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3. Noticias de los Estados Unidos

Movimiento general: estado de Garfield. Su viaje extraordinario: esperanzas y temores.- Médicos: vía de plegarias.-Bosques incendiados.-La luz eléctrica.-Mujeres norteamericanas: la muerte de una hermosa.-Muerte de Delmónico.-Un tiro en la cabeza de Guiteau-Lecturas y lecturistas: verano, otoño e invierno.-Teatro en Nueva York.-Muerte del general Burnside



Nueva York, 16 de septiembre de 1881

Señor Director de La Opinión Nacional:

     Quince días han pasado desde que envié a Ud. mi última carta. Los sucesos se amontonan, buscando puesto, en, torno de mi pluma; mas aunque los apaches vengativos han dado muerte en la frontera meridional a buena suma de soldados norteamericanos, y amenazan de incendio sus casas, de violencia a sus familias, y de muerte a sus compañeros; aunque con implacable rudeza, en cumplimiento de un tratado leonino, acaba de compeler este Gobierno a una mísera tribu de indios a que abandone para siempre sus risueños poblados, frondosos bosques y valles alegres, de que se despidieron con grandes voces y gemidos, con que pueblan la selva, en busca de nuevos hogares de donde mañana, como de estos ricos de ahora los expulsarán «los hombres blancos»; aunque en sendas y numerosas columnas de periódicos, se cuenten aquí transmitidas por el cable como noticia de suma valía, las proezas del potro americano Iroquois, de las caballerizas del rico opulento Lorillard, que acaba de vencer en las carreras de Doncaster, con gran amargura e ira de los ingleses, al caballo St. Leger, a cuya victoria llaman los periódicos más graves, «gran victoria de América», aunque ya se aglomeren y den qué decir los preparativos para el centenario de Yorktown que renueva en la memoria de esta nación cuanto de osado, fiero y épico hubo en ella,-ni un instante amengua, ni en el concepto público cede en nada, el interés que la recia lucha del Presidente con la muerte inspira.

     Ya no languidece Garfield como antes en aquella calurosa casa en cuyos muros no ondeaba perfumado como ondea ahora en su casa de Long Branch el aire sano, sino que se condensaba y se movía en ondas espesas el aire impuro, cargado de los gérmenes palúdeos que emanan del ancho río de Washington. Ahora reposa en su cama unas veces, en una silla de brazos otra, viendo desde ambas cómo el mar bravío azota con su espuma blanca la limpia arena de la margen; ahora hace gala, en sus pláticas de familia, de sus conocimientos náuticos, y les explica qué viento mueve a los buques, y qué buques son, y qué rumbo llevan; ahora como en días pasados, ve ir y venir al centinela que guarda su ventana, y al mirarlo de frente, alza la mano y le saluda con bondad, a lo que el soldado levanta el fusil, hace un saludo militar y rompe en llanto. Mas nada garantiza aún la salvación de este tenaz enfermo, cuya herida viene ya cerrándose, en apariencias de fuerza y limpieza, cuya mente, poderosa sólo vacila en las horas de la mañana en que, como el día, aparece velada por las nubes; y cuya recia máquina se alimenta de escasos trozos de aves, y de cucharadas de whisky, encaminadas sin duda a contener el visible envenenamiento de la sangre. Y ora se cree, ora se desconfía, ora las gentes se alejan con rostro satisfecho de los lugares donde se fijan los telegramas que dan cuenta del enfermo; ora se separan silenciosas, y como si les cubriera el rostro crespón fúnebre. La fe no se asegura: la alarma no cesa. Fíase, sin embargo, en la virtud fortificante del agua de mar que respira; en la energía que viene al herido del placer que la linda casa nueva, la casa de Franklyn y la cercanía del mar, la limpieza de la atmósfera, el vasto espacio y la clara luz le producen; fíase, más que en todo, no ya en el vigor de su fortaleza espiritual que no ha bastado a conmover la muerte, sino en el poder de la naturaleza creadora, que en aquella orilla de mar, saturada de sales saludables, puede llevar a sus venas invadidas por el pus matador, nuevos elementos, y gérmenes predominantes que aseguren su existencia amenazada: del viaje a Long Branch se espera todo.

     Y ¡qué conmovedor fue aquel viaje! Rara muestra, de afecto público!

     ¡Singular expectación! Todo este pueblo temblaba como un corazón de mujer. El país como un corderillo asustado, bajaba la voz como para no turbar con el ruido de su respiración, la calma de su enfermo. Cuando se supo al fin que la locomotora poderosa,-una gran locomotora de fiesta, a la cual su conductor acariciaba como orgulloso de, su hazaña y satisfecho de su compañero de trabajo,-se detuvo al llegar al tramo de ferrocarril improvisado durante la noche anterior; cuando empujado por hombros de amigos y sirvientes, el carro del herido se detuvo con su carga a la puerta de la amplia y pintoresca casa que le aguardaba, sintióse como si un suspiro de alivio se hubiera escapado a la vez de todos los pechos, y como si un grave peso hubiera caído súbitamente de todo los hombros. Este ha sido un viaje majestuoso, lleno de detalles conmovedores y admirables.

     Era la nación como una gran casa, y en ella había el mismo recogimiento y el silencio mismo que se observan en la morada de un enfermo amado. No bien habían pasado las doce de la noche, del día precedente al del viaje, numerosos grupos invadían cuchicheando las avenidas que conducen a la Casa Blanca. Las más tiernas palabras se oían en la sombra. Del Potomac impuro ascendían gérmenes mefíticos. Fantásticas luces brillaban brevemente en una y otra ventana de la casa. Ya a las cuatro, el panadero llega en su rápido vagoncillo, con su brazada de pan fresco; entra y sale el mayordomo; aparece en la puerta, cargado el hombro de toallas, el fiel criado de color que sirve al Presidente. Se pisa con cuidado: se habla con confianza; se oyen exclamaciones dolorosas. Y cuando al cabo, tendido en unas andas, con un paño húmedo sobre la frente, expuesto al aire espeso de aquella mañana tórrida, limpia y ansiosa la mirada, larga la barba y los cabellos, apareció en la ancha puerta del hogar nacional el bravo enfermo, la multitud sobrecogida de amor y de angustia apagó sus murmullos, y todas las cabezas por espontáneo impulso, quedaron en un mismo momento descubiertas. Lleno el rostro de lágrimas entró en su coche la abnegada esposa, y al ver salir en andas a su padre, la buena Mollie, la hija a quien prefiere; escondió su rostro en el seno de una amiga para que no se oyeran sus sollozos. A la par que el carro que llevaba por las blandas calles de Washington al Presidente, se aproximaba a la estación, abríanse las ventanas y poblábanse las portadas de las casas, y afluían en grupos silenciosos los habitantes desde la ciudad a los lugares de tránsito. Al fin, el enérgico enfermo a quien la salida de aquella mansión que abomina y el espectáculo de la encariñada muchedumbre que le seguía, habían dado ya como aire de salud y animación, fue colocado en un alto lecho en mitad de un carro que ha llevado a ilustres viajeros, a potentados y a príncipes, a triunfadores y a futuros reyes. Una elegante máquina precede a la que mueve el tren presidencial. Precauciones minuciosísimas han sido tomadas. La locomotora vibrante y rugiente, rueda ahora sin ruido, y como con conciencia de su carga. Y se anda, se corre, se vuela. «Más aprisa, más aprisa», decía el Presidente que por las cortinillas corridas disfrutaba con visible deleite del paisaje. A las veces se anduvo a milla por minuto.

     El gigante de hierro se cansa, se le acaricia, se le olea, se apaga el humo de sus resortes encendidos por el veloz roce. Cuando, precedidos siempre de la alígera máquina exploradora, llega el tren a Filadelfia, como pétalos apiñados en una rosa, llena el camino, la estación, la avenida, la muchedumbre ávida. Se asoma a la plataforma la hija del herido,-y la vitorean. Leen los médicos para calmar el ansia pública, un boletín en que afirman que el enfermo va en salvo y alegre,-y resuenan hurras, ondean pañuelos, danza la gente de alegría, y echan al aire sus sombreros.-Recomienza la marcha: el tren no se detiene en las estaciones, que rebosan en hombres y mujeres: «¡Oh! nunca pensé que me pareciese tan bella esta tierra árida.» «¡Bravo paseo, Lucrecia!» «Bueno es el aire salado!» dice poseído de un júbilo que atiza su fiebre, el animoso paciente. Le echan las cortinillas del vagón, para que la multitud ansiosa no le impresione; y él se yergue, y recoge por primera vez el premio de su herida: sabe que es amado: «quiere ver la gente».

     Ya se acercan al pueblo elegido, a Long Branch aristocrático, que el mar besa con ondas azules, y el fausto neoyorquino con ondas de oro. Trabas y hábitos se han dejado a un lado. El pueblo ha sido durante la noche una familia. Las casas han estado iluminadas; los hoteles como en fiesta; las gentes, en las calles. Desde el alba hiciéronse tan apiñados los grupos en torno a la residencia escogida, que no estaban al medio día más apretadas las arenas en la playa que las criaturas humanas en todas las avenidas de la casa. Parecía como que la locomotora salida de sus rieles, se abría paso entre la masa humana. El cielo brilla: el mar parece cortejar con más blandas espumas, la orilla arenosa. Y cuando el enfermo llevado de-nuevo por médicos y amigos, deja el carro en que anduvo arrastrado por la arrogante locomotora, desde hoy famosa, y desaparece por la puerta de la nueva morada, abierta a la luz viva del sol del puerto y al aire generoso de la mar, en una bendición unánime rompen al fin los labios, por el respeto y el solemne instante y el amoroso miedo comprimidos:-y allá y aquí es un «¡Dios le bendiga!»-un «¡Dios nos salve a nuestro amigo!»-y acá «¡Que Dios lo auxilie!» y allí «¡Cómo no he de orar para que sane!» Y empieza en aquel punto para Long Branch un renuevo de su espléndida vida de verano: los bañistas pasean con el orgullo de recientes titulados: parece a cada uno que de su celo depende la salud de la nación; y vivir en el saludable puertecillo que ha de salvar al Presidente les parece no igualado regalo y singularísimo favor de la Providencia. De la casa se ha hecho como fortaleza; sólo el aire y corto número de familiares y de médicos tienen allí libre entrada. De campamento daban idea, al día siguiente de la llegada, los alrededores. Aquí un jinete, presto a montar: allí el empleado de correos, que deja en los peldaños de la escalera sendas valijas henchidas de cartas; allá el telégrafo, cuyo martilleo elocuente y vivaz no cesa un punto. El Dr. Bliss, tan famoso en los Estados Unidos como el Dr. Hammond, su rival, y los cirujanos Agnew y Hamilton, comparten con estos dos últimos y con el Dr. Boynton, la asistencial del enfermo. No pueden en verdad los médicos desviar las corrientes de la naturaleza, ni extinguir en los órganos interiores del herido las raíces diversas de su mal; mas ven en su cuerpo como a través de claros cristales y atacan con brío y fortuna todo nuevo accidente. La ciencia es como Tántalo, que ve el agua de que no ha de beber jamás. La bala no ha sido extraída, y se opina ahora que ha encajado en el hueso, por lo que ya no se la teme. Mas a cada punto aparecen síntomas de la terrible invasión del pus en la sangre, y unos sostienen que el Presidente padece piohemia, que es la forma rápida de la infección, y otros septicemia, que es la forma benigna, revelada acá en la inflamación de la parótida que fue sajada y enjugada, allá en un absceso en un pulmón, peligro formidable, que por fortuna fue atajado a tiempo. Ya el Presidente llama a sus Ministros; a James, el Director de Correos; a Windom,, el hábil financiero; a Blaine, este brillante hombre, capaz de una política sana, intrépida y gloriosa, y amigo de la América del Sur. De Blaine, que juega con el inglés áspero como el Tintamarre, el periódico de los equívocos, juega con el francés flexible, se repite una frase feliz: bullet es bala, in es dentro y out es fuera: en los días de mayor gravedad, en que se creía improrrogable la extracción de la bala, los médicos expedían gran número de boletines, en inglés bulletin. Y, dijo Blaine: «No es bulletin lo que necesitamos, sino bullet-out.»

     Un día solemne siguió al de la traslación a Long Branch, día de ansia y plegaria, en que el Estado de Nueva York cerró todas las tiendas y abrió todos los templos, un día de súplica a Dios, en que resonaban las calles con los acentos de estos hermosos himnos norteamericanos, entonados a una en las iglesias por una concurrencia compacta y conmovida. Era jueves, y día de gran calor. Señalado por el Gobernador del Estado este día de oración, brillaba el sol sobre la parte mercantil de la ciudad como sobre un inmenso circo vacío; y fueron aquellas horas solemnes, en que las manos se apartaron de los timones de los buques y de las ruedas de las máquinas para alzar al Señor clemente el Libro de los Cánticos, las horas mejores para estimar las colosales vértebras de esta ciudad monstruosa. La engrandecía el silencio: la súbita soledad la agigantaba. Guardaron los cómicos sus caretas, y los trágicos sus puñales, y los especuladores dejaron en paz la red de alambre que hace trenzado techo a las calles vecinas a la Bolsa. Los sacerdotes que aquí llaman divinos, aprovechaban de esta situación efusiva y amorosa de las almas, traídas a lástimas y afectos tiernos por los méritos, infortunios y magnánima fortaleza del Jefe del país, para afincar en la necesidad de la plegaria, y provocar un renacimiento religioso, que aquí llaman con palabra típica, revival:-mas la filosofía natural de Emerson, y la poesía panteística de Bryant, y el desenvolvimiento de la razón humana y la pequeñez y falibilidad de los intérpretes múltiples de las innúmeras sectas, han dado mortal golpe en este país a la fe en las ceremonias del culto. El espíritu de estas gentes no quiere techumbres que ahoguen su cántico, ni piedra en que se petrifique, ni más mirra ni incienso que la invisible de las almas y las fragantes de los árboles. Mientras las formas perecen y los que de ellas viven,-la esencia moral que les dio apariencia de vida, como que se nutre del alma humana imperecedera, perdura y perfuma:-así asisten las gentes no a los templos desiertos en que se discuten apreciaciones nimias o textos aislados o ritos convencionales de las sectas que luchan,-sino a aquellas iglesias donde, con generoso criterio, se eleva con la palabra de la libertad; que fue la que Dios dio al hombre para hablarle, monumento de fe cristiana al Hacedor misterioso del cielo y de la tierra:-así se agruparon los neoyorquinos el último domingo a la reapertura de una hermosísima iglesia, en que se venera, comenta e imita a un hombre elocuente, cuya voz fue ala y cuyo espíritu fue fuego; que quebrantó y purificó en sí y en los demás todo germen de amor excesivo de sí, desconfianza, intransigencia, ferocidad y vileza: el Dr. Chapin.

     Mas no es sólo por el Presidente por quien se ora hoy en los templos: es por las víctimas de un incendio asolador que ha devorado en un espacio de treinta leguas en el Estado de Michigan las hojas secas, las ramas rotas, los árboles, las cabañas y los pueblos. La ola abrasadora lo unió todo en su cauce: cadáveres y cenizas llenan hoy allí toda la tierra. Un mismo labrador conducía ayer en un carro a padres, mujer e hijos muertos. Durante el incendio, sofocados por el humo, perseguidos por las llamas, enfurecidos por la sed, huían los infelices como conciencias réprobas, por aquellas llanuras incendiadas en que el cielo se unía a la tierra en una misma llama, y se respiraba y palpaba aire encendido:, allí perdió el labrador sus caballos y carros, y sus siembras lujosas y su hogar amado: allí la siega ha sido no de trigo y maíz, sino de padres e hijos. La seca se prolongaba implacable, del suelo ascendía vapor fogoso; los árboles se doblaban como sedientos y amortecidos; los bosques, abrumados por el aire cálido y el sol secador, parecían anunciar un incendio espontáneo: un tabaco encendido, un fósforo arrojado sin apagar, las chispas de una locomotora, han causado la bárbara catástrofe. Sobre las ruinas de sus chozas, frente a los esqueletos de sus bestias, junto a la fosa humeante de sus pequeñuelos, se sientan hoy hambrientos los infortunados campesinos. Mas ya la Unión se mueve, y el amparo se anuncia: digno será el alivio de la pena; celébranse reuniones, nómbranse juntas, organízase una colecta nacional, y la oportuna limosna llegará a tiempo al menos para reencender la confianza en aquellas criaturas abatidas, renovar sus tareas, y comprar cruces a tanta tumba abierta.

     A la par que la tierra de Michigan abría su seno para dar sepultura a pobres héroes y a bravos y a infelices ignorados, en Nueva York moría un anciano cuyo apellido goza ya universal fama, más que por especiales títulos suyos a la celebridad, porque de citarlo o recitarlo cobraban renombre de elegantes o ricos los hombres a la moda:-Delmónico ha muerto. ¿Quién que haya venido a Nueva York no ha tenido citas, no ha saboreado café, no ha mordido una fina galleta, no ha gustado espumoso champaña, o Tokay puro, en uno de los restaurantes de Delmónico? Allí las comidas solemnes; de allí, los refrescos de bodas; en aquella casa, como en la venta ganó Quijote título de caballero antiguo, se gana desde hace treinta años título de caballero moderno. En estos tiempos prodigar es vencer; deslumbrar es mandar; y aquélla es la casa natural de los deslumbradores y los pródigos; en ricas servilletas las botellas húmedas; en fuentes elegantes manjares selectos; en leves cristales perfumados vinos; en platos argentados panecillos suaves: todo es servido y preparado allí con distinción suprema. El creador de esta obra ha muerto: un italiano modesto, tenaz y honrado, qué comenzó en un rinconcillo de la ciudad baja vendiendo pasteles y anunciando refrescos, ha desaparecido respetado y amado, después de medio siglo, de faena, dejando a sus parientes dos millones de pesos. Los ahorró con su perspicaz inteligencia, su humildad persistente, su infatigable vigilancia. Cincuenta años estuvo,-y era millonario, y aún estaba detrás de su escritorio;-inspeccionando las entradas; por entre las mesas, riñendo a los criados y resplandeciente en toda su figura la dignidad hermosa del trabajo. Mientras que su sobrino iba con el alba a los grandes mercados, él, en pie con el día, elegía los vinos que habían de sacarse de sus magnas bodegas, que eran cosa monárquica de abundante y de rica. Este hombre venía siendo símbolo de este progreso gigantesco: en cada pliegue nuevo de la inmensa ciudad, allá alzaba él bandera y llevaba su nuevo restaurante. Por el número de sus establecimientos se miden los grados de desenvolvimiento de Nueva York; y cada nueva casa de Delmónico era más favorecida, más suntuosa, más refinada, más coqueta que la anterior: $100,000 pagaba por alquiler de establecimientos; quince mil pagaba al mes de sueldos a 500 empleados. Dejaba de la mano el negro y recio tabaco que fumaba y ha acelerado su muerte, para firmar un cheque a beneficio de tanto oscuro pariente, y tanto pobre francés y suizo de quienes cuidó siempre con especial solicitud. Fábulas parecen las ganancias de Delmónico,-y cosas de fábula parecían a los neoyorquinos, las maravillas y delicadezas culinarias que él les había enseñado a saborear:-salsas, ornamentos y aderezos eran cosas desconocidas para los norteamericanos, que en sus periódicos se confiesan deudores a Delmónico del buen gusto y elegante modo que ha reemplazado, con los actuales hoteles, al burdo tamaño y tono áspero de los manjares, y su preparación y servicio, en otros tiempos. En casa de Delmónico fue donde se sirvió aquel banquete afamado de Morton-Pets, en que se pagó a $250 el cubierto; y los de a $100 el cubierto eran banquetes diarios: fue Delmónico quien preparó una artística mesa, no con esos incómodos florones, monumentos frutales, y deformes adornos con que generalmente se preparan, sino con un risueño lago en que nadaban cisnes nevados y avecillas lindas, por lo que aún se llama aquél el banquete de los cisnes. En Delmónico han comido Jenny Lind, la sueca maravillosa; Grant, que después de un banquete recibió a sus visitantes bajo un dosel; Dickens, a quien un vaso de brandy era preparación necesaria para una lectura pública, y dos botellas de champaña, bebida escasa para un lunch común. Luis Napoleón, antes de acicalarse con el manto de. las abejas, comía allí; allí los grandes políticos, allí los grandes mercaderes, allí el chispeante James Brady, que entre escogidos invitados, celebraba en comida de solteros cada uno de sus triunfos de abogado; y el hijo del zar, y célebres actores, y nobles ingleses, y cuanto en las tres décadas últimas ha llegado a Nueva York de notable y poderoso. Una corona singular yacía a los pies del muerto, que decía en grandes letras de flores: «La Sociedad Culinaria Filantrópica», y muchos hombres ilustres que lo fueron más por este tributo varonil honrado, asistieron a los funerales del virtuoso y extraordinario cocinero, ya por esa singular afinidad que atrae a los hombres hacia los que satisfacen sus placeres, ya por espontánea admiración de las dotes notables de energía, pertinacia, inteligencia y modestia que adornaron a aquel rico humilde, que no abjuró jamás de su delantal de dril y su servilleta blanca. Es la época serena: la de la glorificación y triunfo del trabajo.

     Y ¡cómo se acelera, afina y simplifica el trabajo en Nueva York! Es de noche: la luna, en el claro cielo luce pálida, y como globillo opaco que huye avergonzado de la tierra. En la tierra, en la calle Broad, paralela a Broadway, un centenar de trabajadores levantan mármoles, abren canales, suspenden pisos, encajan puertas, ruedan máquinas, mueven pescantes a luz eléctrica. En el silencio de la noche, en el seno iluminado de la sombra, se yergue sobre la tierra y como que intenta penetrar el cielo un edificio blanco: ¡qué himno mejor ha cantado a Dios el hombre! Es la Bolsa nueva, que se construye de noche y de día: a los trabajadores diurnos, suceden los nocturnos,-marea inmensa, en la que no hay bajamar; monumento de pórfido, con corona de mármol y cintas de granito.

     El hombre, fatigado de preguntar a lo desconocido la causa de su vida y el objeto de sus dolores, concentra en la tierra todo su poder de estudio, y saca de ella fuerzas con que alumbrarse en sus entrañas, destruir los gérmenes impuros e imitar al cielo. Ángel rebelde, reta, encarado con lo alto, a Dios oculto: ahora ha hallado esta nueva espada para el combate,-la electricidad.-Anuncia con ella la permanente luz beatífica de que debe el espíritu probado gozar en mundos mejores; y con ella intenta remover del suelo húmedo los elementos pútridos que encierra, y generar en medio del invierno el calor tórrido. Mantiene un hombre de ciencia del Pacífico, que, filtrando la luz eléctrica por las máquinas de sembrar, que desmenuzan y vuelcan el terreno, y haciéndola reflejar sobre lagunatos y pantanos, se hará morir en aguas y terrenos todo germen de fiebre miasmática. Y un grave caballero acaba de informar, con copias de personales experiencias, que el crecimiento de las plantas puede ser favorecido con el calor benigno de esta luz, y que a su blando influjo, irradiada de entre cristales, una agradable temperatura moderada permitirá la conservación en plenos climas fríos de las frutas volcánicas del trópico. Y ¡pensar que cuando todas estas maravillas, y las nuevas que las sucedan, sean sabidas,-se sentará el hombre, triste, desconocedor de sí como en los primeros días,-a preguntarse por sí mismo; y moverá con ira inútil el ángel rebelde, encarado al Señor, el manojo de espadas con que ha ganado la batalla de la tierra, y el haz de luces a cuyo resplandor no alcanza a ver el lugar de estación en que ha de trocar al fin sus pies en alas! Pero, en tanto, el trabajo nos consuela.

     Ya se acerca para Nueva York la estación bella, la estación brillante, la estación trabajadora. Allá viene el invierno, con sus gorras de piel de foca, y sus abrigos opulentos, y sus calzas de goma; allá viene el invierno, derramando desde su trineo veloz sobre la tierra su capa de nieves pintorescas, sacudiendo sus vocingleras campanillas, rollizo, sonrosado, rico, alegre. Aún no empieza el otoño; aún no juegan los niños en las esquinas con los montones de hojas secas; aún no encienden el medio de las calles, poseídos de una extraña e indómita alegría, las vivas llamaradas que se truecan en copos densos de humo odorífero y lechoso, cargado con la savia de las ramas; aún el vapor del agua de los ríos, sofocante y oscuro, absorbe los rayos tenues del sol, y luchando en vano por retener los rayos rojizos baña con un resplandor de incendio y sume en sombra de bruma la ciudad sofocada y rendida al aliento pestífero del verano; aún mueren los niños, con las manos crispadas, la piel sobre los huesos, y los ojos abiertos y febriles, sobre la falda de sus madres; aún se abrasan los bosques, y tala y quiebra y avanza el fuego terrible por sobre cerros, llanos, pueblos y cortijos,-y ya los neoyorquinos previsores, abren sus teatros, anuncian sus modas, recuentan sus placeres, preparan sus lecturas. Multitudes ávidas repletan la Academia de Música, en que con indecorosos atractivos se pone en escena una versión de Miguel Strogoff, este drama que cuenta las hazañas de un correo ruso, a través de las estepas, de aldehuelas, de escaramuzas, de batallas, de paisajes suntuosos y de espectáculos de desordenada y deslumbradora fantasía. Un público compacto invade el elegante teatro de Booth, en que, con mayor fidelidad literaria y menos ilegítimos atavíos, se representa también a Miguel Strogoff, en el que la concurrencia tiene ocasión de risa con los lances y chistes de dos corresponsales de periódico, que en todo el drama se hallan y son como los Sganarellas de la pieza. Acude la gente a ver en Niblo pasmosas escenas, reunidas con el nombre de un buque, el World, que se ve mover, funcionar, vacilar, zozobrar, perderse, como si fuera entre mares, entre las tablas. No se halla lugar vacío en el teatro de los Minstrels de San Francisco, especie de Aristófanes tiznados de negro, que ora en elegante frac y nevada corbata, ora vestidos de harapos, como vestían antaño los esclavos del Sur, sacan a plaza con gracejo, a veces brutal, cuanto personaje y acontecimiento del día preocupa al público.

     Pero en lo que se anuncia más el invierno es en la preparación para las lecturas. Hay aquí agentes de ellas, en cuyas listas, mediante diez pesos, se inscriben los que quieren leer en público, ya por provecho, ya por gloria. Cargo es del agente buscar ocasión y auditorio a los lectores, que bien pudieran llamarse lecturistas, por cuanto a cosa tan nueva como ésta, y tan especial y genuina, debe llamarse con palabra nueva. Y lector es él que lee, y principalmente lee lo ajeno, en tanto que el lecturista no lee generalmente, sino habla, ni habla o lee más que lo suyo. Pues hay agente este año que lleva ya en sus listas 400 y cincuenta nombres, de los que 200, son nombres de señoritas y de damas, ansiosas de renombre las unas, las otras de lucro. Y ¡qué variedad inmensa de materias, las que tratan los lecturistas,-y qué modo tan honesto de vivir proporcionan a las gentes de letras,-y qué provecho tan abundante y tan agradable sacan los concurrentes a las lecturas! Bien que las pudieran hacer en Caracas, los arrogantes poetas, estudiosos letrados, y críticos severos; e irían las gentes a oírlos, porque a poca costa adquirirían ciencia útil, por cuanto se retiene mejor lo que se ha oído brotar coloreado y palpitante de labios amigos, que lo que se lee en pálidos libros de tierras extranjeras. Los talentos se fortificarían con el estímulo,-y se dignificarían con este empleo grato, propio y airoso. Un día leería jugo sobre Maracaibo,-y otro Rojas sobre razas indias, y otro Escobar sobre poetas de plantilla de caña y lira de oro. De pronunciar sus lecturas les vendría un provecho; de venderlas impresas, y ya afamadas, otro; ser conocidos por ellas fuera del país les ofrecería causa mayor de gozo, y la patria la tendría de regocijo viendo que en estas fiestas sus hijos se acercaban y se amaban. ¡Singular mujer esta mujer americana! Ya como la señora Edson, con carácter, título y habilidad de Doctor; asisten en su lecho de angustia al Presidente; ya como la elocuente señorita Aliver, recuerdan con palabras fogosas a los hombres de Brooklyn la necesidad de la virtud y la certidumbre del mundo venidero; ya de pie sobre una plataforma explican, frente a un lienzo en que se han dibujado cuadros disolventes, las márgenes del Danubio; ya regalan, a los ojos de los jueces, como acontece todos los días en una ciudad cercana, ramilletes de flores a dos ricos libertinos, acusados de haber dado muerte, con ayuda de una cazadora de voluntades, a una hermosa mujer a quien uno de ellos cortejaba. En el tribunal se exhiben trozos del cuerpo de aquella criatura desventurada, que fue muy bella, y, pobre, y oyó a rico, y se llamó Jennie Cramer; se descubren pormenores incastos; se presenta una villana mujer, de esas que mercan en la virtud propia y en la ajena; se detallan vidas licenciosas; y ¡un centenar de matronas y doncellas asisten ávidamente a estas sesiones, siguen con ansia los procedimientos del tribunal, y envían recados, billetes y flores a los dos menguados caballeretes, acusados de haber causado o precipitado al menos, la muerte de la hermosa! En todas las manos anda el relato del suceso: de memoria sabe todo neoyorquino los detalles de la persecución y la defensa: la madre de la doncella muerta va al tribunal, y acusa faz a faz del crimen a los ricos jóvenes; el retrato de la mísera beldad adorna escaparates y repisas; los defensores interrogan fumando y en chaleco a los testigos del proceso; el acusador público fija durante largas horas la vista en los acusados, reclinado en su silla, y cruzados los pies sobre una mesa: venció a Hartmann, Jennie Cramer: es el caso de moda.

     Es Hartmann ciertamente,-aunque por ahorrarse una negativa probable si pedía su extradición a los Estados Unidos, ha dicho el Gobierno ruso que no es,-el estudiante intrépido, el hombrecillo pequeño, el nihilista locuaz que su odio al zar, su fría tentativa de asesinato, y su actividad posterior han hecho famoso. Y es su rostro al decir de los que los han visto a ambos, singularmente semejante, al del hombre que como hiena enjaulada, pasea desazonado en torno de las paredes de su celda, y rumia pavorosos proyectos para esquivar la pena que le aguarda: el villano Guiteau. Y ¡qué peligro corre la vida del villano! A su mismo perseguidor oficial se acusa de formar parte de una asociación creada para darle muerte, si no la recibe de manos de la ley; juraméntanse otros en los bosques, protegidos por máscaras para forzar su prisión, y darle muerte; y hace unos cuantos días, acurrucado en un rincón, y oculta en sus rodillas la cabeza, pedía a grandes gritos que lo mudasen de su calabozo, en cuyos muros acababa del clavarse una bala, que erró el blanco: a la cabeza de Guiteau la había dirigido uno de los sargentos de la Guardia, un hombre honrado y valiente, convencido de que hacía una buena obra, el sargento Mason, que fue al instante preso, y muestra satisfacción y calma.-Era un malvado, debía matarlo». «Yo no me alisté para dar guardia a un asesino».-Así responde a los que inquieren de él las razones de su acto. Ocho años de prisión y exoneración le hubieran venido de castigo, a habérsele juzgado en tribunal civil; mas es ya procesado por desobediencia e infracción de disciplina, y se le juzgará en tribunal militar. Esto aviva el clamor de la prensa, que insiste en la urgente necesidad de las reformas de las leyes penales, que asimilan en penas dos hechos que obedecen a origen tan distinto como el que, por inconcebible perversión, atentó al Presidente, y el que por honrada indignación, atenta a su asesino. A actos originales ha dado margen la tentativa de Mason: los unos, fieles creyentes en aquella severa República de Webster y Madison, quieren que se castigue con toda rudeza este atentado a la vida humana; los otros, obedeciendo a ese flujo incontestable de simpatías y antipatías instintivas que dominan la naturaleza humana, y extraviados por consecuencias exageradas del concepto del bien, no sólo excusa, sino premio quieren para el matador frustrado del frustrado asesino: a tal punto se llega, que los empleados del Correo de Nueva York, esta gran casa con cuyos empleados pudiera sostenerse una batalla, han pedido en un documento público que se gratifique con un ascenso militar al sargento Mason. Prevalece, sin duda, un espíritu de absolución; y, por sobre las agrias censuras de la razón, adivinase el aplauso tácito. Los que, como se la negaran a Caín, negarían su mano a Guiteau la tenderían sin repugnancia a Mason. Hoy mismo inicia un capitán de Washington los preliminares del proceso militar, intentado sin duda para librar al sargento de las prisiones comunes, y de la mayor pena que le hubiera cabido en tribunal civil. De tentativa de asesinato se le hubiera acusado en éste: sólo de conducta perjudicial al orden y disciplina militares, y de haber disparado a un preso sin órdenes de un oficial superior,-acaban de acusarle sus jefes ante Hancock, el caballeresco y bravo Hancock, el general vencido en la última campaña electoral. En Washington, la ciudad tranquila de las calles de asfalto, se juzgará al sargento; no en Nueva York, la ciudad inquieta de calles ruidosas. El sigilo favorecerá la lenidad.

     Y en tanto que un general, notorio por su romántica bravura, ampara así, so pretexto de proceso, a un hombre equivocado,-otro general, a cuya mano no fue pesada la espada de los héroes,-es llevado a la fosa, en la ciudad de Bristol, en hombros de sus leales veteranos. El general Burnside que, como Lincoln, tuvo «para todos caridad, mala voluntad para nadie»; en la batalla pujante como un Par; en el hogar, bueno como un belga,-ha muerto: antes que en la tierra, su cadáver ha descansado en los hombros de sus conciudadanos, tumba digna de los que sirven, como sirvió él, con su valor a la Patria y a la humanidad con su honradez.

M. DE Z.

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