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El rosismo en la novela «Amalia» de José Mármol

Noemí Ulla





El más famoso de los poetas en el exilio, José Mármol, escribió Amalia de acuerdo con ciertos cánones retóricos caros al romanticismo. Así, por ejemplo, la clasificación dualista de la humanidad en virtuosos y malvados; el gusto por los contrastes (Rosas y Manuelita); la exaltación de las grandes fórmulas (los encendidos discursos de los paladines Unitarios); la morosidad en las descripciones de tipos y ambientes; la utilización de la naturaleza para insinuar o definir estados de ánimo; el gusto por los desenlaces trágicos.

Para un mejor entendimiento de Amalia no debe olvidarse que esta extensa novela fue publicada en forma de folletín. Las entregas espaciadas al lector explican en este caso -y en el de toda la literatura similar- la dosificación del interés según una técnica que el lector moderno suele rechazar de plano, y ciertas reiteraciones, en cada una de las entregas, que perturban la viabilidad del texto. Estos, y otros defectos fácilmente notables en la novela, limitan el interés puramente literario de la misma y desplazan el gusto del lector hacia zonas marginales de la literatura, como el valor documental del libro o su condición de fiel testimonio de una conciencia. La última posibilidad es defendida por Frida Schultz de Mantovani en una conferencia recogida en el libro Apasionados del nuevo mundo1. Martínez Estrada se inclina por la primera y asegura, incluso, que Amalia es uno de los cuatro textos, junto con Martín Fierro, Facundo y Una excursión a los indios ranqueles en los que puede comprenderse la realidad nacional2. La afirmación es un tanto sorprendente para el caso de Amalia, y sin ánimo de discutirla, la posponemos a otra que nos parece la adecuada para indicar el verdadero mérito de Amalia. Dentro de la literatura de ficción inspirada por el rosismo, y en la frontera cronológica en que se desarrolló el episodio rosista, Amalia fue algo así como la novela-estuario que recogió en un abrazo todos los materiales creados y perfilados en veinte años de agudos conflictos político-sociales, años en los que la literatura intervino acentuando y conformando con eficacia los diversos focos de tensión. Amalia resultó así el más consumado muestrario de ejemplos y de perspectivas de una literatura de combate abundantemente ejercitada hasta entonces. Su publicación, en el filo mismo de la batalla de Caseros, la ungió con el carácter de definitiva y la convirtió en el modelo obligado de casi toda la literatura posterior sobre el período de Rosas. Varias novelas editadas en los años inmediatos al triunfo de Urquiza reconocen el padrinazgo de Amalia, obra que convertida en un clásico prematuro de nuestras letras contribuyó como ninguna otra a la consolidación de determinadas imágenes y opiniones en la conciencia popular. La escena dramática y la lírica, el cine y el radioteatro han insistido en numerosas versiones de la novela; e innumerables reediciones del texto original, confirman, para el siglo XX, la notable lozanía de la obra y la curiosa predisposición del lector a reconocer en sus páginas verosimilitud histórica, sin que advierta la importancia que tuvo la misma novela en crear las condiciones de esa predisposición general.

Si es válido el enfoque propuesto para señalar el lugar de Amalia en nuestra literatura, indicaremos entonces algunos de los recursos retóricos que le dieron carácter en el momento de su publicación y de otros que le abrieron el camino de la perdurabilidad.

Mansilla, en su ensayo histórico-sociológico sobre Rosas, dice que la lengua corriente, durante el largo período de la dictadura, «parecía como compuesta de frases estereotipadas»3. Esta modalidad se refleja de manera notable en Amalia, sólo que pierde a veces la condición inocua que la misma debía tener en el lenguaje familiar y corriente, para convertirse en un fuerte sello de diferenciación sicológica. Así cuando Salomón, el presidente de la Sociedad Restauradora, impreca:

¡Viva la Federación! ¡Viva el ilustre Restaurador de las leyes! ¡Mueran los inmundos, asquerosos franceses! ¡Muera el rey guardachanchos Luis Felipe! ¡Mueran los salvajes, asquerosos unitarios, vendidos al oro inmundo de los franceses! ¡Muera el pardejón Rivera!4


las frases gastadas por el mecanismo de la repetición sirven, sin embargo, para indicar la pesadez mental de este célebre personaje, capaz de poner al mismo nivel de su entusiasmo la retórica de los impresos oficiales.

Tampoco es inocua la adjetivación que Mármol pone en boca de los federales para referirse a los unitarios, por más que ella perteneciera al arsenal de expresiones populares estereotipadas. Los unitarios son salvajes, inmundos, asquerosos, traidores, vendidos, y cada una de estas palabras asume en la novela, por lo general, el sentido originario, la prístina intención insultante con que nació en la lucha política. Mármol retrotrae concientemente a su origen el sentido de tales palabras para avivar con ella el calor de las pasiones. Igual conciencia literaria se advierte en el matizado uso del término federal:

Daniel recibió apretones de manos y abrazos federales.


(1.ª, XXII, 202)                


Era el ruido de las espuelas federales...


(5.ª, IV, 272)                


[...] por instinto, por instinto federales...


(5.ª, IX, 330)                


el dignísimo federal Anchorena.


(2.ª, XI, 326)                


Todos aplaudieron federalmente la improvisación de aquel digno apoyo de la santa causa.


(2.ª, XI, 327)                


Con particular habilidad, Mármol rescata para la expresión viva, muchos términos que sus contemporáneos empleaban desprovistos de significados; habilidad que utilizará con parecido éxito al recrear los símbolos más comunes a toda época de violencia y terror. Repárese, por ejemplo, en el símbolo de la sangre:

[...] oía la terrible relación que le auguraba el principio de una época de sangre y de crímenes...


(1.ª, II, 47)                


[...] la mano y el brazo de Cuitiño estaban enrojecidos de sangre.

Rosas lo echó de ver inmediatamente y un relámpago de alegría animó de súbito aquella fisonomía encapotada siempre bajo la noche eterna y misteriosa de la conciencia.


(1.ª, V, 90)                


La reacción de Rosas ante el espectáculo de la sangre nos remite a uno de los más eficaces esquemas de Mármol, extraídos del mundo romántico. Fisonomía encapotada y noche eterna y misteriosa de la conciencia señalan la oscuridad en que vivían los espíritus torturados, y los elementos puramente irracionales que se asignaban a los agentes del mal. Mármol concentra toda la posibilidad de mal en las filas federales, y, especialmente, en algunos de sus distinguidos personajes, como la cuñada política del tirano:

Basta decir, por ahora, que en la hermana política de don Juan Manuel de Rosas estaban refundidas muchas de las malas semillas que la mano del genio enemigo de la humanidad arroja sobre la especie en medio de las tinieblas de la noche según la fantasía de Hoffmann.


(1.ª, IX, 138)                


[...] y su cuñada, con un tesón, una perseverancia y una actividad inaudita, le facilitaba las ocasiones en que saciar su sed abrazadora de hacer el mal.


(1.ª, IX, 140)                


Este procedimiento simplificador, de más que espontánea aplicación en el comercio de las relaciones humanas, debía inducir al novelista a pensar la facción unitaria como poseedora única del bien, la razón y la justicia. Y así la pensó, en efecto, con sólo dos excepciones que deben aclararse. Una está dada por la irrupción de cierto sentido del humor5, a la manera del romanticismo hispánico, que trueca el aspecto trágico de los genios del mal y el heroico de los del bien, en rasgos bufonescos. La otra corresponde a la variante victorhuguesca del contraste puro -Esmerada-Quasimodo- y es la que permite el contrapunto Rosas-Manuelita, es decir, el mal y el bien disputando su eterna querella, esta vez en los dominios domésticos del mal6.

Fuera de estas excepciones, el procedimiento se aplica con extrema rigidez. Esta es la descripción de Cuitiño:

Y mientras salía del cuarto, con una mirada llena de vivacidad e inteligencia, midió Rosas aquella guillotina humana que se movía al influjo de su voluntad terrible, y cuyo puñal, levantado siempre sobre el cuello del virtuoso y del sabio, del anciano y del niño, del guerrero y de la virgen, caía, sin embargo, a sus plantas, al golpe fascinador yeléctrico de su mirada. Porque esa multitud oscura y prostituida que él había levantado del lodo de la sociedad para sofocar con su aliento pestífero la libertad y la justicia, la virtud y el talento, había adquirido desde temprano el hábito de la obediencia irreflexiva y ciega, que presta la materia bruta de la humanidad al poder físico y a la inteligencia generatriz cuando se emplean en lisonjearla por una parte y avasallarla por otra.


(1.ª, V, 95)                


En cambio, observemos el retrato de Daniel Bello, modelo de perfección unitaria:

Este joven, de veinticinco años de edad, de mediana estatura, pero perfectamente bien formado, de tez morena y habitualmente sonrosada, de cabello castaño y ojos pardos, frente espaciosa, nariz aguileña, labios un poco gruesos, pero de un carmín reluciente que hacía resaltar la blancura de sus lindísimos dientes.


(1.ª, III, 52)                


Y el de Amalia:

Había algo de resplandor celestial en esa criatura de veintidós años, en cuya hermosura la naturaleza había agotado sus tesoros de perfecciones, y en cuyo semblante perfilado y bello, bañado en una palidez ligerísima, matizado con un tenue rosado en el centro de sus mejillas.


(2.ª, I, 210)                


La misma duplicidad de miras se advierte en la descripción de los ambientes, para lo que bastaría transcribir, si no temiéramos caer en exceso de citas, el pasaje en el que se muestra la casa de Rosas confrontándolo con el que se dedica a reconstruir la casa de Amalia7.

Puesto en marcha el procedimiento, Mármol, buen romántico, no podía dejar de utilizar la naturaleza en función de sus propios sentimientos. El amanecer posterior a la noche del 5 de mayo se describirá así con significativa selección de adjetivos, cuya notoria finalidad es acentuar la inocencia de la víctima:

La blanca luz de esa beldad pudorosa de los cielos que asoma tierna y sonrosada en ellos para anunciar la venida del poderoso rey de la Naturaleza, no podía secar, con el ternísimo rayo de sus ojos, la sangre inocente que manchaba la orilla esmaltada de ese río, de cuyas ondas se levantaba, cubierta con su velo de rosas, su bellísima frente de jazmines.


(1.ª, VIII, 129)                


Para concluir, recordaremos que Mármol elige con mucha habilidad el tiempo en el que se desarrollan los episodios de Amalia. 1840, por circunstancias que los historiadores han explicado suficientemente, fue el año del terror en Buenos Aires. Rosas aplicó como nunca su pesado aparato policial, permitiendo que la Mazorca, con conducta algo más que expeditiva, sujetara los peligrosos hilos de la subversión latente.

La ciudad con sus calles desiertas, el silencio nocturno roto por el escándalo de los allanamientos, el temor de la delación, la zozobra por el destino de familiares y amigos eran elementos que, tomados concentradamente, debían dar a esta novela el clima de opresión por antonomasia. Amalia dio así la atmósfera de terror paradigmática en nuestra literatura, la fuente en la que debía abrevar necesariamente todo novelador o folletinista con gusto por el pasado histórico. Estas frases de Mármol, escogidas al azar, marcan el carácter de casi toda la literatura antirrosista posterior a Caseros:

La ciudad dormía bajo el puñal. La seguridad individual se había violado a tal punto, que la cárcel resultaba entonces un refugio contra los asesinos asalariados.


(1.ª, XI, 168)                


La fisonomía especial de la angustia, la fisonomía de la ansiedad. Cada minuto pesaba horriblemente sobre el espíritu.


(2.ª, I, 71)                






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