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El sainete y el cine español


Juan Antonio Ríos Carratalá


Universidad de Alicante



En la ceremonia de entrega de los premios Goya de 1992 hubo un agradecido reconocimiento que sorprendería a algunos espectadores. Luis G. Berlanga, al recoger el galardón otorgado a su película Todos a la cárcel, debió percibir que más allá de los relativos méritos de este film se estaba premiando toda una trayectoria. Tal vez por ello realizó una síntesis de la misma, en la cual destacó una influencia: Carlos Arniches. No era la primera vez que lo hacía, pero al recordarlo estaba enlazando su obra con una de las corrientes fundamentales del teatro español de la que el autor alicantino es su máximo representante. Y no le faltaban razones.

Las obras de Carlos Arniches han sido adaptadas al cine en cincuenta y nueve ocasiones, tanto en España como en Hispanoamérica1. Una filmografía que arranca en 1910 con El puñao de rosas de Segundo Chamón, comprende algunos de los títulos más interesantes del cine mudo como Los chicos de la escuela (1925), donde Florián Rey captó una vertiente del humor arnichesco tan ligada a la influencia de Charles Chaplin, pasa por el tamiz enriquecedor de directores de la talla de Edgar Neville y Juan A. Bardem en ejemplos que comentaremos después, mantiene cierto interés en películas tan lastradas por la censura como El Padre Pitillo (1954) de Juan de Orduña y desemboca en obras nefastas como Es mi hombre (1966) de Rafael Gil y El calzonazos (1974) de Mariano Ozores. Sin embargo, Luis G. Berlanga jamás ha pretendido hacer una adaptación cinematográfica de un texto de Carlos Arniches y no creo que, salvo algunas notables excepciones, esa amplia filmografía le haya interesado o influido. La justificación de sus palabras hay que buscarla por otros derroteros. Él mismo en el citado acto habló del sainete, de la capacidad de este género para recrear ambientes cotidianos y populares donde, a modo de un teatral plano secuencia, se dan cita numerosos tipos siempre dispuestos a hablar, a participar en una escena coral en la que, a menudo, nadie escucha a los demás. Un sainete hecho a la medida de Luis G. Berlanga, pero no por esa circunstancia menos válido.

El camino que nos permite establecer una relación entre el sainete y la filmografía del director valenciano tiene varios antecedentes, así como manifestaciones paralelas en otros cineastas españoles2. Al margen del cine mudo donde se dieron intentos aislados y rudimentarios de incorporar el género teatral a las pantallas -a menudo, se ha cometido el error de considerar como adaptaciones de sainetes las de todas las obras de autores que cultivaron el género, pero junto con otros que compartiendo ambientes y hasta técnicas van desde el folletín melodramático hasta el astracán, por ejemplo-, algunos historiadores han señalado las películas de la productora Filmófono realizadas durante la última etapa de la II República como un antecedente3. Se basan en que la empresa concebida por Ricardo Mª Urgoiti y Luis Buñuel pretendió hacer un cine popular, divertido y enraizado en nuestra tradición. Es cierto y esta circunstancia explica la participación de Carlos Arniches en las producciones de Filmófono. Pero esas características no conducen necesariamente al sainete, género del cual sólo percibimos algunos rasgos en Don Quintín el amargao (1935), dirigida por Luis Marquina. Hubo algunos intentos aislados de este mismo director y de la citada productora para adaptar al cine el mundo del sainete arnichesco, pero se frustraron por el estallido de la Guerra Civil. Las cuatro producciones de Filmófono durante el período 1934-1936 combinan elementos donde lo sainetesco es secundario. La música, el melodrama y el humor son los componentes esenciales de unas películas que, para ajustarse a la buscada proyección de Hispanoamérica y participar de la política de creación de estrellas, debían prescindir de buena parte de las características del sainete.

Tras la Guerra Civil, la figura clave que reivindica la validez cinematográfica del sainete es Edgar Neville, cuya obra teatral es ajena al género4. Ya en 1935 había dirigido una excelente adaptación de La señorita de Trevélez (1916), tragedia grotesca de Carlos Arniches cercana en algunos aspectos al concepto de comedia defendido por Edgar Neville. Pero será en la década de los cuarenta cuando protagonice una polémica con parte de la crítica en defensa de un cine nacional que debía entroncar con el sainete. Frente al cine histórico o los sucedáneos de la alta comedia, Edgar Neville reivindica la validez del citado género como «forma natural de expresión española, un venero de vida y de fábula con calor humano». Su peculiar, nostálgica y estilizada concepción del sainete le lleva a desechar el tipismo barato y el casticismo trasnochado como rémoras para crear obras compatibles con la elegancia propia de las películas de Edgar Neville. Un excelente ejemplo es El último caballo (1950), donde el elemento costumbrista asociado a menudo a lo arcádico y teñido de nostalgia es recreado desde el prisma de un humor que evita los excesos ternuristas gracias a lo poético. Otras películas suyas de los años cuarenta se sitúan en la misma línea de utilización parcial de lo sainetesco -a veces en combinaciones insólitas como en La torre de los siete jorobados (1944) y El crimen de la calle de Bordadores (1946), donde lo castizo se mezcla con lo fantástico y policíaco- hasta llegar a la última, Mi calle (1960), donde esta tendencia demuestra ser uno de los ejes de la cosmovisión de tan peculiar director.

Las sorprendentes películas de Edgar Neville constituyen una excepción en el panorama cinematográfico de la época por múltiples razones, también por el empleo de lo sainetesco. Aunque ya en los cuarenta encontramos algunos films relacionados con esta tendencia, El último caballo inicia un periodo más fertil para la misma en los cincuenta. Directores como Luis G. Berlanga y Fernando Fernán Gómez ahondarán en el camino iniciado por Edgar Neville, aunque con objetivos diferentes. Lo sainetesco será para ellos un punto de partida, un marco creativo al que aportarán elementos nuevos y transformadores derivados de otras influencias presentes en los citados autores. Lejos del tipismo y el autocomplaciente costumbrismo, el sainete se convertirá en su paso al cine de los cincuenta de la mano de estos directores en un marco ideal para recrear, desde diferentes perspectivas, una realidad cotidiana, intrahistórica, escamoteada por el cine oficialista de la época.

Fernando Fernán Gómez afirma en sus memorias que el sainete en su versión cinematográfica «se hacía más culto, más irónico, con un propósito no de servicio a la supuesta moral convencional del público, sino a la moral de los autores. Y lo que el género perdía en popularidad, lo ganaba en sinceridad, en riqueza de intenciones»5. Interesante reflexión extraída de un comentario acerca de Esa pareja feliz (1951), que interpretó a las órdenes de Luis G. Berlanga y Juan A. Bardem. En la misma se daba una presencia del sainete arnichesco reconocida por los directores, pero combinada con otras influencias y puesta al servicio de unos objetivos peculiares. Dentro de lo que se podría denominar cine de la disidencia y el regeneracionismo durante los cincuenta, lo sainetesco permitió enlazar con una tradición útil para estos cineastas, resultaba compatible con influencias como la del neorrealismo y, sobre todo, era permeable a esa realidad que se pretendía incorporar a la pantalla.

Otros directores por aquel entonces utilizaron de forma diferente los elementos propios del sainete. En, por ejemplo, Historias de la radio (1953), de José Luis Sáenz de Heredia observamos una combinación de los registros populares del género con los elementos ternuristas y melodramáticos, lo cual la sitúa en la más pura línea arnichesca. Por razones obvias dada la personalidad del director, desaparece cualquier nota de disidencia similar a la de los por entonces jóvenes Berlanga, Bardem y Fernán Gómez, aunque la película en ese sentido sorprende si la observamos desde nuestra perspectiva.

Vemos, por lo tanto, que lo sainetesco aparece con nuevos objetivos en el cine de los cincuenta. El talante de los directores y, sobre todo, las distintas combinaciones con otras influencias y géneros nos permiten justificar tan divergente utilización del elemento sainetesco. El mismo lo encontramos en las filmografías del irregular José Antonio Nieves Conde (El inquilino, 1958; Don Lucio y el hermano Pío, 1960), de un Ricardo Núñez respetuoso con las formas más tradicionales del género (La chica del barrio, 1956; Lo que cuesta vivir, 1957), de un joven e inquieto Joaquín Luis Romero Marchent (Fulano y Mengano, 1956), de un Ramón Comas con una sensibilidad para lo sainetesco que no tuvo continuidad (Historias de Madrid, 1957), del polifacético y prolífico Rafael J. Salvia (Manolo, guardia urbano), de una Ana Mariscal a la que le sobra protagonismo y le falta sentido de lo popular (Segundo López, aventurero urbano, 1952), de un Pedro Luis Ramírez que supo sacar el mejor partido de sus actores (El tigre de Chamberí, 1957), de un omnipresente Ignacio F. Iquino que contó con la estimable colaboración de Pedro Masó y Rafael J. Salvia (Los ángeles del volante, 1957), de un Luis Marquina que recuperó viejos proyectos (Así es Madrid, 1953) y de otros directores que durante esta década encontraron en lo sainetesco un rico caudal.

Antes de seguir, convendría que estableciéramos las caracteristicas del cine de esta época que asociamos con el concepto de lo sainetesco. En las entrevistas concedidas por Luis G. Berlanga, por ejemplo, observamos una vaguedad a la hora de referirse al concepto de sainete. Apenas se concretan las características y los elementos del mismo que son utilizados en sus películas. Esta circunstancia suele convertir lo sainetesco en un lugar común asociable a la presencia de determinados ambientes o tipos. Intentemos ser más precisos en la línea de lo ya explicado por extenso en mi citado libro, porque de lo contrario será difícil comprender hasta qué punto el sainete se transforma en su paso al cine de los cincuenta.

En las películas donde se da la presencia de lo sainetesco encontramos una narración basada en una estructura coral, la articulación y la suma de situaciones aisladas o discontinuas y la utilización de estereotipos ya definidos con escaso margen para el desarrollo interno de los personajes, pero adecuados a la personalidad de unos actores que utilizan una gama muy eficaz y limitada de rasgos para definirla. Son películas tejidas alrededor de un delgado hilo conductor, que avanzan sobre una multiplicidad de situaciones descentralizadas en las que el vigor y el gracejo de los diálogos permite a éstos, en ocasiones, independizarse de la narración y abrir espacios aislados de un humor de diferentes tonalidades a partir de una base costumbrista.

Son películas, asimismo, que reflejan aspectos de la vida cotidiana protagonizados por tipos populares. Lejos de intentar mostrar la vida interior de estos últimos, se centran en sus manifestaciones externas, en sus ambientes y las situaciones que los definen. El resultado es un necesario esquematismo que, de acuerdo con una larga tradición, se combina con el verismo característico del sainete. La acción dramática es secundaria en relación con la galería de tipos que se muestra, gracias en buena parte a un omnipresente diálogo que cobra una importancia capital. Hasta tal punto que, combinado con la simultaneidad de espacios y tipos, a veces las películas se convierten en un vocerío caótico donde los individuos apenas son percibidos como tales. Los famosos planos secuencia berlanguianos, por ejemplo, constituyen una adecuada plasmación cinematográfica de estos rasgos relacionados con la influencia de lo sainetesco.

Podríamos señalar otros rasgos de estas películas centradas en ambientes nunca marginales y que recorren el estrecho margen que separaba por entonces a las clases populares de las medias. Esta circunstancia permite mostrar una España nada triunfal, repleta de pequeños problemas relacionados con la supervivencia que se convierten en grandes por su inmediatez y concreción. Estos ambientes donde encontramos antihéroes capaces de sortear los vaivenes de la cotidianidad son vistos desde una perspectiva en la que se combina en diferentes proporciones el humor, la ternura y la crítica. Pero los rasgos señalados son suficientes para hablar de una influencia del sainete que no debemos considerar ni exclusiva ni excluyente. Otros géneros teatrales y cinematográficos van en direcciones paralelas compartiendo parecidos rasgos y, por lo tanto, también pueden haber influido en los cineastas que nos ocupan.

Buena parte de la filmografía realizada durante los cincuenta por Luis G. Berlanga y Fernando Fernán Gómez es un ejemplo de estas características. A finales de la década, no obstante, esa presencia de lo sainetesco que facilitó una adaptación al contexto español de una vertiente del neorrealismo se orientó en una dirección distinta. La presencia de Rafael Azcona en los guiones de las películas de Luis G. Berlanga y Marco Ferreri realizadas por entonces propició una nueva dimensión crítica alejada del ternurismo de ¡Bienvenido, Mr. Marshall (1953) y, sobre todo, Calabuch (1956), por ejemplo. Su corrosivo humor y lo que se ha definido, con relativo acierto, como «miserabilización» de personajes y ambientes, ya no se pueden relacionar con la tradición del sainete, al menos en su formulación arnichesca. Pero se añaden perfectamente a esa misma tradición aportándole una mayor profundidad, una riqueza de lecturas que no encontramos en otras películas.

Los guiones de Rafael Azcona marcan, pues, un punto de inflexión en la presencia de lo sainetesco en el cine español6. Su aportación no es radicalmente nueva y el propio Luis G. Berlanga ha indicado en repetidas ocasiones que algunos rasgos asociados a Rafael Azcona ya estaban presentes en sus anteriores películas. Pero, aparte de que en ambos casos se dio una evolución paralela que permitió la colaboración en proyectos comunes, lo importante es señalar que El pisito (1958) y El cochecito (1960) de Marco Ferreri así como El verdugo (1963) y, sobre todo, Plácido (1961) del director valenciano son destacadas muestras de esa confluencia de tendencias en la cual lo sainetesco tiene un destacado papel.

Los citados títulos cuentan con una abundante bibliografía crítica, pero a la luz de sus guiones y de los rasgos arriba indicados convendría que hiciéramos un repaso de la presencia de lo sainetesco en unas películas que, claro está, no son unos sainetes ni se explican en su totalidad desde la perspectiva de lo sainetesco.

Nos centraremos en Plácido, cuyo guión (Madrid, Alma Plot, 1994) cuenta con una acotación inicial que resume algunos elementos esenciales de la película:

Una estrella de Oriente, arrastrando su cola, cruza el aire de una ciudad provinciana recortándose sobre las fachadas de las calles. La estrella no vuela; se desliza con un movimiento torpón y cabeceante. Cuando se detiene, después de perfilarse contra árboles y cielo, lo hace ante un quiosco evacuatorio que centra una plaza con jardines. Coincidiendo con su inmovilización se descubre que la estrella va instalada sobre la cabina de un motocarro, precediéndolo, como si fuera guiándolo.



En ese motocarro que se convertirá en un elemento casi omnipresente encontramos a Quintanilla y Plácido, los dos personajes básicos de una película en la que, de acuerdo con lo indicado, el protagonismo es coral. Ambos participan en una campaña navideña, gracias a la cual las familias acomodadas de la ciudad provinciana invitan a cenar en Nochebuena a un pobre y, a veces, a una artista. La campaña es el tenue hilo conductor de una acción que se desarrolla en múltiples escenarios a lo largo de un único día. En los mismos encontramos una rica galería de tipos definidos por rasgos tan escasos como eficaces. A pesar de que el diálogo es incesante, se produce un radical caso de incomunicación. Cada personaje indica con rapidez lo que le define y a lo que aspira, no importándole nada quienes le rodean y sin que ambas cosas ayuden a hacer avanzar el supuesto hilo conductor: la campaña navideña de caridad. Plácido necesita pagar la última letra del motocarro, Quintanilla desea quedar bien ante su novia Martita, los pobres quieren cenar, el propietario de la marca patrocinadora busca la publicidad, el registrador de la propiedad alardea de su ciencia jurídica, el dentista recuerda que es doctor en medicina general, el suegro de Plácido quiere cenar tranquilo y así todos y cada uno de los personajes. Ninguno está verdaderamente interesado en la campaña navideña ni siente el supuesto espíritu de caridad. Cada uno está encerrado en su pequeño mundo con unos objetivos repetidos y claros, que aparecen sin ser necesarios para el desarrollo de la acción dramática. Son piezas de un mosaico un tanto caótico propio de una película coral. Las voces se imponen a los personajes y éstos casi hacen desaparecer la trama argumental, pues en realidad ellos mismos son el argumento en una galería de tipos con notable valor representativo.

Luis G. Berlanga ha señalado en repetidas ocasiones que el momento crucial en la elaboración de sus películas es la elección de los actores. Sus personajes son tan tenues en el aspecto psicológico que necesitan unos intérpretes capaces de darles cuerpo a base de unos rasgos externos sabiamente utilizados por quienes tenían una formación teatral. Un tono de voz, una gestualidad particular, una imagen repetida... son los únicos instrumentos de unos actores que, lejos de construir el personaje a lo largo de la película, lo deben dar ya construido al espectador desde la primera escena. En el mundo del sainete también encontramos esta circunstancia. Al igual que Azcona y Berlanga, los autores del citado género solían escribir pensando en actores concretos, capaces de adecuarse a los tipos predefinidos que repetidamente protagonizan estas obras. En ambos casos el guionista o el autor no confían tanto en el perfil de sus personajes como en hallar los actores adecuados para potenciar una serie limitada de rasgos. En ambos casos, asimismo, los intérpretes cobran una importancia que se impone a unos papeles conscientemente concebidos para su lucimiento.

No es casual, por lo tanto, la fidelidad que Luis G. Berlanga y Rafael Azcona han mostrado a sus actores a lo largo de sus trayectorias. En Plácido, por ejemplo, encontramos a José Luis López Vázquez, Agustín González, Manuel Alexandre, Luis Ciges y Amparo Soler Leal. Todos ellos volverán a estar presentes en otras películas del citado director interpretando papeles que, en lo fundamental, son similares. Lo mismo ocurría en su momento con Carlos Arniches, cuya correspondencia particular revela hasta qué punto le preocupaba contar con unos determinados actores para sus obras.

Por lo tanto, lo sainetesco en Plácido se muestra en una serie de rasgos esenciales, aunque la película como tal dista mucho de ser un sainete. ¿Por qué? La respuesta es múltiple, pero fundamentalmente hay que relacionarla con la peculiar visión con que Rafael Azcona y Luis G. Berlanga elaboran este material sainetesco. Recordemos las citadas palabras de Fernando Fernán Gómez sobre la nueva orientación del sainete en su paso al cine y, siguiéndolas, nos remitimos a unos autores cuyos objetivos distaban de los habituales en los saineteros. En estos últimos no siempre se da una visión optimista e idealizada de la realidad, pero la tendencia mayoritaria rechaza todo conflicto inquietante. Pensemos ahora en Plácido y, más en concreto, en su última escena. Después de un sinfín de avatares la familia del propietario del motocarro llega a su casa perdida en las afueras y se dispone a disfrutar de la Nochebuena o, al menos, a cenar. Julián, el cojo interpretado por Manuel Alexandre, tiene una cesta navideña rechazada por su destinatario. Todos se las prometen felices, pero a la entrada de su casa les espera quien antes no había aceptado la cesta. La reclama, se amenazan, vociferan y, al final, como si de una presa se tratara se la lleva mientras suena un villancico con un estribillo sobre la ausencia de caridad. Acompañamiento musical tal vez innecesario ante las imágenes desoladoras con que termina la película. Estamos ante un desenlace coherente con un guión que gira en torno a la incomunicación y la insolidaridad de quienes protagonizan una esperpéntica campaña navideña. No hay ninguna tesis y menos una posible alternativa, lo cual entraría en contradicción con dos escépticos como Azcona y Berlanga. Pero el espectador que ha sonreído a lo largo de la película, que se ha recreado con una rica galería de tipos, al final se queda inquieto. Recordemos la escena final de El verdugo, tan escueta y desoladora como magistral, y percibiremos la misma sensación. La sonrisa se congela y cede el paso a la inquietud ante el incierto futuro de la familia de Plácido o el seguro e inmediato de ajusticiado y su verdugo. Este tipo de desenlace es imposible que aparezca en un sainete.

Las obras de Carlos Arniches tienen un final feliz, aunque en ocasiones las apariencias dejen resquicios problemáticos. Cuando esto sucede no es, por supuesto, en sus sainetes, sino en sus tragedias grotescas. Recordemos La señorita de Trevélez y observaremos hasta qué punto su autor se sintió obligado a encontrar un final teatralmente feliz. El drama que se avecina para Florita y, sobre todo, Gonzalo de Trevélez es el verdadero final. Pero Carlos Arniches deja una puerta abierta a la esperanza e introduce un discurso regeneracionista como solución a los problemas planteados. Fijémonos ahora en la adaptación libre que de la obra hizo Juan A. Bardem en Calle Mayor (1956)7. El citado discurso no desaparece a pesar de su transformación ideológica, pero el final feliz ya no era posible para un director como Bardem. Betsy Blair, la actriz protagonista, demuestra el valor significativo de la mirada. Tras una fría ventana que deja ver la lluvia, su mirada rechaza cualquier alternativa o solución al modo arnichesco. Este cambio radical y concreto que Bardem introduce en la obra que le sirve de base es equivalente, en lo fundamental, al hecho por Berlanga y, sobre todo, Azcona con respecto a lo sainetesco. En películas donde este último no participó se impone un ternurismo en el tratamiento de los personajes y los finales, si no son felices, al menos alientan la ilusión. Cuando Azcona interviene esto es imposible. ¿Por qué?

Luis G. Berlanga lo ha explicado al hablar de un proceso o un tratamiento que, aunque él no lo haya indicado, resulta esencial para distanciar sus películas del sainete al modo arnichesco. Se trata del proceso de miserabilización de los personajes, que es una constante de sus películas:

El personaje, que arranca de una situación social, moral, biológica equis, acaba al final en la misma situación o en otra peor, a pesar de haber tenido, en el intermedio, la posibilidad de mejorar, sea por aportes mágicos o por su propio esfuerzo. En mis películas hay siempre una miserabilización final del personaje. Mis personajes nunca consiguen mejorar su posición.8



Pero no se trata de un proceso que afecte sólo a los personajes, sino a la globalidad de la materia filmada: «Con Azcona refuerzo la miserabilidad de todo y de todos» (p. 79). Este tratamiento es propio de un guionista escéptico, ácido y descreído. Una mirada radicalmente contraria a la de quien, como Carlos Arniches, por mentalidad propia e imposición del género sainetesco daba siempre a sus personajes un tratamiento entre ternurista y bondadoso o, al menos, la posibilidad de reconvertirse en el obligado final feliz. Este radical enfrentamiento de perspectivas es la razón fundamental que nos permite afirmar que en Berlanga y Azcona la materia sainetesca cobra nuevas dimensiones, a veces contrapuestas a las habituales en el género teatral.

No obstante, por aquellos años Rafael Azcona fue capaz de ir más lejos en su peculiar tratamiento de lo sainetesco gracias a la colaboración con Marco Ferreri en El pisito y El cochecito, cuyos ambientes y personajes guardan una notable proximidad con la materia que nos ocupa, sobre todo en el caso de la primera citada. Pero el peculiar humor del guionista, su capacidad de observación de las miserias que se esconden tras la cotidianidad costumbrista, tiñen las imágenes hasta tal punto que nos encontramos ante, tal vez, tragedias en la mejor línea grotesca. Es el caso también de una película de Juan Atienza: Los dinamiteros (1963), incluida en la saga de Rufufú (1958) de Mario Monecelli, pero ejemplo también de un humor negro teñido con abundantes elementos sainetescos que apenas desdibujan el fondo trágico de la historia.

Luis G. Berlanga, Fernando Fernán Gómez y Rafael Azcona jalonan un proceso de utilización del sainete cada vez más alejado de sus formulaciones originales. Hacer lo contrario habría llevado al costumbrismo ternurista de otras películas de aquella época, por supuesto más próximas a los gustos oficiales. Pero en aras de un espíritu crítico que se resiste a cualquier clasificación ideológica, de un deseo de incorporar la realidad inmediata sin caer en el documentalismo neorrealista ni en la versión rosácea del mismo movimiento, los citados asumen la tradición del sainete. Personajes, ambientes, calles..., todo el mundo de la cotidianidad coral del género pasa a sus películas, pero a través de un filtro peculiar cada vez más oscuro.

En mi libro Lo sainetesco en el cine español estudié con detenimiento estos ejemplos, que se sitúan entre los más sugestivos por su capacidad de síntesis de diferentes tendencias. Otras muchas películas, fundamentalmente de la década de los cincuenta, comparten los doce rasgos propios de lo sainetesco tal y como los intenté sistematizar en mi estudio (pp. 19-82). El objetivo fue explicar el sentido de un término que a menudo es errónea y despectivamente utilizado, trazar su relación con unos orígenes teatrales que se disuelven con facilidad en la filmografía de diferentes creadores y recuperar del olvido muchas películas que, en mi opinión, se conservan con una frescura poco habitual en el cine del período franquista. Gracias a las mismas podemos conocer una imagen muy concreta e inmediata del quehacer cotidiano de unos tipos que se enfrentan, con el humor propio del costumbrismo, a la aventura de sobrevivir en un país de carencias, mucho más ostensibles cuando desde la perspectiva actual vemos aquellas películas. Así lo intenté demostrar en la segunda parte del citado libro, donde hablo de la vivienda, el transporte, el trabajo... tal y como aparecen en una filmografía que considero representativa, aunque no exhaustiva a la hora de trazar las huellas de lo sainetesco en el cine español.

¿Qué ha ocurrido desde aquella década de los cincuenta donde la presencia de las figuras citadas y la confluencia con otras corrientes cinematográficas permitió la aparición de las mejores películas sainetescas? Ya en mi libro esbocé algunas de las posibles razones de lo que podemos considerar una relativa desaparición (pp. 143-166). La misma no ha sido uniforme, pues todavía en la comedia del desarrollismo de los sesenta o en la moda de películas dedicadas por entonces a distintos colectivos profesionales encontramos cada vez más desdibujados elementos propios de lo sainetesco. Directores y guionistas como Pedro Masó, Rafael J. Salvia, Pedro Lazaga, Vicente Coello y otros beben de esa fuente, aunque la edulcoren en unos productos que intentan mostrar una imagen de España poco compatible con la derivada del verdadero sainete. Un caso ejemplar sería el de Los tramposos (1959) de Pedro Lazaga. También debemos tener en cuenta trayectorias irregulares como la de un José Mª Forqué, tan interesado por esta tendencia en películas como Un millón en la basura (1967), pero que incluso en su genial comedia Atraco a las tres (1962) utiliza elementos relacionados con lo sainetesco por su estructura coral, ambientación, caracterización de los personajes... O la voluntad de entroncar con esta tendencia de un director como José Luis García Sánchez -recordemos, por ejemplo, Pasodoble (1988)-, sin duda el más destacado representante del cine sainetesco durante las dos últimas décadas en parte gracias a su colaboración con Rafael Azcona. Incluso es posible encontrar directores jóvenes como Miguel Albaladejo capaces de continuar creando obras relacionables con lo sainetesco. Pero son excepciones en un panorama en términos generales adverso a una tendencia que no suele gozar del respeto debido entre unos profesionales a veces incapaces a la hora de identificarla, apenas ha sido estudiada desde una perspectiva académica y nunca ha provocado el entusiasmo de un público poco dispuesto a observar en la pantalla una realidad demasiado parecida a la de su cotidianidad.

En un artículo actualmente en prensa he intentado analizar con más detenimiento las razones que explican el progresivo ocaso del cine sainetesco desde la década de los sesenta9. Ante el mismo no cabe adoptar una postura elegíaca o de absurdas lamentaciones. Más adecuado resulta plantearse el lugar actual de una tendencia que, para empezar, debiera ser mejor conocida al margen de prejuicios y nunca utilizada como sinónimo de vulgaridad, tal y como algunos indocumentados siguen haciendo en periódicos y demás publicaciones. Dicho lugar pasa por la mezcla o la confluencia, tal y como ya sucediera en los casos antes citados de la década de los cincuenta y principios de los sesenta. Por entonces Fernando Fernán Gómez, Luis G. Berlanga, Rafael Azcona, Marco Ferreri, José Antonio Nieves Conde, José Mª Forqué y otros cineastas no pretendieron hacer un costumbrismo puro, un sainete en el sentido estricto de la palabra. En la actualidad tal pretensión es todavía más absurda, dado que los géneros puros o concebidos como compartimentos estancos han pasado en gran medida a la historia. Lo sainetesco no puede ser una excepción, aunque nunca haya sido un género en el sentido estricto. Su lugar está en una comedia costumbrista que tenga la voluntad de abordar tipos y ambientes de indudable raíz popular con un objetivo cómico compatible con el sentido crítico. Y es un lugar bastante habitado, aunque pocos cineastas españoles reconozcan estar cultivando un costumbrismo que, como concepto, carece del prestigio de otros géneros cinematográficos. Pero también es un lugar necesitado de renovación, máxime si se pretende huir de los estereotipos y ser porosos ante una realidad tan cambiante y compleja como la actual. Una renovación basada fundamentalmente en la sensibilidad, la necesaria para observar una cotidianidad donde casi siempre se pueden encontrar las más sugestivas historias y los verdaderos héroes, aquellos que aparentemente no lo son. Si se tiene, sólo resta dejarles actuar para que sorteen todo tipo de pequeños obstáculos, los que determinan el tono tragicómico de una realidad tan cercana a nosotros como alejada de las estilizaciones cinematográficas.





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