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33. Carta de Martí

Primavera.-El centenario de Washington Irving.-La obra de Irving.-Cosas de hace cien años.-Un centenario histórico.-Newburgh en regocijo.-Washington.-La agitación irlandesa.-Los irlandeses en los Estados Unidos.-Parlamento irlandés.-En Filadelfia.-Sensatos e insensatos.-La guerra de explosión.-Suma de historia actual.-Pánico en Londres.-Indignación en Nueva York.-Caso internacional.-Nueva Liga Irlandesa.-La madre de Parnell



Nueva York, 1 de mayo de 1883

Señor Director de La Nación:

     Este es mes apacible. A los calentadores de vapor suceden las fuentes; como enfermos a quienes retorna la salud, se cubren de delgados hilos verdes las ramas de los sauces; no plumas opulentas, sino ligeras y gallardas motas de seda adornan los sombreros de las damas; salen de sus prisiones de cristal los perfumosos jazmines de la Arabia y las pálidas hortensias; las mañanas parecen arpas; se llenan de oro las arcas del alma;-¡es primavera!-Sonríen los infelices, los ancianos se yerguen, y los niños triscan.

     Ni ha habido en los sucesos del país vientos de invierno. Con las crudezas del frío, se adormecen las iras que él agrava. Ya no es miseria, sino salud, para los hijos de los pobres andar con los pies desnudos por sobre las aceras; ya se entra de la calle, por las ventanas abiertas, coloreando flores y animando vidas, el aire nuevo, y los enfermos bendicen a la Providencia, que adormece con el aroma de sus flores a la muerte avara.

     De un hombre primaveral celebraron a los comienzos del mes el centenario. Algunos viven como aquel Koboldt travieso y diabólico de la fábula alemana, con un cuchillo clavado en el costado; otros viven, como Washington Irving, sentados en divanes. Para unos, el genio es diente que clava, ahonda y desgarra,-diente famélico: para otros, el genio es el beso de una perpetua Margarita, que no ha matado nunca a su hijo.

     Washington Irving nació de casa hidalga, que ilustró con la señorial llaneza, patriarcal majestad y fecunda y amena imaginación que hermosean su vida. Tuvo pesares como hormigas, y gozos como montes. De abogado, perdió pleitos; de mercader, perdió onzas; pero aquéllos y éstas ganó en caudales con los hijos risueños y bien nacidos de su ingenio, ya el retozón Salmagundi, famoso periódico de reír en que sacó a burlas, y -mantuvo en risas, la que era en aquellas edades,-aldea de gente buena y avisada, más que ciudad de Nueva York,-ya la vida de Washington, que se lee por todos los ámbitos en que resuenan palabras humanas,-y que resplandece como el héroe que pinta. Algunos hombres dejan tras de sí caudas de fuego, y rota la tierra, y hecatombes hirviendo: de otros brota luz de luna.

     Este centenario de Washington Irving, que han celebrado con amor las gentes de letras y las de las cercanías de la histórica casa en que palidecieron las flores de su fantasía y las de su vida, ha sido el centenario de la independencia de la Literatura Americana.

     Como en sermones, malos romances y reales pragmáticas aprendíamos a leer los colonos de la tierra hispana, los de ésta soltaban los ojos enamorados siempre de las maravillas, detrás de los pasmosos caballeros del Rey Arturo, o los melosos madrigales, o los amadores de novela que entretenían el ocio inglés.

     Y Washington Irving sacudió con mano robusta el árbol patrio, cuajado de frutas, y en bandeja de labor de Europa, recamada de esmaltes de Persia y embutidos arábigos, ofreció al paladar cansado de Inglaterra y al ansioso de América, las frutas nuevas. Por lo que tiene color homérico y tono primaveral, como quien ve con ojos claros lo no visto, o huella con pie desnudo de calzados de ciudad la selva virgen, o aparta bravamente los cristales de varios colores que para mirar la naturaleza le ofrecen los hombres, y los echa a todos en tierra de un revés, y mira por sí.

     Como que tuvo alma vehemente y sensible, la dio a sus creaciones: sólo va al alma lo que nace del alma. Y como que sobre ser culto y rendido galán de la hermosura, que refleja en los que la aman, fue feliz, no saltaba su estilo de su pluma, pulido como acero de batalla, o abollado como casco de combatiente, o roto en trizas, sino límpido, como un amor dichoso.

     La frase coloreada y opulenta, como mañana de bosque continental a sol tranquilo, imponía majestad, y se deshacía en colores.

     Le encomiendan que descifre en archivos de España pergaminos roídos, y escribe la «Vida de Cristóbal Colón» con que el hombre de una nación salvó, por su calor humano y compenetración con lo grandioso, los lindes de su patria y los de la Fama. Ve por entre los sutiles encajes de piedra del balcón de Lindaraja, surgir a los clamores de la mente, que la quieren viva, aquella egregia mora, como toda hermosura, urna de vida; y cual si el viento del desierto, que arrebata por sobre el lomo de los camellos ondas de arenas de oro, batiese súbitamente su frente maciza de hombre norteño, escribe los encomios de la Alhambra, y sus sueños de moros y de moras, como si no fuese de acero inglés, sino de ave del Paraíso, la pluma del poeta.

     Nació Washington Irving en tiempos buenos:-cuando nacía la libertad. Sus pañales fueron los de la República, y en la frente del niño recién nacido dieron los aires frescos de aquel pueblo nuevo.

     Por esto se celebrarán a poca distancia, el centenario de Washington Irving en «Sunnyside»-del lado del sol-como él llamó a la vasta casa que le dio techo en sus postrimerías,-y el centenario de aquel día de gozos, en que todos los menestrales vistieron su mejor calzón de cuero y su chupilla roja, y no hubo barbilindo que no sacase a la luz su gran chupa de paño, de puños colgantes, ribeteados de plomo, porque Washington proclamó en Newburgh que cesaban las hostilidades entre los ingleses acorralados y los colonos vencedores.

     No abrieron aquel día los correos curiosos, como tenían de uso en sus monótonas jornadas, las cartas que llevaban por los rudos caminos a las ciudades ansiosas la buena noticia; ni en aquellos graves porches, rodeados de asientos de madera, en que los hijos de los sencillos fundadores se juntaban, a la caída de la tarde, a discutir con los «hermanos legos» pasajes de las Escrituras, o a poner coto a las compañías de pequeñuelos que andaban en riñas, por sobre cuál había llevado cestos más lindos a coger fresas, ni se habló aquella tarde de los matrimonios cercanos de los niños y niñas de esta o aquella compañía, ni del tiempo lejano, en que las vacas de la ciudad se volvían solas, a las campanas de la tarde, del prado común; ni de aquellos santos solterones, que vivían ejemplarmente, daban consejos bíblicos para esta vida, y se reunían, jubilosos como mancebos, a hablar de las venturas de la otra: sino que fue toda ciudad donde se supo la noticia, collar de luces y asta cuajada de banderas.

     Todavía se levanta, testigo recio y venerado de aquellas pláticas, usos y emociones de hace cien años, la casa legendaria, asiento un día de aquel hombre magnánimo que tuvo siempre su alma en paz en medio de los furores de la guerra. ¡No es grande el que se deja arrebatar por la vida, sino el que la doma! ¡No el que va, palpitante y rugiente, por donde sus pasiones, o las ajenas, lo empujan, sino el que clava los pies en medio de la vía, y enfrena a los demás, y a sí propio, y ve-como por sobre dosel-sus pasiones domadas!

     ¡Y este Newburgh de ahora parecía estar oyendo aquellas sabias palabras, que como agua serena de próvida fuente caían siempre de los labios de Washington! ¡Decid que está enfermo de muerte el pueblo que no cultiva filialmente los laureles que dan sombra a la tumba de sus héroes! El que no sabe honrar a los grandes no es digno de descender de ellos. Honrar héroes, los hace.

     Todo fue fiesta el pueblo y el campo vecino: toda ventana, pabellón; todo brazo de hierro, lámpara de colores; y el aire, de tantos fuegos artificiales, danza de estrellas. ¡Y en los banquetes, cien años después del día glorioso, todas las copas hervían llenas, y se vaciaban al son de himnos en honor de Washington!

     Así celebran ahora el nacimiento de este pueblo,-mientras, presididos por el busto del héroe sereno, se juntan en Filadelfia, dando ejemplo a los pueblos cobardes, que tienen regados por la tierra, avergonzados de no poder ser libres, sus hijos silenciosos y macilentos,-centenares de diputados irlandeses, venidos, como en elección parlamentaria, en nombre de las populosas comunidades de los hijos de Irlanda, que pululan en los Estados Unidos,-para mostrarse a Inglaterra todos juntos, tendidas las manos repletas de oro que el trabajo amontonó en sus arcas, para ayudar, con el calor de su palabra, con las arremetidas de sus hombros, con sus anatemas fustigantes, con sus cuotas cuantiosísimas y permanentes a los indómitos y cuerdos caudillos, que a los lados de Parnell, se han cruzado de brazos, pálidos y resueltos, ante el león británico.

     Encadenó Inglaterra a Irlanda;-y ahora, ¡por súbito castigo, se ha trocado en melena de cadenas la cabellera con cuyas sacudidas solió poner espanto al orbe! Pueblo que ata a sí pueblos esclavos, vivirá perpetuamente atado a sus esclavos, y no podrá vivir por sí, sino muriendo, y dando en tierra a cada sacudida de los pueblos siervos, hasta que las fuerzas se le postren, o las ligaduras salten.

     Toda Inglaterra tiembla. El dolor, que engendra hijos gloriosos, engendra, en sus horas de locura, fanáticos y abortos. Con cada virtud que luce, se encienden todos los vicios que la combaten. Con cada esperanza que alborea, rompen la sombra todos los obstáculos que pueden ahogarla. Parece la vida una caza perpetua, fatigosa, implacable, frenética, de las virtudes que desmayan y la traílla de satanes diputados a estorbar su triunfo. Cuando la tierra irlandesa, reposada ya del esfuerzo en que dio luz a O´Connell, calentó en una parvada de jóvenes ilustres los fuegos de la elocuencia, y el hambre de libertad, y envió a sus nuevos prohombres al Parlamento inglés, a recabar leyes benévolas, o a mostrar a un dueño tiránico cómo puede un esclavo impaciente turbar el sueño a su señor,-al calor de los gloriosos jóvenes, que quieren que en la petición de sus derechos se prepare su pueblo ignorante para gozarlos, y no fían en revuelta de armas hasta que no sea completa la de las voluntades,-se levantaron sectas múltiples de aquel lado del mar y de éste, y retoñaron, mas ya desasidas de su árbol, un día corpulento, las ramas fenianas.

     A la vez que los apuestos lidiadores ganaban increíbles batallas en el Parlamento, y los radicales de Inglaterra temerosos de los frutos preñados de sangre que da el odio,-favorecían las bravas tentativas, las tercas contiendas; los fríos incontrastables, las embestidas robustas de los mantenedores de la reforma agraria de Irlanda, y la devolución del hombre a sí,-se templaba en la fragua encendida el acero que había de dar muerte al gobernante liberal que a los irlandeses enviaba Inglaterra.

     Y cuando, merced a la suprema dueñez de sí que avalora el carácter férreo del jefe de los reformadores, Carlos Parnell, parecía con su lealtad decorosa y su ejemplar prudencia haber reconquistado para Irlanda aquellas simpatías fervientes que la abandonaron de súbito cuando vieron su mano teñida de sangre, salta hecho añicos un muro del palacio en Londres, vocéase que sordos trabajadores serpean, cargados de dinamita, por las entrañas de la ciudad, descúbrense en los umbrales del Parlamento y de edificios notables bultos mortíferos, que hubieran dado de tierra con palacios y abadías,-y sorpréndese, en el fondo de una casa, cuya muestra reza que allí venden papeles de entapizar, a un puñado de hombres altivos y sombríos, que manchado el rostro de la greda que impide la explosión, y las fatídicas manos llenas de la nitroglicerina que con la greda deja hecha la dinamita, amasaban sin miedo y sin remordimiento, como guerrero necesitado que hace pólvora, las armas de la nueva guerra. Al espectro de la muerte, se levanta, como un reflejo suyo, la traición:-no habían dormido aún en la almohada de la cárcel, y ya tocaban a la puerta de los fiscales las denuncias.

     Las revelaciones pasman. Los asombros hormiguean. Un ejército entero puebla a Londres. Las sombras parecen haber vaciado sobre Inglaterra todos sus hijos.-Cada hora revela un riesgo nuevo. No de Irlanda pobre, sino de los irlandeses ricos,-y de todos los irlandeses:-de los Estados Unidos vienen esos caudales que acallan el hambre de los campesinos expulsados de sus chozas, mantienen en viaje escuadrones de agentes, y sustentan la fábrica sombría, donde se elaboran los medios de destruir en una noche colosal a Londres.

     Esto dicen los diarios, repiten los diputados, proclama toda la ciudad. Cuentan de un club de Invencibles, que cree que el puñal es arma lícita, y la grieta del innoble acechador, ¡cuna digna de la Libertad!-Cuentan de los diarios irlandeses que en los Estados Unidos publican los abogados de la guerra por la dinamita, para la cual celebran juntas, ¡que entonan loas, distribuyen soldados, acumulan públicamente fondos!

     Vuela odiado el nombre de O'Donovan Rossa, feniano famoso un tiempo, cabeza ahora de los guerrilleros irlandeses, capitán de gente burda, que se hace amar de ella, y mueve con grande arte sus pasiones, en tanto que con áspera lengua, hablando a un noticiero de periódico, declara que hace bien a los hombres quien abrevia las guerras, y a su pueblo quien espanta y aloca al enemigo de su pueblo, y anuncia, frente al pasaporte de destierro que le cerró las puertas de la patria, que a esta declaración de guerra a él, responde él declarando la guerra a la Gran Bretaña.

     Dicen por todo Londres que los temibles miembros del Clan-nagael tienen jurada la independencia de los irlandeses;-que están repletas las bolsas de las asociaciones de Irlanda en los Estados Unidos, empeñados en la nueva guerra inicua; que gran parte del pueblo irlandés que ha hallado asilo en América, favorece los planes odiosos de los que creen que escribe bien el acta de nacimiento de un pueblo un puñal tinto en sangre, y que Irlanda se levantará sin pecado y con gloria de un haz terrífico de ruinas y cadáveres.

     No se habla, pues, en New York, ni de Salvini, que aterra; ni de la Patti, a cuya voz, mudos de asombro, y bañados de lágrimas, sienten plegarse sus almas los hombres, como alas de ave, o abrirse, como cáliz de flor; ni de la Langtry, mujer de armoniosísima belleza, cuyas miradas profundas, ansiosas, abrasantes, hacen pensar en el beso-fuego de un arcángel; ni de la Nilsson, cuya voz se eleva, como un halcón canoro, en busca de aves ignoradas. Se habla sólo del Club de la Esmeralda, del que cuentan que envió a Inglaterra doctores y hombres de amasar a la fábrica de dinamita; se habla de salas tétricas donde conciertan asesinatos y explosiones grupos de irlandeses fanáticos; se habla de O'Donovan Rossa, de quien dicen que sabe en qué mano están juntas las riendas que guían a estos poderes de la sombra.

     Óyense de todas partes, como puñados de cieno que buscan rostro, anatemas enérgicos a estos recursos bárbaros: léese con extrañeza el artículo de cabeza del diario de la amena vida social, de Nueva York, el cual artículo, en lengua muy culta, mantiene que de la agitación de la dinamita y de su uso, quedará luego mayor respeto de las abusadas de los hombres a sus abusados, sin que deba ser visto hoy el nuevo agente de guerra sino como la pólvora de los desheredados, y el medio único que un pueblo oprimido tiene para hacer temblar a su opresor poderoso.

     Niegan a una todos los diarios,-aunque encendidos en ira contra los conspiradores,-el derecho de Inglaterra de exigir a los Estados Unidos mayor acción en contra de los irlandeses que desde América alientan la guerra de explosión, que la que Inglaterra se decidió a ejercer a pesar del clamor urgente de toda Europa, contra Simón Bernard, cómplice de Orsini.

     Y como para sofocar la indignación americana y arrancar de los brazos de los fanáticos que la ahogan a la patria, reúnense, con gran alarde y en número cuantioso, en Filadelfia, los delegados de las innúmeras asociaciones irlandesas de los Estados Unidos, para decir en alto, y a todos los vientos del orbe, que la Libertad no es hija del crimen, que los patriotas irlandeses repudian a los que amasan con barro armas de muerte en la tiniebla, que los fanáticos no son el cuerpo de ejército de la Reforma, sino sus buitres, y que en centenares de miles, y con todo el fervor, y los ahorros todos de ellos, la Liga Agraria Irlandesa de los Estados Unidos, y cuantas sociedades se le asemejan, se convierten espontáneamente en una sola formidable asociación, que acepta en su gobierno y objetos las declaraciones de la Liga Nacional Irlandesa que acaudilla en su patria Carlos Parnell, con el propósito de arrancar al Parlamento inglés, por vías legítimas y jamás penables, el alivio del hambre, la distribución justa de la tierra, y la gerencia de los negocios propios, sin lo que no calma sus cóleras Irlanda.-¡Y ved toda esa imponente cohorte de hombres! Se apasionan, se increpan, se abrazan, se atacan: cubren de aplausos ensordecedores los nombres de los caudillos de la reforma agraria; y cuando sube a la plataforma de la presidencia de la Convención, débil, vestida de negro, la madre de Parnell con el luto de su hija Fanny, que dio el cuerpo a la tierra y el alma a Irlanda,-humíllanse las iras, pónense en pie los diputados, arrancan para enviárselas las flores que decoran el salón, prorrumpen en unánime hurra, mientras que ella se desata en lágrimas.

JOSÉ MARTÍ

La Nación. Buenos Aires, 16 y 17 de junio de 1883

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