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ArribaAbajoDisertación nona

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ArribaAbajoDisertación sobre un hecho particular de Colón

CONDUCTA DE LAS NACIONES EUROPEAS EN ASIA.

COTEJO DE LA MUERTE DEL LORD..., CON LA DE HERNÁN CORTÉS.

Los antiguos maestros del arte de hablar, que nos han dado tantas reglas juiciosas e ideadas con singular perspicacia y prudencia, no se descuidaron de advertirnos que si por ventura nos conviniese referir algún suceso extraordinario y casi imposible, procurásemos detenernos en pintar con colores muy vivos algunas de sus circunstancias más menudas, aunque parezcan a primera vista de poca o ninguna   —172→   importancia; a fin de que esta escrupulosa exactitud dé a los oyentes o lectores una idea sumamente ventajosa de nuestra veracidad: de suerte que examinando sólo muy por encima la sustancia de la narración, no echen de ver que va fuera de los términos razonables, y antes bien la reciban y admitan como contingible y verosímil. Este precepto o regla la confirma Aristóteles, según su costumbre, con el ejemplo del padre de la elocuencia, esto es, de Homero; el cual en la amena y artificiosísima relación que Ulises hace de sus aventuras verdaderas y falsas al rey Alcinoo y a su ociosa y afeminada corte, en llegando al horrible naufragio y paso por el estrecho de Peloro suspende por un rato, la representación de tan trágica escena, para describir la higuera, mejor diré el cabrahigo, que crecía sobre el techo de la cueva o abismo de Caribdis, y cuyas prolongadas ramas extendiéndose por el aire un gran espacio fuera del escollo, dice el Héroe viajero, que lo sirvieron en tan grande aprieto de un seguro asilo; pues colgándose de ellas con las manos, pudo librarse de ser tragado por el espantoso torbellino que las olas del mar terriblemente   —173→   agitadas formaban de bajo de sus pies. Pondera en aquel lugar Aristóteles como sin la descripción al parecer tan poco, importante del referido árbol silvestre, toda aquella extrañísima aventura de Ulises hubiera pasado sin duda por falsa y ridícula. Nuestro elocuentísimo e ingeniosísimo Cervantes, comparable en la invención y elocución al Príncipe de los poetas griegos, se vale en mil lugares de esta misma regla; pero con tal artificio y primor, que los sucesos más extravagantes y los más disparatados sueños reciben de su delicada pluma un cierto colorido de probabilidad y verosimilitud, que es quizá lo que tanto nos encanta y suspende en sus escritos. Y estos dos ejemplos de autores tan insignes nos autorizan para asegurar en general que la práctica de dicha regla, como se nivele con la prudencia, no dejará nunca de producir un efecto maravilloso.

Todo esto he dicho para hablar del criminal abuso que cierto Autor extranjero ha hecho de la expresada regla para infamar no sólo a los conquistadores de la América, sino también y aun mucho más a los Monarcas y ministros que gobernaban entonces esta nación. Dice, pues, así el indicado Escritor, que es a   —174→   un mismo punto, como el lector puede presumir, historiador verídico y filósofo grave y juicioso: «En tiempo de las grandes conquistas de las dos Américas, la corte de España satisfecha de los muchos y buenos servicios de algunos fidelísimos dogos y mastines que habían militado bajo las victoriosas banderas de Colón, ordenó que a los referidos animales se les acudiese con un competente prest como a tropas auxiliares; por manera que en las listas que se han conservado hasta el día de hoy tocantes al estado militar da los españoles en aquella época, se lee expresamente que el alano llamado Becerrillo siendo ya inválido ganaba dos reales al mes: suma, añade, considerable en aquel tiempo, pero recompensa muy debida a las empresas marciales y a los innumerables triunfos de tan intrépido guerrero.»

¿Qué juicio deberá formarse de este cuento gracioso? ¿No echará cualquiera de ver, pregunto, en ese prest y, en esos dos reales de vellón al mes, con que nuestra corte premiaba al inválido Becerrillo, no sé qué semejanza con la higuera silvestre de la cueva de Caribdis de que, hablamos poco ha, o con   —175→   aquella frondosa enramada de verde y delicioso prado en que iban a celebrarse las bodas que tan caras costaron al rico Camacho? Sin embargo, el Autor de ésta puntual y curiosísima anécdota no escribe fábulas morales o entretenidos episodios, como Cervantes y Homero, sino severas reflexiones históricas y críticas que manan, según afirma, del fondo de una filosofía imparcial y sincera como de una fuente pura y cristalina.

Aunque pues tan despreciable sátira no merezca en realidad ninguna respuesta, concederé de buena fe a su Autor que viendo Colón que con un puñado de españoles había de embestir a un ejército innumerable de indios, y que si quedaba vencido en el combate, él y los suyos serían tratados con la mayor inhumanidad; y lejos de poderse prometer ninguno de los preciosos consuelos que el derecho de gentes ofrece en Europa a los prisioneros, no debían de esperar otra suerte que la de ser al instante degollados, de ser al instante sacrificados a los ídolos, y luego asados y comidos: concederé, repito, que la vista de tan horrible perspectiva impelió a aquel Jefe a reforzar sus líneas con algunos mastines   —176→   que echándose repentinamente sobre los enemigos al empezar la batalla, desordenasen sus huestes y abriesen en ellas una ancha puerta por donde pudiese internarse con menos peligro nuestro escuadrón. Aun haré más en prueba de mi sinceridad; porque no emprenderé poner a cubierto la conducta de Colón en lo perteneciente a este punto. Sé, no obstante, que escritores muy clásicos le defienden con el ejemplo de los griegos y romanos, quienes como, es notorio se servían en sus guerras de elefantes, y por su medio causaban no pocas, veces lastimosos estragos en el ejército enemigo. Sé también que otros citan en abono de aquel insigne Almirante el estilo recibido universalmente en todas las naciones cultas de llevar al ataque seis o siete mil caballos, cuya fiereza e ímpetu irresistible arrolla, pisa y destruye en pocos momentos colunas enteras de infantería. Las dos defensas son a la verdad plausibles; pero yo no haré uso de ninguna de ellas, ni excusare al General español; antes bien diré ingenuamente que quisiera borrar aquel capítulo de entre los muchos y muy brillantes que comprende la historia de sus inmortales proezas; diré   —177→   asimismo que el servirse de mastines en la guerra es un estilo propio solamente de la crueldad otomana, pero muy ajeno de la dulzura y suavidad de nuestras costumbres; diré, por último, que no todos los medios de defensa son dignos de ser adoptados por nosotros; que siempre y aun en el momento mismo de la batalla debe desterrarse el feroz encarnizamiento; deben reprimirse y embotarse los ímpetus naturales de la cólera y venganza.

Y así vuelvo a repetir que consiento que los escritores extranjeros critiquen y censuren en el particular la conducta de Colón, con tal que esta censura y esta crítica sean como deben ser, quiero decir, ingenuas, moderadas y sugeridas únicamente por él amor de la humanidad, y no por un ciego espíritu departido o por un odio extravagante contra la nación española. La acción del inmortal descubridor de un nuevo mundo y conquistador de tantas islas tuvo sin duda algo de reprensible. Pero aquellos mismos escritores extranjeros que hemos insinuado colman de elogios a varios generales antiguos que, sin hallarse en los gravísimos apuros, en el total desamparo y en el inminente riesgo en que se encontraba   —178→   nuestro Almirante, cometieron actos mucho más crueles. Un solo rasgo sublime de los infinitos que formó Homero basta, dice Longino, para cubrir todos los defectos verdaderos e imaginarios de la Iliada y Odisea. Y yo digo que las muchas y brillantes proezas de Colón, cuando no sean suficientes para disculparle enteramente de sus descuidos, deben serlo a lo menos para disminuirlos muchísimo, y casi hacerlos desaparecer a los ojos de la agradecida posteridad.

Es, además, una cosa muy ridícula, y que ha de excitar la risa de todo hombre instruido en la historia moderna, ver que un escritor francés, holandés o inglés pondere y realce con vivos colores aquel hecho de nuestro General, pretendiendo que es la prueba más auténtica de la inhumanidad española y que ninguna otra nación culta hubiera cometido una acción tan bárbara. ¿Habrá nadie por ventura a quien al leer semejantes sátiras no se le encienda luego la sangre? ¿Habrá quién no se indigne (disimúleseme este inocente desahogo), no se indigne, digo, de la mala fe y ponzoña que respiran? ¿Podrá nadie oír dichas sátiras de la boca de un inglés, de un holandés   —179→   o de un francés sin que su memoria le represente al instante mil tristes recuerdos del nuevo Canadá, de las fértiles costas de Malabar y Coromandel, de los amenísimos reinos de Bengala y del riquísimo archipiélago de la Sonda y Molucas tan famoso y envidiado por sus aromas suavísimas? ¿Podrá oír o leer dichas sátiras sin ver al mismo tiempo casi todas aquellas provincias que, acabo de nombrar regadas muchas veces con la sangre de sus habitadores por los ejércitos y escuadras de las famosas compañías europeas?

Nuestra Compañía del Asia o de Filipinas, aunque tan censurada por algunos viajeros modernos, es muy cierto que no ha hecho derramar hasta ahora ni una gota de sangre; es muy cierto que hasta ahora no ha sido causa de que se arrancase un solo gemido o suspiro al angustiado y oprimido corazón de alguno de aquellos naturales. ¿Se dirá lo mismo de la Compañía inglesa u holandesa? ¡Ojalá pudiera decirse! Pero no es posible pensar en estos establecimientos ultramarinos sin que se representen a nuestro espíritu las extorsiones y crueldades que han cometido los europeos en aquellos remotísimos países. La imaginación   —180→   quiere volar hacia ellos; y mucho antes de divisarlos a una gran distancia tropieza ya en el camino con unos monumentos que la hieren y lastiman. Primeramente, en medio de la vasta soledad del grande Océano, encuentra la pequeña isla de Santa Elena, que no tanto sirve de escala a los navíos ingleses que vuelven a Europa, cuanto de cárcel y destierro a los pobres bramas que han tenido valor para contradecir los proyectos de la Compañía19. Más allá, en la punta meridional de África descubre el famoso cabo de Buena Esperanza; y al pasar por delante de tan célebre bahía y de la isla Robben, que está casi pegada al continente, oye los tristes lamentos de los príncipes asiáticos a quienes los comerciantes holandeses mantienen encerrados tan lejos de la patria, o porque se oponían a sus designios, o porque pretendían romper las pesadas cadenas con que les habían cargado sus opresores, o porque siendo indios de un nacimiento muy distinguido y de un talento no vulgar podían con el tiempo hacerse sospechosos a la Compañía.

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No quiero correr enteramente el velo ni permitir que mis lectores vean toda la deformidad de aquellos cuadros, pero no puedo sin embargo pasar en silencio un reciente suceso de que fue testigo toda Europa, y que tanta impresión hizo en una de sus más opulentas y populosas capitales. Vimos no ha mucho como un Gobernador general, después de haber hecho correr arroyos de lágrimas y de sangre por los campos que fertilizan el Indo y el Ganges, se retiraba como otro Verres a su patria cubierto de laureles y deseoso de gozar tranquilamente, del fruto de tantas extorsiones. Las inmensas riquezas que había atesorado en su gobierno: la grande fama que había adquirido con su extraordinario talento y rara felicidad. Los honores y premios con que le habían distinguido sus paisanos, y la alta dignidad a que le había elevado el Monarca: cada cosa de por sí y todas juntas parecían prometerle que en el último tercio de su vida le correrían incesantemente unos días quietos y deliciosos, sin que la más pequeña nube de tristeza o congoja llegase a perturbar ni por un solo momento su constante serenidad. Esta halagüeña esperanza debió de fortalecerse   —182→   y aumentarse infinito a sus ojos, y aun a los de todos, cuando después de un gran debate logré triunfar completamente de sus émulos, y hacer que el Tribunal mismo a quien se había encargado su residencia cerrase los oídos a las penetrantes quejas de tantos millares de víctimas.

Pero ¡qué pronto y de qué manera tan horrible se disipó la ilusión de aquellas tan lisonjeras y aparentes como en realidad infundadas esperanzas! La conciencia es un tribunal terrible que sigue por todas partes al hombre cruel, al hombre avaro y soberbio: es un tribunal inflexible que pronuncia siempre con arreglo a la más severa justicia, y de cuyos irrevocables decretos no se puede en manera alguna apelar. Muy en vano el indicado General se esforzaba en sufocar los gritos de aquel tribunal supremo que le había condenado. Estos gritos, por más que hiciese, resonaban de continuo en su alma, la llenaban de turbación y asombro, y no le permitían siquiera un rato de descanso. La música, la caza, el paseo, el juego, la vista pintoresca de los bosques, el aire embalsamado de los jardines, el dulce Murmullo de las fuentes y   —183→   el curso tranquilo y majestuoso de los ríos fueron los medios de que, siguiendo el parecer de sus médicos y amigos, se valió mil veces para distraer y suavizar un poco las amargas y funestas ideas que tanto le oprimían.

Pero fueron unos medios inútiles20. Semejante al Orestes de la fábula, se hallaba en una continua agitación. No podía sufrir la luz del día, se retiraba a lugares solitarios, deseaba con impaciencia que llegase la noche; y, cuando en efecto había llegado, veía con extremo desconsuelo que así como es ella para los demás hombres un dulce y divino lenitivo que adormece y suspende todas sus penas, a él al contrario se las despertaba, se las irritaba y enconaba, figurándosele que al favor de la luz dudosa de la luna y de las estrellas venían a rodear su cama los horrorosos espectros de los infelices a quienes había hecho perecer en las dichosas, antes que él las pisase riberas de Asia. Finalmente, no pudiendo aguantar tan atroz y tan inevitable   —184→   martirio, y entregándose ya sin resistencia a todo el exceso de su desesperación, se encerró en un cuarto de su magnífica y deliciosísima quinta, y abriéndose el pecho con una navaja que encontró a mano, fue verdugo de sí mismo, y puso fin a su vida manchada con tantos crímenes.

Así acabó aquel célebre Gobernador general, dando en su muerte y en los últimos años que la precedieron, una terrible pero utilísima lección a todos los europeos que llevados de la avaricia o ambición más pronto que del deseo de servir a su patria y a su soberano, vinieren en lo sucesivo a administrar y regir las remotas y opulentas colonias de una y otra India. Un Cónsul de la misma nación a que perteneció el infeliz suicida me aseguró que los criados, habiendo a la mañana siguiente acordado de abrir a viva fuerza su cuarto temerosos de un triste suceso, hallaron a su Amo bañado en su propia sangre y teniendo todavía en la mano derecha el cuchillo homicida; y que repararon asimismo que encima de un bufete había una nota escrita y firmada de su letra en la que declaraba como había practicado por espacio   —185→   de muchos meses las más exquisitas diligencias para disminuir o mitigar los crueles dolores en que su alma estaba a todas horas como abismada; que sin embargo ningún otro fruto había sacado de tantos desvelos sino la triste y funestísima experiencia y desengaño de que su extremada melancolía y abatimiento era de todo en todo irremediable; y que así determinaba aprovecharse del silencio y soledad de aquella noche para despedazar con sus propias manos la máquina ya tan débil de su cuerpo, sin aguardar a que se cayese por sí misma consumida y desecha poco a poco con el fuego lento de tan acerbas congojas.

Permítaseme ahora arrimar a tan horrible pintura el hermoso y risueño cuadro de la muerte de un Jefe español, no menos ilustre que el antecedente y como el gobernador general de un gran número de colonias europeas y conquistador de riquísimas y vastísimas provincias. Hablo del famoso Hernán Cortés, cuyo testamento otorgado en los postreros días de su vida tengo ahora abierto sobre la propia mesa en que escribo. ¡Qué diferencia entre nuestro héroe y aquel desgraciado suicida! Cortés viéndose gravemente enfermo   —186→   mira la vecina muerte sin horror; porque, como dice muy juiciosamente un célebre Filósofo moderno, no hay razón para temerla tanto cuando se ha vivido de modo que no se deban temer sus resultas. Sin embargo, está muy lejos de quererla acelerar ni un solo instante, porque no le perturba en tan crítico lance la memoria de las conquistas ejecutadas por su invencible brazo; antes bien se consuela con la seguridad de que ha hecho cuanto le ha sido dable para reparar las faltas a que le habían tal vez conducido su demasiada condescendencia, la viveza natural de su genio y el exceso de un celo, que, aunque reprensible en su aplicación y efectos, había dimanado de una causa al parecer inocente. Convencido de la necesidad de morir, tiende Cortés su vista desde las fértiles riberas del Guadalquivir hasta la Costa occidental del seno mejicano, y se complace en mirar el indeleble monumento que había erigido con su mano a la Cruz de Jesucristo en el único puerto seguro de dicha Costa (a), como para obligar a los europeos a que antes de saltar en tierra se acordasen de la dulzura, compasión y caridad con que debían tratar a estos naturales.   —187→   También le servía de singularísima satisfacción contemplar la prosperidad con que iba creciendo a un lado de la gran laguna de Méjico esta brillante metrópoli que, le respetaba y amaba como su protector y padre; y, sobre todo, ver levantado ya en su plaza mayor un sagrado oratorio cuyos cimientos había abierto él mismo, imitando el ejemplo del gran Constantino. No podía mirar de lejos este edificio de la religión sin que le viniese luego en memoria que por su suelo, en otro tiempo impuro, había visto correr la sangre de innumerables víctimas humanas sacrificadas bárbaramente todos los días al infame ídolo, Vitzilipuztli o Huitzilopoclitli; y que había sido el instrumento para hacer cesar del todo una costumbre que deshonraba a la especie humana; y prefería esta inestimable dicha a todas las infinitas palmas que le habían granjeado sus empresas militares. Por último, acababan de calmar todas las inquietudes de su espíritu y de su corazón los singulares esfuerzos que había hecho las prudentes y eficaces medidas que había tomado, y los sabios y utilísimos consejos que había sugerido al emperador Carlos V para aumentar y asegurar la   —188→   felicidad de los indios y compensarles con la dulzura del gobierno, con la suavidad de las leyes y las ventajas de los privilegios, las inevitables desgracias que les había causado el furor indispensable de la guerra.

¡Qué gusto me da a mí ahora leer en un párrafo del expresado testamento como el anciano Héroe encarga cuán encarecidamente puede a D. Martín Cortés, su hijo y sucesor, que trate a los vasallos de Méjico y Oaxaca con la mayor dulzura y cariño; y que lejos de causarles alguna nueva pesadumbre o molestia, les dé entera y cumplida satisfacción de las que averiguaré que se les habían hecho en tiempos anteriores; que cuide que tengan buenos ministros, los cuales les instruyan con celo, paciencia y caridad; y que no toque por ningún título ni un solo maravedí de los diezmos y primicias que le pertenezcan, hasta haberse asegurado que en todos los insinuados pueblos hay iglesias de fábrica decente y provistas de los vasos y ornamentos necesarios para el culto! ¡Qué gusto me da leer en otro párrafo, que es el de número 13º del referido testamento, como manda que a sus expensas se edifique y dote en la villa de Cuyoacán,   —189→   distante sólo tres leguas de Méjico, un colegio y seminario donde un competente número de jóvenes aprendan las ciencias más útiles, a fin de que (son sus palabras) haya en Nueva España hombres doctos que rijan las iglesias, y formen e instruyan a aquellos naturales! Finalmente, por encerrarlo todo en breves palabras o en una sola porque no parezca que me difundo demasiado en este punto, ¡qué gusto me causa oír las órdenes terminantes que en los párrafos 1º y 7º de la misma ya citada última disposición, repite Cortés, para que verificada su muerte sus huesos sean trasladados sin pérdida de tiempo, a su amada provincia de Méjico y colocados en el Convento de religiosos que él mismo había fundado y dotado con la mira de que no faltasen nunca algunas almas sencillas que día y noche levantasen a Dios sus corazones puros y sus manos inocentes para atraer sobre los mejicanos toda suerte de prosperidades y bendiciones! Muchas cosas más podría añadir a este propósito; pero me contento ahora con haber tirado sólo las primeras líneas del puntual y fiel retrato que podría formar.

Y éste, aunque tan imperfecto, bosquejo   —190→   basta ya para dar a conocer la ridícula parcialidad y singular injusticia con que algunos autores extranjeros han hablado de este Hombre esclarecido (b). ¿Quién, por ejemplo, dejará de ver muy evidentes señales de esta injusticia y de esta parcialidad en el Autor del Espíritu de las leyes, cuando olvidándose de la finura y urbanidad nacional de que tanto se precia, habla del inmortal Conquistador de la Nueva España con unas expresiones tan bajas21, que más parecen dignas de la educación de los antiguos galos, que del estilo de los modernos franceses?

Pero aunque Montesquieu y otros escritores semejantes hayan procurado infamar la memoria de Cortés, ésta no obstante ha recibido y recibe todos los días el homenaje y tributo más lisonjero y menos sospechoso. Los indios mejicanos y otomíes que habitan en mucho número por los arrabales y contornos de la gran Metrópoli, y que descienden por línea recta de los que poblaban la antigua Tenuchtitlán o corte de Motezuma, nunca hablan   —191→   de su famoso Conquistador sino con palabras que dan a entender el gran respeto y admiración que le profesan. Pública fue no hace muchos años la sinceridad de estas expresiones, pues habiendo determinado el virrey Conde de Revillagigedo que los huesos de Cortés, fuesen trasladados de la iglesia de San Francisco, en donde se habían casi tres siglos antes depositado, al mausoleo que se le acababa de erigir en el templo del hospital llamado de Jesús; el día de la pompa fúnebre acudieron de todas partes infinitos indios que, presididos por sus gobernadores y caciques y desplegando al aire los pendones de sus repúblicas, acompañaban con gran modestia al féretro, y mostraban que no querían ceder a los mismos españoles en honrar los preciosos restos de tan ilustre General. Este sencillo testimonio es sin duda el mejor elogio de Cortés, y muy suficiente para vindicarle de la maligna sátira de tanto escritor extranjero. Uno de estos críticos, y quizá el menos moderado de todos, advierte que la memoria de los conquistadores se conserva ordinariamente en los pueblos conquistados del mismo modo y por la misma razón que nos acordamos de   —192→   las inundaciones, de los incendios y de las pestes que hemos sufrido.

¡Cuán glorioso es para nuestro General formar excepción a esta regla! En efecto, después de haber conquistado este vasto imperio, después de haber con su intrépido valor y vigilancia obligado a sus naturales a deponer para siempre las armas, después de haber fundado la gran Metrópoli del Nuevo Mundo y haberla dado leyes y consejos muy sabios, muy prudentes y muy a propósito para hacer olvidar los males de la guerra, y establecer entre españoles e indios una recíproca y amistosa confianza; se quedó a vivir entre ellos como un padre en medio de sus hijos. Si alguna vez en tan largo espacio de tiempo, pareció alterarse esta saludable confianza y fermentar secretamente el antiguo odio y rencor, estas violentas agitaciones duraron muy poco; y semejantes a los huracanes y borrascas del verano fueron inmediatamente seguidas de una perfecta calma y serenidad que restableció las cosas a su primera situación. Pero ni aun aquellos breves contratiempos deben atribuirse tanto a la demasiada viveza de Cortés, cuanto a la imprudencia y mala voluntad de sus   —193→   émulos y rivales; a la muchedumbre de objetos gravísimos a que había de atender; a su delicada y crítica situación, y también al espíritu general de aquel siglo que era a la verdad un poco romancero.

La prueba más auténtica del buen corazón, del ánimo generoso y de los sentimientos suaves y humanos de nuestro General, es el constante amor que profesó a los mejicanos después de haberlos sometido a la dominación española, es el haber perorado con tanto ardor la causa de ellos en la corte del emperador Carlos V, es el haber derramado a manos llenas una parte sumamente considerable de sus tesoros para procurar en lo sucesivo a estos naturales todos los consuelos y alivios que dependían de su mano, es el haber dejado su patria para buscar con sus hijos y familia, como el ateniense Milcíades, la compañía de los mismos que había vencido; es, por último, el haber mandado expresamente en los últimos momentos de su vida que ya que no tenía el deseado consuelo de morir en Méjico, sus huesos fuesen llevados a dicha capital, como en efecto lo fueron, descansando ahora en el centro de esta gran ciudad que es enteramente   —194→   obra suya, y en la iglesia de un hospital que él igualmente dotó y fundó; de modo que así viajeros como naturales no pueden jamás fijar la vista en aquel sepulcro sin llenarse interiormente de veneración hacia los despojos del Héroe que encierra, ni pensar nunca en sus estrepitosas y difíciles conquistas sin acordarse al mismo tiempo de su compasión, piedad y beneficencia para con los indios que había vencido.

No me maravillaré yo de que algún lector extranjero, si por casualidad llega a sus manos este escrito, me tenga por escritor apasionado. Pero en este caso le pido encarecidamente que, desconfiando por un instante de las inmoderadas sátiras de sus paisanos, examine este escrito a la luz de una crítica juiciosa y prudente; porque vea que no he proferido expresión alguna que no esté comprobada con documentos auténticos y de todo punto incontestables. Mi petición es justa, y un lector amante de la verdad no podrá menos de admitirla con aprecio.

Vuelvo ahora a los excesos de que se pretende hacer reo a Colón. No he querido entrar en el pormenor de esta disputa, porque   —195→   no tengo en orden a los hechos de aquel Almirante unas noticias tan puntuales y exactas como las tengo en orden a Cortés. Sin embargo no me faltan las suficientes para hacer aquí tres observaciones: 1ª., que dichos excesos fueron notablemente exagerados por la conocida emulación, o más bien diré envidia del siglo décimo sexto contra el nombre español, conforme lo demuestra D. Juan de Nuix y el ilustre escritor que quiso inútilmente ocultarse bajo el nombre de Eduardo Malo de Luque22; 2ª., que Colón no fue español, como es notorio, sino genovés; y que en ciertos lances se tomó la libertad de apartarse de las instrucciones y órdenes que se le habían dado: 3ª., que si aquel primer descubridor y poblador de la América no fue siempre tan moderado y clemente como debía, ninguna de sus tropelías o demasías logró jamás la aprobación de las leyes, o el apoyo de los Reyes Católicos D. Fernando y Dª. Isabel, que eran entonces los soberanos de España.   —196→   Y ¿qué digo aprobación o apoyo, cuando es tan cierto que excitaron en sus ánimos piadosos el más vivo dolor e indignación, y al fin fueron causa de que mandasen poner preso al referido Almirante?





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ArribaAbajoDisertación décima

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ArribaAbajoDisertación sobre algunos medios para que los esclavos negros no perjudiquen la seguridad y tranquilidad de nuestras colonias

Una de las grandes novedades que el descubrimiento de la América ocasionó en el mundo político fue sin duda el comercio de negros, ideado y promovido desde entonces por la insaciable avaricia de los comerciantes y colonos europeos, ejecutado las más veces con la mayor crueldad y tiranía, y contradicho y desaprobado de continuo por los tiernos clamores de la compasión y beneficencia.

Algunos filósofos del siglo pasado se esforzaron inútilmente en ponderar la injusticia de   —200→   esta costumbre, digna más bien, según ellos, de la barbarie de una tribu de caribes y de la ferocidad de una gavilla de flibustieres (a) y piratas, que de las luces y humanidad que deben caracterizar a las naciones verdaderamente civilizadas. Montesquieu en el libro 15 del Espíritu de las leyes pone un capítulo acerca de la esclavitud de los negros, donde pareciendo que va a descubrir el origen de la servidumbre, hace una sátira muy fina e ingeniosa contra los ridículos pretextos con que algunos políticos modernos han pretendido cohonestar un tráfico que la buena filosofía mirará siempre con horror (b). Casi al mismo tiempo Raynal levantó igualmente la voz en medio de París, valiéndose de todo el ímpetu de su elocuencia para manifestar cuán inhumano e injusto era el referido comercio (c).

Yo no entraré ahora a examinar de raíz este punto que ha causado tantas y tan reñidas disputas entre los sabios, diré tan sólo que las enérgicas acusaciones de los filósofos sobre el particular a ninguna nación comprenden menos que a la nuestra. En efecto, la generosidad y humanidad de los españoles no ha querido nunca tener parte en dicho comercio. Las   —201→   dos inmensas costas de África, desde el Cabo de Bojador hasta el de Buena Esperanza y Guardafui, se ven a trechos cubiertas de establecimientos europeos; pero entre todos ellos no hay uno solo que nos pertenezca. Un número increíble de barcos holandeses, franceses e ingleses llegar de continuo a aquellas costas para robar o comprar unos salvajes que viven en la más estúpida ignorancia, que venden por cualquier bagatela la libertad de sus hermanos, de sus mujeres, y de sus tiernos hijos, y contemplan con ojos enjutos y fría indiferencia como aquellos comerciantes avaros y desconocidos los amontonan sin ningún miramiento dentro de la oscura y apestada bodega de los navíos, dándoles el mismo trato que si fuesen bestias feroces. Pero ¿se probará acaso que en el largo espacio de casi tres siglos que dura este comercio los buques españoles hayan desplegado las velas en busca de semejante granjería? No ciertamente; aunque nosotros, ya por la situación de nuestro país, ya por la inmenso extensión de nuestras posesiones teníamos más interés y proporción para abrazar y cultivar este riquísimo ramo de industria que ninguna de las otras naciones rivales.   —202→   Diré también que todas las almas sensibles y compasivas desean tiempo ha que las potencias del antiguo continente, que hacen entre sí tantos tratados particulares de paz, de alianza y de comercio, hagan por fin uno general a favor de los salvajes africanos, acabando de desterrar de todo lo descubierto de la tierra la esclavitud heril. Pero bien veo que este excelente proyecto, que varios amigos de la humanidad han propuesto en sus escritos, no llegará nunca a realizarse. Muy al contrario, mientras en las colonias de la América y Asia continúe en cultivarse con tanto esmero y ventaja la azúcar, el cacao, el café, el algodón y el tabaco, se mantendrá siempre en vigor el tráfico de esclavos, en cuyos brazos se apoya casi únicamente la agricultura de aquellos vastísimos países. Es sumamente probable que la moral de los comerciantes extranjeros no será en adelante más escrupulosa y delicada sobre este punto de lo que ha sido hasta ahora, antes bien parece verosímil que lo será, si cabe, mucho menos: porque, como dice el ya citado Raynal, el brillante estado de su comercio ha justificado a los ojos de la política aquella violencia.

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Así pues no queda ninguna fundada esperanza de que se abandone jamás del todo el referido comercio. Aun cuando alguna de las naciones europeas que ahora entienden en este tráfico llegase con el tiempo a desengañarse, no por esto se mejoraría la suerte de los negros; habría al contrario siempre otras naciones que, impelidas por el interés, acudirían incesantemente a las abrasadas riberas del Senegal, de Benin y de Angola, deseosas de echar las pesadas cadenas de la esclavitud a sus descuidados y estúpidos moradores.

Por otra parte, muchos políticos que logran en el día la mejor reputación nos repiten de continuo que la extraña combinación de circunstancias que ha resultado progresivamente del famoso descubrimiento de un nuevo mundo; el notable trastorno y variación que ha habido con este motivo en las relaciones e intereses recíprocos de las naciones que habitan el antiguo continente; la naturaleza y estado actual de su comercio, que depende en gran manera de las riquísimas producciones de las colonias transmarinas; y por último, la falta de brazos útiles para los duros trabajos del campo, así en las islas Antillas   —204→   como en casi todas las posesiones de ambas Lidias, han hecho indispensable y precisa en cierto modo la violencia de que se usa y continuará usándose contra los salvajes que pueblan la costa oriental y occidental, de África. Añaden igualmente que si la esclavitud de los negros es reprensible considerada en sí misma, deja de serlo con respecto a las infinitas utilidades y ventajas que proporciona a la sociedad; y que dado caso que sea un mal, es de la clase de aquellos que se llaman necesarios, y de que abundará siempre el mundo político no menos que el físico.

Ya he dicho que no es mi ánimo examinar al presente los fundamentos de esta reñida cuestión: quisiera a la verdad con todo mi corazón poder romper las cadenas y grillos que hacen gemir tan amargamente a tantos millares de esclavos; quisiera que todos los hombres de cualquier nación que fuesen, sin mirar si tenían este o el otro color, si iban desnudos o vestidos, si poseían o no grandes talentos, se tratasen mutuamente como hermanos abrazándose entre sí con el más sincero amor y caridad. Pero como no está esto en mi mano, prescindiré por ahora de semejantes reflexiones;   —205→   y suponiendo por cierto que no podemos menos de servirnos de esclavos negros, procuraré descubrir el medio de que debemos valernos para que se contengan en su deber, y para impedir que la muchedumbre de unos hombres tan bárbaros y de un genio tan vengativo y feroz perjudique a la tranquilidad y seguridad pública y privada de nuestros colonos, especialmente en las islas de Puerto Rico y La Habana que por su grande inmediación a la de Santo Domingo parecen quedar más expuestas a este riesgo.

La humanidad con que se trate a los esclavos podrá, dice Montesquieu, prevenir y disipar los peligros que por su gran número podrían con razón temerse en los gobiernos moderados. Los hombres se acostumbran a todo, hasta a la misma servidumbre, con tal que el amo no sea más duro, que la esclavitud. Platón y Aristóteles, que fueron tal vez los dos políticos más sabios y juiciosos de la Grecia y Cicerón que aventajó sin disputa a todos los de Roma antigua, piensan en esta parte como Montesquieu. Es preciso, escribe Cicerón, ser justos y compasivos aun con los hombres de ínfima condición, cuáles son los   —206→   esclavos; debemos usar de ellos no de otro modo que de los jornaleros, aprovechándonos de su trabajo, pero no faltándoles jamás en lo que prescriben la justicia y la equidad.

En efecto, es éste un medio excelente para que los esclavos se mantengan sosegados y tranquilos, y aun para que lleguen a amar a su propio amo. La arbitraria aspereza y el despotismo irritan hasta a los genios más blandos y pacíficos. Al contrario, la dulzura y moderación llegan a atraer y rendir los corazones duros de los hombres más indómitos y salvajes. Aquellos amos desnaturalizados y crueles que no saben mandar nada sino teniendo en la mano un látigo salpicado de sangre, inspiran sin repararlo a sus esclavos la fiereza de los tigres y de los leones. Todos los hombres, sin exceptuar uno solo, sentimos en el fondo de nuestra alma una cierta propensión que nos inclina a querer bien a los que nos parecen justos y moderados en sus acciones y palabras. Este oculto y poderoso sentimiento le tienen también los esclavos porque son hombres como nosotros; y así no pueden menos de profesar algún género de cariño a su amo cuando se persuaden   —207→   que éste les trata sin ningún capricho, violencia o antojo, y que su proceder es conforme a la humanidad, a la justicia y a la razón. Creen entonces que su amo es un hombre muy respetable por su virtud; pues pudiendo tan fácil e impunemente ofenderles, no les hace la menor injusticia, antes bien les manifiesta un cariño tierno y compasivo que se asemeja al de un padre hacia sus hijos; y ésta buena opinión les va disminuyendo poco a poco las molestias y penas de la esclavitud, extendiendo y desplegando incesantemente guirnaldas de olorosas flores sobre sus cadenas de hierro, para explicarme de este modo.

La historia de las naciones más célebres está llena de ejemplos que confirman esta verdad: referiré aquí algunos. Nadie ignora que los lacedemonios trataban muy mal a sus esclavos: no puede leerse sin horror lo que Tucídides y Aristóteles dicen sobre el particular. El solo estilo de enviar todos los años algunos jóvenes armados de puñales, mandándoles que se esparciesen con disimulo por los campos y permitiéndoles que degollasen impunemente a sus propios colonos que eran los esclavos o hilotes, bastaría para desacreditar   —208→   a Licurgo si fuese cierto que aquel grande hombre había establecido o autorizado semejante costumbre (d). No dejó de haber a la verdad quien le atribuyese esta infamia; y por lo mismo solían decir los más hábiles políticos de aquel tiempo, que las leyes de Licurgo eran bonísimas para hacer valientes a los hombres, pero muy malas para volverles justos. Lo cierto es que la crueldad de los lacedemonios hacia sus esclavos había llegado a tal punto, que por toda la Grecia se repetía y corría como proverbio, conforme escribe Plutarco23, que en Esparta los que eran libres eran extremadamente libres, y los esclavos extremadamente esclavos.

Pero ¿qué resultó, pregunto, de una política tan inhumana y tan mal combinada con los verdaderos intereses del estado? Lo que era forzoso que se siguiera: ninguna república experimentó en el particular más inquietudes, más sustos y más violentas convulsiones que la de los lacedemonios. En tiempo de paz, hilotes y esparciatas, amos y esclavos,   —209→   se observaban unos a otros con el mayor desafecto y desconfianza; y lo que era mucho peor, cuando el ejército de la república había de salir a pelear fuera de las fronteras, o cuando las tropas enemigas avanzaban hacia la capital, los hilotes quedaban por decirlo, así emboscados en el corazón mismo del estado, espiando el momento favorable de apoderarse de un desfiladero, dar la mano a los contrarios, interceptar los destacamentos de Esparta, cortarles los víveres, matar a los soldados dispersos, y en una palabra, vengarse de sus crueles amos haciéndoles todo el daño que les fuese posible. Jamás Esparta, según refiere Plutarco, se vio tan a pique de perderse como cuando los hilotes unidos con los mesenienses la embistieron con las armas en la mano resueltos a arruinarla hasta los cimientos. Poco antes había habido en Lacoma un gran terremoto en que perecieron más de veinte mil esparciatas, acontecimiento que Eliano mira como efecto de la cólera de los dioses que quisieron castigar las crueldades de aquellos fieros republicanos. Los hilotes por su parte aprovecharon tan buena ocasión para soltar la rienda a la venganza,   —210→   y romper de una vez las pesadas cadenas con que les tenía oprimidos el despotismo (e).

Muy al revés sucedió en Atenas. Como los esclavos hallaban en las leyes de Solón toda la protección que podían razonablemente esperar, no se ve que causasen nunca algún alboroto o motín considerable, aunque hubo tiempo que en solo el estrecho recinto de la Ática se contaban hasta cuatrocientos mil esclavos; pero la humanidad y dulzura que experimentaban de parte de los atenienses era por sí sola un freno bastante para contenerles. En Atenas ningún amo tenía derecho sobre la vida de su esclavo; podía si castigarle por sus faltas, pero debían las penas guardar la debida proporción con los delitos. El templo de Teseo estaba día y noche abierto para recibir a los infelices que se viesen tratados con demasiado rigor y aspereza, éstos después de entrados en aquel sagrado asilo tenían derecho, de pedir que se les señalase otro amo más humano, y nunca o rara vez el magistrado dejaba de atender una súplica tan conforme a los derechos imprescriptibles de la humanidad.

Podría formarse un grueso volumen de solos   —211→   los hechos que la historia de las otras naciones más famosas de la antigüedad presenta a manos llenas para probar que la blandura y moderación es el medio más eficaz para que los esclavos no perturben la quietud y sosiego, así del estado en común como de cada familia en particular (f). Me contentaré sin embargo con referir uno solo; pero tal que acabe de poner esta materia fuera de toda duda.

¿Quién no sabe que los romanos en los tiempos anteriores a la ruina de Cartago y conquista del Asia trataban con la mayor dulzura a sus esclavos? Aquellos mismos dictadores y cónsules que habían triunfado de Pirro y de Aníbal, no se desdeñaban de cultivar los campos con sus propias manos seguidos de toda su familia, del mismo modo que Homero nos representa en Ítaca al viejo Laerte, padre de Ulises. Miraban, pues, a los esclavos como otros tantos compañeros de sus trabajos; con ellos al rayar del alba salían a las ordinarias labores del campo; con ellos, cuando el Sol llegaba al punto más elevado de su carrera, iban a buscar la sombra de algún árbol para defenderse de la furia de sus rayos:   —212→   con ellos al cerrar de la noche volvían a su casa; y, con ellos se sentaban a la mesa, permitiéndoles una suerte de libertad y familiaridad que hacía suave y llevadera su esclavitud. Tal era la conducta de los romanos en aquellos siglos que pueden justamente llamarse el tiempo de oro de su república. Su escrupuloso amor a la justicia les movía a tratar a los esclavos con singular humanidad; y éstos, ya por interés ya por agradecimiento, permanecían tranquilos y alegres sin pensar en otra cosa que en dar gusto a sus amos.

Pero cuando después de las conquistas de los Scipiones, de Sila y de Pompeyo adoptaron estos mismos romanos aquel lujo asiático que antes habían en tanto extremo aborrecido (g); cuando abandonaron del todo la frugalidad y modestia que habían, digámoslo así, sembrado en la república sus primeros fundadores; cuando la extraordinaria y rápida prosperidad de sus armas abrió la puerta a la lujuria, a la avaricia, a la borrachera y otros vicios semejantes; cuando por fin se creyeron tan superiores a sus esclavos que llegaron a imaginarse que no era delito el tratarles como bestias, el disponer a capricho de   —213→   su vida y de su honor, el arrojar a la calle los que eran viejos inútiles, y lo que no se puede contar sin estremecerse de pies a cabeza, precipitarles dentro de los estanques de las quintas a fin de engordar con sus carnes los peces que mantenían para el regalo de la mesa; entonces estos miserables, inflamados de cólera y despecho, se echaron como furias sobre sus amos; levantaron en varias partes de Italia la antorcha de la rebelión; hicieron correr por toda ella arroyos de sangre romana; asolaron la Sicilia, conforme lo asegura Floro, con más obstinación y crueldad que los cartagineses; y ésta fue con el tiempo otra de las causas que más contribuyeron a la entera ruina de la república (h).

¿Quién había entonces de pensar que aquellos mismos señores del mundo; aquellos mismos orgullosos romanos que engreídos y alucinados por su poder, por sus luces y por sus riquezas hollaban a todas las demás naciones; aquellos mismos cónsules, pretores y senadores que apenas se dignaban permitir que tomasen asiento en su presencia los príncipes y reyes, serían dentro de poco conquistados y escarnecidos por los pueblos, más bárbaros   —214→   del norte, y seguirían temblando la carroza triunfal de un Totila o de un Alarico (i)? Tan cierto es que la felicidad y seguridad de las grandes naciones, así como la de cualquier hombre particular, no puede mantenerse mucho tiempo cuando se desprecian los sentimientos de humanidad, de blandura, y compasión, y sólo se da oídos a las voces altaneras de la avaricia, de la ambición del orgullo y del egoísmo (j).

Volviendo, pues, ahora a nuestro primer intento, digo que no puede haber la menor duda en que el tratar a los negros o esclavos con la mayor dulzura posible es uno de los mejores medios para lograr que amen nuestras ley es nuestro gobierno y nuestras costumbres, y no piensen en fomentar sediciones y alborotos. Digo también que esta laudable, conducta, además de ser inspirada por la misma razón natural que une a todos los hombres, es sumamente conforme a los sentimientos particulares que caracterizan a nuestra nación. No, no parecería digno ciertamente del nombre español quien tratase con tanta altivez a unos infelices que la fortuna no se cansa de perseguir, y que la ley o la costumbre   —215→   ha puesto debajo de su mando, no para que les maltrate, sino para que les cubra y defienda con su protección. Un corazón noble y generoso, cual es y ha sido siempre el de los verdaderos españoles, no podrá jamás ser cruel contra unos hombres que ve abatidos y postrados con el peso de sus desgracias. Bien lo conocen los filósofos extranjeros, quienes repiten a cada paso que nosotros compramos los esclavos para hacerlos compañeros de nuestra indolencia. ¡Qué elogio forman ellos sin pensarlo de nuestra nación! Sea enhorabuena que nosotros busquemos esclavos para tener quien imite o acompañe nuestra indolencia; pero ¿no es esto mucho mejor que volar incesantemente con velas desplegadas hacia las abrasadas riberas del África, recorrer todos los senos y escondrijos de aquellas costas, y cautivar a tantos millares de negros para componer de ellos unos rebaños que han de ser devorados o consumidos, como asegura Raynal que lo practican los comerciantes de otras naciones? ¿Qué es, pregunto, más digno de alabanza a los ojos de una buena filosofía, dar un competente reposo a sus esclavos y proporcionarles lugar   —216→   y tiempo para que enjuguen el sudor de su rostro, arrimen la hoz, la pala o el azadón, y restablezcan sus fuerzas con la quietud; o bien oprimirles sin cesar con las duras fatigas del campo, teniéndoles casi de continuo expuestos a la violencia de los huracanes y a todo el rigor de los abrasados rayos del Sol?

Un método tan inhumano ha costado la vida a infinitos esclavos. Las fértiles llanuras de las pequeñas Antillas, y las amenas y dilatadas costas de Coromandel y de Malabar, se ven a menudo cubiertas de cadáveres de africanos que, después de haberlas regado copiosamente con sus lágrimas

y sudor, han muerto a manos del tiránico rigor con que les trataban sus crueles amos. No lo digo con ánimo de ofender o censurar a nadie. Estimo sinceramente a todas las naciones, aun a aquellas que se han declarado tan envidiosas de nuestras glorias pero se conmueven extraordinariamente mis entrañas siempre que considero que ha podido tanto en algunos la envidia y el interés, que no han reparado en dar a sus pobres esclavos, el mismo tratamiento que si hubiesen sido bestias y no hombres.

Según el cálculo de Raynal, las posesiones   —217→   europeas han recibido hasta nueve millones de negros, de los cuales al presente sólo quedan dos millones. ¿Qué se han hecho pues, pregunto, los otros siete? No los ha acabado el tenerles día y noche sepultados en el fondo de las minas, como se pretende falsamente de los indios mejicanos y peruanos (k). El cultivo del café, del cacao, del azúcar, del tabaco y del lino, a que se ha comúnmente a estimado a los referidos negros, no era tampoco por cierto un trabajo que tomado con la debida moderación pudiese arruinar su salud. Han perecido, pues, los más de ellos por haberles cruelmente exigido mucho más de lo que podían llevar sus fuerzas, aunque tan grandes.

Pero sea de esto lo que fuere, pues no pretendo ahora averiguarlo, me causará siempre la mayor complacencia contemplar la moderación, prudencia, sabiduría y humanidad que respiran en el particular nuestras leyes. Ellas moderan de mil modos la potestad heril, que en otros pueblos apenas conoce ningún límite. Ellas quieren que los colonos cuenten a sus esclavos en el número de sus domésticos, mandan que se les instruya completamente en   —218→   los misterios de la ley de Jesucristo, y que no se les prive de ninguno de los abundantes consuelos que esta religión benéfica derrama en los corazones de los atribulados y oprimidos; ellas les dan el derecho de matrimonio verdadero y riguroso, permitiéndoles que se unan entre sí con lazo indisoluble; y proporcionándoles de esta manera la satisfacción de verse llamar con el dulce nombre de padre, hacen mucho más ligera y tolerable su esclavitud; ellas consienten que vayan, adquiriendo y aumentando su peculio con un cierto género de derecho que se acerca en extremo al completo dominio; consienten que a beneficio de este peculio se rescaten a sí mismos, proponiéndoles, según el consejo de Aristóteles24, la libertad como premio de su lealtad y de su aplicación al trabajo; ellas, por último, alaban y favorecen la generosidad verdaderamente española de aquellos amos que en la última y más sagrada disposición de su vida, manumiten a sus esclavos, o previenen encarecidamente a sus herederos que les cuiden   —219→   y traten con paternal cariño y desvelo. Tal es el espíritu de la moderación y humanidad que distingue a nuestras leyes.

Pero este medio bien que de suyo tan poderoso y eficaz como hemos visto, ¿bastará por sí solo para poner a cubierto nuestras posesiones, especialmente las Antillas, contra los atentados de los esclavos negros? A mí me parece que no, y juzgo que pocas ventajas sólidas y permanentes pueden esperarse de semejante método, si no se tiene además la sabia precaución de contener dentro de sus justos límites el número de aquellos esclavos, no permitiendo nunca que pase de la debida proporción que ha de guardar siempre con el de los colonos y demás gente libre. La importancia de este punto me obliga a fortalecer mi opinión con algunas observaciones.

Primera: Es cierto que el carácter español inclina a la moderación y humanidad; pero es cierto también que la avaricia y el despotismo de varios colonos ha anublado y oscurecido más de una vez la belleza de este carácter. Las leyes no han sido suficientes para poner freno a la desnaturalizada crueldad de algunos amos. La vista penetrante y compasiva   —220→   de magistrados celosos no ha podido siempre registrar y descubrir lo que pasaba realmente en el fondo de los bosques o en el centro de las inmensas y muy distantes llanuras donde suelen estarlas grandes haciendas y los más ricos ingenios de azúcar. Con harto dolor lo digo: ¿cuántos infelices, a quienes su corta ventura no les dejaba lograr de la protección benéfica de los que son ministros y órganos de la ley, han derramado poco a poco y gota a gota su sangre debajo del azote de un fiero capataz peor que todos los verdugos? Y ¿cuántas veces ha sucedido que mientras se ejecutaban en el retiro y soledad de los campos estas crueldades, los tribunales de la capital no se cansaban de predicar a los amos dulzura y compasión? ¡Qué riesgo tan grande hubiera entonces amenazado a todo el país si el número de esclavos hubiese sido excesivo. Segunda: Un General antiguo, famosísimo por sus triunfos, recomendaba con grande encarecimiento que las tropas auxiliares nunca fuesen superiores, ni en número ni en fuerza, a las del estado. Mientras los romanos observaron escrupulosamente esta máxima, fueron   —221→   los árbitros del mundo; y apenas la hubieron abandonado, cuando una serie no interrumpida de desgracias les precipitó de la cima de su grandeza a lo profundo de su miseria y abatimiento25. Además, no se citará ni un solo político de algún crédito, que no pondere cuán pernicioso sea a cualquier república el número excesivo de forasteros. Platón les compara a los zánganos de las colmenas, y dice que es preciso echarlos fuera cuando sus fuerzas se van aumentando con demasía.

Pues ¿con cuánta más razón lo podremos decir nosotros de los esclavos, a quienes por más que se les trate con dulzura el solo innato amor a la libertad, amor que nunca deja el corazón del hombre ni se apaga enteramente hasta la muerte, les constituye enemigos de la sociedad?

Tercera: Los esclavos son mucho más temibles en los gobiernos moderados que en los despóticos; en éstos, como dice sabiamente   —222→   Montesquieu, la esclavitud política hace que se sienta poco la esclavitud civil; porque la condición de un hombre libre y la condición de un esclavo se acercan tanto entre sí, que se tocan por varios lados, y aun puede decirse que en cierto modo se confunden.

Al contrario en los gobiernos moderados la libertad política sube de quilates la libertad civil: el esclavo que está privado de una y otra se ve con dolor colocado en medio de una sociedad feliz, de la que él no forma parte; halla la seguridad establecida para los demás y no para sí, y siente con la mayor amargura que su amo tenga una alma que puede fácilmente elevarse, mientras la suya está como obligada de continuo a abatirse. En tales esclavos parece que se reúnen las dos circunstancias que Aristóteles26 señala como causas de la mayor parte de las turbulencias y revoluciones civiles; esto es, hallarse sin ningún honor y ver aplaudidos, estimados y honrados a todos los demás. ¿No será pues siempre una falta capital de política   —223→   permitir que en semejantes gobiernos se multipliquen los esclavos hasta un número excesivo?

Cuarta: No debemos nosotros gobernarnos en esta parte por los principios que adoptaron algunas repúblicas de la antigua Grecia: ellas corrían en el particular mucho menos riesgo. Sus esclavos estaban unidos con sus amos por unas relaciones que no existen entre los negros de las costas de África y los europeos. La religión y las costumbres de aquéllos eran ordinariamente muy semejantes; las nuestras y las de los negros son enteramente opuestas; en estos últimos se repara por lo general la mayor ignorancia y estupidez; al contrario muchos de los esclavos griegos tenían una más que mediana tintura de las artes y ciencias, y no eran pocos asimismo los que en esta parte hacían ventaja a sus amos, de modo que Fenelon y Bartelemí pudieron muy bien, sin ofender en nada la verosimilitud, dar a los esclavos Mentor y Timágenes por amos y maestros de Azael y de Anacarsis. Esta semejanza, estas relaciones mutuas establecían ciertamente una especie de comunicación íntima entre amos y esclavos, y   —224→   contribuían no poco a alejar y disipar las sediciones.

Pero nuestros negros ¿qué comunicación podrán o querrán tener nunca con nosotros? El más famoso de entre ellos, quiero decir, el bárbaro Dessalines, hablando a sus compañeros de armas que se hallaban reunidos en las llanuras de los Gonaive prorrumpió en estas expresiones: ¿Qué tenemos de común con el pueblo francés?... La diferencia de su color al nuestro, lo inmenso del mar que nos separa, este nuestro clima vengador, todo nos grita que esos hombres ni son ni serán jamás nuestros hermanos.» Yo no dudo que la mayor parte de los que oyeron al General negro aplicaron en su corazón estas palabras a todos los europeos. Y esta reflexión me lleva como de la mano a la siguiente.

Quinta: Si de lo dicho hasta aquí se colige que en todos tiempos ha podido ser perjudicial a nuestras Antillas la muchedumbre de esclavos negros, ¿cuánto más lo podría ser ahora si el gobierno no ponía límites a la insaciable avaricia de algunos colonos? La gran de hoguera encendida en Santo Domingo (l) podría arrojar algunas chispas que llegasen a   —225→   prender en las vecinas islas de Puerto Rico y La Habana; y el furor de aquellos rebeldes podría contagiar a sus paisanos y meter ocultamente la peste en el seno mismo de nuestras familias.

Sexta: Aristóteles piensa27 que los esclavos de las varias confederaciones de Creta nunca se atrevieron a rebelarse, como lo hicieron varias veces los de Lacedemonia y Tesalia, porque aquéllos no tenían absolutamente donde acogerse o quien les diese la mano. No había en efecto en toda la expresada isla ciudad alguna que no poseyese número casi igual de esclavos. De lo que resultaba que por más que estuviesen de ordinario aquellas pequeñas repúblicas divididas entre sí por la emulación o rivalidad, miraban siempre como un interés general de todas no fomentar de ningún modo la inquietud y desasosiego, de los que pretendían sacudir violentamente el yugo de la potestad heril a que las leyes y decretos de Minos les habían sujetado. ¿Puede, pregunto, en las actuales circunstancias decirse   —226→   lo mismo de nuestras dos indicadas islas? ¿No demuestra mas bien esta misma razón que debemos ahora más que nunca procurar que el número de nuestros esclavos no sea mayor de lo que exigen una prudente economía y una juiciosa política? Yo a lo menos así lo creo, persuadiéndome además que lo que llevamos expuesto en esta disertación casi es suficiente para resolver el problema que ha propuesto poco hace la Universidad de Cambridge sobre ¿qué utilidades pueden esperarse o que males deben temerse de la república de hombres negros o de color que se ha establecido poco ha en medio de las Indias orientales?





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ArribaAbajoDisertación undécima

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ArribaAbajoDisertación ¿si cabe virtud en el que es esclavo?

Asegura Montesquieu en el libro quince, capítulo primero, del Espíritu de las leyes, que la esclavitud civil no es útil al esclavo, porque éste nada puede hacer por virtud28.

Si se dijese que el hombre esclavo tiene más obstáculos que vencer para ser virtuoso, que no el hombre libre, o bien que no es fácil hallar un esclavo que sea virtuoso, no me opondría yo a semejante proposición; pero   —230→   escribir como Montesquieu que el esclavo nada puede hacer por virtud, sin añadir ninguna limitación a una aserción tan general, es dar a entender que la virtud debe mirarse como una cosa absolutamente imposible para un esclavo, lo que me parece falso y contradicho por infinitos ejemplos.

A más de que de esta máxima o axioma se sacarían sin muchos rodeos varias consecuencias que serían igualmente perniciosas para la sociedad, que fatales a las buenas costumbres. Y esto es lo que me mueve a hacer aquí algunas observaciones para aclarar en cuanto pueda este punto, que es ciertamente muy importante.

Si pretendemos que el que ha perdido su libertad civil nada absolutamente puede hacer por virtud; si nos esforzamos en persuadir que este precioso don del cielo se sale de la limitada esfera dentro de la que las leyes tienen encerrado al esclavo; y por último, si no tenemos reparo en asegurar que sólo el temor, el interés o algún otro vicio semejante puede dar impulso o movimiento a sus acciones, es cierto que realmente trabajamos en aumentar con nuestras paradojas los males que   —231→   tanto afligen a la humanidad. Porque, en lugar de valernos de las resplandecientes luces de la filosofía para hacer más llevadera su suerte a tantos millares de infelices a quienes las más veces sin culpa suya se ha privado de la existencia civil, echamos mano de oscuros sofismas capaces por si de agravar sobre manera el peso de sus cadenas.

Yo diré, pues, de la proposición de Montesquieu, que niega que el esclavo pueda hacer algo por virtud, lo mismo que él dice de la esclavitud civil, esto es, que no es útil ni al señor ni al esclavo. No es útil a este porque le quita aquel motivo eterno que lleva al hombre como de la mano, y no le abandona en ninguna de las contrarias escenas de la vida. No es útil a este, porque le priva de los mayores consuelos que puede tener en su triste situación. En efecto, cuando el hombre se siente amenazado de continuo por el brazo de hierro del despotismo, acude por una especie de instinto a la virtud como a su único apoyo, la que restablece realmente el equilibrio entre el débil y el poderoso, y aun a veces levanta al oprimido sobre el opresor. Finalmente, no es útil a éste porque   —232→   le enseña a degradarse en su propio concepto, a perder toda buena opinión de sí mismo, y a envilecerse a más no poder. Porque ¿qué esclavo habrá ciertamente que si llega una vez a persuadirse que la virtud está puesta en un lugar demasiado alto para que pueda jamás alcanzarla, no arroje muy luego de sí el único freno que contenía a muchas de sus pasiones; y ya que no puede participar de otra libertad, no quiera por lo menos disfrutar de la más dulce de todas para nuestra naturaleza corrompida, esto es, la de seguir por única regla de su conducta las impresiones halagüeñas de los sentidos? Este será al fin el escollo de su moral, se entregará poco a poco a todos los vicios y no parará hasta precipitarse en el horrible y profundo abismo de la mayor depravación. Tan cierto es que aquella opinión de Montesquieu no puede ser útil al esclavo.

Veamos ahora si lo es al señor o dueño. Hablando Cicerón de uno de sus esclavos que se llamaba Tirón y a quien había dejado enfermo en Patraso, escribe a Tito lo siguiente: «Veo, dice, estás inquieto por la salud de Tirón. Te confieso que yo lo estoy mucho   —233→   más porque le quiero infinito, no tanto por lo que me sirve en mis estudios y negocios, cuanto por su buen natural, su modestia y demás calidades.» (a) ¿Hubiera hablado así Cicerón a creer verdadera la sentencia de Montesquieu? No por cierto.

El amo que se da a imaginar que su esclavo es incapaz de hacer nada por virtud, no puede profesarle ningún género de amor y cariño, le mira antes bien con la mayor indiferencia, y le trata con suma aspereza y rigor. Lejos de pensar que tiene en él un compañero y amigo, le concede cuando más el mismo lugar en su estimación que da a un buey o un caballo, a quien deja morir o abandona en el mismo instante en que no puede servirle de provecho.

Mas, como no es menos verdad en el mundo moral que en el físico que toda acción es repelida por una contraria reacción, sucede muy de ordinario que el siervo, viéndose tan abatido y despreciado de su dueño, le cobra un odio implacable, le tiene el mismo horror que a una fiera o a un monstruo, noche y día se ocupa en urdir tramas que le faciliten el escaparse y recobrar la libertad;   —234→   pero saliéndole siempre al encuentro la despierta vigilancia de su amo, y sintiendo de continuo el enorme peso de las cadenas y grillos que hacen inútiles todos sus esfuerzos, conspira por último contra la vida de aquél: toma un puñal o echa mano de un activo veneno, conforme le viene más a cuento: y cuando es tan corta su ventura o industria que no puede realizar alguno de estos proyectos, dejándose entonces arrastrar por el mayor despecho, se da a sí mismo la muerte, a manera de aquel Lacedemonio que insultado por su amo, sin esperar más ni dar ninguna respuesta, corrió a estrellar la cabeza contra el muro del cuarto mismo en que a la sazón se hallaba29.

De un origen como éste han salido en diferentes tiempos y lugares tantas ordenanzas sangrientas contra los esclavos: de este mismo origen han tenido principio aquellas leyes verdaderamente inhumanas que serán siempre un feo borrón para la gloria de la antigua Roma, y cuyos fragmentos manchan todavía más   —235→   presto que enriquecen el grave y majestuoso cuerpo del derecho30. Pero dejemos esto para otro lugar más acomodado.

Se ha visto ya que la opinión de Montesquieu es perjudicial no menos al dueño que al esclavo. Demostremos ahora que es falsa, aun cuando se considere solamente en sí misma. La virtud, dice Cicerón, es siempre libre, siempre invicta; y la fortuna, que revuelve a su gusto todas las cosas de acá abajo, no tiene bastante fuerza para hacerla su esclava. El hombre virtuoso, en medio de las cadenas de que ve cubierto su cuerpo, conserva todavía el dominio más apreciable y más honorífico de todos, quiero decir, el de sus pasiones: dominio que nadie podrá quitarle si él voluntariamente no le entrega.

Diógenes pasó la mayor parte de su vida en la esclavitud; sin embargo se mostró siempre tan penetrado de las máximas que acabamos de insinuar, que no dudaba en decir que él era el que enseñaba a los demás hombres a ser verdaderamente libres: que él podría   —236→   ser el médico de las pasiones de aquéllos, y que así como el destino de Hércules le había llevado en otro tiempo a desterrar de la tierra todos los monstruos, el suyo le llevaba, a ahuyentar de la vida humana el lujo y todos los viciosos deleites. Es cierto que aquel Filósofo mereció ser gravemente censurado en otros puntos; pero en éste no podemos dejar de alabarle. Alejandro mismo se admiró, como es notorio, de su extraordinaria grandeza de ánimo; y Luciano, que hace burla de todos, los filósofos, bien, que se ríe igualmente de Diógenes, le forma sin repararlo un no pequeño elogio.

Con todo esto dejemos a este Cínico, y pasemos a hablar de otro personaje más grave, más sabio y ciertamente más moderado: quiero decir, de Platón. Nadie ignora las revoluciones y contratiempos que aquel famoso discípulo de Sócrates hubo de sufrir en la corte de Dionisio el joven. Este príncipe inconstante y caprichoso, después de haber salido en persona al encuentro de Platón a tiempo cuando éste saltaba en tierra: después de haberle hecho subir a una magnífica carroza tirada de cuatro hermosos caballos y sentádole a su   —237→   lado: después de haberle conducido de esta manera como en triunfo en medio de un inmenso gentío que cubría toda la marina; ya fuesen celos propios, o ya, malicia de los cortesanos, mudó de repente su favor en frialdad y desconfianza; le llevó a palacio no para honrarle, sino para asegurarse mejor de su persona; dio ordenes rigurosas a todos los patrones de barcos para que nadie se atreviese a recibirle en el suyo, y por último llegó a privarle de toda comunicación con cualquiera que fuese. Todavía nos queda entera una bellísima epístola31 de aquel Filósofo en que nos cuenta punto por punto todos estos extraños sucesos.

Platón pues, encerrado en la ciudadela de Siracusa, observado día y noche por guardias de vista y amenazado de continuo por los soldados de Dionisio, que no encubrían ya su designio de quitarle la vida, debía considerarse en aquella situación como un verdadero esclavo. Sin embargo, no por eso rebajó un punto de su heroica constancia y firmeza; no por   —238→   eso olvidó ni un solo instante los intereses de su amigo Dión; finalmente, no por eso dejó de dar en rostro al Tirano con ánimo imperturbable la cruel alevosía de que usaba contra Theodoto y Heráclito; y esta me parece sin duda una de las más señaladas victorias que la virtud haya logrado jamás contra todo el poder de un amo feroz que intentara sufocarla.

Es inútil amontonar más ejemplos, aunque yo no puedo a la verdad excusarme de citar a lo menos de paso al sabio Epicteto, que tanto honra con su nombre a la filosofía. Todos los antiguos le colman como a porfía de elogios; y san Agustín no duda de llamarle nobilísimo estoico32. Pero ¿quién no sabe que Epicteto fue esclavo, y que además vivió siempre en una suma estrechez? Él mismo lo refiere en un elegante dístico que se puede ver en la Antología griega: Nací, dice, siervo; fui cojo en el cuerpo, y comparable en la pobreza al Iro de la Odisea: pero nada de eso quitó que me tuviese a mí mismo   —239→   por amigo y muy favorecido de los dioses inmortales.

Si fue virtuoso o no Epicteto, excusado sería el probarlo; porque además de tantos testimonios uniformes que lo aseguran, anda en las manos y boca de todos su Enchiridión, el cual libro, aunque pequeño en volumen, es a juicio de los doctos el más bello y rico tesoro de moral que nos queda de la antigua filosofía: a lo que aludiendo Macrobio, concluye que no debe tenerse en desprecio la clase, bien que ínfima, de los esclavos; ya que se sabe que como de en medio de ella salió a ilustrar al mando el incomparable Epicteto33. Epicteto pues, no sólo manifestó con su ejemplo que un esclavo puede moverse a obrar por fines virtuosos, y que la virtud se deja alcanzar de cualquier hombre sea cual fuere su condición o estado; sino que estableció además esta máxima con muy sólidas y fuertes razones en el mencionado Enchiridión.

Finalmente, es tan grande el número de esclavos virtuosos que ha habido en todos tiempos,   —240→   que daría en prolijidad enfadosa el que quisiese contarlos (b). Sus nombres ilustran todavía los anales de varias naciones; y a muchos de ellos les vemos repetidos aun en el día de hoy con particular elogio no sólo por la historia eclesiástica, sino también por la política y civil. Ellos son una prueba incontrastable de que la virtud, do quiera que se halle, permanece libre, y es siempre por sí sola muy superior a toda la fuerza de la opinión y a los caprichos y violencias de la fortuna.





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ArribaAbajoDisertación duodécima

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ArribaAbajoDisertación sobre el nombre de afortunadas que dieron los antiguos a las Islas Canarias

El temperamento, clima y fertilidad de las islas Canarias merecen sin duda muchos elogios; pero no con aquel exceso y profusión con que se los daban en otro tiempo varios poetas griegos y latinos: porque también en las referidas islas como en otras varias partes del globo, las ventajas que se disfrutan se han de compensar y equilibrar con las incomodidades que se sufren; y hay en ellas, lo mismo que en casi todos los países del mundo habitable, aquella mezcla de bueno y de   —244→   malo que el sabio Autor de la naturaleza atempera, según Homero, con tan singular equidad y prudencia.

¿Que motivo, pues, tuvieron los mencionados autores para alabarlas tanto? Lo diré en muy breves razones. Poquísimos de los antiguos habían pasado más allá de las célebres colunas de Hércules. La fama, que lo exagera todo, les había dado noticia de unas islas fertilísimas que estaban a una moderada distancia de las costas occidentales de África y rodeadas de todos lados por el mar Atlántico, el cual las ponía enteramente a cubierto contra las piraterías y robos de los extranjeros tan comunes en aquellos tiempos. Como los hombres en esta vida están devorados de continuo por el deseo ardiente de la felicidad: como la buscan vanamente en todos los objetos que les rodean; y como sin embargo en nada de lo que ven y tocan, hallan lo bastante para tranquilizar la incesante inquietud y desasosiego de su corazón, se persuaden con facilidad que si hay hombres en la tierra verdaderamente felices son los que viven en otros muy distintos continentes o islas que por su gran distancia no se han podido examinar. Es éste   —245→   a la verdad otro delirio de su imaginación; pero este delirio es muy sencillo, muy natural y sobre manera conforme a las ideas que se tenían comúnmente en aquella edad, en que por una parte no se habían aún disipado las espesas tinieblas de nuestra ignorancia en punto de moral, y por otra la geografía, la astronomía y la navegación estaban todavía, por decirlo así, en su cuna.

En tal época las islas Canarias debían de considerarse, respecto de la Europa, puestas a una distancia incomparablemente mayor de lo que miramos ahora, por ejemplo, desde Cádiz o desde Londres a la pequeña isla de Otáhiti, aunque separada de nuestras costas por toda la extensión del mar Atlántico y por los inmensos y solitarios golfos del Pacífico. Lo apartado de dichas islas: su situación, en medio del Océano agitado con bastante frecuencia de fuertes borrascas, y, por consiguiente, casi inaccesible a los pequeños barcos que se usaban entonces; la separación absoluta en que se hallaban sus moradores respecto de todos los demás pueblos de la tierra; la perpetua paz, y tranquilidad de que disfrutaban, y la fama de la extraordinaria feracidad de su suelo,   —246→   hicieron que se diese a las mencionadas islas el nombre de Afortunadas. Este nombre se fue repitiendo de boca en boca, de generación en generación, y se les quedó finalmente como propio.

Esto mismo bastó también para que los poetas de Roma y de Atenas emprendiesen su descripción; y como les faltaban noticias circunstanciadas y seguras para hacer de ellas una pintura que fuese fiel y exacta, se aprovecharon de los vivos colores que les presentaba su delicada y fina imaginación, con los que formaron el cuadro más agradable y lisonjero de las referidas islas, no dejando ninguna idea accesoria de la felicidad, ninguna imagen de la fabulosa edad de oro, de que no echasen mano para su adorno.

Horacio sobre todo subió tan de punto esta ponderación, como que en la oda décima sexta del Epodón no duda, de exhortar patéticamente a sus romanos que, saliendo de las riberas del Tíber y corriendo a remo y vela todo el vecino mar de Toscana, no paren hasta dejar muy atrás las famosas colunas de Hércules, y dar fondo para siempre con sus hijos y mujeres en aquellas dichosas islas, en donde   —247→   les pronosticaba que empezarían a respirar con seguridad de los infinitos males y desgracias que habían causado a Roma tantas guerras civiles; y en donde apenas la más ligera desazón iría nunca a romper, por decirlo así, la dilatada y continua cadena de los puros y exquisitos deleites que sin cesar disfrutarían (a).

Muchos siglos se habían pasado después de Horacio, cuando la intrepidez y ciencia de nuestros abuelos abrió por fin aquellos mares que habían permanecido hasta entonces cerrados para todas las naciones del mundo, y que solamente habían como saludado de paso dos o tres barcos fenicios y cartagineses. Los españoles abordaron con extrema curiosidad en las islas de Lanzarote, de Tenerife, de la gran Canaria y otras; y en lugar de descubrir los pacíficos y felices moradores de los antiguos poetas, se encontraron de repente con una numerosísima tribu de guanchas34 que salieron a su encuentro armados de groseras flechas y lanzas, con el cuerpo medio desnudo y casi tostado por los rayos del sol, y dando   —248→   muestras de la mayor barbarie así en sus gestos y alaridos, como en el modo de pelear, en la estructura de sus barracas, en la calidad y figura de sus muebles, y en la mayor parte de sus usos y costumbres. Se les conocía sin embargo más valor, más constancia, sagacidad y penetración, que en los salvajes de otros países. Esta era toda su ventaja. Por lo demás sus pasiones violentas, sus guerras intestinas, su absurda religión y su brutal manera de vivir les tenía muy lejos de aquella soñada felicidad que tan sin motivo les atribuyeron los antiguos. Pero no por eso merecen aquellos ilustres escritores la nota de superficiales y poco verídicos, que algunos pretenden imponerles; antes bien me parece que sus ponderaciones son mucho más dignas de disculpa que las que vemos reproducirse todos los días en las obras de tantos viajeros modernos.

Muchas veces he leído las relaciones que el capitán Cook nos ha dado de la isla de Otáhiti, porque a más de encontrarlas llenas de observaciones sólidas y del todo, nuevas, reconocía en su estilo y modo de pintar no sé qué de la naturalidad, de la maestría y abundancia   —249→   de Homero. ¡Qué descripción tan brillante nos hace de aquella isla! ¡Con qué colores nos representa la extraordinaria fecundidad de su suelo, la espesura y lozanía de los árboles, la verdura y amenidad de los campos, y la salubridad y frescura de las fuentes y arroyos! No parece sino que el Otáhiti del Viajero inglés es aquella misma hermosísima islita que, según Camoens, Venus fijó con sus propias manos en medio del Océano, para que los portugueses que volvían de sus prolijas y peligrosas expediciones del oriente, pudiesen tomar en ella algún descanso. La diferencia consiste en que la isla de Camoens, no tenía otros moradores que algunos útiles, y mansos cuadrúpedos e infinitos y pintados pajarillos de toda especie, los cuales con sus melodiosos trinos eran la alegría de aquellos frondosísimos bosques. Pero la de Cook al contrario, estaba poblada de innumerables salvajes, los cuáles, sin las artes y ciencias europeas, sin conocer apenas la cultura, política y moral, y teniendo solamente unas ideas muy toscas de legislación y gobierno, vivían nadando, por decirlo así, en un manantial inagotable de felicidad. Debo confesar ingenuamente   —250→   que nunca he leído por entero la mencionada relación sin que me causase una singular complacencia: de modo que hubiera entonces tenido el mayor gusto en poder ir por mí mismo a visitar aquellos afortunados y solitarios isleños.

Más cuando después de esto tomaba en las manos las relaciones de los españoles que en estos últimos años, arribaron varias veces a la misma isla, dejando, en ella misioneros hábiles que la conquistasen para la religión: cuando leía lo que cotos celosos y caritativos ministros del Evangelio escriben de la barbarie, crueldad y grosería de aquellos naturales: entonces se iba disipando y desvaneciendo poco o poco mi primera ilusión, y atónito y suspenso me preguntaba a mí mismo: ¿dónde están pues aquellos tan felices, isleños? ¿dónde los célebres otahítinos cuya envidiable y rara dicha nos pinta Cook con tanta delicadeza y entusiasmo? De lo que sacaba en limpio, que nuestros españoles, ya llevados naturalmente de su carácter grave y serio, ya contenidos por las máximas austeras, de la religión, nos referían con sencillez lo que habían visto y tocado, sin desviarse, un punto de la verdad:   —251→   pero que Cook, Banks y otros viajeros del mismo temple, aunque ciertamente muy dignos de aprecio por varios respectos, en algunos capítulos de sus viajes o procedían con demasiada ligereza35 dando asenso a relaciones poco seguras, o soltaban la rienda a la imaginación, permitiéndola que añadiese diferentes relieves y rasgos a los cuadros sencillos y exactos que debe presentar la historia.

En confirmación de esto me acuerdo que uno de nuestros más hábiles marinos, y de los más aventajados en las ciencias naturales, me contó alguna vez que habiendo él sido individuo de la expedición compuesta de los paquebotes Santa Casilda y Santa Eulalia, que fueron en los años de 1788 y 89 a completar el reconocimiento del estrecho de Magallanes, ejecutado ya anteriormente en 1785 y 86 por la fragata de guerra Santa María de la Cabeza; me decía, pues, que él y sus compañeros estuvieron   —252→   mucho tiempo fondeados en una bahía que se hace entre la isla conocida con el nombre de Tierra de fuego y la opuesta costa de los Patagones, la misma a donde habían arribado, poco antes los ingleses. Me añadía que en aquellos días examinaron palmo a palmo todos aquellos contornos, teniendo siempre abierta en la mano la relación publicada por los mencionados Viajeros británicos, y que habían quedado sobre manera maravillados de hallarla tan poco conforme a la verdad; que tendiendo la vista por todos lados, en lugar de la espaciosa y bellísima ensenada que, en el referido libro tan puntualmente se describe, y por en medio de la cual se dice que atraviesa con blando y alegre murmullo un líquido arroyuelo, sólo hubiesen encontrado campos sumamente feos y sin el menor adorno: campos cortados a cada paso por enormes peñascos cubiertos lo más del día de espesas y oscuras nieblas, despedazados incesantemente por la violencia de las olas de un mar un sumamente borrascoso, y terminados, ora de cerca ora de lejos, por las crestas peladas o inaccesibles de altísimos montes que, parecen presentar por todas partes los forasteros   —253→   la horrible perspectiva de la súbita y antigua ruina de dos muy grandes continentes.

Volviendo pues a nuestro primer intento, digo que no debemos maravillarnos en manera alguna de que los antiguos alabasen tan extremadamente las islas Canarias dándolas el único renombre de islas afortunadas; pues vemos que no son menores sino mayores aún las ponderaciones y encarecimientos con que algunos célebres modernos nos describen las islas de la Sociedad las de la Marquesa de Mendoza, y otras muchas que están esparcidas a grandes distancias por el inmenso y tranquilo mar que separa las costas del Sur de América de las del Asia y Filipinas. Merecen sin duda más disculpa los antiguos. Como no habían tenido proporción de visitar las tierras que habitaban las naciones salvajes, repetían en el particular lo que una fama incierta y oscura había hecho llegar a sus oídos. No es mucho, pues, que admitiesen sin conocerlo tantas hipérboles, por que propio es de la fama exagerarlo todo con demasía.

Pero los modernos hablan de unos países   —254→   que ellos mismos han visto, examinado y observado con la mayor prolijidad, y así no es fácil en esta parte defenderles. Añádese a esto que los griegos y romanos cuando nos pintan la abundancia y felicidad de las islas afortunadas, escriben con sencillez lo que creen; tomándose únicamente la libertad, que ellos juzgan permitida a todo poeta, de adornar sus cuadros con algunos rasgos de imaginación que contribuyan a hacer más bella la misma naturaleza. Al contrario en las relaciones de ciertos viajeros filósofos, ya ingleses ya franceses, se trasluce luego en este punto no sé que artificioso doblez y mala fe. En efecto, yo no puedo nunca leer con atención tantas y tan elegantes ponderaciones de la vida dichosa y uniforme de los otahitinos y otros salvajes semejantes, sin figurárseme que veo las especulaciones metafísicas de Rousseau sobre la desigualdad de los hombres y su estado natural y primitivo, puestas en acción y representadas a la vista con los más vivos colores por el hábil y delicado pincel de alguno de los viajeros filósofos que acabo de insinuar.





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ArribaAbajoDisertación decimatercia

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ArribaAbajoDisertación del pez volador

En mis viajes a América y en la soledad de aquellos inmensos campos del Océano me ha divertido siempre muchísimo la repentina aparición de dos objetos que para mí eran como dos singularísimos fenómenos. Es a saber, la de los peces voladores, y de la infinita yerba que llevaban consigo las olas del mar, especialmente cuando estaba algo proceloso y alterado. Tenía ya noticia de uno y otro; pero la fría descripción de los libros no basta para apagar el fuego que la novedad y la sorpresa encienden de repente en la imaginación. Hablaré pues sucesivamente de uno y otro, porque   —258→   a la verdad merecen ambos la consideración de un viajero.

La familia de los peces voladores es sin duda una de las más numerosas; y según el erudito naturalista Guillermo Pisón comprende varias tribus o clases tan distintas entre sí, que apenas se parecen en otra cosa que en el vuelo y en proporcionar a los que navegan, entre trópicos una comida sana y de muy buen sabor, circunstancias que se hallan indiferentemente en casi todos sus individuos. Hablando en común se puede decir que pertenecen al pez sardina, tan abundante en el Mediterráneo y Océano; pues la mayor parte de los voladores se le asemeja, así en el tamaño, como en la figura y en el gusto de sus carnes36, especialmente a la que se pesca con tanta copia en las costas de Galicia y después de salada se envía muy apretada en banastas   —259→   a las provincias internas y septentrionales, sobre todo a Cataluña.

Gesnero dio a los peces voladores el nombre de golondrina de agua (hirundo aquatica). No sin razón; porque en realidad el vuelo de los referidos peces imita mucho al de aquellos pájaros. Vuelan rastreros, ni más ni menos como vemos que lo hacen las verdaderas golondrinas cuando se abaten a chupar de paso un poco de agua de un río o de una laguna, o a coger del suelo una pajuela o una hebra para la empezada fábrica de su nido. El médico holandés Jacobo Bonzio compara más bien este vuelo al del dragón volador de Belonio, especie de lagartija muy común en los bosques de la isla de Java. Vuela ésta, según Bonzio; pero no puede mantener largo tiempo su vuelo, y sólo alcanza a pasar de un árbol a otro cuando los dos distan entre sí no más de veinte o treinta pasos. Si se atiende pues a la duración del vuelo, me parece muy propia la comparación de Bonzio; pero si se mira a su modo y calidad, tengo por más exacta la de Gesnero. Las alas del pez, así como las del dragón volador, se parecen mucho a las del murciélago. Unas y otras   —260→   son grandes y de membrana muy sutil, de modo que cuando las tienen abatidas apenas se distinguen. Es para mi indudable que dichos peces no echan a volar por su gusto y recreo, o porque necesiten de respirar a ratos en nuestra atmósfera, o finalmente por la golosina de alimentarse con los mosquitos y otros pequeñísimos insectos que el aire lleva siempre consigo. No; ninguno de estos tres motivos les determina a salir fuera del mar, que es su propio elemento. Sólo les impele a ello el natural instinto y deseo de conservar su propia vida entre los continuos ataques de otros peces muy grandes, como son los dorados y bonitos. Viéndose absolutamente sin defensa contra unos enemigos tan poderosos, los cuales no sólo les exceden en fuerza, sino también en la velocidad del nadar, suben a la superficie del agua, despliegan sus alas, y libran prontamente en la fuga su remedio. No de otro modo que la liebre se fía a la ligereza de sus pies así que en lo más apartado de un bosque o de un valle se ve de improviso embestida por el perro u otro animal cualquiera.

Con todo eso, la suerte de los peces voladores suele   —261→   ser las más veces muy trágica y funesta. Su vuelo es poco durable, como ya se ha dicho; y regularmente no alcanza más que a un tiro de arcabuz. Aquella membrana tan sutil de que se componen sus alas sólo puede mantenerles en el aire mientras todavía conserva algún poco de humedad; pero luego que esta falta, empieza el animalillo a precipitarse hacia el mar con su propio peso. Entonces es cuando sucede que no pocos de ellos tropiecen en su caída con el alcázar de algún barco que acaso acierta a pasar por allí; y en viendo esto la chusma de los marineros, acude al instante con grande algazara a recogerlos, mirándolos como un regalo inesperado y exquisito para su frugal mesa. Pero otra porción mucho más crecida se mete cuando menos piensa en una emboscada igualmente peligrosa. El bonito o el dorado, que ve elevarse por los aires al pez volador, le sigue inmediatamente por debajo de las aguas, describiendo siempre líneas rectas para asegurarse mayor ventaja; y en el mismo momento en que éste llega a rozar sus alas con la superficie del mar para humedecerlas de nuevo y volverse a levantar, se le echa encima su oculto   —262→   enemigo y le devora sin la menor resistencia. Lance muy parecido al que acontece frecuentemente al dragón volador de la isla de Java, el cual lanzándose de lo alto de un árbol para burlar la astucia de una serpiente que se avanza ya con la boca abierta para tragarlo, suele caer víctima de otra serpiente mayor que mira todo esto y le está acechando por entre las ramas del árbol más inmediato.

Voy a hacer aquí dos breves, y a mi parecer oportunas, reflexiones. La primera consiste en observar cuán sin motivo se ha dado por fabulosa en los tiempos modernos la existencia de los dragones voladores de que hablan los autores antiguos. El Diccionario de la Academia española me parece poco exacto en el particular. Nada hay que oponer al testimonio de un hombre tan erudito y curioso como Bonzio, que refiere lo que ha visto y tocado. Querer negar que haya realmente un determinado animal o planta porque ni nuestros padres ni nosotros hemos tenido noticia de ella, es imitar sin pensarlo la rudeza de un otahitino, por ejemplo; el cual acostumbrado desde su niñez a no ver otros cuadrúpedos   —263→   mayores que los cerdos y perros que se crían en su isla, se ríe a carcajadas cuando un europeo se esfuerza a pintarle con palabras un buey o un caballo; pero si se adelanta este a hablarle de la extraordinaria grandeza de un elefante o rinoceronte, entonces el isleño o le tiene ya en su concepto por loco rematado, o cree que ha pretendido divertirse a su costa con tan ridículas y exageradas ponderaciones. ¿Qué hubiera dicho también uno de los marineros catalanes o valencianos cuando nuestras escuadras apenas osaban saludar de lejos el Océano, aunque eran el terror del Mediterráneo?; ¿qué hubiera dicho, vuelvo a repetir, si alguno le hubiese asegurado que en ciertos países había peces que volaban, y que se dejaban ver en tan gran número que a veces formaban bandadas mucho mayores que las de los gorriones en Cataluña o Valencia? ¿No hubiera tenido lo que se le contaba por una grosera ficción y por una fábula impertinente? Es preciso, pues, confesar que los tesoros de la naturaleza son inagotables: que posee ella infinitos recursos que nosotros absolutamente ignoramos; y que siempre es muy arriesgado el pretender poner límites con nuestros   —264→   débiles conocimientos a su inmensa energía y fecundidad, a menos que nos obligue a ello alguna evidente razón o un argumento muy poderoso tomado de las ideas claras y ciertas que de antemano tenemos.

Segunda reflexión. ¿Quién ha enseñado a los peces voladores, nacidos y criados en el fondo del mar, a ponerse en seguridad contra las empresas de sus implacables enemigos por los medios que acabamos de explicar? ¿Quién les ha dicho que tienen alas como los pájaros? ¿Quién les ha asegurado que pueden sin riesgo de la vida salir fuera del agua que es su elemento natural, y andar por el aire que lo es de otros animales tan distintos? ¿Cómo han averiguado que el no mantener por más tiempo su vuelo provenía de que presto se les secaban sus alas, y que así era preciso bajar a bañarlas otra, vez en el agua del mar para elevarse de nuevo?, Y ¿quién también, por otra parte, ha referido esto mismo a sus contrarios, demostrándoles que el medio más seguro, para que no les escape su presa es el observar la dirección de su vuelo, seguirla derechamente por debajo de la superficie del agua y embestirla de improviso en el mismo   —265→   instante en que pugna por granjearse nuevas fuerzas para la huida? ¿Quién, digo otra vez, ha podido ser el maestro y doctor de estos inocentes y mudos animales, sino el mismo que ha adornado de tanta hermosura y fragancia a la azucena que crece sola en medio de un valle desierto?, ¿el mismo que ha dado el movimiento perenne a las fuentes y a los ríos?, ¿el mismo que ha puesto un freno y un dique insuperable al furor del mar, mandando que sus embravecidas olas viniesen a estrellarse con la menuda arena de las playas?, ¿el sabio, el próvido, el omnipotente Autor y Conservador de la naturaleza?





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ArribaAbajoDisertación decimacuarta

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ArribaAbajoDisertación de la yerba llamada comúnmente Sargazo

Esta yerba, llamada fucus natans por Linneo y digna por muchos respectos de fijar la atención de los naturalistas, empezó a parecer por encima de las olas poco después que habíamos cortado el trópico. Al principio sólo se dejaba ver una u otra planta; pero luego creció tanto su número, que no pude menos de quedarme absorto y suspenso. Admirábame de ver tantos vegetales a tan gran distancia de la tierra, siendo cierto que la isla que teníamos entonces más vecina distaba de nosotros no menos de quinientas o seiscientas leguas. Crecía mi admiración al reparar que todas   —270→   las expresadas plantas pertenecían a una misma clase o especie, pero me sorprendía más que todo el observar que unas plantas que flotaban quizá desde muchos meses por la estéril superficie del Océano conservaban todavía tantas señales de la más robusta vegetación. Su color, aunque de un verde pajizo se conocía que no estaba caído o desmayado, sino que era el natural de la planta; pues entre tantos millares de ellas como se presentaban a la vista no había siquiera una que tuviese el colorido diferente. Sus ramas eran frondosas y distribuidas con bella proporción y simetría, y sus hojas no sólo muchas sino también fuertes, tiesas y llenas del jugo que es su alimento; y además arrojaba del tronco y de las ramas muchas vejiguitas, del tamaño poco más o menos de un grano de pimienta negra, las que en su volumen y figura semejaban a las que echa el lentisco. Tenía muchísimas cada planta. Me di, pues, luego a imaginar que estas vejiguitas podrían tal vez contener el depósito de semillas destinadas por la naturaleza para la perpetua propagación de aquel vegetal. Esta conjetura me parecía muy probable; y, en efecto, supe después   —271→   que el famoso Linneo era del mismo dictamen37.

Finalmente, deseoso de contemplar de cerca y examinar con más comodidad y espacio la naturaleza y calidades de esta preciosa planta, rogué a un marinero que me cogiese una. Lo primero que hice luego que la tuve en las manos, fue mirarla y remirarla de arriba abajo, deteniéndome mucho, tiempo en considerar ya la figura y organización de las hojas, ya la disposición y trabazón de las ramas, ya finalmente la firmeza y consistencia del tronco, y mil otras menudencias y pequeñeces. La curiosidad iba poniendo espuelas a mi deseo. Este primer examen duró algunas horas, y su resultado fueron las observaciones siguientes:

1.ª Dicha planta no tenía ninguna raíz ni cosa que se le pareciese o pudiese suplir su defecto; pero el pie estaba cortado de modo que daba claro testimonio de haber sido arrancado violentamente.

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2.ª Por medio del tacto y aun de la vista se reparaba cierta escabrosidad en algunas partes, tanto de las ramas como del tronco, la que no se echaba de ver en las extremidades de las hojas, que eran al contrario bastante blandas y tiernas.

3.ª Abrí un gran número de las vejiguitas que se hallan con tanta abundancia en dicha planta. Me parece haber reconocido en algunas de ellas aquellos pequeñísimos agujeros de que habla Linneo. Digo que me parece, porque no estoy bien cierto de la verdad y exactitud de esta observación. Lo que sí puedo asegurar es que a todas las hallé vacías por dentro, sin que contuviesen en la apariencia otro cuerpo que una porción de aire muy enrarecido. Esta circunstancia me hizo pensar que uno de los fines principales a que servían dichas vejiguitas era tal vez porque la referida planta pudiese elevarse con facilidad desde el fondo del mar en donde probablemente nace y crece, y asimismo, mantenerse por muchos meses sobre la superficie de las aguas. Y confirmó en gran manera esta conjetura el ver que cuantas plantas se volvieron a arrojar al mar después de haberlas cortado o abierto   —273→   las mencionadas vejiguitas permitiendo que entrase en ellas el aire atmosférico, todas se precipitaron al instante con su propio peso y se escondieron debajo de las olas, no habiendo ninguna que tuviese ya suficiente ligereza para flotar como antes. Estas tres observaciones son enteramente conformes con las que hizo en el año 1788 don Hipólito Ruiz, primer boticario de la expedición del Perú, según lo he visto después en la erudita y sabía Disertación que publicó en Madrid en el año 1798.

4ª. Reparé en algunos puntos de la referida planta unas como espiguitas muy sutiles que se separaban de ella por poco que se agitasen. No las creí partes del vegetal; antes bien me imaginé, atendida su estructura y configuración que serían otros tantos rimeros de pequeñísimos insectos, al modo de los que se han descubierto en el coral. Proponiendo pocos días ha este pensamiento a uno de los botánicos más hábiles de este Reino, me dijo que el célebre viajero Barón de Humbold había también dado en lo mismo.

5ª. Advertí igualmente algunas chispas del fuego fosfórico que serpeaba por el tronco y   —274→   ramas de la planta, aunque no con la abundancia y frecuencia que lo vio el doctor Ruiz. Este fenómeno me causó la misma admiración y sorpresa que ocasiona a todos los que le observan por la primera vez. Pero acordándome luego de los experimentos que Cook había hecho en las inmediaciones del cabo de Buena Esperanza, atribuí dicho efecto no tanto a la mencionada planta, como a las muchas partículas de agua del Océano que contenía todavía en sus venas y poros. Y ser esto así lo inferí, además de que dichas plantas luego que estaban secas dejaban de dar ninguna chispa fosfórica por más que las sacudiésemos.

6ª. Por último, colgué una de aquellas plantas en el castillo de popa dejándola día y noche expuesta a la continua acción del aire libre. A poco tiempo apareció casi toda cubierta de una sustancia calcárea que estaba pegada por la circunferencia del tronco y ramas a manera de escama, pero se desprendía con gran facilidad. Mezclados con la referida sustancia se vieron también algunos caracolillos marítimos sumamente pequeños. Estas observaciones, las únicas que pude entonces hacer, las pongo aquí con el único fin de que algún hábil   —275→   naturalista las examine, y vea si acaso podrá resultar de ellas alguna utilidad por pequeña que sea para el mayor adelantamiento de la botánica.

Hablemos ahora brevemente del nombre, uso y calidades de dicha planta. Comúnmente se la coloca en la familia de las algas. Pero D. Martín Colón la compara a la yerba denominada estrella. Y Pisón escribe que por su configuración, altura y consistencia, tiene un derecho incontestable para ser puesta entre los verdaderos arbustos. Por este motivo la llama lentisco marino, aunque confesando que lo hace por no ocurrirle otra voz que sea más adecuada. Del propio parecer es Dalechampio. Los españoles y portugueses, que fueron los primeros en descubrirla, la dieron el nombre de sargazo, que dura aun hoy en boca de nuestros marineros. Cual fuese la analogía que les gobernó entonces para nombrarla así no he podido con certeza averiguarlo; porque todavía ignoro lo que quiere decir sargazo en nuestra lengua o en la portuguesa. Finalmente, el príncipe de los botanistas modernos Linneo la llama fucus natans, con cuya denominación es conocida de casi todos   —276→   los que han escrito posteriormente sobre la misma materia.

Se atribuyen a esta rara planta varias propiedades medicinales. Pisón asegura que los marineros así portugueses como holandeses hacían mucho uso de ella, cociéndola con la correspondiente cantidad de licor después de haberla machacado bien en un mortero; y que la experiencia les había acreditado más de una vez que dicho remedio era un excelente diurético. Pero sería aún infinitamente más apreciable esta planta si fuese cierto que en ella residiese una grande virtud antiescorbática. Acosta fue en efecto de esta opinión. Y el célebre Bomare, hablando de esta planta en su Diccionario de historia natural, dice lo que sigue: Se come por ensalada; es apetitiva, diurética, y antiescorbútica. Por último, D. Vicente Lardizabal se esmeró con singular celo en ponderar y recomendar las varias utilidades y ventajas que ella puede proporcionar. Publicó a este fin una Disertación que imprimió en Madrid en el año 1772 con el título de Consuelo de navegantes, y a la verdad que no deberíamos detenernos un solo instante, en dar al fucus natans un epíteto tan   —277→   glorioso, si fuesen del todo positivas aquellas utilidades y ventajas. Pues, según Lardizabal, a más de ser antiescorbútica y diurética, sirve para los usos siguientes:

1º. Cocida o cruda es una razonable ensalada, con tal que antes se lave bien; y aunque así conserva todavía su natural insipidez, basta, dice, para disimularla echar en ella un poco de sal y de ajo con la competente dosis de vinagre y de aceite.

2º. Sirve la misma yerba para alimentar las aves y ganado durante la navegación.

3º. Es también útil para quitar la sal a la cecina y al bacalao, y aun para volver dulce el agua del mar.

Si tal y tan grande eficacia como ésta se halla realmente en el sargazo, deberá sin duda mirarse a este inapreciable vegetal como un riquísimo tesoro derramado por la mano misma de la Providencia para el alivio y restablecimiento de tantos millares de hombres que atraviesan de continuo los inmensos golfos del Océano en busca de las Indias orientales u occidentales; y será otra nueva prueba de que la naturaleza coloca casi siempre el remedio muy cerca del mal, así como hace   —278→   nacer las yerbas que contienen algún antídoto saludable al lado de las venenosas. Hablo con esta desconfianza ya porque, no habiendo tenido el gusto de leer de espacio la insinuada obrita de Lardizabal, no he podido, examinar uno por uno los fundamentos en que apoya su opinión; y ya también porque no me acuerdo que Cook, con ser tan curioso y diligente en semejantes materias, en ninguna parte de sus escritos hable del sargazo como de un preservativo antiescorbático. Convendría, pues, que los sabios se esmerasen a poner en claro este punto, de cuya seria discusión podría salir tal vez uno de los descubrimientos más importantes para la humanidad.

Yo entre tanto me ceñiré a proponer las siguientes reflexiones. La clase de la yerba sargazo, sea cual fuere la familia a que pertenezca, es quizá entre todas las que se han conocido hasta ahora la que comprende mayor número de individuos38. Hablando solo de la que arrastran las olas y flota en la superficie   —279→   del mar, su prodigiosa abundancia excede todo encarecimiento. El Océano se ve, digámoslo así, cubierto de ella por una extensión de más de dos mil leguas. El golfo inmenso que llaman Canal de las damas parece a veces más pronto un prado que un mar: solum non salum diceres, por valerme de la frase, de Pisón. El otro golfo todavía mayor, conocido vulgarmente con el nombre de Golfo de las yeguas, no presenta en el particular un aspecto diferente; de modo que los primeros holandeses y flamencos que lo surcaron de vuelta de las Indias no repararon en ponerle por denominación una palabra que en su lengua significa lo mismo que Océano lentiscular: ¡tanta fue la copia de sargazo o lentisco que descubrieron entre sus corrientes! Añádese a esto que dichas plantas no están nunca fijas, como otras muchas que se ven en distintos lugares sobre la superficie de los ríos, de las lagunas y aún de algunos mares. Muy al contrario; se agitan de continuo, viajan con gran celeridad según el impulso que reciben de las olas y de los vientos, y casi sin interrupción son reemplazadas por otras plantas iguales.

Añádese también el largo discurso de tiempo   —280→   que ha pasado ya desde que se observa constantemente semejante fenómeno; pues cuando esta tan grande porción del Océano se abrió por la primera vez a nuestras tres intrépidas y famosísimas naves que salieron del puerto de Palos, ya se encontró en el mismo estado en que le hallan al presente tantos millares de barcos que le cruzan y atraviesan en todas direcciones a su ida o vuelta de América.

En efecto, don Fernando Colón, hijo del Almirante, dice que habiendo su padre salido de la isla de Hierro en 15 de setiembre de 1742 seguido de sus bravos compañeros que se habían propuesto dar a España un nuevo mundo, fue extraordinaria la admiración de todos cuando al día siguiente tropezaron de improviso con gran abundancia de yerba entre verde y pajiza, observando que no tenía pie ninguno; que sus ramos eran altos, su fruta mucha y semejante a la del lentisco; y que las plantas parecían haber sido arrancadas poco antes de alguna isla o escollo. Francisco López de Gomara, autor muy antiguo y casi contemporáneo, escribe asimismo hablando de aquel memorable viaje, que Colón, al cabo de muchos días de haber dado   —281→   la vela desde la isla de Gomara donde tomó refrescos, topó tanta yerba que parecía prado. Pero pone otra noticia que calló don Fernando. Dice que este tan extraño fenómeno puso en gran temor al Almirante; el cual, según se murmuró después, quizá se hubiera vuelto a España a no haber descubierto a lo lejos y en el propio tiempo, unos celajes que tuvo por certísima señal de estar por allí cerca la tierra que buscaba. Esta circunstancia la pudo muy bien disimular D. Fernando por parecerle que sería mengua de la grande y bien merecida reputación de su Padre el haber dado entrada en su ánimo, aunque sólo por pocas horas, a semejante flaqueza. Pero nosotros la referimos con ingenuidad y sencillez, persuadidos de que una momentánea sorpresa de esta especie no perjudica poco ni mucho a la inmortal fama de aquel Héroe.

Añádese, por último, que la aparición del sargazo sobre la superficie del Océano se verifica no en un tiempo determinado, sino en todas las estaciones del año. No puedo aprobar en esta parte la observación o conjetura del Dr. Ruiz. Dice que la mencionada planta sólo se deja ver de los navegantes desde el   —282→   mes de julio hasta fines de setiembre, a lo menos, en el mar septentrional y en la altura de 12 a 23 grados. Y conjetura además que aquella es la época determinada por la naturaleza para que el mencionado vegetal eche sus flores, y luego forme y acabe las correspondientes semillas que han de servir para su propagación. Cree por último que a este fin la joven planta, que hasta entonces había permanecido pegada fuertemente a algún oculto escollo, se eleva a la sazón del fondo de las aguas como deseosa de dar la última mano a su perfección respirando, a manera de todos los vegetales terrestres, el aire atmosférico, y disfrutando del inestimable auxilio del calor y de la luz. Esta teoría me parece a la verdad ingeniosa y bien ideada, pero no tan exacta como sería de desear. Dejo aparte que el ejemplo que propone dicho Autor de otras varias plantas acuáticas, las cuales en un tiempo, fijo del año levantan sus flores encima de las lagunas, ríos, o charcos donde suelen estar sumergidas, no hasta en mi juicio para convencernos. Porque estas plantas no sacan todo su cuerpo fuera del agua, sino solamente sus flores, ni perfeccionan ni completan su vegetación   —283→   contra la analogía general después que están del todo desprendidas de sus raíces, como habría de confesarse precisamente del sargazo. Sin embargo, no insto aquí mucho en esta consideración, aunque la tengo por muy sólida; pues quizá podría respondérseme que no es extraño que las plantas que, como la nuestra, pertenecen al género de las algas sufran esta grande anomalía. Pero lo que no debo en manera alguna callar es que, según entiendo, hay equivocación en decir que la mencionada yerba no se descubre sino en los meses de julio, agosto y setiembre. Las relaciones de varios viajeros destruyen esta aserción. Por la misma altura que señala Ruiz navegué yo en el mes de febrero; y con todo encontré tan gran copia de sargazo, que algunas veces parecía que nuestro bergantín surcaba por en medio de un prado. El almirante Colón la encontró en 13 de mayo, así como otros navegantes la hallaron en otros distintos meses.

Volviendo, pues, ahora a nuestro intento, ¿quién, pregunto, en vista de lo que llevamos dicho, podrá calcular cuán grande y prodigioso ha de ser el número de aquellas plantas de una misma especie, que por tantos siglos   —284→   no cesan de cubrir un tan inmenso espacio de mar? ¿Quién llegará jamás a formarse una cabal idea de la capacidad casi infinita de los almacenes, para explicarme de este modo, de dónde la naturaleza saca continuamente tantos tesoros, sin que en tan dilatada sucesión de tiempo se experimente en ellos la más leve diminución?

Esta misma reflexión me conduce como por la mano a otra con que terminaré el presente asunto, y que podrá considerarse a manera de un problema cuya entera y cabal resolución espero de otro ingenio más ilustrado que el mío.

Esta rara yerba, de que vamos hablando, ¿es terrestre o marítima? Si lo primero, como se lo imaginó Colón y como se lo dan a entender muchos de los que atraviesan en el día aquellos mares, ¿de qué parte de la tierra es indígena? ¿Qué escollo o qué isla, qué continente no habrá ya agotado su fecundidad, habiendo perdido un número casi infinito de plantas que las olas han arrebatado de su seno? Y ¿cómo finalmente entre estas plantas no se ha descubierto jamás ninguna que fuese de distinta especie? Porque es constante que esta   —285→   exactísima uniformidad no se ve reinar en los campos, montes, valles o costas de la tierra que tenemos conocida, especialmente en los puntos de extraordinaria feracidad; porque allí al revés suele la naturaleza mezclar y confundir con bello desorden toda suerte de vegetales, como haciendo gala de amontonar y derramar a mano llena sus inagotables riquezas.

Pero si al contrario esta planta debe considerarse como marítima, según lo escribe Linneo y según lo repiten a una voz y de común parecer todos los botanistas modernos, ¿por qué, vuelvo a preguntar, se deja siempre ver con ciertas señales que indican haber sido arrancada violentamente? ¿Por qué entre tantos millones de ellas que se han observado en el discurso de más de tres siglos no se ha encontrado siquiera una, una sola, en quién se reconociese alguna apariencia de pie o raíz; sin embargo de ser las raíces el primer laboratorio donde la naturaleza trabaja y extrae los jugos que han de servir para la nutrición de cualquier vegetal? Y si a todo lo referido se pretende dar salida diciendo que las resacas arrancan esta yerba en tiempo de tormentas, y que por esto se la debe comprender en la   —286→   familia de las algas, ¿no será siempre extraño fenómeno, y quizá único en su especie, que en el fondo del Océano no sólo nazcan y crezcan tan prodigioso número de plantas coma hemos dicho, sino que estas ya en lo perfecto y acabado de su vegetación, ya en el color y figura de sus hojas, ya en la disposición de sus ramas, ya finalmente en el tamaño y calidad de lo que parece su fruta, se asemejen tan extremadamente a las que se han criado en la tierra respirando el aire libre y aprovechándose de las sales y vapores que lleva siempre consigo aquel elemento? Porque no puede de ningún modo negarse que dichas plantas han llegado ya a su perfección cuando empiezan a levantarse sobre las aguas; y porque es cierto también que entre tantos millares de ellas que nadan en la superficie de las olas, aunque se repara infinita diversidad en su volumen, y aunque es difícil hallar dos que sean de un mismo tamaño, sin embargo no se ve jamás ni una sola cuyas hojas y ramas no estén perfectamente desarrolladas y cuyo tronco no haya adquirido ya toda la consistencia y firmeza, a que podía aspirar. En cuanto a mí confieso que me hacen tanta fuerza estas consideraciones,   —287→   que por ahora no me atrevo a dar mi parecer, diciendo únicamente con un hábil Botánico que todavía es muy incierto y dudoso el origen de esta planta.

Pero si se halla cubierto de tinieblas su nacimiento y patria, no lo está menos su verdadera suerte y destino. Porque no es de creer que la naturaleza, después de haberla educado con tanto esmero, la haya mandado viajar sin cesar con las olas del Océano y sin tener en ello alguna mira o fin particular, ¿Será, pues, dicha planta una de las muchas que, según las observaciones hechas, en los últimos tiempos, emigran a menudo de uno, a otro país, atravesando inmensos intervalos de aire o de agua para obedecer sin saber como a las inmutables, sabias y misteriosas leyes con que se gobierna el orbe? Y si así es, como yo me inclino a creerlo, ¿cuál podrá ser el objeto de la grande emigración de la numerosísima familia del sargazo? ¿En qué costa, en qué escollo, en qué bahía o ensenada desierta vendrá a dar fondo todos los años, ora sea para reproducirse de nuevo, o bien para servir a otros intentos y utilidades que nosotros ignoramos? Pero baste ya de este argumento.

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