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El viaje y la ficción narrativa española en el siglo XVIII

Ana L. Baquero Escudero


Universidad de Murcia



Sin duda, dentro de la historia de la literatura y no sólo española, el motivo del viaje ha estado muy presente en ella. Ya desde los orígenes medievales encontramos abundantes libros de viajes de muy diversas y variadas configuraciones, cuya delimitación genérica ha suscitado interpretaciones distintas. Al libro de viajes como género, se refiere así Rubio Tovar en su interesante antología sobre esta especie en el Medievo español, en la que aporta testimonios de otros autores interesados en su estudio1.

No es, sin embargo, el acercamiento a esta modalidad concreta, en el panorama dieciochesco español, lo que guía nuestro interés en las presentes circunstancias, sino el significativo relieve que el viaje en sí tuvo en este siglo y su posible proyección en la ficción narrativa de esta época. Resulta obvia la afirmación de que el viajar es una de las más antiguas necesidades y una de las más antiguas experiencias del ser humano. Si desde siempre el hombre ha viajado y ha recogido incluso en ocasiones tales vivencias por escrito, no es extraño que también la literatura desde sus orígenes se haya visto influida por este tema. Un motivo que recorre toda la historia literaria, tanto como tema que determina un tipo concreto de relato -y recordemos que los viajes son la base misma del nacimiento y desarrollo del género narrativo-, como estructura que configura el soporte formal de muchas obras2.

Si el viaje desempeña un lugar importante dentro de la cultura medieval, y con posterioridad en España, a raíz especialmente del descubrimiento del Nuevo Mundo, se convierte también en un factor decisivo para comprender la mentalidad y visión del mundo de esta época, durante el siglo XVIII adquiere un lugar privilegiado. Es evidente que no podemos llegar a entender plenamente el contexto social del siglo ilustrado, si no tenemos muy en cuenta la importancia que el viaje tiene para los hombres de este tiempo. Ya no podemos hablar del viaje como conquista de territorios desconocidos, de lugares ignotos y alejados, completamente distintos de los que la mentalidad europea concibe, del viaje como aventura en definitiva3; durante esta época quizá el término que mejor defina la forma en la que los europeos viajan por lugares diversos, sea el del viaje ilustrado. Aguilar Piñal se detiene a explicar y desarrollar este concepto, capital para entender la vida del XVIII4. Tal como señala literalmente este crítico: «El viaje, hecho social de enorme trascendencia, se convierte en el XVIII, al ser viaje de ida y vuelta por Europa, en uno de los más rápidos vehículos de incorporación y difusión del mundo de las Luces. Pero el viajero de la Ilustración no viaja sólo por placer. Su fin primordial es didáctico, formativo»5. El viaje, pues, como medio de educación, de formación, el viaje como experiencia necesariamente de carácter utilitario, se convierte en algo fundamental en la cultura del dieciocho ilustrado tanto español, como europeo6.

De entre las diversas motivaciones que daban lugar a tales viajes, nos interesa especialmente aquella que afectaba a un tipo determinado de clase social: la nobleza. En la educación del joven de noble cuna no podía faltar el recorrido por las principales cortes europeas, un viaje que sin duda contribuía al necesario perfeccionamiento de su educación7.

En su estudio comparativo del Emilio de Rousseau, y el Eusebio de Montengón, Pedro Santonja incide asimismo en esta idea del viaje útil8. Señala así cómo especialmente la gente de posición elevada de este siglo, siente una verdadera obsesión por ese viaje formativo que contribuye al perfeccionamiento del individuo. La experiencia del viaje no se consideraba, sin embargo, en sí misma positiva, si no era acompañada de la disponibilidad para aprender y extraer conclusiones instructivas de ella. No resulta, pues, extraño que escritores de la época insistan en la necesidad de saber viajar. Para Rousseau, por ejemplo, los viajes resultan valiosos siempre y cuando el viajero sepa observar y tenga capacidad crítica9. Tampoco es anómalo que en este clima general, la prensa periódica se haga eco de dicho tema. A finales de 1762 el Pensador dedica al motivo del viaje un número entero, mientras que el Diario de Madrid publicó un artículo titulado «Modos de viajar para sacar partido de los viajes».

Dentro de dicho contexto, podemos incluir aquella parte de la ficción narrativa del XVIII que tiene el viaje como eje vertebrador de la misma. Por supuesto no intentamos indicar con ello, que el relato de viaje constituya ninguna novedad en este momento de nuestra historia literaria -ya señalamos la presencia de tal motivo en toda una tradición anterior-, tan sólo nos interesa ver si de alguna forma este fenómeno social pudo proyectarse y repercutir en la narración de esta época.

Por otro lado e incluso ateniéndonos con exclusividad a los pocos ejemplos que nos vemos obligados a seleccionar, hay que tener en cuenta que no siempre que aparezca el motivo del viaje, éste determina un único tipo de obra literaria, lo cual, unido a las precisiones anteriores, no es óbice para afirmar que en líneas generales en el XVIII ilustrado este tema aparece vinculado con frecuencia, a ese ideal y objetivo que recorre la mayoría de los textos literarios de estos años, del instruir deleitando. Una finalidad literaria que en lo que concierne al motivo del viaje, parece caminar paralelamente y presentar bastante relación con el sentido que este fenómeno social de todos los tiempos, adquirió entonces.

Fijémonos en el primero de los ejemplos que hemos seleccionado, El Valdemaro de Vicente Martínez Colomer, un relato de aventuras que aparece en 1792, y que responde a una especie narrativa que gozó de cierto cultivo en el XVIII español10. Se trata de una historia repleta de peripecias y lances diversos que tiene en el viaje su eje temático central, un tipo de relato al que se dedicó en alguna otra ocasión el escritor, aun a través de otro molde genérico11.

Situada en la antigua tradición del relato griego, y con la influencia muy próxima del Persiles cervantino, El Valdemaro es no obstante, un ejemplo singular de confluencia de muy diversos registros literarios: por un lado, recibe todo el peso de esa mencionada herencia narrativa, pero por otro, es un claro eco del desarrollo de esa novela de finales del XVIII, en la que aparecen singularmente hermanadas razón y sensibilidad12.

Este relato en el que se reúnen en curiosa amalgama paganismo y religión, ofrece toda una serie de elementos de inequívoca filiación literaria: las aventuras de un héroe articuladas por un viaje, la presencia especialmente de los desplazamientos por mar, con prolija abundancia de tormentas y naufragios -Carnero la ha calificado como «una de las novelas más húmedas de la historia de las letras españolas» (p. 39)-, los sueños premonitorios, la aparición de historias secundarias en primera persona, con frecuentes interrupciones retardatarias, las recapitulaciones, la presencia de écfrasis... etc., son todos ellos motivos que hay que remontar a esas antiguas novelas griegas de amor y viaje13. Pese a ello, sin embargo, un rasgo manifiesto separa drásticamente el presente relato de aquellas narraciones. Si en la novela griega y en todos sus descendientes posteriores, entre los que indudablemente hay que incluir el mencionado Persiles, la historia viene motivada por unas relaciones amorosas problemáticas, origen de esa huida o viaje de la pareja protagonista, con su siempre previsible separación y sus múltiples obstáculos, hasta el definitivo reencuentro, en el relato de Martínez Colomer no existe tal situación, y el peregrinaje es el del héroe solo. Únicamente con posterioridad se añade el de su hermana, en tanto ambos han tenido que huir de su patria por motivos políticos. La historia, pues, de los «trabajos» de estos dos hermanos, se separa de los cánones estrictos de este tipo de narración, para ofrecer por otro lado y conjuntamente, rasgos típicos de esa novela sentimental que tanto éxito estaba cosechando en toda Europa. La sensibilidad exacerbada, evidente en múltiples escenas de llanto, y por supuesto de llanto colectivo, las actitudes hiperbólicas adoptadas en ocasiones por los personajes, y los frecuentes desmayos, son todos ellos elementos que ponen de manifiesto que se trata de una obra dieciochesca. Incluso encontramos alguna escena terrorífica que apunta hacia un género poco cultivado en España, pero muy abundante en otras narrativas, como es la novela gótica.

Pero además de los elementos señalados, es fácil percibir en El Valdemaro de Martínez Colomer, esa finalidad didáctica y doctrinal que supuso un verdadero lastre para el desarrollo de la novela en España en este siglo, cuando ya en otros países europeos el género de la novela moderna había empezado a dar importantes frutos14. En este sentido quizá resulten significativos los términos aparecidos en el Prólogo y en la Advertencia inicial, con los que el autor califica su texto de «ensayo» y «novela». En realidad son frecuentísimas las intercalaciones discursivas por parte del que podríamos considerar guía de Valdemaro, el anciano Andrónico, cuya presencia constante junto al héroe contribuye a ese proceso de formación del mismo. Desde esta perspectiva el viaje funciona en el presente relato no sólo como motivo que articula las aventuras del héroe, sino también como elemento al servicio de la que podríamos considerar Bildungsroman, esto es novela de aprendizaje, ya que son precisamente las experiencias del personaje durante el viaje las que hacen posible su paulatina transformación hasta conseguir la madurez final. Junto con el Persiles cervantino, podría hablarse también a este respecto, de la posible influencia o curiosa prolongación de una novela española del XVI, la Selva de aventuras de Jerónimo de Contreras, en la cual la finalidad doctrinal es fundamental15. Las palabras del autor en el prólogo no pueden resultar más significativas:

me he propuesto manifestar que la providencia de Dios asiste en todos los acontecimientos de la vida humana y que el hombre, lejos de resistir a sus disposiciones, debe dejarse gobernar por ellas


(p. 52).                


El viaje pues, en el presente relato de Martínez Colomer aparece al servicio de la narración de aventuras, ya que el personaje se ve forzado al mismo por las mencionadas razones políticas -su padre fue asesinado por su propio hijo, y él y su hermana son objeto de la persecución de éste-, pero al mismo tiempo, y en este sentido habría que establecer una relación con los presupuestos de los que partimos, el viaje resulta una experiencia útil para el desarrollo de la personalidad del héroe. Sólo a través de las dificultades y peligros que vivirá durante ese largo viaje, Valdemaro consigue dominar sus pasiones y alcanzar esa madurez que lo convierte en un gobernante apto para su pueblo16.

El viaje útil, formativo para el héroe es la nota dominante de otra novela dieciochesca que podemos sin duda, considerar educativa, el Eusebio de Pedro Montengón. La influencia de Rousseau es indudable en esta obra17, como también lo es, y así lo ha señalado Pajares Infante, la huella de la narrativa sentimental del inglés Richardson18. Dicha novela que se vio sometida a la persecución y prohibición de la censura19, recoge también toda una antigua tradición narrativa: el viaje, eje central del relato, está lleno de tempestades y naufragios, aparecen intercaladas en la acción principal varias narraciones en primera persona, la anagnórisis surge en diversas ocasiones como conclusión sorprendente en la más pura línea tradicional, las recapitulaciones de hechos pasados se suceden de forma abrumadora -hasta tal punto el autor es consciente de la necesidad de las mismas, dada la multiplicidad y complejidad episódica-, etc. Todos estos elementos propios de un relato de acción, se suceden no obstante, en lo que podemos considerar nudo argumental de la novela, ya que la misma responde sin duda, a tempos narrativos muy diferentes. Si en el comienzo de la obra se nos habla de Eusebio y sus padres adoptivos, así como del inicio de su proceso de educación por parte de Hardyl, hasta que no se inicia propiamente el viaje acompañado por éste, no se puede hablar en rigor de acción novelesca, una acción que decae cuando Eusebio regresa ya solo, para cobrar de nuevo intensidad por última vez, en el segundo viaje del protagonista a España20. El viaje funciona por tanto aquí, como el motivo fundamental que da lugar a la acción del relato, al desarrollo de las peripecias y aventuras del héroe, pero y quizá esto sea incluso más importante, el viaje responde también en el relato de Montengón, a los ideales ilustrados de ese viaje útil que completa en definitiva la formación del protagonista. Si su proceso de aprendizaje se inicia en Filadelfia, sólo podrá ponerse en práctica y concluir cuando su educador, Hardyl, y él, emprendan el viaje hacia Europa. De hecho aunque los guía una finalidad concreta -recuperar la herencia española de Eusebio-, la pareja protagonista no va directamente a España y decide visitar primero Inglaterra y Francia, no pudiendo completar su recorrido con la visita a Italia, ya que el cariz de los acontecimientos familiares los fuerza a dirigirse rápidamente hacia tierra española.

A lo largo de ese dilatado viaje se nos deja bien patente la finalidad primordial que guía a los personajes. No puede quedar más claro tal objetivo, en este pasaje de la parte segunda, libro quinto:

A tan útiles fines aplicaba Eusebio el estudio que hacía en su viaje. No de otro modo reconocía Sócrates la utilidad en el viajar, cuando preguntado sobre el talento y luces del joven Nicandro, respondió que daría razón de él después que hubiese viajado. Pues los que se proponen correr tierras por sola curiosidad, sin hacer o sin saber hacer estudio del mundo, y sin mirar a su aprovechamiento, éstos vagarán como romeros y volverán a su patria con los mismos ojos con que salieron [...] pero a éstos les estuviera mejor no haber salido de su hogar.

Mas antes que quedar en él sepultados como topos, ciegos de mil preocupaciones nacionales, ¿qué luces, qué conocimientos y provecho no sacarían los grandes y los ricos de sus viajes, tomados como por término de sus estudios para perfeccionar su educación? ¿Todo el estudio especulativo de la geografía que hicieron al lado de sus maestros, no les parecerá una sombra en cotejo del estudio práctico?...


(p. 54).                


El texto continúa elogiando las ventajas de ese viaje que hace posible poner en práctica los conocimientos adquiridos por el joven, quien podrá beneficiarse a su vez de nuevas experiencias y costumbres, tal y como hace Eusebio en el relato novelesco21.

No es este contundente y clarificador pasaje de la novela, el único en el cual el autor se detiene a desarrollar lo que considera debe ser un viaje útil. Pocas páginas adelante y por boca de Hardyl, se vuelve a atacar al viajero ocioso que ningún provecho sabe sacar de su estancia en distintos lugares (Parte tercera, libro primero, p. 564). Precisamente la visión de alguien venido de fuera y a cuya luz se enfoca la realidad conocida, es un artificio manejado en obras literarias del XVIII que tienen también en el viaje, su tema central. Normalmente la finalidad crítica es el objetivo primordial de este tipo de relato que suele ofrecer una situación parecida: un viajero venido de fuera que enjuicia costumbres y modos de vida ajenos a los suyos propios. Es así, este punto de vista nuevo aquél del que se vale el autor para proyectar una luz distinta sobre la realidad en que vive. Pensemos en obras tan famosas como Los viajes de Gulliver -aquí los personajes de otros fantásticos lugares, enjuiciando las formas de vida humana que el protagonista representa-, o en algún relato de Voltaire como Micromegas o El ingenuo. Pero no es ninguno de estos modelos el que tiene presente Cadalso en su también famosa Cartas marruecas. Las Cartas persas del francés Montesquieu le sirven entre otras fuentes, al escritor español para su propia creación. En la obra mencionada no puede hablarse de acción novelesca alguna -tal como ocurría en las antes citadas-, de manera que el relato se configura como la correspondencia epistolar entre dos marroquíes, a la que se sumará un español, sobre las formas de vida y costumbres de nuestro país22.

Este viajero infatigable que es Gazel -y lo calificamos de tal porque en algunas de sus cartas se refiere a sus otros viajes por Europa-, llega a España con un único deseo: «viajar con utilidad» (p. 79). Para ello se pone en contacto con quien se convertirá en su particular guía y mentor, el español Nuño, quien con su visión crítica e incluso correctiva en ocasiones, le ayudará a observar y pasar revisión a las formas de vida de los españoles. Tal como vemos no estamos ante una obra en la que el viaje esté al servicio de un relato de aventuras, a la manera de por ejemplo, El Valdemaro. El viaje no es aquí, sino el pretexto que sirve para engarzar los distintos escenarios y ambientes, objetos de la revisión crítica de los personajes, de manera que el mismo, incluso de forma más patente que en los casos comentados, se configura como ese viaje necesariamente instructivo para quien se desplaza; no es otro el fin que persigue Gazel en su recorrido por distintas naciones europeas, cuyas costumbres contrasta con las suyas propias y enjuicia desde su personal perspectiva.

Si el viaje aparece en las Cartas marruecas conforme a los intereses de la época, en tanto es valorado como factor que contribuye a la formación e instrucción de quien recorre los distintos lugares -y pensemos en toda la moda que a raíz de la obra de Montesquieu se impuso, respecto a este tipo de obras, de la que se hace eco el propio Cadalso (p. 73)-, muy diferente es el manejo del mismo en un libro que supone un ataque abierto a la Ilustración, el Tratado sobre la Monarquía Columbina, última obra a la que nos referiremos. Esta pequeña narración, redescubierta recientemente por Álvarez de Miranda en las páginas del Semanario erudito, periódico publicado entre 1787 y 1791, y cuya autoría atribuye el mismo Álvarez de Miranda al padre Andrés Merino, es sin duda, un caso curioso de oposición a las ideas dominantes en aquellos años23.

Incluida dentro de ese género bastante complejo en su delimitación, de la utopía, el relato de este escritor responde a un tipo de obra literaria de gran éxito y desarrollo en la cultura europea del XVIII, si bien en España su presencia fue bastante escasa24. Precisamente este género, la utopía, suele incluir el motivo del viaje, hasta tal punto que en su estudio sobre dicha forma literaria en el XVIII Aullón de Haro relaciona este género con el de los libros de viaje, especialmente los denominados de «viajes imaginarios», muy abundantes durante este siglo25.

Refiriéndonos al mencionado Tratado, observamos cómo, según certeramente apuntara su editor, el viaje adquiere en el mismo una relevancia mayor que la que suele tener en este tipo de literatura utópica. Mientras que este elemento es normalmente un mero trámite, necesario para alcanzar ese lugar ideal cuya perfecta organización será el objetivo central de la obra, en el relato que nos ocupa adquiere cierta importancia. Dentro de la brevedad que caracteriza este texto, el autor deja claro que el viaje presentó enormes obstáculos para esas palomas que huyendo de las aves de rapiña, buscan la perfecta Ciudad del Sol. En este sentido podemos detectar en ese viaje sucintamente presentado, un intento de búsqueda de cierta tensión novelesca, ausente en el género utópico.

Sin embargo, no es el desarrollo de este viaje en esta obra fantástica que tiene a los animales como únicos protagonistas, lo que nos interesaba destacar del Tratado sobre la Monarquía Columbina. De carácter marcadamente pesimista, el autor tras ofrecernos ese mundo feliz que las palomas consiguen alcanzar, nos muestra sin embargo, inmediatamente, la ruptura de esa idílica edad dorada, por la irrupción de nuevas formas de vida que progresivamente la van minando y corrompiendo. Aquello de lo que huyeron las palomas -y que fácilmente puede leerse en clave simbólica, como rechazo a los ideales de la Ilustración-, llega hasta esa perfecta Ciudad del Sol, para acabar destruyéndola. Pues bien, fijémonos en lo que significativamente se nos dice en primer lugar de esas viciadas y nuevas costumbres adquiridas, que acaban corrompiendo este lugar perfecto:

pero como la inconstancia de las cosas humanas es tan cierta como falibles sus bienes, la misma continuada prosperidad introdujo en las palomas demasiada lozanía, más libertad y no mediana presunción; de aquí nació la curiosidad de ver Países extraños, tratar gentes diversas y buscar amistades peregrinas.


(p. 23)26.                


Aun en apretada síntesis, el autor condena pues, ese afán por viajar y conocer lugares distintos al que tan aficionados fueron los hombres de la Ilustración. Una visión del viaje, por tanto, completamente distinta y aun antitética de aquellas otras que veíamos en las obras anteriores, y que muestra en definitiva hasta qué punto el motivo del viaje está presente en la cultura del XVIII.

En conclusión, ya sea en un relato de aventuras, en una novela educativa, en una obra epistolar de carácter ensayístico o en una utopía, el viaje aparece en ellos como en una buena parte de la ficción narrativa dieciochesca, como un elemento recurrente decisivo en su configuración. Un motivo importante en la literatura europea de estos momentos cuyo estudio, creemos, puede ser enfocado tanto desde una perspectiva estrictamente formal e intrínseca, como desde esta otra visión externa que tiene en cuenta la proyección literaria de un importante fenómeno social.





 
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