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Espacio abierto y visión dialéctica en el teatro de Buero Vallejo

Martha T. Halsey


Penn State University, U. S. A.



En una entrevista de 1974, José Monleón afirmó que siempre había sentido la impresión de que Buero era un «hombre encarcelado, un escritor que se debatía, que se buscaba el modo de expresarse, en el estado propio de quien se sabe en una celda»1. Y en una entrevista reciente el mismo Buero explica que «el carácter simbólico que encierra En la ardiente oscuridad, por ejemplo, no era involuntario, por supuesto. La situación carcelaria sin duda influía, además de manera consciente, pero no solamente la situación carcelaria, sino la situación general del país. Esta obra respondía a preocupaciones de orden general y a preocupaciones respecto a lo que estaba sucediéndome a mí»2.

Efectivamente, no hay ninguna imagen más central en el teatro bueriano que la de la prisión. La evidente predilección de Buero por el tema del encarcelamiento, encierro o trampa refleja la situación del propio dramaturgo y de otros españoles de la época franquista. Al mismo tiempo hay una marcada afinidad entre la temática   —52→   de Buero y la de otros autores europeos del siglo XX como Sartre, quienes, ante la proliferación de gobiernos totalitarios y campos de concentración, recalcan que su deber es mostrarle al espectador su esclavitud en cada situación concreta y así ayudarle a ganar la libertad. La verdad de ésta se puede comprender sólo desde aquélla porque «todo es una trampa» y «por todas partes hay muros»3. En el teatro sartriano la prisión es una imagen clave. La sala que se proyecta escénicamente en A puerta cerrada es una cárcel donde los personajes se ven presos sin poder escaparse del juicio. Dicho espacio físico refleja un espacio psíquico: el de la culpabilidad, que resulta de la mala conciencia y que atrapa a los personajes. La responsabilidad personal intransferible se presenta en el contexto de la tragedia colectiva.

El ámbito escénico que disminuye o hunde al individuo es una constante del drama europeo y norteamericano posterior a la Segunda Guerra Mundial. Tanto en obras como Marat/Sade de Peter Weiss, Los físicos de Friedrich Dürrenmatt, cuya acción transcurre en asilos para locos, Severa vigilancia de Gênet, que se sitúa en una cárcel, como en Patatas fritas a voluntad de Arnold Wesker y El entrenamiento básico de Paolo Hummel de David Rabe, que se desarrollan en cuarteles militares, se ven estructuras opresivas que encierran, controlan y confinan a los personajes4.

Las tragedias de Buero se mueven en dos planos: el personal o individual del protagonista y el colectivo de la sociedad a la que éste pertenece, con todos los problemas sociopolíticos que la caracterizan. Para Buero, «objetivo dramático fundamental» es integrar «los condicionantes sociales» y «los conflictos individuales»5. El autor intenta «penetrar en cuestiones más oscuras, relacionadas con la interioridad de unos seres humanos y su conducta dentro de esa atmósfera social»6.

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Como ocurre también en el teatro de otros autores contemporáneos, la idea de la cárcel se interioriza. La mente se revela como el sitio de verdades oscuras que deben ser asumidas. Tal es el caso de las cuatro obras que vamos a estudiar: de La Fundación, donde se proyecta escénicamente una prisión franquista; de Caimán, Lázaro en el laberinto y Las trampas del azar, donde el espacio escénico no se configura visualmente como lugar cerrado; y de Música cercana, que presenta una habitación que tiene mucho de prisión y donde vive el protagonista como entre cuatro muros. La lucha por la libertad entraña un viaje hacia algún sitio pero también un viaje hacia adentro, a un centro interior que es donde el individuo debe vencerse a sí mismo, enfrentándose a sus errores pasados y asumiéndolos. La celda de prisión que se ve en La Fundación y los otros espacios cerrados tan típicos del teatro de Buero son metáforas que expresan la falta de libertad tanto del individuo como de la sociedad. Sean espacios físicos o psíquicos, es en ellos donde transcurre la lucha dialéctica entre la opresión y la libertad que es el meollo de la visión trágica de Buero.

En muchas de las primeras obras de Buero, la escenografía insiste en la condición de cárcel que tienen los espacios proyectados. La acción de En la ardiente oscuridad, por ejemplo, transcurre en una institución que supedita y domina sus internados para perpetuarse en el poder. A pesar de su aparente beneficencia, la escuela para ciegos es una prisión. En realidad, la encarcelación de los estudiantes es doble ya que si, por un lado, la escuela los engaña, por otro lado, ellos se engañan a sí mismos aceptando la mentira de su normalidad y su libertad y rechazando las verdades que les ofrece el nuevo interno Ignacio.

En Aventura en lo gris vemos el interior sórdido y destartalado de un albergue de paso en la línea de evacuación de un país derrotado, donde se refugian varios que huyen. Otro espacio cerrado es el sórdido apartamento gris donde la protagonista de Irene o el tesoro vive maltratada, sometida a una especie de esclavitud. El piso viejo y deslucido de Juan y Adela en Las cartas boca abajo, con la cornisa desconchada y las paredes con grietas, sugiere la situación asfixiante de los dos personajes que con su insinceridad e hipocresía acaban por destruirse mutuamente. En esta situación claustrofóbica viven como encarcelados entre cuatro paredes y poco a poco se hunden en su silencio.

El oscuro semisótano de El tragaluz donde se refugia una familia   —54→   española es, como la escuela de ciegos, un lugar de evasión, de autodecepción, de escape de la incómoda luz de la realidad sobre algunos hechos trágicos ocurridos al final de la guerra civil. Para el hijo mayor también es un refugio de la dura realidad de una sociedad imperfecta. Allí se convierte en recluso voluntario sin afrontar el deber de salir a luchar por cambiarla, sin comprender que la contemplación y los ideales tienen que llevar a una acción solidaria con los demás. En el semisótano también vive otra alma enclaustrada que se refugia en la locura, la cual constituye otra prisión, otro ser roto desde el final de la guerra.

Otro ser hundido, otro prisionero, es Goya en El sueño de la razón, que vive retirado en su quinta mientras el rey va estrechando su cerco sobre él. El ambiente claustrofóbico de la quinta se intensifica por medio del aislamiento sensorial resultante de la sordera del artista ya que Goya no oye sino las voces de las figuras terroríficas creadas por su propia mente, la cual está cada vez más próxima al desequilibrio debido al terror. La prisión, sea verdadera o metafórica, es una constante en el teatro de la época franquista: la institución para ciegos, el oscuro semisótano de El tragaluz, la quinta aislada de Goya y muchos otros espacios cerrados.

Sin embargo, el símbolo de la prisión no es estático ya que lleva dentro de sí su propia contradicción. Como todo símbolo es potencialmente dinámico porque implica una reversibilidad. Los muros sugieren una salida, y los dramas de Buero intentan mostrarnos esa salida. Para el dramaturgo comprometido, revelar, desenmascarar las mentiras y la hipocresía de las «Fundaciones» e instituciones que nos oprimen, es cambiar o invitar a cambiar. Lo trágico no significa pesimismo radical sino una esperanza desesperada. Las tragedias del propio Buero reflejan el sentido dialéctico de la realidad ya que son abiertas al ofrecer la esperanza -por remota o difícil que sea- de una solución, si no para los personajes al menos para los espectadores. Buero rechaza las teorías según las cuales sólo los dramas sin solución o síntesis posible son trágicos7. El   —55→   autor insiste: «toda tragedia es abierta (o sea, dialéctica) incluida la que nos parece cerrada (o sea, antidialéctica)»8.

La perspectiva de Buero es siempre dialéctica; por eso no basta un sólo símbolo para representar su visión de la realidad. El significado de su teatro se encuentra más bien en su sistema de imágenes. Veremos que la oposición de imagen y contraimagen, que se ve implícita o explícitamente en cada tragedia, nos da la clave para una comprensión más honda de todo el teatro bueriano. A cada espacio cerrado se opone un espacio abierto -el espacio de la libertad- que es verdadero aunque generalmente existe hasta ahora sólo en los sueños del protagonista. Esta oposición de espacios cerrados y abiertos es la clave para entender tanto la dialéctica como la visión trágica de Buero, la cual nunca carece de esperanza.

En En la ardiente oscuridad al espacio cerrado del Centro, que es en muchos aspectos una prisión, se oponen las lejanas estrellas que Ignacio añora, esos «mundos lejanísimos» que están tras los cristales. Al espacio cerrado se opone la libertad que anhela el que no se conforma con su condición. En Irene o el tesoro la liberación se representa por medio del maravilloso camino de luz que se ve cuando Irene abre el balcón por el cual asciende mientras cae el telón final. El espléndido camino de luz que para Irene representa la liberación de un mundo gris se corresponde con las estrellas cuya presencia maravillosa intuye Ignacio.

Del mismo modo las azoteas de Hoy es fiesta, donde se reúnen los pobres inquilinos para compartir sus sueños de escape de una existencia sórdida y degradante, sugieren una liberación. En Las cartas boca abajo, al piso viejo y asfixiante Buero opone el espacio abierto que se ve más allá del balcón donde vuelan los pájaros, cuyos cantos sugieren, para Adela, toda la felicidad y libertad que ha perdido.

En El tragaluz el semisótano oscuro corresponde al Centro para ciegos y al sórdido piso de Irene, pero ahora no hay ventanal ni   —56→   inmensas cristaleras más allá de las cuales brillan las estrellas, ni caminos de diamantina luz: sólo la débil claridad que se filtra por el tragaluz cuando éste se abre. No obstante, los narradores explican que, en otra dimensión temporal, en el siglo futuro desde el cual nos hablan, han alcanzado una libertad que no puede conocer la familia del siglo XX cuya historia ellos presentan.

En dos de las obras anteriores a La Fundación, los espacios abiertos son paisajes ideales que imaginan los protagonistas. Silvano de Aventura en lo gris, refugiado en un sórdido albergue en la línea de evacuación de un país derrotado y lleno de soldados enemigos, sueña con un «inmenso campo verde» inundado de agua cristalina donde ve seres sonrientes que son como «ángeles sin alas». Al verde campo de Silverio le corresponde el vergel de que habla Eloy de Mito. En un mundo donde los hombres preparan guerra y donde se ven hongos atómicos, Eloy sueña con el vergel en que somos incapaces de volver la «verde Tierra» que se pudre.

A cada espacio cerrado Buero opone otro abierto que es verdadero aunque existe hasta ahora sólo en los sueños. Los espacios cerrados revelan a un dramaturgo que es un realista intransigente; los espacios abiertos nos muestran la otra cara de la moneda: el visionario. Buero nos da imágenes de esperanza, ayudándonos a entender y juzgar no sólo la realidad que ya es sino la que algún día puede ser. No basta con denunciar los errores del presente; por eso nos da imágenes positivas, símbolos de la realidad que entrevé. También en dos de las obras más recientes que vamos a estudiar, el espacio abierto toma la forma de un paisaje ideal imaginado o quizá entrevisto por su protagonista-soñador, la maravillosa vista de La Fundación y el jardín de Caimán, mientras que el parque de Lázaro en el laberinto es objetivo ya que lo ven todos los personajes y el público.

Los personajes de La Fundación son un grupo de condenados a muerte. Sin embargo, cuando se levanta el telón, no se nos presentan como tal ni vemos la celda que habitan. La celda que logramos aprehender al final es la de una cárcel franquista; al mismo tiempo es la manifestación externa del encierro espiritual a que se ha condenado el joven prisionero Tomás, al cometer un grave delito y no poder afrontar su culpa. Al empezar el drama vemos lo que parece ser un elegante centro de investigación. Tras el ventanal de una habitación cómoda e incluso lujosa, se ve un maravilloso paisaje y se oye la suave música de la «Pastoral» de la Obertura de   —57→   Guillermo Tell de Rossini. Al final, nos encontramos en la celda de una prisión cuyos inquilinos son disidentes políticos condenados a muerte por actividades contra el orden establecido. Esta transformación escénica es el resultado del cambio que experimenta Tomás, quien poco a poco logra aprehender la misma realidad patética que viven los otros condenados. Detenido e incapaz de resistir la tortura, delató a los demás y éstos cayeron por su culpa. Fue incapaz de asumir su culpabilidad y afrontar una realidad que le parecía inaceptable. Por eso su mente creó la inmensa fantasía de la «Fundación».

Desde el principio los espectadores vemos la misma ilusoria realidad que ve Tomás, la cómoda habitación de la «Fundación» y el luminoso paisaje, y escuchamos la misma serena melodía. Buero sumerge a los espectadores en un mundo ilusorio, junto con Tomás, para que compartamos también su vuelta a la realidad cuando por fin logra ver la mentira que representa la «Fundación». Es más, cuando volvemos con él a la lucidez, logramos ver bajo una nueva luz nuestra propia realidad.

Después de que Tomás vuelve a la lucidez, Asel, el prisionero más maduro, explica que pasamos de una cárcel a otra, de una ilusión a otra. Sin embargo, cada paso nos acerca un poco más a la realidad. En La Fundación Buero ataca los sistemas políticos que ciegan a sus ciudadanos con el confort material, haciéndoles olvidar que no son libres. Condena la España franquista y todos los sistemas autoritarios que engañan y oprimen -las «Fundaciones» del mundo y su ideología. Al mismo tiempo la obra es una parábola metafísica. Las cárceles de que habla el dramaturgo apresan no sólo el cuerpo sino la mente. Buero sugiere que el pasaje hacia la libertad tiene que ser hacia afuera -hacia el paisaje maravilloso- pero también hacia dentro -hacia la autenticidad personal, la cual sólo se puede alcanzar en el interior del individuo. En ambos casos es necesario pasar por una serie de cárceles concéntricas en las que la luz se hace cada vez más intensa aunque quizá nunca la alcancemos del todo. Al final de la obra, cuando Tomás acepta su culpa, logra alcanzar una libertad interna que es en cierto sentido un renacer.

El encarcelamiento siempre lleva implícita la existencia de un umbral, de un pasaje desde el interior al más allá -tanto desde el punto de vista metafórico como desde el literal. Siempre está implícita la posibilidad de la libertad. Y es precisamente en el restringido   —58→   espacio de la cárcel donde el sueño de un más allá se hace más intenso. Sin embargo, para que se realice este sueño, para que el luminoso paisaje que ve Tomás en su imaginación se haga realidad, es necesario escaparse, abrir el túnel oscuro y estrecho que se proyecta al final. Este túnel sugiere la posibilidad de la liberación auténtica que anhela el prisionero más que nadie. En el proceso dialéctico que traza metafóricamente el drama, la realidad de la prisión vence la imaginaria «Fundación». Sin embargo, el ideal que representa el paisaje luminoso de Turner permanece. «El mundo es maravilloso», explica Asel, «y esa es nuestra fuerza. Podemos reconocer su belleza incluso desde aquí. Es ta reja no puede destruirla»9. Por boca de Asel, Buero expresa su esperanza por una sociedad mejor que, aunque se vislumbre sólo a través de una percepción alucinada, puede llegar a ser una gran realidad. Es más, en otro sitio el dramaturgo ha hablado de su «esperanza irrevocable en la sociedad liberada que simboliza el paisaje ficticio»10.

En La Fundación Buero condena los sistemas autoritarios que engañan y oprimen -las «Fundaciones» del mundo y su ideología. Pero al mismo tiempo, intenta darnos una esperanza, dinamizarnos para que luchemos por crear un mundo tan hermoso como el que vio Tomás. El autor ha comentado el sentido positivo de su drama, hablando del «pesimismo de salir para llegar a creer que la cárcel es una Fundación... y la esperanza -¡incluso el optimismo!- de salir para comprender y advertir a los demás que la 'Fundación' es otra cárcel. Cuando eso se advierte, cuando se logra comunicar, las rejas se corren, la humana liberación empieza a ser realmente posible. Tragedias que se muestran para liberar, no para aplastar... Sí. Eso ha pretendido ser mi teatro, escrito frente a 'Fundaciones' que nos deforman o nos minan, o nos anulan»11.

En Caimán, el dolor y la resistencia de la protagonista Rosa a enfrentarse con una realidad penosa poco a poco la atrapan hasta que acaba por habitar un mundo de sueños y engaños que la aíslan de la realidad y enclaustran su voluntad. Las fauces del caimán simbolizan el espacio cerrado que habita Rosa y, en cierto   —59→   sentido, la sociedad a la que pertenece ella, ya que ésta también se queda paralizada sin voluntad de luchar por alcanzar una libertad auténtica. En La Fundación se presenta una sociedad -la del final del franquismo- que no puede ver la prisión en que se ha convertido. En Caimán se presenta otra sociedad -la de la transición postfranquista- que no puede afrontar los nuevos problemas que se le presentan ni luchar por solucionarlos. A diferencia de la cárcel que se proyecta escénicamente al final de La Fundación, el caimán no se configura visualmente; sin embargo se invoca su imagen en el diálogo.

La obra dramatiza varios problemas concretos del comienzo de la década de los 80 que paralizan la nueva democracia y la incapacidad del gobierno para efectuar cambios esenciales. Los problemas que acosan a Rosa y sus vecinos en el suburbio lleno de miseria en el que habitan están simbolizados por las fauces del caimán. Buero dramatiza a una sociedad que, en palabras de López Sánchez, «grita desde la entraña del caimán por la salvación»12.

Carmela, la hija de Rosa, cayó por un agujero dejado al paralizarse una obra después de la quiebra de una empresa dedicada a inversiones inmobilarias y se deslizó por uno de los estrechos ramales laterales. Rosa se negó a aceptar su muerte, prefiriendo creer que su hija está en algún jardín subterráneo -tan bello como el paisaje que se ve en la reproducción de una de las grandes Ninfeas de Monet colgada en la pared de la vivienda-. El mundo interior de Rosa, que es tan engañoso como el que habita Tomás de La Fundación, se nos revela en una serie de «efectos de inmersión» que nos hacen compartir las alucinaciones que sufre la protagonista y en las cuales Carmela le habla a su madre del jardín fantástico que dice que ha alcanzado pasando por las alcantarillas. En cuatro episodios vemos cómo el ventano del sórdido piso de Rosa empieza a azularse suavemente y la estancia se satura de su brillo. Luego percibimos, con Rosa, la voz de Carmela, que le dice a su madre que la espera en un jardín azul como el cuarto, que se ve ahora saturado de una luz maravillosa de ese mismo color. En efecto, el mundo que habita Rosa desde la desaparición de su hija Carmela dos años atrás es un mundo tan irreal como el de la «Fundación» que inventa Tomás.

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Rosa espera que su hija vuelva algún día para salvarla a ella y a sus pobres vecinos de las fauces del caimán, o sea, de los problemas que los acosan. El caimán de que se trata es el de una leyenda en la que un anciano cacique tragado por un caimán es sacado ileso por su hijo de las fauces de aquél. «Como una madre presa en el vientre de un monstruo», dice la narradora, «ella esperaba el beso liberador de su hija» (O. C., I, p. 1745). Así es que Rosa, como Tomás de La Fundación, vive apoyada en una mentira y, del mismo modo que Asel intenta salvar a Tomás, Néstor el marido de Rosa intenta que ésta acepte la verdad como él la ha aceptado. Para Néstor, sólo asumiendo la pena por la muerte de Carmela, sólo afrontando la verdad, puede salvarse Rosa. Explica que la leyenda del caimán es poesía y no realidad. Rosa sólo puede escaparse del caimán por sus propios esfuerzos.

Al final del drama la negación, o la inhabilidad, de Rosa para aceptar la realidad resulta en su muerte. Tomás de La Fundación logra volver a la realidad con la ayuda de Asel; pero para Rosa ya es tarde. En un último «efecto de inmersión» escuchamos la voz de Carmela decirle a su madre que atraviesa el jardín, que ya llega. Al final, cuando Néstor se da cuenta de que Rosa ha ido al solar donde desapareció Carmela, a encontrar el jardín maravilloso donde cree que la aguarda su hija, ya es tarde.

El negro túnel que Tomás espera excavar por debajo de la cárcel para escapar a través de las alcantarillas representa un camino -por difícil e incierto que sea- a la luz; pero el pozo de Rosa es la oscuridad definitiva. El camino de los prisioneros sube por el subsuelo para alcanzar la vida y el paisaje brillante de Turner que puede realizarse algún día; pero el túnel de Rosa baja inevitablemente a la muerte. La inhabilidad de Rosa para aceptar la realidad, como la de Tomás antes de volver a la lucidez, se presenta como un grave error.

Los obstáculos a la realidad no son sólo exteriores sino interiores o psicológicos. Las fauces del caimán representan no sólo las amenazas que vienen de afuera sino las que proceden de dentro: «una impotencia consustancial al hombre que le impulsa a dudar y a ser inactivo, que lo posee»13. Dejar que el pozo negro nos trague   —61→   viene a ser lo mismo que ser devorado por el caimán. Debemos soñar con un mundo mejor, viene a decirnos Buero, pero sin engañarnos creyendo que ya existe o que se puede realizar sin un esfuerzo sostenido, concertado en solidaridad con los demás. Tales fueron los errores de Tomás y Rosa. Al igual que en La Fundación, la realidad vence a la ilusión -en este caso el jardín imaginario de Rosa. Sin embargo, éste persiste como ideal.

Si Buero emplea la celda de una cárcel como la imagen clave en La Fundación y las fauces del caimán en el drama que acabamos de comentar, en Lázaro en el laberinto recurre a la del laberinto inextricable para insistir en la falta de libertad. La imagen del laberinto naturalmente tiene importantes asociaciones literarias en la tragedia de Buero, como las tiene también el nombre del protagonista, Lázaro. El laberinto es el espacio de difícil salida del que Teseo se escapa guiado por el hilo de Ariadna. Es más, el laberinto en que se ha perdido Lázaro es, también, la tumba en que es enterrado el homónimo bíblico del protagonista.

El laberinto en que Lázaro se encuentra atrapado es el de sus dudas y miedos que le impiden que recuerde la verdad. La verdad que el protagonista dice tratar de reconocer es la de su comportamiento moral en un acontecimiento ocurrido unos veinte y dos años atrás. Después de una manifestación estudiantil de protesta por la libertad, dos ultras le apalearon a él y a Silvia, una compañera de la facultad de quien estaba enamorado. Lo que le impide a Lázaro afrontar la verdad no es que su mente la sustituya por una mentira, como ocurre en el caso de Tomás en La Fundación, sino que recuerda el incidente pasado de dos maneras diferentes y de las dos maneras no sabe discernir cuál es la versión verdadera. Según la primera manera intervino para salvar a Silvia cuando la aporrearon los dos fanáticos y, según la segunda, la abandonó y se salvó a sí mismo. La dificultad es procurar el recuerdo verdadero; Lázaro no sabe cuál de los recuerdos que le acompañan es el auténtico: el de su valor o el de su cobardía.

Más tarde sabremos que la hermana de Lázaro, que atendió a la llamada telefónica de los padres de Silvia cuando comunicaron el fallecimiento de su hija poco después de la paliza, transformó el fallecimiento en un viaje a otro país. Engañó a Lázaro haciéndole creer que Silvia vivía para que no buscara a otra mujer y la familia pudiera seguir unida para siempre. Años después del incidente, un viejo compañero de estudios le comunica que le ha parecido   —62→   ver a Silvia en la calle. Al empezar la acción dramática, Lázaro espera su llamada para saber la verdad.

El laberinto sin salida en el que está perdida la memoria de Lázaro no es el de la librería sino el de las dudas y los temores que impiden que recuerde la verdad. La posibilidad de la llamada de Silvia que pueda liberarle de las dudas que le atrapan en el laberinto provoca en Lázaro una alucinación auditiva que los espectadores comparten: el inexistente sonido de un teléfono. Ninguno de los demás personajes oye el timbre ya que suena sólo para el protagonista, que espera la voz de Silvia que pueda hacerle revivir, como lo hizo el Lázaro bíblico.

Cuando no llega la llamada libertadora de Silvia, Lázaro transfiere sus esperanzas -y su amor- a Amparo, una joven escritora, y empieza a ver en ella una nueva Ariadna que le puede sacar del laberinto de las dudas y miedos que le atrapan. Lázaro le pide a Amparo que se case con él pero ella le rechaza ya que sabe que la sombra de Silvia ya no le abandonará. La escena ocurre en un rincón apartado de un parque donde hay un banco sobre el cual se reflejan y danzan suavemente los visos del agua, iluminada por el sol mañana y tarde, de un invisible estanque. Este sitio, con su poesía y misterio, posee un significado especial para los personajes. Las luces del agua sobre el banco se asocian en la mente de Lázaro con las notas del dulce laúd que toca su sobrina Coral. Y, para Silvia, los visos del agua eran como un lenguaje especial, que les comunicaba la verdad.

Poco después, Lázaro se entera de que la llamada que espera no llegará, que Silvia murió. Con la partida definitiva de Amparo, se queda solo. Antes de su partida, Amparo le dice a Lázaro que cree que el miedo le venció, que no defendió a Silvia. Aunque Amparo está dispuesta a perdonarle en nombre de Silvia, no quiere casarse con él porque no cree en su amor por Silvia ni por ella misma. Fue «el miedo, o sea el egoísmo» (O. C., I, p. 1949) lo que le impidió a Lázaro querer a Silvia hasta el sacrificio y lo que ahora le impide recobrar la memoria.

Lázaro se queda sin «renacer»; sus miedos le impiden contestar a las llamadas telefónicas, o sea, las llamadas de su propia conciencia que podrían ser como el hilo que le guiara a salir del laberinto en el que está encerrado. Al final del drama, oímos a Coral, cuya figura cubren los brillantes espejos del agua, tocar el laúd en el rincón idílico del parque. Luego las notas se amortiguan   —63→   extrañamente, aunque Coral no deja de tocar, y suena otra vez el timbre del ilusorio teléfono, inspirando en Lázaro un visible terror. Esta vez los timbres no cesan sino que aumentan su intensidad hasta el punto que parecen levantar ecos que oímos sonar en distintos lugares de la sala de teatro. Estos timbres finales nos invitan a los espectadores a atender a las llamadas de nuestra propia conciencia, a afrontar nuestros propios errores. Los timbrazos que nos invaden mientras Coral toca su inaudible música, nos recuerdan que no es sólo el protagonista el que se encuentra encerrado en el laberinto sino todos nosotros, como nos hemos encontrado antes en «la Fundación» y en las fauces del caimán, siguiendo la simbología de las tres tragedias comentadas. Como la cárcel de La Fundación y las fauces del caimán, el laberinto es un símbolo que expresa no sólo la condición del individuo sino de la sociedad de la que forma parte14.

El maravilloso rincón donde Coral toca el laúd a medida que los reflejos del agua bailan su lenta danza representa un sitio de paz y de libertad que contrasta con el laberinto que aprisiona no sólo a Lázaro sino también a los espectadores que no acertamos a oír las notas finales del laúd. En este sitio prodigioso los refulgores que se asocian con las notas musicales, como lo ha sugerido Silvia, nos pueden hablar. Este rincón apartado del parque, con los visos del agua del invisible lago tranquilo, a diferencia del paisaje brillante de La Fundación y el jardín acuático de Caimán, existe objetivamente. No obstante su función es idéntica a la de los dos paisajes idealizados que todavía existen sólo en la mente de Tomás y Rosa. Este sitio donde Coral siente una extraña calma cuando la luz del sol la baña y los visos del agua la mecen suavemente, es una imagen de esperanza y la música que se oye, un lenguaje especial que se comunica a los que saben oírla.

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Las notas finales de Coral suenan sin que las percibamos. Sólo después de contestar a las llamadas de la conciencia podemos salir del laberinto y encontrar la paz que alcanza Coral. El ideal que representan los resplandores del agua y las notas del laúd queda por realizarse; somos los espectadores los que debemos encontrar esta paz por nosotros mismos.

En La Fundación vemos una celda real. En Música cercana no hay celda, pero el saloncito elegante del protagonista le aprisiona lo mismo que cualquier celda. La idea de encarcelación se sugiere por varias referencias a cerraduras, guardias y rejas. En su esfuerzo por evadirse, el protagonista vuelca sus esperanzas en una ventana simbólica que le transporta a un pasado imposible -un pasado que podía haber sido pero no fue y que ahora es imposible recuperar. Toda posibilidad de escape se le niega; habiendo vivido una vida del más cerrado egoísmo y abuso de poder, es atrapado por ella y el mejor futuro con el que sueña resulta imposible. La ventana sugiere una posible liberación, pero no es más que una ilusión. Preso del pasado, se queda, al final, totalmente solo en un piso que es su prisión y cuyas cerraduras sugieren su aislamiento.

El protagonista, Alfredo, es un ejecutivo de la gran capital cuya fortuna -fruto de sórdidos negocios relacionados con la droga de los que finge no estar informado- le ha permitido una vida de inusitado lujo y privilegios. Sin embargo, llega el momento en que al financiero, que lo ha sacrificado todo por el dinero y el poder, le empieza a faltar la familia. Por la soledad que siente, vuelve a su antiguo piso, a su habitación de muchacho con la ventana que da al patio donde suenan las melodías de los discos que pone la mujer que creía amar unos cuarenta años atrás.

Alfredo sueña con recuperar un pasado en el que existía la posibilidad de un futuro con Isolina, la preciosa vecina que se asomaba a la ventana del viejo patio y que jugaba con su muñeca mientras escuchaba los discos de su padre. Las melodías que oyen los personajes en varios momentos de la obra son las mismas que escuchaba Alfredo unos cuarenta años atrás cuando Isolina jugaba junto al alféizar. En dos ocasiones compartimos el retorno del protagonista al pasado que ha perdido, a la felicidad imposibilitada. Cuando Alfredo se abstrae en el recuerdo, de espaldas a la ventana frontera del patio, oímos la música que le transporta al pasado, la misma música que oía de niño, y vemos aparecer a la joven Isolina. La ventana la abre una encantadora muchacha de   —65→   unos diecisiete años con ropa anticuada que se sienta y se pone a coser. La joven Isolina, que cose en la mágica ventana fuera del tiempo, parece invitarle a experimentar una felicidad que jamás ha conocido.

Oímos al padre comentarle a su hija su amor por Isolina: solamente una vez ha sentido un verdadero amor; sin embargo, no se atrevía a intentar que se realizase. Desde su ventana la vio crecer y escuchar la música que ahora le transporta al pasado, del mismo modo que el timbre del teléfono transporta a Lázaro. La joven Isolina representa la felicidad que quizás Alfredo habría alcanzado de haber atendido más a la música que penetraba su ventana. Buero describe las melodías que rodeaban a Alfredo, hablando de «esa música que es poesía, que es lo auténtico, que es lo íntimo y que no es sólo música real, esa música que es cercana a todo ser humano y que dejamos a un lado»15. Las melodías de la gramola, como las notas del laúd de Coral en Lázaro en el laberinto, sugieren la poesía y el misterio, la dimensión interna o espiritual tan importante en el mundo trágico de Buero.

En cuanto a Sandra, Alfredo teme perderla definitivamente, ya que ella ha llegado a odiar la vida de lujo y privilegios que lleva en el piso de su padre, que para ella no es más que una «cárcel». Para Sandra su padre representa la sociedad corrupta contra la que ella se rebela y de la que terminará como víctima. Los temores de Alfredo se convierten en realidad cuando una llamada del guardaespaldas de quien se evadió su hija anuncia la muerte de ésta, acuchillada en la acera por un drogadicto. La llamada es real y no imaginada como las que oye Lázaro. No obstante su efecto es el mismo: llamar a Alfredo para examinar su conciencia ya que la transnacional en que el banco que dirige Alfredo ha invertido enormes sumas, maneja dinero proveniente de la droga. Aunque Alfredo acepta su responsabilidad por la muerte de su hija y manda a su hijo sacar su dinero de Mundifisa, hacer esto es imposible. Alfredo ya está atrapado por la sociedad que él ha contribuido a crear, una sociedad que limita sus opciones y que le ha quitado a su hija.

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Si Alfredo vive en su cárcel personal y sufre una angustia interior que le aprisiona tanto como unos muros físicos, la sociedad de Música cercana es otra prisión. La «Fundación» que proyectó Buero en 1974 todavía existe unos quince años después. Tras la brillante fachada del «boom», de un país donde existe un culto al dinero, al éxito material y al consumo gratuito sin precedentes en su historia, está la realidad que descubren las constantes referencias a las alarmas que ha puesto Alfredo, la cerradura que ha cambiado, la puerta blindada y los guardaespaldas con que rodea a su hija. La sociedad del final de los años 1980, al parecer tan atractiva, se ha convertido en otra engañosa «Fundación» que ciega a sus inquilinos con las falsas luces de la prosperidad material -como en la España de 1974, cuando el consumo llegó a ser una pasión que hacía que muchos olvidaran su esclavitud.

El miedo que siente Alfredo de perder la posibilidad de alcanzar un futuro feliz con Isolina también se convierte en realidad. Al final del drama, aparece por primera vez la Isolina real -y no la que recuerda el protagonista. Cuando las notas de la música de Mozart llenan el patio y el sol de la mañana lo baña de luz, abre la ventana una mujer envejecida. Al fijarse en Alfredo, que la observa, le mira con el entrecejo fruncido, y luego le cierra la ventana con un sonoro golpe. El cierre de la ventana en lo alto elimina para Alfredo toda posibilidad de esperanza. A Alfredo le faltaba valor para atender a la música cuando la oportunidad se le presentó en el pasado, para convertir sus sueños en acción. La música de la gramola sigue sonando al finalizar el drama, invitándonos a nosotros a oírla realmente, quizás por primera vez.

En tres de las cuatro tragedias que hemos comentado, los espacios abiertos adquieren una mayor importancia que en Aventura en lo gris o Mito y funcionan claramente como imágenes de esperanza, dándonos la clave a la visión dialéctica de la realidad que caracteriza el mundo bueriano y de la tragedia que la refleja. El brillante paisaje de Turner que inventa el joven prisionero Tomás, con su irisado cielo, verdes montañas, lago de plata y amenas edificaciones donde las gentes de la «Fundación» ríen bajo el sol de la mañana, es una percepción alucinada que desaparece cuando el joven regresa a la realidad. No obstante, este paisaje que se entrevé por el ventanal de la imaginaria «Fundación» funciona como un símbolo de la esperanza. Tomás está en un error cuando dice que «el mundo es ya un vergel»; sin embargo, como ideal el paisaje   —67→   puede dinamizarnos. Es esto lo que quiere decir Asel al decirle a Tomás: «El paisaje sí era verdadero» (O. C., 1, p. 1488). No importa que se haya borrado.

En Caimán el jardín de Monet tiene la misma función que el paisaje de Turner en La Fundación. El jardín fantástico donde cree Rosa que la espera su hija muerta se yuxtapone a las fauces del legendario caimán, el que representa todos los problemas y amenazas que atrapan a Rosa y sus pobres vecinos. Por esto, el jardín representa la libertad con la que sueñan éstos. El jardín de Rosa, como el paisaje de Tomás que entrevemos a través del gran ventanal de la «Fundación», es una imagen visual. A diferencia del paisaje de Turner, no vemos el jardín; sin embargo llega a identificarse con la gran reproducción de una de las Ninfeas con sus aguas violetas y sus mágicas flores frescas y olorosas. Aunque el jardín del cual Rosa cree que regresará su hija para salvarla de las fauces del caimán es producto de la imaginación de una pobre mujer desequilibrada, no es por esto menos verdadero que el paisaje de Tomás porque representa el ideal. El gran error de Rosa es poner sus esperanzas por la libertad en otro en vez de confiar en sus propias habilidades para salir del caimán. Del mismo modo que Tomás, si le dan bastante tiempo, debe intentar hacer el difícil túnel, Rosa y sus vecinos tienen que salvarse a sí mismos del caimán. El mensaje de Buero es que debemos soñar con la libertad pero sin engañarnos creyendo que ya existe (como había hecho Tomás) o que puede realizarse sin un esfuerzo tenaz en solidaridad con los demás (como hace Rosa).

El paisaje de Turner y el jardín de Rosa sugieren una libertad, una ausencia de límites, que no puede reproducirse teatralmente dentro de la ilusión del escenario. Sin embargo, las descripciones verbales en los diálogos nos transportan más allá de los confines fijos del teatro al espacio entrevisto tras el ventanal o sugerido por la pintura. Al menos por un momento, los confines de la prisión o del caimán se disuelven en una nueva libertad. En Lázaro en el laberinto, al igual que en los dos dramas anteriores, el espacio abierto se describe verbalmente; pero al mismo tiempo vemos en el escenario una pequeña parte de él: el rincón del parque con el banco sobre el que espejean los visos del agua del invisible estanque. En este lugar maravilloso donde parecen bailar los luminosos reflejos del agua, Coral encuentra la paz y libertad interior que se le niega a su hermano Lázaro. La vista de Turner, el jardín de   —68→   Monet y el apartado rincón del parque con el invisible estanque tranquilo son todos lugares que se sitúan en la mente (aunque el parque también es real). Se trata de símbolos de la libertad que se oponen dialécticamente a los espacios cerrados de la celda, las fauces del caimán y el laberinto. Representan la esperanza sin la cual, cree Buero, no puede haber tragedia auténtica.

En Música cercana, también, parece, pero sólo parece, haber una salida, una posibilidad de libertad para Alfredo, quien no deja de contemplar la ventana a través del patio donde la joven Isolina, que creyó amar, se sentaba para coser y escuchar melodías. No obstante, para el protagonista ya entrado en años, el pasaje a través del patio a la ventana que se abre en su mente es un callejón sin salida. El túnel que Tomás espera poder excavar en La Fundación conduce al futuro; el camino de Alfredo sólo lleva a un pasado que no puede ser resucitado.

Para hacer que el espectador entre en los espacios abiertos que ofrecen sus dramas, Buero emplea la música. La música, que siempre ha sido elemento importante de la tragedia bueriana, sobre todo de los «efectos de inmersión», sirve ahora para introducirnos en la nueva realidad contemplada por los protagonistas. La serena música de la «Pastoral» de Rossini llega a asociarse con el paisaje idílico que inventa Tomás de La Fundación, con su límpido cielo, verdes montañas y lago de plata. Del mismo modo la suave música de la Rosamunda de Schubert sirve, en Caimán -aunque no se oye durante las alucinaciones de Rosa- para sugerir el carácter romántico de ésta y la irrealidad del mundo que habita en los momentos que contempla la reproducción de la Ninfea de Monet que vemos en la pared. Identifica la reproducción con el maravilloso jardín subterráneo de donde cree ella que vendrá su hija Carmela para salvarla del caimán. Tanto en La Fundación como en Caimán la música nos lleva a la conciencia de una presencia misteriosa que nos rodea sin que la notemos.

En Lázaro en el laberinto la música adquiere una importancia aún más grande que en las dos obras anteriores. La música del laúd que toca Coral en Lázaro acaricia a los personajes con sus notas del mismo modo que los espejos del agua del lago invisible parecen mecerlos, bañándolos de luz. La música que toca Coral en este rincón favorito del parque nos hace intuir la paz, la serenidad -la libertad interna que conoce ella y que le permite vencer el miedo- mientras que los visos del agua le hablan en un lenguaje   —69→   especial. El que cierto día tocara allí su laúd como no lo había tocado nunca es la señal -le explica Lázaro- de que lo volverá a lograr. Este rincón apartado del parque, este sitio mágico que se asocia con la música del laúd, es una imagen que sugiere el centro tranquilo de nuestra existencia, la paz interna que quizá podemos lograr sentir. Buero nos viene a decir que la liberación auténtica es interna; y es a través de las misteriosas melodías que nos envuelven como quizá podemos alcanzarla -si es que realmente conseguimos oírlas.

Es en Música cercana donde el papel simbólico de la música adquiere su máxima importancia. El protagonista no hizo caso, siendo joven, de la «música, tan distante y sin embargo tan cercana» (O.C., I, pp. 1989-1990) que le rodeaba del mismo modo que, al final de Lázaro en el laberinto, los otros personajes y los espectadores no oímos las notas del laúd que desgrana Coral, aunque no dejan de sonar. Sonaban las melodías de Brahms, Chopin, Bach y Beethoven en la ventana frontera del patio donde se sentaba para escucharlas la joven que amaba -o creía amar- el Alfredo adolescente; pero éste nunca declaró su amor cuando existía la posibilidad de que hubiera sido correspondido. Alfredo no se atrevía a soñar y por eso perdió la posibilidad de lograr una felicidad auténtica. La música de la gramola del padre de Isolina, como las melodías del laúd en Lázaro en el laberinto, representa el camino a la realización del potencial humano y la loibertad auténtica. Como las notas del laúd que toca Coral, la música a la que no atendía el joven Alfredo apunta a las mayores posibilidades.

Los bellos paisajes del futuro que se ven en el teatro de Buero son verdaderos aunque en La Fundación y Caimán existan hasta ahora sólo en los sueños o en el lienzo del pintor -como lo es también la música que no sabemos oír. Buero nos proporciona imágenes de esperanza para el futuro. A través de su arte revolucionario sugiere no sólo la realidad que ya es sino la que algún día puede ser. Consciente de que no basta con denunciar los males del presente, emplea el arte, la música y la metáfora para crear imágenes positivas del nuevo mundo con que sueña. La política del teatro es una política de la imaginación; creador de un teatro trágico donde pesa mucho más lo catártico que lo didáctico, Buero da visiones poéticas del futuro, intuiciones personales más bien que programas específicos. De este modo sus tragedias trascienden los límites de cualquier ideología. Naturalmente la esperanza está   —70→   presente, por lo menos de una manera implícita, en todas las tragedias de Buero que denuncian los males del presente, incluso en las en que no existen bellas imágenes del futuro. Si no hubiera esperanza por un mundo mejor, sería vano condenar el mundo presente.

El teatro de Buero Vallejo refleja no sólo sórdidas realidades sino también luminosas esperanzas, postulando un final libertador, si no para los personajes trágicos, por lo menos -y lo que es aún más importante- para los espectadores. Realista intransigente que desenmascara las duras realidades de la sociedad, Buero es también un visionario que canta a la esperanza. Sus sistemas de símbolos que se oponen dialécticamente unos a otros expresan una Weltanschauung que incluye el futuro16. Hace casi cuatro décadas el dramaturgo afirmó: «Ver más lejos que los demás es una de las maneras más hondas de actuar a favor no sólo del futuro, sino de la sociedad contemporánea aunque desde sus diversos estamentos se pueda ello considerar como un acto antisocial o como una evasión de lo real. Y nadie puede garantizar que el sociólogo o el crítico vean siempre más lejos que el artista, por lo que al arte se refiere»17.





 
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