Española o la provincia Aragonesa o la Castellana que otra nación o provincia cualquiera, para imponer a la aldea mas humilde de Castilla o de Aragón, ni siquiera con carácter de ley supletoria, cuánto menos en calidad de ley imperativa, un sistema de constitución de bienes o un régimen de sucesión que sea contrario a sus sentimientos, a sus tradiciones, a sus hábitos, y a sus intereses tal vez. Podréis imponérselo por la fuerza, legisladores y gobiernos, porque tenéis autoridades, tribunales, policía, fuerza pública; pero sabed que, al hacerlo así, negáis las condiciones esenciales de su existencia; desconocéis, pisoteáis eso que-constituye su ser todo; negáis, por tanto, su ser mismo. Esa provincia o esa localidad a quien imponéis un derecho extraño a ella, deja de ser sujeto libre, deja de ser sujeto moral, lo despojáis de su personalidad para convertirlo en una cosa. Y cuando estamos a punto de acabar con toda sombra de despotismo en lo político, no es razón consentir que el despotismo se refugie en lo civil, semejante a la planta maldita de la leyenda que retoña en los aires y en las aguas cuando se la erradica de la tierra.

«Las legislaciones modernas lo reconocen así en el hecho de establecer ese orden respecto de algunas instituciones jurídicas; pero, poco consecuentes consigo mismas, cuando llegan a otras instituciones, infringen ese mismo principio pasando directamente de la charta, esto es, de lo establecido por la libre voluntad de los particulares, al derecho supletorio del Código, sin hacer estación en la costumbre local. El Código de Comercio español ordena al juez que interprete la voluntad de los contrayentes, primeramente por el pacto; en defecto de éste, por los usos de la localidad a que pertenecen; y últimamente por el articulado del Código. La ley de 9 de abril de 1842 declara que ni el dueño puede desalojar al arrendatario ni éste dejar el predio, sin que se avisen previamente con la anticipación acordada por ellos en el contrato, y si nada habían acordado, con la que se hallase adoptada por la costumbre general del pueblo, y en otro caso con la de cuarenta días que el legislador considera más admitida o más general, erigiéndola por esto en regla supletoria. Podría multiplicar los ejemplos hasta lo infinito, en nuestra propia legislación y en las extranjeras. Y ahora pregunto yo: Si se observa el principio en las compraventas y los arrendamientos, ¿por qué se infringe en los testamentos y en los contratos matrimoniales? Porque, una de dos: o el principio es falso, y debe desecharse de lo menos como se desecha de lo más; o, por el contrario, es verdadero y debe aplicarse a lo más como se aplica a lo menos. De no hacerle así, se falta a la justicia y a la lógica juntamente, y se subvierten las más sagradas obligaciones de la vida. En 1867, el Tribunal Supremo denegó un recurso de casación que se fundaba en una costumbre local sobre el plazo para el aviso que precede al desahucio, sólo porque el artículo 6.º del decreto de 1713 tuvo la mala inspiración de fijar como plazo uniforme un año, sin acordarse para nada de las costumbres locales: ¿qué gusto especial, que dañado empeño se tiene en mortificar y causar perjuicios a los particulares, en intervenir en sus asuntos domésticos, en gobernar sus relaciones privadas por un derecho artificial o exótico, y no por el derecho de su vecindad, que es su propio derecho, y lo que es peor, en favorecer la mala fe del que se rebela contra la costumbre local, que tácitamente habían aceptado uno y otro como supuesto necesario, y últimamente, en regir los actos de los miembros de una localidad que no litigan, por un rasero diferente que los actos de los que litigan? Porque reparad bien la consecuencia inmediata de atropellar las costumbres locales en las leyes: a pesar del decreto de 1813 y de todos los decretos del mundo, es evidente que rigen y seguirán rigiendo en las localidades los plazos consuetudinarios para todos los vecinos, menos para aquellos entre quienes se promueva cuestión y sea llevada a los tribunales: la regla consuetudinaria seguirá en vigor, sostenida por la buena fe, y únicamente el que tenga la desgracia de tropezar con un hombre de mala voluntad sufrirá el rigor de la otra ley más desventajosa que aquella de que había partido como de un supuesto tácito para su contrato»128.

Sobre este tema de la costumbre local me propongo volver, si el tiempo y las fuerzas asisten, desarrollando la doctrina que dejo someramente esbozada.





  Arriba
Indice