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25. Carta de Nueva York

Política.-Catástrofe.-Guiteau.-Un libro.-Muertos en el Polo.-El Secretario de Estado.-El Ministro poeta.-Conkling.-Bancroft y su extraordinario libro.-Cómo se hizo la Constitución de los Estados Unidos.-Escena memorable.-Sesión tumultuosa.-Los Estados Unidos cierran sus puertas a los chinos.-Guiteau, en la celda de la muerte.-Grandioso festival: música de Berlioz, de Haendel, de Wagner



Nueva York, Mayo 23 de 1882

Sr. Director de La Opinión Nacional:

     ¿Cómo poner en junto escenas tan varias? Allá en las resplandecientes soledades del Ártico, doblan al fin sobre su almohada de nieve la cabeza unos expedicionarios valerosos; aquí, en colosal casa, resuenan ante millares de oyentes absortos, los acordes sacerdotales y místicos de la música excelsa, la más solemne de las artes humanas. En los árboles, todo es verdor. En los rostros, todo es alegría. En Irlanda, todo es susto. En San Francisco, vencieron los enemigos de los chinos. En los mostradores de las librerías, luce la obra monumental de un anciano de ochenta y dos años. En torno a mesa rica, júntanse para celebrar glorias patrias los mexicanos de Nueva York. Masas enardecidas se reúnen a protestar contra los asesinos de los ministros ingleses en Irlanda, y contra los asesinatos de los patriotas de Irlanda por los soldados ingleses. Ha habido festival grandioso. Guiteau entra ya en su celda de muerte. Susúrrase que va a haber mudanza importante en puestos diplomáticos.

¡Míseros, los viajeros del Polo! Salieron de estas costas, en la Jeannette, ágil y fuerte, entre palmas y vítores; y luego de dos años perdido el barco osado, perdida la esperanza, mueren catorce hombres tristes, hincados los dientes en huesos de reno ya roídos, y los ojos en aquella luz polar cegadora y mortífera, los pies despedazados, las mentes perturbadas, los labios cárdenos y secos. Cuando creyeron que no hallarían al cabo asilo en el desierto, se miraron en tremendo silencio y oraron por primera vez, se apretaron los unos contra los otros, con ese arrebato de amor y confusión de todo lo humano que se siente en presencia de la muerte; y perecieron. ¡Y estaban a cien millas de hogares calientes, los infortunados! Llevaban malos mapas, y se creían más lejos de los hogares. Roto su barco, emprendieron briosamente la marcha por la nieve. Primero hallaron renos que cazar, y luego ya no hallaron renos. Mientras esperaron, sonrieron y anduvieron: cuando perdieron la esperanza, como máquina que estalla, cayeron exánimes. ¡Qué hombres tan bravos, tantos hombres que viven, ya sin esperanza! Van, sin que nadie lo vea ni lo sepa, como arrastrando un muerto. El capitán de esos peregrinos del Polo era el noble De Long, que de niño fue estudiosísimo, y enamoraba por su afán de saber. Llevaba siempre en los ojos una pregunta, y andaba siempre buscando en los libros una respuesta. ¡Tal vez lo sabe ahora todo, debajo de la nieve! Han de seguir viviendo los que mueren: pues ¿qué es el hombre, sino vaso quebrable del que se desbordan, fragantes y humeantes, esencias muy ricas? Cada hombre es la cárcel de un águila: se siente el golpe de sus alas, los quejidos que le arranca su cautividad, el dolor que en el seno y en el cráneo nos causan sus garras. La naturaleza no ha podido formular una pregunta a la que no haya de dar al fin respuesta. En una obra tan lógica que, en su criatura más ruin se hallan los gérmenes de la criatura más alta, y en la más alta los gérmenes de la más ruin,-no puede haber esa porción ilógica. Los desterrados saben que la tristeza que inunda el alma en la tierra, es el dolor mismo del destierro. Hay almas que no saben nada de esto,-porque hay almas-nubes, y almas-montes, y almas-llanura, y almas-antros. De Long era de la raza de los escaladores del misterio. Él quería ver aquel mar libre del Polo, que de vuelta de su viaje por los hielos, aseguró el Almirante Belcher que había visto. Él quería besar con labios filiales, la tumba de Franklin. Él quería hallar en las nieves árticas, la bandera que llevó el viajero Hall, a clavarla en los témpanos boreales, y flota hoy en ignorados climas, y como llamando a los hombres, sobre el cadáver del viajero helado. ¡Qué grandes, esos hombres que se lanzan a los mares a arrancar presas a lo desconocido! ¡Qué duelo el del héroe y la sombra! La sombra envolvió al héroe. Este pueblo ha tenido con su muerte, y la de sus marinos bravos, una pena de familia. Del Herald, este diario acaudalado, era la expedición infortunada: el Herald, que envió viajeros a África, envió esos viajeros al Polo. Este periódico asombroso comprende que necesita para vivir, estar causando permanente asombro. Lo leen cincuenta millones de hombres: y sus actos y empresas, como que tienen ese premio, tienen ese tipo: cincuenta millones. Anuncia el Herald que hará de padre para los huérfanos, y de compañero para las viudas. El ponerse a llorar es de almas enfermizas. Cada hombre es un trabajador, y muere bien, si muere en el trabajo.

     Rusia se place en agasajar a América. En tanto que el ingeniero Melville fatigaba renos y registraba aldeas polares en busca de los viajeros malhadados, no había hora sin telegrama de cortesía y afecto entre el Secretario de Estado ruso y el Secretario Frelinghuysen. Ahora se dice que Frelinghuysen dejará de ser Secretario de Estado. No le hallan defecto; pero no le hallan significación política bastante. Los pueblos se pagan del genio, y no gustan de que los dirija quien no lo posea. El genio enamora, aun a aquellos a quienes irrita. El genio brilla, destruye, construye, rechaza, combate, provoca. Y los pueblos se cansan de padecer la nostalgia del genio. Aunque sean hombres peligrosos, quieren hombres brillantes. Ponen riendas fuertes al corcel que ha de guiarlos, pero les gusta ser guiados por corcel brioso. Frelinghuysen es hombre sereno, mas no intrépido. Es fuerte, porque es digno; pero no place porque no resplandece. Mas puede ser que estos rumores sean de deseos de sus rivales, y no de verdadera intención del Presidente. Los Estados Unidos tienen en Inglaterra de ministro a un yanqui de abolengo, de mente clara y alma franca, de exquisita cultura, de ricas dotes de escolar; de finos gustos, que le habilitan para ser a la vez representante fiel de una república y ornamento de ella en una monarquía. En la Corte de St. James, es persona de casa el poeta Lowell. Todo en él es amplio y expansivo. Llama al encumbrado Lord Grandville «querido Grandville». Los Estados Unidos tienen orgullo de este hombre de letras, que ha escrito el mejor libro en dialecto yanqui, el mejor canto heroico de los milagros y glorias de la Guerra de Independencia, y la revista más concienzuda que ha visto la luz en este pueblo. Pero como Lowell es cuerdo y generoso y amó a Inglaterra como a pueblo hermano, y pisa con placer la tierra de donde salieron sus padres, cargados de dolor y de virtud, a fundar esta tierra nueva, alegan ahora los irlandeses naturalizados en los Estados Unidos,-los cuales no han dejado, a pesar de la carta de nueva naturaleza, de ser en pasiones y odios soldados de Irlanda,-que ese ministro Lowell, amado de Inglaterra, no defiende con bastante brío, en la querella mortal que Inglaterra e Irlanda tienen empeñada, a los irlandeses naturalizados en Norteamérica, que ya ricos, y al amparo de su carta de ciudadanía, vuelven con lealtad que no ha de censurarse, aunque sea lealtad ilegal, a prestar auxilio a los patriotas de Erin, la ensangrentada y revuelta Erin, y a azuzar allí la rebelión. El gobierno inglés mantiene que, al venir a luchar contra él, los irlandeses americanos no tienen ya derecho al amparo de América, puesto que violan las leyes de ésta, y las del país a donde van, y arman guerra a una nación con la cual su nación está en paz. Y Lowell a lo que parece, piensa en esto, aunque es en todo justo, enérgico defensor de su nación, como piensa el gobierno inglés. Mas como vale tanto, tiene el buen poeta gran suma de envidiadores y celosos. La aparición de una personalidad alta es la señal para el desate de los gozques. Todo es ladridos en el cortijo, cuando entra en él, impetuosamente, un caballo brioso. Los perros ladran poco a los caballos ruines. Los perros de buena raza ni aun ladran a esa clase de caballos. Como los irlandeses de América están airados contra Lowell, los envidiadores de Lowell se aprovechan de la ira de los irlandeses. Y como éstos son tantos, e influyen de tal modo con sus votos en la política del país, varios diarios de fama los apoyan, y van los rumores hasta suponer que, por no enajenar al partido republicano las simpatías del elemento de Irlanda, consentirá el Presidente Arthur en privar de su ministerio a Lowell. Y como el arrogante Conkling no tiene aún puesto acordado a sus méritos en torno al Presidente Arthur, que le estima en más, por su poder mental y su hidalguía, que a todo hombre de ingenio y nota en esta tierra, y no le halla parangón en lo pasado, sino en la mente robustísima, y en aquel parecer continental, del glorioso Daniel Webster, rumórase que Frelinghuysen irá a Londres, para que Lowell vuelva a América, y que Conkling se sentará al cabo, con plácemes seguros del país, que ama a los arrogantes, en el sillón de Frelinhuysen. Será como poner manto romano donde hay una levita puritana.

     Esa obra monumental que luce en los mostradores de las librerías, es de un hombre del tiempo de Daniel Webster, de un investigador paciente, de un expositor claro, de un amador de la verdad, de un deductor de leyes, de un historiador bueno, de Bancroft. Todavía trabaja en la obra que empezó en 1834. Y está alegre el anciano, como quien ha cumplido con su deber. Está robusto, como aquel que ha podido vivir en el comercio de las cosas grandes. ¡Míseros los que las presienten, y son capaces de ellas, y no pueden darse a ellas! Esos mueren roídos por su ansia. El genio alimentado fortalece. El genio sin empleo devora. El alimento del genio es una obra digna de él.

     ¿Queréis sentiros como de mayor estatura y más fuerte? Leed el libro de Bancroft. Antes no se sabía más de los Estados Unidos, que lo que decían crónicas sueltas, la pobre historia de un Marshall, los cuentos de la colonia de Grahame, y lo que contó a Europa, en hermosas y muy breves páginas, Carlos Botta famoso. Pero volvió de Heidelberg un norteamericano joven que había sido allí amigo de Heeren. Heidelberg parece casa de la historia, todo lleno de ruinas y romances, con sus estudiantes magnánimos, pendencieros y laboriosos; con sus bosques que invitan a meditar; con sus murallas rotas, que llevan la mente a la obra del tiempo; con su río solemne, que hace pensar en la corriente de la vida. Era Bancroft el norteamericano que venía, y el primer libro de este hombre, que ha hecho luego el más grandioso libro hecho en su patria, fue un librillo de versos. Los versos son las flores de la vida. La flor anuncia el fruto. El fruto fue copioso. No es la historia de los Estados Unidos de Bancroft una cumbre de hechos, engastados a modo de rosario, o puestos en junto confusamente a manera de maraña. Allí cada escena está con sus matices; cada hogar, con su encanto; cada suceso, con su consecuencia; cada héroe, con su hermosura real y sus pasiones. Para Bancroft no hay acontecimiento aislado. La revolución que había de hacer libre a esta tierra empieza para él en la plegaria del primer puritano que hincó en tierra la rodilla. Él ve desde cima, por lo que abarca bien todo lo que pasa en el llano. Agrupa los sucesos, indica su relación secreta, da a los hombres su doble aspecto racional y poético, escribe con colores. No ve en un hecho, el hecho desnudo; sino que cuenta los azares del espíritu que lo engendró. Se entra en las almas, y las saca a luz. Pinta las épocas con sus afectos, con sus costumbres, con sus pasiones, con sus vestiduras: pinta las casas, los caminos, la selva majestuosa, las ciudades. Puebla su libro de vivos. Ve al hombre, como el buen historiador ha de verlo, en todos sus aspectos. El anciano, que se sintió fatigado, anunció que con el tomo en que cuenta la historia del país hasta el término de la guerra que lo dejó libre, acababa su obra. Pero la mente se le quejaba de estar ociosa. El trabajo nutre. La pereza encoleriza y enloquece. El anciano, como por hábito, comenzó a hacinar de nuevo documentos, a leer cartas amarillentas, a desempolvar anaqueles, a adivinar de nuevo el espíritu de los hombres en sus obras. Es un placer exquisito, el de buscar la causa de los sucesos. Surgen los hombres ante los ojos, como creaciones del que busca. Y él vive entren ellos, les pregunta, les lleva a la luz para verlos mejor, se enciende en paternal amor por ellos. Están poblados de seres vivos, esos grandes cuartos de estudiadores que parecen vacíos. Y ahora ha salido a luz el libro nuevo del cultísimo anciano, en que cuenta cómo se elaboró la Constitución que hoy rige a este pueblo, y por qué vino a ser como es, y por qué no pudo ser mejor, y cómo llegó a ser necesaria, porque el país nuevo iba a menos con los pujos de independencia y soberanía de los trece primitivos Estados. Es libro que ha de leer todo hombre americano, porque viendo por qué causas meramente locales y transitorias se han producido en la forma en que aquí existen determinadas instituciones, se aprende que no deben ser éstas a ciegas imitadas, a menos que no se reproduzcan en el país en que se establezcan condiciones iguales o semejantes a las que en este país las produjeron. Y conociendo los orígenes de esas instituciones deslumbrantes, podremos acercarnos a ellas, o apartarnos de ellas, o alterarlas en la acomodación a nuestros países, o no acomodarlas, conforme al grado de semejanza entre los elementos de nuestras tierras en la época en que elaboramos su Constitución, y los elementos que decidieron a esta tierra a hacerla como se hizo.

     Por eso dura esta Constitución: porque, inspirada en las doctrinas esenciales de la naturaleza humana, se ajustó a las condiciones especiales de existencia del país a que había de acomodarse, y surgió de ellas. Y si os preguntan por un buen texto de Derecho Constitucional, señalad la obra nueva de Bancroft.

     Una Constitución es una ley viva y práctica que no puede construirse con elementos ideológicos. En ese libro combaten diversas necesidades, ideas y hechos. En ese libro se ve cómo los más puros legisladores hubieron de sacrificar una buena parte de su idea pura, para no perderla toda. Se estudió en sus entrañas la razón de las federaciones. Se ve combatir a Henry Lee, que quería que fuese una nación cada Estadillo, contra Madison y Washington, que creían que sólo por la unión estrecha de los Estados y la creación de un poder unificador y general, para los asuntos de carácter general y uno, podía llegar a ser, como lo ha sido, próspera y maravillosa la Federación. Se recuerda cómo Jefferson, para impedir que los Estados esclavistas formaran entre sí nación aparte de los Estados sin esclavos, se vio obligado a reconocer como institución de derecho americano la abominable esclavitud. Se ve lidiar a Mason, que quería que el Presidente tuviese el poder durante siete años, contra Sherman y Wilson y Bedford, que sólo querían que lo tuviese tres. Se entra en la causa íntima y secreta de todas las instituciones americanas. Se queda en capacidad de juzgar, por lo puro o impuro del origen, lo respetable o irrespetable de ellas, y lo que pudiera tomarse, y lo que no debe tomarse. Se ve meditar a Hamilton, grandioso. Se ve resplandecer a Washington prudente. Ese libro debiera ser la almohada de nuestros pensadores.

     También estuvo Bancroft, como Lowell ahora, de ministro en la Corte de Inglaterra. También allí, como el caballeresco Motley, ese otro historiador deleitoso, que nació en este pueblo, y narró con arte sumo e ímpetu la historia de Holanda, vivió entre desvanes de anticuario, bibliotecas y archivos. Mas no fueron a llamar allí a su puerta, como hoy a la de Lowell, irlandeses descontentos con voz de ira. No había muerto, como ahora, a manos fanáticas, el mensajero de paz que enviaba Inglaterra arrepentida a Irlanda rebelde. No se sumieron, con clamores nacidos a cruzar el mar, y a detener el brazo vengador que Inglaterra, poseída de indignación, levanta colérica,-estos millares de americanos e irlandeses, que se han venido ahora en sesión tumultuosa, para llamar una vez más aborrecible al crimen; para decir a los hombres que los irlandeses que aman la libertad pueden ofrecer a los amigos de ella sus pechos desnudos, mas no herir el pecho de sus enemigos en la sombra; para excitar a Inglaterra a que no se aproveche del crimen de dos malvados para evitar el goce de sus derechos burlados a un pueblo que protesta con noble horror del crimen. En Irlanda hay políticos cuerdos, que quieren lo posible, como Parnell, y celosos de Parnell, que quieren lo que éste no quiere, por parar en caudillos, so pretexto de querer más que el caudillo verdadero, y fenianos reñidos con la paz como O'Donovan Rossa. Parnell cree que, puesto que Irlanda no puede hacerse independiente, ha de aprovechar los medios honestos que la lucha pacífica le ofrezca para ir mejorando su condición, y haciéndose de mayores medios; Rossa cree que debe forzarse a Irlanda a pelear por su independencia, puesto que no puede por medios pacíficos lograr mejora alguna, estima bueno el crimen si él aterra y amilana a sus adversarios. Al lado de Rossa, va una treintena de hombres resueltos. Al lado de Parnell va Irlanda escarmentada.

     Nueva York refleja todas esas luchas. En la noche de la sesión tumultuosa, parecía el barrio de la sesión, barrio de Irlanda. Presidía el mayor de la ciudad, que es caballero cumplido, versado en cosas de nuestra América latina, e hijo de Irlanda; el mayor Grace. «¡No entréis,-decían los fanáticos en las puertas,-a esta reunión de esclavos blancos!» «No lloréis a esos que han muerto,-se leía en unos ruines versos que repartían manos febriles:-llorad porque no han muerto más». A poca distancia del mayor Grace, que hablaba rodeado de irlandeses notables, desde la plataforma, le oía con la faz de quien está hecho a lucha, O'Donovan Rossa. Tal vez merecen excusa los fanáticos. En las naturalezas superiores, la indignación lleva siempre al sacrificio: en las naturalezas inferiores, la indignación suele llevar al crimen.

     «No es bien,-dijo uno que habló,-que se haya dado muerte a Mr. Cavendish,-no a Lord Cavendish,-porque lord es señor, y yo no llamo señor a ningún hombre.»

     Y apenas rompió a hablar el mayor Grace de la muerte del Lord y de su secretario, púsose de pie un hombre, y dijo a grito herido:

     -«¡Tres hurras por su muerte!»

     Los guardianes de policía miraron al mayor, como para lanzarse sobre él.

     El mayor detuvo a los guardianes con su mirada. «A nadie se ha de castigar aquí porque diga lo que piensa: invitamos a todos aquellos que disientan de nosotros a hablar desde esta plataforma: nosotros estamos aquí para denunciar asesinos.»

     Y se leyeron entre vítores, como es aquí uso, los acuerdos de la reunión. Vedlos en breve: «El asesinato del Secretario y Subsecretario de Irlanda, de los cuales el Secretario iba a inaugurar en el gobierno irlandés una política de satisfacción al país y de conciliación, es un crimen que merece el más enérgico anatema de los amigos de la tierra irlandesa. Procurar con semejantes medios el alivio de Irlanda, es retardarlo. Inglaterra hace mal en intentar de nuevo, como intenta después del asesinato, una política de fuerza, porque el pueblo irlandés no es responsable de los actos de criminales desconocidos. Debe Lord Gladstone, si intenta realmente poner paz en Irlanda, impedir los ultrajes de la policía inglesa al pueblo irlandés, que excitan a éste al crimen, destituir a los magistrados parciales, y permitir que los irlandeses den abrigo en sus casas a los labriegos que han sido expulsados de sus campos por negarse a pagar por el alquiler de ellos la suma excesiva que venían pagando. Somos hijos fervientes de Irlanda. Si Gladstone no abandona las medidas violentas e injustas que propone de nuevo, después del asesinato, es justo que Irlanda acuda a todo medio legítimo para domar al cabo la tiranía inglesa, y establecer el gobierno de sí propia.»

     Tales cosas decía al jefe del gobierno de Inglaterra, el mayor de la ciudad de Nueva York. Y aquellos millares de hombres las dijeron con él.

     «¡Oídme, oídme!»-dijo un hombre fornido y pujante saltando sobre la plataforma:-«Cuando Gladstone, que ganó gloria por denunciar ante el mundo europeo el despotismo del rey de Nápoles, y luego ha sido más déspota que él, halló que los irlandeses no estaban hechos de barro, sino de nitroglicerina, prometió medidas más suaves, mas las dejó en promesas. Los asesinatos de irlandeses inofensivos por las tropas inglesas son tan criminales como ese asesinato indisculpable de Cavendish y de Burke. Y Cavendish podía ser un buen hombre, pero no se sabía en Irlanda cómo era; pero Burke era el consejero de nuestros déspotas, era un irlandés apóstata, era el Mefistófeles de Irlanda.»

     Y se levantó la madre de Parnell, que habla en frases cortas y nerviosas, como quien lanza dardos, o como quien se sacude cadenas de los hombros. Dice que no le importa ser asesinada si eso ayuda a la causa de Irlanda, lo cual premian los irlandeses que la oyen con hurras que asordan; y que no han sido irlandeses los que han asesinado a los ingleses, sino ingleses necesitados, para continuar oprimiendo a Irlanda, de ahondar el abismo que comenzaba a salvarse entre ella e Inglaterra. «Oigo que esos hombres fueron a su faena como asesinos alquilados, y usaron de un cuchillo. El irlandés gusta de usar revólver, y de hacer un poco de ruido en el mundo.» Un constructor de cañerías, trémulo y arrebatado, asalta la tribuna. «¡Hargan! ¡Hargan!» dicen los irlandeses que lo quieren. Hargan dice: «Quiero que se una a vuestros acuerdos éste: nosotros los desterrados irlandeses en Nueva York, reunidos en gran junta, expresamos nuestra más profunda pena de que Inglaterra continúe su antigua práctica de asesinar a bayonetazos, a balazos y a hambre a nuestros pueblos; y cuando condenamos el asesinato de dos oficiales de Inglaterra, es más oportuno, y es más digno de nosotros, que condenemos rudamente a los carniceros que hayan espantado con sus crímenes los valles de Wyoming y de Wexford.» Vocerío prolongado sucedió a las vehementes palabras del desterrado. Los unos, de pie, en las sillas, agitaban sus pañuelos y sus sombreros. Los otros, roncos de vitorear, sacudían los bancos y golpeaban puertas y paredes. «¡Hurra, hurra!» y dio fin la reunión tumultuosa, acordando por unánime clamor la enmienda de Hargan.

     Más grave ha sido la enmienda que en el debate sobre inmigración de chinos a California ha aceptado por fin el Presidente. En diez años no podrán venir más chinos a los Estados Unidos: ni chinos artesanos, ni chinos sin arte. El dueño de todo buque en que viniesen, será multado y preso. Todos los chinos que estaban en los Estados Unidos el 17 de noviembre de 1880, día en que se firmó el tratado entre los Estados Unidos y China, y los que vengan durante los tres próximos meses, podrán, provistos de certificado al salir, que les sirva de pasaporte al reentrar, ir a China y volver. Los chinos que no sean trabajadores, sino viajeros, o estudiantes, o empleados, podrán pasar por los Estados Unidos, mas han de traer certificado de su gobierno en que se diga el objeto de su viaje. Ni por tierra ni por agua podrá entrar trabajador chino en los Estados Unidos, y con multa y prisión será castigado el que les ayude a entrar. Ningún Estado de la Unión podrá dar carta de ciudadanía a ningún chino. A decreto semejante, impuso hace poco su veto el Presidente Arthur, que ahora aprueba el decreto en nueva forma. En el que rechazó, se extendía a veinte años el período de exclusión de los chinos de los Estados Unidos; en el que al fin aprueba, se reduce a diez años.

     Para los chinos se cierran las puertas del trabajo. Para Guiteau se abren las de la muerte. Pocos días hace, ya en una sala oscura, en que vagaban dos o tres docenas de personas, subió a la plataforma, preparada para leer desde ella, una mujer que con ademanes nerviosos traía de la mano una niña. La mujer se adelantó hacia el menguado público: sus ojos relampagueaban y su voz era trémula. «Habéis venido para conocer a la hermana de Guiteau», dijo, «pues ya la conocéis», y volvió la espalda al público, y salió de la sala sin recitar la conferencia anunciada. Era en verdad la hermana de Guiteau. Un día después, un hombre atribulado se presentaba a un tribunal de Nueva York, querellándose de que habían desertado de él su mujer y una hija: era Scoville, de quien su esposa, la hermana de Guiteau, se había separado bruscamente. A poco los diarios de Chicago anuncian que los esposos se han vuelto a ver, y que Scoville, que dejó a su compañero Reed la ya írrita defensa del preso, de quien hubo 300 de los mil pesos que vendiendo sus fotografías y autógrafos, ha ganado, volvió ya, llevando del brazo a la esposa justificada a su hogar intranquilo. Y el abogado Reed ruega en vano a los jueces de Washington que anulen el proceso de Guiteau, por parecerle que es el hábito legal en estos Estados procesar al asesino en el Estado en que su víctima muere, y no en el que la mata, a lo que resolvieron los jueces que allí donde intentó dar muerte a la víctima, allí está el asesino bien procesado, tras de cuya decisión vino la de que el reo sea sacado de la celda común en que vivía, y puesto en aquella otra tenebrosa en que, bajo cerrada vigilancia, se encierra a los que la ley condena a dejar de vivir.

     Esto pasaba en Washington, y en Nueva York resonaban ante ocho mil oyentes los acordes de trescientos instrumentos, el eco majestuoso de ochocientas voces. Fue gran fiesta de música que duró una semana. Allí se oyeron de Haendel imponente, el Israel en Egipto; de Berlioz, que tuvo en música fuego shakespeariano, las notas desgarradoras en que la mísera y hermosísima Casandra anuncia a los troyanos que en aquel caballo de Troya a que abren las puertas de la ciudad, y de cuyo enorme vientre surgen como lejanos ecos guerreros, vienen ocultos los griegos invasores. Y se ve en aquella música de Berlioz alzarse al cielo, de su ancha túnica blanca, los brazos retorcidos de Casandra; y cómo tiembla Eneas al contar a los troyanos como Laocoonte ha muerto, y cómo se enroscan las serpientes en torno al cuerpo gentil de Laocoonte. Se oyó la misa de Beethoven místico, que no cede en belleza a la Pasión de San Mateo de Bach arrebatado. Y cuando la orquesta majestuosa rompió a tocar, con devoción filial, la música épica de Wagner, parecía que de cestos de fuego surgían aves blancas, y que ninfas ardientes, de cabellera suelta y brazos torneados, envueltas en jirones de nubes, cruzaban el aire oscuro y húmedo, montadas en el dorso de caballos de oro.

JOSÉ MARTÍ

La Opinión Nacional. Caracas, 1882

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