Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

  —[179]→  

ArribaAbajo- VII -

El nuevo mundo de Nebrija y Colón


Notas sobre la geografía humanística en España y el contexto intelectual del descubrimiento de América308


No sabría decir cuándo mandó Hernando Colón encuadernar juntos los libros y opúsculos que componen el volumen facticio que aún alberga la Biblioteca Colombina de Sevilla bajo la signatura 4-1-18. Pudo muy bien hacerlo en 1517, cuando empezaba la recolección de materiales para su Descripción y cosmografía de España (y cuando Elio Antonio de Nebrija le regaló, en Alcalá de Henares, una Tabla de la diversidad de los días... por sus paralelos). O pudo ser en 1524, mientras se preparaba para exponer ante la Junta de Badajoz la invención de un sistema científicamente irreprochable para la determinación de las longitudes geográficas: el método del transporte de relojes, impracticable entonces, sin embargo, por falta de cronómetros adecuados. O todavía después, al escribir sobre «las cinco razones que movieron a Cristóbal Colón para intentar su descubrimiento», principiando por las «razones naturales» y siguiendo con los «testimonios y autoridades de sabios   —180→   antiguos y modernos varones» (fray Bartolomé de las Casas, Historia de las Indias, I, v).309

Para todas y cada una de tales empresas, fuera como fuera, el docto hijo del Almirante había de juzgar útil tener reunidos tras una misma cubierta los libros y opúsculos en cuestión. Los tres primeros títulos fijan suficientemente el carácter definitorio del volumen. Va por delante un impreso de catorce hojas, sin lugar ni año, en pulcros tipos romanos, por el que don Hernando había pagado 12 maravedíes en 1509: Aelii Antonii Nebrissensis, grammatici, in cosmographiae libros introductorium. Viene a continuación un Vibii Sequestris liber (Roma, 1505), con el De fluminibus y sus análogos al cuidado de Giacomo Mazzocchi. El tercer lugar corresponde a una Chorographia castigada nada menos que por Hermolao Barbaro: Pomponius Mela, cosmographus, De situ orbis (Pesaro, 1510).310

En cualquier circunstancia -pero en ninguna más que en la presente-, la mera enunciación de esos tres ítem nos obligaría a trasladarnos a los dominios predilectos de Giuseppe Billanovich. Gracias al maestro paduano, en efecto, sabemos hoy que hacia 1335 Petrarca rescató una miscelánea de autores latinos poco comunes preparada por Rusticio Elpidio Dómnulo, en la vigorosa Ravenna del siglo VI, y conocida a través de la revisión hecha luego por Heiric de Auxerre. Las dos piezas fuertes de la compilación eran precisamente Pomponio Mela y Vibio Secuestre, y Petrarca se deleitó en leerlos, anotarlos y comunicárselos «ai suoi molti clienti. E questi primi umanisti non solo trovarono nel De chorographia e nel De fluminibus due sussidi utilissimi per la lettura dei classici; ma, subito, già nella seconda metà del Trecento, alcuni italiani, specialmente toscani e veneti, furono animati a comporre dei trattati di geografia a servizio degli studi retorici, particolarmente sul modello del dizionario di Vibio».311 Los repertorios   —181→   como el De montibus boccaccesco o el De insulis de Domenico Silvestri, a su vez, convivieron fructíferamente con las nutridas secciones geográficas de las enciclopedias en la línea del De originibus rerum debido a Guglielmo da Pastrengo o la Fons memorabilium universi de Domenico Bandini. Pero la semilla no murió en esas páginas. A la sombra protectora de Salutati, el elegante Palla Strozzi hizo traer de Constantinopla la Geografía de Tolomeo, Leonardo Bruni -con la complicidad de Niccolò Niccoli- proyectó volverla al latín, Crisoloras comenzó la traducción, Iacopo Angeli la terminó, y los amateurs «de’ siti della terra» se disputaban «queste Cosmografie» bellamente rotuladas y ornamentadas.312 La curiosidad arqueológica se hermanaba con los intereses científicos, los sueños de conquista o de misión, las aspiraciones comerciales. Todo valía -si valía- para entretener la avidez de horizontes. El rigor geométrico de Tolomeo no anulaba, sino aprovechaba las aportaciones de la matemática árabe, y Toscanelli podía perfilar o corregir el universo cuadriculado por el autor antiguo con unas tablas de latitudes y longitudes extraídas de un menos ilustre Speculum astronomiae medieval.313 Los humanistas no se limitaron a dar un decisivo impulso inicial a la geografía de la edad moderna: en Italia al igual que en la Península Ibérica, siguieron contribuyendo con textos y con reflexiones a mantener encendido el fuego que alimentaban las experiencias de los navegantes, las especulaciones de los expertos en el cuadrivio, la necesidad de expansión de una Europa que se quedaba pequeña. «Sicuramente la Niña, la Pinta e la Santa María furono comandate da Cristoforo Colombo. Ma una parte del legno con cui quelle caravelle furono costruite -es justísima afirmación de Billanovich- era stato tagliato ... da Rusticio Elpidio, da Heiric di Auxerre, da Francesco Petrarca», por los hombres formados en la más estricta tradición de los studia humanitatis.

Quiero hoy echar un vistazo a algunos episodios de esa aventura: exhumar unos cuantos textos y datos -nula o escasamente conocidos- relativos a la penetración de la geografía humanística en España, situarlos en la trayectoria que conduce al librito cosmográfico   —182→   de Nebrija y apuntar cómo se fue descubriendo así, en vísperas de 1492, en una noble alianza de «rerum cognitio» y de «oratio» (véase abajo), el nuevo mundo de una cultura que Colón compartió y contribuyó a crear.

Volvamos, pues, otra vez a la imagen de Petrarca dibujada por Billanovich: el estudioso de Mela y Vibio Secuestre. En los alrededores de 1428, no es un azar que el primer espécimen del Canzoniere que circuló en castellano (por cuanto sabemos) se entendiera como una ilustración de que Petrarca «avía leído muchos e diversos cosmógraphos e avía en prompto la recordación dellos». En el manuscrito 10.186 de la Biblioteca Nacional de Madrid, a los folios 196-199, se copia, traduce y glosa -mejor o peor- el poema CXLVIII, donde «micer Francisco ... face una metháfora ... diziendo que ha grand sed, la qual amansada ser no podría con el agua de todos los ríos del mundo -e nonbra los principales dellos-, sinon con el agua del uno, muy fermoso, a quien no pone nonbre, pero descrívelo diziendo tiene frescas riberas donde nasce el fermoso laurel»:


Non Tesin, Po, Varo, Arno, Adige et Tebro,
Eufrate, Tigre, Nilo, Hermo, Indo et Gange...



Nuestro escoliasta no duda sobre el sentido último del soneto («aquella sed» petrarquesca es «el grand deseo sitibundo de obtener el plazer e fartura de la plática poetal»), ni sobre la ocasión en que surgió, «en la cámara del rey Roberto» (las anécdotas más inesperadas sobre la etapa napolitana de Petrarca venían oyéndose en España desde antes de 1400). Pero la traducción y el comentario no brotan de ningún especial entusiasmo por la lírica vulgar, sino del paladeo de esos «nonbres» de ríos «conoscidos de muchos». El responsable del trabajo ni siquiera anda muy fuerte en italiano: lo importante para él es convertir el poema en un de fluminibus, aun a costa de entender que el «faggio» del verso quinto es «el río Fasis que corre por Thesalia e nasce en el monte Ysmos». Pero ¿con qué calma tan desbordada pasión por la geografía? Con elementos de arquetípico medievalismo: «la descripción de Felipe Elefante»,314 el De natura locorum   —183→   de Alberto Magno, la Imago mundi que atribuye a San Ambrosio (si no se trata de un lapsus calami por Anselmo), «la descripción de César», quizá -la mención ocurre demasiado al paso- Macrobio y Lucano. No es imposible que el Boccaccio del De montibus esté incluido en una vaga referencia a «algunos auctores»: mas, aun de ser así, puede asegurarse que no se contaba entre los libros de consulta habituales.

Es el drama del prehumanismo español. En un principio, la renovación cultural vivida en Italia fue llegando a la Península Ibérica en forma de resplandores y ecos, de prestigios cuya razón y cuyo sentido no siempre se adivinaban. Por ende, los más tempranos esfuerzos por acercarse a las raíces y a los frutos de esa renovación deslumbrante fueron a menudo mal dirigidos o fracasaron porque los instrumentos de exégesis disponibles no bastaban a corregir las deficiencias de formación. Don Juan II de Navarra, hermano del futuro Magnánimo, «leyendo e faziendo leer ante sí la Comedia de Dante, falló que alabava mucho a Virgilio e confesava de la Eneyda aver tomado doctrina para fazer aquella obra, e fizo buscar la dicha Eneyda si la fallaría en romance, porqu’él no era bien istruydo en la lengua latina».315 Ni la halló en romance, por supuesto, ni halló quien se atreviera a verter un texto tan «fuerte e de obscuros vocablos e istorias non usadas», hasta que tuvo la idea de confiar el quehacer a don Enrique de Villena, paradigma, a ojos de la época, del erudito de saberes enciclopédicos. En la esperanza de recuperar así la «heredat que [don Juan] le tenía tomada contra justicia», Villena aceptó la tarea, para la que se sentía convenientemente preparado: no en balde conocía incluso las «nueve obras» de la appendix Vergiliana, que él mismo «fizo venir de Florencia, onde se falla habundancia destas obras poéthicas -e allí están sepultados quatro poethas laureados-». La exhaustiva anotación que añade al traslado le da pie, desde luego, a sacar a relucir todas sus lecturas, y a nosotros nos brinda un espléndido testimonio de cuál era en 1429 la biblioteca geográfica de un español situado en una atalaya de privilegio: a medio camino entre Castilla y Aragón; ajeno a la universidad, pero familiarizado con los modos escolásticos; de formación inequívocamente medieval, pero abierto a   —184→   las aportaciones de última hora. Don Enrique, por ejemplo, no ignora el De montibus, ni el De insulis de Silvestri. Sin embargo, o sólo le son accesibles parcial y ocasionalmente, o no ha acabado de integrarlos en el mundo intelectual en que se mueve con soltura. Valga una muestra. Aunque Armannino da Bologna le confirma que las Estrófades (Eneida, III, 209 y ss.) existen «realmente» en el mar Jónico, Villena desconfía. «E busqué -explica- los istoriales que han fecho minción de la descrepción del mundo, Paulo Orosio De ormesta [sic] mundi, Sant Anselmo De imago mundi, Sant Isidoro en sus Thimologías, Alberto Magno in libro De natura loci, Gervasio en su Cosmographía, Felipe Elefante en su Astronomía, e non fallé alguno destos que fiziese minción destas islas Estróphades, onde se puede dezir que es ficción poéthica». Bien está. Como está óptimamente que -a tuertas o a derechas- desmintiera al De insulis respecto a la identificación con Malta de la «Ortygia» virgiliana (III, 694), oponiéndole el significativo contraste con una «carta de marear». Pero si creía que «de aquel nombre “Estróphades” non usaron sinon los poetas», ¿no valía la pena echar siquiera un vistazo a Silvestri, que declaraba su propósito de concentrarse en las «veterum autorum historiae et fabulae»316 y que tan sugestivos indicios le hubiera proporcionado para extenderse sobre una «ficción poéthica» de esa índole? Las consecuencias son obvias. No hay duda de que la curiosidad de Villena por la geografía se beneficia de incitaciones y apoyos en la senda del humanismo; tampoco la hay de que don Enrique no llega a captar en qué consiste la peculiaridad de las recientes contribuciones humanísticas o, si la capta, no llega a conjugarla con las fuentes medievales de que substancialmente bebe.

Por azares de «discordia e guerra», la Eneida comenzada para el Rey de Navarra acabó siendo disfrutada por don Íñigo López de Mendoza, Marqués de Santillana, y proveyéndole de una erudición nada vulgar. Así, sin ir más lejos, sobre las polémicas islas que divisábamos hace un momento:


E fuy yo a la otra, bien como el troyano,
fuyente los monstruos de las Estrophadas,
—185→
que rompió las olas a velas infladas
e vino al nefando puerto ciclopano.
Si mi bajo estillo aún non es tan plano,
bien como querrían los que lo leyeron,
culpen sus ingenios que jamás se dieron
a ver las estorias que non les explano...317



La traducción y el comento de «Non Tesin, Po, Varo...» figuran al final del mismo manuscrito que contiene la versión de la Divina Comedia pergeñada por Villena en 1428 a instancias del Marqués. Difícilmente pueden atribuirse a otro que al propio Villena (o persona cercanísima a él),318 ni explicarse sino como compuestos a ruego de don Íñigo, quien no dejó de utilizarlos en algún poema suyo.319 Pero las inquietudes geográficas de Santillana no se aplacaban ni sumando los escolios a Virgilio y a Petrarca. En los primeros, al tratar de la Ortigia, se aducían las oportunas noticias sobre el Alfeo, y en los segundos no faltaba la acotación correspondiente al célebre río (aunque errónea). Parecería que bastaba. No obstante, en una fecha sin duda posterior a la recepción de ambos textos, el Marqués encargó un romanceamiento del De montibus boccaccesco, cuyas posibilidades Villena no había sabido o podido apurar. Pues bien: la entrada que examinó con mayor atención -singularizándola con su rúbrica más elaborada y personal, no con un mero rasgo al margen- es precisamente la relativa al «Alpheus» (Bibliothèque Nationale de Paris, ms. Espagnol 458, fol. 29).

La minucia se me antoja sintomática. Don Íñigo no era más docto que don Enrique -antes al contrario-, pero estaba más cercano al mundo de los humanistas: el afán de saber lo conducía más fácilmente a la órbita de los studia humanitatis. La moda clasicista -introducida, decía yo, en forma de resplandores y ecos de la revolución brotada en Italia- no sólo acrecentaba el gusto por la geografía, sino   —186→   que iba satisfaciéndolo cada vez más natural y familiarmente con los subsidios aprontados por el humanismo. En los salones de la aristocracia, no sólo era de buen tono referir «novellas y plazientes cuentos» mitológicos, sino incluso charlar de montibus et fontibus: «Allí se fablava del monte Parnaso / y de la fermosa fuente de Gorgón» (La comedieta de Ponza, XLV-XLVIII), saboreando la onomástica y la toponimia antiguas. Y, para lucirse en ese terreno, ya no sólo se recurría a Anselmo, Gervasio o Felipe Elefante, sino que directamente se iba a buscar a Boccaccio.

«Il De montibus -se ha observado certeramente- documenta nel Boccaccio, e vuol stimolare nei lettori di poesia cui è dedicato, una esigenza di storicismo per cui ogni evento ha il suo luogo».320 Por rudimentaria que fuera en un Santillana, la aproximación a los clásicos con el auxilio de las nuevas herramientas invitaba a replantear las coordenadas del espacio y del tiempo. La imaginación geográfica ejercitada en el dominio de la Antigüedad tendía luego a generalizarse y ganar una cierta entidad propia. Daré únicamente una pista. Gracias a un «pariente e amigo... venido de Italia» (y no por otro conducto), el Marqués consiguió la traducción latina de varios cantos de la Ilíada que Pier Candido Decembri había dedicado en 1442 a Juan II de Castilla; y, aun advertido de que con ello iba a perder «la mayor parte ... de la dulçura o graciosidad» del texto, encomendó a su hijo menor -por entonces, al mediar el siglo, estudiante en Salamanca- que lo volviera «al nuestro castellano idioma».321 El vulgarizamiento se hizo, en efecto, pero no se quedó solo en el lujoso códice que nos lo ha transmitido (British Library, ms. Additional 21.245): junto a otros apéndices útiles para la comprensión de la Ilíada, lo acompañan, en especial, un tratadillo sobre las instituciones de la vieja Roma (fols. 65-74) y una descripción de «las principales partes e los espacios de las tierras del mundo» (fols. 75-82), idos a buscar entre la varia producción de Decembri. Del interés poético y arqueológico por los clásicos era correlato, pues, un redoblado interés por la geografía.

Pedro González de Mendoza -que no otro es el aludido hijo de Santillana- llegaría con los años a convertirse en el mítico «Gran   —187→   Cardenal», en el omnipotente «tercer rey de España», a cuya cuenta hay que poner, entre tantos méritos, la introducción de la arquitectura renacentista en la Península y un oportuno apoyo a Cristóbal Colón. Veremos luego que para los días de su amistad con el genovés no había hecho sino robustecer las aficiones cosmográficas que revelan los complementos a la Ilíada en castellano. Por el momento, recordemos que las semillas de su educación aristocrática daban los primeros brotes en el labrantío universitario de Salamanca, cada vez más abierto a los vientos de la innovación. Frente a la situación de un par de decenios atrás, por ejemplo, los nobles simpatizantes del humanismo podían ya pedir y obtener la colaboración de profesores y alumnos salmantinos: mientras el joven Mendoza se aplicaba a la Ilíada, su maestro Alfonso de Madrigal -con excelente acopio de lecturas, de Virgilio o Solino a Boccaccio- desentrañaba los Cánones crónicos, también a invitación del Marqués de Santillana, y su condiscípulo Hernando de Talavera trasladaba para el Señor de Oropesa las Invective contra medicum, la apología petrarquesca de la poesía.

Es que Salamanca empezaba a salir de su estéril aislamiento de demasiado tiempo, para volverse más permeable a las nuevas corrientes culturales y a las solicitaciones de una sociedad en proceso de transformación. Las bibliotecas universitarias -extraordinariamente enriquecidas a lo largo del Cuatrocientos- proporcionan útiles comprobaciones a nuestro propósito. Desde luego, no falta en ellas la Geografía de Tolomeo,322 «la geografía» -por excelencia- del Renacimiento. Pero la apostilla final nos revela en particular con qué perspectiva era leído en la segunda mitad del siglo el ejemplar perteneciente al Colegio de San Bartolomé: pues esa apostilla consiste en un extracto del Almagesto (II, 6) que admite la habitabilidad de las zonas tropical y ecuatorial, aun sin pronunciarse rotundamente al respecto, porque ningún europeo ha llegado jamás hasta allá («quoniam aliquis non pervenit ad eam [ex his] qui sunt in nostris regionibus habitabilibus usque ad diem nostrum hunc»; ms. 2.495, fol. 155v); y ni que decir tiene que revolver todo el Almagesto para ir a detenerse en el tal fragmento y transcribirlo como apéndice a la Cosmographia sólo se explica   —188→   en gentes que tenían puesto el ojo tanto en el estudioso clásico como en las recientes exploraciones portuguesas. No hay duda, además, sobre quién fue uno de los lectores del ejemplar de San Bartolomé: Diego Ortiz de Calzadilla (o «de Vilhegas»), colegial en 1457, catedrático de astrología desde 1469 y luego, en Portugal, consejero de don João II y de don Manuel en materia de descubrimientos, encargado de examinar las propuestas de Colón y preparar el mapa para la expedición de Pêro da Covilhã a la India.

Justamente recién entrado Diego Ortiz en San Bartolomé, debió de llegar a Salamanca el quinceañero que todavía no se llamaba sino «Antonio Lebrixa». De 1458 a 1463 iba a oír allí «en las matemáticas a Apolonio, en la filosofía natural a Pascual de Aranda, en la moral a Pedro de Osma». Un mozo como él, de resuelta inclinación por las letras, ¿qué ambiente respiraría al arrimo de tales «maestros cada uno en su arte muy señalados»?323 Por fortuna, hay alguna utilísima rendija por donde atisbarlo. De Salamanca y de ese período, del círculo de esos catedráticos y de manos del propio Nebrija, en efecto, proviene el actual manuscrito 98-27 de la Catedral de Toledo.324 Es la típica miscelánea compilada por un estudiante de artes (y transferida luego a otros compañeros): un par o tres de tratados íntegros, bastantes fragmentos de variable extensión -y, al igual que aquellos, ora copiados ad hoc, ora procedentes de códices desmembrados-, muchos apuntes, ejercicios y probationes pennarum animi... Cosa, en suma, tan modesta entonces cuanto valiosa hoy para el historiador, a quien incluso permite echar un vistazo a la biblioteca al alcance de un aspirante al bachillerato en artes, a través de un catálogo (fol. 130v) en buena medida ordenado de acuerdo con las materias del currículum académico: «matemáticas» (explicadas por el profesor de astrología, como estaba preceptuado), lógica, retórica y gramática, filosofía natural. No parece que su dueño o usuario hiciera gran caso de los libros de lógica disponibles, pues en el manuscrito nada incluyó sobre la disciplina. En cambio, en el catálogo no registra   —189→   ningún título estrictamente de filosofía moral, pero es seguro que seguía la enseñanza de Pedro de Osma: no sólo porque acoge ciertas Conclusiones suyas (como mínimo, en el fol. 61), sino también porque les antepone un pasaje de la Política de Aristóteles («secundum traductionem Leonardi Aretini», subraya), que Osma analizó en un curso de hacia 1459 ateniéndose al texto de Bruni, el «novus interpres» tan denostado por Alfonso de Cartagena veinte años antes.

En cualquier caso, las reinas de nuestra miscelánea son la elocuencia y las «matemáticas», éstas con notorio hincapié en la astrología (y no malentendamos el término que tan ricos saberes abarcaba en la época).325 Casi emociona ver cómo se despliega ahí, aprovechando hojas sueltas y trozos en blanco, una inequívoca vocación literaria auxiliada por pobres medios. El citado inventario de una biblioteca escolar trae sólo cuatro asientos al respecto: las Metamorfosis, las Pónticas, un Claudanio «cum Lactancio», un «tractatus rhetorice et rithmorum et cetera». No es probable que el «et cetera» fuera muy largo. De todos modos, desde los primeros folios se advierte qué daban de sí esos y otros volúmenes similares. Por un lado, la humilde práctica con los poetas: y de ahí el glosario y las notas (fol. 2) para desentrañar el libro cuarto de las Metamorfosis (deteniendo la atención mayormente en los versos 20-21, «Oriens tibi victus, / adusque decolor extremo que tingitur India Gange», y destacando en «extremo Gange» la alusión al «“fluvius Paradisi”») o las imprecaciones de Dido (Eneida, IV, 305-330, 365-387) transcritas en tanto «emxempla de pronuntiatione» (fol. 60 y v). Por otra parte, la más alta teoría de la retórica y de los studia humanitatis, en forma de un florilegio extraído del De oratore (I, 10-116): «Quis perfectus orator», «De utilitate eloquencie», etc. (fols. 2v-3v). Entre ambas cotas, el inevitable aprendizaje de redacción: las epístolas, alertas a las reglas del ars dictandi, pero ya empapadas por la influencia de Cicerón, recordado, imitado -sin maña, claro- y hasta calcado gráficamente, en la disposición de un buen códice; o las tentativas de «Oratio», pobladas de héroes griegos, con ambiciosas invocaciones a Homero y al indisputable «eloquentie princeps» (fols. 61v-65, 68-69v).

  —190→  

La «brusque éclosion», «la soudaine floraison des études astronomiques à l’Université de Salamanque»326 es simultánea a la estancia de Nebrija y está en obvia deuda con el «Apolonio» de Nebrija: es decir, con Nicolás Polonio, catedrático de la asignatura y autor de unas tablas para las coordenadas de la ciudad. No era él, sin embargo, el único miembro del claustro que atendía a tales cuestiones: el manuscrito 98-27 atribuye a Pedro de Osma unas Conclusiones peregrine de asunto astrológico (aunque quizá en clave jocosa) y documenta ampliamente la curiosidad que el tema suscitaba. Desde un pronóstico para 1454 o un horóscopo fechado en agosto de 1458 (fols. 66 y 75) hasta unas observaciones consignadas a principios de 1461 (fol. 130: «Medii motus pro anno Christi completo 1460 ad finem»),327 nuestro zibaldone rebosa astrología. Valdría la pena repasarlo con calma y ver cómo conjuga los más sólidos logros tradicionales (la Theorica planetarum, los manuales sobre la construcción y el uso del astrolabio, etc.) con novedades cual los cánones correspondientes a unas tablas calculadas para la longitud y la latitud de Lisboa (fols. 123-124), prueba de un temprano y fructífero intercambio de noticias entre Salamanca y el Portugal de los descubrimientos. Pero aquí hemos de limitarnos a hacer alguna cala. Por dos veces se extracta la obra de Alfragano, y ambas con vista a dilucidar las medidas de la tierra, en sí misma y en relación a las dimensiones del universo (fols. 59, 128-129). Por desgracia, no tenemos modo de comprobar si el hecho significa que se discutían las cifras dadas en el De caelo (II, 14), que, en la clase de filosofía natural, Pascual de Aranda explicaba tomando en cuenta las glosas de Santo Tomás (de las que poseía un ejemplar) y que había sido objeto de unas Questiones magistrales presentes en la biblioteca catalogada en el manuscrito 98-27. Como fuera, parece poco dudoso que a las medidas de Aristóteles se preferían las de Alfragano «secundum probationem Ptolomei» (fol. 59). En cuanto a la optimista estimación del De caelo sobre la distancia entre la India y las columnas   —191→   de Hércules, ¿se contradecía en Salamanca de acuerdo con el Aquinate o bien se reforzaba con la autoridad de los Meteorologica (II, 5), de Alberto Magno y de Pierre d’Ailly, de cuyo comentario a los Meteorologica, justamente, figuran algunas páginas (truncas) en la miscelánea que venimos hojeando (fols. 32-34v)? Por lo menos, es cierto que los salmantinos estaban perfectamente familiarizados con esos textos, con los problemas que planteaban, y que sus inquisiciones astrológicas se fundían con el empeño de aprehender una nueva imago mundi. Incluso los jóvenes alumnos de artes se interesaban por completar a la luz de su información y de su experiencia personal una «Tabula longitudinis civitatum ab occidente vero et latitudinis earum a legitima equinoctiali» como la contenida en nuestro volumen (fol. 120v), llena de datos nada rutinarios. Nos consta que Nebrija, hacia 1461, compartía tal interés. Porque no a otro podía ocurrírsele prolongar esa tabla añadiendo al final, con peculiar letra y tinta, el nombre y la latitud de un arrinconado pueblo sevillano: «Lebrixa, 36º 40’».

Así, pues, ya de estudiante Nebrija se tomaba en serio el lema del De oratore (I, 20) que se halla al frente del manuscrito 98-27: «Mea quidem sententia nemo poterit esse omni laude cumulatus orator, nisi erit omnium rerum magnarum atque artium scientiam consecutus: etenim ex rerum cognitione efflorescat et redundet oportet oratio». En la Salamanca de aquellos años, la preparación geográfica exigida por la creciente lectura de los clásicos podía fácilmente beneficiarse del auge de las «matemáticas». Ocurrió con Nebrija, y la cosmografía y la astronomía fueron un factor substancial en su siempre mantenido empeño de conciliar res y verba al servicio de «esta gran compañía que llamamos ciudad».328 De ahí el matizado juicio sobre sus maestros salmantinos de entre 1458 y 1463: «viros illos, etsi non scientia, sermone tamen imperitos fuisse».329 De ahí que, precisamente cuando la universidad se hacía cargo de sus deficiencias y contrataba a un profesor italiano «para leer la poetria»,330 Nebrija partiera a apropiarse el sermo en la misma Italia.

  —192→  

Folio 120v.

Biblioteca de la Catedral de Toledo, ms. 98-27, fol. 120v.

Antonio de Nebrija, hacia 1461, todavía de estudiante en la Universidad de Salamanca, añadió de puño y letra, al final de la segunda columna, el nombre y la latitud geográfica de su pueblo natal.

  —193→  

Y no en balde residió principalmente en Bolonia, donde «l’intesa, all’interno dello Studio, tra scienziati e letterati di almeno due generazioni» determinaba un tono intelectual cuyo emblema ha podido reconocerse en la Cosmographia de Tolomeo allí publicada, en 1476,331 merced a la colaboración no sólo del grabador Crivelli con Girolamo Manfredi y Pietrobono Avogaro, «astrologiae peritissimi», sino también de todos ellos con hombres como «Philippus Broaldus» y como Galeotto Marzio, el catedrático de retórica con quien Nebrija entraría en relación, a más tardar, a principios de 1465, a su ingreso en el Colegio albornociano. Para ese año, otro español educado en Bolonia, Joan Margarit i Pau, había ya iniciado los esbozos preliminares del libro que con el tiempo sería el primer panorama crítico de la Península Ibérica en la Antigüedad: el Paralipomenon Hispaniae. La mejor historiografía del humanismo se da ahí la mano con todas las conquistas de la nueva geografía, manejada con método e información excelentes.332 A Margarit le importa especialmente estar al día y corregir en consecuencia la imagen de la tierra. En el Paralipomenon no pestañea para enmendar la plana a Estrabón, enfrentándolo con las medidas que él mismo ha obtenido con ayuda de una carta náutica: «nostra ... mensuratio experimento numerata est ex carta navigantium».333 No es sólo eso. Poseía una preciosa Cosmographia copiada en 1456, pero en un par de decenios los cartógrafos consiguieron notables progresos en la proyección de los datos tolemaicos. De suerte que en un cierto momento Margarit juzgó insatisfactorio el mapa de España que formaba parte originaria del manuscrito (fols. 72v-73) y encargó que se le yuxtapusiera otro (fols. 70v-71) ostensiblemente más exacto y provisto, además, de indicaciones de distancias y rumbos marítimos, en modo similar al de los portulanos.334 Ese singularísimo   —194→   Tolomeo revisado «ex carta navigantium» es hoy el códice 2.586 de la Universidad de Salamanca, adonde probablemente llegó por donación de un discípulo y luego colega de Nebrija: Diego Ramírez de Villaescusa, fundador del Colegio de Santiago el Zebedeo, o «de Cuenca». Tal vez no fue la única Cosmographia que tuvo Margarit; porque veneró la obra hasta tal punto, que en 1484, próximo a la muerte, en Roma, dispuso que «lo Tolomeu» quedara segregado de los restantes volúmenes que guardaba en Gerona y recibiera un trato exquisito para ser entregado a nadie menos que Fernando el Católico.335

En el período boloñés de Nebrija (básicamente, de 1465 a 1470), entre los días universitarios de Margarit y la edición de Tolomeo en 1476, el clima cultural de la ciudad favorecía la doble afición «ad cosmographiam et suscitationem antiquitatis» que confiesa el De fluminibus et montibus Hispaniarum libellus compuesto por Jeroni Pau «quorundam poetarum hortatu» (Archivo Capitular de Gerona, ms. Carbonell, I-III-22-69, fol. 14) y luego completado con apéndices a honra e instrucción del cardenal Rodrigo Borja. En el conjunto así construido, el libellus recoge la pauta de Boccaccio, para refinarla en erudición y en primor literario, mientras, en los apéndices, los Excerpta ex itinerario Antonini Pii et Theodosii se dejan concordar con las referencias a Tolomeo, Estrabón, Mela, Plinio... Jeroni Pau, abreviador en la cancillería apostólica, había estudiado un tiempo en Bolonia, y en Bolonia estudiaba el Teseu Valentí a quien en 1475 envió el De fluminibus con el ruego de que lo hiciera transcribir «praeclaro poetae Francisco Puteolano» (fol. 239): vale decir, para Francesco dal Pozzo, el retor al arrimo de los Bentivoglio que entre 1467 y 1478 «è l’uomo che a Bologna apre definitivamente le finestre al vento delle idee moderne e si batte fra l’altro per un’alleanza ragionevole dei diversi indirizzi del sapere».336 No parece dudoso, en efecto, que algunos españoles privilegiados encontraron en Bolonia   —195→   eficaces estímulos para conjugar geografía y humanidades clásicas: baste recordar que Pau, también en 1475, documentaba una admirable investigación sobre la ortografía de «Barcino», no sólo con la autoridad de Tolomeo -en griego- o Dionisio de Alejandría, sino aun con el testimonio de una «mundi figura tabulis antiquissimis et pene vetustate consumptis litteris» que había visto precisamente «Bononiae» (fol. 278).

Para 1475, Nebrija estaba ya de regreso y asentado en Salamanca. La «floraison des études astronomiques» (n. 326) proseguía entonces con acrecido vigor, en la universidad y fuera de ella, y durante muchos años perduró asociada a una personalidad de excepcional relieve, en quien confluían las mejores venas de la tradición hispanojudía medieval: Abraham Zacuto, que entre 1473 y 1478, bajo la protección del Obispo, compilaba las tablas y los cánones de un Almanach perpetuum (así en la versión latina) de tanta calidad cuanta fortuna. Desde Juan de Salaya, colegial de San Bartolomé en 1459 y sucesor de Nicolás Polonio en 1464, hasta Diego de Torres (1487...), los catedráticos salmantinos de astrología aprovecharon largamente el magisterio de Zacuto. No nos consta que atendieran en especial a las aplicaciones geográficas y náuticas que tan válidas se mostraron en Portugal, donde los conocimientos del sabio hebreo sirvieron para la instrucción de pilotos y el diseño de instrumentos de navegación.337 Pero todos hubieron de ser bien conscientes de las posibilidades de la disciplina que cultivaban: en 1475, obligado a renunciar a la cátedra y expatriarse (a consecuencia de un pronóstico desfavorable a los Reyes Católicos), a Diego Ortiz de Calzadilla no se le ocurrió sino irse a la vera de don João II, para asesorarle en sus descubrimientos. En la Salamanca de la época, en cualquier caso, las novedades intelectuales se imbricaban en seguida con la astrología. Ninguna prueba más elocuente que la bóveda que cerraba la biblioteca del estudio, decorada en el penúltimo decenio del siglo con «las quarenta y ocho ymágines de la octava esphera, los vientos y casi toda la fábrica y cosas de la astrología».338   —196→   Porque la novedad de esa maravilla pictórica (hoy parcialmente conservada en las Escuelas Menores) no está sólo en ciertos rasgos italianizantes, renacentistas, de la forma, sino más aun en los modelos de la iconografía. Pues, por un lado, las «cosas de la astrología» (planetas, zodíaco, etc.) se inspiran en los grabados insertos en recentísimas ediciones de autores antiguos de índole científica: el Poeticon astronomicon, de Higino, y los astronomici veteres (con Avieno, Arato y Sereno),339 cuya resurrección miraba a corregir «umanisticamente dall’interno»340 la enseñanza convencional. Y, por otra parte, «los vientos» calcan las figuraciones de algunos mapamundis presentes en versiones cuatrocentistas de la Cosmographia tolemaica.

La conjunción de ciencia, arte y humanismo no se quedaba en el cielo de la librería universitaria, antes bajaba a la tierra y tendía a crecer y multiplicarse. Con singular pujanza y armonía, así, en las cortes señoriales. Estamos -no lo descuidemos- en la «Europa delle corti» y en la España de los grandes nobles a quienes la gestación del Estado moderno fuerza a reorientar sus energías. Por naturaleza y por historia, las abstracciones del escolasticismo nada decían a la mentalidad y modo de vida aristocráticos. La concreción y el ámbito de evocaciones de los studia humanitatis, en cambio, podían sonarles no poco atractivos. Pero, al principio, ni siquiera era imprescindible hacerse demasiado cargo de su contenido: a la cultura emanada de Italia le bastaba con ser nueva y distinta para convenir a las exigencias de los magnates; tiempo habría luego para que revelara otros más sólidos encantos ocultos.

El encuentro de Zacuto y Nebrija al amparo de don Juan de Zúñiga, último maestre de Alcántara, es un óptimo signo de las virtualidades del dilettantismo principesco en tanto catalizador de realizaciones intelectuales. Don Juan, «amador de todas las sciencias y sabidor   —197→   en ellas, que a su fama todos los sabios y letrados dexan sus tierras y su nascimiento por buscar sosiego verdadero y perfectión complida», reunió en torno a sí, en Extremadura, a un representante distinguido de cada una de las materias universitarias. Convocó, pues, a un jurista, un teólogo, un médico, un músico; y no le faltaron un astrólogo y un humanista: Zacuto y Nebrija. «El maestro Antonio le enseñó latín» y empezó a prepararle una edición anotada de sus Introductiones; «el judío astrólogo le leyó la esfera y todo lo que era lícito saber en su arte: y era tan aficionado, que en un aposento de los más altos de la casa hizo que le pintasen el cielo con todos sus planetas, astros y signos del zodíaco», al igual que en la bóveda salmantina. Zacuto redactó además para él, en 1486, un Tratado de las influencias del cielo,341 y Nebrija no tardó en ofrecerle un significativo opúsculo que en varios aspectos venía a convergir con las disquisiciones del hebreo.

Elio Antonio, reclutado en 1487 -opino- con los mismos incentivos que en Italia llevaron a las cortes a tantos colegas de docencia, debió de disfrutar intensamente los primeros años de estancia en Extremadura. Las ruinas de Mérida y la impasible firmeza del puente de Alcántara, contempladas en viajes que lo transportaban a través de los tiempos y de los espacios, le agudizaron a la vez la sensibilidad poética, histórica y geográfica.342 Las lecciones de Zacuto sobre «la esfera» y los comentarios en torno al programa iconográfico del admirable «aposento» favorecían la ida y vuelta entre la geografía y la astronomía. Sin olvidar que un fraternal amigo del Nebrisense, fray Hernando de Talavera, acababa de recibir el encargo regio de consultar a «las personas que le pareciese más entender ... de cosmografía» (volveremos sobre el asunto) en relación con las propuestas de cierto asendereado genovés... En ese marco, al calor de viejos intereses   —198→   y estímulos recientes, de emociones arqueológicas y -quizá- conversaciones de actualidad, de la ciencia de Zacuto y la curiosidad un poco snob del Maestre, Nebrija, entre 1487 y 1490, escribió para don Juan de Zúñiga un Isagogicon cosmographiae.343

Los versos prologales «ad lectorem» indican adecuadamente el carácter del Isagogicon:


Si primos aditus elementaque cosmographiae
    scire cupis, fuerint haec tibi pauca satis.
Si maiora voles cognoscere, perlege libros
    quos scripsit Strabo, Plinius atque Mela,
quos artis princeps Ptholemaeus quodque latinum
    ex graeco Priscus carmine fecit opus,
quos pius Aeneas, quos Antoni[n]us et illud
    in quo Solinus prodigiosa refert,
historicosque omnes, nam designatio terrae
    maximus est illis praecipuusque labor...344



  —199→  

Entiéndase bien: los «elementa» que ofrece Nebrija no son tanto unos rudimentos simplificados, unas nociones divulgativas, cuanto «los primeros principios», los conocimientos generales básicos para dar sentido a los datos particulares. La mera calificación de Tolomeo como «artis princeps» resuelve cualquier duda sobre el enfoque del librito: según la estricta distinción tolemaica, no se trata de hacer chorographia, de describir las tierras, sino de ejercitarse en la geographia, en describir la Tierra,345 con fuertes asideros astronómicos y matemáticos. Quien prefiriera el punto de vista de la corografía había de consultar las autoridades cuidadosamente seleccionadas por Nebrija; pero la intención del Isagogicon era diversa: exponer el método de Tolomeo en su fundamentación esencial (sin distraerse en los detalles que sobre lugares o gentes catalogaron «Strabo, Plinius atque Mela») y en su objetivo específico de trazar «la pintura del mundo» con la máxima exactitud, mediante una red de paralelos y meridianos.

Así, desde el capítulo inicial, Elio Antonio se aplica a seguir las pautas de la Geographia, ilustrándolas mediante el recurso a buen número de otras fuentes. Las constantes de la obra están ya claras en esas páginas preliminares: la esfericidad de la tierra, su posición respecto al cielo (con un centro común), el reparto de tierras y aguas (y   —200→   el predomino de estas), la situación de los mares... se abordan en un lenguaje sobrio y preciso, con singular atención a definir y matizar la terminología (latina y griega), en un tono de rigor científico que no excluye el ornamento ocasional de alguna cita literaria. También ahí, el respeto al «artis princeps» no impide proclamar que Tolomeo se equivoca vallando al Índico con una «terra incognita», «quod falsum esse tum auctoritate Pomponii, Plinii nepotis, tum lusitanorum navigatione compertum est, qui ex Atlantico mari per Aethiopicum facile in Persidis oram commerciorum gratia perveniunt». Incluso si la última frase fuera una adición del Introductorium impreso posteriormente,346 el equilibrio de lecturas clásicas y comprobaciones modernas -con ojo despierto a los intentos y logros de los navegantes- marca al Isagogicon desde el momento mismo de su composición entre 1487 y 1490. Ese equilibrio es sólo un aspecto del flujo y reflujo de la teoría y la práctica en los designios del Nebrisense, vueltos siempre a iluminar «ad utilitatem publicam» las «multae res a maioribus nostris ... elaboratae».347 Y ese equilibrio domina igualmente las líneas que debían cerrar el primer capítulo del Isagogicon, donde la certeza de la existencia de los antípodas (el ecuador se había cruzado años atrás) se conciliaba con la honrada confesión de la carencia de noticias antiguas al respecto y, probablemente, con la esperanza de que no tardaría en haberlas merced al arrojo de los nautas contemporáneos.348

  —201→  

La confianza en las navegaciones en curso y la conciencia de enfrentarse por tanto con materia sujeta a revisión próxima contribuirían a que el Isagogicon abreviara los preliminares descriptivos al estilo de Mela y otros manuales bien accesibles (al revés que la Geographia, costosa y rebosante en saberes de especialista). Las informaciones corográficas, además, tenían sólo una utilidad parcial, si no se aprendía a situarlas en un mapamundi trazado según el escrupuloso procedimiento tolemaico. De hecho, únicamente el planteo astronómico-matemático satisfacía las exigencias de Nebrija: «Hoc est Ptolemaei proprium artificium reducere oppida, montes, flumina, sinus atque oras maris et terrae singulosque totius orbis locos ad circulos coelestes qui nullam possunt sentire varietatem, et qui nobis ipsam terrae marisque descriptionem ante oculos ponit solus; quare longitudines latitudinesque ab illo petamus necesse est» (II). Pero, dados tales presupuestos («De circulis sphaerae huic negotio necessariis»), importaba no renunciar a ningún auxilio colateral. De ahí un estupendo capítulo «De ventorum positione» (III), incluido «etiam ratione navigationis, ex qua magna pars terrae descriptionis comperta est»; y de ahí que, tras considerar el asunto con perspectiva histórica, se venga a parar en los marineros de la época («nostrae ... tempestatis nautae»)   —202→   y en los dieciséis rumbos de su rosa de los vientos: explicados de suerte que sean aprovechables en la ortodoxia tolemaica, pero sin recoger los nombres, porque son bárbaros «et quod tantum huius temporis navigationi subserviunt». Nebrija no escribía para navegantes, pero mostraba cómo sacar partido de su arte.

El Isagogicon no oculta que la dimensión de la Tierra (o, mejor dicho, «Quantum cuique parti coeli in terra respondeat») es una cuestión dudosa y debatida, hasta el extremo de que «nihil certi nec diffiniti auctores nobis traderent». Desde luego, las medidas que Sacrobosco toma de Macrobio han de descartarse, con los mismos argumentos que Tolomeo esgrimió contra las estimaciones de Marino de Tiro. No es cosa, en efecto, de perderse contando itinerarios «per valles et montes, per acclivitates declivitatesque», etcétera, sino que de nuevo se impone trasladar el problema a los términos más seguros del módulo astronómico: «Quare optima quadam ratione Ptolemaeum in hac parte sequimur, qui nobis mathematice distantias locorum scriptas reliquit». Pero también interesa emparejar las cifras de Tolomeo y los usos y experiencias actuales («quodque hodie experimur»): si los 500 estadios que la Geographia otorga al grado equivalen a 60 millas (náuticas), los círculos mayores de la esfera contendrán 21.600 millas, o sea, 5.400 leguas (IV). Claro está, por otra parte, que el valor del grado disminuye según los paralelos se alejan del Ecuador, de acuerdo con las proporciones que revela la «arithmetica geometricaque facultas» (V). La dificultad de averiguar «nihil certi nec deffiniti» sobre las dimensiones del planeta aconseja servirse de las coordenadas astronómicas de Tolomeo y, por lo demás, contentarse con aproximaciones.349 Sin embargo, cuando la «magnitudo» no está «ad coelestem materiam contracta», es factible y urgente hilar más delgado; y la tarea vital consiste en establecer una unidad invariable, reducir las longitudes «ad aliquam certam mensuram». Los viajes nebrisenses por Extremadura no habían sido excursiones ociosas ni pretextos   —203→   para superficiales desahogos líricos. En las columnas miliares de la Vía de la Plata, en el estadio de Mérida, Antonio había hecho mediciones, a pasos y con cuerdas, que le animaron a concluir que su propio pie descalzo se identificaba con esa unidad fija «ad demitiendas magnitudines» (VI).350 Y tal vez ninguna declaración de principios vale más que la imagen de Nebrija en las ruinas de Mérida: movido a meditar sobre la historia y sobre el tiempo (cf. nota 342), entre la poesía y la ciencia; a caballo de la Antigüedad y del presente, ocupado en cómputos aplicables a la arqueología, la geografía o la vida cotidiana; en busca de puntos de referencia estables, traduciendo las observaciones a un patrón personal...

La técnica concreta para cartografiar las indicaciones «quae in comentariis [Ptolemaei] sunt» se explica clara y escuetamente en los capítulos VII, VIII y IX del Isagogicon, muy ceñidos a la letra de la Geographia (I, xxii-xxiv): «Descriptio terrae in plano ex Ptolemaeo», «Quomodo habitabilis nostra designanda sit in sphaera» y «De diversitate horarum diei ex declinatione ab equinoctiali».351 Un glosario final   —204→   «De vocabulis quibus cosmographi utuntur» (X), de obvia conveniencia para el lector de hacia 1487-1490, nos evoca a nosotros no sólo los restantes repertorios geográficos de Nebrija, sino el propio núcleo de toda su actividad: el empeño de rehacer el sistema entero de las «artes buenas y honestas» partiendo de un auténtico «conocimiento de la lengua», la constitución de la filología en piedra angular del «bien público y ornamento de nuestra España».352 No otra proclamación se transparenta en el Isagogicon cosmographiae: los studia humanitatis del grammaticus -cuyos cimientos clásicos no renuncian a ninguna verdadera aportación de los modernos: por ejemplo, de los «nautae»- son imprescindibles incluso para alcanzar y consignar en un mapa la más cierta imagen del mundo.

A poco que se pararan a considerarla, los «nautae» habían de asentir a tal proclamación: lisa y llanamente, ellos comprobaban que no podían renunciar a las aportaciones clásicas de los studia humanitatis. Nunca estuvo de más dar un barniz erudito a un «ars mechanica». Pero no se trataba de la vana presunción de parecer à la page, ni siquiera de la necesidad de traducir a los términos de mayor prestigio cultural las realidades surgidas en otros ámbitos. Era, sencillamente, que Nebrija tenía razón: los antiguos enseñaban cosas nuevas, capaces de brindar soluciones eficaces a problemas de importancia. De suerte que si Elio Antonio se asomaba con curiosidad a la órbita de los marineros, un Cristóbal Colón se vio en la precisión de acercarse a la de los humanistas.

  —205→  

Mientras Nebrija preparaba o escribía el Isagogicon cosmographiae, Cristóbal y Bartolomé Colón andaban por España «solicitando con el Rey e la Reina»,353 pero no por eso dejaban de llamar a otras puertas. Fue así como en febrero de 1488 (o 1489), tras novelescas peripecias, llegó Bartolomé ante Enrique VII de Inglaterra, determinado a venderle el proyecto que ya había ofrecido en Portugal y en Castilla. «Y para más aficionalle a la audiencia e inteligencia dél, presentole un mapamundi que llevaba muy bien hecho, donde iban pintadas las tierras que pensaba con su hermano descubrir, en el cual iban unos versos en latín, que él mismo, según dice, había compuesto»:


Terrarum quicumque cupis feliciter oras
noscere, cuncta decens docte pictura docebit,
quam Strabo affirmat, Ptolomaeus, Plinius atque
Isidorus, non una tamen sententia quisque.
Pingitur hic etiam nuper sulcata carinis
hispanis zona illa, prius incognita genti,
torrida, quae tandem nunc est notissima multis...354



Los versos y el mapamundi de Bartolomé Colón no pregonaban mercancía substancialmente distinta que los versos y el capítulo inicial del Isagogicon. Unos y otros prometían una «pintura del mundo» inspirada en el mismo núcleo de autoridades fundamentales, pero no vacilaban en desmentir a los clásicos a la luz de las recientes exploraciones portuguesas y de la esperanza de descubrimientos inminentes.

Las influencias, sin embargo, no iban en una sola dirección: si las navegaciones permitían revisar los datos de las lecturas, las lecturas permitían perfeccionar los resultados de las navegaciones. Un ejemplo. Escribía Cristóbal Colón en 1501: «En la marinería [Nuestro Señor] me fizo abondoso; de astrología me dio lo que abastava, y ansí de geometría y arismética, y engenio en el ánima y manos para debusar espera, y en ella las cibdades, rýos y montañas, yslas y puertos, todo en su propio sytio» (Raccolta, I, iii, lám. CVI). El texto ha sido incansablemente   —206→   aducido, pero no parece haberse notado355 que el Almirante está rindiendo un homenaje a Ptolomeo, enorgulleciéndose de dominar el método de «reducere oppida, montes, flumina, sinus atque oras maris et terrae singulosque totius orbis locos ad circulos coelestes» que Nebrija (II) inculcaba como «Ptolemaei proprium artificium» (cf. Geographia, I, i) y cuyos presupuestos «de astrología, de geometría y aritmética» exponía el entero Isagogicon.

No es simplemente que Colón conociera el método tolemaico: conocía también los beneficios que podía prestar a los navegantes. ¿Habrá que recordar que las cartas náuticas del siglo XV carecen de graduación en latitud y longitud?356 Cuando el genovés zarpó para las Indias, en cambio, llevaba un doble «propósito», de extraordinario alcance: «hazer carta nueva de navegar, en la cual situaré toda la mar y tierras del Mar Océano en sus proprios lugares, debaxo su viento, y más componer un libro y poner todo por el semejante por pintura, por latitud del equinocial y longitud del Occidente».357 Cumplido o no, el empeño era, pues, asociar las viejas mañas de los marinos y los nuevos sistemas de los estudiosos: el portulano y el atlas de Ptolomeo, la rosa de los vientos y la red de paralelos y meridianos. Pero no sólo Colón, en 1492, procuraba aproximar unos y otros elementos: entre 1487 y 1490, Nebrija nos sorprendía insertando «etiam ratione navegationis» un capítulo «De ventorum positione» (III) en el marco tolemaico del Isagogicon cosmographiae.

La alianza de «style “nautique”» y «style savant» (véase nota 356) no fue para Colón cosa de un día, ni ocurrió en fecha temprana. Con justicia alegaba una dilatada experiencia de marino («De muy pequeña hedad entré en la mar navegando y lo he continuado fasta   —207→   oy...») unida a un fructífero ahínco «en ver de todas escrituras: cosmografía, ystorias, corónicas y fylosofía, y de otras artes». Pero eso era en 1501 (cf. arriba). Dos decenios atrás, en Portugal, pocas «escrituras» podía haber visto -ya por el mero hecho de que entonces eran bastante más raras y costosas-. Un sencillo repaso bibliográfico basta a proporcionarnos un buen indicio al respecto. Conservamos o conocemos con certeza alrededor de una decena de libros que poseyó el Almirante. Sólo uno de ellos cabe que lo tuviera y anotara en su etapa portuguesa: la Historia rerum ubique gestarum locorumque descriptio (Venecia, 1477), de Eneas Silvio, el nebrisense «pius Aeneas». La inmensa mayoría de los restantes es claramente posterior a la venida a España, «por el año de 1484 o al principio del año de 85» (Las Casas, I, xxix): desde el Marco Polo de 1485 o el Plinio de 1489 (vulgarizado por Landino) hasta el Alberto Magno o el Abraham Zacuto de 1496. Los casos menos obvios nos conducen también a España. Si en verdad fue suya la Geographia romana de 1478, hoy custodiada en la Real Academia de la Historia (y si no es, por tanto, una superchería el autógrafo colombino de la primera hoja), difícilmente pudo obtenerla sino bastantes años después de su publicación: porque el segundo folio lleva pintadas las armas del Cardenal Francesco Piccolomini, el fugacísimo Pío III. Nadie ignora, en fin, que ningún «doctor ... más entre los pasados movió a su negocio» al genovés que Pierre d’Ailly, «el libro del cual fue tan familiar al Cristóbal Colón, que todo lo tenía por las márgines de su mano y en latín notado y rubricado, poniendo allí muchas cosas que de otros leía y cogía» (Las Casas, I, xi). El número y el carácter de las apostillas nos certifican que Colón -dispuesto a confirmar una convicción previa, obtenida por caminos distintos- cursó en ese ejemplar de la Imago mundi su aprendizaje de cosmografía erudita, incluso en las nociones más rudimentarias: «Quis movetur ad Orientem vel Occidentem habet novum meridianum», «Medietas dicitur emisperium» (Raccolta, I, iii, p. 69, núms. 6, 7), etc. Pero sucede que el volumen en cuestión se estampó entre 1480 y 1483, en Lovaina, y que ninguno de los escolios se deja situar antes de 1485, en tanto los datados explícitamente versan de «hoc anno de 88» o del 1489 por venir (ibid., núms. 858 y 783). Colón adquiría y afianzaba su ciencia al mismo tiempo que Nebrija componía el Isagogicon: y uno y otro venían a confluir en la definición de un mismo clima intelectual, progresivamente caldeado por el auge de la imprenta.

  —208→  

En 1488, en cualquier caso, a Colón le era vital ponerse en pie de igualdad con gentes como Nebrija. Un par de años antes, había expuesto a los Reyes Católicos su plan de alcanzar las Indias por la ruta de Occidente. Esfuerzo inútil. Las razones que entonces esgrimiera nada o apenas nada podían diferir de las que en torno a 1484 sometió a los consejeros de don João II, las que Diego Ortiz de Calzadilla -a quien entrevimos páginas arriba- y Josef Vizinho -el traductor de Zacuto al portugués- descartaron «per tudo ser fundado en imaginações e cousas da ilha Cypango de Marco Paulo».358 El nuevo rechazo, ahora español, tuvo que ser una poderosa instigación a ampliar y reforzar -cambiar, no- las bases de su argumentación. Las noticias o rumores que corrían de puerto en puerto, la evidencia de que la zona tórrida era habitable y el océano navegable, los saberes de hombre de mar -en suma- que alumbraron la fe de Colón no habían variado en medida significativa. Concedamos que conocía además la carta de Toscanelli a Fernão Martins: no le serviría sino para aumentar -e inmensamente- su convicción personal. Porque Toscanelli daba unas conclusiones, pero no los datos para obtenerlas por uno mismo. Si quería convertir a los incrédulos, el ligur necesitaba esos datos. No le quedó más remedio que reconstruírselos y obtener... unas conclusiones dispares a las del florentino en puntos tan importantes como la distancia de Europa a Asia. El trabajo que lo desveló en Castilla -acortar el Ecuador, prolongar las Indias- era de gabinete: de estudioso, no de piloto.359 Únicamente por ahí, en efecto, cabía añadir argumentos a sus tesis. Los Reyes Católicos, por otro lado, le habían ordenado discutirlas con «sabios e letrados e marineros».360 Con estos últimos, estaba hablado prácticamente todo; la solución consistía en convencer a los «sabios e letrados» empleando su mismo lenguaje.

Las exigencias internas y los condicionamientos externos de su proyecto empujaban a Colón hacia el terreno propio de Nebrija. Pero no sería inverosímil que el Isagogicon cosmographiae tuviera a su vez una cierta deuda originaria con el genovés. En 1486, los Reyes   —209→   confiaron a fray Hernando de Talavera, confesor de doña Isabel, la responsabilidad de dictaminar sobre las propuestas colombinas, «y que él llamase las personas que le pareciese más entender de aquella materia de cosmografía, de los cuales no sobraban muchos en aquel tiempo en Castilla» (Las Casas, I, xxix). Aun si Nebrija no fue consultado en principio -y quizá sí lo fue-, más o menos oficialmente, sin duda estuvo bien informado de la misión de fray Hernando. Unía a ambos una profunda «familiaritas», y desde el otoño de 1486 se vieron y escribieron a menudo.361 Como la Corte residió en Salamanca entre el 2 de noviembre del 86 y el 30 de enero del 87 (y ya en abril había pasado allí un par de días), fray Hernando se aplicó simultáneamente a procurar el favor real para su amigo y a orientar las dotes de este hacia el servicio de las reformas promovidas por la Corona. Por ello le animó a celebrar en verso a los monarcas, le acompañó a presentar a la Reina una «muestra» de la Gramática castellana o, pronto, consiguió que se le encargara una versión bilingüe de las Introductiones latinae, para uso de «las mugeres religiosas y vírgines dedicadas a Dios»; y el Nebrisense debió de corresponder interviniendo en la edición salmantina (3 de abril de 1487) de un libro de fray Hernando. No es concebible que el humanista no estuviera perfectamente enterado de las conversaciones con Colón, con quien incluso tuvo que coincidir repetidas veces, ya en la misma Salamanca de 1486. Ni es fácil que tales conversaciones, largamente prolongadas, carecieran de ecos en un ambiente tan perceptivo como el que se vivía junto a don Juan de Zúñiga. El Isagogicon cosmographiae, entonces, representaría -también- un modo de hacer oír la voz de los studia humanitatis sobre algunos aspectos básicos de un tema de actualidad y notoria relevancia «ad utilitatem publicam» (nota 347). Y los términos concretos en que se planteaba el asunto, y hasta el mismo recuerdo del marino genovés, serían parte a incrementar la atención del autor a los «nostrae tempestatis nautae».

No es ejercicio de adivinación gratuita preguntarse cuál podía ser el fallo de Nebrija si se le hubiera forzado a pronunciarse inequívocamente respecto a las ideas colombinas. El Isagogicon disentía de ellas al afirmar que la «superficies ... terrae maiori sua parte aqua maris obruta est» (I), mientras Colón, fiel al «profeta» Esdras, especulaba que «sex partes terre sunt habitate et 7a est coperta   —210→   aquis» (Raccolta, I, iii, p. 70, núm. 23). Por otro lado, si el marinero malentendía una referencia erudita y asignaba 56 millas y dos tercios a la longitud del grado en el Ecuador (núm. 491 y passim), el erudito le otorgaba 60, aproximadamente (cf. nota 349), de acuerdo con los usos marineros... A la luz del Isagogicon, pues, los cálculos de Colón estaban equivocados: o -diríamos hoy, con poca piedad- más equivocados que los de Nebrija. Pero ¿eran los errores tan graves como para decretar inviable el intento de llegar a la India por el Oeste? No sabemos, desde luego, qué respondería Elio Antonio en esa segunda instancia de la cuestión. Sí sabemos que admiraba el atrevimiento de los «nautae» contemporáneos, «nostri temporis hominum audacia», y que estaba seguro de que en breve iban a transfigurar la «descriptio» del planeta (nota 348). Esa admiración y esa seguridad pudieron contrapesar la balanza. Porque, como fuera, Nebrija y Colón concordaban en una actitud esencial: la visión de una tierra abierta al esfuerzo y a la inteligencia de los hombres.

En la España de entre 1485 y 1492, la postura que se trasluce en el Isagogicon parece haber sido frecuente en los círculos decisivos. Se tendía a rechazar la teoría de Colón -aunque nunca le faltaron entusiastas-, pero no se descartaba que la empresa se realizara en la práctica. Hernando de Talavera, con los «letrados e marineros» a quienes convocó en 1486, reputaría «imposible ser verdad lo qu’el Almirante decía» (nota 360); pero en 1487 seguía autorizando cédulas de pago al futuro «Almirante»... Quizá no haya mejor resumen de la situación que la «respuesta» que «los Reyes mandaron dar a Cristóbal Colón despidiéndole por aquella sazón, aunque no del todo quitándole la esperanza de tornar a la materia» (Las Casas, I, xxix); y, a la postre, aceptando el proyecto.

Entre tanto, pasajeramente postergado por los soberanos, la conducta del genovés resulta no menos significativa a nuestro propósito: el magnate español a quien recurre en primer lugar es don Enrique de Guzmán, Duque de Medina Sidonia. Porque la Casa era una de las más adineradas de la Península, sin duda, y porque tenía un notable historial de navegaciones a Canarias y África. Pero probablemente también porque en la corte ducal pensaba encontrar la atmósfera en que le interesaba introducirse: una atmósfera afín a la favorecida por don Juan de Zúñiga, a juzgar por la alianza de clásicos y astrólogos, de Tolomeo y la Sphera, de Plinio y Albumasar, en el gabinete de estudio   —211→   de los Medina Sidonia.362 Como especialmente significativo para nosotros es el personaje que, si en 1485 tuvo ya un papel decisivo para llevarlo ante los Reyes, en un momento crucial de 1492, y aun sin dejarse convencer por entero, tomó claramente el partido de Colón: el cardenal Pedro González de Mendoza. Hacia 1450 nos lo encontrábamos en una Salamanca en trance de cambio, atareado -a instancias del Marqués de Santillana, su padre- en romancear la Ilíada de Decembri y en complementarla con materiales como una descripción de las partes del mundo. Los gustos que entonces apuntaban en tal forma desembocaron, un tercio de siglo después, en una biblioteca de tan excepcional riqueza literaria cuanto científica, donde al punto se aprecia una particular atracción por la cosmografía y disciplinas conexas.363 La protección, la amistad que el Cardenal dispensó a Colón está, pues, llena de sentido: desarrollada y a la altura de los tiempos, es heredera de la afición de Santillana al humanismo y a la geografía estimulada por los humanistas. Don Pedro tradujo y adicionó la Ilíada porque el Marqués no sabía latín: él mismo fue, en cambio, el «omnium bonarum artium praeses» a quien Nebrija dedicó la edición princeps (Salamanca, 1481) de las Introductiones destinadas a redimir a los «homines perditos et qui numquam latinae linguae delicias gustaverant».364 También por ahí la figura del Cardenal Mendoza nos insinúa qué hilos enlazaban los atisbos del protohumanismo español con el nuevo mundo de Nebrija y Colón.

Nuevo mundo, en verdad, ese ámbito en el que uno y otro convergen y se complementan, aliando lecciones antiguas y acciones contemporáneas, ciencias y experiencias, letras y técnicas. Donde cambian de sentido el espacio y la historia, la naturaleza y el tiempo; donde los   —212→   quehaceres individuales, e incluso cuando más singulares, no pierden de vista el horizonte de «esta gran compañía que llamamos ciudad»; donde la inmensa renovatio deseada no es mera esperanza, sino, sobre todo, tarea personal que cumplir. Un nuevo mundo que Nebrija y Colón crean y entienden bajo especie de renacimiento.365



«Il nuovo mondo di Nebrija e Colombo. Note sulla geografia umanistica in Spagna e sul contesto intellettuale della scoperta dell’America», en Vestigia. Studi in onore di Giuseppe Billanovich, edd. Rino Avesani, Mirella Ferrari, Tino Foffano, Giuseppe Frasso y Agostino Sottili, Edizioni di Storia e Letteratura, Roma, 1984, pp. 575-606; versión castellana, «El nuevo mundo de Nebrija y Colón. Notas sobre la geografía humanística en España y el contexto intelectual del descubrimiento de América», en Academia literaria renacentista, III: Nebrija y la introducción del Renacimiento en España, ed. Víctor García de la Concha, Universidad de Salamanca, Salamanca, 1983, pp. 157-185.

El trabajo aquí reimpreso nació como desarrollo de unas líneas, demasiado esquemáticas, escritas al principio de una semblanza de Giuseppe Billanovich (Anuario de estudios medievales, IX, 1974-1979, pp. 641-647), y para consolidar las que cierran la capital monografía del mismo maestro citada en mi n. 311 y ahora en redacción definitiva en su póstumo Dal medioevo all’umanesimo, Milán, 2001, pp. 24-95.

No he navegado la mar Océano de las publicaciones botadas con ocasión del quinto centenario del descubrimiento de América y de la Gramática sobre la lengua castellana. Si tuviera que recomenzar con Colón, partiría de la excelente nueva edición (vid. n. 365) de los Textos y documentos completos preparados por Consuelo Varela y Juan Gil, Madrid, 1992, y de los estudios de Juan Gil sobre los Mitos y utopías del Descubrimiento, I: Colón y su tiempo, Madrid, 1989 (vid. en particular «Lebrija y el metro»,   —213→   pp. 151-153), y, entre infinitos otros, siempre apasionantes, en el prólogo al primer volumen de la Biblioteca de Colón (Madrid, 1992) que contiene las acotaciones del Almirante a los principales libros de su biblioteca. De ellos retengo cuando menos que el Tolomeo de la Real Academia de la Historia es, en efecto, una superchería.

Entre los trabajos que conozco directamente, tendría no poco que espigar en S. Gentile, «Emanuele Crisolora e la Geografia di Tolomeo», en Dotti bizantini e libri greci nell’Italia del secolo XV, ed. R. Cortesi y E. V. Maltesi, pp. 291-308, y «Toscanelli, Traversari, Niccoli e la geografia», Rivista geografica italiana, C (1993), pp. 113-131, amén del riquísimo catálogo de la exposición Firenze e la scoperta dell’America. Umanesimo e geografia nel ’400 fiorentino, Florencia, 1992; A. Grafton (con A. Shelford y N. Siraisi), New Worlds, Ancient Texts. The Power of Tradition and the Shock of Discovery, Cambridge, Mass., y Londres, 1992; W. Haase y M. Reinhold, edd., The Classical Tradition and the Americas, I: European Image of the Americas and the Classical Tradition, Berlín y Nueva York, 1994; M. Montana, Petrarca geografo [1933], Palermo, 1988; M. Pregliasco, Antilia. Il viaggio e il Mondo Nuovo (XV-XVII secolo), Turín, 1992; P. Moffitt Watts, «Prophecy and Discovery: On the Spiritual Origins of Christopher Columbus’s ‘Enterprise of the Indies’», The American Historical Review, XC (1985), pp. 73-102; M. Pastore Stocchi, «La cultura geografica dell’umanesimo», en el colectivo Optima hereditas. Sapienza giuridica romana e conoscenza dell’ecumene, Milán, 1992, pp. 563-586. Imagínese, pues, en los que no conozco...

Sobre el Isagogicon cosmographiae nada he visto de sustancia, pues no la tiene la descuidada edición incluida en C. Flórez Miguel et al., La ciencia de la tierra. Cosmografía y cosmógrafos salmantinos del Renacimiento, Salamanca, 1990, pp. 235-281.



Otras adiciones. A la n. 308. El título se cambió finalmente por el indicado en la nota de procedencia.

A la n. 315. P. M. Cátedra, ed., Traducción y glosas a la «Eneida» de Enrique de Villena. Libro primero y Libro segundo, Salamanca, 1989; y Obras completas de Enrique de Villena, II. Traducción y glosas de la «Eneida», libros I-III, Madrid, 1994.

A la n. 318. Hay segunda ed. revisada: Tratado de astrología atribuido a Enrique de Villena, Barcelona, 1983.

A la n. 321. Vid. últimamente el libro de Guillermo Serés, La traducción en Italia y España durante el siglo XV. La «Iliada» en romance y su contexto cultural, Salamanca, 1997, muy importante también para el clima intelectual salmantino.

A la n. 332. Las citadas Actas salieron a la postre en Salamanca, 1982, con el artículo de Tate en las pp. 691-698.

A la n. 336. El De fluminibus es ya accesible en la excelente edición de M. Vilallonga: J. Pau, Obres, Barcelona, 1986, vol. I.

A la n. 338. Cf. también F. Rico, «El cielo de un humanista: la bóveda de Fernando Gallego en la Universidad de Salamanca», en Filologia umanistica. Per Gianvito Resta, edd. V. Fera y G. Ferraú, Padua, 1997, pp. 1573-1577, y luego en mis Figuras con paisaje, Barcelona, 1994, pp. 99-106.

A la n. 338. Vid. arriba «Modelos de cultura en don Juan Manuel», n. 332.

A la n. 365. «Sobre la biblioteca del Marqués de Santillana: La Iliada y Pier Candido Decembrio», Hispanic Review, LI (1983), pp. 226-249. La traducción de la Historia rerum con las acotaciones del Almirante constituye el vol. III de la citada Biblioteca de Colón: Eneas Silvio Piccolómini (Papa Pio II), Descripción de Asia, al cuidado de F. Socas, Madrid, 1992.



  —[214]→     —[215]→  

ArribaAbajo- VIII -

El destierro del verso agudo


Con una nota sobre rimas y razones en la poesía del Renacimiento



I

Tarde y a regañadientes acabó por plegarse Hernando de Hozes a la opinión que hacia 1552 cobraba fuerza de ley e imponía a los metros venidos de Italia «fenecer todos los versos en vocal y que ninguno tenga el accento en la última». Hozes lamentaba que acatar el doble precepto hubiera restado fidelidad a la traducción de Los Triumphos de Francisco Petrarcha que -por fin- sacaba a luz (Medina del Campo, 1554). Porque, además, se le antojaba excesivo remilgo que los recién llegados a las letras castellanas se atrevieran a reprender el uso

que don Diego de Mendoça y el secretario Gonçalo Pérez y don Joan de Coloma y Garcilasso de la Vega y Joan Boscán y otras muchas personas doctas tienen aprovado por bueno.



Prescindamos aquí del primer melindre recriminado por Hozes («fenecer todos los versos en vocal») y aclaremos un poco el segundo («que ninguno tenga el accento en la última»). Garcilaso no dio siempre «por bueno» el recurso a las rimas agudas en el hendecasílabo y el heptasílabo: lo toleró ocasionalmente en la etapa de sus tanteos iniciales, lo rechazó después sin contemplaciones.

El fino sentido artístico de Garcilaso hizo que tan pronto como entró en pleno contacto con la poesía italiana, donde los versos oxítonos eran sumamente raros, los proscribiera de la suya. [Tras haberlos empleado en un par de sonetos y otro de canciones igualmente tempranas], aún los admitía en 1532, pues la Canción Tercera muestra cuatro finales agudos en 73 versos; pero no hay ninguno en los más de 3.500 versos atribuibles con seguridad a los años 1533-36, cuando el poeta residía habitualmente en Nápoles.366



  —216→  

Boscán había echado mano de los oxítonos menos parcamente (verbigracia, en nueve de los 92 sonetos difundidos en 1543), y, sin embargo, también en él

es ostensible la progresiva disminución de los finales agudos. Mientras la Canción Primera ofrece 51 en 468 versos (11 por ciento), la Segunda, 30 en 172 (17,4 por ciento) y la Tercera, 13 en 108 (12 por ciento), en las siguientes hay un descenso gradual, que llega a la desaparición completa en la Novena y Décima.367



No atino a descubrir una evolución semejante en Hurtado de Mendoza. Desde Venecia le envía a Boscán una epístola en tercetos acribillada por docenas de agudos (cf. n. 367) y nunca reincide en el género (según el canon de la princeps) sin reincidir en los sospechosos consonantes. La Fábula de Adonis, impresa en 1553, los prodiga desde la segunda octava, y la Égloga de Melibeo y Damón, publicada en 1554, se abre ya encadenando los nombres de los protagonistas a la pasión y la razón, para que Melibeo rompa a cantar en seguida:


¿Qué he de hacer? ¿Qué me aconseja Amor?
Tiempo es ya de morir.
Más tardo que quisiera en estos hados.
Muerta es Isea: llevó mi corazón.
El alma se me sale de dolor;
no la puedo seguir...



Entre los sonetos no burlescos, al pie de la mitad trae cadencias oxítonas,368 et sic de ceteris. En cualquier caso, Hozes no dudaba en ponerlo   —217→   en cabeza de los partidarios de compaginar las estrofas italianas con los finales agudos, y siempre fue fama que «don Diego en mil versos los usó».369

En pos de Mendoza, antes de Garcilaso y Boscán, nuestro testigo menciona a Gonzalo Pérez y a Juan Coloma. Cuatro de ellos, si no los cinco, están presentes en el Cancionero General de obras nuevas, nunca hasta ahora impressas, assí por ell arte española como por la toscana, estampado en Zaragoza en 1554 y espléndida atalaya para ojear la lírica castellana en la encrucijada del siglo. Si el pórtico del Cancionero es el «Triumpho de muerte, traduzido por don Juan de Coloma» en fluidas coplas reales, también don Juan inaugura «las obras que van por el arte toscana». Entre las cuales, la polimétrica Égloga de tres pastores es un adecuado trasunto del proceder que aprobaba «por bueno»: ahí, está limpio de terminaciones oxítonas el centenar de versos sueltos, y sólo una se acoge en el centenar y medio de tercetos, mientras las hay copiosas (igual en hendecasílabos que en heptasílabos) en once de las dieciséis estancias que suman las tres canciones insertas. La Historia de Orfeo, en casi cincuenta octavas, no conoce más finales que los graves, como veinte de los veintiún sonetos de Coloma: por desgracia, es en el primero de la serie donde tres versos rematan en infinitivo. En cambio, los agudos repican en siete de los cuarenta y seis «Sonetos de diversos autores» que ocupan los últimos folios del Cancionero y, desde luego, en dos de los cuatro ahijados a Diego de Mendoza.

«El secretario Gonçalo Pérez» ¿será uno de esos «autores» anónimos? Libres de mácula están las doce mil líneas de la bella Ulyxea que publicó en 1550. Que para ese año la hubiera escrito en verso suelto, además, nos certifica que no era tan amigo de las cadencias agudas como podría conjeturarse por las palabras de Hozes.370 Que era hombre de excelente criterio e interesado por las filigranas de la métrica, nos lo asegura aún Juan Hurtado de Mendoza, que en 1548 le sometía   —218→   a «censura y sabio aviso» los pareados (y sin duda las restantes estrofas) en que combinaba la «imitación de trobas francesas» con los hendecasílabos «de la toscana musa». La singular mezcla, aunque pobló de agudos dos de cada tres páginas del Buen plazer trobado (1550),371 documenta de maravilla la amplitud de horizontes, la sensibilidad lingüística y literaria y el gusto por la experimentación que animaban a la poesía española al mediar el Quinientos. En 1546 Álvar Gómez de Castro rezumaba esperanza:


Agora me paresce que ya siento
brotar nuevos pimpollos de laureles,
guiados con furor y con aliento;



e interrogaba:


¿Ay gracia o ay donayre tan salado
en otra alguna lengua, que no cobre
sabor nuevo en la nuestra trasladado?372



Gonzalo Pérez sacó la Ulyxea para ensayar caminos y «provar si en nuestra lengua castellana se podría hazer lo que en la italiana y francesa».373 No llama la atención que Hurtado de Mendoza lo tuviera por consejero, ni que el propio don Juan prescribiera a Alonso Núñez de Reinoso evitar que sus hendecasílabos «sonaran algo con la sexta a las coplas de arte mayor».374 Mas, obviamente, ni la doctrina ni el ejemplo   —219→   de Mendoza podían impedir que Reinoso, hombre bastante romo, pecara de agudo en buena parte de los poemas «al estilo italiano» que divulgó en 1552. Es asimismo verosímil que fuera don Juan «El censor» que denunciaba a Álvar Gómez algún verso «largo de una sýllaba» o le reiteraba la necesidad de andarse con ojo para acentuar las segundas y no las terceras; como, sin embargo, al elogiarlo en tanto «nuevo chantre» «de la castellana» musa, lo hacía en versos «sin consonantes» plagados de terminaciones oxítonas, es comprensible que tampoco el gran humanista las rehuyera en los «epigramata quae vulgaris lingua sonetos vocat».375 Ciertamente parece significativo que gente tan alerta a contar sílabas, pesar acentos, tentar ritmos,376 se mostrara a la vez tan despreocupada respecto a las rimas agudas.

No avistaremos un paisaje distinto, pero acaso sí más nítido, si, en vez de seguir la falsilla propuesta por Hozes, andamos por otro orden el iter Hispanicum de los metros italianos hasta la publicación de Los Triumphos de Francisco Petrarcha y el Cancionero general de 1554. Inútil discurrir ahora sobre Imperial, Santillana o cualquier otro balbuceo similarmente remoto o aislado. Pero entre la memorable plática de 1526 y Las obras de 1543 hay tal vez un par o tres episodios dignos de mención. En el Cancionero de Gallardo, así, en tiempos en que Garcilaso era simplemente «un desfaboresçido» ignoto, el oscuro Alexandre calza una,   —220→   dos y aun tres series de consonancias oxítonas a soneto no, soneto sí de los diez que perpetra, y en oxítonos acaba más de un cuarto de su Epístola en tercetos:377 no sorprende demasiado, si -según conjeturo- se movía cerca de Juan Fernández de Heredia, de quien don José Manuel Blecua sí nos ha sorprendido desenterrando cuatro sonetos (en rimas graves) y una pieza «A la manera italiana» con abundantes agudos.378 Todavía en el Cancionero de Gallardo, sin embargo, Antonio de Soria se lleva la palma de no dejar sin ellos ninguna composición suya: ni la Carta en tercetos, ni la canción, ni el trío de sonetos... que el copista rotula «Canziones». Como en el Cancionero gótico de Velázquez de Ávila, hacia 1538, se tilda de «Soneto en verso toscano» a tres octavas indecorosamente españolas, cual la «Epístola en metro toscano»: todo con auténtico derroche (casi la mitad) de finales oxítonos, también presentes en tres de los seis sonetos.379 O generosamente empleados en los hendecasílabos con rimalmezzo en que -abandonando por una vez las formas castizas- se vierte la Égloga X en la Arcadia toledana de 1547 (pero comenzada en los aledaños del 1540).380

La fiebre aguda fue remitiendo según quedaba atrás la crisis de 1543. En 1549, el variopinto repertorio métrico que Bernardino Daça crea para romanzar los Emblemas de Alciato no registra sino un consonante oxítono,381 y parece que sobran dedos para contarlos en los cuarenta y cinco cantos de Orlando traducido en octavas, por Jerónimo de Urrea.382 No así, en 1550 -año de la Ulyxea y del Buen plazer trobado-, en el Furioso de Hernando Alcocer, donde más de un cuarto de las estrofas persevera en los vicios que afean el exordio: «Las damas, cavalleros, armas, amores / y grandes hechos quiero aquí cantar...».

  —221→  

En 1551 Antonio de Villegas ya había pedido privilegio para sacar el Inventario y, a juzgar por la elevada proporción de agudos, no sería extraño que tuviera escritas la Historia de Píramo y Tisbe, en tercetos, y la canción de despedida.383 En 1552, la Christopathía revela que Juan de Quirós -al revés que Núñez de Reinoso- se había preocupado por ir sorteando libro a libro los escollos oxítonos con los que aún tropezaba en el canto primero. En 1553 Torquemada deja que las rimas en -ón empañen una de la docena y media de octavas distribuidas por los Colloquios satíricos.384 En 1554, al tiempo que la prescripción discutida por Hernando de Hozes (ningún verso «tenga el accento en la última»), las prensas difundían las sólitas infracciones a la regla. Infracciones, digo, ocasionalmente desmelenadas (uno, dos, tres y hasta seis agudos por página de diez tercetos, en el Demócrito y Heráclito de Fregoso puesto «en nuestra lengua vulgar» por Alonso de Lobera), pero más comúnmente tan moderadas como en las piezas de Coloma y los sonetos anónimos del Cancionero general: ciertas indecisiones de Martín Cordero al verter en verso suelto la Christiada de Vida,385 los renqueos que abajo anotaremos en El parto de la Virgen trasladado por Gregorio Hernández de Velasco, o una veintena de deslices (especialmente en canciones y verso suelto) en Las obras poéticas completas de George de Montemayor.386

En ese año de 1554 en que la publicación de Los Triumphos de Francisco Petrarcha nos brinda un testimonio diáfano, la situación a nuestro propósito seguramente podría definirse con justicia por relación   —222→   a los dos líricos de nota que (Acuña aparte) todavía no hemos visto en escena: Sá de Miranda y Gutierre de Cetina. No hay indicio de que el sevillano, desaparecido entre 1554 y 1557, terminara jamás en oxítono un verso de raigambre italiana.387 El portugués moría en 1558 sin haber sospechado que las consonancias agudas no fueran tan legítimas como las llanas en toda suerte de metros. Pues bien: para la fecha de Los Triumphos, la poesía española -pintándola a grandes trazos- no compartía la absoluta indiferencia de Sá de Miranda; pero, por más que día a día se aproximara a esa meta, tampoco tenía por hábito el rigor inmisericorde de Cetina. Verdad es que Daça, Urrea, quizá Gonzalo Pérez no admitían los agudos (una debilidad, si acaso, no invalida un principio). Verdad es asimismo que ambos Mendoza, Villegas o Reinoso llegaban al abuso. No obstante, el tono lo marcaban Coloma, los «diversos autores» del Cancionero general, Montemayor, Álvar Gómez o Hernández de Velasco: introduciéndolas con frecuencia muy inferior a las rimas graves, mas sin renunciar a las oxítonas (particularmente en la canción).

Parémonos a contemplar en breve por dónde nos han traído los pasos (errantes, mea culpa). Garcilaso y Boscán, mientras cursaban el aprendizaje de la nueva métrica, se habían permitido hendecasílabos y heptasílabos agudos (mayormente, al mezclar unos con otros): Garcilaso, en una medida minúscula, consciente de recurrir a una licencia esporádica; Boscán, con largueza y tolerancia bastante superiores, mas sin dar el procedimiento por normal. Los dos pioneros se esforzaron luego por evitar «el accento en la última»; y Garcilaso, cuando menos, con éxito. Pero sucede que como conjunto, resolviendo las diferencias individuales en un arquetipo ideal, la poesía castellana del siglo XVI pasó por un proceso análogo. En efecto, en las primeras promociones de petrarquistas, en los introductores de los metros italianos, la tendencia preponderante osciló entre manejar las cadencias oxítonas con la misma libertad que en las formas castizas o bien aceptar la práctica más austera convalidada en el grueso de las obras de Boscán. Pronto, los hombres de esas primeras promociones (nacidos -digamos-   —223→   hasta 1520) riñeron una batalla consigo mismos para lograr la victoria alcanzada por Garcilaso en la plenitud de su arte: el destierro del verso agudo. Quienes los siguieron por la vía italiana, echándose al camino en los alrededores de 1560, obedecieron la ley que proscribía los oxítonos (o en el peor caso, con manga ancha, los reducía a la exigua proporción tolerada por el Garcilaso temprano).

Juan de Mairena saludaría el anterior resumen como una regla cercana a la perfección: tantas excepciones la confirman... No obstante, se me antoja que ni un Cetina madrugador, ni un Barahona rezagado, ni una facción de francotiradores enturbian la limpidez de las grandes líneas que he apuntado.388 Pues «el triunfo del hendecasílabo llano» en la segunda mitad del Quinientos es hecho patente dondequiera que se vuelvan los ojos. Entre poetas y entre preceptistas, en Castilla o en Andalucía, las conclusiones resultan idénticas. Una anécdota bastaría para compendiar todas las posibilidades: proclamó Herrera que «los versos troncados, o mancos, que llama el toscano, y nosotros agudos, no se deben usar en soneto ni en canción», ¡y el Prete Jacopín hubo de confesar que tampoco él los tenía «por buenos para usarlos muchas veces»! Con el agravante de que si las «pocas veces» que los autorizaba el Prete era al servicio de una «sal o gracia particular», Herrera también los consentía para «algún efeto».389 Los dos contendientes podían disentir en la interpretación de un ejemplo o en un matiz de detalle, pero coincidían en el dato esencial: vedar los agudos, salvo para provocar -rarísimamente- una impresión festiva o dramática. Sin embargo, ni a esa bula concedida de común acuerdo se acogieron Herrera -desde luego-, fray Luis, Baltasar del Alcázar, Gil Polo, Francisco de la Torre, San Juan de la Cruz, Figueroa, Ercilla... Que una epístola de Aldana y una comedia de Cervantes caigan en un par de terminaciones oxítonas o Barahona emplee unas pocas más390 debe achacarse a flaqueza   —224→   mejor que a búsqueda de «algún efeto». Como, a decir verdad, aun sin negárseles «sal o gracia», flaqueza parecen en una canción del joven Lope,391 cuando se comprueba en la obra posterior del Fénix con qué transparencia intentan siempre los agudos conseguir un cierto «efeto».392 O qué llamativamente lo consiguen en la Década de la Pasión (Cáller, 1576), donde don Juan Coloma, en penitencia de pasadas ligerezas («el tiempo de mi joventud, que gasté en leer y escrivir de las cosas que suele llevar aquella edad»), proscribe la rima oxítona de los tres mil versos que dan cuerpo al poema, mas la introduce a ciencia y conciencia en la última estrofa, para poner un broche patético:


Y la lumbre mortal ya aquí dexando
El que de vida eterna nos la dio,
al soberano Padre encomendando
el sacrosanto Espíritu, ESPIRÓ.



Pero esa sería otra historia.393 Por ahora, quedémonos en el filo del siglo XVI, en la frontera de una nueva época en la poesía española del Renacimiento, y atisbemos unos cuantos episodios de la fulminante campaña contra el verso agudo.