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34. Cartas de Martí

La nueva Liga Irlandesa.-Primavera.-Partida de actores.-Los chinos y el opio.-El morfinismo de las elegantes.-Los policías voluntarios y los periodistas.-Irlandeses contra chinos.-La vida yanqui.-Sucesos del mes.-Rápida enumeración.-La nueva Ley de Empleos.-El puente de Brooklyn



Nueva York, 14 de mayo de 1883

Señor Director de La Nación:

     Está Irlanda de gozo, porque sus hijos prósperos, que en centenares de miles pueblan los Estados Unidos, cruzado el pecho de la banda verde, y puesta la mano generosa en la llave de las arcas, han jurado en la Convención de Filadelfia a la madre de Parnell que coronaba, al son del arpa de Erin, de grandes rosas el busto de Washington, unirse en masa a la admirable y sagaz Liga Irlandesa.-David que ha puesto el guijarro en medio de la frente del Goliat británico.

     Naturaleza está de risas, y todo es viola, lirio y margarita; y en los rostros, alegría; y en los campos, fresas. Los muelles,-llenos de fervorosos caballeros que abrazan a Salvini, que se embarca; a la Nilsson, cargada de honores presidenciales, vía de Europa; a la Patti, que no debiera irse nunca, ¡y se va! Están de huelga los cigarreros; de plácemes, los reformadores; de sosiego, que no es más que velada de armas, los políticos; de mala hora, los chinos infectos, a quienes sus mismos compatriotas honrados persiguen, porque saben de artes abominables y espantosas, y de humos de yerba, y opio hediondo, que llenan el espíritu de miasmas, los ojos de miradas lodosas, las manos de temblores.

     Y se sabe que dan dulces de opio a las niñas, que al cabo gustan de ellos, y van a pedirlos, hasta que caen como flores en fango, en torno de una pipa que nunca se apaga, sobre la tarima del tétrico garito. Y la policía, que sabe de cerrar los ojos, y de volver la espalda, y padece de gota serena, porque tiene los ojos abiertos y no ve, deja el garito encendido, las niñas ebrias, y rico y libre al chino mefítico:-pero gallardos mozos de las cercanías del barrio oscuro, donde es fama que, camino de las cuevas de opio, bajan de ricos coches suntuosas mujeres, se han puesto detrás de un cura católico que los excita a cegar la fuente de veneno recién abierta; y en la callejuela nauseabunda, donde gran número de chinos viven, no hay esquina sin patrulla de policía voluntaria, ni chino a cuyos talones no vaya atado un periodista.

     ¡Oh, el periódico! ¡lente inmensa, que en este siglo levanta y refleja con certidumbre beneficiosa e implacable las sinuosidades lóbregas, las miserias desnudas, las grandezas humildes, las cumbres resplandecientes de la vida! Cazadores están pareciendo ahora los periodistas: azuzan a los policías de ojos perezosos, los encarnecen, los empujan a las puertas por donde se entra a la casa de opio, sorprenden a las pobres mozas de trabajo, que con los ojos opacos y gruesos, los cabellos pastosos y desordenados, y las pálidas mejillas salpicadas de rosetas cárdenas, el vestido mísero torcido en arrugas, vienen de vaciar en las manos del chino, en pago de la negra pipa de opio, que las lleva a otros mundos, la porción de jornal que espera en vano, con sus manos sin carne, la madre afligida. ¡Allá va el periodista, tras de un coche que pasa con lacayo y librea, lleno de damas ricas que buscan la casa odiosa, a que el opio las llamo, y al verse vigiladas huyen velozmente! ¡Allá trae de la mano a una niña de 13 años, que sale tambaleando, lívida y trémula, de una cueva de chinos! La ciudad no reposa: es formal la batalla: se corre el riesgo de que irlandeses y otras castas, movidos de odio al chino sobrio que en el mercado de trabajo les saca codos y puede dejarlos sin labor, de puro abaratarla, exageren el mal que el vicio del opio hace en las clases pobres, a cuyas jóvenes ya cautiva, y en las altas, que tienen en los barrios ricos tarimas recamadas, donde fuman de tarde a mañana, y el día después a veces, el veneno que de la taza de porcelana les lleva a los labios una pipa de oro. Pero este pueblo, implacablemente sensato, estrujará de una puñada a esos gusanos que le andan en la entraña; y pondrá por su cabeza, como Panza a los que creía dignos de estima, a esos otros chinos avisados, aseados, ligeros, que toman, mientras barnizan cuellos y bruñen pecheras, lecciones de una maestra de leer, y cuelgan las paredes de frases de la Biblia, que en verdad es libro que, en cosas de alma, dijo todo;-y leen cada sábado, detrás de las cortinas rojas que ponen como de muestra a sus lavanderías, el periódico chino que en papel amarillo saca a luz de las prensas el diestro Fom Ling-Cho, mozo de letras, que suele tener mesa y paga buena en los diarios cristianos.

     Pero apenas hallan tiempo los ojos de leer, ni los oídos de tomar al paso los hechos de esta vida singular, que tiene los pies en la edad de piedra, el pecho acorazado de oro, sobre las selvas la mano velluda, y la cabeza coronada de rayos, rompiendo, como sol que asciende, el sonoro taller de la Creación. Percíbense aquí, a la vez, brutalidades patriarcales y exquisitos aromas del espíritu; juicios que parecen tramados a la nombra de la horca del feudo, y sueños que parecen sorprendidos, a modo de mensajeros extasiados, en los aires de un mundo que viene.

     Ante mí están, en largos hilos de letra menuda que extiendo y revuelvo, los sucesos del mes buscando forma. Este es un miembro del Congreso, que de vuelta de hablar por la patria, mató a un menguado que le sacó su mujer a villanías; y los pueblos de su comarca se sientan torvos delante de los jueces, porque no quieren que el diputado quede preso, sino celebrado y libre.

     Este ¡oh espanto!-creía hace tres años en el advenimiento del nuevo Mesías; y para dar fe de su creencia y de su certidumbre de que Dios volvía a la tierra precedido de milagros, a la luz de una lámpara que a la cabeza de la cuna tenía en alto la madre, clavó el puñal en el pecho de su propia hija, y llamó a sus vecinos a anunciarles que resucitaría al tercer día; el padre ahora se mesa los cabellos y se maldice, y no habla sino con lágrimas; y no quiere el Jurado tenerlo por loco.

     Esta es la señora Marta Lamb, que dirige, con aplauso de sabios, el Magazine of American History, donde un caballero Shea, que sabe de vejeces, ha reanudado, en pro de Santa Isabela, la querella de dominicanos y españoles sobre qué baúl de cuero o urna de piedra guarda los restos de Cristóbal Colón,-¡que halló la tierra buscando el cielo!

     Este es un libro nuevo, que cuenta la vida, demasiado apacible de William Cullen Bryant, que fue poeta, blanco poeta, al modo cómodo de Woodsworth, no como aquellos otros infortunados y gloriosos, que se alimentan de sus mismas entrañas. Este es otro libro, donde hablan alternadamente en cartas, Carlyle, en quien la magnitud excelsa de la inteligencia llegó a suplir a veces el amor, que como de tierra fría y breñosa, había huido de su ingrato corazón,-y Emerson, en cuya frente pálida, alta, cerrada por ambas sienes, como por vastas paredes, lucía el fuego eterno.

     Miríadas cuentan estas columnas de papel, que como alas de la memoria, ahora revuelvo.

     Ya es la ciudad de Dodge amotinada, como Cartago en tiempos de tropas de merced, o ejército de electores de Alemania cuando el segundo Felipe; que es Dodge ciudad de viciosos, y de tabernas y garitos, cuyo mayor es gran rufián, que, apenas venció las elecciones, juntó a los bravos de mina y de manadas que pasean las tierras del Oeste, de ganaderos y buscadores de metal, y echó de la ciudad a sus rivales que le estorbaban en comercio, puso los fusiles cargados al pecho de los abogados que venían a defender a los presos, y sitió, porque trajeron auxilio, los trenes que llegaban a la villa: a tiempo que en Washington, el Presidente, que discretísima persona, promulga,-demasiado tarde ya para que sirva de bandera útil al partido republicano,-la ley que arranca de las manos de los dadores de oficios públicos, el poder corruptor que se entraba ya, como sutil veneno, por las entrañas del sufragio.

     ¡Oh, qué catástrofe, si se probara que los hombres, abandonados a la libertad, volvían voluntariamente a la tiranía! Mas no: no bien sintieron que se les aflojaban las riendas en la mano, las empuñaron con majestuosa fiereza, y miran en su torno pujantes y retadores, como buscando a osado vil que acometer.

     Aquí se lee que un amador entristecido, a quien su dama escribió cartas y versos tiernos, que luego olvida, entabla querella ante el juez contra su dama, porque, con su abandono, ha quebrantado su corazón, cuyo quebranto estima en $10,000;-y ahí se lee que una dama recaba $10,000 de su galán, porque enojado de que su prometida gustase de ir en compañía diversa, aunque lícita, a saraos y teatros, dio por finado el «compromiso» que aquí precede a las bodas, en lo que ha declarado el juez que no es causa de dar fin al comprometimiento amoroso el que la prometida dance en fiestas ni salga de teatros en brazos ajenos: lo cual celebra esta dama casándose con uno de aquellos de quienes su amante celaba.

     Allá cavan al fin, en lo hondo del mar, la piedra en que ha de encajar el cimiento de la estatua de la Libertad, digno guardián de la ciudad titánica que ha doblado seis veces sus hijos en un siglo, y en cuarenta años ha sacado de 312,000 hombres, 12 millones de hombres, y como ave tallada en montaña que empollara nidos, se saca a cada aurora de bajo de las alas palacios descomunales y opulentos.

     ¡Qué espectáculo tan vario a la sombra de estas potentes alas!

     Cohortes de trabajadoras, alzadas en huelga, celebran con palmas y vítores al mal mozo cigarrero que de una pedrada rinde moribundo ir un empleado leal de la cigarrería venido a poner paz entre la turba, ganosa de más sueldo.

     Apretados en vasto salón los irlandeses, proponen que todo irlandés jure que no ha de llevar a su boca, ni tocar con su mano, ni poner sobre su cuerpo durante un año objeto de comer, beber, trabajar o vestir que haya salido del suelo o de los talleres de Inglaterra.

     Ciudadanos severos acusan ante el Gran Jurado a famosos capitanes de la policía de que dejan a sabiendas, porque cobran el barato de ellos, abiertos de noche y día de fiesta, rincones de beber, y cuevas de juego.

     Desde la nave de la iglesia, a tiempo que sube las escaleras del altar para besar su libro de oro, una mujer airada acusa con voces tonantes de osadías seculares al sacerdote.

     Tras de un hombre que va riendo al cadalso,-otro, que arrebatado por ujieres y alguaciles, clava las uñas, casi arrancadas de las manos en el frenético intento, a los bordes del manto de la vida, que mira gozosa e impasible la alegre función humana, ahora en gala camino de los campos, luciendo en florecidos estandartes los colores de Mayos y de Abriles.

     Lindas damas, que en suntuosas comidas se despiden de las alegrías embriagadoras del invierno, adornan sus sombreros de pompones amarillos, y en sensato traje estrecho, que dibuja sin exceso ni alarde las armoniosas formas femeniles, viajan-como mariposas que van a abrir las alas,-por los pueblos vecinos, en busca de una tienda de verano, que el mar corteje, tendiéndole sus olas a la falda, cual gigantesco enamorado andaluz que echa su capa por el suelo al paso de su dama,-o que el verano cuelgue de enredaderas de jazmines, que crecen bien en la sabrosa y regalada sombra del monte.

     Otras damas, frenéticas, remontan sus joyas, por que parezcan nuevas, y den celos; desdoblan sus encajes venecianos, porque ni en tierras europeas ni en éstas va a haber este verano, para las damas, cosa de más precio que los encajes; abren palpitantes los cuidados estuches en que les vienen de Francia las sedas ligeras, los tules nubosos, las modas risueñas,-y gastan de antemano, con las ansias del deseo, la vida nueva que la playa del mar o el sosiego del campo devuelven a los miembros, que salen del invierno de ciudad, en las calles, fangoso; en los salones, agitado, danzador, glotón, febril,-como naranja chupada por un colosal Don Juan hambriento.

     Pero son dos los sucesos mayores de este Mayo: uno, una ley;-otro, pasmosa maravilla. ¡El escudo de la tierra debía ser una mano de hombre! ¡Oh, palmas de manos pequeñas, que muestran al Creador como derecho a sentarse a su lado, estas torres del puente de Brooklyn!

     La ley también es magna. Antes-¡quién sabe por cuánto tiempo aún, a pesar de la ley!-el que más votos cazaba mayor prebenda obtenía; y quien sacaba en hombros un diputado difícil, ya quedaba con ambas manos puestas sobre las arcas del Tesoro. Portero hay de Ayuntamiento que fue pugilador de fama, que en una hora de votos apretados llevó a las urnas una cohorte de púgiles, por lo que le dieron después en premio la portería; de archivero se sabe que no lee; de médico de hospital que sólo lo es de elecciones; y de estenógrafo que jamás probó sus manos en el arte noble de acompañar en su vuelo espléndido a la palabra humana,-¡la gentil señora! Ni había modo de sacar de las casas del poder al partido victorioso, que costeaba suntuosamente las elecciones, y vencía con el peso de los votos venales el de los votos puros, merced a las cuantiosas cuotas que de barrendero a presidente, so pena de perder su puesto público de presidente o barrendero, exigía el partido voraz.

     La ley nueva va encaminada a hacer imposibles tales escarceos del voto, y mercadeos de la vergüenza, y premios inmerecidos de servicios personales, y dádiva de empleos en pago de astucias de día de votos, o de promesas de barrio, o de traiciones a bando enemigo.

     La ley es imperfecta, corro ley de transacción. Apunta el deseo, que no realiza, de convertir en carrera aparte el servicio público.-Ya no será libre el poder de nombrar empleados, sino que habrá de elegirlos el que los haya menester del cuadro de opositores competentes que le ofrezca el Tribunal de Exámenes. Cual persona aspira a un puesto público, dirige su demanda a la Comisión de Servicio Civil, si desea puesto, en ministerio alguno; al Secretario de Correos, si en correos quiere servir; o al Jefe de la Aduana en que pretenda empleo. Llegada la época de exámenes, ha de probar que sabe ortografía, y escribir buena letra, y copiar. Lo examinarán en fundamentos de aritmética, fracciones, tanto por ciento, intereses, descuentos y nociones de teneduría de libros y de cuentas. Ha de demostrar que es dueño de su lengua, y puede decir en ella correctamente lo que piensa. Y ha de saber, aunque en bosquejo, la geografía e historia de la Nación, y este modo sencillo y solemne, con que, sin sacudidas ni rivalidades enconosas, se gobierna el pueblo norteamericano. El Tribunal de Exámenes gradúa los conocimientos del candidato, y ninguno quedará en lista de oficio, si no obtiene un 65% como tipo menor de la suma de sus grados en las diversas materias del examen. Es válido el examen por un año, al fin del cual, los nombres de los nuevos vencedores llenan las listas.

     Del grupo de opositores que el Tribunal de Exámenes ofrece al magistrado que necesita proveer un empleo, el magistrado escoge, pone a prueba por seis meses al escogido, y al cabo de ellos, o por incompetente lo rechaza, o por capaz lo acepta, sin que quede, como antes, vendido y suspenso al poderoso que le ungió con el empleo, ni con miedos de perder su pitanza si no da porción de ella al partido que lo nombra, porque esta ley prohíbe, so penas graves, a los cabezas de los partidos que exijan contribuciones a los empleados, y a éstos que las paguen, y empeña promesa de amparar a los que se vieren solicitados, y de castigar al empleado que dé cuota o al partidario que la exija; ni vendrá, luego de sendos años de servicio, un lindo caballero, amigo de amigos, a sentarse por sobre las canas de un envejecido servidor, sino que la promoción de empleados se regulará, como los primeros nombramientos, en libre y abierto certamen, sin que haya más título privilegiado que el de haber perdido un brazo o una pierna o un tajo de cráneo en defensa de la patria.

     Pero ¿por qué limpian los soldados urbanos sus almetes, y aquéllos peinan con esmero los penachos de sus cascos, y éstos sacuden al sol, rica de botones de oro, su casaca azul? ¿Por qué en las casas todas, como si la ciudad tuviera un invitado, que se sentara a la vez en todas las mesas, no se habla más que del invitado misterioso? ¿Por qué se nota en la ciudad entera, en los rostros mismos de los hombres, súbita virilidad y expresión de fuerza, como si les viniera del reflejo de un poder ciclópeo? No hay bandera que ya no esté buscando el asta; ni farolillo de colores que no aguarde ya luz, ni palabra que no sea de admiración y de piedad para un hombre encorvado, ya enjuto, de ojos vibrantes a la par que dulces, con ese brío de las almas bravas, que han puesto mano al cielo, y esa tristeza tierna y desconsolada que viene del contacto de las grandes fuerzas; no hay ojos que no busquen, en el rincón de una ventana saliente, que se empina sobre una altura de Brooklyn, al ingeniero enfermo y melancólico, que recogiendo y ahilando cada mañana los retazos de su vida, que parecían desasirse de él con desprendimientos eléctricos, con la una mano sujetaba, como mendigo sus harapos sueltos, los restos de su existencia, y con la otra trazaba, en montes de papel, el modo de levantar sobre las aguas montes de piedra.

     Era Washington Roebling, a quien sacaron un día moribundo del cajón mefítico que había de sustentar, desde su cueva tallada en la roca a ochenta pies bajo la faz del agua, las portentosas torres de granito que a los 276 pies de altura se interrumpen en cima graciosa para que por sobre ellas corran los cables suspensores de 1,595 pies, con dieciocho dientes de hierro, sujetos bajo una lámina de acero por hercúleos cerrojos, sobre cuyas raíces se levanta colosal mampostería, como para que tales hilos soporten la aérea calzada de hierro, que con su pavimento complicado, su doble vía para carruajes, su vía central para peatones, su ferrocarril de ida y de vuelta, pesa 8,120 toneladas.

     El hombre enfermo es Washington Roebling, a quien el hablar fatiga, y el mirar ofusca, y el andar postra, víctima ya perpetua de ese mal venenoso que a manera de venganza del misterio vencido, disloca y pudre los gérmenes de vida en quien desciende, en una lóbrega cueva de madera que llevaba ya a su espalda el cimiento de la torre ponderosa, a conquistar, capitaneando los soldados del cerebro, una ley más del Universo.

     De Roebling, que no puede leer ni conversar, que da sus órdenes a trozos, porque su extraño mal le tortura cruelmente apenas habla, de Roebling han surgido esos cables tendidos por sobre las torres, cada uno de los cuales aprieta bajo su corteza de alambre diecinueve hilos tamaños, que cada hilo alcanza un millón de pies que va y viene de una a otra raíz del puente, sin quebrarse ni torcerse nunca, 278 veces. De Roebling, como vapor acaso de la suave música con que en los primeros años de su enfermedad solía templar en el violín sus males, surgieron esas torres corpulentas, que los arcos del Puente de Gard no igualan en gracia, y la Gran Pirámide de Egipto sólo vence en altura: ¡la naturaleza es brazo de la idea! Y ya la grande obra está acabada: ya levantan sobre los bordes del camino farolillos graciosos; ya pasan por bajo el arco central del puente que se eleva a 135 pies, los más altos buques, ya, desde su altura de 108 pies, se levanta del medio de las torres hacia el centro la armazón del piso a unirse con los cables que cuelgan de las cimas de granito como un arco iris vuelto, y se entran de uno y otre lado del río, por New York y por Brooklyn, a morder, bajo su pesadumbre de mampostería, la tierra a 930 pies de cada margen.

     ¡Y aquellos arcos parecen montañas vacías! Y cuando entran en los costados de ambas ciudades, ya parecen, cercados de casas envidiosas y edificios raquíticos, montañas arrodilladas. A los monumentos hace falta, como a los hombres extraordinarios, espacio limpio en torno. Las casas pequeñas, los carros que pasan, los hombres que vocean, distraen los ojos-puertas de monumentos interiores-de la masa empinada e imponente. Las casas de habitación, que por una y otra margen rodean el puente colgante, roen los pies e hincan de rodillas a esas fábricas ciclópeas,-¡casas del tiempo!

     ¡Oh! ya viene, ya viene el día de la fiesta. ¡Han querido trabajadores indiscretos e irlandeses odiadores, impedir que el puente se abriese al público entre bosques y mares de fuego, y ruido de campanas, tambores y cañones, y flamear de banderas y de almas, el 24 de mayo, porque es día en que Victoria, reina de Inglaterra, de Irlanda odiada, cumple años! Mas no ha sido homenaje de este pueblo, sino coincidencia! Indiscreción hubiera sido procurarlo: ahora, descortesía dejar de hacerlo. Se abre el puente el día 24;-y lo veremos todo: y palparemos todo desde el cable que muerde la tierra, sube a 279 pies, baja a 185, vuelve a subir a 279, y, como monte que camina, entra rompiendo la ciudad, en Brooklyn, y se clava cerca de su plaza mayor, hasta la bandera del tope, que parece avisar ya al cielo que el hombre anda cerca de él.

     Iremos a la fiesta.

JOSÉ MARTÍ

La Nación. Buenos Aires, 20 de junio de 1883

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