«El último Adán»: visión apocalíptica de la ciudad en la narrativa de Homero Aridjis
Lucía Guerra Cunningham
Luis Buñuel |
En el vasto tejido del repertorio simbólico de occidente, recurren, en trazos densos y prolíferos, las imágenes que adscriben un carácter simbólico a los lugares que nos corresponde habitar. Así la casa, nuestro entorno íntimo y cotidiano, se preña de connotaciones que hacen de ese espacio la imagen especular del útero y el vientre materno, de aquel lugar cerrado que nos protege y, al mismo tiempo, nos da un sentido de origen y continuidad en contraposición al mundo de afuera. Por lo tanto, Gastón Bachelard en su Poética del espacio define la casa afirmando: «En la vida de un hombre, la casa anula todas las contingencias y provee incesantemente el espacio de la continuidad. Sin ella, el hombre sería un ser disperso [...] Antes de 'ser lanzado al mundo', como dicen los metafísicos rápidos, el hombre es depositado en la cuna de la casa. Y en la imaginación la casa es una enorme cuna [...] La vida siempre empieza bien porque se inicia en el lugar cerrado, protegido y cálido del vientre de la casa»
(Bachelard, p. 37). Desde una perspectiva similar, Humberto Giannini en su reflexión filosófica acerca del viaje cotidiano entre la casa y el trabajo define el retorno al hogar como un regressus ad uterum, a una mismidad protegida del trámite y la feria. Ella es entonces el lugar que mediatiza y dirige la disponibilidad para los otros y lo otro proveyendo, al mismo tiempo, la disponibilidad para Sí mismo. Por consiguiente, regresar a nuestra casa equivale a un retorno a nosotros mismos, en una continuidad espacial y temporal que funciona como verdadero eje de nuestra existencia.
Pero si el simbolismo de la casa apunta hacia la existencia de un Yo individual en el lar familiar, la ciudad, como conglomerado de calles, edificios, monumentos y personas desconocidas, encamina sus signos a aquel sitio de tensiones y yuxtaposiciones que debe enfrentar el Yo en los avatares del mundo de afuera, de aquel lugar que, no obstante los signos de identidad transmitidos por la nación, está poblado por el desorden y lo imprevisto, por una heterogeneidad que atenta contra sus primeros principios: dar cohesión y organización a una comunidad determinada.
La ciudad es, entonces, el lugar por excelencia de la antítesis oximorónica, de la tensión básica entre un trazado geométrico que aspira a ser el entorno material perfecto para la vida comunitaria y el caos producido por sus habitantes. Y es precisamente la presencia simultánea de la perfección y la imperfección la que hace de la ciudad, en los textos bíblicos, un signo de la oposición metafísica entre el Bien y el Mal. Oposición que, desde una perspectiva posterior a la Biblia, continúa con la figura de la ciudad ideal y los escritos apocalípticos. De manera significativa, sin embargo, con el advenimiento de la Modernidad, el arquetipo de la ciudad ideal, como símbolo de la comunidad humana y portadora del mito de la perfección en su calidad de principio que se opone al azar y el infortunio, ahora se tiñe de un pesimismo soterrado (Mucchielli). La ciudad ideal oculta, bajo su lógica y su simetría, no sólo una insatisfacción sino también la conciencia de su imposibilidad frente a circunstancias históricas que progresivamente hacen de la ciudad, el sitio de la alienación y los desafectos, de la competencia y las relaciones antisolidarias.
El paso de la ciudad medieval a la ciudad moderna implicó la pérdida tanto de la centralidad de lo sagrado como de la cohesión de los signos. Como señala Françoise Choay, la ciudad medieval se caracterizó por su hipersignificación: «El sistema de la ciudad medieval puede ser definido especialmente por su carácter cerrado (dentro de murallas) y por sus relaciones diferenciales entre dos tipos de elementos: mini-elementos funcionales de tipo celular (casas individuales) y maxi-elementos semánticamente recargados (catedral o iglesia, palacio, plazas). [...] Es obvio que el sistema urbano medieval ofrecía un sólido andamio para la vida diaria tanto como cristalización de las formas de la iglesia y el feudalismo como en la organización de una estructura sintagmática que creaba, entre sus habitantes, una relación de proximidad afectiva»
(p. 165).
Todos los elementos de la ciudad medieval poseían una carga semántica en sí sin necesidad de suplementos verbales, rasgo que, con la suplantación del sistema feudal por el capitalista en el paso de una economía del don a la economía de acumulación, produce una apertura y una pérdida, tanto de la centralidad como de la densidad semántica en un fenómeno de hiposignificación que impone la necesidad de códigos gráficos y verbales exteriores. Pobreza de significación espacial que progresivamente va haciendo de la ciudad moderna un lugar que, de manera constante, se resemantiza a través de otros sistemas suplementarios (lo pictórico y figurativo en la época barroca, por ejemplo, que le da énfasis a lo visual creando también una distancia o las señas del tráfico y los anuncios comerciales en la ciudad contemporánea).
Desde una perspectiva económica, Paolo Vignolo explica esta transformación de la ciudad afirmando: «La demolición de las murallas urbanas se da al tiempo como necesidad práctica y como hecho simbólico: a la laberíntica ciudadela medieval, microcosmos cerrado que refleja en su urbanística la concepción religiosa de un universo cuyo caos aparente esconde la trama de un diseño divino, se va sustituyendo poco a poco la imagen de una red de intercambios, comercios y relaciones potencialmente infinitos, incesantes laberintos que se perpetúan según leyes geométricas»
(p. 164). De esta manera, el comercio generalmente realizado en el mercado de la plaza en la ciudad medieval da paso al mercantilismo y la importación de productos provenientes de los lugares recién descubiertos y ahora surge el intermediario entre el productor y el destinatario de la mercancía; por otra parte, aquel negociante que se instalaba frente a una banca y la rompía delante del público en la feria o el mercado cuando perdía su dinero es sustituido por un edificio destinado a las transacciones bancarias. De manera similar, los artesanos serán reemplazados por la pequeña industria perdiéndose, así, el contacto personal entre el productor y el comprador.
De allí que la Utopía (1516) de Tomás Moro -texto inaugural en la Modernidad de la ciudad deseada- esté marcada por el desencanto frente a la ambición y el interés individual en una sociedad que ha ingresado a los umbrales de la economía capitalista. En la frase que concluye su texto, Moro afirma: «Sin embargo, debo confesar que hay muchas cosas en la Comunidad Utópica que yo desearía que nuestros ciudadanos imitaran aunque no lo espero»
(p. 83). En términos sicoanalíticos, el deseo de Moro está marcado por la convicción de la imposibilidad de lo Otro, de aquel paraíso de la perfección simbolizado por el entorno materno donde no existía ni la carencia ni la insatisfacción, ámbito armonioso en el cual las asimetrías estaban vedadas.
Por esta razón, en el texto de Tomás Moro, la perfección del diseño urbanístico en armonía con la organización de la comunidad utópica debe interpretarse no como una alternativa sino, más bien, como la sublimación imaginaria del deseo no satisfecho. Las cincuenta y cuatro ciudades en la isla son grandes y bien construidas en una homogeneidad que refleja la igualdad de las costumbres y leyes compartidas de manera justa y equitativa, sistema simbolizado por la distribución de la ciudad en la forma perfecta de un cuadrilátero en cuyo centro se ubica el mercado. Las calles, diseñadas para proteger del viento, son suficientemente amplias también para el tránsito de la gente y los vehículos mientras las casas que son todas iguales poseen amplios jardines y dos puertas, una adelante y otra trasera que se abren fácilmente puesto que no existen las cerraduras.
Es en este diseño urbano donde los habitantes de la isla viven en una comunidad en la cual no existe la propiedad privada ni el dinero -componentes de un interés individual que ha sido anulado junto con el orgullo, la injusticia y el desequilibrio del poder. Dirigidos por el príncipe de la igualdad, todos trabajan seis horas diarias y el resto del tiempo lo dedican al placer de los sentidos y el placer de la mente. Festivitas que les permite lograr, a través del conocimiento, la contemplación de la verdad y el bienestar del cuerpo, una felicidad afincada tanto en los valores cristianos de la virtud como en la naturaleza misma que enseña una vida de placer y regocijo.
Sin embargo, este diseño urbano, político y moral se erige en el espacio de la imposibilidad, razón por la cual Utopía es «el no lugar» (del griego eu: no y topos: lugar) cruzado por el río Anidre (an-hudor, sin agua) mientras la ciudad de Amaurote (de amauros, incierto) se perfila como una ciudad fantasma habitada por los alxopolitos («ciudadanos sin ciudad») y regida por Ademus («príncipe sin súbditos»). Si bien Moro, frente a su circunstancia histórica, siente el imperativo de postular un sistema basado en la razón, la equidad política y los valores cristianos humanitarios, lo hace sabiendo que su proyecto es sólo un deseo condenado, de partida, a la derrota. Desear mas no esperar subraya, por lo tanto, una tensión ya resuelta en la desesperanza.
Este ideologema de la desesperanza se inserta dentro de un momento histórico de violencia, de avidez insaciable por parte de aquellos que poseen la propiedad, de injusticias e inmoralidad en una Inglaterra de sucesivos crímenes y traiciones por el poder. Y será precisamente la ambición de poder la que causará, unos años después, la decapitación de Tomás Moro por orden de Enrique VIII a quien él rehúsa reconocer como Supremo Jefe de la Iglesia.
La construcción imaginaria de la ciudad perfecta proyectada por Tomás Moro con la convicción de que jamás existirá, es, sin lugar a dudas, una premonición visionaria, si tomamos en cuenta los múltiples cambios por los que pasa la ciudad moderna, entre ellos aquellos causados por la Revolución Industrial, la invención del automóvil y el avión, las inmigraciones masivas de los sectores rurales y el avance de la ciencia y la tecnología.
La invención de la bomba atómica hacia 1944 trae a la realidad del siglo XX, los ecos devastadores del apocalipsis -ya no en el contexto sagrado de la fe sino en aquel otro de una confrontación de poderes terrenos que han vedado toda posibilidad de redención. Hiroshima y Nagasaki representan a la ciudad sin Dios, a la urbe que, sin alojar los vicios y degradaciones de Babilonia, es injustamente castigada por una destrucción que, de ninguna manera, dará a luz el renacer de otra ciudad, de una Nueva Jerusalén que, en el texto de San Juan, reluce bajo el resplandor de Dios:
(Nuevo Testamento, p. 680) |
La Ciudad Santa que ya no necesita de la luz del sol ni de la luz de la luna puesto que la ilumina la Gloria de Dios, emerge después de la purificación creada por el apocalipsis, plagas y desastres naturales que arrasan con el Mal para producir la resurrección del Reino de Dios y de los justos.
Por el contrario, la destrucción atómica de Hiroshima y Nagasaki están fuera de todo designio divino y se generan, más bien, en el horror producido por el poder de la ciencia, tópico ya presente en la figura del doctor Frankenstein y su invención en la novela de Mary Shelley.
La visión apocalíptica de la ciudad en las novelas breves de Homero Aridjis, escritas entre 1977 y 1982, se ubica precisamente en este contexto histórico en el cual la destrucción del mundo ya no está en las manos de Dios y su poder regenerador sino en el hombre mismo. Es más, si la visión de San Juan se ubica en el ámbito de la revelación religiosa, del Verbo divino que él debe dejar escrito para la posteridad, los textos de Aridjis fermentan en el espacio real del miedo frente a la contingencia histórica de un apocalipsis que ha perdido todas sus connotaciones sagradas y donde lo eterno ha sido sustituido por lo frágil y precario. En la visión de San Juan, la figura y la palabra de Cristo surgen como una potencia que en sí misma conlleva el vigor de lo eterno y omnipotente: vestido como los sacerdotes de la época y un cinturón de oro semejante al de los reyes, sus cabellos blancos connotan la eternidad mientras sus ojos parecen llamas de fuego; todo su rostro es «como el sol cuando brilla con toda su fuerza» y su voz «como el estruendo de grandes olas»
(Nuevo Testamento, p. 646). Cristo, el Primero y el Último, no sólo vive por los siglos de los siglos sino que también tiene en sus manos las llaves de la muerte y del infierno, del Juicio Final y del premio a los que no se desviaron en el pecado.
A esta visión de carácter místico se oponen los testimonios históricos que recibe Homero Aridjis: imágenes en blanco y negro de fotografías en las cuales el fuego de la explosión atómica semeja un desvaído cúmulo de nubes, estadísticas que reducen el desastre a cifras escuetas y crónicas limitadas por la distribución del espacio en los periódicos. La revelación ahora se reduce a los procesos químicos del revelado de una fotografía o a la impresión de la letra en el papel dentro de una circunstancia histórica en la cual ya no es posible ni la vivencia del Espíritu ni la Palabra de Dios. Y la amenaza armamentista de la Guerra Fría en las décadas que siguen creará una constante situación límite, un estar siempre al borde de la destrucción total.
Homero Aridjis describe esta circunstancia histórica de la siguiente manera:
(Apocalipsis con figuras, pp. 351-352) |
Homero Aridjis ha definido esta vivencia como «una pesadilla poética» (entrevista, marzo 2002) y en las novelas que comentaremos en este ensayo, esa pesadilla poética se perfilará como una réplica de la conciencia histórica hacia el texto sagrado del Apocalipsis, como la modelización imaginaria de la ciudad moderna destruida y devastada a través de lo que Saúl Yurkievich ha denominado la voz del visionario que profiere una profecía nefasta (p. 102). Profecía que, paradójicamente, está teñida por la reafirmación en la praxis de la escritura que hace germinar, entre los escombros, toda una poética apocalíptica que se añade, de manera innovadora y regeneradora, a los diversos cauces del lenguaje.
Desde un punto de vista arquitectónico, la ciudad se destaca como un conjunto de calles, casas, edificios y monumentos distribuidos en centros y periferias que representan una totalidad. Su nombre, afincado en sus orígenes, le atribuye una identidad propia, un signo que, más allá de su concreticidad en una cartografía específica, se constituye literalmente de una materialidad. En este sentido, los componentes materiales de la ciudad son el testimonio tangible del Homo Faber en su impulso por transformar su entorno natural. Vigas, ladrillos, pastelones de cemento, varillas de acero, tejas y capas de pintura son el producto de una praxis dirigida a la vivienda y la convivencia dentro de una comunidad.
Significativamente, estas novelas de Homero Aridjis, por otra praxis que responde al impulso bélico, muestran el derrumbamiento de los andamios materiales de la urbe. La explosión atómica, contraponiéndose a los paradigmas usuales de toda empresa civilizadora, corre en los márgenes del saber documentado y archivado metódicamente para la posteridad en lo que constituye la memoria colectiva a nivel oficial. Aquí, por el contrario, se ignora su origen, sus componentes químicos e incluso quiénes han sido los autores del desastre. En este sentido, el desastre se inserta en la órbita de lo demoníaco, de aquello que irrumpe sin que sea posible divisar el origen de su aparecer y que surge como agresividad pura (Castelli, pp. 11-12).
Lo único que realmente se sabe es que «otra vez el hombre se había enseñoreado sobre la naturaleza y había dado a la maldad su cerebro, su corazón y sus entrañas»
(La ciudad sin nombre, p. 176). En esta instancia, el Mal, lejos de corresponder a una fuerza que es constantemente aniquilada por las fuerzas del Bien promovidas por Dios, está a un nivel histórico tangible y no en la esfera metafísica iluminada por la fe cristiana.
La destrucción convierte a la ciudad en un espacio infernal de la devastación irrevocable. Edificios derrumbados, casas descimentadas, cables sueltos y tuberías desarticuladas entre la ceniza y sustancias químicas desconocidas transforman la fisonomía usual de la urbe moderna en una visión fantasmagórica y monstruosa «como si la ciudad hubiera sido un organismo abierto en canal, volcado hacia afuera por sus orificios y heridas»
(La ciudad sin nombre, p. 175). Paralelos a las calles corren cauces de aguas negras, residuos químicos y fango y, en ese flujo insólito, flotan ruedas de automóviles, cadáveres y los fragmentos de objetos y artefactos que han perdido toda utilidad mientras otra lava ha pasado por los cuartos de las casas derribadas. Flujo heterogéneo de todo aquello que fue elemento constituyente de la ciudad y que ha astillado todos sus signos. Grandes callejones negros han surgido ahora modificando el plan urbanístico y agregando a la ciudad «cuerpos desventrados»
(La ciudad sin nombre, p. 177) que han vertido en la vía pública sus órganos y vísceras. La desintegración de la ciudad es también caos, cauce desordenado de lo que fueron sus signos, razón por la cual nombres, letreros y señales del tráfico ahora exhiben palabras rotas y fragmentos de frases en las cuales las coordenadas sintácticas han perdido toda conexión; por otra parte, aquellos lugares que servían de puntos de referencia, a modo de unidad, han perdido todas sus señas identitarias. La ciudad «como un animal destazado y un esqueleto desarticulado»
(La tierra transfigurada, p. 219) ha perdido los nombres, es decir, ha sido despojada del lenguaje que le imponía un orden e identidad mientras sus formas se distorsionan al ritmo de un caos de la destrucción que engendra otras calles, enormes zanjas, canales imprevistos y pozos pestilentes.
Plazas, parques, tiendas, restaurantes y burdeles se erigen ahora como escenarios de la muerte la cual, en el contexto del desastre atómico, es sinónimo de la desmembración en una relación homóloga a la desmembración de la ciudad. Significativamente, para referirse a los habitantes de la ciudad, Homero Aridjis hace de la ruptura de los cuerpos, una enumeración acumulativa muy similar a la de la poesía creando el efecto de imágenes pictóricas y cinemáticas en una sucesión de fragmentos y mutilaciones. «Vientres abolsados, brazos dentellados, espaldas acucharadas, cabezas atetadas, rostros arranados, cadáveres vermiformes y troncos acorazonados»
(La tierra transfigurada, p. 220) son la pérdida de la forma humana creada, según el Génesis bíblico, por el soplo divino como la culminación de la creación. Deformación que en sus imágenes lleva también la marca del dolor («costillares exteriorizados, brazos carcomidos, cinturas estrujadas, espaldas despellejadas»
La ciudad sin nombre, p. 178).
La escenografía de los cuerpos desmembrados crea así un espacio del horror infernal que tiene como trasfondo el derrumbe de lo material urbano. Simultáneamente y en forma paradójica, la proliferación del lenguaje crea una elaboración estética que rearticula la desintegración como un espacio de lo horrendo y lo monstruoso que posee como architexto la pintura de Jerónimo Bosch (1450-1516) y Pieter Bruegel (1525-1569). En el tríptico titulado «El Juicio Final» de Bosch, a nuestra izquierda se destaca la armonía y la luz de una naturaleza simétricamente ordenada y en conjunción, también armoniosa, con la pareja primordial junto al árbol de la vida y sus frutos generosos mientras en la tabla de la derecha, se destaca el espacio monstruoso del Infierno. En él, predomina una oscuridad sólo interrumpida por el rojo oscuro y la luz de las llamas. Si la composición de «El Paraíso» se elabora a partir de diversas tonalidades de verde, aquí los toques de verde corresponden a la monstruosidad: la cabeza de un hombre arrojando fuego por la boca y el gigantesco pez desfigurado sobre el cual se sienta un ser andromorfo y de rostro animalesco. Es más, a diferencia de las figuras distanciadas entre el verdor natural en «El Paraíso», aquí se representa a una multitud en medio de un espacio del tormento en el cual Dios está absolutamente ausente.
De manera similar, en el tríptico titulado «El carro de heno», Bosch pinta «El Infierno» en la tabla a la derecha, como un espacio de la oscuridad y la acumulación donde se destaca una ruina alta y semidesmoronada que se recorta contra el fondo llameante, en oposición a la torre circular que los demonios están construyendo como contraparte de las mansiones celestiales. En ese espacio del castigo, un escuerzo roe los genitales del libertino, un monstruo con forma de pez devora al ambicioso y un diablo cazador toca su cuerno mientras sostiene a su víctima con la cabeza hacia abajo y destripada como un conejo. La carreta de heno, lejos de significar únicamente la abundancia benéfica otorgada por Dios, ilustra el mensaje de la canción neerlandesa de 1470 que afirma que «el mundo es una parva de heno, (donde) cada cual coge lo que puede agarrar». La ambición por el interés individual y la voracidad constituyen, por lo tanto, el fundamento de una alegoría que postula el triunfo absoluto del pecado.
Por otra parte, la poética apocalíptica elaborada por Homero Aridjis también se desliza por la intertextualidad de «El triunfo de la muerte» de Pieter Bruegel -cuadro en el cual los esqueletos blandiendo una guadaña esparcen la muerte indiscriminadamente en un paisaje de cadáveres apilados en la tierra yerta y desolada, irrevocablemente abandonada por Dios y las fuerzas de la redención y la resurrección mientras el cielo está envuelto en llamaradas. Así, en Los límites del crepúsculo, se describe el espacio de la devastación demoníaca de la siguiente manera:
(pp. 165-166) |
Escenario de la muerte que se convierte en espeluznante mascarada en la feria de entretenciones del parque donde, entre los escombros de las sillas voladoras y la montaña rusa, yacen los enanos y el catrín, la pregonera y el comefuego, con sus cuerpos verdosos y mutilados (La ciudad sin nombre, p. 187).
Y, en una réplica moderna de los monstruos contra natura creados por Jerónimo Bosch para representar el infierno y los portentos de desastres inminentes, los animales han pasado por una metamorfosis que transforma el paisaje en un espacio también espeluznante. En Los límites del crepúsculo, por ejemplo, la fauna se describe de la siguiente manera:
(pp. 151-152) |
A este escenario de la desmembración se agregan las voces espectrales de hombres y mujeres desrrostrados, voces «desarraigadas, sin cuerpo y sin ahora»
(Los límites del crepúsculo, p. 157) que dan al entorno el carácter onírico de una pesadilla en la cual todo rezago real de la vida ha adquirido una fisonomía monstruosa mientras las calles y zanjas de la ciudad se han convertido en sinónimo de los caminos de la noche.
Estas novelas de Homero Aridjis se estructuran a partir del arquetipo del viaje en su modalidad de la peregrinación, ya no en su connotación usual de la ruta hacia un lugar sagrado sino como un deambular, en el vacío y el silencio, por calles y caminos cubiertos de ceniza y entre las llamas de la destrucción. Si la peregrinación tiene como meta un centro místico que representa el centro absoluto, en este viaje todo centro ha sido subsumido en el caos. El ir y venir de este nuevo homo viator es, más bien, un desplazamiento por el espacio de la monstruosidad humana, tanto a nivel de los cuerpos grotescamente mutilados y desfigurados como en la esfera de una inteligencia que ha inventado para destruir. De allí que todo esté cubierto por «una mugre histórica, colectiva, moral»
(La ciudad sin nombre, p. 177).
Sin embargo, como en La divina comedia de Dante, en el ámbito infernal aún alienta el espíritu de la mujer, concebida por Aridjis como la proyección imaginaria de un falogocentrismo que se trasciende a sí mismo abandonando sus territorios parcelizados para retornar, a través de la imagen de lo femenino, a aquellas fuerzas cósmicas que ha intentado controlar en su afán civilizador.
Dentro de este contexto, el peregrinaje del protagonista de La ciudad sin nombre por el laberinto de cuartos y pasillos de una casa blanca y ovalada invadida por el calor y la bruma representa la resistencia de lo femenino en el espacio infernal de la destrucción. Mujeres de rostros descoloridos y marchitos, de labios exangües y piel desollada transitan allí como el rezago de una energía ancestral que ha sido artísticamente esculpida por la imaginación androcéntrica.
Sin embargo, el desastre apocalíptico ha producido la deformación de todas las figuras femeninas modelizadas, en el arte, como símbolo de la belleza y la trascendencia espiritual. Razón por la cual el protagonista se encuentra con varias Venus sin orejas ni labios y cubiertas de ceniza, ninfas de cara torcida, sirenas abatidas al borde de un estanque, vestales de nalgas negras y sílfides entre vapores purpúreos. Significativamente, en medio del aire fétido de carroña, sustancias químicas y cloaca, el peregrino ve a la Venus de Willendorf -símbolo de la fertilidad femenina «oscura, ancestral, milenaria»
(p. 196)- como la tierra misma. Allí, en los baños laberínticos de la casa ovalada cuya forma se contrapone a la verticalidad de lo masculino, lo telúrico y femenino se resiste a morir en un último soplo de energía a punto de derrumbarse.
La competencia armamentista durante la Guerra Fría y sus tensiones bélicas fueron el contrasello de cualquier Guerra Santa y sus estandartes de la fe. No obstante los intentos de una retórica que pretendía hacer del comunismo soviético, un símbolo del Mal a la vez que, desde el otro lado de la Muralla de Berlín, se intentaba hacer lo mismo con el capitalismo, este imaginario y sus discursos sólo permanecieron a un nivel político y no religioso. La Guerra Fría, como su nombre parece indicar, osciló fuera de un eje espiritual en una época marcada por la creciente pérdida de los preceptos cristianos y de lo sagrado en general. En este sentido, la invención de la bomba atómica -creación humana y no divina de la destrucción apocalíptica- constituye uno de los puntos culminantes en una progresiva desacralización de toda vivencia humana.
En las novelas de Homero Aridjis, persiste el trasfondo bíblico como horizonte de referencia y architexto para subrayar que ya no corresponden a una circunstancia histórica en la cual el hombre, como un Dios degradado y perverso, se ha convertido en agente de un apocalipsis sin la potencialidad de una salvación. De allí que la figura del Mesías se destaque como una contrafigura en imágenes que difuminan y desdicen al Redentor bíblico.
En La ciudad sin nombre, una turba de seres mutilados y hambrientos hurgan en los escombros de un supermercado disputándose entre ellos los alimentos en descomposición. Desnudos y con la piel llena de cardenales, llagas, verrugas y excoriaciones protagonizan una batalla campal en pleno estado de barbarie que los hace matar un gallo para devorarlo crudo mientras los observan niños desdentados y mujeres de mamas hundidas. Pero este acto sangriento es sólo el preámbulo de una violencia que traspasa toda representación iconográfica del infierno: «Los cráneos chocaban en duelo de cabezazos. Se daban con lo que tenían más a mano, con cuchillos mellados, martillos sin mango y barras de metal. O proferían chillidos animales, rechinaban los dientes, hacían muecas horrendas y acababan de arrancarse los jirones de carne, de acuchillar las heridas y de golpear las descalabraduras que muchos de ellos tenían»
(p. 179).
En este escenario de violencia y de bazofia -antónimos de lo divino- hace su aparición el Mesías de túnica despedazada y «ojos despestañados»
(p. 180) que ya no pueden ver. Es más, a diferencia de la luz y la belleza que proyecta el Mesías bíblico, éste semeja una grotesca gárgola («De expresión rancia y pocha, el rostro casi oculto detrás de una barba cenizosa, la jeta grande, fláccida, como de grotesco griego, la frente calzada por una especie de hongo, la espalda y el pecho llenos de escamas igual que si hubiera sufrido una cauterización reciente, levantó la mano para bendecir»
pp. 180-181).
Sin embargo, en su calidad de despojo de lo mesiánico, sus manos están descarnadas y su boca sin lengua ya no profiere sino sonidos incoherentes mientras la hostia es un mendrugo de pan carbonizado. Verbo y Eucaristía se han convertido así en lo poluto e inconexo, en la deformación grotesca e inservible de todo lo divino.
Por otra parte, la figura de Cristo en el Apocalipsis bíblico aparece en La tierra transfigurada como la versión mecanizada de un robot con camisa de bronce y cuerpo de acero cuyo peso retumba mientras avanza entre cadáveres y ratas, indiferente al dolor y la muerte. Los atavíos de este androide, ente hecho a semejanza del hombre por la tecnología moderna, son muy diferentes a los del Hijo de Dios e Hijo de Hombre: el cinturón de los reyes es aquí una cadena a modo de extensión metálica de su cuerpo, sendos pendientes cuelgan de sus orejas y en sus brazos y piernas, lleva un sin número de anillos que marcan los años que le corresponde vivir en un ámbito humano despojado de la Eternidad de Cristo, Alfa y Omega del universo. Es más, el Verbo Divino ha sido sustituido por frases programadas que absurdamente emite antes de desarticularse entre el fuego.
En Los límites del crepúsculo, la descreación anónima se define como despojo radical y rencor tenaz que borra de la faz de la tierra a los animales, a la mujer y al hombre, al agua y al aire, al fuego y la tierra. Antítesis del Génesis engendrado por un Hacedor que es Verbo y Espíritu, Padre y Arquitecto de todo lo creado. La bomba atómica, producto del frío cálculo científico se delinea, entonces, como consecuencia de un furor y soberbia que traspasan los límites de la ira bíblica, sólo encaminada a enmendar los errores humanos para que continúe una progenie redimida. Razón por la cual la destrucción hecha por el hombre funciona en El último Adán como correlato objetivo de esa cólera que no admite la compasión. («Por momentos el calor aumentaba como una cólera viva, autónoma, insaciable, contenta de su exceso. Y en cosa de segundos, el hongo parecía crecer, hacerse más denso, crecer, hacerse más violento, crecer, más compacto, crecer, hasta tomar el lugar en el espacio donde antes había existido una ciudad, una montaña, un país, un continente»
p. 138).
Este carácter antitético se manifiesta en El último Adán a través de la elaboración de un discurso bíblico que subraya exactamente lo opuesto a toda cosmogonía y todo origen: «En el final, el hombre destruyó los cielos y la tierra. Y la tierra quedó sin forma y vacía. Y el Espíritu de la Muerte reinó sobre la superficie de las aguas. En el final el hombre destruyó los peces del mar, las aves del aire y toda criatura que se arrastra y gime sobre la tierra»
(p. 135). Por otra parte, la descripción y el tono solemne de la voz bíblica se empapa de un sentimiento patético. («En el final, los cielos y la tierra quedaron destruidos, y todos los espíritus de todos los tiempos flotaban en el aire, y el último, en el crepúsculo del amanecer del sexto día de destrucción, vio lo que sus semejantes habían hecho, y, en medio de la creación, lloró»
p. 135).
La inserción de lo trágico y patético es una de las tantas fisuras que experimenta la metanarrativa del Génesis en el desplazamiento que va de la creación a la destrucción en un espacio cubierto de cadáveres, masas ígneas y el disco sangriento del sol que desaparece para siempre. El último Adán cubierto de lodo, plomo y ceniza, ve «el árbol de la vida desarraigado y muerto, y todo árbol del jardín terrestre desarraigado y muerto, y toda ave que anidaba en sus ramas desarraigada y muerta»
(p. 135).
En medio de la desolación perdura, sin embargo, una energía misteriosa que salva a la última Eva de la muerte. («Pero a unos cuantos pasos, radiante y quieta, una forma con figura humana levantó la mano, y el arácnido quedó paralizado en el momento en que hacía descender sus patas. La forma, con figura humana, envuelta en una túnica amarilla semejaba a la luz, no proyectaba sombra, despegada radicalmente del suelo, como si fuera una de tantas visiones y apariciones que aquí y allá se hacían y deshacían»
p. 136). Esta figura milagrosa hace que el hombre pueda emprender su viaje en compañía de la mujer y ahora en su calidad de pareja postrera y no primordial, ambos inician un peregrinaje entre remolinos de llamas y una lluvia constante de escorias y cenizas hasta arribar a una ciudad en ruinas. Será allí, rodeados por una oscuridad letal, donde enlazarán sus cuerpos devastados, en el aliento postrero del sexo y del amor que se resisten a desaparecer. De esta manera, se establece un contraste radical entre Eros y la Civilización, entre aquel cuerpo complejo de la ciudad como símbolo de la manufacturación y territorialización de la naturaleza y el instinto girando, no en la órbita de la cultura, sino aún enlazado a los ciclos de lo cósmico y la procreación.
Dentro de la perspectiva ideológica de Homero Aridjis, el amor es carnalidad y retorno a la forma primigenia, inmersión en las fuerzas de lo cósmico que corren en los márgenes de la cultura y el devenir histórico, como se hace explícito en su novela Noche de Independencia. Los cuerpos enlazados antes de morir en El último Adán representan, por lo tanto, aquella energía capaz de sustituir lo sagrado en un mundo dominado por un Mal de contextualizaciones históricas precisas, esa fuerza vital simbolizada por «figura humana, envuelta en una túnica amarilla semejante a la luz» que hace posible el milagro y la redención de la raza humana, aún entre los escombros de la destrucción total.
Los peregrinos en estas novelas de Homero Aridjis son, indudablemente, mártires en su sentido etimológico de «víctimas» y «testigos». Como tales, la experiencia de la destrucción y descreación produce en ellos un saber, del mismo modo como la modelización imaginaria de un apocalipsis en el mundo moderno transmite, a través de una estética del horror y la monstruosidad, una toma de conciencia de los peligros beligerantes de los armamentos nucleares. Si el sexo/amor en El último Adán, es aquella fuerza vital y milagrosa que hace trascender los cuerpos aún en vías de desintegrarse, el acto de ver en La tierra transfigurada se postula como la revelación mística de los secretos de la vida misma en el momento de morir. Significativamente, esta revelación es precedida por la imagen de la joven recién muerta que es arrastrada por una corriente de lodo. Su cuerpo desnudo, aposento femenino de una germinación que semeja las germinaciones de la tierra, le hace evocar al peregrino «la luz misteriosa de un crepúsculo» y «la generosidad de la carne»
(p. 216), como manifestaciones de la tierra en su forma primera. El acto místico de encontrar la gracia en sí mismo ya no proviene de los ritos religiosos sino de una visión de lo oculto, de las raíces del árbol de la vida en una tierra que, momentáneamente, se transfigura para revelar, entre el derrumbamiento infernal, sus orígenes que fueron el origen de todo lo creado.
La elaboración artística de lo infernal en la pintura de Bosch y de Bruegel respondía a la dramática nostalgia de un estado de inocencia que el pecado original hizo perder para siempre. Sustrato religioso que les permitía depictar la armonía y las delicias del Paraíso Perdido en una época en la cual era aún posible vislumbrarlo en una ciudad que resguardaba los signos de lo sagrado a través de sus centros, bien delimitados y accesibles a todo habitante urbano. El contexto histórico que vive Homero Aridjis y lo incita a elaborar una poética de la desfiguración infernal y apocalíptica, ha sido irrevocablemente despojada de estos signos. La ciudad moderna ha sustituido sus centros sagrados por opacos edificios administrativos, calles tumultuosas, redes laberínticas del Metro y aire contaminado. Es más, aquella cohesión poblacional que promueve la ciudad, la hace también vulnerable al ataque frontal de armas nucleares y actos terroristas.
La poética apocalíptica de Homero Aridjis no se enraíza en esa nostalgia que aún tenía como referencia la armonía del Paraíso y la generosidad de Dios. Por el contrario, en un mundo irremediablemente despojado de la vivencia mística, la mirada de Aridjis se dirige a las creaciones humanas eufemísticamente denominadas bajo los lemas del progreso, la civilización y los avances de la ciencia. Sin embargo, tras las máscaras positivistas de estos lemas, él detecta una fuerza de destrucción de todo lo natural en un proceso apocalíptico promovido por el hombre mismo en una época en la cual las nociones del Bien y del Mal recaen también en sí mismo. Razón por la cual Homero Aridjis afirma: «En nuestra época las perturbaciones de la naturaleza y de la vida las vemos como la acción del hombre, inconsciente de la obra de Dios. Ya no salimos a buscar a Dios y al demonio afuera de nosotros, como agentes de nuestras obras, los dioses y los demonios son interiores, creaciones nuestras, obras de nuestros actos. La tradición apocalíptica judeocristiana no es la misma: el Apocalipsis ahora es la obra del hombre y no de Dios»
(Apocalipsis, p. 136).
Dentro de este contexto ideológico, la nostalgia patente en la pintura de Bosch y de Bruegel, es sustituida por el desgarro ante estas fuerzas de la descreación que se extienden también al ecocidio, a la destrucción del equilibrio entre las relaciones de todo lo vivo, no obstante la supervivencia de los seres humanos depende totalmente de ellas. El mito del Homo Sapiens, en una línea jerárquica que lo ubica en un lugar superior al de la naturaleza, perdura previniendo que ese sujeto cartesiano tome conciencia de su dependencia con respecto al entorno natural, actitud que, para Homero Aridjis, posee serias implicaciones éticas. (Entrevista, marzo 2002). Este hecho lo motiva a hacer un fuerte llamado de alerta al aseverar: «Ahora más que nunca es necesario que el hombre observe las pérdidas que ocurren en la Naturaleza como propias, como pérdidas de su alma; es imperativo que reflexione sobre la vida desnaturalizada que lo amenaza, pues su destino está orgánicamente, inextricablemente ligado, incorporado, al mundo natural»
(Apocalipsis, p. 366).
Esta perspectiva ecológica modifica, de manera radical, la diferencia entre campo y ciudad que, en nuestra cultura, tiene como base identitaria lo creado por la civilización versus lo natural, en una oposición binaria que privilegia el primer término. El vocablo «ecología», acuñado por Ernst Haeckel en 1866, anula esta diferencia afincada en la materialidad manufacturada y el control de la naturaleza para plantear el entorno como sinónimo de la casa («eco» tiene como raíz etimológica la palabra griega «oikos» que significa casa). Por lo tanto, si nuestro entorno tanto privado (lar) como público (ciudad) se concibe a partir de las nociones de la casa del hombre y la casa de la vida, es nuestra responsabilidad moral cuidar de él y proteger los orígenes de todo lo vivo, en una relación circular y esférica que aniquila la superioridad jerárquica que se le ha atribuido al Homo Sapiens.
Para Homero Aridjis, la energía y armonía de la naturaleza, tras su Materia en constante germinación, emite un mensaje ético y espiritual que debería revertirnos a la tierra transfigurada, a esos orígenes que son, tal vez, la única revelación posible en el mundo moderno.
- Aridjis, Homero. (1982) Playa nudista. El último Adán. (También contiene las otras novelas comentadas en este ensayo). Barcelona.
- —— (1997) Apocalipsis con figuras. El hombre milenario. México, D. F.
- Bachelard, Gaston. (1975) La poética del espacio. México D. F.
- Castelli, Enrico. (1963) De lo demoníaco en el arte: Su significado filosófico. Santiago, Chile.
- Choay, Françoise. (1986) «Urbanism and Semiology». En Gottdiener, M. y Lagopoulos, Alexandros Ph. (1986) The City and the Sign: An Introduction to Urban Semiotics ed. por M. Gottdiener y Alexandros Ph. Lagopoulos. Nueva York, 1986.
- Giannini, Humberto. (1987) La «reflexión» cotidiana: Hacia una arqueología de la experiencia. Santiago, Chile.
- More, Thomas. (1949) Utopia. Nueva York.
- Mucchielli, Roger. (1960) Le Mythe de la Cité Idéale. París. Nuevo Testamento. (1985) Santiago, Chile.
- Vignolo, Paolo. (1997) El pan y el circo: La experiencia lúdica en una sociedad de mercado. Bogotá.
- Yurkievich, Saúl. (1994) «La fantasía milenaria de Homero Aridjis», El cristal y la llama. Caracas.