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El señor de los últimos días: visiones del año mil [Fragmento]

Homero Aridjis






Visión XII

Anoche me quedé dormido en el scriptorium. Buscaba un nombre en el laberinto de letras que había hecho la víspera.

Soñaba que era Juan el Teólogo y que hacía un libro sobre el año mil. En mi sueño, la voz del Señor no me ordenaba escribir lo que veía ni me mandaba enviar mi revelación a las siete iglesias. Tampoco vi las siete lámparas doradas ni al Hijo del hombre con siete estrellas en la mano derecha y la espada en la boca. En el sueño, me vi a mí mismo, el cuerpo desgarrado y los ojos destellando rayos de luz. Las letras, encajadas en cuadros blancos como en un mosaico en el que sólo la mirada pisa, recordaban a un iluminador y un escriba, Alfonso de León.

En el manuscrito, mi figura aparecía en frente del monograma de don Cristo, trazados Él y yo con igual composición y riqueza. Las palabras pedían al lector futuro que me recordase y estaban arregladas de tal forma que vertical y horizontalmente repetían la demanda, siempre comenzando con la letra A.

Este laberinto me conmemoraba secretamente, como se conmemoró en su momento Florentius en el monasterio de Valeranica; quien, expresó su deseo de ser rememorado. El monje Maius, del cenobio de San Miguel Arcángel, pintor y escriba del Comentario al Apocalipsis de Beato de Liébana, antes que él pidió en un acróstico al final de las iluminaciones que se le recordara. Es fácil inferirlo, para ellos y para mí no hay peor muerte que el olvido.

El monje Maius, por amor al libro de las visiones de San Juan el Teólogo iluminó las palabras miríficas de sus historias con el propósito que los sabios temieran el advenimiento del juicio del fin del mundo, cuando los muertos, grandes y pequeños, parados delante de Dios, serán juzgados según sus obras. Emeterio, el miniaturista de San Salvador de Tábara, me enseñó el oficio de pintar los términos y los personajes del Libro de la Revelación. Él lo aprendió de Maius, o Magius, con el presbítero Juan y la monja Ende. Arrasado y quemado su monasterio por al-Mansur, Emeterio llegó un día a León. De Emeterio se recuerdan estas frases, de la época en que trabajaba en los comentarios del Beato de Liébana: «Oh torre tavarense alta y lapídea, donde tanto tiempo pasé inclinado sobre el pergamino, quebrantando juntamente mi cálamo y mis miembros».

Al copiar los manuscritos sagrados, los artistas y los escribas del monasterio de San Lucas, más astutos que yo, se han aprovechado de la cara de los apóstoles para poner sus propias facciones, y en columnetas escritas bajo una arcada coloreada, han puesto sus propias razones, de manera que la Palabra que propagan los evangelistas por las cuatro esquinas del mundo es su palabra, la palabra de los monjes alucinados de San Lucas.

Si observamos con cuidado, fácilmente podemos ver que el rostro de los evangelistas es el autorretrato del pintor. En sus retratos, los cuatro tienen la boca abierta y de su boca sale una lengua floreada, y de la lengua brotan los vocablos que se les atribuyen a Mateo, Marcos, Lucas y Juan. Además, los símbolos que corresponden a uno están sobre la cabeza de otro. En una hoja, podemos advertir que hay dos evangelistas diferentes con el rostro del mismo artista. Lo mismo en la hoja siguiente. De manera, que descubrimos con pesar que al pintor desvergonzado de San Lucas no le bastó adjudicar sus facciones efímeras a uno, sino a los cuatro santos a la vez.

Otros artistas, como el diácono Ioannes, del monasterio de los santos María y Martín de León, enmarcaron la figura pintada en círculos de colores, tal vez con el deseo de capturar el tiempo, que escapa incesantemente por todos los poros y orificios de la criatura corporal.

Esta mañana, después de prima y después de proferir la necesaria oratio in scriptorium, comencé a pintar la página sobre la ramera de Babilonia en El Apocalipsis de San Juan el Teólogo. Afuera estaba lloviendo y los chopos eran mecidos por el viento, los relámpagos plateaban la penumbra del scriptorium y los truenos no espantaban a nadie, me espantaban a mí.

Antes de la comida, hacia la hora de sexta, dejó de llover, las piedras y los campos aparecieron bañados de luz húmeda, el camino que llevaba a León se convirtió en lodazal. Yo terminé de iluminar aquel pasaje que declara: «Vino uno de los siete Ángeles que tenían los siete tazones, y habló conmigo, diziéndome: Ven y mostrarte hé la condenación de la gran ramera, la qual está sentada sobre muchas aguas, Con la qual han fornicado los reyes de la tierra, y los que moran en la tierra se han embriagado con el vino de su fornicación».

Doña Miguel vino a la puerta para decirme que en la mesa de la cocina había puesto un pedazo de queso, un pan y un huevo, mi ración del día. Le dije que bajaría después.

Entonces, encorvado sobre el atril, cálamo en mano, tracé en el pergamino el borde dentado del vestido de la figura de la ramera entronizada sobre las aguas. A esta meretriz, a la que puse una corona sarracena con el creciente en el centro, el Beato de Liébana identificó con la Iniquidad. Las dos personas reales que le ayudan a sostener la copa del vino de la fornicación, aunque dibujadas de frente, miran de soslayo. Monstruos híbridos y potencias malignas hice a su alrededor. San Juan el Teólogo, en un sueño anterior fantasmalmente me previno sobre la presencia en la tierra de la triada del mal: el dragón, la bestia y el profeta falso; triada que se oponía a la santa Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo. En otra parte de la miniatura, pinté la figura de don Cristo con el mundo en su mano derecha. En el mundo, coloqué un ojo mirando a aquel que lo mira, mi ojo.

Ya casi al anochecer, metí el Hijo de Dios en un 8, el 8 en un diamante, el diamante en la custodia de los cuatro evangelistas alados. Al iluminador y al escriba, yo soy ambos, puse un perfil alargado, ojos grandes, orejas finas que destacan sobre el pelo largo, barbilla bien recortada, boca cruciforme, faldellín corto y pies desnudos. No lejos, admití la presencia del cuervo negro; el que, según San Isidoro de Sevilla, se alimenta de cadáveres, a los que empieza a comer por los ojos. Para estorbar la figura torva del cuervo, reuní frente a un árbol azul lleno de aves al león y al buey, animalia que en el reino milenario comerá paja juntamente, como señala Isaías. León y buey rellenan los círculos de las letras O y B.

Mis cuerpos no arrojan sombra, son manos, pies, cabezas y vestidos coloreados en un espacio ilusorio. Cuando concluya el libro, seré hombre viejo. Mas, a semejanza de mi maestro y hermano Emeterio, discípulo del gran iluminador y escriba Maius, o Magius, espero que me sorprenda la muerte luego de haber llegado al puerto del libro.

Martín Meñique, el clérigo que acompañó al abad Andrés en su misión por la tierra, solía en la pieza contigua preparar las hojas de pergamino, a la manera de los musulmanes, para que yo las iluminara, pero desde que él se fue debo hacer el trabajo yo mismo. Él, que también me ayudaba a fijar las líneas y delimitar las columnas, escribía en una tablilla sobre sus piernas las palabras del manuscrito. Su escritura era tan regular que no se notaba, a pesar de los meses y los años, interrupción ni descanso entre un día y otro.

Encargado también de llevar los obituarios episcopales, las genealogías de los reyes y las fechas de la construcción y dedicación de iglesias y monasterios, Martín Meñique trataba siempre de estar al día en las efemérides, aunque había olvidado el día y el año de su nacimiento. Su estilo era inconfundible, cuando estaba inspirado hacía las tes y las eles altas y esbeltas, cuando estaba fatigado las bes y las efes oprimidas y desgarbadas. A menudo, dejaba blancos en las páginas, seguramente con la intención de añadir los nombres del abad Andrés, que comisionó el libro, y el suyo propio, combinando las iniciales con figuras de pájaros y peces entrelazados. En la M que he hecho para burlarme de él, he puesto a un escriba colgado y debatiéndose entre las colas de la letra S.

Ahora que embellezco el texto sagrado, veo claramente el porvenir. En el laberinto de las letras decoradas y por decorar, discierno el fin del mundo y el acabóse de sus criaturas. En este recinto monacal, que ha seguido la Regla de San Benito desde su fundación y dedicación, veo el fin de los tiempos.

Mientras esto ocurre, yo celebro la liturgia de los últimos días coloreando con tintas verdes, negras, rojas y azules las figuras del libro. Delante de mí la luz se vuelve imagen y la imagen cuerpo. Con tintas que solamente yo sé preparar, ilumino bestias y follajes, curvas que se revuelven tensamente, contornos que se conforman y se confunden unos en otros. Rechazo el oro, me basta el esplendor del mediodía.

Yo, que ornamento las iniciales y las espirales de las letras con la cola de un pez, el ala de un pájaro y la mirada ciega de un ojo, no puedo dibujar mi rostro, el rostro del Señor de los Últimos Días. Pues, en apariencia, no lo conozco aún.

Mientras el sendero pinto, desaparecen las huellas del caminante. Mientras estoy doblado delante del atril, ya veo el scriptorio, la iglesia y el monasterio de San Juan el Teólogo en ruinas, mi cuerpo descarnado y mi osamenta ajena; ya columbro a los visitantes futuros buscando entre las piedras los hechos que creyeron míos y nunca me pertenecieron. Porque en el momento que sucedió mi vida, la vida fulminante se convirtió en olvido. Porque esta luz de vírgenes y cristos, esta luz de impalpable negrura que me ha sido dado ver no es la Luz, sino la sombra de la Luz. Porque esta luz que se ahoga en mis ojos no es la Luz que soñamos cuando niños, aquella Luz no la hemos vuelto a divisar sobre la tierra.

Mi fin es el principio de la metamorfosis, mi principio es la transformación de los cuerpos, incluso del mío. Mis palabras, como los cuerpos, a medida que se expresan decrecen en tamaño, convergen a una natura doble en la que dejan de ser lo que fueron y no logran ser lo que ambicionan, hasta que se funden y se desvanecen en la forma imprevista y ajena que les depara el tiempo. Porque a medida que avanzamos hacia la muerte, alejándonos por el camino interminado, hay una disminución en el grandor de la figura y una pérdida de colorido en las letras. Letras que son ventanas por las que los paupérrimos, los ignaros y los menguados, que no saben leer, se asoman a la Creación, se asombran por la Encarnación y se afligen por la Pasión.

Ahora que el mundo se acaba, me he propuesto encontrar el Nombre secreto de Dios haciendo visibles las letras interiores de mi propia alma, porque sé que no hay palabra, frase ni libro que no manifieste y exprese, en cualquiera de sus combinaciones infinitas, la presencia y la ausencia del Verbo divino.

En la O está cifrado el universo de la cabeza humana; en la E la figura de Eva no está historiada, su historia está en la carnalidad de las generaciones y las degeneraciones que ha alumbrado; la V es la Virgen. Una V que se vuelve la N de la Natividad y la A de la Anunciación y de la Asunción. La D contiene una figura, la de David, que sale del ámbito de la letra, sube sobre ella y alcanza el follaje que la decora; como si subiendo sobre misma el salmista quisiese alcanzar el cielo de su propia corporeidad.

La Virgen se corporifica en varias letras: en la T trae una cruz en la mano izquierda, en la C cenizas en la mano derecha; en la I es inicial historiada; en la B comienza la frase: «Bendecido es el hombre...».

Con la noche, me retiro a la hoja oscura donde estoy representado. Pero antes de hacerlo, retiro de las cosas el ojo y la mano, guardo en mí aquello que me rodea. Porque para hacer mis figuras, he mezclado todo: polvo, huesos, piedras, memorias, carne, trapos, vidrios, dientes, pelos y cenizas.

En la guerra del fin, bajo el brazo llevaré el libro como un talismán. En la batalla milenaria, las figuras iluminadas y las palabras escritas, el escriba y el artista serán la misma cosa y la misma persona.





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