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El problema del bilingüismo en el País Vasco

Fernando Lázaro Carreter





Hay algo que está funcionando mal, y se ha llegado a desarrollar, digámoslo con la palabra exacta, una hostilidad entre gentes de los territorios de España.

Y naturalmente la cuestión lingüística anda siempre en medio. Quizá -habrá que confesarlo, porque probablemente es verdad- la comunidad castellano-hablante podía sentir simpatía por todo menos por la lengua propia de catalanes o de gallegos o de vascos porque ha sido perfectamente mal educada. A los españoles no se les ha enseñado que España es una nación plurilingüe, que lo es históricamente, y hay que aceptarlo no como un mal, sino como un hecho. Los hechos históricos ni son buenos ni malos: son. Y al estallar el problema lingüístico, de pronto se ha sentido esta realidad como una agresión contra los castellano-hablantes, sin darse cuenta de lo que podía haber, antes, de agresión en el desprecio, o en la persecución, en muchos casos, de las otras lenguas españolas.

Así se han ido avinagrando las cosas, haciéndose graves. Por otra parte, el Estado ha carecido en absoluto de una política idiomática. Yo digo, quizá con exageración parcial de oficio, que, después del problema económico, con lo que ello lleva anejo, el principal problema de España, del cual no deberíamos dejar de hablar para entendernos, es el problema idiomático. Es una nación con un problema gravísimo de lenguas, de convivencia de lenguas, y las lenguas arrastran, como es natural, a las personas a actitudes, puesto que es su alma la que está en juego.

No ha habido política de Estado. La única política idiomática se ha hecho desde los territorios autónomos a la hora de discutir los Estatutos, a la hora de arrancar parcelas, a la hora de aumentar poder autonómico; pero no ha habido por el Estado ningún tipo de planteamiento de la cuestión. Es un hecho absolutamente increíble que, todavía, el Parlamento español no haya dedicado una sola sesión a hablar de los problemas idiomáticos. Pasó eso en la Constitución con aquel arreglito de: «El castellano es la lengua española...», aquel baciyelmo que es el artículo 3.° de la Constitución, y luego unas proclamaciones, que están muy bien, y que eran necesarias, de respeto, de protección, etc., como bienes nacionales a todas las lenguas que se hablan en España, pero no ha habido en absoluto ninguna discusión idiomática sobre el uso de estas lenguas, su radio de acción en la enseñanza, en el mundo oficial, etc. Las cosas están sumamente envenenadas, y este problema no se resolverá sin una distensión. Distender este nerviosismo será volver a forjar, si es que interesa, una España evidentemente mejor; pero para ser mejor tiene que volver a anudar sus vínculos, hoy disueltos muchas veces por esta guerra lingüística, abierta o subterránea, que estamos padeciendo. Las lenguas son absolutamente inocentes. Tan inocente era el vasco cuando se lo perseguía como es la lengua castellana, que era su perseguidora, porque el idioma es un instrumento, un arma en manos de quien la maneja. Hay que cambiar esa mentalidad. Y lo que hoy se percibe, lo que hoy percibimos los castellano-hablantes, es justamente porque desde nosotros vemos sólo la actividad de los territorios autónomos hablando de sus problemas idiomáticos, y esto nos parece una tremenda agresión.

En el País Vasco, como sabemos, corría el idioma un peligro de extinción, y era muy lógico que los vascos reaccionasen. En el momento actual, la situación en cuanto a la enseñanza escolar es que hay aproximadamente cuatrocientos mil alumnos entre enseñanza preescolar y escolar, E. G. B. -Enseñanza General Básica-; de ellos, sesenta y tres mil están recibiendo todas las clases en euskera; y cursan el castellano como una disciplina más, es decir, estudian también una asignatura llamada castellano. Treinta y dos mil alumnos de lengua materna castellana y de entorno castellano, pongamos Bilbao y las ciudades fundamentalmente castellano-hablantes, están en un programa especial de progreso en vasco y se tiende a que utilicen indistintamente ambos idiomas. Es decir, esos treinta y dos mil serían los que estarían experimentando una auténtica enseñanza bilingüe. Y los restantes, es decir, trescientos mil, aproximadamente tres cuartas partes, reciben la enseñanza en idioma castellano y tienen clases de euskera. No hay una homogeneidad de criterios: hay quienes quieren llevar la situación a una completa erradicación del castellano, y hay quienes, mayoritariamente, y es natural, consideran que esto es disparatado.

El Gobierno vasco, oficialmente, quiere aplicar la Constitución y el Estatuto, y lo que sostiene es la existencia de un bilingüismo real. El concepto de bilingüismo, desde el punto de vista de los lingüistas, es la situación en la cual un hablante pasa de una lengua a otra, de las dos que posee, sin ningún problema, no por problemas de conocimiento de la lengua, sino sin ningún problema social, ni prejuicios, ni consecuencia cultural. El bilingüismo es un ideal difícilmente alcanzable, porque en todas las sociedades bilingües hay una lengua normalmente dominante a efectos sociales, a efectos culturales, y esto da un efecto de diglosia. El vasco-hablante está sometido a un efecto de diglosia, es decir, la lengua castellana es dominante a todos los efectos, y a lo que se tiende ahora es a conseguir mayor número de bilingües. Esta es la situación oficial.

En mayo de 1982, el Ministerio de Educación nombró una comisión para estudiar los problemas del bilingüismo con representantes oficiales de Galicia, País Vasco, Cataluña, Valencia y Baleares. Estos trabajos se terminaron, están reunidos, fundamentalmente, en un folleto, y puedo decir que las personas que constituían aquella comisión, que tuve el honor de presidir, se entendieron facilísimamente en una serie de principios. Pienso que los filólogos arreglarían desde el punto de vista legal mejor las cosas que los políticos, porque ante las evidencias de los hechos científicos no hay más remedio que admitir y consentir con lo que es razonable.

Esta comisión aprobó una serie de principios que habría sido deseable que el Parlamento hubiese debatido y que hubiese tratado de imponer legalmente. Estos principios contaron con la adhesión de los representantes de todos los territorios que tienen lengua propia. La primera afirmación era ésta: buscar la finalidad de un bilingüismo real, es decir, el uso de dos lenguas sin que haya disminución cuando se usa una de ellas, disminución de ningún tipo. El primer principio era éste: tanto el castellano como la lengua territorial deben tener la consideración de lengua propia de los alumnos. Esto no puede ocurrir, no puede lograrse, si los maestros, los profesores, enseñan que una lengua es superior por los motivos que sean: cultural, históricamente, etc.

Propugnábamos, insisto, los representantes de los Gobiernos Autónomos más los lingüistas nombrados por el Ministerio de Educación, que el número de horas que se destinen a enseñar los dos idiomas, así como el que se dedica al empleo de uno u otro (que son cosas distintas enseñar la lengua o usarla) debería establecerse con criterios variables en función del conocimiento que de ellos posean los escolares (esto va en pugna también con los radicales de todos estos territorios, que quieren que el número de horas del castellano sea enormemente menor, o al revés, que el número de horas que se dedique a la lengua territorial sea escaso), de sus propios intereses como ciudadanos, de los deseos de los padres y de cuantos factores se consideren atendibles pedagógicamente, siempre mirando a ese objetivo final del bilingüismo al acabar los estudios de E. G. B. Ideal probablemente no alcanzable, pero que debe guiar la educación en estos años escolares.

Se pedía algo tan sencillo también como que, en todos los niveles, incluido el universitario, las clases de castellano, y del idioma propio, se dieran en ese idioma; se advertía esto porque se está enseñando castellano en catalán y en vasco.

En cuarto lugar, en cumplimiento de un deber cívico y constitucional, todos los profesores, cualquiera que sea su materia, deben imbuir a los alumnos un respeto activo por las dos lenguas. Por otra parte, una acción persuasiva de carácter institucional, tanto del Estado como de las instituciones autonómicas, debe conducir al deseo generalizado y a la aceptación voluntaria y sin reservas del bilingüismo.

En quinto lugar, que en los territorios bilingües la enseñanza de su cultura autóctona tenga la amplitud que las instituciones territoriales determinen, pero que esa enseñanza se considere siempre integrada en la cultura total de España, a la cual pertenecemos. Se pedía igualmente que la atención a la lengua materna no deba significar el establecimiento de un doble sistema educativo, que consideramos nefasto, en castellano o en la lengua territorial, sino que todo el ciclo, todo centro escolar del primer nivel, debe estar en condiciones de admitir niños, cualquiera que sea su lengua materna, en aquellas zonas en que el idioma hablado por una población autóctona sea distinto del propio de la Comunidad.

Un principio democrático exige tener en cuenta los deseos de la población. El bilingüismo es el objetivo final, y para alcanzarlo se necesita actuar con tacto y flexibilidad mediante planes a corto, medio y largo plazo. Hay que actuar rapidísimamente en todo sin dejar que las cosas se decanten, se deformen y se constituyan estados de opinión sobre esta cuestión. Estas eran las recomendaciones fundamentales de tipo técnico (también las había de tipo pedagógico, etc., que aquí no interesan). Coincidimos todos en que entre las empresas nacionales más inaplazables figura la de lograr cuanto antes una distensión y la de fijar como objetivo, sinceramente aceptado por todos, el bilingüismo sin diglosia en los territorios donde conviven las lenguas e impulsar a los castellano-hablantes a la aceptación normal de que España es plurilingüe, con el respeto anejo a los derechos que de ello se derivan.

Entendíamos que esta empresa no corresponde sólo al Gobierno del Estado, a los Gobiernos territoriales y a los partidos que los sustentan, sino que deben comprometerse todas las fuerzas políticas y sindicales del país que acepten la Constitución y los Estatutos. No aceptar esto nos parece profundamente inconstitucional, y el Ministerio de Educación y Ciencia debería promover, en coordinación con los Gobiernos Autonómicos, un gran acuerdo nacional de política idiomática que condujera, con la debida prudencia y con la consideración y respeto a las diversas situaciones lingüísticas, a ese bilingüismo real previsto por la Constitución.

Esto ya sé que son sueños, que es ideal, pero ya se logró con representaciones de todos los Gobiernos Autonómicos. Es el Gobierno quien tiene que dar los primeros pasos. Hay que ir a ese debate. Y sólo hablando se pueden sanar las heridas. Y saldrá la realidad. Puede haber, mediante esa acción quirúrgica de abrir las llagas, un alivio nacional. Si las cosas siguen como hasta ahora, no querría ser catastrofista, pero tampoco veo el futuro con un color rosa encendido.





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