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43. Cartas de Martí

Grandes fiestas y grandes problemas.-De Washington, hace cien años, a Carlisle, Presidente de la Cámara Democrática.-Broadway en fiesta: el último centenario de la Guerra.-La estatua nueva de Washington.-Ben Butler, vencido.-Almas populares.-Querellas de otros tiempos y de estos.-Politicastros ruines.-Honrada elección del Presidente de la Cámara.-Los tres campeones: Cox, Randall y Carlisle.-Lo que significa cada uno.-Librecambismo, proteccionismo y sistema preparatorio.-El gravísimo problema económico.-Sus causas, su alcance, su remedio, sus consecuencias, su aspecto.-El padre Jacinto en New York.-Un cardenal y un poeta inglés.-La Patti



Nueva York, Diciembre 21 de 1883

Señor Director de La Nación:

     Magnífica luna, de luz cara a los hombres, viaja por el cielo. Una luz blanca se esparce por la ciudad, se refleja en los techos, irradia desde el pavimento de las calles y se entra por el alma. Los trineos vocingleros colgados de cascabeles, y a la zaga de alegres caballos, coronada la cabeza de plumero de colores, asoman y se escapan, fugaces como la belleza y la ventura. Se vive como en un astro. La miseria misma parece que se limpia y argenta. Nueva York festeja sus primeras nieves.

     Quedan atrás los grandes días patrióticos, que han sido celebrados con júbilo y bravura, como para dar fe de Nación grave y buena, que no se cansa de sus héroes.

     En 25 de noviembre, cien años ha, los ingleses vencidos salieron al cabo, como de su último baluarte, de la codiciada Nueva York, y Washington y los suyos entraron en la ciudad, sin odio y sin rudeza, como sienta a los héroes, a sentarse en la silla de los dueños; lo cual quisieron los neoyorquinos en este veinticinco de noviembre memorar con festival suntuoso, fogatas y banderas, banquetes y discursos y procesión de armas. Contarlo, fuera tarea épica: millas de hombres; las paredes colgadas y los techos almacenados de niños y mujeres: de lo alto de Nueva York a lo alto de Brooklyn, bajo aguaceros tropicales, y el negro lodo a la rodilla, en masa compacta se apretaba cuanto la ciudad tiene de vivo, a ver pagar la colosal procesión de cinco horas, con sus gallardos coroneles de vanguardia; sus gobernadores y generales afamados, en coches de gala sus zuavos de mostacho gris, vitoreados como vitorea la muchedumbre siempre lo pintoresco y lo brillante; sus negros bulliciosos, que danzaban y cantaban como ebrios,-ebrios de verse libres; sus comparsas de tricornio y barba blanca, vestidos como en aquellos tiempos de whigs y de tories de lindas chupas azules y rosadas. Y los regimientos de voluntarios, que ondeaban a lo largo de Broadway como solemne río. Y los viejos bomberos, que eran gente de pro y no mercenaria, que a la campana que anunciaba incendio salían con su sombrero de hule y su camisa roja, resplandeciente el rostro del gozo del sacrificio, a halar en loca carrera por las calles, uncidos como caballos a las cuerdas, las bombas burdas que eran de uso antaño.

     ¡Qué coros de gloria cuando pasan las banderas rotas, las banderas de la guerra de Lincoln, tardío y grandioso complemento de la guerra de Washington! Cuando pasan, en hombros de los abanderados transidos de la lluvia, los pabellones despedazados, los pilluelos que cabalgan en los postes de la luz eléctrica echan al aire, sin cuidar del agua recia, sus sombreros rotos; olean ambas aceras y se ensanchan, como si creciese el corazón de la multitud; y brillan más a través de las ventanas los ojos de las mujeres, nunca cansados del valor, del romance y de la gloria: urnas de vida.

     Pero el que de toda la procesión distingue el vulgo; aquel a quien saludan las damas desde los balcones, y los hombres con altos hurras desde las aceras; el que con su negro sombrero de tres picos, remate de uniforme ricamente galoneado, no cesa de dar gracias a los vitoreadores a diestra y siniestra, no es neoyorquino, sino de Boston; es Ben Butler; Ben Butler vencido como todo el que osa decir la verdad a los hipócritas: amado, como al cabo lo es todo el que ama; adivinado por la masa pública, que siente que tiene en él como reflejo y campeón voltario y caprichoso como ella; como ella pujante y alma abierta. Quiso volver a ser gobernador de Massachusetts, donde ha probado que a ciencia de los empleados del gobierno, vendíase para curtir y sacar al mercado en guantes y otros usos, la piel de los pobres muertos en la casa de limosna del Estado. Y como ésa probó otras crudezas;-por lo que Massachusetts soberbio, que venía pasando plaza de comunidad inmaculada, dio la espalda a su abogado mejor en las elecciones de noviembre y eligió para su gobernador a un republicano. Lo que no abate a Ben Butler, que adiestra ahora sus huestes para reñir el año próximo,-ya que no por la candidatura presidencial que a haber sido reelecto hubiera acaso caído en él, -por un nuevo término del gobierno del Estado. En verdad quien se siente con fuerzas para hacer bien a los hombres, no tiene derecho al descanso.-¡Butler curioso! En la guerra no intentó batalla que no perdiese: en política, de diez que reñía, nueve perdía; ya en el mando, lo sacan de él cuando hace ánimo de quedarse en él; lo cual dice que no usó malamente del gobierno-como tantos otros-para retenerlo: y la muchedumbre lo aclama, a raíz de su última y estruendosa derrota, como a un triunfador. Es que por sobre tanto hombre vaciado en un mismo molde, el que sale del molde y se crea y crea, brilla como si tuviera luz de sol, y da calor y ciega. Gusta la naturaleza humana de quien deslumbra, produce y acomete; y ama a menudo más la sinrazón brillante y gloriosa que la sensatez moderada y apacible. Todo rebelde tiene un cómplice en cada hombre: y el que anuncia que quiere ser quien es, admira. Admira, en estos tiempos, venales como los antiguos, en que Esaú no ha acabado todavía de comer su plato de lentejas. Pot-Bouille es un bravo libro, que enciende en ira y disgusta, pero enseña, y apenas hay hombre que no sea como aquel arquitecto de Pot-Bouille, que por tener buenos dineros con que pagarse gozos, finge que cree en camándulas de iglesia, y ríe bajo el bigote bien peinado de los retablos de convento que fabrica. ¡Sea rendido tributo al que tiene el valor de ser quien es!

     Como lo ha rendido ahora Nueva York a aquel héroe sereno, a cuyo nombre se inclina la cabeza, como si pasase criatura sobrenatural. Ese día mismo 25 de noviembre, y en el lugar mismo donde se alzó en carne a jurar que serviría a la Unión Americana con amor y lealtad, se alza ahora en bronce, con luenga capa colgada a las espaldas, extendiendo la mano tranquila-como quien ampara y protege-Washington, que cien años hace lloraba en días como éstos, al estrechar la mano, en la fonda célebre-que aún dura-a sus generales y oficiales, que le respondían con mal ahogados sollozos.

     En la escalinata de la Casa del Tesoro, como para decir que los héroes, creadores de las naciones, importan más que la pecunia que luego las sustenta; y frente a la calle de negocios, Wall Street, frente a la misma Bolsa, se levanta ahora, en buena pieza de arte, la efigie de aquel hombre perfecto, tallado en virtudes. Las gentes campesinas han venido a millares, más que a ver, a palpar la estatua.

     Le tocaban las hebillas de los zapatos, la orla de la capa, se iban cargados de medallas con su efigie, de estampas con escenas de su vida, de grandes retratos. Leían en coro, no sin risa de mercaderes opulentos y ricomaníacos corredores, copias curiosas de las gacetas breves de aquel tiempo, en que al paso de Washington, movido más de una vez a dulces lágrimas, se alzaban arcos de que dejaban caer sobre sus sienes, como, en Filadelfia, una corona de laurel: se cubrían de siemprevivas y de mirtos los puentes en que resplandeciente y tranquilo había librado antes batallas; y se vestían de sus mejores trajes las matronas y doncellas para ir a regar flores en el camino del jefe milagroso de la paz. Un ambicioso, es un criminal. Un caudillo desinteresado, es una gala de los hombres y huésped eterno de la patria.

     Recias eran en aquellos días las querellas que venía a calmar Washington. Esos voceadores perniciosos, turbia espuma de todas las revoluciones, vencían y gobernaban, con el nombre de liberales avanzados. Otros, ocupados en fundar la libertad, olvidaban hablar de ella. Los realistas huían aterrados a las posesiones inglesas, o vivían amenazados y tímidos.

     La liberalesca quería punto menos que el cercén de toda cabeza de realista. Y los liberales sinceros como que no necesitaban diplomas de bravura y de lealtad, defendían el derecho de los realistas a vivir en el suelo en que nacieron: perdonar es vencer.

     Y querían los unos, con gran escándalo de los más, que al Presidente se llamara Alteza.

     Y eran pocos los bravos de la guerra que no anduvieron desluciendo sus hazañas con pretensiones de canonjías y emolumentos, como si hubiera paga digna del deber más que el gozo supremo de cumplirlo. Sólo lo arraigado del hábito común de ejercitar la libertad individual, que ponía miedo a los que hubieran intentado sofocarla, salvó a este pueblo en su cuna de esas fieras querellas que mueven en los pueblos nacientes los odios triunfantes y los desordenados apetitos, que en igual grado tuvieron, y con furia semejante enseñaron estos hombres del hielo que los que de derecho somos ardientes y bravíos por tenerlo de la mayor savia de la tierra y la proximidad del Sol. Sólo el ejercicio general del derecho libra a los pueblos del dominio de los ambiciosos.

     Pues ahora mismo, el peligro mayor de esta gran tierra, no es el de una crisis económica, que de todas partes asoma, y hace este año moderada la alegría de Christmas:-es el del desdén de ejercitar el derecho de gobierno que a cada gobernador toca; es el del abandono voluntario de las prendas de sí en manos de los políticos de oficio, criminales repugnantes, que en las cosas públicas hacen a los hombres honrados el efecto que a los creyentes sinceros ha de hacer la presencia de un ladrón en los altares. ¡Abatírseles, debiera como a perros rabiosos! Inventan ofensas, para levantar odios; soplan las iras con aire envenenado para que arrollen los votos adversos; presentan a las muchedumbres incultas, no los peligros venideros y la necesidad de afrontarlos con medidas sabias que recorten para ahora los haberes, pero los aseguren para luego, sino los peligros accidentales, como la cesación de la labor de fábrica y la rebaja de salarios. Callan lo que saben; cansan para asegurar su bienestar de ociosos prohombres, el daño público; fingen cólera y pena que no sienten: ¡si de barro los hubieran hecho, mancharían menos de lo que ahora manchan! Y los rebaños, porque la mayoría de los hombres se mueve aún en manadas, van por donde los llevan los pastores. ¡Oh, Rabelais, grandísimo maestro! Riéndose con risa más sana y saludable que la de Voltaire, pondría yo su efigie culminante en cada plaza pública: para que los hombres se avergonzasen de no serlo y despertasen a sí, con lo que empezarán a ser felices. El egoísmo aconseja la abnegación. Predíquese insaciablemente, y ayúdese, el afianzamiento de los caracteres. Créase en la perpetua vida, que a cada hombre asegura en estación futura el premio de los sacrificios que se impone en ésta. Hágase preceder el dolor al placer, porque está en la naturaleza que vayan siempre equilibrados, y cuando con aquél no se merece éste, éste se paga luego con aquél. Empleen los mejores por la mente y por la ternura, aunque sea con daño propio y angustia, sus fuerzas todas en levantar a su nivel a la gente mínima, que no sabe y no ama. Y así, procurando la felicidad universal venidera, se asegura y avecina la felicidad propia.

     Nótase ahora en los negocios públicos como miedo y espera. Las gentes cautas, que ven venir relativa pobreza y baratura, acaudalan sus fondos, para emplearlos cuando los apuros que se prevén para el comercio obliguen a los que necesitan levantar dineros o deshacerse de su hacienda en mala venta. Queríase alejar del programa presidencial que nada más que programa quiere decir en romance la voz inglesa platform-la cuestión de tarifa. Y la cuestión de la tarifa se impone, y como un gigante entre liliputienses, llena todo el programa. Los demócratas tienen mayoría en la Cámara de Representantes, y en la primera y por cierto culta y leal batalla que libraron por tal o cual candidato para la Presidencia de la Casa, la querella no fue sobre quién defiende con más o menos brío la independencia de los Estados dentro de la Unión, ni sobre quién anhela de más veras la reforma del servicio público; sino sobre quién veía con más prudencia y concreción en los problemas de la tarifa. Tres prominentes demócratas aspiraban, con derecho al triunfo, a la Presidencia. Y fue contienda hermosa, en que los contendientes, amigos buenos, se hacían visitas cordiales, y reñían a la luz del sol, no merodeando votos, ni cambiándolos por la propia independencia,-sino convenciéndolos. Cox, que hace poco fue-como a colorear su viva fantasía-a Constantinopla, y habla a nuestra manera; imaginativa, adjetivosa, alada y abundante, parecía en sus cuartos de campaña, llenos de amigos menos numerosos que activos, caballero de Roma, a la hora de salir a tribunales, rodeado de su cohorte de clientes.

     Randall, austero y agrio, más amigo de los que conservan que de los que impulsan, y tenido por los más como cabeza visible del partido, recontaba de antemano, seguro de su victoria, los votos de sus parciales.

     Carlisle, de frente alta, cuadrado en las sienes; de ceja montuosa, como de quien mira mucho, y sabe callar, y ha padecido; de boca fina como de orador discreto; de ropa y modos llanos, como sienta a hijo de casa humilde y recién hecha; Carlisle, en quien parece que se juntan las dotes dichosas de ir a la par zapando y construyendo, y no echa abajo piedra vieja, para reponer la cual no tenga piedra nueva a mano; Carlisle vencía. Cox es librecambista, y vencerá mañana. Randall, es proteccionista, y venció ayer. Carlisle quiere que se vaya sin conmoción súbita, y de manera que las industrias artificiales del país puedan prepararse para resistir el tránsito del proteccionismo al librecambio: sabe que los errores económicos crean un derecho relativo, tan respetable a los ojos de los hombres prudentes como el derecho absoluto. Derecho de accidente, que para que al absoluto no cierre el paso, ha de irse cercenando, convirtiendo, reponiendo, evaporando.

     Asombra cómo no esclarece en la suerte pública el grave peligro. Por fortuna no bien se anuncia, ya los inteligentes de la tierra, los verdaderos sacerdotes, los caudillos y padres verdaderos, ponen sus odios civiles en freno, como cetrero a sus perros en traílla, y hombro a hombro y, en silencio, ven de hacer camino natural a la catástrofe. Los fabricantes nativos tenaces, que aún ven dinero en el mercado, no quieren que entren sin derechos, o en condición de luchar con los nacionales, los artefactos extranjeros: y los trabajadores apurados, que creen que con la irrupción de productos baratos de afuera se quedarán sin labor que hacer en las fábricas nativas, o cobrarán menos salario por tener que venderse entonces todo lo nativo a menos precio, sin que por eso vean que bajan los costos de vida,-hacen con los fabricantes que los emplean y los azuzan las alas fuertes del ejército proteccionista. Pero la razón, y el miedo que también la sirve, llenan solos, con probabilidades de triunfo, el ala enemiga:-el vigor permanente viene del equilibrio justo. Al trabajo y a la inteligencia humana les están marcando límites de prosperidad precisos.

     El que excede en riqueza, excederá en pobreza. Los países que crecen por merced de condiciones accidentales, y leyes antilógicas que las aprovechan,-enflaquecen de súbito luego como los perros del loco, de Cervantes. En la armonía universal inmensa, el que acapara y abusa, depleta luego y no tiene qué usar. La esclavitud que enriqueció a los dueños, los ha ahogado luego en sangre o en vicios ¡y mejor les fuera haberlo sido en sangre! El proteccionismo, que hinchó con sobra inesperada de caudales las cajas del país, ha roto las arcas.

     El caso es simple. Salta de suyo. La tarifa proteccionista subió de tal modo los derechos de introducción a los artefactos extranjeros, que cerró el mercado a todos los productos extranjeros de las especies que se elaboraban en el país. El país se enriquecía por la abundancia de sus cosechas. Dueños exclusivos del mercado patrio rico, le impusieron a altos precios sus productos imperfectos. El dinero que devolvía el mundo entero por el exceso del valor de las cosechas que iban de los Estados Unidos, sobre el de los artefactos y frutos que venían a ellos, mantenía el mercado pletórico de caudales, por lo que no se paraba mientes en los altos precios. Los grandes provechos acumulados merced a éstos por los productores nacionales, les habilitaron para crear fortísimas fábricas, para montar hercúleos talleres, para poner a hervir el hierro en calderas que parecen montes vacíos, vueltos sobre su copa; para atraer millaradas de obreros, para pagarles cuantiosos salarios, para crear organismos voraces y poderosos, para despertar a la vida ciudades enteras, sobre estas bases de espuma y capricho, que, en cuanto les sacaran el puntal de la tarifa, vendrían todas a tierra. Y mientras el mercado enriquecido se surtía de los nuevos productos, iban como en volandas de gloria los productores. Pero el mercado se ha saciado; las importaciones, con el loco lujo han crecido; el país no necesita más productos nativos de los que tiene; lo que vaya necesitando será siempre mucho menos de lo que las fábricas vayan produciendo.

     Como los manufactureros ganaban tanto, no ponían reparo en pagar los altos derechos que, para que la tarifa fuese lógica, se cobraba por la importación de las materias primas, de manera que con la carestía de las materias primas, el alto tipo de los salarios y toda la entretejida fábrica de costos, crecidos por ley mutua en consecuencia del sistema, los productos nacionales (en gran parte burdos, porque como se vendían de todos modos, no tenían por qué esforzarse en ser mejores) ni encuentran en el mercado patrio quien los compre, ni pueden salir a los mercados extranjeros a competir con los productos rivales, baratos y perfectos. Y la fábrica falsa, tremenda, con sus ojos de hoguera y su vientre de hierro, comienza a levantar al cielo espantada sus millares de manos. Hay manufacturas que se cierran; telares que no tejen; pueblos de hacer máquinas que apagan sus fraguas; asociaciones de obreros; empresarios que despiden a los obreros por falta de trabajo. Este año podrán hacer frente con los beneficios acumulados en el largo período del sistema, al exceso de los costos de las fábricas sobre el de la venta de sus productos. Pero ya comienzan a no poder hacer frente.

     Cada fábrica de estas colosales es un pueblo de millares de vientres que quieren alimentos, de voces que amenazan, de almas que gruñen. Mantenerlas es como mantener ejércitos. Son cosas de gigantes, poderosos y temibles como el anudamiento de los vientos en la atmósfera o como las corrientes de la mar.

     Y la vida de los prohombres es costosa: treinta mil pesos al año, es renta nimia. A poco, va a ser gala tapizar de billetes de banco las paredes. Ya hubo un vil, años ha, que cubrió de billetes de banco un vestido de novia. El problema está erguido. El proteccionismo ha dado su fruto. Se ha creado un colosal pueblo industrial que no tiene mercados donde colocar sus industrias imperfectas.

     Esto que es hoy sospecha mañana será clamor. La inquietud comienza; y en lo hondo, donde se trabaja la superficie, se enciende la vía. La crisis, lenta primero, causará males agudos. Será penosa, amarga, sombría. Depreciaciones súbitas, traerán grandes pánicos. Con continuar la tarifa primitiva, crecería el monstruo. Con abrir de súbito los puertos a los productos extranjeros, quedarían sólo en pie con existencia lánguida, las fábricas que pudiesen afrontar los gastos del período de transformación de manufactura que impone a precios caprichosos en un mercado forzoso un artefacto incompleto, a manufactura que solicita a precios bajos un mercado abastecido, con artefactos perfectos. Y los intereses fabriles son aquí tan grandes, que cercenarlos de súbito sería incomparable catástrofe.

     Parece, pues, necesario ir manteniendo a raya a los productos extranjeros a la par que se avisa del peligro en fecha cercana a los productores nacionales, para que las fábricas tengan al menos seguro el consumo del país, mientras convencidos del error temible y de la rivalidad inevitable, perfeccionen sus artefactos de manera que, con ayuda del derecho bajo a las materias primas importadas, y de los salarios bajos por el descenso en los costos usuales de la vida,-ventajas ambas que vendrán con una tarifa librecambista,-pueda al cabo ser ésta establecida, y aquéllos salir a luchar con los productos competidores en los mercados extranjeros.

     Cuanto aquí pasa hoy, gira sobre esto.

     Ante la pluma se yerguen, pidiendo espacio, el padre Jacinto que aquí predica; un monseñor Capel, magnífica zorra; Mathew Arnold, el escolar inglés que observa y lee en público; y la Nilsson, cuya voz, como un águila herida ya no alcanza a su cielo natural, y muere; y la Patti, criatura canora, de cristal hecha y plata, que aras merece, y no loas de pluma. En nidos se piensa viéndola; nidos de argentería. Toda es hecha de alas, alas que se encumbran graciosamente en su seno, que se recogen coquetamente hacia los pies menudos, que se abren anchamente-como aquellas inmensas y radiantes que Doré pintaba-junto a los hombros columbinos; que caen sobre la gallardísima cabeza en caudas abundantes de plumas negras y sedosas. ¡Y cuando canta el aria de Lucía, parece ala tendida, vuelta al cielo! Se abren cajas de joyas; se ven bandadas de aves, y caen ramos de estrellas cuando canta. ¡Risueña y caprichosa criatura, por quien los hombres han vuelto a ser vasallos!

     Pero mañana hablaremos de Mathew Arnold, alto en inglesa fama; del cardenal de blanda lengua, flexible como estilete napolitano; y del padre Jacinto, un hombre roto.

JOSÉ MARTÍ

La Nación. Buenos Aires, 27 de enero de 1884

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