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Enseñar a dudar: conversación con José Manuel Blecua

Carme Riera



El próximo 10 de enero de 1983 José Manuel Blecua, catedrático de Historia de la Lengua y la Literatura españolas de la Universidad de Barcelona, cumple setenta años. Con ellos le llega la hora de la jubilación, tras haber dedicado casi cincuenta a la enseñanza, primero en Institutos y luego en la Universidad de Barcelona.

En el fantasmagórico panorama universitario de los años cincuenta -casi recién arrinconada la silla vacía donde debía sentarse, se supone, el espíritu del estudiante caído por Dios y por España- sus clases congregaron a multitudes de estudiantes. A menudo los alumnos matriculados en sus cursos debían disputarse los bancos con los forasteros procedentes de Derecho, Económicas o Arquitectura... Blecua explicaba Literatura castellana del Siglo de Oro aunque hacía largas excursiones -en los cursos de comunes- hasta el siglo XX para demorarse en tal o cual pasaje de Guillén, Salinas o Cela.

A través de una lectura atenta de los textos comunicaba a su auditorio con el escritor que se proponía analizar. Su papel era, es, puesto que el método no ha variado a lo largo de sus años de docencia, el de un intermediario, oficiante de una ceremonia casi sagrada cuyas palabras servían a la directa palabra del creador.

Pero Blecua era, además, un profesor distinto. Un hombre elegante cuya indumentaria no tenía nada del torpe aliño característico de tantos dómine Cabra de la época, machadianos sólo por el forro. De trato fácil, asequible, pese a su sordera inveterada, se interesaba y conocía a sus alumnos, a quienes, a menudo abría su casa de Folgarolas.

Si tuviera que caracterizar con un sólo rasgo al doctor Blecua escogería la generosidad. No sólo porque es capaz de prestar sin excesivo dolor aquella primera edición inencontrable, o de facilitar el acceso a un manuscrito encerrado en una biblioteca privada, sino porque, incluso sus palabras, los adjetivos con que suele calificar a las personas y objetos, aunque nunca hiperbólicas, tienden a ser espléndidas. Y eso me parece admirable, especialmente en un país mezquino como el nuestro, poblado por egoístas y tacaños de palabra y obra. Pero a la vez esta generosidad léxica lleva a Blecua a no hablar nunca mal de nadie, como si se tratara de evitar cualquier compromiso, tomando una actitud pasota «Yo no paso, porque es inmoral pasar -replica Blecua a mis palabras-, pero es que no me gusta hablar mal de nadie. Se que hay, claro, personas y personas, pero yo no soy quien para juzgar a los demás.»

Blecua, a quien no ha sido nada fácil entrevistar -el tópico de la humildad toma carta de naturaleza en él- se horroriza con mis afirmaciones anteriores e incluso me incita a que las elimine. No pienso hacerle caso. Y aunque si bien es cierto que en la vieja Facultad de Letras catalana catedráticos como Riquer o Vilanova pueden ser considerados también como maestros, no por esto Blecua deja de ser Blecua. Justicia obliga. José Manuel Blecua Texeira nace en Alcolea de Cinca (Zaragoza) en 1913.





No conservo primeros recuerdos, pero sí muchos recuerdos de una infancia feliz en mi pueblo, Alcolea de Cinca; esa infancia de niño pueblerino, desde una escuela de párvulos en la cual los niños nos sentábamos en unos bancos largos, que subían en forma de grada o escalera, y la maestra, cuando alguien enredaba demasiado, nos pegaba con una caña. Recuerdo la emoción que me causó aprender a leer juntando las sílabas para formar las palabras. Y recuerdo muy bien los muchos ejercicios de escritura que hice y cómo durante el verano mi padre me mandaba a casa de una señora para seguir escribiendo. Naturalmente, recuerdo mis andanzas por las huertas y los huertos y hasta la emoción de descubrir nidos de perdices por un monte cercano o bajar al corral a buscar los huevos recién puestos. En fin, recuerdo mil cosas...

Yo comencé a estudiar el plan de 1903 o 4. Como me suspendieron en ingreso por no saber dividir, las matemáticas fueron después mi obsesión; estuve un año preparando el ingreso y después hice primer curso durante el verano, pero no lograba entender las oraciones compuestas, porque el librito era muy confuso. En tercer curso, cambió el plan un ministro de Primo de Rivera que se llamaba Callejo, quien suprimió la Gramática y la sustituyó por una Terminología científica, literaria y artística, si mi memoria es fiel. Pero el plan Callejo estableció el Bachillerato de Letras y Ciencias, con examen final de ingreso en la Universidad, y yo opté por Letras, aunque las Ciencias Naturales me gustaban mucho, pero las matemáticas se me hacían muy dificultosas.

Recuerdo muy bien entre mis profesores al de Latín, don Miguel Labordeta, padre de los poetas Miguel y José Antonio, y a don José Mª Castro y Calvo que explicaba Literatura y siempre traía en las manos una obra para leer. Recuerdo que ponía unos papelitos en las páginas correspondientes.

Estudié Letras y Derecho en la Universidad de Zaragoza, que se parece muy poco a la de hoy. Sólo tenía, como casi todas -salvo Madrid y Barcelona- sección de Historia, y la Literatura y la Filosofía como ciencias auxiliares, por decirlo así. A las clases de Literatura asistí muy pocos días, porque el profesor nos leía el manual de Salcedo y Ruiz que yo tenía ya en casa; pero fui durante toda la carrera a oír a José Gaos, que explicaba prodigiosamente Filosofía. Recuerdo con mucho afecto a don Andrés Giménez Soler, el autor del libro sobre don Juan Manuel, que entonces estaba imprimiendo, y a don Pascual Galindo, catedrático de Latín.

Empecé a dar clases en el mismo colegio de Santo Tomás de Aquino, propiedad de don Miguel Labordeta, y en el Instituto «Miguel Servet» como ayudante gratuito. También lo era de la Universidad; pero no recuerdo exactamente mis primeras clases, porque enseñaba, es un decir, lo mismo Historia que Gramática y Literatura, como todos los jóvenes licenciados de entonces, y supongo que también los de ahora. Mientras tanto preparaba las oposiciones de Instituto, que hice con Díaz Plaja, Rodríguez Moñino, Filgueira Valverde y Carmen Castro, la hija de don Américo, entre otros. Éramos ciento diez aspirantes a ocho plazas y yo conseguí el penúltimo lugar para ir a Cuevas de Almanzora, en la provincia de Almería, donde preparé la primera edición del Libro Enfinido de don Juan Manuel y escribí un ensayo sobre Cántico de Jorge Guillén que por fortuna no se publicó; sí se publicó durante la guerra el librito de don Juan Manuel en la Revista de la Universidad de Zaragoza.

No recuerdo especialmente los primeros alumnos; sí los que tuve después en el Instituto «Goya» de Zaragoza, en el que estudiaban M. Alvar, F. Lázaro, Paco Monge, Gustavo Bueno y otros en el mismo curso, que fue realmente excepcional.

Mi primer artículo, cuando tenía 18 años, apareció en el Heraldo de Aragón y en él sugería la posibilidad de estudiar la creación de una Ciudad Universitaria, parecida a la que se comenzaba a hacer en Madrid. Lo curioso es que el proyecto no cayó en saco roto; se estudió y se comenzó a llevar a cabo, hasta el punto de que en 1936 estaba ya construido el edificio de Filosofía y Letras.

Blecua es uno de los más importantes especialistas mundiales de la literatura castellana del Siglo de Oro. Entre sus trabajos de investigación, en este campo, destaca la edición crítica de la Obra Poética de Quevedo. Y sin embargo, su especial dedicación a Quevedo parece fruto de la causalidad.

He explicado ya en el prologuillo al volumen I de las Obras Completas de don Juan Manuel lo que me ocurrió: yo quería hacer la tesis doctoral con la edición crítica de todas las obras de don Juan Manuel y su vocabulario, pero el catedrático al que acudí en Madrid, donde se hacía el doctorado, no le pareció un tema adecuado. Volví a Zaragoza y en la Biblioteca Universitaria encontré el Cancionero de 1628, que comenzaba precisamente con el Heráclito cristiano de Quevedo, pero con variantes muy notables; lo que sucedía también con los poemas de Lupercio y Bartolomé Leonardo de Argensola. Decidí entonces preparar las ediciones de los Argensolas y Quevedo, pero cierto día, buscando en la Biblioteca Nacional un manuscrito con una comedia de Lupercio, encontré en el mismo volumen un estupendo manuscrito que contenía numerosos poemas inéditos de Herrera y decidí también publicarlo y preparar la edición crítica de los poemas del divino sevillano. Toda esta labor me obligó a ver cientos de manuscritos poéticos de los siglos XVI y XVII y esa es la explicación de haberme pasado tantos años leyendo poesía de esa época. Pero yo quería volver al viejo proyecto de la edición de don Juan Manuel y ahora espero de un momento a otro la llegada de las segundas pruebas del volumen segundo que edita con mucho rigor Gredos.

Quevedo me parecía y parece uno de los más grandes poetas españoles de todos los tiempos y muy necesitado de una edición crítica, ya que Don Francisco tuvo poca suerte con los editores. Si yo no he logrado hacer la gran edición que se merece, sí la hice lo mejor que pude y supe, porque los problemas de la transmisión de esa obra son extraordinarios. Creo que deseché más de doscientos poemas atribuidos a don Francisco en manuscritos y ediciones.

En el doctor Blecua se aúnan las dos condiciones indispensables a un buen profesor: una probada capacidad docente y un serio trabajo de investigación. En consecuencia nuestra conversación se centra ahora en los requisitos exigibles a quienes profesan la literatura.

Las condiciones de un buen profesor creo que deben comenzar por eso que se llama vocación o pasión por la enseñanza; lo que lleva consigo su gusto y entusiasmo por lo que enseña. Pero debe ser también un investigador y poder comunicar a sus alumnos el placer por descubrir aspectos inéditos o no estudiados con rigor. Debe decir en clase que se puede investigar sobre lo que está explicando, qué lagunas existen y no repetir lo que está bien dicho en un manual, aunque algunas veces es inevitable, cosa lógica. Debe enseñar a dudar incluso de documentos muy sólidos en apariencia y de teorías más o menos nuevas. Pero debe ser cordial también con sus alumnos y no distante, ni menos todavía, temible y el buen alumno es el que estudia lo que debe y además tiene una inmensa curiosidad por las materias cercanas o afines y hasta por las lejanas, aparte, claro está, de poseer en alto grado el «vicio» de leer; pero yo recomendaría que se leyera muy despacio y bien, al revés de lo que ciertos señores pretenden.

La primera condición de un buen investigador debe ser una inmensa curiosidad por enterarse hasta lo más hondo de un problema que ha llamado su atención. La segunda, una infinita paciencia, porque ya Gracián decía que si se tiene paciencia se tiene ciencia. Para todo, y no sólo para investigar, hay que tener una infinita paciencia: vivir, creo, es convivir con mucho afecto y paciencia. No importa, como dice Ramón y Cajal, que se descubran mediterráneos porque eso indica que no se iba desencaminado y que el camino era el acertado. No debe el investigador tener prisa y deberá recordar siempre los versos de Antonio Machado:


Despacito y buena letra:
el hacer las cosas bien
importa más que el hacerlas.

Pero el investigador deberá, a su vez, estar muy atento a ciertos hilos que se desprenden de su investigación, porque esos hilos pueden llevar a otra de consecuencias imprevistas. Siempre cuelgan cerezas del puñado que el investigador coge en la mano.

El panorama de la Universidad española, menos desesperanzador que en los años cincuenta, deja de todos modos mucho que desear. Por un lado la masificación del alumnado, pese a la tan odiada selectividad, por otro la torpeza de los planes de estudio y la carencia de medios impiden un adecuado nivel que a la larga y a la corta repercuten en el conjunto de la enseñanza que se imparte en el país.

Los actuales planes de estudio, sin ser perfectos, son mucho mejores que los que yo conocí. Tenga vd. en cuenta que hasta hace pocos años no existía una cátedra de Lengua Española y hoy hay sesenta doctores aspirantes a unas cuantas plazas de profesores adjuntos. España es el país europeo que tiene más doctores en la segunda enseñanza. El problema está en el excesivo número de alumnos, que impide una tarea eficaz.

La Universidad americana me pareció mucho mejor, porque además lo es. Tenga en cuenta que son dos tradiciones muy distintas en todo, desde la manera de acceder a un puesto universitario a las posibilidades materiales para trabajar e investigar. Cuando estuve con Amado Alonso en Harvard, la biblioteca universitaria tenía más libros y bibliotecarios que todas las bibliotecas universitarias españolas. Por otra parte, ningún profesor tiene, como yo este año, alrededor de doscientos alumnos entre dos grupos, teniendo en cuenta además que se trata de la especialidad.

Mac Luhan, en sus famosos escritos, preconizó el fin de la cultura impresa, el fin de la Galaxia Gutemberg. Parece que el libro está de capa caída frente a los nuevos medios audiovisuales y que la literatura, frente al cine o al video, es un arte a extinguir.

Creo que ahora se lee más que antes, pero este es un viejo problema de política cultural que debe comenzar en la escuela y seguir en casa y, además, que abunden tanto las bibliotecas como los bares y las discotecas, o casi tanto. Que un niño o adolescente encuentre cerca de casa una biblioteca, aunque sea pequeñita, y lo mismo en la escuela o colegio y en el Instituto. Leer es un hábito que se consigue con facilidad si se sabe estimular desde la niñez, como sabe todo el mundo, pero no siempre el niño lector encuentra en casa o cerca de ella el libro que le gustaría leer. Hay que multiplicar las bibliotecas en los barrios y en los pueblos y hasta hacer propaganda acudiendo a la televisión, cuya fuerza es inmensa.

Yo no tengo libro de cabecera y suelo leer poco por la noche; no leo en la cama porque duermo poco y mal. Le confesaré que me siguen entreteniendo mucho las novelas policíacas. ¡Qué le vamos a hacer! Pero admiro muchos escritores clásicos y contemporáneos y la lista sería muy larga, porque desde Garcilaso a Miguel Hernández hay toda una pléyade de escritores a los que admiro muchísimo y he leído y comentado más de una vez.

No sabría definirle con precisión qué es la literatura, porque como vd. sabe mejor que yo, es una cuestión «disputada». La mejor definición es la que funde la belleza con la palabra. Juan Ramón, que distinguía como Croce y otros, entre literatura y poesía, decía que la poesía era la «expresión de lo inefable» y la literatura «traducción». El problema es muy complicado, tanto que Alfonso Reyes escribió todo un libro hace casi cuarenta años, titulado El deslinde, para llegar a una definición que además es muy complicada.

Obra maestra sería para mí, y para todos, lo que es capaz de resistir el tiempo, de ser leído con gozo dos siglos o tres después de escrita, como tantos que vd. conoce muy bien.

Me alegró muchísimo la noticia de la concesión del Nobel a García Márquez. Porque García Márquez devolvió varias cosas a la literatura en lengua castellana, desde la imaginación a la gracia en la escritura, eso que abunda tan poco. Tiene gracia, ángel y duende, como decía García Lorca.

Literatura y vida. Literatura distinta a la vida. Vida y literatura.

La pregunta es demasiado complicada porque envuelve cuestiones, a su vez, muy apasionantes. Creo que habría que distinguir entre distintos géneros literarios, porque si vida y poesía los funde maravillosamente Lope, por ejemplo, no ocurre lo mismo con el teatro, ni con la novela de un Galdós, porque las experiencias de Fortunata y Jacinta no creo que tengan mucho que ver con las de su autor, ni las de La Regenta con las de Clarín. Se suele olvidar con demasiada frecuencia la capacidad de creación de muchos autores, hombres y mujeres, que no parten de sus experiencias. Las imaginan, simplemente. Basta recordar la lista de personajes femeninos creados por hombres y no por mujeres.

¿Qué para qué sirve la literatura? Yo creo que la mejor explicación la dieron los clásicos cuando hablaron de lo dulce y lo útil, del provecho y del deleite, porque sin gozo la literatura es aburrimiento y el provecho puede consistir en mil cosas. Por ejemplo, en vencer una dificultad, como quería Góngora, o en darse cuenta de una realidad social cruel, como Dickens. La literatura es siempre enriquecedora y no empobrecedora. Casi la mayor parte de los sentimientos humanos han salido de la literatura. El provecho varía con las épocas y hasta con las generaciones. Recuerde vd. a Sartre y su influjo.

Blecua da la imagen de un profesor formado en el Centro de Ampliación de Estudios, que tras una larga estancia en Oxford conviviera con algunos de los poetas profesores de la generación del 27 en un College americano y que, como ellos, se hubiera dedicado también a la literatura de creación.

No, yo no he tenido vocación de escritor, porque no se puede llamar creación a haber escrito unos cuantos artículos en el Heraldo de Aragón. Nunca he tenido la tentación de escribir una novela o de publicar un libro de poemas, aunque haya escrito algún cuento más o menos surrealista. Me faltan una serie de cualidades que sé muy bien que no tengo.

Pero esta imagen de Blecua tal vez pudiera ser producto de una dedicación de años para seleccionar entre todas las posibles la más idónea, la que mejor se adapte a los trajes de gales y a las corbatas de seda italiana o a aquellas otras que lleva más a gusto porque no son ni de seda ni italianas, aunque lo parezcan y además le cuestan una ridiculez en un almacén cualquiera...

Todos, como vd. sabe muy bien, y es muy viejo, representamos un papel, y muchas veces no se sabe si es auténtico o no. Yo creo que lo represento discretamente, porque me es natural, como en otros es natural la afectación, pero ¡vete a averiguar! No pienso que exista otro Blecua que el que todo el mundo ve y conoce y trata.

Yo tampoco lo creo aunque a veces, muchas veces, me gustaría saber cuál es el secreto de Blecua y cuáles sus deseos inmediatos fuera de la preparación de la edición crítica de Fray Luís de León, a la que se piensa dedicar en cuanto le jubilen, o la Vida y obra de Quevedo que tiene planeado escribir y la colaboración ¡qué remedio! inexcusable en los homenajes que se le tributarán...

Daría algo por saber qué otras cosas le ha pedido a la vida este hombre de maneras finas, discreto, en la acepción de los clásicos, con una enorme capacidad de seducción y un sentido innato de la mesura o aprendido, tal vez, en su diario comercio con los renacentistas. Pero me temo que mi curiosidad una vez más se verá frustrada.

Ser catedrático ha sido la mayor ilusión de mi vida. Por esto me siento melancólico: dentro de poco dejaré de serlo.

«La vida baja como un ancho río» escribe un moderno remedando a un clásico, comentado infinidad de veces por el maestro Blecua en sus clases. También contagia la melancolía. Y para disiparla nada mejor que cambiar de tema. ¿Se siente orgulloso de ser el fundador de la «saga Blecua»? (dos hijos y tres sobrinos profesores universitarios de Lengua o Literatura, además de dos nueras en enseñanza media).

Muchísimo, claro. Porque además son, aparte de eruditos e inteligentes (más que yo) hondamente humanos. Lo que me parece lo más importante para andar por el mundo.

Y nos enzarzamos ahora en una conversación bucólica que, en los tiempos que corren, casi podría ser clasificada de política.

Todas las flores me gustan muchísimo, desde la más bella rosa a la más humilde del tomillo, por ejemplo, o la amapola en un campo de trigo. Y todos los pájaros volando y todos los árboles, aunque los chopos y los álamos me gustan muchísimo. El paisaje que prefiero es cierto camino que va de Jaca a un pueblo llamado Barraguás por donde suelo pasar todos los días del verano. Tiene además las puestas de sol más arrebatadoras que conozco.

Doy por finalizada la entrevista. El doctor Blecua, siempre tan gentil, me acompaña hasta la puerta de su despacho pero no me despide todavía. Caminamos juntos unos pasos más, hasta el claustro de la facultad de Letras. Todo está tranquilo abajo, en el patio. Ni octavillas, ni mítines ni cargas de la policía. Poco tiene que ver esta universidad de ahora con la que yo conocí al finalizar los sesenta. Tal vez con el «cambio» muchas deficiencias -de entonces y de ahora- puedan ser solucionadas...

El triunfo de los socialistas me parece un suceso histórico impresionante y lleno de ilusión colectiva. Yo siento una inmensa curiosidad por ver cómo realizan algunos proyectos y deseo que todo salga muy bien, sin estridencias de ninguna parte. Puede ser el inicio de una política democrática de corte europeo.

Así sea.





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