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En el agua de los sueños: las leyendas de Miguel Ángel Asturias

Selena Millares

... Intocable la luz de sueño de agua1


Agua y sueño, magia y aliento lírico, componen la materia genésica que late en toda la narrativa de Miguel Ángel Asturias. Como río subterráneo -en la vertiente del compromiso directo con su tiempo- o impulsada por un torrente de voces ancestrales y visiones mágicas, la misma semilla nutre todas sus manifestaciones. Si la deformación creadora de los prismas y los espejos cóncavos da sentido a las poéticas de la vanguardia -de las que bebe-, y los fragmentos de un espejo roto dibujan el contorno de las creaciones que la suceden, la mirada de Asturias atraviesa esas «lentes de agua» que desde una de sus novelas2 nos dan la clave de su estética. El signo hídrico la sume en la niebla de la desrealización para ingresar en el espacio de los sueños, del hechizo, único capaz de otorgarle la palabra necesaria, el don de la escritura. En sus textos se confirma la lucidez atávica, la «primitiva claridad de la magia», que ya en un ensayo de 1932 defendiera Borges, inscrito en el mismo aire de época, para concluir que de los dos procesos causales posibles, el natural y el mágico, la única posible honradez del escritor está con el segundo3. Sueño y hechizo se imbrican como motor poético, especialmente en ese núcleo generador que significa la efervescencia parisina de los años en que Asturias inicia su andadura literaria, al compás de las vanguardias y muy especialmente de los surrealistas, con los que mantiene una estrecha relación; son célebres los alegatos de Bretón, que en sus manifiestos reclama la llegada de los «filósofos durmientes» y considera la vigilia como fenómeno de interferencia4, en tanto que Robert Desnos5 se sumerge en lo onírico y mágico que el grupo asume como necesario para recuperar la maravilla perdida del lenguaje original; en los términos de otro poeta del grupo, Benjamín Péret, «la magia es la carne y la sangre de la poesía. Es más, en una época en que la magia resumía toda la ciencia humana, la poesía aún no se distinguía de la magia»6.

En los mismos parámetros se sitúa Asturias en esos años de gestación de sus leyendas, magia y palabra robadas a la voz de los ancestros, a los que retornará con especial énfasis en Tres de cuatro soles7, que insiste en el pensamiento mítico para hallar un idioma material o cósmico en el espejo de las aguas y afianzar una antigua alianza indígena8. De idéntica fuente es la maravilla cotidiana y de ahí sus reconocimientos; en 1962 declaraba a Claude Couffon: «Mi realismo es mágico porque depende un poco del sueño tal como lo concebían los surrealistas. Tal como lo concebían también los mayas en sus textos sagrados»9. Igualmente, en declaraciones a Luis López Álvarez reconoce la importancia del surrealismo como vía de reencuentro con lo indígena americano10, y en ese sentido son centrales los términos en que se manifiesta en entrevista con Luis Harss (1965): «La narración indígena se desarrolla en dos planos: el plano del sueño y el plano de la realidad. Los textos indígenas retratan la realidad cotidiana de los sentidos, pero al mismo tiempo comunican una realidad onírica, fabulosa e imaginaria que es vista con tanto detalle como la otra»11.

De ahí la insistencia en la magia de los sueños, la verdad de la mentira: todo es «engaño, producto de un juego de espejos, de un juego de palabras», como llama el Guacamayo al sol en la leyenda «Cuculcán», en tanto que la tortuga, símbolo lunar y telúrico, reclama: «¡No me deis la sabiduría, sino el hechizo!»12, y en textos redactados por la misma época, el pájaro-campana de oro afirmará la verdad de las ficciones y la mentira de la realidad en célebres pasajes: «Soy rosa y soy manzana, doy a todos un ojo de vidrio y un ojo de verdad: los que ven con mi ojo de vidrio ven porque sueñan, los que ven con mi ojo de verdad ven porque miran»13. Esa tónica, anunciada en las Leyendas, prevalecerá en toda la obra asturiana, con un sentido que ha anotado Bellini en términos certeros: «Funzione principale del sogno é quella di reagire alia volgaritá della vita, in attesa della morte, cioé della vera vita [...] L'uomo che vive sempre sveglio [...] ha perso la fa-coltá di sognare, quindi la possibilitá di comunicare con la vera realtá delle cose»14. Al embrujo de esa vera realtà sucumbe Paúl Valéry, que no dudó en considerar a las Leyendas una lectura enajenadora como un filtro mágico, historias-poemas que en su mestizaje componen «el más delirante de los sueños»15. Y efectivamente, sólo el aliento poético puede canalizar ese mundo fascinante, con noches de obsidiana y pimienta negra, mares de jade y «relojerías de rocío»16, aguas de «azúcar azul» y cielos de cáscara de naranja y sangre de pitahaya17, donde el cromatismo a menudo se hace simbólico -los colores del camino a Xibalbá, la tierra de los desaparecidos para siempre -que alimenta un abigarrado barroquismo, efecto resultante de toda simbiosis, como ya anotara Carpentier18, y que Asturias reconoce en la enseñanza del surrealismo: «Lo que obtengo con la escritura automática es el apareamiento o la yuxtaposición de palabras que, como dicen los indios, nunca se han encontrado antes. Porque así es como el indio define la poesía. Dice que la poesía es donde las palabras se encuentran por primera vez»19.

Signo inherente a toda su trayectoria, las voces del imaginario indígena ven graduada la intensidad de su presencia en sus distintos momentos. Está sesgada en las novelas más contextualizadas, aunque nunca se abandona totalmente, como demuestran la epifanía de Tohil o la aparición del Cadejo en El Señor Presidente, así como el misterioso vendaval que en Viento fuerte arrasa con la compañía bananera, o lo demoníaco que puebla el último relato de Week-end en Guatemala, «Torotumbo». Su grado se intensifica hasta hacerse axial en las que se fundamentan en ese sustrato, como Hombres de maíz, con su universo mítico recuperado, Mulata de tal, que se enhebra sobre antiguas creencias populares, o El Alhajadito y sus borrosas fronteras entre el mundo y el trasmundo20. Finalmente, la voz de la tradición se hará protagonista plena en las leyendas articuladas en tres obras que significativamente señalan ese itinerario: la primera, Leyendas de Guatemala -de 1930-, su continuación, El espejo de Lida Sal -de 1967-, y la última, quizá la más cercana al ímpetu surrealizante y visionario de los primeros tiempos, Tres de cuatro soles (1971), texto inclasificable y fascinante desde el cual, en un orden inverso -tal y como establecen las coordenadas de la temporalidad maya- podemos interpretar un nuevo viaje a la semilla.

Considerada por Marcel Bataillon como «deslumbrante testamento literario del escritor, historia personal e historia del mundo, "ars poetica" y cosmogonía»21, tiene su germen en el terremoto que el 25 de diciembre de 1917 tuvo lugar en Ciudad de Guatemala y fue decisivo en su historia -pone fin a la dictadura de Estrada Cabrera- así como en la escritura de Asturias, que lo instituye en motivo recurrente y símbolo del animismo de una naturaleza poderosa, que ha de tener la última palabra en el devenir de los acontecimientos; en Mulata de tal, un seísmo destruye la riqueza que un pacto con el diablo ha otorgado al protagonista, y en «Los brujos de la tormenta primaveral» la conciencia vigilante del mundo vegetal, alimaña acechante e invisible, provoca un terremoto -idioma del silencio mineral- para instituir un nuevo génesis. En el caso de Tres de cuatro soles, que reescribe la cosmogonía mesoamericana con su sucesión de ciclos solares22, los recuerdos de un niño interpretan desde un seísmo el génesis del mundo

En el agua de los sueños: las leyendas de Miguel Ángel Asturias 261 y su propio origen. «No tenía ojos. Tenía sueño», y de su fluir de la conciencia emergen pensamientos ancestrales que, a partir de la danza de los muebles con un ritmo encantatorio y secreto, trae «vértebras, reflejos, glifos, huesos de idiomas abandonados. Cientos, miles de insectos de alas cascarudas que no son insectos, sino ojos cerrados, párpados endurecidos de sueño. Greca de nubes. Templos de agua preciosa»23.

La recuperación del mito de los orígenes identifica el nacimiento de la vida y el de la palabra, aunadas en las aguas genésicas: «Caminar lo creado, lo dicho con los dedos en el barro del sueño. Ídolos-palabras, amuletos-palabras, vasijas-palabras de tierra húmeda de saliva de dioses... Sólo la palabra-barro... Barro de sueño»24. El creador es tan sólo un ladrón de los dones divinos, un anónimo intérprete de un idioma de reflejos: «Idioma de copiar lo visible con mi espejo de piedra blanca. Y lo invisible con mi espejo de piedra negra»25. La fusión con ese cosmos alucinante será total: «Oigo con los brazos. Miro con los labios. Beso con los ojos»26. Música, sueño y palabra articulan ese cataclismo enigmático, su danza inmóvil que es trasunto de la paradoja vital.

El hilo de Ariadna que enhebra toda la narrativa asturiana y se nutre de ese sustrato legendario tiene en El espejo de Lida Sal otro de sus emblemas, que anuncia desde su «Pórtico» la voluntad firme de rescatar una tradición que aún sigue viva -«entre el grano de maíz y el sol empieza la realidad carbonizada del sueño»-, al tiempo que pervive el lamento intuido por el paraíso perdido del indígena («Les robaron el fuego verde y todo fue angustia sobre la tierra»27). El motivo de la metamorfosis mágica será, como en la colección precedente, central en esta prolongación de su apertura, así como el protagonismo de una realidad sonámbula sumergida en la fantasmagoría.

La leyenda que da título a la obra recoge el rito por el cual la mulata Lida Sal ansia obtener al hombre que ama con el hechizo de sus ropas, pero al completarlo mirándose en el «espejo verde» del lago queda atrapada para siempre por esas aguas de muerte, cuyos valores simbólicos en la imaginación material las vinculan con el astro de la noche, y queda dormida para siempre en «la superficie del agua que la sueña luminosa y ausente»28. El ingrediente de lo onírico hila también «Juanantes el encadenado», cuyo protagonista, bajo efectos hipnóticos -instruido en visiones oníricas-, asesina a un hombre y ve así su vida destruida, o «Juan Hormiguero», personaje que teme volverse tierra por comerse sus sueños y ha de enfrentar el poder lunar con complejos rituales de sangre. Agua y sueño componen de nuevo la suprarrealidad mágica de «Quincajú», emisario de la muerte que quiere entrar al servicio de la diosa Ixmucané; en su aventura supera numerosos obstáculos hasta que un gavilán le arrebata la «miel de rubíes» del corazón, y finalmente sólo queda el río y «la muerte que ya empezaba a traer sus colchas de sueño»29. Igualmente, la «Leyenda de Matachines» que cierra el libro se vertebra sobre una telaraña onírica; Tamachín y Chitanam, danzarines funerarios, fracasan en la empresa de recuperar a una mujer fantasmal que se mueve en los espacios del sueño y la muerte, y tras un duelo se convertirán en caobo y montaña.

Especial atención merecen dos relatos que anuncian las reflexiones metaliterarias de Tres de cuatro soles y continúan las de «Cuculcán. Serpiente envuelta en plumas». La primera es la «Leyenda de las tablillas que cantan», cuya acción se sitúa en una ciudad con «templos de tiniebla y agua», donde los Mascadores de Luna escriben himnos de música, magia y poesía a la diosa de la noche, duplicada en el lago, «en el doble plenilunio de cielo y agua»30, el espacio de la ensoñación. La veta surrealizante abre la compuerta de los sueños y con ellos la de la poesía. Utuquel, el protagonista elegido para el certamen, se libera así de la muerte -a los perdedores se les extrae del pecho el corazón y sus tablillas son alimento para los murciélagos- pero su victoria le traiciona: sus palabras -«niebla dormida»- se hacen actos y provocan «aguaceros de joyería huracanada», y por turbar la serenidad de la luna se le condena al silencio; sus cantos son entregados a uno de los volcanes, y la metamorfosis mágica culminará la fascinación de la leyenda, que los convierte en «semillas de las que salen los colores que el sol le robó a la luna, valiéndose de la treta de la tablilla apagada, para formar el arco-iris»31. Al igual que el protagonista de Tres de cuatro soles, Utuquel reflexiona sobre el acto creador para concluir que no hay hacedores sino ladrones: «Crear es robar [...] No hay, no existe, obra propia ni o-ri-gi-nal [...] todas las obras de arte son ajenas [...] pertenecen a los ocultos ecos, y las lucimos como propias, prestadas o robadas, mientras pasa el siglo»32. La condena de la soberbia del artista que pretende emular a los dioses halla otro de sus emblemas en la «Leyenda de la máscara de cristal», donde el escultor Ambiastro abandona la madera y la piedra ante la seducción de la belleza del cuarzo; se entrega a la elaboración de una máscara fulgurante y, cuando vuelve a su cueva para buscar su caña de «cazar sueños», sus obras se animizan y se rebelan para castigar su soberbia: serpientes, jaguares, monos, flecheros o gigantes de piedra lo acosan para entregarlo a la muerte, en tanto que los sacerdotes lo condenan con severos términos -«¡El que agrega criaturas de artificio a la creación, debe saber que esas criaturas se rebelan, lo sepultan y ellas quedan!»- aunque en su entierro «le sigue un pueblo de figuras de barro amasadas con el llanto de Nana la Lluvia»33.

Finalmente, la «Leyenda de la campana difunta» enlaza su sentido con el hilo conductor de Leyendas de Guatemala-, ese mestizaje que nutre numerosos relatos con el imposible engranaje de dos mundos contrapuestos y la consiguiente problemática. Sor Clarinera de Indias, monja conversa del templo de Santa Clara, ve con desconsuelo cómo todas sus compañeras aportan joyas valiosas para la elaboración de una campana para su convento, y en delirios oníricos se ve impulsada a entregar su única riqueza, sus ojos del color del oro. Atormentada por visiones sómnicas, evoca los sacrificios antiguos de su raza para descubrir esa otredad escondida en el subconsciente, y que se ha de revelar con furia, hasta que, enloquecida por sus pensamientos, se arranca los ojos. La Inquisición actúa de inmediato y hace enterrar la campana, pero finalmente se hace sonar, y ésta va a delatar el crimen indirecto hasta enronquecer para siempre: «... absuélvame, Padre, absuélvame, yo me saqué los ojos [...] liberé los pies del Señor y me clavé el garfio en lo más profundo de las pupilas que cayeron al crisol... mezcla de Cristo y Sol... del Sol mi raza tenue, sacrificada y sacrificadora y de Cristo lo español, bravo y también ensangrentado...»34.

El mismo efecto dramático, por la imposible integración de dos cosmovisiones antitéticas, late en las leyendas de 1930, paradigma del mestizaje que imbrica la visión de los vencidos con la nueva cultura dominante. Ese «problema social del indio» que dio título al primer ensayo de Asturias (1923) se sumará a otros motivos para hilar también las sucesivas colecciones: el protagonismo de las fuerzas naturales, el poder genésico de la palabra, el mitema de la metamorfosis y la preeminencia del mundo de los sueños y la imaginación material. Ya desde los umbrales de este mundo de prodigios y bajo el lema «Guatemala», la prosa poética nos invade con la mirada trascendente del visionario que deambula por espacios sin leyes lógicas: «Los árboles hechizan la ciudad entera. La tela delgadísima del sueño se puebla de sombras que la hacen temblar. Ronda por Casa-Mata la Tatuana. El Sombrerón recorre los portales de un extremo a otro; salta, rueda, es Satanás de hule. Y asoma por las vegas el Cadejo, que roba mozas de trenzas largas y hace ñudos en las crines de los caballos [...] Por las escaleras suben imágenes de sueño sin dejar huella, sin hacer ruido. De puerta en puerta van cambiando los siglos. En la luz de las ventanas parpadean las sombras. Los fantasmas son las palabras de la eternidad. El Cuco de los Sueños va hilando los cuentos»35.

Se desvelan así las presencias invisibles que rondan por la ciudad dormida, y el autor se despoja de su voz para reconocer la anonimia de esos cuentos que subyacen en el imaginario colectivo sin dueño ni forma definida. La ciudad se hace sonora como un mar abierto: el agua rumorosa será el canal de esa voz secreta que se filtra a través de los tiempos para contar historias que discurren por dos vías contrastadas: las que hablan de los orígenes míticos y arcádicos de su pueblo -las de los brujos de la tormenta primaveral, el lugar florido, el volcán y la serpiente emplumada- y las que alegorizan la colisión de ese mundo con las nuevas fuerzas que arriban a sus orillas: las leyendas del Sombrerón, del Cadejo y de la Tatuana. Esta última es quizá la más sintomática en la condena de los valores materialistas que advienen y la apología de la libertad indígena; se trata de la historia del Maestro Almendro, que ante la encrucijada de la muerte ve cómo el camino negro de Xibalbá le arrebata el alma y se la vende a un Mercader de Joyas, quien la cambia en oriente por una esclava. Un rayo fulmina al comerciante -siempre la justicia natural- y, cuando Maestro y esclava se encuentran, la Inquisición los condena por su supuesta vinculación con la brujería. Implícitamente queda el retrato de una religión del miedo que suplanta la de la inocencia, y «entre cruces y espadas» ambos son encarcelados y destinados a la hoguera. Entonces el Maestro tatúa un barco con la uña en el brazo de la mujer y formula el hechizo: «Mi voluntad es que seas libre como mi pensamiento; traza este barquito en el muro, en el suelo, en el aire, donde quieras, cierra los ojos, entra en él y vete»; ella huye inmediatamente de la muerte y a la mañana siguiente los alguaciles encuentran en la celda tan sólo «un árbol seco que tenía entre las ramas dos o tres florecitas de almendro, rosadas todavía»36.

También sustentada en la metamorfosis mágica, la leyenda del Sombrerón vuelve a cuestionar la condena cristiana de las religiones indígenas, aunque de un modo más sesgado37, para relatarnos la historia de un monje de pureza intachable que un día descubre una pelotita de hule -evocadora del juego de pelota maya, de connotaciones sagradas- y se ve invadido de alegría, seducido por su desnuda redondez, trasunto de la manzana de Eva, que la va haciendo diabólica a sus ojos; un niño la reclama, y el monje se la devuelve en un impulso liberador -«¡Lejos de mí, Satán!»- tras lo cual la pelota, una vez fuera del convento, «abrióse como por encanto en forma de sombrero negro sobre la cabeza del niño, que corría tras ella. Era el sombrero del demonio. Y así nace al mundo el Sombrerón»38. Por su parte, la leyenda del Cadejo nos hablará del encuentro entre una hermosa novicia y el hombre-adormidera; inicialmente paralizada por el terror, la joven reacciona y se corta la trenza -que ha convocado el deseo del intruso-, la cual se transforma en reptil para condenarlo: el hombre-adormidera se transforma en Cadejo y arrastra al infierno la trenza de su desdicha.

De las leyendas que vertebra el pensamiento mítico destaca la del «tesoro del Lugar Florido», que incide en un motivo recurrente en Asturias, la condena moral de la codicia, en este caso atributo de los españoles que guía Pedro de Alvarado. El volcán, Abuelo de Agua, escupirá fuego hasta cubrir el Lugar Florido y ocultarlo para siempre a los usurpadores. Finalmente, «Cuculcán» -con forma dramatizada- insiste en el concepto indígena de la existencia -«Nada existe [...] todo es sueño en el espejismo inmóvil»39- y «Los brujos de la tormenta primaveral» reescribe desde instancias personales los cuatro ciclos del génesis, donde el diálogo del hombre y las fuerzas del cosmos acaba siempre con la victoria de ese mundo natural que cíclicamente va a borrar las huellas de la ignominia humana con el exorcismo de sus aguas matriarcales y que, al reaparecer en ese texto final y definitivo que constituye Tres de cuatro soles, dibuja un itinerario explícito de la obra de Asturias como homenaje pleno a esos ecos robados a la tierra que, a través del «Gran Lengua», hallan siempre su verdad en lo fabuloso que fluye en la orilla de los sueños.

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