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¿En quién piensas cuando haces el amor? [Fragmento]

Homero Aridjis





Nosotras leíamos los letreros de las tiendas, los restaurantes y los bares, ejemplos lucientes de la contaminación del idioma: Chicken Rápido, Century Veintiuno; Speak con Propiedad: Escuela de Spanglish; Latinoamerican Institute: Conserve la Tradition; Parking aquí; Pregnant? Nueve Meses Sin Intereses; Café Mejor Lazy que Crazy; Jóvenes Encueradas, Mujeres sin Panties, No Cover; Golden Music. Dancing Topless A Toda Madre; Come: Rumberas Brasileñas; Regálate Esta Noche: Go Out Con Niña Cubana; Suisida, Goce el Último Sigh del Milenio.

Arira caminaba. Hacía calor. El año pasado había llovido poco y la ciudad se moría de sed. La luz pública era tan tenue que parecía una neblina amarillenta. Tembló la tierra. Figuras pornográficas rodaron por el suelo. Los edificios, los antros, las gentes se cimbraron.

-¿Está temblando o estoy mareada? -preguntó Arira.

-El temblor duró un Ave María. Ya pasó, todo recobró su calma -dijo Facunda.

En eso, el azar quiso que nos encontráramos de nuevo con la niña de la calle, la que la camioneta de la Policía Sanitaria se había llevado horas atrás y había pasado hacía poco en el automóvil presidencial. Ella, vestida de rojo, con zapatos rojos y las mejillas manchadas de pintura, salió de detrás de un automóvil negro estacionado en la calle.

-¿Qué te ha pasado? ¿Quién te puso esa ropa? -Arira la cogió en sus brazos.

-Un hombre vestido de mujer.

-¿Adónde están los chamacos? -le preguntó María.

-Los miembros de la Mano Armada nos llevaron a las afueras de Ciudad Moctezuma. Allá, les ataron las manos y les hicieron pum, pum. «Voy a echármelos al plato para que en este mundo haya menos cabrones», les dijo el hombre vestido de negro.

-¿Los mataron, entonces?

-Los chamacos se abrazaron llorando. Cuando cayeron, el hombre de negro pateó sus cadáveres.

-¿Qué te hicieron a ti? -le pregunté.

-Jalándome del brazo, el hombre de negro me llevó a una estación abandonada, la Bernardo de Balbuena. En la puerta me dijo: «En este lugar y en cueros me demostrarás tu inocencia. Si no eres virgen, te va a llevar la chingada».

-¿Eso te dijo el maldito?

-Me desgarró la ropa, me jaló los cabellos, me dio de patadas en el culo, me echó agua caliente en los pies y me empezó a tocar.

-¿Estaba solo?

-No, otro cabrón, en uniforme de soldado, me obligó a chuparle el miembro y me metió el dedo adelante y atrás. Llamándome puta me forzó.

-¿Pudiste verle la cara al soldado? -le preguntó Arira.

-Era lampiño y lacio, tendría veinte años. Cuando le pregunté por qué me maltrataba tanto, contestó que porque hacía calor y el refrigerador estaba descompuesto. Lo que más me asustó de él, es que mientras me golpeaba y fornicaba no me miró a la cara.

-¿Qué más recuerdas?

-Sus manos y su boca olían a sardinas.

-¿Después, qué sucedió?

-Cuando estaba mi cuerpo pateado y sucio, llegó un hombre vestido de mujer. Ése me puso la ropa que traigo, me maquilló, me dio de besos y me violó.

-¿Cómo llegaste aquí?

-Ese mismo me subió en su coche, me paseó por aquí y por allá. Luego, en una calle oscura me bajó y me entregó a los de la Mano Armada. Estos cabrones desde un coche en marcha me arrojaron sobre la banqueta. Aquí estoy.

-¿Qué vas a hacer ahora? -le preguntó Arira.

-Huir, para que no me encuentren los policías. Juraron matarme si digo lo que me pasó o si me vuelven a ver por estos rumbos. Sueño con salirme de la calle. No quiero morir niña, no.

-¿Por qué escapaste de tu madre? -le pregunté.

-Ya no la aguantaba. Ella dormía con un hombre distinto cada vez. Me pegaba porque sus amantes no le pagaban, porque le rompían el vestido, porque el padrote no le hablaba. Yo era su pelota. Cualquier noche la iba a matar a puñaladas un putañero. Escapé.

-Tu padre, ¿dónde está?

-Nunca lo conocí, fui hija de un cliente.

-¿Cómo te llamas?

-No importa mi nombre, ¿cuál es el tuyo?

-Me llamo Yo.

-¿Yo?

-Yo.

-Eso es ridículo -sonrió la niña de la calle y se quedó atenta, como tratando de ver enemigos que se acercaban ocultos en la multitud.

-¡La Extra!, ¡La Extra! -aulló un vendedor de periódicos de El Azteca-. ¡El ejército de Estados Unidos ha invadido a México! ¡Las tropas del país vecino avanzan por tres frentes hacia la capital!

-¡Sin resistencia los estados fronterizos se han entregado al invasor. Las fuerzas enemigas evitan las oleadas humanas que quieren pasar al otro lado! ¡La frontera está militarizada! -gritó otro.

-¡Abrumado el campo por la sequía, las ciudades sin agua, los pozos petroleros agotados, las minas cerradas, la industria paralizada, el gobierno se ha declarado en moratoria de pagos! -añadió el primer vendedor.

-Ante la pérdida de su país, lo único que han hecho los mexicanos es pelearse entre ellos. Son más importantes sus rivalidades que la patria -siguió el segundo vendedor.

-Otro conflicto inventado por Huitzilopochtli Urbina para declarar un estado de emergencia y quedarse en el poder dos años más -exclamó un hombre de bigote blanco y gafas sin vidrios, un intelectual connotado de Ciudad Moctezuma.

-Por los congestionamientos de tránsito que sufrimos, ningún ejército extranjero será capaz de entrar al Centro Histérico de la ciudad, se quedará atorado en el periférico, ¿por qué afligirse? -replicó un señor de facciones grisáceas y lentes cenicientos, un intelectual prestigiado de Ciudad Netzahualcóyotl.

De pronto, en la muchedumbre surgió el policía judicial vestido de negro. Descubrió a la niña.

-Allí está el cabrón -dijo ella y se echó a correr.

El hombre la siguió tranquilamente, seguro de sí mismo, como araña que sabe que va a atrapar a la mosca.

Pasó una carroza negra con un difunto.

Coches de diferentes modelos y colores, arrastrando listones de luto, iban detrás. Se dirigían al cementerio de las afueras de las afueras de Ciudad Moctezuma.

Por esos días había tantos muertos para sepultar o incinerar que a muchas familias les tocaba un horario nocturno para disponer del cadáver del pariente fallecido. Otras tenían que esperar semanas con el cuerpo del occiso refrigerado en la morgue o embalsamado en la sala de su casa.

Un viejo, desde la ventana abierta de un vehículo blanco, hizo la V de la victoria con la mano.

-No es ningún triunfo morirse -dije.

-El occiso era de un partido de oposición. Venía de Chiapas y su coche fue embestido por un tráiler. El chofer era un nacoteca. La ejecución se consideró accidente carretero -informó Facunda.

En los otros automóviles del cortejo fúnebre las gentes dejaban escapar risas indiscretas, como si viniesen contándose chistes.

No me quedó bien claro si yo era el motivo de sus bromas o solamente al reírse volvían la cara hacia mí. El caso es que cuando mostré extrañeza el viejo cerró rápidamente la ventanilla.

El conductor de la carroza se bajó para quitar una llanta ponchada que obstruía el paso. El chamaco de la cicatriz sobre la frente, que había sido secuestrado por los miembros de la Mano Armada, apareció para ayudarle. Traía el brazo izquierdo lastimado. Recibió una propina.

En medio del tránsito del alba, sin más contratiempos la caravana luctuosa continuó su marcha hacia el cementerio.

-Desde esta esquina un día fueron visibles los volcanes. Monstruos mitológicos, camuflados por la infición, ahora no se ven -dijo Arira.

-En apariencia son prescindibles, han desaparecido del paisaje y de las conversaciones familiares, pero un día retornarán. Se hablará de ellos el día que despierten y arrojen fuego sobre el valle. Como en la antigüedad -dije yo-. Ahora están ocultos. Ahora no son más grandes que una desgarradura en la inmensidad del neblumo.

Arira observó el cielo.

-Me gustaría ver la salida del sol pero no estoy segura de qué lado del horizonte aparecerá, si aparecerá.

-El firmamento es un desierto aéreo bastante deprimente -dijo Facunda.

Amanecía. Rayos negros atravesaban la atmósfera. O anochecía. Manchas azulosas conformaban un crepúsculo turbio.

Como una boca negra, un charco bebía en el suelo los fulgores del sol plomizo. La luz, aquella luz fabulosa de la que habían hablado generaciones de viajeros, ahora sólo podía ser vista con los ojos cerrados, sólo podía ser imaginada.

-Es tiempo de irse de aquí -profirió María, sin que precisara si había que partir de la ciudad o del mundo.

-Eso lo vienes diciendo desde que te conozco y no te has ido -replicó Arira.

-¿No te sucede, como diría Luis Antonio, querer mirar los ríos y las montañas de tu infancia, no como son actualmente, sino como fueron antes? -le preguntó María.

-Sí, me sucede -respondió Arira.

Pasamos junto al cementerio. Sumamente congestionado, tenía lápidas al borde de la calle. Esa semana se anunciaba en oferta cajas bancarias para guardar las cenizas de los incinerados.

Los nombres de los muertos de fines del siglo XX se podían leer en el primer nivel, en tumbas individuales o familiares, acompañados de plegarias y ruegos inscritos sobre el mármol. Los nombres de los muertos recientes estaban apuntados en una lista tan larga que iban de arriba abajo por la pared. Los últimos estaban escritos sobre la banqueta.

Tocando las primeras tumbas, los autobuses tronantes y humeantes de Ciudad Moctezuma partían cargados de pasaje cada minuto hacia el Cerro La Blanca. Al alejarse por la Avenida del Partido Único de la Corrupción, las unidades daban la impresión de internarse en un túnel al aire libre.

En eso, en la plaza, volteando sobre su hombro derecho, al ver venir a Arira el músico indígena adolescente hizo una señal con su batuta a la orquesta de niños indígenas y la melodía del vals Alejandra llenó los aires. El director, al darse cuenta que Arira se detuvo para oírlos, se dio vuelo.

En eso, del cementerio salió el hombre alto.

Al principio pensé que era una alucinación mía provocada por el cansancio y la falta de sueño.

Él avanzó hacia mí.

Distraído por mi persona, o por la música de la orquesta del director indígena, no se fijó que venía un camión de carga a toda velocidad.

No pude soportar la vista del accidente y apreté los párpados, escuché el golpe y el chirriar de los frenos.

Cuando abrí los ojos, delante del vehículo yacía un hombre. El hombre que iba a compartir mi vida. El único hombre que había en el mundo para mí.

Yerto sobre el pavimento, había dejado de resollar y de quejarse. Un taxista trató de levantarlo, pero lo dejó caer porque era demasiado pesado o era un caso perdido.

Un zapato se le había salido y sus ropas estaban embarradas de sangre. Yacía bocarriba, con los ojos abiertos, un hilillo rojo le bajaba del labio derecho. Para que no diese lástima una señora lo tapó con una cobija.

Un círculo de curiosos impidió la vista. Los automovilistas que pasaban disminuyeron la velocidad o se detuvieron para curiosear. Un policía comenzó a preguntar a la gente si se sabía quién era y si alguien venía con él.

-Caminaba del brazo de una mujer vestida de amarillo -respondió el taxista.

-¿Y dónde está la mujer?

-No sé dónde quedó, seguramente escapó o fue aplastada también -contestó el taxista.

-¡Tonterías! -exclamó una vieja-. Venía solo.

-Estaba borracho -dijo la señora de la cobija-. Lo vi salir de la cantina de enfrente. En ese crucero siempre dejan el pellejo los ebrios.

-El hombre era ciego y no vio venir el tráiler -explicó el chofer que lo había atropellado.

-No era ciego, si vio el camión y de todas maneras cruzó la calle, quería morirse -aseguró un ciclista.

-No quería suicidarse, creyó que el vehículo se iba a detener al verlo cruzar la calle -opinó la vieja.

-El muerto era un niño que se dirigía a la escuela -intervino un automovilista desde su coche.

-No era niño y no está muerto -dijo la vieja.

-Estoy seguro que era un joven como de diecisiete años de edad -volvió a abrir la boca el automovilista.

-Tampoco era un joven -lo refutó la vieja.

-Entonces era un vejete de cien años -se enojó el automovilista.

-Tampoco, señor -le salió al paso la vieja.

-Denle agua, ha de tener mucha sed -levantó la cobija el taxista para mirarlo de cerca.

-Que nadie le dé agua -dijo la vieja.

-Llévenlo a la cantina, mientras llega la ambulancia -sugirió el taxista.

-No, no lo muevan -ordenó la vieja.

-Señora, cállese por favor, usted no sabe nada -replicó el taxista.

-El que no sabe es usted -lo calló la vieja.

Un policía extrajo del bolsillo interior del saco del atropellado una credencial de la Federación de Ciegos Anónimos expedida a nombre de Rodrigo Rodríguez Fernández. La foto de la credencial no se parecía al hombre alto que yo conocía.

En el bolsillo derecho del pantalón el mismo policía halló una credencial procedente de la Asociación Nacional de Aviadores emitida a nombre de Fernando Fernández Rodríguez. El rostro en la foto tampoco se asemejaba al suyo.

Abrumada por el círculo de cabezas, Arira manifestó que no tenía humor para presenciar accidentes de otros ni para llorar difuntos ajenos. María se quejó del calor. Yo, cobarde, no les dije que el hombre atropellado tal vez era el amor de mi vida. Con indiferencia aparente seguí caminando. No esperé la llegada de la ambulancia de la Cruz Verde, también llamada la Junta Cadáveres.

Frente a la casona vieja, al fondo de la calle de Amsterdam, Arira buscó en su bolso las llaves del portón.

Pasó una señora gritando el nombre de su marido atropellado y me di cuenta que el atropellado no era Baltazar.

-La casa nos está esperando desde ayer -dijo Arira-. Detrás de su fachada ruinosa palpita un organismo consciente.

-A su alrededor generaciones humanas han pasado, edificios y monumentos han caído, pero ella, la vieja, todavía está aquí -añadió María.

De puro gusto, porque no había sido Baltazar el muerto, recogí una hoja del suelo y me la llevé a la boca, comiendo su color, su rojo amargo.





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