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Psicología comparada



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El alma de los animales

- I -

     Desde los tiempos en que se discutía sériamente si la mujer o los individuos de otras razas que la nuestra eran seres racionales, hasta los presentes, en los cuales, filósofos y naturalistas, confirmando de común acuerdo los poéticos presentimientos de la fantasía de los pueblos antiguos, parecen inclinarse más y más cada día a reconocer la existencia de un alma, no ya en los animales superiores, sino hasta en los últimos grupos de la serie zoológica, y aun en las plantas (1), y en los astros y en el mundo todo (2) ,admitiendo una penetración universal y recíproca del espíritu y la Naturaleza: ¡cuántas investigaciones, cuántos experimentos, cuántos progresos, cuántas hipótesis se han sucedido en la historia de la humanidad! Desechada la presuntuosa teoría que, suponiendo patrimonio exclusivo del hombre la inteligencia, la sensibilidad y la propia impulsión para dirigirse en la vida, jamás acertó a explicar los más elementales fenómenos que se nos ofrecen diariamente en esta esfera, comienza a comprenderse el verdadero lugar, y, por tanto, el verdadero destino del ser que, reasumiendo en sí como mundo abreviado (micocrosmos) el orden psíquico y el físico, en sus respectivos grados superiores (el espíritu racional y el organismo corporal humano), mantiene, no obstante, y por esto mismo un parentesco inmediato en ambos respectos con todos los tipos de la creación, como lo mantiene también con el Ser fundamental y absoluto, a cuya semejanza debe, -valga la palabra- cual providencia finita, promover y conservar en todas las esferas lo bueno y lo bello, lo útil y lo justo.

     Al descender el hombre del trono soberbio, desde el que sólo hallaba en el mundo un grato espectáculo para la contemplación de su fantasía, un teatro para su actividad, o a lo más una suma de medios para satisfacer sus necesidades y hasta sus arbitrariedades y caprichos, no oyendo en las divinas armonías de la Naturaleza sino un coro destinado a glorificar su imperio y soberanía; al comenzar de esta suerte a entrar en sí y en la conciencia de su dignidad, dejando de ver en ella un privilegio de la ciega fortuna, debían lógicamente crecer en importancia y desarrollarse con superior sentido, y al par de la Anatomía y la Fisiología comparadas, las indagaciones dirigidas a reconocer en su esencia y caracteres fundamentales el principio de la vida psíquica en el reino zoológico y aun en general en todos los del universo.

     Mas, a pesar de los trabajos especialmente acometidos con este fin desde el siglo XVIII, sobre todo en Francia y Alemania, la Psicología comparada dista harto de constituir todavía una verdadera ciencia. Para esto se requiere algo más que datos acumulados las más veces por la paciencia de los observadores y por la genial intuición de los poetas; datos que, si en algunos puntos ya abundan, en otros (v. g., en lo relativo a los animales inferiores) son por demás escasos, y en ninguno de ellos, por su carácter fragmentario, y más bien anecdótico y curioso, pueden servir de base sólida a principios capaces de guiar su interpretación sistemática. No es otro el estado de los conocimientos actuales en esta esfera, por lo que respecta a su elemento analítico experimental, indispensable ciertamente allí donde sólo por la observación exterior sensible nos es dado formar concepto de las actividades íntimas que revelan los fenómenos psíquicos, entendiendo estos acertadamente, ordenándolos y clasificándolos por sus notas peculiares, descubriendo, mediante la generalización, sus caracteres comunes, e induciendo, por último, las causas de donde provienen y los principios y leyes que los regulan.

     A esta imperfección del elemento experimental en la Psicología comparada, se une la del otro elemento de que necesita para su completa formación y que, guiando a aquél en sus investigaciones, las corrige y suple en sus extravíos, y les da base eterna y racional. El conocimiento deductivo y sintético, que impropiamente suele monopolizar el dictado de filosófico, bajo la preocupación de que la experiencia es ajena a la Filosofía y sólo de aplicación en las ciencias históricas y estadísticas, no se muestra en verdad muy desarrollado en la Psicología. Pues si la Filosofía novísima ha llegado a deducir la necesaria existencia de otros grados de vida espiritual que el de los seres racionales, no ha acertado aún a determinar su número ni los caracteres peculiares de cada uno, cuanto más su fundamento absoluto; antes, partiendo de la Psicología humana y apoyándose casi exclusivamente en ella, carece hasta del claro concepto del espíritu en sí mismo, confundiéndolo las más veces con el nuestro y atribuyéndole, por una generalización verdaderamente atrevida, no ya las facultades capitales de éste, sino aun las formas, leyes y límites de su manifestación, ¡Que mucho, por otra parte, que así acontezca, cuando todavía no ha sido posible distinguir en la íntima constitución del ser racional lo que es en él esencial e inmutable, cualquiera que sea el medio cósmico donde realice su vida, y lo que pertenece tan sólo a la manera especial como se produce subjetivamente en nuestro planeta, conforme a las condiciones, por ejemplo, del cuerpo humano terreno! Y si no se quiere llegar a tanto, ¿qué se ha conseguido aún saber propiamente y con verdad sobre el alma de los niños (a pesar de los trabajos, en opuestas direcciones, de Fraebel, Kussmaul, Laebisch y otros), y qué, sino un misterio, son todavía en la vida del espíritu la generación, del sueño, la locura, la embriaguez, el arrebato, la muerte?

     Para llenar estos vacíos, confesados por todas las escuelas y por todos los hombres sinceros, y constituir una verdadera Piscología general, o como también se ha dicho, una Pneumatología, donde en primer término se establezca sobre bases seguras el concepto y esencia del espíritu, fundamental para todo espíritu particular de cualquier género y grado, determinando luego estos diversos órdenes en sus caracteres reales y distintivos, restan por hacer grandes esfuerzos todavía en ambas esferas, analítica y sintética, de esta ciencia, y grandes progresos en otras auxiliares, cuyo estado no permite aún utilizarlas hasta donde sería de desear.

     No se destruyen de esta suerte, antes por demás aumentan los merecimientos de aquellos escritores cuyos trabajos han ido despertando poco a poco la cuestión y ayudando a reconocer sus términos y exigencias. Precisamente por estas dificultades sorprende la delicada sagacidad con que Aristóteles excedió en sus observaciones respecto del alma de los animales, a otros filósofos muy posteriores, v. g., a Descartes, que en su teoría de los animales-máquinas (antes expuesta por nuestro Gómez Pereira y combatida más tarde por Feijóo) llegó hasta afirmar «que no es menos absurdo suponer intención alguna a los actos del animal que a la caída de la piedra;» teoría acentuada hasta la crueldad, (permítasenos esta palabra) por el ilustre Fichte (3), y que tan funesto influjo ha ejercido en la Psicología comparada. Con tales precedentes, no es extraño que el P. Bonjean formulase (4) la peregrina conclusión de que los fenómenos psíquicos que en los animales aparecen, deben ser atribuidos al espíritu maligno (5), ni que viniese a reducirse cada vez más este estudio a relaciones meramente anecdóticas, propias sólo para entretener la curiosidad de los ociosos; sentido ajeno a todo verdadero carácter científico, y en el cual se hallan concebidos, no ya los trabajos de casi todos los predecesores de Buffon (6) , sino aun en cierto modo los de este mismo elegante naturalista (7) y de sus sucesores, hasta tiempos muy recientes (8). Toca a este siglo, principalmente con Federico Cuvier y Flourens en Francia (9), con Scheitling, Benno Mattes, Fuchs, Gleisberg, y últimamente, y quizá más que todos, Carus, haber puesto la cuestión en sus verdaderos términos, trayéndola a la esfera propiamente científica.

     Exponer más bien los resultados principales y mejor comprobados de estas indagaciones que los del propio pensamiento, es el fin de las siguientes líneas.



- II -

     Tocante a la primera cuestión que al considerar en general el alma de los animales se ofrece desde luengo, a saber: la de lo que pudiera llamarse su característica, a distinción de las restantes esferas del mundo espiritual, y ante todo de la humana, pueden señalarse algunos puntos de acuerdo entre las diversas escuelas psicológicas. Aun las más opuestas entre sí, convienen en que falta al animal la razón entendiendo por tal la facultad de las ideas y siendo común sentir que no se eleva a concebir los principios superiores de la realidad y de la vida. Büchner mismo confiesa (10), siguiendo en esto a Gleisberg, que si bien debe protestar contra la aserción de que todo hombre es racional, «buscaríamos seguramente en vano en el animal semejante sobreelevación de las facultades intelectuales;» aserto que en este punto satisfaría, no ya los escrúpulos de Laugel o de Carus, sino los de Fichte (hijo) o los de Enrique Martín. Todos los datos, pues, que sirven de material al conocimiento filosófico pasan desapercibidos para la conciencia del animal: las propiedades de su misma naturaleza le son tan desconocidas como las de los restantes seres del mundo, los conceptos matemáticos, como los principios biológicos; la constitución esencial del universo físico, como la idea de Dios. Ningún ser ni cualidad percibe en lo que tienen de inmutable y permanente, sino tan sólo en aquellos estados individuales y sensibles, mediante cuya repetida observación llega a adquirir nociones empíricas, más o menos completas, pero suficientes para gobernarse en la vida según sus necesidades (11). El animal, dice Ahrens (12), no ve más que lo individual, lo particular en las cosas, lo que cae bajo los sentidos: él es quien realiza el verdadero ideal del sensualista. El alcance de aquellos da la medida de sus conocimientos, como la satisfacción de sus apetitos es el único fin de su vida. Conoce y estima todos los bienes relativos que sirven a sus deseos, sin conocer el bien mismo; el que mejor sabe distinguir, por ejemplo, tal o cual planta, ignora lo que es un vegetal; y el perro más fiel a su amo, no tiene del hombre sino el concepto esencialmente variable y siempre interino en que abstrae y generaliza su entendimiento las notas comunes, tan sólo, a los determinados individuos que ha observado.

     Tal es la esfera de la vida psíquica en todo el reino zoológico (13). Por consecuencia de esto, no falta al animal la conciencia de su individualidad y de sus relaciones inmediatas, conciencia que aun los más rudimentarios organismos muestran en la sensibilidad que despierta en ellos cualquiera excitación exterior y en la reacción que a ésta sigue: todo lo cual, si Carus lo compara (14) con los fenómenos de plantas como la sensitiva y la dionea muscipula (15), asimilándolos cuando más a los movimientos llamados reflejos, que aun en las organizaciones superiores se verifican sin intervención (así al menos en general se cree) del espíritu, sirve a otros para inducciones completamente contrarias, a saber: para admitir en el mundo vegetal un como instinto, un principio psíquico, un germen, por decirlo así, de vida

     Pero de lo que sí carece el animal, es de la conciencia que se ha llamado absoluta ,esto es, del sentido con que el ser racional se recibe y abraza a sí propio y a la realidad toda y sus varias esferas, no en la individualidad de sus manifestaciones sensibles, sino en lo esencial, eterno e inmutable que las constituye. Así, no sólo le faltan, en lo respectivo al conocimiento, esas ideas, principios de razón o categorías, a que antes aludíamos (por ejemplo, Dios, la Naturaleza, el bien, la vida, la verdad, etc., etc.), sino que en su sensibilidad no hallan eco los llamados sentimientos ideales, inspirados por esta clase de objetos y que trascienden del limitado horizonte de sus necesidades relativas, transitorias, históricas; y su voluntad, en cierta medida libre, y por tanto responsable, como lo ha creído la humanidad en todos tiempos, se mueve, sin embargo, en la pura elección entre actos determinados y concretos, en virtud del estímulo predominante de sus relaciones inmediatas, y por la excitación del placer y el dolor sensibles. Así, el premio y el castigo, enteramente inaplicables a seres incapaces de toda determinación propia, son los dos grandes resortes, quizá los únicos, de la educación de los animales por el hombre, y no ya de los superiores y menos distantes de nuestro reino, sino hasta de grupos tan inferiores como el de los insectos (16).

     Pero, a fin de prevenir y rectificar algunos errores, procuremos fijar con mayor exactitud el sentido de las consideraciones precedentes: y para ello, basta que examinemos más de cerca la inteligencia del animal (su pensamiento y conocimiento), cuyo carácter puede fácilmente luego comprobar cualquiera en las restantes esferas de la vida psíquica de aquel.

     Si la Lógica y la Psicología, y aun la más somera observación, muestran hasta la saciedad que no cabe formar experiencia, esto es, un todo enlazado de conocimientos individuales, ni siquiera una sola y aislada percepción de esta clase, por el único dato de la sensación; si es cosa por fortuna hoy completamente indiscutible (17), la imposibilidad de llegar a entender nuestras sensaciones y de construir sobre ellas algún conocimiento, cuando a la impresión material, producida en el órgano correspondiente y trasmitida por el sistema nervioso a la fantasía (que viene a ser el sentido del espíritu), no se unen y aplican ciertos conceptos como los de ser, unidad, causa, fuerza, tiempo, límite, etc. etc.; si de consiguiente semejantes conceptos no entran en nosotros por los sentidos, ni siquiera pueden ser elaborados sobre los datos que éstos nos suministran, constituyendo, por el contrario, la primera condición irremisible para entender toda sensación, es decir, para trasformarla, de pura impresión sensible y ciega, en conocimiento; ¿cómo el animal, que no tiene ideas, puede llegar a conocer cosa alguna individual tampoco?

     Esta grave cuestión nace de la ambigüedad de la frase: no tener ideas. Las ideas o categorías que la Metafísica muestra como propiedades de toda cosa, y que rigen la vida de la Naturaleza misma, cuya actividad, según la acertada distinción de un filósofo, obra sin intención ni propósito, pero no sin finalidad (18), no pueden faltar en el espíritu, sea animal o no, y presiden a todos los actos de su conducta; pero el espíritu humano es el único que se, da de ellas cuenta. El animal las tiene ciertamente, y las usa, viviendo siempre bajo su gobierno; la diferencia estriba en que, no lo sabe, porque, privado de la reflexión racional, y sólo capaz de la particular y relativa que aplica (más o menos) a los objetos sensibles que lo rodean, no atiende a ellas, no puede explicárselas, ni avivarlas en su conciencia, inaccesible a su interpretación. Por esto sería más exacto decir que lo que falta al animal es el poder de reflexionar las ideas, el pensamiento puro, según suele también llamarse; no el objeto de esta actividad, no las ideas en sí mismas.

     Quizá podría entender alguien que de esta suerte se borra, como de una vez, toda distinción esencial entre el espíritu de los animales y el nuestro; y, con efecto, no ha faltado (19) quien crea vano buscar en las gentes groseras, o en tales o cuales razas humanas, o por lo menos en ciertos individuos de ellas, esa «luz divina» de la razón, que si siempre falta al animal, a veces también -dicen- al hombre. Y después de todo, se dirá ¿es por ventura otro el estado del sentido común que el de esta misma irreflexiva y tácita aplicación de las ideas, sin hacer en ellas alto? Todos los hombres se valen en su vida, por ejemplo, del concepto de la causalidad: ¿cuánto son capaces de explicarlo?

     En el espíritu algo atento y pensador, de seguro que no han de hallar eco tan precipitadas conclusiones. ¿Acaso es cierto que la irreflexión del hombre inculto, o en general del sentido común (el conocimiento pre-científico) respecto de las ideas sea sólo diversa en cantidad y grado, y no en cualidad y esencia, de la del animal? Este usa, hemos dicho, las ideas sin reparar en ellas, trayéndolas a su vida y a sus relaciones sensibles con los objetos que halla a su alrededor. Ahora bien; ¿ignora alguien que el hombre menos avezado a la reflexión científica y más degenerado o inculto, formula a cada instante máximas y sentencias de un valor general y absoluto, que exceden los límites de toda experiencia posible? La verdad, Dios, el, sentimiento, la vida humana, el derecho, la virtud, las instituciones y fines fundamentales de la sociedad, sirven de asunto a esa continua reflexión de todos los hombres, aun los más distraídos e ignorantes, que engendra el sin número de aforismos, más o menos profundos y exactos, con que se alimenta la tendencia insaciable del espíritu a dirigir su pensamiento a toda clase de objetos, ideales o empíricos, eternos o históricos, constituyendo esa especie de filosofía vulgar, a la cual el mismo salvaje no es ciertamente extraño. Y puesto que cupiese explicar todos los llamados adagios y refranes como máximas inducidas de la observación exterior sensible, todavía el carácter absoluto de la conclusión que en ellos se enuncia bastaría para abrir un abismo incomensurable, aun dentro de esta esfera experimental, entre el alma de los brutos y la del ser capaz de formularla: ser que, por limitada que su cultura se muestre, no puede vivir un momento sin principios en que fundar su conducta, para establecer los cuales necesita combinar (ordenada o confusamente) las intuiciones de su conciencia, los datos de sus sentidos, las ideas generales de su razón y hasta los presentimientos y representaciones de su fantasía. «Los pueblos más atrasados de la tierra se distinguen radical y fundamentalmente de las especies que más se les asemejan, aun allí donde viven grandes tribus de cuadrumanos al lado de otras de hombres salvajes, o por el contrario, en contacto con hombres cultos y civilizados (20).» Se dice (21) que el niño durante sus primeros años se halla en el grado más ínfimo de la vida psíquica; y sin embargo, el niño, desde que podemos someterlo a nuestra observación, manifiesta la conciencia de sí propio (22); el niño aprende a hablar, cosa vedada aun a aquellos animales que llegan a imitar los sonidos de la voz humana (23), y atraviesa todos los grados de la vida hasta alcanzar, con la madurez de la reflexión racional, la plena posesión de su naturaleza y destino (24).



- III -

     Ahora bien; estas diferencias, generalmente reconocidas por las diversas escuelas filosóficas y naturalistas, ¿son esenciales, o puramente relativas y debidas a circunstancias exteriores?

     Reinan en este punto ya mayores divergencias. Para unos, la distinción entre el alma del animal y la del hombre es sólo accidental, hallándose en aquella como en germen todo cuanto en ésta desenvuelven luego la lenta elaboración del tiempo y las múltiples y bienhechoras influencias de la civilización, que introducen entre el alemán, el inglés o el norte-americano y el salvaje morador del África central una oposición quizá más pronunciada que la que pudiera señalarse entre éste y las especies superiores de los antropomorfos. Gleisberg, Reclam, Kussmaul, Büchner, Vogt, Haeckel, Schmidt, Wallace y tantos otros, son de esta opinión, que parece recibir poderoso auxilio de las teorías de Darwin (25), según las cuales, las especies se metamorfosean en serie indefinida, merced a la acción de los medios exteriores y a las distintas necesidades que éstos engendran o hacen desaparecer, y que a la larga determinan nuevos hábitos, en cuya virtud han aparecido y van apareciendo gradualmente formas antes desconocidas, como otras tantas evoluciones del tipo primordial orgánico. A este mismo grupo de pensadores, que, si bien parecen reconocer a veces carácter esencial a las mencionadas diferencias entre el animal y el hombre en cuanto a su vida espiritual, las refieren a una diversidad permanente en la constitución material respectiva de uno y otro, podrían agregarse asimismo aquéllos que, aun cuando admiten en el bruto como en nosotros la existencia de un principio psíquico propio y sustancial, hacen depender su diferente manifestación, no de este principio, sino de la desigualdad del organismo físico y de sus consiguientes necesidades (26).

     Otros (27), por el contrario, pretenden que el grado representado por la vida psíquica del animal es fundamentalmente distinto del del hombre. Aun estimando algunos (28) como puramente cuantitativa la diferencia entre ambos, la proclaman permanente e inmutable, sin conceder la posibilidad de que se trasforme el irracional en racional, por más influencias que se supongan; haciendo consistir esta inmutabilidad, no en la diversidad de organización física, sino en la del principio espiritual que en uno y otro orden se manifiesta. El animal, según éstos, se halla encerrado en el círculo de hierro de su propio destino, del cual ni puede salir, ni lo necesita. «Nada falta al animal, como ser psíquico (29), de cuanto necesita para su peculiaridad característica; antes al contrario, debe ser tenido por tan perfecto en su género como el hombre mismo.»

     Una conciliación entre ambas direcciones, intenta en cierto modo la doctrina que, de un lado, considera como grados enteramente propios e imposibles de confundir el del espíritu animal y el humano; mientras que, de otro, reputando que el único momento definitivo, digámoslo así, de la vida universal, lo constituye el de la racionalidad, ideal por tanto de todos los seres finitos, quiere que éstos sean llamados sin excepción alguna a realizar ese ideal, conquistándolo, no por virtud del trascurso del tiempo y las circunstancias exteriores y mediante esa perfectibilidad infinita (más exactamente, indefinida) que estiman ciertos naturalistas, ingénita en todo ser finito de cualquier género y grado, sino atravesando la crisis de la muerte, transición necesaria en su sentir para cada nuevo y superior desenvolvimiento. -Tal es la antigua doctrina de la metempsícosis, renovada en nuestros días por algunos pensadores, entre los cuales descuella, por su genialidad, Arturo Schopenhauer (30).

     Sin decidir aquí sobre estas cuestiones, para las cuales, según antes hemos hecho notar, faltan aún datos de muchas clases, y faltarán desgraciadamente por largo tiempo, visto el estado rudimentario de la Psicología general, de la Biología y de la Filosofía de la Naturaleza, nos limitaremos a resumir brevemente los últimos resultados a que en lo tocante a la relación y comparación entre el animal y el hombre han llegado algunos naturalistas y filósofos de suma celebridad e importancia.

     Las premisas de que parten sus investigaciones son generalmente admitidas por todas las escuelas. Ninguna, por ejemplo, deja de confesar que el hombre reúne, así en su organismo material como en su vida anímica, la plenitud de cuantas cualidades y atributos a ambos órdenes pertenecen. La disposición, funciones, aspecto, proporciones, hasta las curvas de su cuerpo, ofrecen una superioridad incontestable; su espíritu concentra armoniosamente todos los rayos del mundo psíquico, desenvueltos en su apogeo y coronados por la razón. Así Oken, Carus, I. Fichte, Krause, Ehrenberg, Ahrens, Perty, de Blainville, Steffens, I. Geoffroy Saint-Hilaire conciben el cuerpo humano como el organismo superior donde se resumen todos los elementos distribuidos en el reino animal (sentido del cual en el fondo no se aparta ningún naturalista), la plena imagen de la Naturaleza toda, según ya presentían los antiguos en su teoría del microcosmos, conservada por los Padres de la Iglesia; mediante cuyo principio han llegado algunos de estos científicos a colocar al hombre en un nuevo reino, que llaman, hominal, clasificando muchos de ellos después a los animales par el órgano y sistema que predomina en su cuerpo Y lo caracteriza, de entre los varios que constituyen el nuestro. Añádase a esto la consideración genética del cuerpo humano que, según los más de los modernos embriólogos (31), atraviesa, desde la célula elemental que le sirve de germen, tantas fases, cuantos son los órdenes capitales del reino zoológico, hasta excederlos al llegar a su plena formación y desarrollo.

     Trayendo a la cuestión presente ambos elementos, ha intentado Carus resolverla en su Psicología comparada. A sus ojos, entre el animal y el hombre hay siempre una diferencia incomensurable, que, por reducida que pueda parecer a veces, jamás se borra. «Es, dice, la cuadratura del círculo; sólo por aproximación cabe hallarla:» sentido que lo lleva también en otra ocasión a comparar esta diferencia con la que existe entre el sonido lleno y vibrante de la campana entera, y el mate y apagado que produce cuando la más leve hendidura rompe la continuidad del metal. Proclama con Fichte (32) que ambos seres son de todo punto incomparables; ni nuestro esqueleto en general, ni la configuración de nuestra cabeza, ni las funciones de nuestra vida corporal, ni la intuición y propia conciencia (Selbstschau) de nuestro espíritu (Geist), término, supremo de la vida del alma (Seele), tienen nada de común con el cuerpo ni el alma de los animales.

     Ahora bien; según Carus, así como el cuerpo humano atraviesa por todos los grados de la serie zoológica, que son para él meramente fases de su desarrollo, mientras que señalan en aquella otros tantos círculos infranqueables, en donde permanece perdurablemente encerrada cada especie animal, de igual suerte acontece con el espíritu. Al primer momento de la psiquis elementalísima y más bien puramente potencial de la célula humana, corresponde el alma confusa y envuelta en sombras de los protorganismos y de los animales privados de sistema nervioso (33) concreto; a la vida inconsciente aún del embrión, la de los oozoos superiores; a la del recién nacido, la de los moluscos inferiores y los anélidos; a la del infante en lactancia, la de los moluscos superiores, los articulados y los cefalozoos inferiores; a la del niño, conscio ya del mundo que lo rodea, la de los cefalozoos superiores; careciendo el último y supremo grado de correspondencia en la escala zoológica: pues la plena conciencia, que lo caracteriza, ni para Carus, como tampoco para Fichte, Burdach (34), Debrou (35), Laugel (36) y casi todos los espiritualistas franceses, ni menos para los positivistas (37), es el distintivo de toda vida psíquica, y ni aun siquiera del espíritu racional; sino la evolución superior a que éste llega, ora -según unos- en todo hombre adulto, ora -según otros- sólo en el civilizado, único que en su sentir logra desprenderse un tanto de las cadenas de la animalidad.

- IV -

     Enlázase a la cuestión precedente la relativa al destino del animal en el mundo. Esta cuestión, que abraza a su vez otras dos, a saber, la de la función que este ser, como todos, cumple en la tierra, y la de su suerte ulterior, ha sido hasta hoy tratada con escaso cuidado, y sin llegar en ella a acuerdo alguno, que pueda señalarse con cierta confianza. Aun prescindiendo del primer problema, frecuentemente oscurecido por el antiguo sentido de las causas finales, y por la presunción del hombre, que acostumbra a considerarse como el último fin de la creación, refiriendo a su provecho la vida de todos los seres (38), si nos fijamos en lo tocante a la mortalidad e inmortalidad del alma animal, hallamos la misma confusión, apoyada aquí por la que aún reina en el modo de concebir la inmortalidad con aplicación al hombre. Los que en general opinan que el espíritu es sólo la función superior del cuerpo, con cuya disolución ha de cesar por consiguiente, opinión que al parecer tanto dista de la que asigna al principio psíquico humano una persistencia individual después de la vida terrena, se hallan, no obstante ¡caso extraño! acordes casi siempre con los mantenedores de ésta, en lo relativo al alma de los animales: E. Martin y Büchner, Carus y Moleschott, Oken, Laugel, Vera, Franck, como en lo antiguo Platón, Aristóteles y San Agustín, se inclinan a la misma solución, a saber: a la destrucción completa del animal por la muerte.

     Cuán profunda brecha abre esta conformidad a la creencia en la inmortalidad del alma humana, no necesita decirse. Ciertamente, pues, que el espíritu animal y el racional difieren entre sí, no habría lugar a temer que la afirmación de la mortalidad del primero trajese consigo la del segundo, si las pruebas hasta hoy alegadas en la Psicología y en la Metafísica no descansasen las más veces en atributos y cualidades que, suponiéndose constitutivos de la esencia misma del espíritu (la simplicidad, la espontaneidad, la individualidad, la responsabilidad, la frecuente desproporción entre el mérito y la recompensa en la vida terrena (39), etc., etc.), Y no, pues, exclusivamente del humano, corresponden, por más que pueda ser diversa la medida, tanto a éste como al de los brutos. A los filósofos toca reflexionar sobre este trascendental problema.

     La opinión quizá más notable que hallamos entre los que han planteado el problema de la inmortalidad del alma animal, es la de Carus (40), opinión tanto más digna de ser aquí trascrita, cuanto que recuerda las de Platón, Aristóteles, Sto. Tomás y otros pensadores modernos, menos explícitos en sus premisas y menos lógicos en sus consecuencias. El alma -viene a decir- consta de dos elementos: uno esencial, absoluto, que persiste invariablemente en todas sus vicisitudes y mudanzas; otro accidental y relativo, que nace y muere con las influencias generales y particulares de la vida terrena que lo determinan. Las funciones superiores y fundamentales de la racionalidad sobreviven a la muerte; pero al pasar por esta inexorable transición, deja el hombre, con el despojo material de su cuerpo, la suma de sentimientos, pensamientos, aspiraciones, tendencias, relaciones. cuyo carácter enteramente individual no le estorbaría menos en su vida ulterior que la constitución material de su organismo físico: porque, lo mismo que ésta, son propios tan sólo para subsistir en aquella región bajo cuyas condiciones se han formado. El alma del hombre, que lleva en sus profundidades el sentido divino de lo absoluto, puede arrostrar la hora suprema y desprenderse de las relaciones subjetivas y sensibles; la del animal, a quien está perpetuamente, cerrado el cielo de las ideas, perece toda entera en ella, porque nada tiene que salvar; y deja libre el puesto a otras nuevas y transitorias manifestaciones de la psiquis universal e infinita.

     Y si alguien justamente alarmado quizá, recibe con prevención la doctrina del ilustre antropólogo, recordando que para él, como para Burdach y otros pensadores principalmente afectos a la dirección schelliniana y hegeliana, el espíritu, más bien que un ser fundamental, sustantivo, independiente, hermano de la Naturaleza física, con la cual se une y compenetra para formar los diversos órdenes de seres particulares en el mundo, viene a constituir una función del ser mismo, la suprema potencia del organismo real, y como la última evolución que corona la serie de la vida, desde el cuerpo celeste al hombre, dotado de la conciencia de sí propio y de la conciencia de la Divinidad; si los espíritus apegados a tradiciones que estiman como más consoladoras, repugnan, no tanto las conclusiones de Carus tocante al alma de los brutos (que creen no tener interés alguno en rechazar), cuanto las premisas en que se apoyan y la trascendencia, que indican, y vuelven los ojos a las escuelas que blasonan acérrimamente de más puro y ortodoxo espiritualismo, oigan la inapelable sentencia de uno de sus órganos más fieles y caracterizados.

     «... La existencia del alma no es... anterior a la existencia individual y al primer desarrollo del cuerpo que debe animar (41)...» «De la simplicidad del alma, tenemos derecho para concluir que ni puede nacer sino por creación, ni perecer sino por aniquilamiento Resta saber si las almas de los animales se aniquilan a la muerte de éstos; o si, privadas indudablemente (!) del recuerdo de la ,vida de donde salen, y adheridas (!) a algunos restos de materia orgánica, pueden comenzar otra vida en medio de nuevas condiciones. Sólo la primera de estas hipótesis nos parece aceptable... Por lo demás, esta es cuestión de pura curiosidad, sobre la cual no hay necesidad de tener solución cierta (!) -Bástenos saber que Dios, no sólo no aniquilará, más ni aun privará del sentimiento de la identidad personal y de la memoria de lo pasado a las almas humanas, toda vez que, para estas almas, dotadas de libertad moral, la ley del mérito y de la culpa no recibe su entero cumplimiento en esta vida; revelando también un destino ulterior en ellas su idea de la inmortalidad, su aspiración a lo infinito, todos los más nobles e imperecederos instintos de su naturaleza (42).» -Quien no se satisfaga con tales razones (43) que a lo menos nadie motejará de novedad peligrosa, será, ciertamente, descontentadizo!

     Esta grave cuestión, en el estado presente de la Psicología, nos parece que permanecerá todavía durante algún tiempo en la sombra que envuelve a tantas otras de análogo carácter, como la de la relación del alma individual con la generación, ya sexual, ya fisípara y gemmípara, o con ciertos fenómenos teratológicos (niños de dos cabezas, etc.) y patológicos (locura, idiotismo, embriaguez, delirio, alucinación, arrebato, etc.), la del sueño y otros estados análogos (44), el desarrollo de la vida psíquica en la serie de las diversas edades, desde la célula elemental al nacimiento y desde el nacimiento a la muerte, y muchas más que, por no fatigar al lector, dejamos de mencionar en este ya desabrido catálogo.

1869.

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