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- XII -

Medias tintas


¡Bueno estuvo el agasajo aquel!... ¡Bueno de veras!... Primeramente, conservas de guindas y ciruelas claudias, queso de Flandes y miel de abejas; después, chocolate con sobadas de manteca, y bollos de Mallorca; y para endulzar el agua, azucarillos de color de rosa. De todo había en la despensa, gracias a Dios. De lo uno, porque abundaban los frutales y los dujos1 en la huerta, y las vacas de leche en los establos de don Pedro Mortera; y las manos de su señora (y aprovecho esta ocasión para decir que se llamaba doña Teresa Coteros, cepa de lustre en la Montaña), así como las de su hija, se pintaban solas para entender en ese ramo de golosinas. De lo demás y otro tanto, como la villa estaba cerca, nunca faltaba en casa la necesaria provisión.

Repito que estuvo bueno, ¡bueno de veras!, el agasajo, servido en amplia mesa, en mitad de la sala. Pero ¡bien le hizo los honores y le ponderó el complacidísimo don Juan de Prezanes!

-¡Buen punto de dulce! -decía al probar el de guinda- En este ramo, Ana, tienes que bajar la cabeza delante de tu madrina: no llegas a ella... ¡Y eso que lo haces bien! En cambio, no hay repostero que entienda las compotas como tú.

-Pues mira cómo te equivocas -respondió su comadre:- ese dulce es obra de María,

-¿Sí? Pues es señal de que la discípula va a dar quince y raya a la maestra. Sea enhorabuena, muchacha.

Al tomar luego chocolate, exclamó, después de olerlo y de probarlo:

-¡Soberbio!... Esto es de tres hervidas, como mandan los inteligentes: el chocolate ha de subir tres veces en la chocolatera; luego un poquito de reposo, y a la jícara en seguida... Dame un par de rebanadas de ese pan tostado, Pedro... Y esa mantequilla fresca para untarlas... ¡Cosa exquisita!

-El apetito que tú tienes, Juan -díjole su compadre-, y los buenos ojos con que lo miras todo. ¡Eso sí que es exquisito!

-No te diré que no, Pedro; que con el ánimo atribulado, suelen los estómagos ser melindrosos. Pero no por eso deja de ser bueno lo que es, como esto que yo alabo... Arrima hacia acá esos bollos de Mallorca, Teresa, que esponjas de miel deben ser para el chocolate... ¡Bien a mano los tenías, mujer, para regalarme hoy con ellos!

-Ayer se hicieron, Juan -respondió doña Teresa arrimando la canastilla llena de bollos a su compadre.

-¡Mira qué a tiempo!

-¡Ésta sí que es obra de María! -exclamó don Juan de Prezanes saboreando parte de uno, mojado en chocolate.

-Pues cabalmente los hizo mi madre -respondió, riéndose, María:- lo mismo que las sobadas.

-¡Superior estaba también la que he comido!

-Torpe andas hoy, Juan, en tus presunciones -díjole don Pedro Mortera con socarronería;- y esa torpeza no es disculpable en un jurisconsulto viejo, que debe tener buena nariz para todo.

-Cierto es eso, Pedro amigo; pero ¡hace tanto tiempo que dejé el oficio!... Sin embargo, no he olvidado el principio fundamental de la recta justicia: Suum cuique tribuere; en virtud del cual, doy a tu mujer la enhorabuena que pensaba dar a María. Conste que te felicito, Teresa.

Y así por el estilo. A todo lo cual callaba Pablo y no decía Ana mucho más que su amiga, que también callaba. Verdad es que don Juan de Prezanes no dejaba meter baza a nadie, porque hablaba por todos.

Media hora después de anochecido, Ana y María estaban en un rincón de la solana, embutida entre los dos cortafuegos, muy salientes, de la fachada. El aire continuaba siendo seco y pesado, y no había que temer daños del retente. Ana se mecía sobre los pies traseros de una silla, apoyando las puntas de los suyos diminutos en los gruesos y torneados balaustres del balcón, para guardar el equilibrio, cuando no descansaba reclinando la silla contra la pared. María, sentada a su lado, contemplaba la luna, redonda y resplandeciente como un disco de oro bruñido, en el no muy ancho lugar que los nubarrones le dejaban libre en el cielo; y aun allí no imperaba a su antojo sobre las tinieblas de la noche, pues de vez en cuando empañaban sus fulgores pardos crespones que el viento llevaba por delante de la senda que recorría en el espacio. Estaban envueltas en sombra las montañas, y sólo las del Sur perfilaban sus crestas gallardamente sobre un fondo diáfano y luminoso.

Rato hacía que las dos jóvenes callaban. De pronto Ana, cuyo carácter alegre y travieso no la permitía hacer largas amistades con el silencio, exclamó contemplando también la luna:

-Mírala, mujer, qué rechonchaza y papujona sale ahora. ¡De qué buena gana la daba un par de carrilladas en aquellos mofletes! Asomando entre las nubes, me recuerda la cara de tía Pepa Tortas cuando se quita la muselina.

María se echó a reír, y preguntó a su amiga:

-¿De veras hallas en la luna cosa que se parezca a un rostro humano?

-Yo no he visto eso en otras lunas que las pintadas en el calendario, María; pero, forzando un poco la imaginación, se distingue algo como nariz...

-Pues yo no veo sino un rimero de manchas...

-Justo, lo que ven los muchachos de Cumbrales: una vieja sentada encima de un coloño de espinos. Estaba robándolos de noche, y, en castigo, la sorbió la luna.

-Así dicen.

-Por bien poco se atufó esa señora... ¡Si el robo hubiera sido de un bolsillo de onzas siquiera!...

-¡Ésta sí que no es ilusión, Ana!... Mira aquella nube amarillenta y sola, a la derecha de la luna. ¿Has visto cosa más parecida a un león agazapado?

-Algo tiene de eso, efectivamente... Pero, si a ver vamos, mira estas pardas de la izquierda: yo veo en ellas un caballo a escape, y otro a su lado mordiéndole las crines; y detrás, un rebaño..., no sé de qué; y hasta los pastores con sus palos...

-¡Ave María purísima! Yo no veo señal de esas cosas.

-Pues yo sí, y no me asombran, que, aun sin subir tan arriba, se ven otras mucho más raras. Aquí abajo, en Cumbrales mismo, hay mujer que a su amiga ¡qué digo amiga!, a su hermana, le oculta el sentir de su corazón:

-¿Volvemos a lo de antes, Ana?

-Sí, señora... ¡Y mucho que vuelvo! Porque eso no se hace. ¡Tener ya envejecido, como quien dice, un amor en el pecho, y necesitar yo, su amiga y confidente, sacarle con tenazas lo poco que he llegado a saber!...

-Y ¿qué adelantaríamos, Ana, con que yo te hubiera dado cuenta de todo?

-Lo que se adelanta siempre en esos casos: por lo menos, hablar de ello a menudo.

-Un imposible. ¡Buen asunto para nuestras conversaciones!

-Se habla sobre el mejor modo de vencerle.

-Como yo sé que no lo he de vencer...

-Pues se la riñe a usted por haberse metido en tales honduras a tontas y a locas.

-Cuanto más se manosea una herida, más duele: es preferible hacer lo que yo hago, considerando la mía incurable: tratar de olvidarla en silencio.

-Pero, María -dijo aquí Ana acercando más su silla a la de su amiga, -hablando con toda formalidad-, ¿será posible que los síntomas que vengo observando en ti algún tiempo hace, y las pocas palabras que he podido arrancarte, acusen real y verdaderamente una enfermedad de tal naturaleza?

-¿De qué naturaleza? -preguntó María sorprendida.

-Me has asegurado que jamás tu padre aprobaría esa elección que has hecho...

-Y es verdad.

-Porque hay entre él y esa persona poco menos que un abismo.

-Cabal.

-Pues en ese abismo es donde se pierde mi curiosidad, María; que aunque todos los abismos convienen en ser «negros e insondables», según la fama (yo no he visto ninguno todavía), debe haberlos más y menos espantosos..., y hasta más y menos necesarios; y tales riesgos pueden existir para ti al otro lado del tuyo, que mi padrino haya obrado como un sabio al ponértele delante.

-Muchas gracias por el consuelo, Ana.

-No te lo dije por mortificarte, María, y perdóname..., pero escucha. Hay matrimonios, llamados imposibles, por discordancias de caracteres entre las dos familias interesadas; por diversidad de ideas religiosas o políticas; por notable desequilibrio en los bienes de fortuna o en la honra personal; por diferencia de alcurnias; y por último, los hay que, además, son ridículos, y si me apuras, grotescos, por no concordar los novios ni en caudales, ni en jerarquía, ni en educación. Con franqueza, María, ¿cuál de estos casos es el tuyo?

A lo cual dijo María con calor:

-¿Me prometes, si te lo confieso, responderme con la misma franqueza a las preguntas que yo te haga después?

-¿Sobre asunto parecido? -preguntó Ana.

-Idéntico, -respondió María.

Sonriose aquélla y dijo:

-¡Qué más quisiera yo, hija mía, que tener algo de eso que contarte!

-No trates de curarte en sana salud.

-Te contaré hasta mis aprensiones: ¿quieres más?

-Eso me basta. Trato hecho, y empiezo a cumplir mi compromiso..., es decir, a responder a tu pregunta.

En esto se oyó vocear a don Juan de Prezanes, que con sus compadres y Pablo continuaba charlando, a oscuras, en la sala. Sobresaltose Ana, más por lo especial del sonido que por la fuerza de la voz, y dijo a María interrumpiéndola:

-Se me antoja que no ha de ser muy duradera esta reconciliación si se dejan los genios a su albedrío. No va a haber otro remedio, María, que armar un pronunciamiento entre nosotras.

-¿Qué temes ahora? -preguntó María.

-Escucha a mi padre.

La voz de éste era recia y destemplada entonces.

-Ya que el diablo ha metido aquí la pata -decía,- echando sobre la mesa la envenenada manzana de la sempiterna cuestión de los genios dulces o amargos, déjese a cada cual defender el suyo en buena lid, que hablando se entiende la gente, y no metiéndose los dedos por los ojos, ¡caramba! Yo no pretendo ser mejor que nadie; pero tampoco me conformo con que otros presuman de ser mejores que yo. La forma no importa dos cominos: el fondo es lo que hay que mirar; justamente lo que menos se mira y se respeta en el mundo. Estoy cansado de oír: «don Fulano... ¡Gran sujeto!... Persona muy atenta, muy fina, incapaz de faltar a nadie»; y todo porque don Fulano jamás dijo una palabra más alta que otra, y tiene siempre una sonrisa en los labios..., hasta cuando despluma a su vecino, o vende la amistad jurada por un puñado de dinero o por cosa que no valga. Pues al contrario: «¡don Perengano!... ¡No se le puede aguantar; es un grosero; una fiera!», porque don Perengano se tasa en lo que vale y no engaña al mundo con sonrisas falsas.

-Te sales ya del carril, Juan -dijo entonces don Pedro.- Bueno es que el hombre lleve el corazón en la mano; pero en lo puramente genial, hay que irse con mucho tino; hay que contenerse, que dominarse un poco...

-Justamente, Pedro. Pero que no se eche toda la carga al irascible; que empiecen por contemplarle algo los que saben de qué enfermedad padece; que no le irriten; que no le puncen; que le concedan siquiera lo que en justicia se le debe... Y esto me trae a la memoria un ejemplo de todos los días. Cuatro personas se ponen a jugar, por pasar el tiempo. Tres de ellas son de las llamadas de mucha correa. Pierden, y permanecen serenas, inalterables, atentas, finas y comedidas en todo: lo mismo que cuando ganan. La otra persona es un hombre de los míos: nervioso, irritable, sulfúrico. Tócale perder a él, y comienza a descomponerse, y acaba por ser, real y verdaderamente, inaguantable... Pero ¿por qué? Por la falta de consideración de los demás. Lo que pierde es insignificante; y no es esto lo que le irrita. Acaso sea él el más desinteresado de todos; quizá, fuera de allí, sea un manirroto para el dinero, al paso que los otros tres den primero un diente que un ochavo. Pero a las primeras señales de su inquietud, comenzaron los señores «de mucha correa» a dejar de tenerla para él; a irritarle con gestos de desagrado, con sonrisas de burla o con palabras acres; hasta que, en fuerza de avivarse el fuego, llegó éste a la pólvora y voló la santabárbara.

-Pero ¿por qué el irascible no se contiene antes de dar ocasión a que sus compañeros, con razón sobrada, comiencen a renegar de él?

-Porque no puede: lisa y llanamente porque no puede. Cuando «los hombres de correa» pierden, no ven más sino que no ganan, que se les niega el naipe y que se levantarán de la mesa con unos reales menos de los que tenían en el bolsillo cuando se sentaron. Esto es todo lo que ven y esto es todo lo que sienten: nada de lo que siente y ve el otro.

-¿Qué puede ver y sentir ese otro, que más valga en el juego, aunque sea éste por mero pasatiempo?

-¿Qué puede ver y sentir? Un infierno de cosas y de impresiones. Ve, por de pronto, convertirse para él en leyes infalibles lo que para otros son coincidencias insignificantes. Por ejemplo: que las cartas sin valor que recibe y le hacen perder las bazas, son del palo de oros cuando da Fulano, o del de copas cuando da Mengano; que siempre que éste enciende un cigarro o el otro enreda con las fichas, le ganan a él un resto, o le dan codillo, o le acusan las cuarenta; que cada vez que Zutano se sonríe mirándole, le sacan uno a uno, y arrastrados ignominiosamente, los pocos triunfos que había podido adquirir... En suma, cada peripecia del juego parece fatalmente subordinada a un plan de la enemiga suerte. Jurara entonces que las figuras de la baraja, tendidas sobre la mesa, adquieren vida y movimiento, y que se burlan de él con sus caras ridículas y contrahechas. Pero hay algo más irritante aún que todo esto; y es una especie de diablillo que lo va señalando con el dedo para que nada pase inadvertido; diablo sin color ni formas, pero perfectamente visible a los ojos del espíritu excitado y vibrante. Toda esta infernal conjuración asedia sin descanso al jugador de mi ejemplo; y esto es lo que le incomoda y le saca de quicio; esto es lo que le ensoberbece y descompone, no los tres míseros ochavos que pierde en la partida; esto es, en fin, lo que no toman en consideración los hombres de «mucha correa» que le acosan en vez de ayudarle, no a ganar, que absurdo fuera entre contrarios, sino a vencer a los conjurados, con un poco de tolerancia y de afabilidad. ¡Valiente hazaña consuman los que de nada se quejan porque nada les duele! En cambio, quien tiene por naturaleza un manojo de cuerdas sonoras, ¿qué mucho que, cuando se le hiere, vibre alguna de ellas? Lo asombroso fuera lo contrario. Luego no se ha de buscar en él sólo el remedio contra ciertas desafinaciones de su temperamento, sino también en la prudencia de quienes se le acerquen y le traten.

-No me parece del todo mal esa teoría -dijo don Pedro- aunque algunos reparos se me ocurren en favor de las gentes cachazudas que juegan para divertirse y no para ejercitarse en la faena espinosa de conjurar las demasías de un compañero atrabiliario; pero ¿a qué viene toda esa cuestión aquí?

-¡Pues me gusta la pregunta! -repuso don Juan de Prezanes- ¿He sido yo, por ventura, quien la ha traído?... ¿O piensas que me mamo el dedo..., que no penetro lo que se me quiere decir?

-Por el amor de Dios, Juan, ¡no empecemos!

-¿Lo ve usted?... Ya voy yo a pagar los vidrios rotos.

-¡Te digo que no!

-¡Te digo que sí!

En este punto el altercado, entró Ana en la sala.

-Tiene razón mi padre -dijo muy formal y resuelta-: parece que se complace todo el mundo en llevarle la contraria. No es él quien ha sacado a relucir esa endiablada cuestión.

-Sí, hija mía, sí -añadió don Juan con nerviosa ironía-: si he sido yo, el insufrible, el energúmeno de tu padre. Aquí todos son buenos, mansos e inofensivos... Ya lo ves: hasta tu madrina calla como una muerta, señal de que también ella me quiere endosar el mochuelo... Y es natural, ¡como yo tengo la culpa!... De todo, ¡de todo lo malo la tengo yo, hija mía! Aquí no oirás otra cosa.

-Pero ¿qué quieres que haga yo, Juan -dijo doña Teresa muy apenada- si en cuanto comenzáis a hablar de eso ya me tiemblan las carnes? Lo que de buena gana haría, si pudiera, es poneros una mordaza algunas veces, como ahora.

-Con dar la razón al que la tiene, no se agravia a nadie y se evita que las cuestiones se caldeen, -observó don Juan de Prezanes.

-Pues figúrate que fue Pedro quien sacó la conversación...

-Yo no me he acordado de semejante cosa, ¡caramba! -saltó con presteza el aludido.

-Pues ni fue usted ni fue mi padre -dijo Ana.- Sépase de una vez la verdad: quien la sacó fue Pablo.

-¡Si no he despegado los labios hace media hora! -respondió el mozo desde un rincón de la sala.

-Pues sería yo..., o el diablo, que es lo más seguro -añadió Ana, incomodada de veras-. ¡Vea usted qué delito tan grave para que tanto nos empeñemos en sacudirnos de él! Tengan todos un poco de tolerancia, y verán cómo no pasan de lo justo las porfías.

-Por ese lado iban precisamente mis quejas, exclamó don Juan.

-Pues se quejaba usted con muchísima razón, -repuso su hija.

-Lo cierto es -dijo Pablo, tal vez respondiendo más a sus recónditos pensamientos que a las palabras que oía- que no bien comienza a sonreírle a uno un poco el corazón, ya tiene el nublado encima.

-Pues por esta vez al menos -contestó Ana- no han de faltarte brisas que le esparzan... Y le esparcerán... Ea, ¡ya le esparcieron!

Y como al decir esto se iluminara repentinamente la sala con los rayos de la luna, que reaparecía sin estorbos enfrente de las puertas del balcón, añadió con suma gracia, señalando al astro refulgente de la noche, mientras fijaba sus ojos picarescos en su padrino:

-¿Quién es el guapo que se atreve a desmentirme?

Celebró don Pedro con recias carcajadas la felicísima coincidencia, y aplaudiéronla los demás, excepto don Juan de Prezanes, que tuvo que morderse los labios porque no le desautorizara la risa que le retozaba en ellos.

-Y ahora -prosiguió Ana- sepan ustedes, si es que mi padre no lo ha dicho, como lo temo, que este santo que hoy se celebra aquí, tiene octava; en virtud de lo cual el señor don Juan Prezanes invita a ustedes a tomar chocolate mañana en su casa, donde espera demostrarles que si en rumbo y en despensa hay quien le aventaje, a nadie cede en cariño y buen deseo. ¿No es esto lo que usted pensaba decir, padre?

-Cabalmente -respondió de muy buena gana don Juan, que no había pensado en semejante cosa.- Sólo que con la conversación...

-Se le fue a usted el santo al cielo -concluyó Ana.- Eso sucede siempre que se habla de lo que no viene al caso. Y con esto, si ustedes no disponen otra cosa, nos retiramos mi padre y yo, que ya es hora.

Marcháronse, en efecto, tras una cordial despedida; y con marcharse estos personajes, se acabó el asunto del presente capítulo.




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- XIII -

Las alas de cera


Cuando Pablo y Nisco iban al cierro, su paso por las mieses de la vega era una continua observación y un incesante comentario.

¡Lo que puede la desidia! -exclamaba, por ejemplo, el primero, delante de un prado con matorros y mimbreras- Tres años hace no más que nació el primer escajo aquí. Con la punta de la navaja pudo arrancarse entonces: hoy da que rozar para medio día lo que se ve, y en una semana no desencasta los raigones el azadón. ¡Coja usted buena yerba así! Ni más ni menos que el que le sigue. ¿Te acuerdas de lo que era ese prado cuando le compró su dueño? La palma de la mano daba tanta yerba como él. Mírale hoy hecho una hermosura por beneficiársele mucho y a tiempo. Está visto que no hay tierra mala bien administrada, ni buena dejada en abandono... Después (yo no sé si tú has reparado en ello alguna vez): tal es la finca, tal es su dueño; según ella está de cultivo, así anda él de calzones.

-Lo que yo no acabo de entender -decía Nisco un poco más adelante- es por qué esta tierra, que es buena de por sí, ha de perderse por la charca que tiene en medio, cuando con una sangría, por la parte de abajo, saldría lo que daña sin llevarse la frescura que beneficia.

-¿Sabes de quién es la finca? -preguntábale Pablo.

-¿No he de saberlo?

-Pues sabiéndolo, ¿de qué te admiras, hombre? Su dueño es de los que ciegan de buena gana porque otros no vean. Esa sangría tiene que hacerse en el prado que le sigue y que peca de secano. Con las aguas que aquí sobran, ganaba mucho el otro, y hasta los de más abajo; y este hombre prefiere segar espadañas, juncos y rabos de zorra en agosto, en vez de yerba superior, a que el vecino la obtenga mediana por la virtud del riego regalado... Pues ¿qué diremos de esta heredad que hoy no da un garrote de panojas, en maíces tísicos, cuando antes era un granero de punta a cabo? Aprendió una vez el testarudo de su dueño que la cal es buena para las tierras, y, sin averiguar otra cosa, cuanta cal adquiere desde entonces, a la heredad con ella. Así la está abrasando, el pedazo de bárbaro, con lo mismo que, mezclado en las debidas proporciones, le produciría buenas cosechas.

-¡Qué quieres tú! No saben más.

-Pero saben reírse de quien les dice que se equivocan, como éste se rió de mí cuando le dije cómo debía hacerse uso de la cal, y en qué clase de tierras... ¡Buena va este año la heredad grande de tu padre!... ¡Vaya un bosque de maíces!... ¡Y qué muestra de faisanes!

-Milagros del abono, Pablo.

-Poca calabaza: así me gusta. Es fruto sin substancia, y roba mucha a la tierra.

-Pero campa en la heredad.

-Eso sí: gusta ver la planta, cargada de hojas como paraguas, arrastrarse larga, larga, dejando enredado acá un miembro y allá el otro, hasta poner al sol la cabeza sobre el retoño de la linde. Pero decía un médico viejo, a quien yo conocí, que de todas las calabazas del mundo no sacaría el mejor químico un adarme de substancia; y a esto me atengo. Fruto que no alimenta, ¿de qué sirve en la heredad, sino de estorbo?

Así llegaban al cierro, verdadero muestrario de cultivos; vasta extensión de terreno, labrado en la sierra inmediata al monte, bien soleado y circuido de un vallado con hondo foso, y erizado de una espinera blanca, recia y tupida, que en la primavera, cargada de flores, parecía un muro de nieve. Allí ensayaba Pablo sus atrevimientos de cultivador cuando estaba en el pueblo; y desde que era mozo y tan pronto como se acentuaron en él estas aficiones, nunca dejó de hacer una escapada desde la Universidad, con mucha complacencia de su padre, en la estación conveniente a sus propósitos; pues no era imposible, durante el curso universitario, acomodar las exigencias de las principales labores agrícolas, a los días de vacaciones.

Cómo volaba el tiempo para Pablo mientras estaba allí metido con Nisco examinando el cierro planta a planta y yerba a yerba, ponderando esto y lamentándose de aquello, lo uno porque respondía fielmente a sus imaginaciones, y lo otro porque le había producido un desengaño, lo comprenderá el lector sin que yo se lo explique en largas consideraciones, que habrían de fatigarle, y a mí también. Y ahora le advierto que si digo todo lo que dicho queda en el presente capítulo, de los entusiasmos campestres de Pablo, no es porque yo me imagine que le sientan bien a un mozo de su edad estas formalidades precoces, pues bien sabe Dios que con ellas solas y sin las muchachadas por que le reprendió su padrino, y la sencillez y noble despreocupación de que nos ha dado muestras, más apto le juzgara para zagal de un idilio cursi, que para personaje de una novela realista; dígolo para que, teniéndolo en cuenta el que leyere, dé toda la significación que le corresponde a la actitud en que, al día siguiente de haber refrescado la familia de don Pedro Mortera en casa de don Juan de Prezanes, sin detrimento de buena armonía, Pablo y su amigo, que no se habían visto desde la antevíspera, caminaban hacia el cierro del monte.

Iban el uno en pos del otro, lentamente y pensativos: Pablo tronchando yerbas y flores con una varita que llevaba en la mano, y Nisco, con la chaqueta al hombro y el sombrero sobre las cejas, arrollando y desarrollando maquinalmente con sus índices una hoja de maíz. Pasaron junto a un maizal en que habían hozado puercos muy recientemente, y ni una palabra arrancó a los caminantes el suceso; más adelante hallaron a una familia cogiendo una heredad, cosa que nadie pensaba hacer todavía en la vega, y ni siquiera se cansaron en preguntar si el maíz aquél se cogía por tempraniego o para secarlo en el horno... Aunque vieran cuervos picoteando las panojas, y maíces tronzados o seturas entornadas, señales de haber entrado bestias en la mies, y tal cual prado todavía con el pelo de agosto, seco, podrido ya y sin jugos... Nada, nada les ofrecía motivo para una sola pregunta, ni los sacaba de sus tenaces meditaciones.

Databan éstas, que no eran tristes por cierto, de la misma fecha. Las de Pablo nacieron del consejo que le dio su padrino delante de Ana; las de Nisco, de su conversación con María. Desde entonces andaban los dos camaradas como pareja de palominos atolondrados. Pablo, como quien despierta de un sueño agradable y se deleita en armonizar ideas no muy acordes, y en grabar en la mente imágenes fugaces y confusas; Nisco, viendo y palpando cuadros de bulto, con luz de colores y auras de tomillo y malvarrosa.

Entraron en el cierro sin hablar palabra, y con el mismo silencio llegaron al punto más alto de él... Y allí se sentaron subter viridi fronde, quedando ante su vista el panorama de Cumbrales y lo mejor de su vega. Llenose Pablo los ojos de aquel hermoso espectáculo, y el pecho de aquellos aires puros y fragantes, y no dejó Nisco de dar pruebas de que también sabía sentir la hermosura de la naturaleza. Diolas primero mirando con avidez aquí y allá, a pesar de sus cavilaciones; y, por último, rompiendo a hablar de esta manera.

-Lo que se recrea el hombre con visualidades como ésta, es mucho de todo, Pablo.

Nada respondió éste, y añadió el otro:

-Pues cuando uno tiene en sus adentros algo enternecida la entraña, por estimación a otra persona que le quita el sueño, dígote que cosa es que pasma cómo la ves onde quiera que pones los ojos, ni más ni menos que si la llevaras en ellos. Así es que resulta que esa persona, sin estar delante de ti en cuerpo y alma, es a modo de luz que te lo alumbra todo... Entiéndolo yo tal, sólo con las feguraciones de un bien querer..., porque no cabe en lenguas ni en papeles lo que uno viera, en salva la ocasión presente, si en manos de uno estuviera aquello que apetece o que puede apetecer, por convenirle.

Calló Nisco porque se enmarañaba y perdía entre estas metafísicas, y acaso también porque Pablo parecía estar más atento que a escucharle, a contar los varazos que se daba en sus piernas estiradas sobre el campo.

Tras otro rato de silencio, soltó Nisco, de repente y a quema ropa, esta pregunta a su amigo:

-¿Por qué no te casas con Ana, Pablo?

Con la cual pregunta sintiose el mozo tocado en lo más profundo del alma; sacudió el letargo en que yacía, enrojeciósele el semblante, y respondió, entre contrariado y satisfecho:

-¡También tú, Nisco?

-No pensé que naide me hubiera cogido en el dicho la delantera -replicó éste.- Siempre entendí que eso debía de ser; vino a cuento ahora, y te lo dije. Por las trazas, otros más que yo te han cantado la mesma solfa.

-¡Muchos! -respondió Pablo con la mayor sinceridad.

Sólo a Nisco se lo había oído en el mundo; pero hacía cuarenta y ocho horas que se lo estaba aconsejando el corazón, y el pobre mozo pensaba que no le hablaban las gentes de otra cosa.

-Y ¿qué es lo que te para -volvió a preguntarle Nisco- siendo cosa tan hacedera y conveniente?

-Ya trataremos de eso en tiempo y sazón, -respondió Pablo, mostrándose poco dispuesto a continuar hablando del mismo asunto.

Pasado otro ratito de silencio, dijo Nisco tímidamente:

-Pues, hombre..., ya que de eso no, bien pudiéramos tratar de algo que se le ameja, respetive..., a otra persona. ¿Paécete, Pablo?

-Tú dirás, -respondió éste con escaso interés.

Se le bajó el color a Nisco entonces; empañósele la voz un tantico, señales de que iba a acometer arriesgada empresa, y habló así:

-Amigo eres mío, o no le tengo en el mundo; un sentir me enternece de un tiempo acá, y contigo le quiero tratar como corresponde. Si, llegado el caso, el sentir te ofendiere, cuenta que no te le dije, y perdona..., pero considera que si de él te hablo ahora, es porque ya no me cabe en la entraña.

Con este exordio se despertó un poquillo la curiosidad de Pablo. Miró éste a su amigo, y díjole para animarle:

-Veamos qué es ello, señor enamorado.

-Bien sabes tú -prosiguió Nisco- que hay un decir que dice que la primera vez que se quiere es cuando se quiere de veras... Pues yo te puedo asegurar que ese decir es una mentira muy gorda. Quise yo a..., esa probe muchacha que está loca por mí, y antojóseme que aquello y no más era lo que había que ver en el mundo. Parecíanme de mieles sus palabras; soles sus ojos, el mesmo cielo su cara, y su cuerpo, estampa de la gracia andando; pero, hablando con verdad, aunque todo esto me paecía, ni me quebrantaba el apetito ni me quitaba el dormir..., como ahora me pasa con esto otro, Pablo; que tal es, que no puedo con ello. Yo nunca tuve este desgano que me añuda el pasapán; ni este temblor de allá dentro, que me engurruña y apoca; ni este acabarme en sospiros día y noche; ni esta congoja del arca, como tengo de antayer acá, sin hora de sosiego.

-¿Desde anteayer lo tienes, Nisco? -preguntole su amigo.

-¡Desde antayer, Pablo; desde antayer lo tengo!

-¡Malos vientos corrieron ese día! -dijo Pablo sonriendo- ¡Ni aunque hechizos los trajeran! -respondió Nisco sin penetrar la intención de su amigo- Desde entonces es cuando ni el sueño me busca, ni el pan me sabe, ni el trabajo me rejunde... Tal me pasa, Pablo; tal te cuento, y el porqué sabrás también, si no te ofende.

-Vamos por partes -dijo Pablo, conteniendo a su amigo que iba animándose por instantes.- Supongo que esa mujer que tales impresiones te causa, valdrá más que Catalina.

-¡Qué tiene que ver!...

-Será más guapa...

-¡Qué tiene que ver!...

-Más rica...

-¡Qué tiene que ver!...

-Vamos, una medio-señora.

-Medio ¿eh?... ¡Tan señora como la que más!

-Y ¿quiérete como tú la quieres?

-Eso es lo que yo no sé a punto fijo, Pablo.

-Pero ¿lo sospechas?

-Barruntos y feguraciones tengo, que bien pudieran engañarme. Por eso quiero hablar contigo y oír tu parecer.

-Pues voy a dártele en seguida.

-¡Si no te he relatado el caso!

-No lo necesito..., ni lo deseo, -dijo el mozo, muy formal.

Si receló algo que no le hizo gracia, jamás se supo; pero es averiguado que habló al hijo de Juanguirle de este modo:

-Nunca te pregunté, Nisco, por qué dejaste a Catalina; pues nunca me hablaste de ese asunto, y a mí no me gusta meterme donde no me llaman. Ahora me llamas, y te lo pregunto. ¿Por qué la dejaste?

-Porque me gustó la otra más que ella, -respondió Nisco sin titubear.

-Pues eso es una mala partida, y, además, un mal negocio para ti. Así lo entiendo y así te lo digo. Tú, con tu chaqueta, tus rizos y tus labranzas, con el hacha en la mano o bailando en el corro en mangas de camisa, eres un mozo como no hay otro en estos lugares; pero échate encima de repente una levita y arrímate a una señora, y hasta los muchachos te correrán; porque todo eso que has aprendido y antes no sabías, si te levanta mucho sobre los de tu condición, te deja todavía a cien leguas de lo que pretendes. Doy por hecho que una dama como la que sueñas te elevara a su altura de la noche a la mañana, porque hay gustos para todo: ¿qué ibas ganando en ello, valiendo, donde te ponían, mucho menos que tu mujer? Y yo creo, Nisco, que el matrimonio en que el marido no sabe guardar su puesto, es mal matrimonio; y el puesto se guarda valiendo el marido más que la mujer, es decir, siendo rey y señor de su casa, no sólo por más fuerte, sino por más entendido en cuanto les rodee en la esfera que ocupen ambos. Cuanto más tenga la una que aprender del otro, más se ufanará con él y más alta se pondrá en la consideración de las gentes. Pues dame el caso a la inversa, y verás a los dos en la picota de la zumba; porque ésa es la ley..., y así debe de ser. Y si esto sucede aun siendo la mujer y el marido de una misma alcurnia y de idéntica educación, ¿qué no sucederá cuando, además de ignorante, él es tosco destripaterrones, y ella una dama culta y discreta? Y ¿cómo la mujer que comienza por avergonzarse en público de las groserías de su marido, no ha de concluir por perderle la estimación, y hasta por aborrecerle en secreto? Pues a todo esto se expone, a mi entender, quien intenta lo que tú, de golpe y porrazo y sin limpiarse antes las costras del oficio, rodando mucho por el mundo y calándose los hábitos de señor por sus pasos contados. Este es, Nisco, mi parecer.

Con las alas del corazón lacias y caídas le recibió el presuntuoso hijo del alcalde, que mayores alientos aguardaba de su amigo. ¡Y eso que Pablo sólo conocía hasta entonces el pecado! ¡Qué no se le ocurriera si también le fuera conocido el nombre de la pecadora!

Guardole Nisco en lo más recóndito de su memoria, y callose como un muerto.

No por verle mudo y abatido se ablandó Pablo, que era la misma sinceridad. Antes bien, tomó el punto donde le había dejado, y añadiole estas palabras:

-Por supuesto, que tú no estás enamorado.

-¿Qué no? -exclamó Nisco casi haciendo pucheros.

-No -insistió Pablo-. El amor necesita algo en que fundarse, y aquí no hay más base que el viento de tu cabeza. Eres presumido; eres ambicioso; antojósete que venían las cosas por el camino de tus deseos..., y eso es lo que hoy te atolondra: la hinchazón de tu vanidad, por una ganga entre cejas. Ni más ni menos. ¡Y por esa majadería, que no pasa de un sueño tonto, dejas a Catalina!

-¡Dale con esa..., miseria! -gruñó Nisco despechado y nervioso.

Cargose Pablo de veras, y le enderezó estas razones:

-¡Miseria Catalina!... ¡La mejor moza del pueblo! ¡Tan rica como tú! ¡Honrada como la que más!... ¿En qué la aventajas, meleno? ¿Dónde habría matrimonio más igual y más lucido? ¿Dónde te vieras tú más honrado, más en tu puesto, más rey y señor de tu casa, que siendo marido de Catalina, que se miraría en tus ojos y te adivinaría los pensamientos? Y ¿qué otra cosa necesitas tú, con la cuna en que naciste, la educación que tienes y el oficio que traes, para no envidiar ni al rey en su trono?... Yo no sé adular, Nisco.

-¡Bien se te conoce, paño! -respondió éste, de muy mal humor.

-Tú lo has querido.

-Es verdad; pero no lo conté tan amargo.

-Por tu bien lo dije como a mí me sabe.

-Se agradece el deseo, Pablo; pero..., cada uno es cada uno..., y yo me entiendo.

-Pues buen provecho te haga lo que te espera, si oyes más a tu vanidad que a mis consejos.

Y con esto se acabó la conversación. Levantose Pablo, imitole Nisco; y ambos, después de dar una vuelta maquinal por el cierro, sin hablarse palabra, volviéronse a Cumbrales, mudos también: pensativo, pero no triste, el uno; acongojado, lacio y gemebundo el otro.




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- XIV -

Por lo fino


Pablo contaba uno a uno los días que iban corriendo sin que desapareciera la extraña impresión que le había causado aquella palabra prosaica y vulgar, dicha por su padrino delante de Ana, y observaba, con asombro, que cuanto más tiempo corría, más honda se le grababa dentro de su corazón. Arrastrábanle fuerzas invencibles y desconocidas hacia el objeto de sus nuevas ansias; y, al hallarse a su lado, antes crecía que se calmaba la singular anhelación de su espíritu. Porque Ana no era entonces la traviesa y desengañada amiga de otras veces, que le entretenía, sin cautivarle, con donaires y zumbas en casto y fraternal abandono. Parecía haber perdido el atrevimiento, o, cuando menos, la confianza; y a menudo encomendaba a sus ojos tímidas empresas que debían acometer los labios. Estas miradas, al hallarse en el camino con las de Pablo, producían choques magnéticos, que repercutían en el corazón del sencillo mozo y se revelaban en Ana enrojeciendo sus tersas mejillas; y aquel color era para Pablo algo como fuego en que iba fundiéndose poco a poco el hielo de sus pasadas frialdades.

Cuando transcurrió una semana y vio el hijo de don Pedro Mortera que estos fenómenos continuaban en progresión creciente, declaró de gravedad el caso. El cual tenía para él dos aspectos muy distintos: risueño el uno, y desagradable el otro. Risueño, porque, desde la altura a que se había elevado su espíritu, descubría espacios y horizontes que jamás había contemplado con los ojos del sentimiento. Encantábale el espectáculo por nuevo y por bello, y de aquel mundo quería hacer, y hacía desde luego, la patria y el paraíso de su alma. Pero este mismo arrobamiento, tan dulce y sabroso, le alejaba del mundo de la realidad y de sus viejas tendencias y aficiones; de activo, fuerte y despreocupado, transformábale en muelle débil y caviloso; extrañábanle las personas de su trato, y él mismo se consideraba desarraigado y sin apego dentro del hogar y en el seno de la familia. Este era el aspecto desagradable del caso.

Pero el mozo se arreglaba mal con las situaciones complejas y con los caminos enmarañados; quería, aunque fuera escabroso, suelo firme y luz para caminar; considerábase a oscuras y en una senda erizada de obstáculos inextricables; no podía retroceder, porque la vehemencia misma de sus deseos le había cortado la retirada; y entrose por derecho, resuelto a llegar pronto adonde se viera claro y se pisara en firme.

Buscó a Ana, y la dijo en cuanto estuvo a su lado y sin testigos:

-¿Qué es esto que me sucede desde el día en que tu padre, delante de ti, me aconsejó que me casara?

Siempre sobresaltan a las jóvenes preguntas de esta clase, aunque las esperen; y Ana, con ser tan animosa y resuelta, de ordinario, no solamente se sobresaltó al oír la de su amigo, sino que se vio en grandes apuros para contestar, entre latidos del corazón y desmayos del espíritu, estas pocas palabras:

-Pues ¿qué te sucede, Pablo?

-Sucédeme -añadió Pablo- que desde aquel instante parece que me he transformado de pies a cabeza; que no soy lo que antes era; que miro y veo de otro modo, y siento en otra forma... En fin, Ana, que me desconozco. ¿Qué pasó allí?... Yo recuerdo que te miré, y jurara que lo hice sólo por curiosidad; que tú me miraste también, y que las dos miradas se encontraron; que tus ojos, que nunca fueron cobardes, huyeron entonces, y huyendo siguen, de los míos; que de aquel choque repentino resultó algo, a modo de luz, con la que yo vi acá dentro, en lo más hondo y oscuro de mí mismo, cosas que jamás había visto ni pensado, y sentí lo que nunca había sentido. Al propio tiempo, aquella luz, y tú, y mis ojos, y los tuyos, y mi corazón, y mis pensamientos... Y el aire que nos rodeaba, y el cielo que se distinguía..., todo era una misma cosa; cosa que yo no podía explicar, porque era más de sentir con el alma que de ver con el entendimiento. Apartéme de ti, y el encanto no se deshizo; pero noté que viéndote como eres, pintada en mi memoria, daba el mayor regalo a mis deseos. Desde entonces acá, en cuanto miran mis ojos sólo a ti ven; y si el campo y el aire y el sol me recrean, es porque todo lo contemplo con el ansia que siento, sin cesar de sentirla, de verte y de oírte. Esto no me pasaba a mí antes; yo te conocía y te trataba, como te conozco y te trato ahora, y tú eras la misma que eres. ¿En qué consiste esta mudanza?

Se deja comprender que Ana oyó toda esta parrafada, ruborosa y un tanto conmovida, y que, llegado el caso de responder a la ociosa pregunta final, lo hizo del modo más sencillo, natural y elocuente: clavando los ojos tímidos en Pablo y callándose la boca.

-¿No lo sabes? -añadió el impetuoso y sencillote galán- Pues lo mismo que ahora, me miraste aquel día, y la misma luz había en tu mirada. ¿Sientes, al mirarme, lo que siento yo, Ana?... ¿O es que tus ojos queman, sin abrasarte?

Sonriose la joven y preguntó, a su vez:

-¿Nunca habías pensado en mí hasta ahora, Pablo?

-Sí que he pensado, Ana; pero sin ser esclavo de esos pensamientos. Cavilando hoy en lo que he sido, en fuerza de asombrarme de lo que soy, acuérdome de que, en mis ausencias, era tu pensamiento el que más asaltaba en ciertos actos de la vida: por ejemplo, si me ponderaban una mujer por aguda o por hermosa, contigo la comparaba para calcular lo mucho que le faltaba para valer lo que decían; si algo me robaba la atención por nuevo o por divertido, lamentábame de que tú no lo vieras también; si un trapo de moda caía con gracia en el cuerpo de una elegante de fama, pensaba yo lo mucho más que luciría en el tuyo..., y así por este orden. Pero después se borraba el recuerdo con otros bien distintos. En fin, que, sin dejar de quererte mucho, pensaba yo que te quería..., como quiero a mi hermana, supongamos. ¡Pero esto otro es muy distinto!

-Y si estuviera en tu mano la elección -preguntole Ana- ¿con qué te quedarías, Pablo? ¿Con esto que hoy te asombra y desasosiega, o con lo que ayer sentías muy tranquilo?

-¿Quién deseará cegar, Ana?

-¿Y dices eso y lo sientes, y no sabes lo que es?

-Sí, lo sé, Ana, lo sé..., es decir, sé como lo llaman las gentes en el mundo: lo que ignoro es por qué lo siento ahora y no lo sentía antes; por que bastó una palabra casual para que del encuentro de dos miradas que tantas veces se habían encontrado sin conmoverse, se produjera en mí cambio tan raro y pronto.

-¿Y eso te asombra, Pablo?

-¿No ha de asombrarme?

-Oye un ejemplo. Sobre un hogar frío hay un montón de ceniza; pasas delante de él una y cien veces, y nada ves allí que la atención te llame. De pronto, hace la casualidad que las cenizas se remuevan, y aparece el fuego que ocultaban... ¿Lo entiendes?

-¿Luego tú crees que yo llevaba conmigo el fuego, y que la palabra de tu padre aventó las cenizas que le cubrían?

-Eso mismo.

-Pero el que brilló después en tus ojos, ¿dónde estuvo primero?

-¡Qué más te da, si le había?

-Pero no te sorprende el hallazgo.

-Porque tenía que suceder..., porque le esperaba.

-Y ¿por qué le esperabas?

-Porque..., porque Dios es justo y bueno.

-Mira -dijo aquí el mozo, echando el resto-: hablemos ya para entendernos de una vez: esto que yo siento, es amor, no tiene duda; y empiezo a comprender que es verdad lo que de él cuentan los enamorados: bien correspondido, da la vida; pero también es puñal que mata si no halla esa correspondencia... ¿Siéntesla tú en el pecho, Ana?

Cruda fue la pregunta, y harto excusada, por cierto; pero ya se habrá notado que a Pablo le gustaba mucho que le pusieran los puntos sobre las ii, y Ana no tuvo otro remedio que responder clara, precisa y terminantemente, según el sentir de su corazón; sentir tan viejo en ella, por las trazas, como las ya fenecidas indiferencias de Pablo; con lo que éste se encalabrinó hasta el punto de que quiso hacer público el suceso y llevar las tramitaciones por la posta.

-No tanto, Pablo, -díjole Ana entre chanzas y veras- que no por andar de prisa se llega primero. Nadie nos corre ahora; y no te vendrá mal un noviciado, aunque sea breve. No siempre se logra el fuego de que antes hablábamos: muchas veces se muere a poco de haberse descubierto. Cuida mucho el tuyo, y cuando estemos seguros de que no ha de apagarse, yo te avisaré. Reparte el tiempo entre ese cuidado y tus quehaceres y diversiones, lícitas, se entiende; mucho juicio... Y apártate allá ahora y haz que te paseas, que llega tu padrino.

Desde aquel día ya supo a que atenerse Pablo; penetró en los laberintos que le obstruían la senda y halló la luz que echaba de menos; y sin descender con la fantasía del Olimpo a que le habían elevado sus nuevas impresiones, volvió a ser en Cumbrales el amigo de Nisco, el jugador de bolos, el cultivador del cierro, el amante incansable de la naturaleza y de las costumbres de su país... Todo, menos el concurrente a zambras y bureos, como alguna vez lo fue, según nos dijo su padrino, en ocasión bien señalada para esta parejita de nuestros personajes. Es decir, que la pasión de Pablo dejó de ser impetuoso torrente, e iba transformándose en manso, rumoroso y cristalino arroyo (como dicen los poetas), con harto gusto y complacencia de Ana, que fundaba en el amor firme y arraigado de aquel noble mancebo todas las aspiraciones de su vida.




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- XV -

Verdades amargas


¡Qué distintas de las de Pablo corrían las horas para Nisco! Aquellos pensamientos, dulces como las mieles, altos y relucientes como el sol y la luna, que saboreaba y entreveía el hijo de Juanguirle, sus dejos tenían ya de la ruda amarga en que el desengañado amigo los había empapado al hundirlos en la charca terrena y prosaica de sus consejos sesudos. Ya no arrullaban los sueños del presumido mozo dulces sinfonías, ni visiones de palacios de oro, donde reinas y emperatrices le vestían y le calzaban, duques eran sus mayordomos, y marqueses sus criados. Muy de continuo sentía el cencerreo del ganado en la vecina cuadra, y en sus espaldas los duros bodoques del mal tundido colchón de su pobre lecho; realidades de la vida más poderosas ya que las encantadas imaginaciones de otros días bien cercanos.

No se entienda por esto que daba Nisco por perdidas sus esperanzas; pues bien sabe Dios que aún las mimaba y las consentía, porque el esencial fundamento de ellas no había padecido, que él supiera, menoscabo alguno. Pero era indudable que en la senda de flores que recorría había topado con un tropiezo de mucha cuenta. Las palabras de Pablo fueron claras y terminantes; y esto era muy grave, no tanto por ser de quien eran, cuanto por estar muy puestas en razón. Así le dolían a él en lo más hondo de su vanidad; así las recordaba y exprimía a cada instante, y muy especialmente cuando se miraba al espejillo colgado debajo del cuarterón de su ventana; como si no comprendiera entonces, aunque lo temiera mucho, que aquellos sus rizos pegados a las sienes, el mirar blando de aquellos sus ojos negros, aquella su belleza toda, en fin, con el saber adquirido, por su voluntad, y el buen querer de su corazón, no eran alas bastantes para volar hasta el sol que había contemplado cara a cara sin deslumbrarse. Desde el suceso del cierro (más de ocho días) tres veces nada más había estado en casa de Pablo, y otras tantas se habían visto y hablado los dos en la calle; pero en la calle y en casa, Pablo no era el amigo íntimo y afectuoso de antes: hallábale Nisco frío, reservado y lacónico hasta la sequedad; y como ignoraba los verdaderos motivos de este cambio, achacábale a lo que más temía; y esta aprensión le abrumaba el espíritu, porque, para ayuda de sus males, ¡se conjuraban contra él tantos elementos!...

Saliendo la última vez de casa de Pablo, mustio y compungido, porque, como en las dos anteriores, halló a su amigo reservado y serio, cerrada la puerta de la sala y los pasadizos desiertos, topó, cerca de la portalada, con la Rámila que iba a entrar por ella.

-¡Hola, guapo mozo! -díjole la vieja, al notar que no le gustaba el encuentro-. No pensé que eras tú de los que temen.

-¡Temer yo! -respondió Nisco de mala gana- ¿Por qué había de temer cosa alguna?

-Eso es señal de que no la has hecho. Ya sabes: quien no la hace...

-¡Ya se ve que no la he hecho!

-¿Estás muy seguro de ello, Nisco?

-No recuerdo haberla ofendido a usted.

-¡Otra, bobo!..., si no se habla de mí. Si de mí se hablara, igual fuera de más que de menos. Me han hecho tantas, que ya no reparo. Pero bien pudieras habérsela hecho a otros.

-¡A nadie!

-¿Ni siquiera a Catalina, santuco de Dios?

-¡Dale otra más!... ¡Mire usted que es tema, puño! -dijo Nisco machacándose con los suyos cerrados en las caderas- Y a usted ¿qué le importa? Y por último, usted ¿qué sabe?

-¿Pues no he de saberlo? ¿No ves que soy bruja, tocho?... El que me importe o no, ya es distinto, y sobre esto no reñiríamos en ningún caso; pero te importa a ti, y, porque te importa, te voy a contar un cuento.

Nisco no sabía a qué santo encomendarse en aquel trance, ni sobre qué pie echar el cuerpo para descansar mejor, en el desasosiego que le consumía. De largarse trató, para cortar por lo sano; pero la vieja se le atravesó delante, y, a mayor abundamiento, le agarró por las solapas de la chaqueta y le dijo muy seria:

-¡Escúchame..., o te muerdo!

Tembló Nisco al oír aquella amenaza en tal boca, y respondió, resignándose a la fuerza:

-¡Pero acabe pronto!

-En dos palabras te despacho -dijo sonriéndose la vieja; y añadió en seguida-: Amigo de Dios, éste era un mozo soltero, con pocos bienes de fortuna, pero amañado y trabajador que pasmaba. Pasábase lo más del día en el monte cortando varas de avellano para hacer en su casa zonchos y adrales, que vendía en ferias y mercados; trabajaba además un poco de tierra prestada, y tenía una vacuca en aparcería. Así iba tirando el hombre de Dios, con los calzones remendados y no muy llena la barriga, pero en buena salud y muy contento, porque no había conocido cosa mejor. Pues, señor, que estando un día en el monte y en lo más espeso de él, porque en lo más espeso se jallan siempre los buenos avellanos, corta esta vara y corta la otra, cátate que oye tocar el bígaru2 adjunto a sí mesmo, y de un modo que gloria de Dios daba el oírle. Y oyendo tocar el bígaru tan cerca, y no viendo por allí pastor que pudiera hacerlo, fuese detrás del son; y yéndose detrás del son, apartaba las malezas; y apartando y apartando, llegó a un campuco muy majo, donde vio el bígaru solo arrimado a una topera grande y sonando sin parar. Pues, señor, qué será, qué no será, acercose a la topera, y vio que en el borde mesmo de ella y con las patucas metías en el ujero, estaba sentao un enanuco, menor que este puño cerrao, y que este enanuco era el que tocaba el bígaru. Viendo el enanuco al mozo, deja de tocar y dícele: -«¿Qué hay, buen amigo? -Pues aquí vengo», respondió el otro, «por saber quién tocaba tan finamente; pero si es que estorbo, me volveré por donde vine». A lo que volvió a decirle el enanuco: -«¡Qué estorbar ni que ocho cuartos, hombre!... Sépaste que para que tú vinieras he tocado yo». Pues, amigo de Dios, que en éstas y otras, métense en conversación el enanuco y el mozo, y cuéntale el mozo al enanuco todos los trabajos de su vida. Y contándole todos los trabajos de su vida, dícele el enanuco al mozo: -«Pues amigo, de todo eso era yo sabedor y noticioso; y porque lo era, te llamé para preguntarte qué deseas en premio de tu hombría de bien». A lo que respondió el mozo: -«Con que fuera mío lo que a renta y en aparcería llevo, y dos tantos más para vivir sin esta fatiga del monte, que es la que me quebranta, creyérame el más rico del lugar y no envidiara al rey de las Indias. -Pues tendrás lo que deseas, si eso te basta», dijo el enanuco. Y volvió a responder el mozo: -«Me basta, y hasta me sobra, si bien se mira lo que hasta hoy he tenido y el mal uso que haría de cosa mejor, por desconocerla». Conque, amigo de Dios, cátate que le dice en esto el enanuco: -«Coge de esta tierra que ves junto a mí, y échatela en el pañuelo». Asombrose el mozo, porque pensó que el enanuco se burlaba de él, y tornó a decirle el enanuco: -«Cógelo, hombre, sin recelo, que de ello tengo yo llenos mis palacios, a los que se va por este ujero en que estoy». Por si era o por si no era, el hombre sacó del seno el moquero, y echó en él una buena mozá de aquella tierra, y añudó luego los picos. Y díjole entonces el enanuco: -«Ahora, vete a casa, y cuando te acuestes, pon debajo de la almohada esa tierra, según está en el pañuelo. Al despertar mañana, verás si te he engañado». Pues, señor, que lo hizo como se lo mandaron; y ¡quién te dice a ti que, al despertar al otro día con el sol, abre el pañuelo, y ve que la tierra se ha convertido en ochentines y onzas de oro!... ¡Más de mil había entre unos y otras! Como que el pobre zonchero pensó enloquecer su alegría. Pues, señor, que, entrando en su quicio poco a poco el mozo, empezó a echar sus cuentas: tantos carros de tierra así; tantos asao; tantas reses de esta clase; tantas de la otra; el carro de tal modo; la casa de cuál otro... Y cátale en poco tiempo con unas labranzas de lo mejor y unos ganados que tenían que ver: bien comido y bien trajeado, y con buenas onzas sobrantes al pico del arca; motivao a lo que las mejores mozas le persiguieron, echándole memoriales con los ojos. Y bien lo merecía, que, no por ser buen mozo y rico, dejaba de ser trabajador y honrado, como cuando era pobre. Pero, amigo de Dios, cátate que un día se le antoja ver un poco de mundo, cosa que jamás había visto, y plántase en la ciudad, de golpe y porrazo. ¡Él que allí se ve entre tanta gala y señorío!... ¡Madre de Dios!... ¡Aquéllas sí que eran mozas, con sus vestidos de seda y sus abanicos y sus lazos de crespón y sus caras de rosa de mayo! ¡Aquéllos sí que eran mozos, con sus casacas de paño fino, sus borlajes de oro y sus botas relucientes! ¡Y qué vida la suya! Éste a caballo, aquél en coche; el otro de brazalete con la señora; paseo abajo, paseo arriba; comedia aquí, valseo allá; buena mesa, muchos sirvientes y gran palacio... Vamos, que vivir así y vivir en la gloria, pata. De modo y manera, que volvió el mozo a su pueblo pensando ser la criatura más desgraciada del mundo. Volviendo así a su pueblo, cogió duda a la borona, dio en aborrecer el trabajo, y los días enteros se pasaba pensando en aquello que había visto, y en ser un caballero de los más regalones; y pensando de esta manera, quería una dama por mujer, y no había que mentarle las mozas de su lugar, que todas le parecían poco para un personaje como él. Pues, amigo de Dios, que abandonó las labranzas por entero, y tuvo que comer de lo agorrao, mientras le andaba cierta idea en el magín, que no se atrevía a poner por obra; pero cátate que no tuvo otro remedio que ponerla, porque lo agorrao iba a acabarse, y él no estaba por volver a trabajar las tierras que tenía en abandono. Un día unció los bueyes al carro, puso en él media docena de sacos vacíos, y arreó hacia el monte; y arreando hacia el monte, llegó al sitio que buscaba; y llegando a aquel sitio, oyó sonar el caracol del enanuco; y oyéndole sonar, se acerca al enanuco y le dice:

-«Hola, buen amigo: pues yo venía a darle a usted las gracias por el favor que me hizo tiempo atrás, y a pedirle otro nuevo, si no ofende. ¡Qué ha de ofender, hombre!» respondió el enanuco. «En siendo cosa que yo pueda, pide con libertad». Alegrósele el corazón al mozo, y tornó a decir al enanuco: -«Pues yo deseara llenar estos sacos que traigo aquí, de la misma tierra que usted me dio la otra vez. -Todo este campo es de ella», respondió el enanuco; «conque así, cava donde quieras y llénalos a tu gusto. No te olvides de ponerlos esta noche cerca de la cama para abrirlos en cuanto despiertes al amanecer». Y con esto, metiose el enanuco por el ujero a los sus palacios; con lo cual quedose solo el mozo; y cava, cava, en un periquete llenó de tierra los sacos, y se volvió a casa con ellos más contento que unas pascuas. Llegó la noche, acostose, durmió poco con la brega que traía en el magín, y al amanecer ya estaba el mozo más listo que las liebres; y estando más listo que las liebres, pensaba en abrir un pozo muy hondo para guardar tantas onzas como iban a salir de aquellos sacos; y pensando en esto, los abrió; y abriéndolos... ¡Hijo de mi alma!... No encontró en ellos más que la tierra que había cavao en el monte. Quedose en la agonía el pobre hombre; y quedándose así, llegó a consolarse cavilando que, mirando bien las cosas, con lo que ya tenía de antes le bastaba; y cavilando esto, fue al cajón donde guardaba las pocas monedas sobrantes... ¡Y tierra eran también, como la de los sacos!... ¡Y tierra los papeles de sus compras! Fue a la cuadra... ¡Y montones de tierra los bueyes!... ¡Y montones de tierra el ganado que pagó con el dinero del enanuco! No quedaba allí otra bestia que la vaca en aparcería. Reparó entonces en la casa, y vio que era la misma en que él vivía cuando era pobre zonchero: a la puerta había un coloño de varas y unos adrales a medio hacer. Gimió y golpeose, el venturao; y al monte fue a contar su desgracia al enanuco; pero el enanuco le dijo: -«Eso que te pasa, no puedo remediarlo yo: quien por mi mano te dio la riqueza que has menospreciado, te dice ahora por mis labios que la miseria en que vuelves a verte es el castigo que da Dios a los cubiciosos que quieren pasar de un salto, y sin merecerlo, de zoncheros bien acomodados, a caballeros poderosos». Y colorín colorao... ¿Qué te paece del cuento, Nisco?

-Pues no me paece cosa mayor -respondió Nisco, que había estado escuchándole con la boca abierta.- Pero, valga o no valga, ¿por qué me le cuenta usted aquí?

-Cuéntotele aquí, porque, como dijo el otro, aquí te cojo y aquí te mato; y cuéntotele también, por si conociste tú al zonchero, o a persona que se le ameje siquiera en los humos de la chimenea.

-¡Yo no conozco ni he conocido a nadie de esas señas!

-Pues yo sí, Nisco. Yo conozco a uno, amejao al zonchero en las infladuras de la vanidá; un mozo que, por tener de todo, tuvo una novia como unas perlas, que por él se moría y por él se muere.

-¡Bah, bah! -dijo aquí Nisco clavándose en la alusión de la vieja- ¡No me venga con coplas!

-No son coplas éstas, -replicó la Rámila impertérrita-: son verdades como puños, que te importan más que a mí. Hace ya mucho que andas caminando hacia el monte con los sacos vacíos en el carro; y te salgo al encuentro para decirte que te vuelvas, porque sé lo que te aguarda si los llenas como el zonchero. Aquellos tesoros no son para ti, pobre tonto, que guardados están para quien mejor los merece. Buenos los tienes en tu casa; vuélvete a cuidarlos, que tierra será para ti el mejor de todos ellos, si la cubicia llega a descubrírsete como al otro. Yo sé que hoy te quiere Catalina más que antes te quiso: pero también sé que no te querrá así el día en que tú seas la rechifla de Cumbrales. Y ahora, vete con Dios y perdona el poste; pero no olvides el cuento de el zonchero cubicioso, que has de agradecérmele.

Con lo que la Rámila se entró en la corralada de don Pedro Mortera, y Nisco tomó el camino de su casa, mustio y contrariado... Y voy a lo que decíamos de los elementos conjurados contra los planes de este mozo: no bien abocó al estragal, encarose con él Juanguirle, que iba a salir a picar leña en la accesoria, y le echó un trepe que ardía. En conclusión le dijo:

-¡Por vida del chápiro verde, que no sé qué te hiciera para quitarte ese hipo de monja en viernes!... Pues mira que si con guantadas se curara, ya tenías un par de ellas encima. ¡Dígote con los hombres de ahora, voto a briosbaco y balillo! Si tienes un pesar, dile o revienta... Si son chapucerías de desjuiciado, acuérdate de que eres hijo de un hombre de bien, El demonio me lleve si yo sabía la menor cosa hasta que tu madre me lo dijo esta tarde, por haberlo aprendido ella en el río. Contábate, como yo, con los cinco sentidos puestos en la muchacha, que, en ley de verdad, vale más que tú; cuando salimos con que..., ¡por vida del chápiro verde!, resulta que no hay nada de lo dicho, porque el fachendoso del hijo mío hace una eternidad que volvió las espaldas. El porqué, tú lo sabrás: yo no le sé ni le sabe tu madre; y en la muchacha no consiste, que así lo juró cuando tu madre topó con ella al volver de lavar y la hablo del caso, porque debía hacerlo. De nada te acusa más que de ausencia; por leal se afirma y con llorar se venga. Esto la ensalza, si juró verdad, y a ti te honra poco, Nisco... Y a mí no mucho, que tu padre soy. Si el serlo te encoge para hablar conmigo de esos particulares, no se los calles a tu madre cuando venga de la mies y te busque la lengua..., porque ha de buscártela, y con mucha razón. Lo que yo te digo es que, inocente o culpado, vuelvas a tus cabales y cumplas con tu deber, que no tienes rentas para hacer vida de señor manido entre cristales... ¡Y en qué tiempo, voto al chápiro! Cuando asoma la cogedera y más brazos se necesitan en casa, y cuando me veo con una zancadilla a cada vuelta que doy en el ayuntamiento. Porque has de saberte que hasta de las locuras de don Valentín se quiere sacar partido por la gente que allí me han puesto para que tu padre caiga en la trampa, ya que no quiere cerrar los ojos a sus fechorías..., porque aquello, hablando en claridá, es una ladronera consentida... Pero ¡voto a briosbaco y balillo! ¡Yo les juro que a la sombra mía no las han de urdir allí mientras tu padre sea alcalde!

Y se fue a su quehacer el bueno de Juanguirle, de muy mal humor, cosa que le acontecía rarísimas veces en la vida. Pero Nisco era testarudo; y por más que el mundo entero pareciera empeñado en meterle por los ojos lo que sus ojos no querían ver, lo que tenía entre cejas allí había de estarse mientras no se lo arrancara quien allí se lo había puesto.




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- XVI -

Una deshoja


Con la secura, que no cesaba por seguir el tiempo al Sur, las mieses se pusieron hechas una bendición de Dios, y en la última semana de octubre no quedaba una caña de alubias sin pelar en las heredades, y las panojas, bien granadas y bien secas, iban a desprenderse ellas solas de los maíces, si muy pronto no las amontonaban sus dueños en el desván. Pero ¡con poco mimo las observaban éstos uno y otro día, para dejar las expuestas a la voracidad de los cuervos, o a los riesgos del temporal que podía presentarse a la hora menos pensada! ¡El fruto de tantas fatigas; el pan de todo el año!

Aún no había expirado el mes, cuando comenzaron a invadir la vega, por todas sus portillas, carros con altos adrales; y cada familia en su heredad, pela aquí, pela allí; panojas al garrote y garrotados de panojas a los carros; de vez en cuando, sube que sube los adrales, según iban llenándose las teleras; después, los calabazos encima de las panojas y en el payuelo de la pértiga, y hala para casa, a campo travieso, primero, tirando los bueyes dentelladas furtivas al retoño ajeno; y después, por la cambera, canta que canta el eje, untado con tocino; y ya en el portal el carro, allá va la carga de panojas arrastrada con las trentes sobre los garrotes, tan pronto llenos como subidos al desván, al hombro del mocetón o sobre la cabeza de su hermana: en una pila el maíz, y aparte los calabazos; de éstos, los duros y berrugones a un lado, para la olla; y a otro, los blandos y aguachones, para los cerdos.

En poco más de una semana se cogieron todas las mieses, y aún sobraron días para dar una pasada con el dalle a los prados viciosos, y para sacudir muchos castaños y recoger los entreabiertos erizos, pues los muchachos empezaban a derribarlos del árbol a pedradas, y más de una magosta habían hecho ya con las castañas cosechadas así.

Todas estas faenas eran de ver en una casa como la de don Pedro Mortera, donde los frutos entraban en grandes cantidades. ¡Qué ir y venir de carros y de obreros! ¡Qué cantar en aquel corral los ejes, y vocear los carreteros, y sonar las panojas como fuelles de papel al deslizarse unas sobre otras entre los adrales, y después como truenos lejanos, al caer por la rabera en el garrote; y el acompasado pisar, escalera arriba y abajo, de los que las llevaban al desván! ¡Y qué pilas se iban formando en él, clase por clase; porque el maíz de unas heredades era de grano redondo, y el de otras de diente de perro! Y cuando el desván se llenaba, la misma actividad y el propio ruido en el vasto granero de la accesoria del corral, donde ya estaba la cosecha de alubias oreándose.

Para deshojar tanta panoja, se necesitaban muchos días y mucha gente, y esta tarea la inauguraba don Pedro con una deshoja pública, digámoslo así, en el desván de la casa, por seguir una costumbre jamás interrumpida en ella, ni en otras muchas del lugar. De esta costumbre clásica de la vida campestre montañesa he hablado yo en otro libro; mas no ha de impedirme esta consideración, que no deja de ser atendible, dedicar unas cuantas pinceladas a aquella deshoja de don Pedro Mortera, siquiera por el enlace que tuvo con los descosidos acontecimientos de este insubstancial relato.

No se tasaba el número ni la calidad de las personas para entrar allí; y en la noche de que hablo, antes de las ocho, pasaban de cincuenta, jóvenes las más y de buen humor, las que estaban sentadas en el suelo alrededor de una montaña de panojas. Para alumbrar este cuadro no bastaba un farol, y había hasta tres, colgados en otros tantos postes; y aun así no se lograba más que barrer un poco las tinieblas hacia los fondos interminables del desván, donde se veían, apretadas y negras, debajo de las deprimidas vertientes del tejado.

Menudeaban los cantares de las mozas; respondían los mozos con sus baladas lentas y cadenciosas, relinchaban, entre balada y cantar, los que sabían hacerlo con recio pulmón y adecuado gaznate; reíase acá, murmurábase allá; y, en tanto, las panojas deshojadas caían en los garrotes como lento pedrisco; y la montaña del centro descendía, socavada poco a poco, mientras crecía sin cesar la cordillera de hojas que iba formándose por detrás de la gente; desocupábanse a menudo los garrotes llenos, en un espacio despejado en conveniente lugar; y el ruido que aquellas cascadas de panojas producían al caer sobre el sonoro tablado, ruido semejante al de un tren de artillería en calles mal empedradas, era como el bajo del incesante e infernal desconcierto... Y cuenta, lector filarmónico, que esto del desconcierto lo digo acordándome de lo fino de tu oreja; que, por lo que toca a las de aquella rústica gente, por muy grata y sabrosa reputaban la baraúnda.

De nuestros conocidos, veíanse (lenguaje de revistero de salones) en la deshoja, a Catalina, Nisco, el Sevillano y Chiscón. Pablo entraba y salía a menudo, porque su padrino y Ana estaban de tertulia en la sala con motivo de la solemnidad de la noche, solemnidad tormentosa, pero, al cabo, solemnidad, en que los buenos amigos debían tomar parte para tener por un lado aquellas largas horas de barullo y desgobierno. Repito que Pablo hacía frecuentes visitas a la deshoja, porque aquella noche le solicitaban dos impaciencias a cual más poderosa: al lado de Ana, la de ver lo que pasaba en el desván; y en el desván, la de volverse al lado de Ana.

Yo no sé si fue la malicia o la casualidad o el diablo quien lo dispuso; pero es lo cierto que Catalina y Nisco estaban sentados hombro con hombro, y enfrente de ellos, Chiscón y el Sevillano. Nisco, que no soltaba la murria que le partía, había ido a la deshoja «por ser cosa de Pablo», y porque no hubiera tenido racional disculpa su ausencia de allí aquella noche. Entró en el desván con su amigo, disimulando el gusanillo que le roía; tomó puesto a la casualidad en medio del barullo revuelto al comenzar la deshoja, y ¡cuáles no serían su asombro y su despecho, viendo que cuando él posaba las asentaderas en el suelo, hacía otro tanto a su lado Catalina con las suyas (orondas y no de mal año, ciertamente)! Cambiar de puesto, era escandalizar; pretender que la moza cambiara, una impertinencia insostenible. Resignose y propusose tapar con máscara risueña y jubilosa, la corajina que le hervía en el pecho.

Al principio todo fue bien, salvo algún codazo que otro que Catalina le daba, lo cual era inevitable, porque los brazos de la moza eran argadillos, según lo que se movían, cogiendo, deshojando y despidiendo panojas sin cesar con las manos, y el terreno no sobraba alrededor de la pila; pero se fue encrespando la bulla; sonaron los primeros relinchos; comenzaron los cantares, y ya se podía echar un párrafo a media voz con un adyacente, sin ser oído de los demás.

Esta ocasión aprovechó Catalina para decir a Nisco, con la cara y el acento de la misma sátira en persona:

-Vaya, que estarás, en el punto en que te hallas y pegante a esta probeza, como si las tablas te quemaran el detrasero... Pues ¡cómo ha de ser, hijo! Yo no tengo la culpa.

Nisco respondió, con la risa del conejo:

-Se está uno aquí, porque le da la gana, que estar se sabe en lugar más alto cuando al caso viene.

-Y porque no mientes, ahora -replicó Catalina-, dije yo lo dicho... ¡No faltaba más! Basta mirarte, hijo, sin saber lo que se sabe, para ver que este puesto no es el tuyo. La probeza aquí, como San Pedro en Roma; pero la gente fina, como tú, a la sala con los señores.

-¡No sería la primera vez!

-¡Ya se ve que no!... ¡Y como que a la presente te estarán echando de menos! Tonto serás, Nisco, en perder la ganga por este cumplido que nadie te agradece.

-¡Cada uno a su hacienda, Catalina!

-Vamos, que con lo grandona que va a ser la que te espera, no te vendrá mal un mayordomo... ¡Vaya, que fue estrella la tuya, hombre!

-¡No escomencemos!

-¡El diantre tiene cara de condenao!... ¡Mira que tendrás que ver, del brazalete de una señora tan pudiente y tan fina, coleando la casaca por esas callejas!... Oiréis la misa adjunto el altar mayor... ¡Jesús y los santos del cielo no me falten en mis últimas!... Otra lotería como ella nunca cayó en Cumbrales.

Amoscose más Nisco, y respondió a esta burla:

-¡Te digo que no escomencemos..., y que no traigas en boca a quien de ti no se alcuerda!...

-¡Ni de ti tampoco, fanfarrias! -saltó Catalina con reconcentrado veneno, aunque bien disfrazado con sonrisas falsas para que los circunstantes no le conocieran.- Como no comas otro pan que el que por ahí te venga, buenas tripas vas a echar ogaño. Toma surbia con solimán de lo fino, y maja terrones por recreo, que eso es regalo para un descastao y fachendoso baldragas como tú... ¿No te dije yo que cuanto más subieras mayor sería la costalada? Pues ya te la estás arrascando días acá... Aunque piensas que no miro, bien te veo con el moco lacio, contando los morrillos de las callejas. ¿Diéronte portazo? ¡Bien lo merecías! ¡Toma estudios ahora y date vientos de señorío, mondregote, que más arriba está quien manda, para hacer josticia seca!

Nisco recibió todo este metrallazo a la oreja, sin poder contestarle a su gusto, porque la ira le cegaba ya y temía dejarse arrastrar de ella en aquel sitio. Dominose como pudo, y remató el altercado amenazando a Catalina con un desaire en público, si no enfrenaba la lengua. Temió la moza y callose... Por entonces, porque su boca fue un alfiler para Nisco mientras duró la bulla en el desván.

Y aconteció también que, como la una y el otro siempre que hablaban se sonreían, aunque de muy mala gana, Chiscón, que no los perdía de vista un instante, tomó al pie de la letra aquel falso regocijo; creyole señal de una reconciliación, y vio, por ende, su pleito en riesgo grave. Así lo entendió también el Sevillano; por lo que se brindó de nuevo a despachar el estorbo, si al de Rinconeda le convenía este atajo para llegar más pronto al fin de su jornada.

-Me dio a mí ya que cavilar -dijo Chiscón- lo que paso al respetive del sitio. Con ella vine, a mi vera estaba aquí, presentose allá él; y cuando pensé que me sentaba arrimado a ella, ya la vi onde la ves ahora. Pues la puerta me abrió; que no, nunca me dijo..., pero esto no lo entiendo.

-¡Zi no hubiera tú largao tanta zoga!... -replicole el Sevillano.

-Verdá es -dijo el otro- que por ansia de asegurarla mucho, bien puede haberse escapao la ocasión. Eso ha de verse luego; que tal está el particular, que no deja más espera.

Era Chiscón hombre poco palabrero en cosas que le llegaban a lo vivo; y después de decir esto, no quiso que allí se hablara más del asunto; pero continuó viendo y observando.

Cuando cesó lo más recio de la bulla, porque los gaznates se cansaron de gritar, comenzaron los dichos y los relatos a entretener a la gente. Se apuntó algo sobre si entraría o no entraría el facioso en Cumbrales; pero la mitad de los oyentes no creían en la existencia de él, y la otra mitad daba el riesgo por fraguado en la imaginación del ocioso don Valentín; por lo cual este asunto dio poco entretenimiento. Pero salió a relucir la tribulación de Tablucas, ¡y esta materia sí que absorbió los sesos a la gente!

Por lo que allí se dijo, desde que nosotros vimos a Tablucas en la taberna de Resquemín, el asunto del perro no había mejorado un punto, si es que no andaba peor: los mismos garrotazos a la puerta en anocheciendo, y el propio animal en el murio en cuanto alumbraba la luna; la viuda asegurando que nada se oía ni veía de ello a tales horas; la familia embrujada llenando de cruces puertas y ventanas de día, y tiritando de miedo por la noche; algunos vecinos de la barriada encerrándose en casa al ponerse el sol, por si acaso; muchos otros del lugar, recelosos de todo perro desconocido, y, lo que más importaba, el pobre Tablucas sin hora de sosiego para trabajar la herencia que traía entre manos, y dar en el quid de una dificultad que no podía vencer en la máquina que imaginaba para pinchar lumiacos.

Uno de la deshoja aseguró que, pasando una noche a su casa por delante de la de Tablucas, oyó los tamborilazos; que, mirando por una rendija de la portalada, creyó ver una persona que se metió corriendo en casa de la viuda; pero que de perro en el murio no vio pizca. Un viejo que esto oyó, dijo mal de aquella mujer, y mezcló en los supuestos al hijo de don Valentín.

-¡Jos! -exclamó otro de los oyentes- eso, ya pa con tocino, tío Pamplingue... Por ahí no va el agua de los tamborilazos.

-No vos diré que vaya -repuso el viejo-. Dicho es que vos dije por lo que dicen; que yo, ni entro ni salgo. Porque también se dijo si en cá de Tablucas se fisgoneaba mucho lo que pasaba en cá de la su vecina; y bien pudieran, a modo de escarmiento, y pa cerrar los ojos a éste y al otro... Pero tocante a lo del murio, ¡eso pasma de too!

Sobre lo del murio, no faltó quien dijo que podría consistir (según parecer del señor cura) en unos cantos gordos que había a medio caer en el lomo del paredón; los cuales cantos, vistos desde casa de Tablucas y alumbrados por la luna, a poco que el miedo hiciera de por sí, bien pudieran parecerse a un perro muy grande. Respondiose a esto que el tal perro se veía a unas horas y a otras no; a lo que replicó el sustentante (también por boca ajena) que eso consistía en que la luna no siempre alumbraba por el mismo lado, y que «según era el punto de alumbre, así resultaba la fegura».

Se desechó este supuesto y cuantos se apuntaron allí fundados en lo hacedero y acomodables a las leyes del sentido común; y cátate, pío lector, con éstas y con otras tales, a la pobre tía Rámila sobre el tapete. Ya para entonces había descendido la montaña de panojas lo suficiente para que todos los deshojadores pudieran verse las caras, aunque algo turbias y de lejos; y una sola conversación entretenía a todos los circunstantes..., esforzándose mucho la voz. ¡Horrores se contaron allí de la bruja! Apenas hubo persona en el desván que no la debiera algún agravio y que no la hubiera visto, en tal o cual forma extraña, después de cometida la fechoría; y unánime estuvo la gente aquélla en declarar que era punto menos que herejía el mimo con que se la trataba en casa de don Pedro Mortera (aquí se bajó mucho la voz), donde se le daba entrada franca, y tentar a Dios manosearla como la manoseaba la señorita María, que tanta hermosura tenía que perder. Hablose después de otras brujas, y de las maldades de las brujas, y de todos los remedios conocidos contra todas las brujas del mundo, y se fue a parar, por fin y remate, a que lo de los tamborilazos a la puerta de Tablucas, y lo del perro del murio contiguo a su corral, era obra de la Rámila..., porque no podía ser otra cosa.

En esto, ladró el mastín de don Pedro Mortera en la garita de la corralada, y, casi al mismo tiempo, se oyó en el desván un grito de espanto:

-¡Ayyy!

Y un segundo después:

-¡Ahí..., le tenéis! ¡Qué vos come!

-Estos gritos los daba el Sevillano. El primero se le escapó del pecho porque, desde que tanto se hablaba en Cumbrales de lo del murio, le levantaba en vilo el inesperado latir de los perros. El segundo le dio para borrar el mal color del otro; y como todo se concebía en aquel valiente menos el miedo, celebrose la ocurrencia por los circunstantes (saturados de relatos y comentos de brujas en figura de canes) después de haberse estremecido de horror, aunque no tanto como el Sevillano que, del primer respingo, se alzó dos jemes sobre la greña de Chiscón, el cual, puesto de pie, le sacaba un palmo.

No pasó de aquí el incidente, porque, deshojada la última panoja de la pila, y siendo a la sazón muy corrida la media noche, subieron, detrás de Pablo, los sirvientes de la casa, con sendos garrotes repletos de castañas cocidas, humeando todavía, más una gran botija, capaz de seis azumbres, llena de aguardiente. Repartió Pablo las castañas con una caldereta, y tres veces anduvo la rueda sin un tropiezo. No así el que escanciaba el aguardiente, puesto que halló uno en cada moza soltera, sabe Dios si por aborrecerlo todas; con lo que tocó a más a las casadas y a los hombres, puesto que no quedó gota en la botija.

Y vuelta entonces a los cantares, mientras comenzaba el desfile; cantares alusivos a todos y cada uno de los señores de la casa, presentes junto al arranque de la escalera del desván, pagando, aunque soñolientos y decaídos, con sonrisas y ademanes, pues las palabras no se hubieran oído, los saludos de la gente que se marchaba con estruendo y temblor de todo el edificio.

¡Y en el corral cantares, y en la calleja relinchos y más cantares!

Nisco salió solo; Catalina, con la gente de su barriada; y como en todas ellas se armó ruido, alborotándose los perros que, aun sin que nadie los hurgue, no cierran boca en toda la noche; muchos valientes volvieron a pensar en lo del murio, y el Sevillano se agarró a Chiscón y no le soltó hasta la puerta de su casa, pues todo aquel trayecto hubo de necesitar, por las trazas, para convencerle de que no debía de acompañar en público a Catalina, después de lo visto, hasta hablar con ella en debida forma.

Cuando el de Rinconeda tomó por la vega el camino de su lugar, solo y casi a tientas, porque no había luna aquella noche, aún llegaban a sus oídos los moribundos ecos de alguna balada, el cansado latir de los perros alborotados, y hasta el alegre cantar de más de un gallo madrugador.

Chiscón entonces soltó un relincho que repitieron todos los ecos de la vega; y ningún otro ruido turbó ya la negra soledad de su camino, sino el triste, lento y remoto gemir del cárabo en el monte, y el bufar de una lechuza que pasó volando hacia el campanario de Cumbrales.




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- XVII -

La derrota


El domingo siguiente, después de misa, hubo en el local de la escuela, debajo de la sala consistorial, una concejada como no se había visto en todo el año. Sabíase de qué se iba a tratar en el concejo de aquel día, y faltaron contadísimos vecinos. Don Valentín llegó de los primeros, apenas se oyó el tran, tran, tran de las campanas. Juanguirle, rodeado de sus concejales, ocupó la presidencia en el sitial del maestro; manifestó el objeto de la reunión, y hasta aventuró un discursillo encareciendo las ventajas de las derrotas, mientras las gentes, como sucedía en Cumbrales, no supieran dar a las mieses destino mejor, desde noviembre a marzo; invocó, en apoyo de su parecer, la ley de la costumbre, tan vieja allí como el mundo (pues no había prueba de lo contrario), y sometió el caso al acuerdo, que había de ser unánime, de sus administrados, para dar así debido cumplimiento a lo mandado «arriba».

El discurso alcanzó la aprobación del concejo, exceptuando a don Valentín, que se levantó airado de su asiento para llorar los males de la patria y los peligros de la libertad. Puso todo este lacrimoso cuadro enfrente de la criminal indolencia de sus convecinos, «amenazados día y noche por el azote afrentoso del perjuro», y concluyó diciendo:

-Do ut des. ¿Queréis derrota? Dadme ayuda; prestadme recursos para rechazar la invasión del déspota o morir con gloria en la batalla. A este precio tendréis mi voto, sin el cual no se pueden abrir las mieses de Cumbrales.

Tomose esta actitud de don Valentín en muy diversos sentidos. Quien la aplaudía entre burlas y cháchara; quien, menos paciente, denostaba al veterano y al concejo que hacía caso de semejantes chapucerías. Los que así se expresaban eran los más; y ya el debate iba tomando mal aspecto para don Valentín, cuando Juanguirle, haciendo valer su autoridad, restableció el orden y el silencio, y dijo así:

-No hay que acelerarse, ¡voto al chápiro verde!, ni sacar las cosas de su quicio natural, para entenderse las personas. El señor don Valentín se queja del poco aprecio que aquí se hace de esos amenículos de política que le quitan a él el sueño de un tiempo acá; pero hay sus más y sus menos respetive al caso, y se tocará el punto en su día, con su cuenta y razón de pulso y patriotismo. Lo que ahora importa y aquí nos reúne, es lo de la derrota; y sobre este particular, estamos, gracias a Dios, en la mejor conformidad todos los presentes.

-¡Menos yo! -gritó don Valentín.

-Así se ha entendido aquí, ¿no es cierto? -dijo el alcalde, paseando una mirada maliciosa por todo el concejo.

-Cierto, -respondió éste a una voz.

-¡Repito que no! -volvió a gritar don Valentín, estrujando entre sus manos el enfundado sombrero- ¡Yo me opongo a que se abran las mieses este año!

-En vista de tal conformidad -dijo el impasible alcalde- se acuerda la derrota y se levanta la sesión.

-¡Protesto contra esta infracción de la ley! -vociferaba el veterano- ¡Invoco mis derechos de vecino libre..., de ciudadano español! ¡Viva la libertad!... ¡Exijo que mi protesta conste en el acta para acudir en queja adonde deba acudir!

¡Como si callara! La algarabía de la desordenada muchedumbre ahogó su voz temblorosa y descompuesta; y, a mayor abundamiento, las campanas comenzaron a tocar a derrota.

Aún no había cesado la sonata en el campanario, cuando se oyó otra más recia y atronadora en todas las callejas del lugar: mezcla de bramidos, cencerradas, silbidos y jujeos. Nadie había soltado aquella mañana sus ganados, en espera del acuerdo concejil que las campanas publicaban ya con sus sonoras lenguas por todos los ámbitos de Cumbrales.

Desaparecieron como por encanto los portillos y seturas de las mieses; y cada una de las brechas resultantes fue vomitando en la vega el ganado a borbotones, en abigarrada y pintoresca mezcla de especies, sexos, edades y tamaños: la mansa oveja y el retozón becerro; la cabra arisca y el perezoso buey; la dócil burra y la gentil novilla; la sosegada vaca, el inquieto potro de recría y el toro rozagante. Tras el ganado y por el lado de la Cajigona, que vuelve a ser nuestro observatorio, apareció la gente que lo había conducido, y mucha más que se le fue agregando; pero la parte juiciosa de ella no pasó de los bordes de la meseta. Los muchachos, armados de sendos palos terminados en gruesa y curva cachiporra, se lanzaron mies abajo, silbando al vacuno, apaleando a las burras, ladrando a las ovejas y espantando los potros con gritos y aspavientos. Pero no era necesaria tan ruidosa excitación para que las inofensivas bestias dieran al traste con la formalidad; pues no bien sus pezuñas hollaron el blando suelo de la mies, toda la extensión de la vega les pareció poco para campo de su regocijo.

¡Válgame Dios, qué triscar el suyo y dar corcovos y sacudir el rabo! ¡Qué mugir los unos, y relinchar los otros, y balar aquestos, y rebuznar por allí, y bramar por el otro lado! ¡Qué embestir los chicos a los grandes, y hacerse éstos los temerosos y los débiles por chanza y pasatiempo! ¡Qué revolcarse los burros, y galopar los potros sin punto de sosiego, como si el lobo los persiguiera! ¡Qué derramarse por la cuesta abajo el compacto rebaño, y entrar en la cañada, largo, angosto y serpeante, verdadero río de lana tomando la forma de su lecho! ¡Qué gallardearse a lo mejor el becerrillo negro con humos de toro, junto a la apuesta novilla, y escarbar el suelo, y bajar la cabeza, y mirar en derredor con fiera vista, y hacer la rosca con el rabo, sin qué ni para qué, puesto que ningún rival le disputaba el campo! ¡Qué perder el tiempo en estos alardes que no eran agradecidos ni siquiera observados! Hasta el manso y trabajado buey olvidaba su esclava condición, sus años y sus fatigas, para tomar parte en el general holgorio con tal cual amago de corcovo mal hecho y aun ciertos asomos de galanteo a la vaca de su vecino.

A todo esto, ni pensar en pacer seria y formalmente. Se tiraba un bocado al fresco retoño de la hondonada, pasando de largo; y otro, más lejos, a la paulina de la heredad; y luego otro, de refilón, al verde de una regatada; y así se andaba y se probaba todo sin fijarse en nada, creyendo acaso que lo desconocido era más sabroso que lo ya probado. Faltaba el tiempo para recorrer la blanda y fragante alfombra de la vega; y el loco y desacorde vocerío y el sonar incesante de esquilas y cencerros, enardecía las bestias, y túvolas sin juicio ni sosiego cerca de una hora.

Calmados los ímpetus poco a poco, los sesudos bueyes humillaron la cabeza sobre el elegido terreno para pacer de veras y a qué quieres estómago; trocose en manso lago, sobre este prado o aquella heredad, cada rebaño que antes fue torrente de ovejas; enderezose el burro, harto de revolcarse; y sin sacudirse la basura, ahogó los últimos suspiros, roncos y desconcertados, entre cogollos de helechos arrancados a la sombra de una mimbrera terminal; los potros, dejando de correr, cruzaron de dos en dos los enjutos cuellos, se expulgaron a dentelladas y por largo rato... Y todo movimiento fue cesando en la vega, hasta que no se oyó en ella otro ruido que el sonoro y acompasado de las esquilas y los cencerrillos de las bestias, que los movían al pacer blanda y sosegadamente.

Entonces se retiró a paso lento, con los brazos cruzados y la pipa en la boca, el último de los espectadores que habían contemplado el descrito cuadro desde lo alto de la meseta por el lado de la Cajigona, seguro de que, al anochecer, su ganado, sin otro conductor que el natural instinto, estaría a pie firme y rumiando a la puerta del establo o a la del corral, esperando a que se la abrieran.

En tanto, los muchachos dispersos por la vega fueron reuniéndose en pandillas; una de las cuales, la más numerosa y apta para el lance de que vamos a hablar, se posesionó de la vasta y limpia pradera que comenzaba pocas varas abajo de la Cajigona.

Pasaban de veinte los muchachos, cada cual con su cachurra (el palo de que antes se habló); todos descalzos, los más de ellos en mangas de camisa, y no eran los menos que llevaban al aire la cabeza, trasquilada de medio atrás hasta el pescuezo. A esta sección pertenecían, como cabos de ella, Birriagas, largo, chupado y pálido, muy reñidor y no cobarde; Cabra, incomparable salteador de huertas y robador de manzanas; tan ducho y hábil, que distinguía de noche, y sin catarlas, las carretonas de las piqueras; Bodoques, corto de resuello y gordo, pero fuerte; seco de palabra y de muy respetado consejo; Lergato (lagarto), sutil y marrullero para escaparse sin una desolladura de donde sus camaradas dejaban tiras del pellejo; Lambieta, goloso y desdentado; y, por último, Cerojas, así llamado por dos lobanillos negros que tenía en la cara y comenzaron a asomarle poco tiempo después de haberse dado una panzada de las llamadas bruneras; en el huerto de Asaduras.

Tratábase de un desafío a la cachurra, o a la brilla, como también se dice; juego que se inaugura y cesa con las derrotas, porque sólo en las praderas de la mies puede jugarse, y vociferaban y se revolvían los muchachos de la pandilla sobre quién debía de arrimarse a quién para equilibrar con el posible acierto las fuerzas beligerantes. Hízose al cabo lo que propuso Bodoques, y quedó la tropa dividida en dos bandos, figurando en el uno Birriagas, Lergato y Cabra, y en el opuesto Bodoques, Cerojas y Lambieta, con sus respectivos soldados de fila. Se echaron pajucas entre Bodoques y Cabra, y tocole la mano al primero; el cual, como tonto, eligió para brillar la cabecera alta del prado en que se hallaba la patulea.

Sacó luego del bolsillo una bola de madera, del tamaño de una pelota; requirió su cachurra, que era de acebo con porro macizo y a la veta, y se fue a ocupar su puesto. Los demás muchachos se escalonaron prado abajo en dos filas paralelas, cara a cara, a la distancia de dos cachurras próximamente. Los últimos, en el último tercio del prado y bastante lejos de sus camaradas respectivos, se situaron, frente a frente, Cabra y Cerojas. Entonces puso Bodoques la bola de madera, o sea la catuna o la brilla (que de ambos modos se llama), encima de una topera, previamente amañada; se escupió las palmas de las manos; empuñó con las dos el extremo de la cachurra, y gritó con toda su voz, sin dejar de hacer la puntería a la catuna:

-¡Brilla va!

A lo que respondió Cabra, su contrario, poniéndose en guardia:

-¡Brilla venga!

Y replicó Bodoques:

-¡Al que rompa una pata, que la mantenga, y si no, que la venda!

Dicho lo cual, hizo unas rúbricas en el aire con la cachurra, y ¡plaf!..., allá fue la brilla, rápida y zumbando, por encima de los dos ejércitos en expectativa.

Corrieron debajo de ella siguiéndola, y Cerojas se dispuso a socorrerla con su cachurra para pasarla sin que tocara suelo; pero erró el golpe por ir muy alta; y Cabra, más sereno, dejándola perder fuerza y altura, la recogió en el aire y a su gusto, y la volvió de un cachiporrazo hasta muy cerca de la topera de donde había partido. Dos varas más, y pierden el juego los de Bodoques. Pero andaba éste muy alerta; la tomó con su cachurra apenas tocó el suelo, y la volvió al medio del prado. Como iba rastrera entonces, cayeron sobre ella las cachurras a manojos; y entre ruidoso machaqueo y discordante vocerío, tan pronto subía la catuna como bajaba. Hubo un instante en que más de diez cachurras la sujetaron contra el suelo, no queriendo nadie que su enemigo la arrastrara a su terreno. Entonces Bodoques, que era forzudo, tiró con brío, y un poco al sesgo, un cachurrazo al montón; y mientras la brilla salió rápida del atolladero, las cachurras saltaron como si las volara una mina; y cuál de ellas machacó la nariz del propietario; cuál la espinilla del colateral; otra levantó en la frente chichones como el puño, y alguien se quedó, tras de contuso, desarmado. Hubo, por ende, ayes y por vidas de dolor, amenazas y protestas; y lo de soldado en tierra no hace guerra, fue invocado por ambos ejércitos en apoyo de sus conveniencias respectivas. Mas como en la porfía no se lograba siquiera el armisticio, y entre tanto el juego continuaba más abajo con varia suerte, poco a poco, mitigándose los dolores de los contusos, fueron los ánimos entrando en caja; y aunque renqueando unos y palpándose otros los coscorrones, cada cual se arrimó a su bando, y continuó con nuevo empeño la partida, que, al cabo, ganó la gente de Bodoques, metiendo la catuna en la heredad con que lindaba la cabecera baja del prado.

Como el que gana es el que tiene derecho a brillar, y brilla desde el mismo sitio en que ha ganado, las dos hileras de combatientes cambiaron de terreno al brillar Bodoques; es decir, que jugaba prado arriba la que antes había jugado prado abajo, y viceversa.

Tal es el juego de la cachurra, o brilla, que dura en la Montaña tanto como la derrota. El lector ha visto que se reduce a pasar la catuna de un lado a otro del terreno elegido. Para impedir que el contrario lo consiga antes por su banda, hay mil ardides con que los muchachos prueban su destreza; engaños lícitos, algo parecidos a los de que se valen los jugadores de pelota. Todo es permitido allí menos la intrusión de un jugador en el terreno del contrario. Cuando tal acontece, se le apercibe con estas palabras: a tu tierra, que te pego un palo; advirtiendo que el terreno de cada cual está bien determinado siempre por las cachurras mismas en ejercicio, frente a frente y porro con porro. Pero, por lo común, si la partida está muy empeñada, se prescinde del apercibimiento y, a buena cuenta, se larga el palo en la espinilla o en los nudillos del pie desnudo.

Juego, en fin, de lo más higiénico y entretenido, si no fuera por las quiebras que lleva aparejadas, de piernas, dientes y otras no menos integrantes y estimadas porciones del jugador.




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- XVIII -

El secreto de María


Los mejores mercados de la villa (porque en la villa se celebra uno cada semana) son los del maíz nuevo. En ese tiempo no hay pobres en el país, y cada cual acude a aquel concurridísimo centro de riqueza, a proveerse de lo que no tiene con un poco de lo que menos necesita. Al calorcillo de esta animación, hormiguean los tratantes y las mercancías de mil especies; y unidos todos estos estímulos a la suavidad de la temperatura, la belleza del lugar y la abundancia de las vías de comunicación, acontece que cada mercado es entonces una fiesta en que toman mucha parte las gentes desocupadas del contorno.

En Cumbrales no abundan las distracciones para personas de la condición social de Ana y María; por lo cual aprovechaban éstas la del mercado, muy a menudo, especialmente en otoño. Y no se crea que iban a la villa entonces con el único fin de recrearse: llevaban los bolsillos bien repletos, amén de una interminable lista de cosas, en un papel o en la memoria; en la cual lista había de todo, desde el manojo de chiribías, hasta la vara de raso; desde la palangana de loza, hasta la resmilla de papel de cartas; desde la madeja de seda para bordar, hasta el bombasí para un refajo; desde la libra y media de queso pasiego, y el molinillo del chocolate, y el paquete de azucarillos, y las zapatillas de alfombra, y las tres libras de arroz, y la cerraja para el armario, y el vidrio para el cuarterón de tal ventana, etc., etc., hasta el lienzo para los calzoncillos de don Juan o de don Pedro, o el tartán para el vestido de invierno de doña Teresa. Para conducir este revoltijo de especies inconexas, acompañaban a las jóvenes sus respectivas fámulas de mayor empuje, con sendas cestas de mimbre pelado, de dos asas, a la cabeza, sobre el rueño de colores, bien guarnecido de picos pespunteados. Las leyes del bien parecer no exigían otro acompañamiento que éste a dos señoritas que iban al mercado; pero, a mayor abundamiento, Ana y María solían llevar el amparo de doña Teresa, o el de don Pedro, o el de don Juan, y vez hubo de ir los tres juntos; pero una, nada más. Y vamos al caso.

Después de los sucesos referidos en los últimos capítulos; cogidas y derrotadas las mieses y comenzadas las deshojas donde había mucho que deshojar, y hasta desgranado el maíz donde éste era el pan y la moneda de la casa; hechos dos tórtolas Ana y Pablo, y no tan regocijada, pero sí muy animosa María, acordaron los tres ir juntos al mercado el primer día que le hubiera en la villa, si el tiempo no se entornaba; y como el tiempo no se entornó, el acuerdo llegó a cumplirse.

El camino derecho para ir a la villa desde Cumbrales, es por encima de Rinconeda; pero es mucho más blando y placentero el del valle, y éste usan las gentes de Cumbrales mientras las lluvias del invierno no reblandecen el suelo de las praderas y le hacen intransitable en algunos sitios las pozas y los pantanos. Este camino tomaron, en la susodicha ocasión, por la Cajigona abajo, Ana, María y Pablo, con dos mozas de carga, bien trajeadas, rozagantes y frescotas, antes que el sol llegara al fin del primer cuarto de su diaria carrera. Caminaban los cinco en ringle, porque el sendero era angosto y en los prados sentían los pies la frescura y humedad del rocío, aún no seco por el sol que aquel día andaba a la greña con las nubes. Como los bajos de Ana y de María se mojaban al rozarse con la yerba, y para que esto no sucediera era preciso levantarlos, y levantándolos se descubrían los altos del parlanchín y menudo zapato, y algo más que los arranques de la fina y estirada media, Pablo, que iba detrás de Ana, con un pretexto mal urdido por ésta, pasó a la cabeza de la fila.

Mientras así caminaban, por todos los senderos que desde el pueblo iban a parar al que nuestros amigos seguían, bajaban gentes con el mismo rumbo que ellos. Por lo común, mujerucas con la cestilla al brazo o el saco lleno sobre la cabeza. Unas pasaban de largo después de saludar muy atentas, y otras se agregaban al grupo de las señoras: charlatanas insufribles, aduladoras sin medida, o torpes y encogidas hasta la tartamudez. De las primeras era la Cotorrona, alta, seca y acartonada; alegre sin ser risueña, y relatora incansable de lo suyo, de lo ajeno y de otro tanto más. Nunca perdió un mercado, y jamás se supo a qué iba a ellos, con una cesta colgada del brazo izquierdo y cubierta con un refajo tirado sobre el hombro. Nada compraba ni vendía, aunque todo lo sobaba y ponía en precio; pero dejar de tomar a la salida, en una taberna de su devoción, el pucherete de potaje y dos cuartos de queso... Antes faltaría el pedazo de borona para «el su hombre».

Esta mujer se puso detrás de Ana, y comenzó a despotricar sin que nadie se cuidara de ayudarla ni de contradecirla. En ocasiones dejaba la tarea, no para descansar, sino para meterse donde no la llamaban; como verbigracia:

-Alevante un poco más, doña Ana, que le arrastra entovía la randa por la herba... ¡Jos!, no me mirara yo tanto en su caso, que por cierto, vida mía, bien tiene que locir... ¡Vaya, que quien ve esa cinturuca, tan fina que se puede abarcar con la llave de la mano, y esos pies de cañamón en dulce, no pensara que tan rollizas las tenía, hija!... Dígote que onde menos se piensa... Bendito Dios, ¡cómo rejunde el buen sustento!... Y no me dejará doña María por mentirosa, aunque esa más a la vista lleva la rebustez. ¡El Señor las conserve tan majas y locías para salú propia y bien de los caballeros que tengan la suerte de merecerlas!

Sonreíase Ana, bajaba María las faldas hasta los pies, y carraspeaba Pablo. Tornaba luego la Cotorrona a rajar con la lengua famas y caudales; terciaba de vez en cuando en el empeño algunas de las mujeres pegadizas; y de este modo se habló allí de cuantas gentes pasaban al mercado; de lo que llevaban, de lo que traerían, de lo que dejaban en casa, de la cosecha, del ganado, del ayuntamiento, de lo del perro, y, por último, de las «malas almas» de Rinconeda, cuyas mieses comenzaban a pisar a la sazón las murmuradoras y sus taciturnos y aburridos oyentes. Pablo, en tanto, espantaba las mansas bestias que pastaban cerca del camino, para que nada temieran las dos jóvenes, o las ayudaba a saltar esta zanja o aquel vallado; tareas en que el mozo disimulaba mal el gusto con que oprimía la mano o ceñía la cintura de la hija de su padrino.

Acabáronse las praderas y comenzaron los callejos, muy ásperos aunque cortos; pero no calló un punto la Cotorrona, por más que Ana lo intentó muchas veces. Después de los callejos, la sierra, donde el camino se arrastra entre brezos y matorros. Allí necesitaron Ana y María abrir las sombrillas, porque comenzaba el sol a calentar. Breve fue la subida, pues la sierra no es muy larga; y estar en lo alto de ella es estar en la villa, porque ya se la ve abajo, con la cabeza reclinada en la falda del monte, tendida en la linde del valle de que es dueña y señora; valle quizá el más hermoso de toda la Montaña, regado por el mismo río que hemos visto pasar al Norte de Cumbrales.

Ana y María, en un impulso que es instintivo en las mujeres en semejantes casos, antes de comenzar a bajar la sierra, que espeso monte es por aquella vertiente, se arreglaron el cabello y los pliegues de la falda, como dama que llega a la puerta de un salón de baile, y se detuvieron un buen rato, no tanto para orearse y descansar, como para deshacerse de la molesta compañía de la Cotorrona.

Quedáronse al fin solas con Pablo y las dos fámulas, y así entraron en la villa por aquel arrabal, hasta donde llegaba el reflujo del hervor que se oía más adentro; refugio de gentes dispersas y errabundas que iban y venían sin derrotero fijo, entre casas desperdigadas y medio campesinas todavía.

Andando, andando, las casas iban uniéndose y enfilándose unas con otras, el gentío espesaba y los rumores crecían, hasta que se llegaba al foco de la ebullición, verdadero mar de cosas y de gentes, con sus bramidos sordos y su agitación incesante. Este mar estaba en la plaza, vastísimo espacio circuido de grandes edificios con espaciosos soportales de arcos de sillería. ¡Lo que había sobre aquel encachado suelo! El cestuco de patatas; el taleguillo de harina; los nabos de Reinosa; los limones de Cóbreces; las calladas del Puente; la triguera de chiribías; la banasta de manzanas; el queso de las Cabeceras; el celemín de fisanes; las tres parejas de pollos; las dos docenas de huevos... Todas estas menudencias y otras infinitas, delante de los vendedores, acurrucados en el suelo en apretadas hileras. Después, en espacios más anchos, los zapatos de Novales; las abarcas de Carmona; los yugos y prisiones de Cieza; los montes de pan en roscos, en cruz y en tortas; los calderos y trébedes de Balmaseda; los puestos de baratijas, como dedales de acero, alfileteros de latón, navajas de poco más o menos, cordones de estambre y gargantillas de cristal; las montañas de pimientos morrones y choriceros; los corderos en capilla, quiero decir, atados de pies y manos, jadeantes, con los ojos revirados y la punta de la lengua fuera de la boca, ora en el suelo, ora danzando en el aire sopesados por el comprador; las ollas y cazuelas de barro; las cestas de mimbre; los garrotes de Peñamellera; la vasija valenciana; amoladores y zapateros ambulantes; gallineras de Asturias..., y demonios colorados; y entre todo ello, los compradores curiosos yendo y viniendo, oprimidos, casi prensados, guardando el equilibrio, bregando sin cesar y ayudándose unos a otros para avanzar un paso en el continuo atolladero de contrarios oleajes, más irresistibles que por su fuerza, por su ruido ensordecedor y mordicante.

Publicábase a gritos la mercancía; a gritos se regateaba, y a gritos se la ofrecían más barata desde otro puesto al comprador indeciso; a gritos se pedía paso donde, contra toda ley, no le había; a gritos se quejaba quien no podía apartarse a un lado por falta de terreno para moverse; a gritos se saludaban las gentes y a gritos se citaban y a gritos se entendían; el ferretero tocaba con el martillo una palillera sin fin sobre la mayor de sus sartenes; cacareaban los gallos; gemían los cabritos amontonados; gruñían los cerdos que pasaban, a rempujones, del mercado de los de su especie desdichada; resonaban las panderetas probadas por mozas de buena mano, y los dalles heridos contra las piedras; roznaba el paciente burro del pasiego, atado a un pilar de los soportales, libres sus lomos por entonces de la carga que su dueño publicaba a voces un poco más allá; sonaban las campanillas de un puesto de ellas, sacudidas una a una por el aldeano que buscaba un par bien acordado, cuando no zarandeaba con toda su fuerza un collar cargado de esquilones... ¡Qué es lo que hay que oír!; chirriaba el eje del carro que pasaba cargado de maíz; aullaba el perro perseguido a puntapiés por el queso robado o el pan mordido; cantaba el ciego al son de la ronca gaita, y el lazarillo al de su pandereta, herida a puñetazo seco; sonaba el martillo del herrador, y el mazo del hojalatero..., y, en fin, la campana del reloj cuando callaban las de la iglesia.

En los soportales alzábanse, sobre improvisados mostradores, cordilleras de paños y bayetas de todos los imaginables colores, y había detrás de los mostradores tiendas atestadas de los mismos géneros y otros sin número; y en cada calle de las que partían de la plaza, tiendas y más tiendas, y hasta en los rincones de los edificios mal alineados; y más lejos, otro mercado donde los granos y frutos de muchas especies entraban por miles de fanegas y de arrobas; y más lejos todavía y en adecuado lugar, otro mercado de bestias de cerda; y lo mismo que en la plaza principal, en los soportales, en las tiendas, en las calles y en los otros mercados, gente y más gente, y ruido y más ruido.

Quisiera yo que el lector de ultrapuertos no tomara a broma esta pintura que le borrajeo de un pueblo montañés, que es, en España, quizá el primero entre los de su modesta categoría. Esto por lo que hace a su rápido crecimiento; pues si se mira su belleza externa y la del paisaje que le circunda, es aún más difícil hallarle competidor.

Volviendo al asunto, digo que muy buen rato antes de mediodía, comenzaron a verse en el mercado las damas de la villa, en elegante arreo, husmeando los puestos de la plaza, con su cortejo de galanes de punta en blanco. Mirábanlos de reojo y con recelosa curiosidad los caballeretes de los pueblos, que braceaban en aquel mar, un tanto desaliñados y polvorientos, a causa de la fatiga y estrago del camino, y dejábanse mirar los de la villa con piadosa complacencia, seguros de su importancia incomparable.

A María, corta de genio y muy desconfiada de su valer, la acoquinaban las actitudes de aquel encopetado señorío, ante el cual, a pesar de su lozana frescura y de su intachable atavío, se creía fea, desgarbada y mal vestida. Ana, por el contrario, dejándose llevar de su natural franco y abierto, parecía complacerse en excitar la curiosidad por el gusto de vencerla con su mirar valiente, que sabía hacer burlón y desdeñoso sin esfuerzo y muy al caso. Cuanto a Pablo, no hay para qué decir lo que se aburría y mareaba entre el barullo, sin curarse más de lo que pasaba ante sus ojos, que de las copias de Calaínos.

Ya, para entonces, estaban las cestas repletas, y hasta colgaban de las asas, por fuera, muchas cosas que dentro no cabían; pero no había que pensar aún en volverse a Cumbrales. Necesitaban antes dar una vuelta por la villa y un vistazo a los otros mercados; porque cuando de ellos se vuelve a casa, los que no han estado allá hacen muchísimas preguntas; y es bueno saber entonces a cómo iban las alubias, y el maíz, y las patatas, y los cerdos de cría y los de matanza, para responder a todos.

Y brujuleando así entre calles, vio Ana que por la acera de enfrente venía un mozo muy guapo y apuesto; que este mozo miraba mucho a María; que María se puso encendida como la grana, y que el mozo, no muy dueño de sí, anduvo, al cruzarse con ella, atarugado y confuso, amagando palabras que no pronunció y saludos que no hizo. Siguieron los de Cumbrales calle adelante, y el mozo los acompañó con la vista; y como María, al doblar la esquina, miraba hacia atrás con el rabillo del ojo, clavose el hombre en aquella especie de anzuelo, y siguió desde lejos a María. Al cabo se arriesgó; y en la primera parada que hicieron los de Cumbrales, acercose, al amparo del barullo; saludó muy cortés y habló a María sin misterios ni dengues y como si fuera la cosa más natural del mundo; por lo que Pablo no paró mientes en ello. Pero Ana sí, y hasta distrajo a Pablo y logró que, durante el paseo por la villa, María y el galán apuesto se despacharan a su gusto.

Al salir para Cumbrales, preguntó Pablo a María, después de contestar al reverente saludo con que el mozo se despidió:

-¿Quién es ése?

A lo que contestó María con mucha serenidad:

-Pues uno de aquí, que me conoce.

Y no se habló más del caso. Pero andando monte arriba, quedose Ana muy roncera, hasta arrimarse a María que iba detrás de todos; y mientras Pablo trepaba a largos pasos y le seguían jadeando las dos mozas, con las cestas sobre la cabeza, dijo aquélla a su amiga:

-¿Tiene algo que ver..., ése que te conoce con el abismo de que hablábamos tú y yo en cierta ocasión?

-¿Por qué me lo preguntas? -preguntó, a su vez, María.

-Porque lo sospecho. ¿Quién es?

-Hijo de don Rodrigo Calderetas.

-Pues cata el abismo, y no me digas más.

-¿Abismo te parece a ti también, Ana?

-Hablo por tu boca..., pero mayores los hay en el mundo: como uno que yo me temí. ¡Qué barbaridad! ¿Dónde tenía yo el entendimiento?

-¿Pues qué pensaste, Ana? -preguntó María con viva sorpresa.

-Nada, hija, nada; sino que, a veces, tal se ensartan las casualidades y tales visos toman de verdad, que llega uno a ver hasta bueyes que van volando.

-Cierto -dijo María, sonriéndose-: por una sarta así, llegué yo, en una ocasión, a sospechar de ti algo parecido; sólo que a mí me duró menos la sospecha, aunque no me la quitaste con razones como la que tú acabas de descubrir: bastome un poco de reflexión.

-Pues entonces estamos en paz en ese extravagante pensamiento... ¡Qué tiene que ver! Y ahora, dime ¿Dónde conociste a ése que te conoce?

-En la villa.

-Ya; pero ¿cuándo?

-Cuando vine con mi madre, dos años hace, a pasar unos días en casa de aquellos parientes suyos que se volvieron a Asturias poco después.

-Y ¿cómo os habéis arreglado para continuar lo comenzado entonces?

-Por cartas.

-¡Hola!... ¿Por el correo?

-¡Virgen María!... ¡Quién me lo mandara! A la mano.

-Y ¿por qué mano, inocente de Dios?

-Por la de la Rámila.

-¡Miren la cordera que no teme las brujas!... ¡Vaya si supo poner el secreto en lugar seguro! Y no pensaste, criatura sin malicia, que a negocio en que anda la mano del diablo no puede ayudarle Dios?

-¿Créesle desesperado, Ana? Dime la verdad, sin zumbas.

-¿Estás segura tú de que..., ése que te conoce te quiere como se debe?

-Sí, porque yo he impedido que se acerque a mi padre.

-¿Por qué lo has impedido?

-Por la guerra en que está el suyo con él. ¡No se pueden ver, Ana!

-¡Bah! Cosas de tu padre.

-Pero ¿qué piensas tú del caso?

-Que le dejes de mi cuenta.

-¡Mira que está muy oscuro!

-Yo le sacaré a la luz.

-¿Con qué, Ana?

-Con otro caso menos difícil. Verás cómo se enredan los dos; y hasta puede llegar el tuyo a ser causa de grandes bienes para todos.

-¿Qué caso es ése?

-Delante de los ojos le has tenido y no le has visto. Pero, en fin, ya te lo explicaré cuando deba, Ahora, chitón, que nos esperan Pablo y las muchachas allá arriba.

Acabaron de subir la cuesta; descansaron todos un rato en la loma; y sin otros sucesos que dignos de narrar sean, llegaron media hora después a Cumbrales, sanos y contentos, cada cual a su modo, aunque un tanto despeadas y correosas las fámulas, y algo polvorientas y rendidas, pero muy guapas, las señoras.




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- XIX -

Retazos


En esto, don Rodrigo Calderetas escribió una carta a don Juan de Prezanes, en la cual carta decía, entre otras cosas, la gran persona:

«Menester será que redoble usted la vigilancia y active los trabajos en ese terreno, porque no hay momento que perder. El Barón no sosiega un punto y revuelve los imposibles. El Marqués confía en sus buenos amigos, entre los que, con justicia, le cuenta a usted, y así me lo dice. Para mantener las filas apretadas y reclutar soldados nuevos, no le duelan a usted larguezas del género consabido: aquí estoy yo para cuanto ocurra, y detrás de mí, lo que usted sabe, que puede y manda y no deja mal a sus amigos, por nada ni por nadie. Lo verá quien dude y le sirva, si, como otras veces, es preciso, por el bien de Estado, saltar por encima de ciertas consideraciones y respetos. En estas batallas no hay otro remedio que ser un poco duro de corazón con el enemigo tenaz. Dígame qué exigencias presentan esos auxiliares, para ir formando poco a poco el expediente, llamémosle así, que he de elevar adonde ha de ser despachado con las debidas recompensas y los necesarios escarmientos.

»Nos está haciendo mucho daño el diablejo de Asaduras. Háblele, oígale, y cómprele, pida lo que pidiere. No habría necesidad de recurrir a estos extremos, que parecen un tanto reñidos con la sana moral, si ese amigo de usted y que tanto lo fue mío cuando yo no me había resuelto aún a sacrificar mi reposo y mi hacienda al bien de este país desventurado, que va hundiéndose en el abismo por las ruindades y atrevimientos injustificados de cuatro ambiciosos intrigantes; si ese amigo, repito, no llevara tan lejos su tesón y sus escrúpulos. Él se entenderá... Y yo también le entiendo. Sí, amigo mío, le entiendo; y aunque me duela decírselo a usted, me consta, con nuevos datos, que no solamente es desafecto a las instituciones que todos veneramos, sino que también trabaja sordamente contra ellas y contra los que las apoyan, sin exceptuar a los amigos y compadres... Téngalo usted muy en cuenta, pues le interesa mucho; que a no interesarle tanto, no se detendría en estos enojosos pormenores un caballero como yo.

»Traigo entre manos el asunto del alcalde, única persona que no es nuestra en ese ayuntamiento; mas para quitarle se necesita envolverle en una maraña cualquiera, que sirva de pretexto a la causa que se le forme. El secretario se ha comprometido a desempeñar satisfactoriamente ese ligero preliminar, con la insignificante condición de que se aprueben ciertas partidas de las cuentas municipales que aún andan por allá en tela de juicio. Cuento con la aprobación solicitada, y, por tanto, doy por destituido al alcalde, pues no cabe dudar de la destreza y buenas agallas del secretario. No se olvide que este alcalde es obra de don Pedro Mortera, que no tuvo reparo en librar una verdadera batalla contra usted, que guerreaba por Asaduras. Recuérdoselo a fin de que no se pare en cualquier escrúpulo de amistad que pudiera asaltarle la conciencia, cuando se resuelva, como lo deseo, a ayudar al secretario en sus propósitos. En la penuria en que se nos quiere poner, no debemos desperdiciar ni las migajas.

»Por eso le recomiendo mucho también la pretensión del amigo don Valentín, con cuya falange no podemos contar con seguridad a la hora presente. Ya sabrá usted que ese respetable veterano tiene empeño en que se apruebe y se ejecute ahí su plan de defensa contra el enemigo, en el caso probable de que éste intentara entrar en Cumbrales. El tal don Valentín vino a verme esta mañana y me explicó minuciosamente el proyecto. Pareciome complicado, costoso y de éxito infalible; pero se queja el valiente veterano de que nadie le presta atención ahí, y teme no hallar los elementos que necesita para realizar sus patrióticos fines. Atribuye él en gran parte esta frialdad de sus convecinos a la influencia reaccionaria de cierta persona que no quiero nombrar porque no crea usted que me complazco en indisponerle con ella, complacencia que no cabe en el corazón de un caballero como yo; pero muy bien pudiera no equivocarse don Valentín. Lo cierto es que éste no votará a otro candidato que al de las gentes que le ayuden en la empresa, o no votará a nadie si nadie le ayuda a él. Por demás comprendo que no es grano de anís lo que desea y necesita, y que hasta tiene sus puntas de locura la ocurrencia; pero no hallo inconveniente en que se te preste atención y se haga algo en muestra del buen deseo. Lo cierto es que nosotros, los liberales de orden y de arraigo, no estamos bien con las manos cruzadas delante de los criminales acontecimientos que son causa de los desvelos de don Valentín, y juzgo que un alarde bélico de Cumbrales contra el obscurantista rebelde, sería el mejor efecto en el país; sobre todo, si lográramos eslabonar con ese noble y patriótico sacudimiento, la candidatura de nuestro amigo el marqués de la Cuérniga.

»Como usted comprenderá, señor don Juan, yo no hago otra cosa que dar la voz de alerta y aconsejar lo que, en mi pobre juicio, debe hacerse: a ustedes toca lo restante, puesto que les interesa más que a mí el buen éxito de la batalla. Así cumplo con mi deber; y crea usted que no es leve esa cruz que arrastro. ¡De qué buena gana se la cediera a los que envidian mi legítima importancia en el país! Porque, después de todo, los pueblos son ingratos, y me pagan con perfidias y deslealtades los sacrificios que hago por ellos».

Horas después que la carta, llegó Asaduras a casa de don Juan de Prezanes.

No describo a este personaje, porque no me le tachen de parecido a cierto Patricio Rigüelta, pariente suyo muy cercano, por parte de padre; la cual semejanza, después de todo, no tendría nada de particular, pues la da el oficio de ambos, o, por mejor decir, la naturaleza, que produce ciertos hombres formados ya para ejercerle con fruto y lucimiento.

Y hablando el tal Asaduras con don Juan de Prezanes, llegó a decir de esta suerte:

-Mucho me alegro de que se resuelva usté a abrir la mano (cosa que hasta el presente no ha querido hacer, por lo cual el asunto no ha pasado entre ambos a mayores) para que se vea y se cuente lo que hay en ella; pues, a mi modo de ver, éste es el camino único por donde las gentes de bien llegan a entenderse... Pues yo, señor don Juan, voy a decirle a usté en lo que estimo la ayuda que con tanto empeño me busca para el marqués de la Cuérniga, y mucho me alegrara de que el precio no le pareciera subido, porque, en rigor de verdad y tanto por tanto, mejor quisiera servirle a usté, que es, como quien dice, de casa, que a ningún otro forastero de los que trabajan la partida al barón de Siete-Sucias... Son corazonás de la nobleza de uno, que no se pueden remediar. La tierra jala siempre a los suyos... Y vamos al caso. No es usted ignorante, señor don Juan, de que yo pretendí, en tiempo legal, los terrenos que cercó junto al monte el señor don Pedro Mortera. Era más pudiente que yo; subiolos en remate hasta donde él solo era capaz de alcanzarlos, y quedose con ellos... Hemos de ser justos, en buena ley. Pero yo no los perdí nunca la que les tuve, ni se la perderé en los días de mi vida, porque los ojos me llevan al mirarlos hechos un jardín. ¡Qué cierro, señor don Juan!... Pues ese cierro es lo que yo pido por servirle a usted en esta ocasión... Ya veo que usted se asombra, y es natural si se mira el caso por derecho; pero déjeme acabar. Están en regla los documentos del remate; todo se hizo como la ley manda; pero yo le aseguro que si usté me ayuda a mover a estos concejales que son de usté, antes de ocho días no conoce aquel expediente la madre que le parió; se hace una denuncia a tiempo; la apoya don Rodrigo, que ya está en autos; se manda abrir el cierro; se encausa al ayuntamiento que engañó a la Administración con documentos falsos; se vuelve a sacar a remate del modo que yo diré, y, sin que pasen tres semanas, el cierro es mío.

-. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

-¡No se enfade, por Dios, señor don Juan!, que, en postre y finiquito, ésta es una proposición como otra cualquiera. Si no gusta, tan amigos como siempre; pero no se olvide que yo no me comprometí a decir cosa que a usté le agradara, cuando usté me brindó a proponer lo que me pareciera más conveniente. Y ahora oiga otra condición que tengo que poner todavía; y eso, porque soy muy leal y juego siempre limpio: he de estar en posesión buena y bastante de ese cierro, quince días antes de las elecciones. Si usted me sirve al tenor de lo expuesto, de usted seré con todas mis fuerzas; si no, cumpliré honradamente mis compromisos con el señor Barón, que, si no me da el cierro, porque no puede, cómo otros podrían, sabe corresponder rumbosamente con los amigos con aquello que está a sus alcances.

-¡Pero, hombre, no se alborote usté así por cosas de tan poco momento!

-. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

-¡Anda, hijo, anda! ¿Conque en lugar de ponerme por mote Asaduras, debieron haberme sacado las mías?... Pues mire usté: olvido de buen aquél esa ofensa, por la gracia que me hace lo otro de que si guerrea contra don Pedro, es sólo por tesón de que no valga la suya; y que tan aína como él le conceda una pizca de razón en lo que usted hace, con él se irá adonde él quiera llevarle.

-. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

-¡No, no!... ¡Ya veo que le pone usted cerca de los santos del cielo; y mucho deben valer esas alabanzas en boca de un enemigo!

-. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

-Hombre, enemigo dije por lo que a la vista está en la ocasión presente y lo que ha estado en otras tales. La verdad es que, si vamos a hilarlo muy delgado, bien pudiera quebrarse entre los dedos. ¿En qué manifiesta corresponder a la buena amistad que usted le guarda? En casos como el presente, no le ayuda: en otros parecidos, le combate a muerte; si usted dice que blanco, allí está él para sostener que es negro, hasta en los puntos de menor cuantía; y si a creer vamos lo que rutan las gentes, no tienen ustés día de paz completa, por oponerse a todo su genio mandón y riguroso. Yo no diré que esto sea tirria y mal querer hacia usté, como algunos lo aseguran, porque en tales adentros no debo meterme; pero el demonio me lleve si tiene trazas de sentir cariñoso ni de buena intención.

-. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

-No fue tal mi ánimo, señor don Juan: he respondido a un reparo que se me ha hecho, y nada más.

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-Cierto; pero don Rodrigo me dice que se lo proponga a usté; usté me llama a su casa; vengo y se lo propongo... De modo y manera que, apurando las cosas, lo feo de la propuesta no está en ella ni en mí, sino en el oficio que usted trae y de sí lo da.

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-¡No es insolencia, señor don Juan, sino la verdad pura!

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-Eso es muy distinto: en su casa, usté es el amo, y en su derecho está al plantarme en el corral; pero entiéndase que si usté no me hubiera llamado, yo no hubiera venido. Y con esto me largo, que también yo tengo casa, donde soy amo y señor..., y no debo nada a naide.

Por último, llegó don Valentín; y tras un largo discurso, enderezado a probar el deber en que se hallaban los hombres libres de resistir a todas horas y en todos terrenos «al perjuro, que de nuevo manchaba el suelo de la patria con su planta inmunda», se expresó así:

-Hay más relación de la que usted se figura entre servir yo al candidato de ustedes, y ayudarme ustedes en la empresa que me quita el sueño. Yo soy esclavo de mis principios políticos, y a ellos ajusto los actos de mi vida civil. Entra en mi conciencia política la ejecución del plan que traigo entre manos; y ayudando a los hombres que me ayuden, cumplo con mi deber, porque sirvo a mi causa, a la causa de la libertad, que es la causa de la patria; y, por consiguiente, obro con arreglo a mi conciencia. Yo bien sé, señor don Juan, que la empresa es peliaguda y de riesgos; pero se intenta siquiera; se ponen los medios; y, al último, si no se vence en ella, se muere con honra. Y es peliaguda la empresa, porque no es fácil despertar en estas gentes embrutecidas ciertos sentimientos delicados, con los cuales hacen proezas otros pueblos, y hasta vencen los imposibles; pero también sé quién tiene la culpa de ese embrutecimiento ignominioso en que vegetan nuestros desdichados convecinos... ¡Vaya si lo sé! Aquí, señor don Juan, tiene más arraigo de lo que a usted se le figura la causa del perjuro; aquí conozco yo a un pudiente que, so capa de no querer meterse en barullos de política, sirve en grande a la de su devoción, y quizá conspira en la obscuridad de sus escondrijos misteriosos; quizá él y los esbirros negros que le ayudan, afilan hoy el puñal con que a usted y a mí ha de herirnos mañana el brazo del tirano que se guarece ahora un poco más allá de esos montes. No tengo necesidad de decir a usted quien es ese pudiente, rémora de todo progreso liberal en Cumbrales.

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-No me ciega la pasión ni me engañan los ojos que han envejecido mirando de qué pie cojean los hombres; y ciegos deben ser los de la malicia de usted si no han visto mucho de lo que yo digo.

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-Eso que usted me responde honra mucho a su corazón; pero deja los supuestos como estaban. El señor don Pedro Mortera no es trigo limpio, ni, hablando en plata, tan leal amigo de usted como usted lo es suyo.

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-¿En qué me fundo?... Y ¿quién mejor que usted puede saberlo? ¿En qué le ha servido? ¿De qué apuro serio le ha sacado a usted cuando se ha visto con el agua al pescuezo en sus peleas electorales? ¿Qué testimonio público ha dado jamás de que es capaz de hacer por usted..., lo que por él está usted haciendo ahora: defenderle?

-. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

-Cierto: nunca vi que delante de él le ofendiera a usted nadie; pero igual hubiera sido, porque casos se han dado, según cuentan..., y yo me entiendo.

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-Repito, señor don Juan, que obra usted como un caballero al expresarse así; y me callo, puesto que lo desea, aunque con el sentimiento de no quedar convencido; pero otra vez será. Por de pronto, conste, en abono de mi conducta, que, hablando de la enfermedad, no podía yo menos de investigar las causas de ella. Para concluir, señor don Juan: ¿qué hay de mi pleito?

-. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

-Eso no es decir nada.

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-Bien conozco que usted solo muy poca cosa puede hacer; pero si no se da el primer paso siquiera...

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-Pues una cosa parecida respondo yo: veremos, señor don Juan, veremos; y según sea el amparo que usted me preste hoy, así será el auxilio que le dé yo mañana. Ya sabe usted dónde vivo; perdonar el mal rato..., y hasta cuando usted quiera.

El mismo demonio no dispusiera mejor un plan para sacar de quicio a don Juan de Prezanes, que saboreaba con avidez las relativas dulzuras de las nuevas paces hechas con su compadre y amigo. Don Rodrigo Calderetas, Asaduras, don Valentín, personajes inconexos entre sí, por educación, por ideas, por aficiones; y, sin embargo, unánimes los tres en considerar a don Pedro Mortera enemigo solapado del quisquilloso jurisconsulto. ¡Y se lo contaban a éste sin reparo! ¡Qué de cosas no sabrían cuando tales insinuaciones se les escapaban de los labios!

Así es que al bueno de don Juan le chisporroteaba el cerebro en cuanto se quedó solo y se puso a meditar.

-¡Y sea usted dócil -exclamó de pronto dando un puñetazo sobre la mesa y apartando, de un puntapié, la silla en que estuvo sentado- y humíllese usted y, en bien de la paz, olvide heridas y agravios, y bese la mano que ha de darle la puñalada en el corazón! ¡Y todavía seré yo el lobo indomesticable, y él el apacible y manso cordero!... ¡Hipócrita!... ¡Bribón! Pedro yo te aseguro que no has de salirte con la tuya. Lucharé sin punto de sosiego, por lo mismo que estas luchas te incomodan; y venceré, para que veas que ni te temo ni te necesito... ¡Si yo no voy a tener otro remedio que hacer al fin una barbaridad!

En esta tensión estaban sus nervios cuando topó con don Pedro Mortera, en uno de los paseos vertiginosos a que se había entregado en la sala.




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- XX -

Emociones fuertes


-A tiempo llegas, ¡vive Dios! -bramó el jurisconsulto, trémulo y erizado.

-¿Ya estás con la mosca, hombre? -respondió don Pedro, parándose junto al hueco de la puerta- ¿Dónde demonios la cogiste? ¿Por qué te pica ahora?

-¡Y tienes el candor de preguntármelo!

-¿Es decir que yo debo saberlo?

-Debieras presumirlo, cuando menos.

-¿De manera que estamos como estábamos?

-Así lo quieres tú y así sucede... ¡Y así sucederá, mientras los hombres no lleven, como yo, la conciencia en la palma de la mano, y escritos en la frente sus pensamientos!

-Todo eso me huele, Juan, a que has dado suelta a los tuyos, y te andan a calabazadas en la mollera. ¡Que nada te aprovechen los escarmientos y nada te enseñe la experiencia...!

-Tienes razón, Pedro: nada me enseña la experiencia..., tanto me cuesta creer en la falsedad de los hombres ¡Y cuánto disgusto me ahorrara si más escarmentado fuera; si de una vez para siempre cortara por lo sano e hiciera un deslinde en el campo de ciertas intimidades!

-Como la nuestra, ¿no es eso? Mira, Juan: el pensar a voces, como tú piensas y quieres que piensen los demás, tiene la contra, amén de otras muchas, de que se hacen públicos los pensamientos ruines, como esos que, por las trazas, me consagras ahora. Por fortuna, te conozco muy a fondo; y, porque te conozco así, te los perdono, sin usar el derecho que me das, pensando mal de mí, para preguntarte por la causa de ello. ¡Qué hermoso manicomio fuera el mundo, tan lleno de hombres aprensivos, si todos pensáramos a voces, como tú lo deseas!... Pero dejemos esto ahora.

-No he de dejarlo, ¡vive Dios! Que me interesa mucho ponerlo en claro.

-Corriente, Juan; pero como yo no he venido a tratar de ese punto, aplázalo siquiera hasta que yo te diga a qué vine; y, entre tanto, piensa de mí cuantas maldades quieras.

Esto dicho por don Pedro Mortera, detuvo a su amigo que por delante de él pasaba, muy agitado; asiole el brazo y le introdujo en el gabinete; a todo lo cual se prestó el jurisconsulto como una máquina, pero una máquina cargada de pólvora y erizada de mechas encendidas entre espinas de acero. Cuando estuvieron encerrados los dos compadres, dijo de muy mala gana don Juan de Prezanes, continuando allí sus paseos:

-¿A qué tantos misterios? ¿Qué es lo que tienes que decirme?

-Que merecías que no te lo dijera, por obcecado y, cascarrabias, -respondió don Pedro Mortera.

-¿Puedes decirme a qué has venido, sin provocar nuevos altercados? -repuso don Juan, desentendiéndose de la chanza de su amigo.

-He venido -respondió don Pedro- a pedirte la mano de Ana para mi hijo Pablo.

No es dado a la rudeza de mis pinceles pintar con exacto parecido la impresión que estas palabras causaron en el jurisconsulto de Cumbrales. El corazón, el cerebro, los nervios, cuanto en su ser había de inteligente y sensible, se conmovió al mismo tiempo por muchos y diversos modos. Lo inesperado del caso; la vehemencia de su amor a Ana; las prendas de Pablo, a quien quería como a un hijo; la alegría reflejada en el noble rostro de su compadre; las ruines sospechas con que él le ultrajaba un momento antes; el inmenso beneficio con que le brindaba el enemigo supuesto, y la mal probada lealtad de los amigos que con tan negros colores se le pintaban, la inquebrantable entereza del uno; las sospechosas veleidades de los otros; lo que estaba pasando entonces; lo que le había pasado toda su vida; su soledad de siempre; el abrigo y el amor de una familia para en adelante, cuando el frío de la vejez le amenazaba con sus rigores y sus tristezas... ¿Quién sabe lo que aquel hombre vio en un solo instante, a la luz de un relámpago de su cerebro tempestuoso!

Tembló de pies a cabeza; pensó que le faltaba suelo donde pisar, o que el techo se le desplomaba encima; trocose la fiereza de su semblante en mansa dulzura, y apenas halló voz en su garganta para decir a su amigo, volviéndose hacia él rápidamente:

-A ver, hombre..., a ver... Hazme el favor de repetirme las..., eso, ¡eso que me has dicho!

Sonriose don Pedro, que estudiaba grado a grado la transformación de su compadre, y le complació así:

-Que te pido la mano de tu hija Ana para mi hijo Pablo.

-¡Jesús, María y José!

-¿Tanto te asombra la pretensión, Juan?... ¿Es posible que jamás te haya pasado esa idea por las mientes?

-Jurara que no, Pedro..., y no porque el caso esté fuera de lo natural y hacedero, y no sea, además, bueno y conveniente para todos..., quizá, si me apuras, sea Pablo el único hombre que yo juzgue digno de ser el marido de Ana; pero está mi vida tan empapada de disgustos y contrariedades; estoy tan avezado a la oscuridad de las penas y a los quebrantos del espíritu, que ni soñando ven mis ojos cuadros de color de rosa. Así es que ahora, con eso que me dices, tan de improviso, tan de repente, tan inesperado y en tan especial ocasión, parece que salgo de una pesadilla horrenda y entro en la vida regular de los hombres libres y de los padres venturosos... ¡Ay, Pedro!... ¡Dios os lo pague!

Y aquel desdichado, siervo del más tirano de los temperamentos, y condenado al suplicio de arrastrar su corazón por todas las asperezas de la vida, lloraba como un niño.

-¡Qué demonches, hombre! -decía, entre puchero y puchero, a su amigo, que le contemplaba con cariñoso interés: ¡mire usted que es raro este efecto que me ha causado la noticia!... Te extrañará mucho, ¿no es verdad, Pedro?... Nada, somos así, y perdona la debilidad... Pues mira, hombre; me hace mucho bien acá dentro esta sacudida. Y dime, ¿qué piensan ellos del proyecto?..., ¿están de acuerdo?

-¿No han de estarlo?

-¡Picaronazos!... Pero ¿de cuándo acá, hombre?

-Sospecho que desde que eran así de chiquitines.

-¿Y no se han acordado hasta ahora de decirlo?

-Por las trazas, no han caído en ello hasta ahora. Hoy me lo ha declarado Pablo, y hoy te lo cuento a ti.

-Y ¿qué dice tu mujer a eso?... ¿Qué dice María?

-Lo que digo yo; lo que piensas tú: que si a ellos no se les hubiera ocurrido, debiera ocurrírsenos a nosotros.

-¿Se te ocurrió alguna vez a ti, Pedro?

-¡Ya lo creo, Juan!

-Y ¿por qué no lo dijiste?

-Porque prefería que se anticiparan ellos, como se han anticipado.

-¿Y si no se anticipaban?

-Están en la flor de la juventud, y había mucho tiempo por delante.

-¡Para ti, que eres feliz; no para mí, que corre siempre lleno de pesadumbres!

-¿Esperas que este suceso te libre de ellas?

-De muchas sí, Pedro. La soledad fue siempre el mayor de mis males, no lo dudes. Yo hubiera sido otro hombre con la casa llena de familia y la conciencia cargada de obligaciones. La de no hacer desgraciada a mi mujer, fue freno que domó los ímpetus de mi temperamento; y el amor y la abnegación con que ella pagaba el sacrificio, llegaron a hacerme hasta venturoso. La muerte me arrebató este bien cuando empezaba a saborearle... Y solo volví a verme.

-¡Solo!... ¿Y tu hija, hombre de Dios?

-Precisamente nace el mayor de mis tormentos del celo heroico con que está consagrada a mí; porque ¿qué derecho tengo yo para echar sobre sus hombros la misma cruz que le tocó en suerte a su madre? ¡Vivir por ella; mirarse en sus ojos, y hacerla desgraciada! ¿Habrá tortura mayor para el corazón de un padre? Y si hoy en la noticia que me traes columbro yo la dicha de Ana para el resto de sus días, ¿qué mucho que en esa visión se deslumbre mi alma, y lo publiquen sin reparo mis ojos y mi lengua?

-¿Te parece bien que hables del caso a tu hija estando yo delante?

-¡Vaya si me parece!... Y va a ser ahora mismo.

Salió, diciendo esto, y llamó a Ana desde la puerta. No debía andar lejos la joven, ni muy ajena a lo que se trataba en el gabinete de su padre; porque llegó a él en seguida y muy turbada. La enteró éste de lo que ocurría, y se turbó más; pero se repuso pronto, porque no era su turbación hija de lo inesperado ni de lo desagradable. Respondió serena al obligado interrogatorio a que se la sometió, y aun traspuso los ordinarios límites, dando un poco de suelta a su corazón, alentada por el regocijo que leía en la cara de su padre. Después dijo así, volviendo a ser dueña de su genio alegre y travieso:

-Bien está todo; pero le falta la salsa que ha de hacerlo más sabroso; y esta salsa -añadió encarándose con su padrino- va a ser de cuenta de usted.

-Pues tenla por segura -respondió don Pedro muy risueño- si es cosa hacedera en mi cocina.

-¡Vaya si lo es! -repuso Ana.- Pero así y todo, mírese usted mucho antes de comprometerse.

-Hija mía -dijo don Pedro fingiéndose más preocupado de lo que estaba-: me vas metiendo en cuidado. ¿Qué demonio de salsa puede ser ésa?

-Oiga usted la receta..., pero a condición de que si, como usted dijo, es hacedera, no ha de faltar en mi boda. ¿Se acepta la condición?

-¿Y si no la acepto? -preguntó, a su vez, don Pedro.

-Si usted no lo acepta -respondió Ana muy seria- no hay boda.

-¡Demonio! -exclamaron aquí los dos compadres; y añadió don Pedro-: A tales amenazas, hija mía, no hay otro remedio que ceder. Con que venga la receta.

-Pues la salsa de mi boda -dijo entonces Ana- ha de ser la boda de María.

Esta vez fue don Pedro Mortera quien se quedó hecho una estatua, mientras don Juan de Prezanes, entre curioso y admirado, le contemplaba con las cejas muy levantadas, la boca entreabierta y las manos cruzadas atrás.

-¡La boda de María! -repitió don Pedro sin salir de su sorpresa- Pero ¿cómo?..., ¿con quién?

-Con un novio que tiene... ¡Y muy apuesto y muy guapo!

-¡María un novio! ¿Desde cuándo, mujer?

-Hace más de dos años, padrino.

-¡Y sin saber yo una palabra!... ¡Imposible!

Soltó aquí la carcajada don Juan de Prezanes, y dijo a su compadre:

-A la zorra, candilazo... ¿Pensabas ser en tu casa más lince que yo en la mía? Pues chúpate esa.

-¡Qué lince ni qué demonio, hombre! Si todo esto es una broma de tu hija. ¿No es verdad, Ana?

-No, señor, que es la pura verdad, -respondió ésta muy seria; y a continuación refirió cuanto el lector sabe del caso, pero sin decir quién era el padre del mancebo de la villa.

Asombrábase cada vez más don Pedro Mortera, y dijo al terminar Ana su relato:

-Pues si tan honrado, tan bello y tan rico es el pretendiente, ¿por qué tiene mi hija por imposible mi consentimiento?

-Pues ahí verá usted... ¡Como si el reparo fuera cosa del otro jueves!

-Pero ¿qué reparo es ese, Ana?... ¡Acaba, por Dios, de una vez!

-Las pocas simpatías que hay entre usted y el padre del novio... ¡Como si los hijos tuvieran la culpa de las flaquezas de los padres!

-Apostamos algo a que... ¿Quién es ese padre, Ana?

Al oír esto, se santiguó don Juan de Prezanes, y volvió la cara para que su compadre no le viera reírse.

-¡Justo!... ¡Lo que yo iba sospechando! -exclamó don Pedro Mortera apretando los puños- Pero ¿qué demonio ha hilado esta madeja en que me estáis enredando? Y, sobre todo, y aun suponiendo que yo fuera capaz de ser consuegro de un hombre semejante; que yo olvidara lo que olvidar no puedo; que yo no viera lo que tengo delante de los ojos, ¿qué hay aquí hasta ahora sino el antojo de dos mozuelos? ¿Qué pasos se han dado ante mí para que yo, sin desautorizarme, pueda..., ni siquiera darme por entendido de lo que ocurre?... ¿O se trata de humillarme hasta el punto de que yo vaya a ofrecer a mi hija al mequetrefe que la galantea, quizá por pasatiempo?

-En todo eso se ha pensado, padrino -respondió Ana con la más hechicera gravedad- y todo está de manera que solo falta el consentimiento de usted.

-Y ¿quién lo ha arreglado así, señora medianera? -preguntó don Pedro, que a duras penas contenía la risa a que le incitaba la cómica seriedad de su ahijada.

-Yo, -respondió ésta.

-¡Ave María purísima!

Don Juan de Prezanes no pudo más aquí, y soltó una carcajada que duró un buen rato.

-¡Te digo -exclamó después- que es el mismo demonio esta muchacha!

-Pues el asunto es más serio de lo que parece, ¡caramba! -dijo don Pedro, verdaderamente alarmado- A ver, Ana, a ver... ¡Dime, con toda formalidad, lo que has hecho; qué lío es ese en que me habéis metido!

-No hay tal lío, padrino, sino la cosa más natural del mundo. Previendo yo lo que sucede, y compadecida de la situación de María, la aconsejé que aceptara la oferta que su novio la había hecho de hablar del caso a su padre. Si en éste hallaba oposición, ¿a qué seguir adelante? Y si, por el contrario, le parecía bien, ¿por qué ocultárselo a usted? Pues habló el pretendiente; y como halló buena acogida en su padre, que no se atreve a dar ese paso que usted echa de menos, porque teme ser mal recibido; y como yo sé todo esto porque debía saberlo, a usted se lo cuento ahora. ¿Hay nada más natural..., ni mejor conducido, aunque no debiera decirlo yo? Además -añadió Ana, viendo que su padrino se paseaba inquieto y cabizbajo, sin replicar una palabra, y que la incitaba su padre con los ojos a continuar el asedio- no es sólo el bien de María lo que me ha movido a echar sobre mí el empeño de arreglar este asunto. Tiene él más alcance de lo que parece. Usted y mi padre andan siempre a la greña porque mi padre se mete más de lo que debiera en esos enredos que arman el barón de Siete-Suelas, el marqués de la Cuérniga y otros tales que de eso viven, y está a matar con don Rodrigo Calderetas, porque don Rodrigo Calderetas también se mete en esto mismo..., y en otro tanto más. Es de creer que cuando usted y mi padrino sean todos unos, por..., por eso que se ha arreglado hoy, mi padre tire más para los suyos que para los ajenos, y se acabe entre usted y él ese motivo tan viejo de discordias y desazones... Pues que se casa María con el hijo de don Rodrigo Calderetas, buen señor, por lo demás, y amigo de usted en otro tiempo: cátele usted ya de la familia y poniendo sus muchas influencias en el fondo común, para bien de estas pobres gentes, y a los barones y marqueses, en manos de Asaduras, que es lo mismo que decir que no volverá a saberse de ellos en diez leguas a la redonda de Cumbrales. ¿Le parece a usted, padrino, de poca importancia el casamiento de María, aunque sólo se le mire por este lado?

Continuaba paseando don Pedro, mirábale anheloso don Juan, y también quedaron sin respuesta estos razonamientos de Ana, que estaba muy lejos de chancearse al exponerlos. ¿Labraron algo en el ánimo de Pedro Mortera? No pudo saberse por entonces, porque Ana no consiguió arrancar a su padrino otras palabras que éstas, dichas al despedirse poco después:

-Hija mía, la salsa que te he ofrecido lleva demasiada sal y pimienta para comprometerme yo desde ahora a preparártela; pero con esa salsa o sin ella, no faltará Dios de tus bodas, ni María dejará de ser tan feliz como merezca serlo.

-Envíame a Pablo en seguida, -díjole don Juan de Prezanes, despidiéndole con un abrazo en la puerta de la escalera.

Cuando volvió a la sala, dio otro más apretado a su hija que le esperaba allí. ¡Cuánto la dijo en aquella caricia, con las lágrimas de sus ojos y los latidos de su corazón!

-¿Cree usted que va vencido? -le preguntó Ana, secándose las mejillas, cuando la emoción la permitió hablar.

-¡Y cómo no, hija mía, en una causa tan injusta como la suya y con un enemigo como tú?

Tres días después de estas ocurrencias, recibió don Juan de Prezanes la visita de don Rodrigo Calderetas.

Era este personaje no muy alto, bien contorneado, aparatoso de traje y apostura, de blanca tez, teñido bigote, muy afeitado el resto de la barba, tersas, pulcras y cerradas tirillas, y gran cadena de reloj.

Iba de casa de don Pedro Mortera, y le preguntó su amigo don Juan, apenas le hubo saludado:

-¿Y el asunto?

-Como era de esperarse -respondió la «gran persona»-; porque no vine yo a ofrecer ninguna puñalada al señor don Pedro Mortera, amigo mío.

-Lo sé muy bien, señor don Rodrigo; pero como no andaban ustedes en la mejor armonía, bien pudiera haber surgido alguna dificultad...

-Efectivamente; pero cuando se trata del bien de los hijos... ¡Mostró el mío tal empeño en que se diera este paso!... Cierto que don Pedro es una persona apreciabilísima, respetable y de gran posición; que su hija es bella y digna, en todos conceptos, de un esposo como el que yo la he ofrecido y ella ha aceptado, con regocijo de toda su familia; regocijo que yo juzgo sincero y cordial, no menos que la cortés acogida que me ha hecho mi antiguo amigo..., aunque hubiera querido yo verle un poco más expansivo, más..., en fin, como en otro tiempo; pero ¡ya se ve!, hay que aparentar cierto..., pues; porque el puntillo... Esto no obsta para que yo me prometa grandes ventajas para todos de esta alianza entre dos familias tan importantes, o mejor dicho, entre tres, puesto que, según acaba de decírseme allí, el joven Pablo, hermano de María, se casa con su hija de usted..., por lo que te felicito con toda cordialidad; de manera que este doble enlace nos une a usted, a don Pedro y a mí, íntima y estrechamente... Y, a propósito: ¿conserva usted cierta carta que le escribí pocos días hace?

Sonriose don Juan de Prezanes, y respondió:

-No le apene ese cuidado, que yo nunca archivo documentos de esa especie..., por lo que pueda suceder.

-Aplaudo la previsión -repuso don Rodrigo-; pero no entienda usted por mi pregunta que estuviera yo alarmado ni mucho menos; aunque creo recordar que apunté en esa carta ciertas sospechas que yo tenía del señor don Pedro..., ya se ve: ¡se ensartan a veces de tal manera los sucesos! ¡Parecen tan fehacientes los informes! ¡Apremian de tal modo las circunstancias! ¡Llegan a tan alto mis conexiones políticas! ¡Solicitan mi cooperación fuerzas tan egregias y tan invencibles, y soy yo tan caballero, señor don Juan, tan caballero!... Por otra parte, este don Pedro Mortera ¡tiene un carácter tan inflexible, tan apegado a sus convicciones, tan refractario a los procedimientos usuales en estas manifestaciones del nuevo sistema político que gloriosamente nos rige!... En fin, él se entenderá. A usted ¿qué le parece?

-Paréceme, señor don Rodrigo -respondió don Juan sin ambages-, que le ha sobrado la razón a mi compadre siempre que se ha resistido a aliarse a nosotros para luchar en el poco limpio terreno a que le hemos llamado; porque, sean cuales fueren las ventajas del sistema nuevo, sistema que ni usted ni yo hemos tenido en cuenta para maldita de Dios la cosa al lanzarnos a las luchas de que se trata, ni él discute ni ha discutido jamás, es lo cierto que el papel que hacemos nosotros agitando estos pueblos y ensañándonos, por satisfacer míseras venganzas, en infelices desvalidos, sólo porque triunfe (digámoslo aquí donde nadie nos oye) un aventurero farsante y desagradecido, como el marqués de la Cuérniga o el barón de Siete-Suelas, es mucho menos honroso que el de mi compadre metido en su concha y resistiéndose a ayudarnos en esta obra..., verdaderamente inicua; creo, en fin, señor don Rodrigo, que, por este lado, la cuenta que haya de dar a Dios nuestro amigo, será mucho más corta que la nuestra.

-Pshe..., mirada la cuestión desde ese punto de vista..., pero considerando que son males corrientes, más diré, indispensables, y que, si nosotros no los causamos, alguien los ha de causar, la cosa cambia mucho de aspecto.

-El mal, señor don Rodrigo, mal es siempre y donde quiera; y causarle, jamás será obrar bien. Nosotros le causamos muy a menudo, ergo...

-Y pensando así, ¿cómo está usted siempre a mi lado y enfrente de su amigo?

-Por el condenado amor propio; por el tesón; la soberbia, que ofuscan y enloquecen; por lo que se llama sostener la bandera..., por estar demasiado hecho a esa moral de sofismas y acomodamientos. Pero esto no impide que, cuando pasa la fiebre, luzca la verdad en mi razón y diga yo lo que siento, como lo digo ahora. ¡Ay, don Rodrigo, cuánto ganaríamos usted y yo en la opinión pública y en reposo y en tranquilidad de conciencia, si desde ahora nos resolviéramos a dar un puntapié a las aspiraciones de algunos caballeros como el que fue causa de ciertos párrafos de esa carta de usted; de la tempestad que éstos levantaron en mi corazón, y del riesgo a que me expusieron, y, unidos los tres, nos consagráramos a hacer el bien de estas gentes mientras se presentaba un hombre honrado que tomara, a la fuerza, el cargo penoso que tantos vividores solicitan! No creo que éste hiciera por sí solo grandes cosas allá arriba pero tampoco haría daño, que es bastante hacer; viviríamos aquí en paz, y, sobre todo, nosotros habríamos cumplido con nuestra obligación. Hablo, señor don Rodrigo, con la autoridad de mis desengaños, y, como quien dice, con el pensamiento de nuestro ya más que amigo, don Pedro Mortera. ¡Dichoso él que ha tenido fuerza de voluntad bastante para no poner nunca en contradicción sus obras con sus ideas!

-A la cuenta, señor don Juan, está usted muy dispuesto a pasarse a los reales de su amigo y consuegro..., si es que no se ha pasado ya.

-Cosa es, don Rodrigo, a que no puedo responder en este instante; pero, visto lo que ocurre, ni a usted ni a mí nos estará ya muy bien reñir con él y acariciar a Asaduras, que pretende...

-Sí, sí..., ya recuerdo. La pretensión es grave, ciertamente, y parecería mal..., pero se me ha puesto en el caso de luchar a todo trance... ¡Y como soy tan caballero!... Por eso se lo indiqué a usted para que le sirviera de gobierno; que, por lo demás... ¡Esta influencia desdichada de que estoy revestido!... Créame usted, señor don Juan, que daría lo que no es decible por ser un personaje obscuro... En fin, el asunto es de meditarse, y veremos de conducirle de manera que yo no falte a lo que debo a mis compromisos ni a lo que exigen, de un caballero como yo, las nuevas circunstancias que me rodean entre ustedes.

Poco más se habló entonces entre don Rodrigo Calderetas y don Juan de Prezanes. Despidiéronse con más cortesía que afecto; montó la gran persona en el caballejo que le había traído, flaco y peludo, pero con mucha placa y majos pespuntes en los arreos; agachó la cabeza al salir de la portalada, aunque ni con vara y media llegaba su reluciente sombrero a la viga que servía de dintel, y arreó hacia la villa por la calleja inmediata.

Al día siguiente dijo Pablo a Nisco:

-Me caso con Ana.

-Es de razón -contestó Nisco- y para bien sea por muchos años. ¡Buen personal te llevas!... Y de tu comenencia es, como en su día te dije.

-También se casa María.

-¿Tu hermana?

-Mi hermana.

-Conque..., ¡tu hermana María!... ¿Y así, tan de porrazo?

-Tan de porrazo no, puesto que son amores viejos.

¡Amores viejos!... ¡Nadie lo diría!, y, ¿con quién se casa, si se puede saber?

-Con un hijo de don Rodrigo Calderetas.

-¿El de la villa?

-El de la villa.

-Vamos, con un caballero fino y pudiente... Tal para cual, como el otro que dijo... El oro con la seda. Eso debe de ser, por lo visto... Pues por muchos años, Pablo; y si otra cosa no mandas por ahora...

-Vete con Dios, Nisco, y anímete el ejemplo.

-¿A qué, Pablo?

-A casarte con Catalina.

-Es verdad; tal para cual: esa es la ley. ¡Ojalá no se faltara nunca a ella..., ni con el pensamiento!

-Bien te la prediqué un día, y te atufaste.

-Era hablar por hablar... ¿Y nosotros, por eso, tan amigos como siempre?

-Y ¿cuál es eso?

-Eso es, Pablo, el casarte tú ahora.

-¡Qué bolonio eres, hombre!: más amigos que nunca; y a cuenta de ello, démonos un abrazo... ¡Aprieta, Nisco!... ¡Qué demonches! Tienes la mano fría y la cara algo pálida.

-Pshe..., pamplinas del arca, motivao a que estoy en ayunas...

-Por lo demás, Nisco, igual que antes..., en todo lo que no esté reñido con el nuevo estado, se entiende. Si quieres continuar las lecciones...

-¡Lecciones!... Para lo que valgo y soy, creo que ya he aprendido en tu casa..., todo lo que es menester. Conque, adiós, Pablo.

-Adiós, Nisco.




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- XXI -

Prólogo de un drama


Chiscón, porque le corrían costas en el pleito, no se descuidó en rematarle cuanto antes.

Volvió a Cumbrales al otro día, cerca ya del anochecer; y después de reforzar el ánimo con unos tragos en la taberna de Resquemín, donde le dijeron que Tablucas acababa de marcharse para meterse en casa antes de que llegara la noche, fuese a la de Catalina. Cabalmente, al entrar él, estaba toda la familia reunida, porque acababa de cenar.

Sin exordios ni tanteos, no bien se acomodó en el taburete cerca de la perezosa, cargada aún con los cacharros vacíos y los codos de la gente de casa, declaró sus honradas intenciones y expuso el inventario de sus caudales. La respuesta fue breve y terminante: se agradeció mucho la voluntad; pero se desestimó el propósito.

Chiscón, que no podía llamarse a engaño, porque a nada obliga en la Montaña a una moza soltera el abrir de noche la puerta al mozo que así lo desea para hablarla delante de la familia al amor de la lumbre, de los cuales términos él no había pasado allí, tragose las calabazas sin meterse en más indagaciones; se despidió como pudo, y volvió a la taberna donde le esperaba el Sevillano. Llegó el hombre, que ahumaba, y pidió a Resquemín una azumbre de lo blanco para apagar el incendio.

Conoció el Sevillano dónde le dolían a su amigo las quemaduras; Puso el dedo sobre las llagas; bramó el doliente; y hablando, hablando, y bebiendo, bebiendo, desfogose el de Rinconeda a sus anchas, pero sin decir pizca de verdad. Puso a Catalina y a toda su casta para pelar; fingió haber sido en él chanza y pasatiempo lo que a tales injusticias le arrastraba; supuso que se había negado a ser paño de las lágrimas vertidas por los desdenes de Nisco; pintó en la moza los deseos y en él el desaire; y creyendo que por esta senda arriba se encaramaba muy alto, dio en despotricar por el estilo a medida que bebía y entraban gentes en la taberna.

Al otro día todo el pueblo era sabedor de lo charlado allí por Chiscón, que, después de dormir la mona y las pesadumbres, verdaderas lenguas de sus descomedimientos, apenas se acordaba de otra cosa que de las calabazas recibidas.

El domingo siguiente se presentó en el corro de Cumbrales; y como lo valiente no quita lo cortés, algo también por vía de memorial indirecto, y mucho por alarde para desautorizar dichos y murmuraciones, invitó a bailar a Catalina, pero ésta, que tenía buena memoria y muchos agravios que vengar del mocetón de Rinconeda, le soltó a la cara un no redondo, seco y frío..., y gracias que no le soltó además una desvergüenza.

Pareciéronle a Chiscón, por ser públicas, estas segundas calabazas más duras de tragar que las primeras; pero tragolas mal de su grado, aunque no sin bascas y trasudores; y fingiendo una serenidad que no tenía, apartose de Catalina y acudió a otra moza con la pretensión. Como había sido tan mirado y visto el desaire, y en casos tales a nadie le gusta recoger lo que otro desecha, la moza invitada desairó también a Chiscón; dirigiose éste en seguida a la de más allá..., y lo mismo; y así, de moza en moza, recorrió toda la fila el de Rinconeda, llevando tal carga de calabazas, que le abrumaron; con lo que perdió la poca serenidad que le quedaba y se largó del corro como perro con maza; mas no sin decir antes, con su voz de trueno, vuelto el airado rostro hacia la gente:

-¡Yo vos aseguro que he de bailar aquí mesmo, hasta que me digáis que lo deje!

Para el siguiente domingo tenía dispuesta la juventud de Cumbrales una magosta, precisamente en una castañera que lindaba con el término de Rinconeda.

Como la castañera estaba soltando el fruto de puro sazonado, y era de la pertenencia de varios vecinos de Cumbrales que tenían hijos mozos, autorizose a éstos para que ofrecieran un sabroso regodeo a toda la gente joven con las castañas que se sacudieran de los árboles, en vez de hacer la magosta con las compradas a escote, como ordinariamente acontece. De este modo tendría la fiesta un aliciente más en los lances de la sacudida, y una ventaja de consideración el ser la fruta regalada.

Aquel día, después del rosario, no quedaron en el corro de Cumbrales más que las viejas jugando a la brisca, y unos pocos hombres en la bolera: todo lo demás se fue en alegre romería, después de hacer los mozos el necesario acopio de vino, y de proveerse también de un par de recias y larguísimas varas, camino de la castañera.

Una vez allí la gente, varazo a esta rama, varazo a la otra, desde el suelo, si la vara alcanzaba al fruto, o desde la cruz del castaño si los erizos estaban muy altos; apañando esta moza las castañas sueltas; descachizando la otra los erizos con los tacones de los zapatos y con mucho tiento para no reventar lo que guardaba la espinosa envoltura; acopiando escajos secos unos mozos; avivando en lugar conveniente dos mozas de las más amañadas la mortecina lumbre; templando otras a su calor los flojos parches de las panderetas, y mordiendo todos y todas, por un lado, las acopiadas castañas para que no reventaran en el fuego, con peligro de los cercanos ojos; canturriando unas aquí, relinchando otros allá, locuaces los más y risueños todos, el campo de la castañera, abrigado del aire y del sol por las anchas, espesas y bajas copas de los árboles, parecía un hormiguero en el ir y venir de la gente, y una pajarera en lo ruidoso y pintoresco del conjunto.

Acabose el vareo y el acopio; trocose la lumbre tímida en voraz hoguera, y ésta, a su vez, en descomunal brasero; hízose en él con una estaca honda sima; llenose de castañas; volvieron a unirse los bordes candentes; y mientras se dejo al cuidado de personas de juicio e inteligencia la delicada tarea de revolver las ascuas y de sacar las castañas que fueran asándose, pero sin quemarse, en lo que estriba toda la dificultad del caso, la gente de sobra hizo corro más abajo; sonaron las panderetas, y comenzó el baile, que es la salsa de todas las fiestas aquí..., «y en Valladolid», anden en ellas el percal de a peseta y el paño burdo, triunfen la seda turgente y el frac diplomático. La misma raza con diferente librea; la propia carne con distinto pelo.

Duró el baile hasta que las castañas se asaron. Entonces se sentaron en rueda mozos y mozas, y comenzó a circular la bota para remojar las castañas, que se repartieron a sombrerada por concurrente. Amenizábase el regodeo con dichos y risotadas, y se tiznaba la cara con pellejos quemados al que se distraía un instante; en el cual empeño, condición especial de las magostas, eran las mujeres las más tercas.

Así se andaba allí, tan pronto sorbiendo como mascando, como limpiándose la cara con el delantal o la manga de la camisa, cuando apareció Chiscón en la magosta, por el lado de Rinconeda. No se supo nunca si fue casual o de intento la llegada del calabaceado mocetón, y a nadie agradó verle allí tan de improviso; pero como saludó muy atento, se le brindó con lo que había. Tomó, por no desairar la oferta, una castaña, y se llevó a los labios la bota de vino; y debió infundirle ánimos la cortés acogida, porque, en vez de seguir su camino, sentose con los de Cumbrales.

Terminado el refrigerio, se enterró la bruja entre las ya tibias cenizas de la lumbre, y volvió a comenzar el baile. Cada moza fue sacada por un mozo, y el de Rinconeda se quedó entre los pocos desparejados que miraban; pero se tocó a lo alto, y entonces, al amparo de la costumbre, que es ley en muchos casos, y en tales como aquél, indiscutible, echó fuera al mozo que bailaba con Catalina, creyendo el testarudo que así no eran posibles las calabazas; pero se equivocó. La esquiva moza se plantó en firme en cuanto le tuvo delante, y en seguida le volvió la espalda. Sintió Chiscón el golpe en lo más vivo, y para disimular sus efectos, echó fuera al mozo que le seguía por la izquierda. También entonces se le plantó la moza. Atolondrado ya por la ira y el despecho, siguió fila abajo empeñado en hallar pareja; pero sólo halló desaires en todas partes.

Reventole al fin la corajina del pecho, y dijo, dispuesto a todo:

-¡Quisiera conocer al que tiene la culpa de esto!

A lo que respondió Catalina con gran serenidad:

-Pues arráncate la lengua con que me agraviastes.

-¡Arrancara yo -repuso el otro, lívido de rabia- la que te fue con la impostura!

-Muchas son entonces las imposturas.

-¡Pues todas las arrancara yo, si las conociera!

-Con arrancar la tuya se acababa la peste.

-¿Hay quién se atreva a hacerlo entre los presentes?... ¡Pues venga a echarla mano! -dijo Chiscón, irguiendo su colosal escultura y sacando luego fuera de la boca un palmo de lengua, ancha, gruesa y roja como la de un caballo.

Acercósele un mozo de Cumbrales, y respondiole:

-De lo que te pasa, a nadie culpes en ley de justicia; que seas valiente, no se te ha negado; pero que, con sólo decirlo, llegues a campar aquí, no lo sueñes nunca. Por el corazón se mide a los hombres y no por la estampa, y corazón no falta al más ruin de los presentes. De fiesta estamos y en nuestra casa; en ella entrastes y se te brindó con lo que había; de lo demás, tuya es la culpa por no escarmentar cuando debistes. Si buscas guerra, mal haces, que, sobre no ser justa ahora, a ti te conviene menos que a nosotros.

-Y eso que me cuentas -preguntó Chiscón al templado mozo, con burlona sonrisa-, ¿es amenaza o caridá?

-Esto que te cuento -respondió el otro- es riflisión de hombre de bien y de enemigo leal.

En tanto platicaban los dos así, Catalina reunió el cotarro y consiguió en cuatro palabras ponerle en marcha hacia Cumbrales.

-Vámonos, Braulio -dijo con resped al pasar junto al mozo que hablaba con Chiscón-: deja esa peste que te mancha.

Obedeció Braulio; y tan a punto, que quedaron sin respuesta las últimas palabras que enderezó el de Rinconeda.

En un instante se vio éste solo en la castañera. Irritole más aquel nuevo desaire que recibía, y gritó mirando a los que se marchaban:

-Vos prometí el domingo bailar en el corro de Cumbrales hasta cansarvos... ¡Pos hoy vos lo juro por la luz que me alumbra!

Las últimas palabras de esta amenaza se perdieron entre el son de las panderetas y el cantar y el gritar desaforados de la gente de la magosta, que se largaba hacia su pueblo, mientras el sol trasponía el horizonte entre celajes de púrpura.

Desde el siguiente día comenzó a circular por Cumbrales el rumor de que los de Rinconeda pensaban armar una que fuera sonada contra sus sempiternos enemigos. Los rumores crecieron durante la semana; el jueves se dijo que se trataba de una invasión de los mozos de abajo, para dar una batalla a los de arriba en el mismo Cumbrales; el viernes se contó que vendrían mozos y mozas en son de romería a bailar en el campo de la Iglesia, y, por último, el sábado pudo asegurarse que al día siguiente habría de todo en el pueblo; es decir, baile en competencia y palos por remate. De todo ello tendría la culpa Chiscón, aconsejado por su amigo el Sevillano.

Bajo estas impresiones desagradables, y al arrullo del Sur, que bufaba sordamente en las rendijas de las puertas y ventanas, se durmió aquella noche el vecindario de Cumbrales.



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