Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Anterior Indice Siguiente



  —[36]→     —[37]→  

ArribaAbajoMonumento de amor

Entre los proyectos de libro esbozados por Juan Ramón Jiménez hay uno interesantísimo para el conocimiento del poeta, de su admirable esposa y de las relaciones entre ambos. Se trata de las cartas cruzadas entre ellos desde que se conocieron hasta que se casaron. Este epistolario llevaría como título el de Monumento de amor, bajo el cual se publicar on en la Segunda antolojía poética, siete poemas.

La nota en que Juan Ramón resumió su proyecto, dice así:

«Monumento de amor, Epistolario y lira (cartas de Z. a mí y de mí a Z.: -Oberón y Titania) (Poemas en prosa , poesías, etc.). Comenzará con mi conocimiento de Z. Primeras esquelas, tarjetas. "¿Dónde vive usted?" El Palomar. Luego, los cantares populares cruzados por los dos en las conferencias. Luego, ya, el amor, hasta N. York.»



En otro breve apunte aclara su idea:

«Monumento de amor" y Diario de un poeta recién casado, forman como una historia de mi conocimiento de Z. hasta mi casamiento con ella en 2 libros»;



y en una lista autógrafa de su obra poética total figura Monumento de amor en el apartado Verso y prosa, a continuación de Ornato y antes de Diario de un poeta recién casado, mientras en otra relación, también de mano del poeta, se le incluye después de Flauta de ciprés y precediendo a Mi Rubén Darío. En la intención del poeta, Monumento de amor habría de   —38→   ser un libro en verso y prosa, integrado, como ya se hizo constar en la Segunda antolojía, por dos partes bien diferenciadas: Epistolario y Lira, cartas y poemas. Lo publicado hasta la fecha son los siete a que acabo de referirme, pertenecientes a la segunda parte de la obra planeada. Se recordará que en la Antolojía los poemas están dirigidos por Oberón a Titania, por Oberón a Marzo o al Amor poniente y por Oberón a sí mismo. Bajo tales nombres poéticos se designaban los dos enamorados, y no eran ellos solos quienes así se identificaban, pues en la Sala Zenobia-Juan Ramón de la Universidad de Puerto Rico hay un retrato de don José Ortega y Gasset cuya dedicatoria alude a los fantásticos personajes

«A Zenobia y Juan Ramón, labradores de inverosimilitud que pasan sobre la vida como Titania y Oberón, su amigo José Ortega y Gasset. Madrid, 5 de mayo 1917.»



En dicha Sala aún se guarda, con las anteriores, otra apuntación del poeta, primer esbozo de un índice para el libro «Monumento de amor (Estela). Cartas: de Oberón a Titania, de Titania a Oberón. Versos: de Oberón a Titania de Oberón al Ocaso, de Oberón a la Fronda, de Oberón al Viento, etc. a Noviembre.»

Titania es, desde Shakespeare, la reina de las hadas. El profesor Henry Norman, en su introducción a Midsummer Night's Dream1, dice que «el nombre aparece en Ovidio como un epíteto de Diana». En cuanto a Oberón, es el francés Auberon, rey también de las hadas. Según el citado crítico existían una o varias piezas teatrales inglesas, anteriores a Shakespeare, que trataban del personaje, pero hasta que el autor de Romeo y Julieta le llevó a la escena no puede decirse que adquiriera vida perdurable.

Acogerse a estos nombres significa voluntad de vivir en el sueño, ligarse de alguna manera al fabuloso reino de la noche, donde ininterrumpidamente destella una mágica luz de luna, a la medida de los seres que lo habitan. Soñarse Oberón es revelar entrañables deseos de transfiguración y reviviscencia;   —39→   es declarar el anhelo secreto de desplazarse a otros ámbitos, siguiendo «las secretas galerías del alma», para encontrar en ellas la pura realidad imaginada en la inquietud y el desvelo. Qué bien se comprende este afán de Juan Ramón leyendo las cartas de amor escritas por él a Zenobia Camprubí, a poco de conocerla! Vivía desviviéndose de amor, temeroso de perder lo aún no ganado, y en cuanto le rodeaba sospechaba peligro, riesgo de frustración, pues Titania, la americanita de ojos claros, se resistía a perder su identidad para convertirse en mítica imagen, y luchaba por mantener contacto con la tierra, devolviendo a ella al exaltado pretendiente.

Desde el principio, vemos a Juan Ramón soñando el amor, mientras lo vivía, y cantándolo para Zenobia y para sí. Con razón quería incluir las cartas de ambos, junto con los poemas, en el volumen dedicado a la historia íntima de su pasión. La permanente exigencia de perfección; la necesidad de atender el afán de cada día; nuevos quehaceres y mandatos de la inspiración fueron demorando la ejecución del proyecto. Otros se realizaron, mas éste, como tantos, quedó en suspenso, hasta que al quebrarse para el poeta el hilo del tiempo, se convirtió en «material» de ardua selección y ordenación. Y, es lástima, pues nadie, en verdad, puede sustituir al poeta y realizar la tarea como él la hubiera realizado. No voy a intentarlo tampoco. Sólo trato de informar al lector acerca de lo que podría ser Monumento de amor, acaso el libro decisivo para la cabal comprensión de sus protagonistas.

En otra nota autógrafa incluida entre las cartas a Zenobia, advierte el poeta:

«Cartas de Zenobia y mías. Repasar y entresacar para el Monumento de amor y romper luego todo. Conservar sólo en el libro fragmentos agudísimos y bellos que vayan componiendo vagamente la historia.»



Magnífica idea, pero ¿quién será capaz de escoger como él lo habría hecho esos fragmentos «agudísimos y bellos»? Hay en la correspondencia trozos admirables, pero admirables por la sencillez, la espontaneidad, la humanísima adhesión a la vida que revelan. Muerto Juan Ramón, es difícil y comprometido componer la obra conforme la deseaba. Parece aconsejable   —40→   realizar la selección escogiendo entre varios centenares de cartas, las que mejor respondan al deseo del poeta, siendo a la vez bellas y útiles para «componer vagamente la historia» de sus amores con Zenobia.

Todo amor es una pugna, una «conquista», y no hay conquista sin batalla, sin asedio y, al fin, rendimiento. El léxico utilizado expresa con eficaz transparencia la realidad del sentimiento en su dimensión más honda. El diálogo entre Juan Ramón-Oberón y Zenobia, renuente a convertirse en Titania, enfrenta dos seres muy distintos en temperamento y modo de ser: él soñador y contemplativo, predispuesto a la melancolía y al pesimismo; ella práctica y dinámica, alegre por naturaleza y optimista. La apasionada obstinación del poeta llegó a vencer las resistencias de la amada, haciéndola cada día más a su imagen y semejanza. El débil (en apariencia), el triste, resultó vencedor.

Pero el vencimiento fue obra de la persuasión, y no se logró hasta convencerla de que la vida en común podía ser muy feliz. Ella, con certero instinto femenino y notable penetración psicológica, caló en el corazón del enamorado y se esforzó en hacerle descender de la nube donde se hallaba instalado, obligándole a tomar contacto con la realidad. No era posible que un alma como la de Zenobia se plegara sin lucha a la voluntad de otro; parecía ceder al huracán, pero como ella misma decía en una carta a Juan Ramón, de fecha 23 de julio 1913:

«Qué es lo que pasa cuando una tormenta huracanada se desencadena sobre un bosque? Los árboles fuertes se quiebran, si no pueden resistir erguidos, los arbustos débiles se doblan con el viento y cuando ha pasado se vuelven a levantar. Esto es lo que me ha ocurrido a mí con usted.»



Hasta el fin siguió igual a sí misma, vivificado el corazón por el rescoldo de la alegría juvenil, del indomable optimismo que la permitió soportar con tanto valor la enfermedad y enfrentarse con la muerte cara a cara; pero como era natural, por contagio de la tensión juanramoniana acabó pareciéndose a él en muchas cosas y adoptando su modo de pensar en casi todas las cuestiones.

La vida es demasiado compleja para consentir interpretaciones   —41→   rápidas, unilaterales. Da margen, casi siempre, a cierta ambigüedad, y así debe ser vista la relación entre Zenobia y Juan Ramón. Atraída y enamorada, convertida a la poesía y a la fantasía, nunca dejó ella de ser quien era y quien había sido. Y esta fuerza de carácter resultó beneficiosa para los dos, pues compensó naturales imposibilidades del poeta. En diversas épocas el matrimonio luchó con dificultades de varia índole y aunque Juan Ramón fue esforzado trabajador, el problema económico tal vez no hubiera quedado resuelto sin la actividad de Zenobia, dedicada al negocio de tomar pisos en arriendo para realquilarlos amueblados, y también al comercio en pequeña escala. Era mujer de iniciativa, con dotes de comerciante y afición a rebuscar «antigüedades» y objetos susceptibles de fácil venta.

Desde la salida de España, en 1936, se dedicó Zenobia a la enseñanza, trabajando en universidades norteamericanas; Juan Ramón también lo hizo, primero ocasionalmente como conferenciante, y luego con dedicación más continuada y propiamente profesoral. Estas actividades no le cambiaron, pero quizá le permitieron comprender mejor el sentido práctico de su esposa. Siguió viviendo en el laberinto de la imaginación, en el mundo de la poesía y la soledad ensimismada, pero, al mismo tiempo, paradójicamente, sintió el placer de hablar y ser escuchado por estudiantes ávidos de oír su palabra, el gusto de exponer, en el aula, teorías y recuerdos. Zenobia y las circunstancias le atrajeron a otro género de vida, más abierto, y comprobó que de él no se derivaba perjuicio alguno para la creación artística. Habitaron su propio universo, pero en constante comunicación con el exterior; Zenobia mantuvo abiertas las puertas y le hizo pasar por ellas a menudo. En el equilibrio de temperamentos y actitudes estuvo el secreto de su felicidad, pues fueron dichosos largas temporadas, cuando enfermedades de uno y otro no les preocupaban. La canción susurrada por Zenobia, al punto de la muerte, cuando la informaron de la concesión del premio Nobel a su marido, dice claramente cuáles eran sus temores y preocupaciones, aun en ese trance.

La primera parte de la relación amorosa entre Zenobia y Juan Ramón puede resumirse en un breve poemilla de Monumento de amor:

  —42→  

«Dejo correr mi sangre,
para que te persiga...
No esperes a que salga
la última gota, para hacerte mía!»



El poeta impaciente, anhelante, inquieto, desea transformar a la amada y apropiársela. Pero no siempre los enamorados son clarividentes, y la táctica de presión incesante y dolorido sentir no era la adecuada para que la muchacha cediera. La reiteración de la melancolía, la insistencia en la actitud de tristeza chocaba con el ánimo, poco predispuesto a ella, de la animosa «americanita», cuya vitalidad extrañaba las murrias y preocupaciones del solicitante. El diálogo va declarando diferencias, y también, aun cuando no destaquen tanto, comunidad de aficiones, simpatías y la honda corriente de comprensión que poco a poco les acerca y une.

A quienes les conocieron después de casados, cuando la armonía entre ellos era tan cabal como puede serlo la del matrimonio mejor compenetrado, les sorprenderá comprobar que en el camino hacia la comprensión hubieron de vencer dificultades; sortear escollos; pero el fenómeno no sólo es natural sino deseable, pues así fueron poniéndose en claro y eliminando o superando obstáculos que, de otra suerte, pudieron poner en peligro su felicidad. Las primeras cartas son las más útiles para mostrar cuán dispares eran sus firmantes; en ellas se muestran según son y no hay documento alguno capaz de ilustrar más exactamente las relaciones entre ellos. El tono jovial de Zenobia, sus bromas (por lo general mal acogidas por Juan Ramón) y su desnuda franqueza se manifiestan desde el principio.

Sincera siempre, no recata su parecer, ni lo resguarda tras las usuales barreras y eufemismos. Cuando (por citar un ejemplo) opina de Laberinto, dice sin rodeos que no le gusta. Y es curioso comprobar cómo se mantuvo fiel a la impresión juvenil, pues en 1953 o principios del 54 le pedí un ejemplar de esa obra (guardaba varios en el cuartito archivo de Floral Park) y su contestación no pudo ser más tajante y expeditiva: «Y para qué quiere usted un libro tan malo?» Protesté: recordé la Carta a Georgina Hübner en el cielo de Lima, el poema A Antonio Machado y varios más, y ella calló como   —43→   asintiendo tácitamente. Pasaron semanas, meses, y nunca me dio el ejemplar solicitado. Juan Ramón pensaba -o pensó algún tiempo- como su mujer, pues hallándose en Estados Unidos sacó de la Universidad de Maryland el ejemplar de Laberinto conservado en la Biblioteca y jamás lo devolvió, poniéndole en la segunda hoja una nota que dice: «Este libro de mi peor época juvenil es muy malo y no debe leerse. - Juan Ramón Jiménez, 1945.»

Cuando Zenobia cuenta, gentes y lugares aparecen con singular plasticidad y frescura; a través de sus palabras sentimos la presencia, el bulto vivo de los seres y la animación de las escenas. Dos palabras le bastan para caracterizar a una persona, para reflejar lo esencial de un diálogo. Si todas sus cartas están escritas con gracia, en las primeras el buen humor desborda los cauces epistolares y se ve el júbilo vital de un alma clara y juvenil para quien el mundo es bueno y habitado por personas con quien resulta grato convivir. Y en ese júbilo connatural no había frivolidad, como Juan Ramón insinuaba, sino adhesión a la diversidad y a las complejidades de lo real y actitud de simpatía hacia los hombres, que le permitía entenderlos y quererlos según eran, sin empeñarse en reformarlos.

El tono de Juan Ramón es distinto, pero igualmente auténtico y expresivo de su personalidad. Escribe con hondura y sentimiento y la tristeza que reiteradamente asoma a las cartas es la del enamorado no correspondido. Al principio Juan Ramón ama y Zenobia no: esto explica la diversa actitud del uno y la otra, pero además por debajo está latente la aguda diferencia en los temperamentos. En cierta carta puede verse cómo responde el poeta a los reproches de Zenobia contra Laberinto, arguyendo con claras razones y confesando esa tristeza de la carne que fue, para algunos poetas, el signo o uno de los signos definitorios de la época.

Cuando se deja contagiar por la naturalidad de Zenobia, se le siente tranquilo; escribe con sencillez y es narrativo sin complicaciones. Algunas cartas, escritas desde Moguer, le muestran sereno y animoso, participando humanísimamente en la vida cotidiana. Señalo, por considerarlo de interés biográfico, el punto relativo a la rapidez con que la madre del poeta adivina los sentimientos de éste; una de las cartas revela   —44→   la identificación entre ella y el hijo. Recuérdese que Juan Ramón nunca se consoló de la pérdida de su madre; al final de su vida la buscó entre quienes le rodeaban y, por un curioso proceso de transfiguración, llamaba así a la enfermera encargada de asistirle.

Otras cartas se refieren al pleito entre la familia Jiménez y el Banco de España; acerca del asunto, Juan Ramón en carta a Caracola, abril 1954, dijo:

«Cuando, por error grave, reconocido por don Eduardo Dato, defensor de mi familia ante el Supremo, en un pleito ganado en Sevilla, el Banco de España "que nunca se equivoca", según declaró, cínico, su defensor, decretó la ruina de todos nosotros como herederos de un capital embargado, y se incautó de todo lo nuestro; las casas del pueblo; las del campo: Sabariego, de mi hermano; Fuentepiña, que me regaló mi tío padrino; Montemayor, la finca más hermosa de Moguer, que era de mi hermano mayor; de las cuatro bodegas, sueño dorado mío por sus huertos y corrales, el Diezmo Viejo, la Ilascuras, la Castellana y el Molino de Coba; y las viñas, olivares y pinares por donde discurrió tanto a pie o a caballo mi apartamiento embelesado...»



En las cartas del verano de 1914 hay mayor intimidad, mayor confianza y, sin ser todavía de novios, están escritas con acento más entrañable que las primeras. A Juan Ramón le notamos seguro de sí y del amor de Zenobia, confiado en el futuro y lleno de proyectos; las traducciones de Tagore y otros trabajos realizados en común sirvieron para unirles y les permitieron ver cuántas cosas podían hacer juntos.

Zenobia veraneaba todos los años, con su madre, en Burguete, pueblecito navarro pintoresco y acogedor. En las cartas del verano 1915 podemos comprobar cómo el practicismo de Zenobia ligó con el sueño juanramoniano; sorprendemos al poeta haciendo cálculos, computando eventuales ingresos y exponiendo a su prometida las utilidades que su trabajo puede reportarle (y en tal exposición no parece pesimista). El éxito de La luna nueva, cuya primera edición se vendió rápidamente, le causa verdadera euforia, pues a través de él cree descubrir el mejor camino para llegar con la deseable rapidez al matrimonio. Pues a su impaciencia oponía Zenobia cifras y razones económicas que sólo podían rebatirse con argumentos   —45→   de igual clase. Gracias a esta correspondencia se entenderá mejor cuánto significó la admirable mujer en la vida del poeta, y se le verá humanísimo, haciendo el cadete como un muchacho, celoso a ratos, buscando ocasión para conversar con ella... Se advertirá también que no vivía aislado como algunos piensan, sino dentro del mundo de la amistad y el trabajo. Así se desmoronará un poquito más la leyenda del Juan Ramón encastillado, del Juan Ramón recluso voluntario dedicado a pulir y limar; una y cien veces sus poemas. Como alguna vez me dijo, si en cierta ocasión tuvo que aislarse fue para poder trabajar cuando su mala suerte le deparó como vecinos gente, ruidosa y alborotadora. Y no tanto lo hizo para trabajar en lo suyo como para dedicarse a la harto prosaica tarea de corregir pruebas de imprenta para el editor Pueyo, con quien a la sazón trabajaba.

No quiero extenderme demasiado, mas hay un par de cosas que conviene destacar. La primera es el párrafo de una carta donde dice:

«¡Qué día tan bello hace, Zenobia! Está usted en todo él, en el sol de oro, en el aire fresco, en el canto de los pájaros que aquí mismo sobre mí, se cuentan no sé qué chismes bulliciosos y alegres.»



No es arriesgado relacionar estas líneas con el poema titulado «El tesoro», de Jardines lejanos:



Cuando la mujer está,
todo es, tranquilo, lo que es
(la llama, la flor, la música).

Cuando la mujer se fue
(la luz, la canción, la llama)
¡todo! es, loco, la mujer.



Los poemas de Jardines lejanos, escritos en 1903 y 1904, preceden diez u once años a la carta; por lo tanto la frase citada es reminiscencia del verso. Vale la pena comparar una y otro: «está todo» en el día, equivale a «está todo» en el ambiente, del poema; «el sol de oro» equivale a «la llama»; «el canto de los pájaros» a «la canción», y «el aire fresco»   —46→   a «la luz». El paralelismo resulta evidente y muy expresivo de los juegos subconscientes de la memoria.

En otra carta, a propósito de las traducciones de Tagore y otros dice Juan Ramón:

«Yo quiero que, en el porvenir, nos unan a los dos en nuestros libros. Así viviremos «aquí» siempre. ¿No te da esto alegría, dí? Que el nombre tuyo y el mío se fundan en la boca que los pronuncie, cuando ya no existamos en esta vida ¿verdad?»



Tal deseo, expresado en setiembre de 1915, resultó profético, pues el tiempo unió indisolublemente sus nombres, y en algunos aspectos de su vida y trabajo no se sabría precisar con exactitud lo que cada uno debe al otro.

La correspondencia entre ellos dilucida un punto que, en verdad, hace tiempo había dejado de ser cuestión para los informados: me refiero a la participación, sin duda considerable, de Juan Ramón en las traducciones de Tagore firmadas por Zenobia. El problema aparece claro en la carta recién citada, donde consta:

«Todas las traducciones que hagamos de cosas bellas, las firmarás tú. Luego, has de hacer algo original, ¿verdad»



Y todavía más explícitamente en otra de Zenobia, quien refiriéndose a un libro de Tagore, le dice:

«Es una vergüenza que yo le haya dejado poner mi nombre porque es sencillamente robarme una cosa preciosa que usted ha hecho, pero ya se lo diré a todo el mundo.»



La lectura del resto de la correspondencia informa con suficiente pormenor acerca de cómo se inició la colaboración para esas traducciones: Zenobia traducía del inglés y Juan Ramón corregía el texto y le daba la forma en que actualmente lo leemos. En épocas ulteriores, cuando ella dominaba bien la expresión en español, la intervención de su marido tal vez fuera menor, más, según se deduce de la frase últimamente transcrita, al comienzo corrió a su cargo lo esencial. El hecho, como digo, era conocido, y en alguna bibliografía, como la excelente preparada por Olga Blondet y Donald F. Fogelquist para la Revista Hispánica Moderna (abril-junio, 1958) y en   —47→   la de Graciel a Palau de Nemes se hace figurar a Zenobia y a Juan Ramón como traductores de la obra de Tagore, aunque así no conste en la recientemente publicada en la colección Premios Nobel, de la Editorial Aguilar, de Madrid. Hay, sin embargo, ediciones donde consta la colaboración de los esposos. Para citar un ejemplo, en la página cuatro de El cartero del rey, cuarta edición de 1922, impresa en los «Talleres poligráficos», Madrid, dice: «Traducción Zenobia Camprubí de Jiménez y Juan Ramón Jiménez, según el texto inglés, escrito y revisado por el propio autor.» Y en el proyecto de Obra escogida de Rabindranaz Tagore, para la Editorial Aguilar2, en la cubierta y portada (con anotaciones autógrafas de Juan Ramón) reza: «Traducción de Zenobia Camprubí Aymar», mientras al frente de la lista de libros incluidos se repite la indicación copiada de la edición de 1922, sin otra variante que hacer figurar a Zenobia con dos apellidos, en vez de con el primero y el de su marido, como en aquélla.

El problema de ordenar y fechar las cartas ha de resolverse teniendo en cuenta los datos proporcionados por ellas mismas, pues salvo las escritas por Zenobia desde Burguete, casi ninguna tiene otra indicación que la del día de la semana en que se redactó. Sirven de guía las alusiones de Juan Ramón a sus trabajos, cambios de domicilio y detalles de otro tipo, como cuando habla de la «segunda primavera nuestra», refiriéndose, naturalmente, a la segunda primavera vivida por los enamorados desde el momento de conocerse. Ahora bien ¿cuándo se conocieron? ¿En 1912, como afirma Graciela Palau3 y, siguiéndola, Francisco Garfias4? ¿O, algo más tarde, ya en 1913?

Según la señora Palau, Zenobia y Juan Ramón fueron presentados en el otoño de 1912, con ocasión de una conferencia acerca de La Rábida pronunciada en la Residencia de Estudiantes, entonces instalada en la calle de Fortuny, Madrid. El moguereño estaba interesado, como es lógico, por cuanto se   —48→   refería a ese lugar de su entrañable paisaje andaluz, y Zenobia, por su parte, había vivido en el histórico Monasterio tres años antes, siendo su padre ingeniero jefe del Puerto. En 1909 -¿ó 1910?-, hallándose los Camprubí en La Rábida estuvieron a punto de conocer a Juan Ramón, que acompañaba al pintor Sorolla en su visita a los jardines del lugar. Les invitaron a detenerse un momento, pero el encuentro se frustró por lo avanzado de la hora, retrasándose hasta que movidos por análogo interés coincidieron en el Salón de conferencias de la Residencia. Allí comenzó una amistad que, en cuanto al poeta, bien puede llamarse amor a primera vista; según Graciela Palau, que recogió las confidencias del matrimonio, al cabo de dos horas de conversación Juan Ramón le declaró su amor a Zenobia.

La relación de la Sra. Palau parece exacta, en el conjunto y en los detalles, pero en cierta carta inédita de Juan Ramón advierto una indicación contraria a la fecha apuntada por los mentados biógrafos. «Cuando la conocí a usted -le dice a Zenobia- acababa de dar dos libros, Laberinto el último». Y Laberinto no se publicó hasta 1913. Si aceptamos como irrebatible esta prueba, será preciso retrasar la fecha hoy admitida. Tal vez «dar» un libro no equivale aquí a publicarlo, sino a entregarlo a la imprenta, y siendo así se podría aceptar en todas sus partes la versión difundida. Pero tampoco he visto ninguna carta fechada en 1912, o que por su contenido pueda deducirse corresponde a tal año.

Escribí a Graciela Palau pidiéndole información sobre el caso, y en su amable respuesta me dijo, entre otras cosas, lo siguiente:

«Cuando los Jiménez vivían en Maryland, cerca de mi casa, por invitación de ellos yo les visitaba a menudo (entre 1947-1951). Yo iba siempre pertrechada de lápiz y libreta porque entonces me preparaba para la licenciatura y Juan Ramón me ayudaba en mis asignaturas. A veces se ponían nostálgicos y hablaban de sus vidas particulares; entonces salían a relucir muchas cosas: su encuentro, el noviazgo, la oposición de los padres de Zenobia. Una de las cosas que Juan Ramón dijo entonces y que yo apunté fue que había conocido a Zenobia cuando él tenía 30 años y Zenobia dijo (y lo apunté también) que ellos se habían conocido cuatro años antes de casarse. Con estos detalles colegí   —49→   la fecha de 1912, y al tratar de comprobarlo concordó con otros...»



Juan Ramón había nacido el 25 de diciembre de 1881, y como concluye mi gentil corresponsal: «cumplió los treinta en diciembre 1911 y los tuvo todo el año del 12». El razonamiento es correcto y los datos de primera mano, pero en definitiva la cuestión queda pendiente de comprobación más rigurosa (que no me es posible realizar ahora). Y no será difícil aclararla por completo.

En una entrevista con Julio Rivera, publicada en el suplemento sabatino de El Mundo, San Juan de P. R., declaró Juan Ramón con referencia a sus relaciones con Zenobia: «nos conocimos en el 1913».

El matrimonio, como es sabido, se celebró el jueves 2 de marzo de 1916, en la iglesia católica de St. Stephen, en Nueva York. El parte de boda lo enviaron los padres de la novia, don Raimundo Camprubí y doña Isabel Aymar de Camprubí. Viajaron por Estados Unidos (Boston, Filadelfia, Washington...) y en luna de miel padeció Zenobia una infección gripal, según consta en carta conservada en la Universidad de Puerto Rico. El 7 de junio embarcaron de regreso para España, instalándose en Madrid. En un artículo rememorativo, publicado dos años antes de su muerte, contaba Zenobia que al salir de la alcaldía de Nueva York, adonde habían ido a recoger documentos, necesarios para el matrimonio, tropezaron con un «rollizo policía irlandés», que «con el índice en alto nos amonestó: "You'd better look out! It's easier to get in than to get out!" (¡Ojo!¡Es más fácil dar con la entrada que con la salida). ¡Después de 38 años todavía no la hemos encontrado!»5.

El matrimonio vivió siempre en perfecta armonía; su relación no tuvo intercadencias ni desniveles. Zenobia, como he dicho en el capítulo anterior, no sólo fue esposa sino a la vez madre, colaboradora, secretaria, agente de negocios, enfermera y chófer de su marido. ¡Qué incansable actividad! Sobre ocuparse, según indiqué, de su pequeño comercio y de los pisos amueblados por ella cuyo alquiler contribuyó a reforzar sustancialmente   —50→   la economía familiar, ayudó al poeta en sus trabajos, poniendo en limpio, una y otra vez, con paciencia admirable, los textos; escribiendo a máquina cartas de que él le entregaba borradores poco legibles, o le dictaba, y aún encontró tiempo para realizar versiones de Tagore y escribir largas y detalladas epístolas a numerosos corresponsales. A temporadas llevó un diario y en él registraba con detalle acontecimientos, reacciones y hasta pensamientos de su marido y de ella, y con frecuencia participó en la vida social, cumpliendo compromisos que Juan Ramón prefería rehuir.

Cuando estaban separados se escribían a diario y a menudo. En los últimos años Juan Ramón lo hacía dos o tres veces al día; y a su vez Zenobia, cuando obligada por la enfermedad se desplazó tres veces a Estados Unidos (a finales de 1951 y en julio y setiembre de 1956), con el fin de que en ningún caso le faltaran noticias suyas, dejaba a Nemesia, la fiel sirvienta puertorriqueña, una porción de cartas numeradas para que, según esa numeración, fuera entregándole una cada día. Y esto no impedía el que desde el hospital siguiera escribiéndole, para mantenerle animoso y consolado, como si ella, condenada a morir, debiera confortarle a él. Antes de emprender viaje dejaba escritos los sobres para las cartas que él había de enviarla a Estados Unidos. Detalles demostrativos de la solicitud y el cariño con que hasta el final se ocupó de evitar a su marido trabajos y contrariedades, siquiera mínimos.

En una tardía esquela de Juan Ramón, no sé si de 1951-52 o de 1955, cuando Zenobia estaba en Boston, hallo un patético grito del alma:

«No puedo vivir sin verte, ni oírte. ¡No puedo! Mi pobre alma miserable y oscura para la tuya, de oro y gracia.»



Y en otra, de la misma época a juzgar por el papel empleado y por los rasgos de la escritura, añade:

«¡Qué soledad! ¡Vivir sin tus paseítos, tu voz, tus pobres quejitas de noche, tan dulces a pesar de tu dolor! ¡Santa Mártir, sólo tú como tú! ¡Todo mi pobre corazón para ti!»



Zenobia murió el 28 de octubre de 1956, a los tres días de haberle sido concedido el Premio Nobel al poeta. Cayó éste   —51→   en depresión de la que nada parecía poder arrancarle, pero hospitalizado al fin, bajo los cuidados del doctor Fernández Marina y de la enfermera doña María Emilia Guzmán, fue restableciéndose y poco a poco volvió a la vida. Comenzó a visitar tres o cuatro veces por semana la Sala que lleva su nombre en la Biblioteca General de la Universidad de Puerto Rico. Después de leer su correspondencia, solía pedirle a Raquel Sárraga, encargada de la Sala, que le enseñara retratos de Zenobia, los artículos publicados al morir ella y otras cosas. Le gustaba oír la cinta magnetofónica en donde quedó registrada la voz de su mujer leyendo el capítulo de Platero y yo titulado La Púa, y una vez pidió ver la mascarilla sacada al cadáver. Como se emocionaba demasiado, el médico sugirió que se evitaran las ocasiones que pudieran producirle trastornos, y siguiendo su recomendación se procuró apartarle de recuerdos que tanto lo dolían.

Por entonces indicó que deseaba escribir algo (sin precisar si se trataba de un libro, un poema o trabajo de otro carácter) y pidió a Raquel Sárraga que le ordenara las cartas escritas por Zenobia en 1951-52, cuando el primer viaje a Boston, pero una vez que así se hizo leyó varias páginas y dijo: «¡No puedo, no puedo!», suspendiendo la lectura para continuarla en otra ocasión. Posteriormente volvió a hojearlas dos o tres veces, pero sin llegar a escribir nada, ni a tomar una nota. Poco después se cayó en el sanatorio de Hato Tejas, donde vivía, y se fracturó el cuello del fémur, no volviendo más a la Sala. Murió de bronconeumonía el 29 de mayo de 1958.



  —[52]→     —[53]→  

ArribaAbajoRelaciones entre Antonio Machado y Juan Ramón

Entre Juan Ramón Jiménez y Antonio Machado, aun siendo tan distintos, las diferencias eran menores que las coincidencias. Desde muy pronto se estableció entre ellos una relación cordial. Ambos eran andaluces, pero procedentes de lugares y grupos sociales distintos. Juan Ramón era de Moguer y pertenecía a una familia de negociantes prósperos; Antonio Machado nació en Sevilla y su padre vivía en situación poco holgada; por intentar mejorarla pasó a Puerto Rico, donde enfermó y hubo de ser repatriado a España para morir.

Juan Ramón, de niño, fue mimado por sus padres, quienes favorecieron su vocación tan pronto como se manifestó. Cuando llegó la hora de escoger carrera el padre quiso que estudiara la de Derecho, pero sin gran convicción, pues en cuanto el chico, al sufrir el primer fracaso, mostró deseos de abandonar los estudios para dedicarse a las letras, nadie objetó seriamente este propósito. Antonio Machado, en cambio, estudió carrera y para vivir, siquiera modestamente, hubo de acogerse a las inevitables oposiciones y constituirse en catedrático de francés, primero en Soria, luego en Baeza y por último en Segovia.

Es sabido también que Juan Ramón encontró siempre quien le cuidara. En la etapa juvenil de su estancia en Madrid, el doctor Simarro le tuvo a su cargo en el Sanatorio del Rosario, y al morir su esposa le llevó a su casa y le albergó en ella durante más de dos años. A partir de 1916, y durante cuarenta años, tuvo en Zenobia Camprubí Aymar mujer abnegada, que   —54→   desempeñó también funciones de secretaria y chófer, cuando hizo falta. Machado no tuvo suerte en el matrimonio. Casó en Soria con la joven Leonor Izquierdo, quien enfermó a poco de casada y murió pronto, dejando a don Antonio triste, envejecido y solo. Aunque esa soledad fuera aliviada, más adelante, por la Guiomar de sus últimos versos, entre uno y otro amor vivió larga etapa de soledad en tres pueblos españoles.

Fue don Antonio provinciano por necesidad y universal por vocación y destino. En la universalidad coincide con Juan Ramón, y de ello tuvo lúcida conciencia, pero no en el provincianismo, ni siquiera en el castellanismo, pues el segundo discrepaba instintivamente de estas aproximaciones a lo tradicional y castizo de la patria.

El castellanismo le parecía a Juan Ramón tentación condenable, por cuanto implicaba de limitación y sujeción a un tradicionalismo de corto vuelo poético, y, según podrá verse en sus cartas, Antonio Machado no ignoraba que su mejor poesía era otra. Lo mejor de ambos está en la poesía que pudiéramos llamar interior, pues como Rubén Darío dijo a Juan Ramón, «iban por dentro». No sería difícil reunir en un volumen poesías de los dos reveladoras de esa sustancial afinidad.

No parece menos intensa la dedicación a la poesía del uno que la del otro, pues aunque en apariencia la de Machado fuera menos exclusiva, por dedicarse a sus clases y a otros trabajos, en verdad su fervor en nada cedía al del amigo. Rafael Alberti escribió: «Si Antonio Machado era el hombre alejado y perdido en provincias, Juan Ramón Jiménez es el hombre alejado y perdido en un piso. Su vida se desenvuelve en la monotonía de un bienestar burgués. Su tiempo se le ha pasado mirando las madreselvas, los malvas y los verdes del crepúsculo. Su encierro voluntario, con salidas momentáneas al mar, es la consecuencia de la vida española tirante y agria en los finales de la monarquía. No quiere enfrentarse con ella, como Lope hizo. La rehuye y, al rehuirla, él y los que como él hicieron, nos escamotearon una interpretación de varios años de historia de España. -Punto de partida de mi generación son estos dos poetas»6.

  —55→  

Este párrafo de Alberti fue comentado por Juan Ramón «Es verdad» -anota- y más adelante: «Aquí Alberti es honrado. Dice las cosas como son. Me gusta esta clase de crítica. Odio al adulador impenitente y lo desprecio».

Y en verdad, según apunta el autor de Sobre los ángeles, ellos dos y Unamuno fueron punto de partida para la nueva poesía. Don Antonio siempre con acento menos «moderno», lo que no quiere decir menos actual y permanente, mientras en Juan Ramón la voluntad renovadora se hizo más fuerte conforme pasaban los años. Hay en ellos una profunda inclinación a utilizar los símbolos como medio de expresión lírica, y, aunque con inflexión diferente, se mueven con desembarazo por el terreno de lo simbólico. Es natural, dada la inclinación interiorizante acabada de subrayar.

La mutua estimación es buen fundamento para la amistad. Estimarse antes de conocerse es excelente manera de entrar en relaciones, y así ocurrió en este caso. Cuando se conocieron personalmente, ya se habían leído y reconocido. Como veremos en seguida hay pruebas inequívocas de ese reconocimiento y de la estimación consiguiente. Tal vez en el primer momento les acercó una similitud de carácter que no verán los distraídos: los que sólo se fijen en el atuendo distinguido del uno y el desaliño del otro; en la actitud, algo alejada, de aquél y en la bondad operante de éste. Pero a lo que hay que atender es al idéntico arraigo de la vocación; a la autenticidad; al lirismo soterrado y hondo que dice en pocas palabras lo sustancial de los sentimientos. En la poesía descubrieron la similitud de éstos y se reconocieron semejantes en nostalgia, vaga tristeza, amor a la naturaleza y sensibilidad hacia cuanto fuera bello, misterioso y profundo. Pues son dos poetas del misterio. Rubén lo dijo, esta vez de Machado, pero aquí también el calificativo puede ser aplicado a los dos.

Traen el mismo camino. Vienen de Bécquer y de Rosalía; les atrajo un momento Rubén Darío y luego siguieron cada cual su vía, sin titubeo, sin dejarse desviar por influencias ni modas. Crearon su poesía desde sí mismos y en lo mejor de   —56→   ella está lo mejor de ellos: el fervor y la penetración en las galerías del alma.

Su amistad comienza en 1902. Cuando Juan Ramón fue a Madrid en la primavera del año 1900, los hermanos Machado no estaban allí. Se hallaban en París trabajando para la Casa Garnier y no volvieron a España hasta después del regreso de Juan Ramón a Moguer. En el primer viaje a la Corte del que iba a ser «andaluz universal», su acompañante y mentor fue Francisco Villaespesa, quien más adelante se ocupó de la impresión de los primeros libros juanramonianos: Ninfeas y Almas de violeta.

Juan Ramón pasó por Madrid en mayo de 1901, camino de Francia, y un año después, tras la estancia en el Sanatorio de Castel d'Andort, en Le Bouscat, se instaló de nuevo en el Sanatorio del Rosario, calle Príncipe de Vergara, de Madrid, en un lugar que entonces era casi campo.

En ese momento comienzan a visitarle varios poetas y escritores, en su mayoría de su misma edad, deseosos de relacionarse con quien ya en aquellos momentos aparecía como figura destacada de la joven poesía.

«Ya estaban en Madrid los Machado -cuenta Juan Ramón-, mayores que nosotros en edad y en todo, firmes sostenes de la poesía nueva.»



Cansinos-Asséns ha publicado una curiosa versión de una de estas visitas al Sanatorio del Retraído (como Juan Ramón decía). En esa página encuentro una interesante versión de cómo vivían los Machado, y me parece vale la pena recogerla. Cuenta Cansinos:

«El domingo pues, un domingo soleado de invierno, un verdadero domingo, dirigime a casa de los Machado, donde era la primera vez que entraba. Vivían los Machado en el segundo piso de un gran caserón viejo y destartalado, con un gran patio lóbrego, donde el sol se perdía y el frío del invierno se encontraba de pronto. Volvía a recuperarse el sol al entrar en la gran sala cuadrada, con balcón a la calle, tan anegada en claridades cristalinas que al principio deslumbraba y no dejaba ver. Voces juveniles y efusivas me acogieron. Ya estaban allí todos, es decir, Villaespesa, Antonio de Zayas -duque de Amalfi (¡un duque!), el poeta diplomático de Joyeles bizantinos- y Ortiz de Pinedo,   —57→   un joven poeta, aún todo en blanco, cual yo mismo. Uno de los Machado, creo que Antonio, en mangas de camisa, se estaba acabando de afeitar ante un trozo de espejo, sujeto en la pared, como los que se ven en las carbonerías. La habitación destartalada, sin muebles, salvo algunas sillas descabaladas, con el suelo de ladrillo, salpicado de colillas y las paredes desnudas, tenía todo el aspecto de un desván bohemio. Eran tan pocas las sillas, que algunos permanecían de pie. Allá dentro, tras una puerta lateral, sonaban voces femeninas. El sol, un verdadero sol de domingo, era el único adorno de aquella habitación que parecía una leonera de estudiantes. El sol y el buen humor juvenil»7.



El contraste entre los medios más bien bohemios en que se movían los Machado y el ambiente aséptico, silencioso y hasta elegante en que vivía Juan Ramón, es destacado por Cansinos, quien subraya igualmente el contraste entre las maneras de buen tono del poeta moguereño y «la efusividad popular de Villaespesa». Pero el dato más importante de cuantos comunica el cronista es el relativo al diferente interés que Juan Ramón prestaba a unos y otros visitantes: «Su atención -dice- se dirigía más bien a los Machado; sobre todo a Antonio, grave y discreto.» Después que Juan Ramón les leyó unos versos, Antonio Machado le dijo: «Tiene usted la flauta de Verlaine»8.

Tales fueron los comienzos de una relación, no sólo literaria, sino personal, entrañable y viva. La admiración mutua fue base duradera y sólida de esta amistad. Ya había recibido Juan Ramón Jiménez muestra de aquélla, pues con motivo de la publicación de Ninfeas, Antonio Machado le había dedicado un poema que hasta la fecha no he logrado encontrar, pero al cual se alude en una nota biográfica conservada en la Sala Zenobia-Juan Ramón de la Universidad de Puerto Rico. En otra nota, puesta a máquina y unida a las carpetas que Juan Ramón rotuló «Críticos y líricos de mi ser», consta lo siguiente:

«Antonio Machado me escribió otros dos poemas, uno sobre Ninfeas y otro sobre Jardines lejanos, que se publicó en el número   —58→   antolójico de la revista Renacimiento, Madrid, 1908, dirijida por nuestro fervoroso Gregorio Martínez Sierra. El 1º ha seguido inédito hasta ahora. Espero poder publicarlo en otros volúmenes de Vida como los de Rubén Darío9 y los de otros poetas y críticos, amigos y enemigos, que ahora no sé quién los tiene»



El 16 de marzo de 1901 había comenzado a publicarse en Madrid la revista Electra, en la que, según creo, por vez primera la generación modernista hacía acto de presencia colectiva, sin someterse a la dirección de sus mayores. Apostillando la copia mecanografiada de una carta de Jacinto Benavente, en que le dice: «En Electra tengo el gusto de leer composiciones suyas», Juan Ramón escribe:

«La revista Electra la hacía Francisco Villaespesa con los Machado que acababan de volver de París y a quienes yo no había tratado aún. Yo estaba entonces en Moguer, de vuelta de mi primer viaje a Madrid. En Electra dieron Manuel y Antonio Machado versos suyos antes de publicar sus libros Alma y Soledades, y yo algunos poemas como La canción de las niñas y unos sonetos alejandrinos, muy influido todo por Rubén Darío, que no recogí nunca en libro.»



Recuérdese que es en mayo de 1901 cuando Juan Ramón pasa a Francia, y Electra empezó a publicarse el 16 de marzo del mismo año. El último número de la revista es el nueve, correspondiente al 11 de mayo. La publicación era semanal. Se publicaron en ella, efectivamente, varios trabajos de Juan Ramón Jiménez: Las niñas, anunciado como del libro en prensa Besos de oro; Mística; Paisaje del corazón y Mística, segunda poesía con el mismo título. De Antonio Machado aparecieron varios poemas sin título, bajo la rúbrica genérica Los poetas de hoy; Del camino. Entre los restantes colaboradores figuran: Villaespesa, Maeztu, Unamuno, Salvador Rueda, Baroja, Valle Inclán, Manuel Machado y Azorín, que entonces firmaba todavía José Martínez Ruiz.

En 1903 publica Antonio Machado su primer libro: Soledades, y en él encontramos un Nocturno, dedicado a Juan   —59→   Ramón Jiménez, y más tarde no incorporado al tomo de Poesías completas. Dámaso Alonso lo recogió en un artículo aparecido en el número de Cuadernos Hispanoamericanos dedicado a Machado10. Aquel libro fue comentado por Juan Ramón Jiménez en un artículo que apareció en El País, 1903. Pero, además, en el ejemplar de Soledades que perteneció a Juan Ramón (y que aparece muy subrayado por mano del poeta) figura en la antepenúltima página una nota autógrafa de Juan Ramón que dice así:

«Es consolador que en estos tiempos de «concursos poéticos» de El Liberal se publiquen libros como éste. Y sin embargo, ¡con qué desdén mirarían a Antonio Machado los señores Balart, Zapata y Blasco y los poetitas premiados por esos buenos señores, si se encontraran en su camino! Lo que yo no concibo es que la gente sea tan bruta. Me regocijo íntimamente pensando en la desdeñosa sonrisa de Zapata al leer este libro.»



Como el lector podrá comprobar cotejando estas líneas con el comienzo del artículo publicado en El País, Juan Ramón repite sustancialmente en el texto impreso lo apuntado en la nota autógrafa.

1903 es también el año de Arias tristes, publicado por la librería de Fernando Fe, en Madrid. Y a su vez Antonio Machado publicó en El País un comentario extenso, sin duda de los más sagaces que se dedicaron a esa obra de Juan Ramón Jiménez. Me parece exacta su apreciación de que:

«Ese libro es la vida que el poeta no ha vivido, expresada en las formas y gestos que el poeta ama. Así, tal vez, quisiera vivir el poeta.»



La clarividencia de ambos se revela ostensiblemente en los dos artículos citados, muy distintos, por la penetración y el tono de sinceridad con que están escritos, a los que en trances tales suelen dedicarse los escritores primerizos, en legítimo esfuerzo de mutuo apoyo.

  —60→  

En 1903 comienza a publicarse la revista Helios, de que fue animador prominente Juan Ramón Jiménez11. Nacía bajo la dirección conjunta de cinco escritores, que por el orden con que aparecen sus firmas en el artículo inicial eran los siguientes: Pedro González Blanco, Juan Ramón Jiménez, Gregorio Martínez Sierra, Carlos Navarro Lamarca y Ramón Pérez de Ayala. En el primer número se publicaron cinco poemas de Juan Ramón, correspondientes a Arias tristes, y una reseña de Peregrinaciones, de Rubén Darío; en el segundo y sucesivos siguen apareciendo trabajos del poeta moguereño y en el cuarto comienza la colaboración de Antonio Machado, con los cuatro poemas siguientes: El poeta visita el patio de la casa en que nació; El poeta recuerda a una mujer desde un puente del Guadalquivir; El poeta encuentra esta nota en su cartera; Y estas palabras inconexas. En este fascículo se incluye una breve reseña anónima de Soledades, que es de Martínez Sierra, autor de la inserta a continuación, pues seguían el sistema   —61→   de no firmar sino una vez cuando dos notas seguidas son de la misma pluma12.

En las cartas de Antonio Machado se podrá comprobar que era Juan Ramón el receptor, y probablemente el solicitante de los originales machadianos.

En el número ocho de la revista se publicaron nuevos poemas de Machado, y de los más hermosos por cierto. Entre ellos figura: Y era el demonio de mi sueño y Desde el umbral de un sueño me llamaron. En el número once, aparecido en febrero de 1904, volvemos a encontrar poesías suyas. Es un grupo de cuatro: dos Impresiones de otoño: Campo y A un viejo y distinguido señor, y dos Galerías; Arte poética y Los sueños. Alguno de estos poemas no fue incorporado por Machado al tomo de Poesías completas y como los antes citados fueron exhumados por Dámaso Alonso en su artículo de Cuadernos Hispanoamericanos.

En esta época todavía Juan Ramón Jiménez y Machado se llamaban de usted, mas, según la correspondencia declara, su amistad habíase hecho más íntima y se cambiaban poemas inéditos. En 1904 apareció Jardines lejanos, una de cuyas partes está dedicada a Antonio Machado. Correspondió éste con un poema a Juan Ramón, titulado: Los jardines del poeta, que tampoco figura en Poesías completas.

Vemos cómo esta buena amistad se consolida mediante mutuas dedicatorias y daba lugar, por otra parte, a correspondencia relativamente frecuente.

Entre los papeles de Juan Ramón he visto una copia mecanografiada y preparada para publicación, que lleva un curioso comentario de Juan Ramón. Es una carta en donde Machado le dice a su amigo:

«Tiempo tendremos de escribir para el alma ómnibus de los profesores y de la chusma, y seremos pulidos, retóricos y hasta castizos.»



  —62→  

En 1921 publicó Juan Ramón la revista Índice, y con este motivo volvemos a encontrar cartas de Machado que se refieren a su colaboración en ella. En primer término del número cuatro de la revista apareció su poema: Olivo del camino, firmado en Campo de Córdoba, 1920. Fue Índice una de las revistas más curiosas de la época, porque en ella se dan la mano los poetas de dos generaciones: la modernista y la de 1925; Ortega, Azorín, Machado, junto con Jorge Guillén, Pedro Salinas, Antonio Espina, José Bergamín y otros. Solamente salieron cuatro fascículos, tal vez por falta de recursos, pues las colaboraciones eran de primer orden y la calidad de la publicación alcanzaba nivel muy elevado. Después de Índice publicó Juan Ramón los libros pertenecientes a la Biblioteca de Índice, pero nada de ellos referido a Antonio Machado, ni probablemente hubo nunca propósitos de que apareciera tomo suyo en esta publicación.

Ignoro si Juan Ramón intervino en la edición de las Páginas escogidas de Machado, publicadas por el editor Calleja, en 1917, pues esa es la época en que Juan Ramón trabajaba para él y precisamente en ese año sacaba Juan Ramón en la llamada Biblioteca Calleja los Sonetos espirituales y el Diario de un poeta recién casado. El año anterior el mismo editor imprimió Estío; en 1918, Eternidades, y en 1919, Piedra y cielo. Es verosímil, por lo tanto, que la influencia de Juan Ramón pesara sobre el ánimo de Calleja, animándole a publicar la antología machadiana en la serie de tomitos encuadernados en que se publicaron las de Azorín, Leopoldo Alas y otros.

  —63→  

Cuidó asimismo la primera edición de las Poesías completas, publicada por la Residencia de Estudiantes, que se acabó de imprimir en el establecimiento tipográfico de Fortanet, en Madrid, el 11 de julio de 1917. Esta circunstancia consta por una ficha autógrafa hecha a este libro por Zenobia Camprubí, con ocasión de colocar el ejemplar dedicado a Juan Ramón en la Sala de la Universidad de Puerto Rico, donde ahora se encuentra.

Hay una anotación de Juan Ramón, fechada en julio de 1921, donde dice:

«Antonio Machado, este [falta una palabra] de poesía, se anduvo siempre buscando, y antes se encontraba siempre. Ahora se ha perdido a sí mismo. ¿Dónde se ha perdido a sí mismo, en Baeza, en Soria, en Segovia, en Madrid? Pero ya se encontrará, y si no se encuentra más, ya se ha encontrado bastante.»



Juan Ramón le admiraba bien y, a la postre, lo prefería a Unamuno. En ocasiones parecía considerar más «importante» a éste, pero en el momento del balance definitivo, optaba por Machado.

Las mutuas dedicatorias de poemas no se habían interrumpido en los años anteriores. Juan Ramón Jiménez dedicó a Antonio Machado, en Laberinto, publicado en 1913, un admirable poema, muy conocido por figurar en la Segunda Antolojía Poética; en el Diario de un poeta recién casado, le ofreció el precioso Nocturno, también recopilado en la Antolojía. Por su parte Machado le dedicó La tierra de Alvargonzález (que no era, por cierto, poesía muy del gusto juanramoniano), en Campos de Castilla, 1912, y en la sección de Elogios del mismo libro incluyó (en ulteriores ediciones) la composición titulada Mariposa de la sierra, dedicada a su amigo por Platero y yo. En total son cinco los poemas dedicados por don Antonio a Juan Ramón y dos los que éste le ofrendara, además de una parte de Jardines lejanos, como queda dicho. Pero no con eso queda cerrada la relación entre ambos poetas13.

  —64→  

En 1936 Juan Ramón vivió un período de intensa creación. También Machado. Mientras el primero colaboraba asiduamente en El Sol, de Madrid, e iniciaba, con Canción, la publicación de toda su obra poética, nuevamente ordenada, el segundo publicaba otra edición (la cuarta) de Poesías completas, y la primera de Juan de Mairena. En el tomo de verso seguían figurando las composiciones dedicadas a Juan Ramón, y en el segundo no faltaban alusiones a éste, directas o indirectas. En el capítulo sexto, entre los proverbios y consejos de Mairena, leemos uno de clara reminiscencia juanramoniana, que dice así:

«A la ética por la estética, decía Juan de Mairena, adelantándose a un ilustre paisano suyo»,



y al final del mismo capítulo hay un poema, también alusivo a Juan Ramón, titulado: Recuerdo infantil:



Mientras no suene un paso leve
y oiga una llave rechinar,
el niño malo no se atreve
a rebullir ni a respirar.

El niño Juan, el solitario,
oye la fuga del ratón,
y la carcoma en el armario,
y la polilla en el cartón.

El niño Juan, el hombrecito,
escucha el tiempo en su prisión
una quejumbre de mosquito
en un fundido de peón.

El niño está en el cuarto oscuro,
donde su madre lo encerró;
es el poeta, el poeta puro
que canta: ¡el tiempo, el tiempo y yo!



No es el único poemilla del volumen en donde aparece una alusión a Juan Ramón, pues en el capítulo XXII sin duda se refiere a él este otro:

  —65→  

¡Quién fuera diamante puro!
-dijo un pepino maduro.
Todo necio
confunde valor y precio.



Sin embargo -añadía Mairena, comentando el aforismo de su maestro-, pasarán los pepinos y quedarán los diamantes, si bien -todo hay que decirlo- no habrá ya quien los luzca ni quien los compre. De todos modos, la aspiración del pepino es una verdadera pepinada.

No falta tampoco alguna alusión un tanto irónica y de sentido menos favorable que las reseñadas. En el capítulo XLIX, se lee:

«Entre el hacer las cosas bien y el hacerlas mal está el no hacerlas, como término medio, no exento de virtud. Por eso -decía Juan de Mairena- los malhechores deben ir a presidio.»



¿Puede suponerse que Machado estaba pensando en la exigencia de pureza juanramoniana, que tal vez le pareciera excesiva? E incluso, creo, otro párrafo del mismo capítulo se refiere también a Juan Ramón. Es aquel en que, tras copiar unos versos de Heine, comenta Mairena:

«Así expresa Heine la fe romántica en la virtud creadora que se atribuye al fondo oscuro de nuestras almas. Esta fe tiene algún fundamento. Convendría, sin embargo, entreverarla con la sospecha de que no todo son perlas en el fondo del mar. Aunque esta sospecha tiene también su peligro: el de engendrar una creencia demasiado ingenua en una fauna submarina demasiado vistosa. Pero lo más temible en uno y otro caso para la actividad lírica, es una actividad industrial que pretenda inundar el mercado de perlas y de gusarapos.»



Estas alusiones no debieron agradar a Juan Ramón, pues recortó las páginas correspondientes y las incorporó a su carpeta de Artes a mí, con la nota de: «Malas». Y hasta pienso si pudieron ser la fuente de algún resentimiento, manifiesto más tarde en comentarios un tanto despectivos acerca del atuendo y las costumbres de Machado.

En cambio no pudo sino agradarle la referencia a su precepto   —66→   lírico, recogida en uno de los apartados del capítulo XLVIII del Juan de Mairena. Vale la pena copiarla íntegramente.

«El encanto inefable de la poesía -dice Machado- que es, como alguien certeramente ha señalado, un resultado de las palabras, se da por añadidura en premio a una expresión justa y directa de lo que se dice. ¿Naturalidad ? No quisiera yo con este vocablo, hoy en descrédito, concitar contra vosotros la malquerencia de los virtuosos. Naturaleza es sólo un alfabeto de la lengua poética. Pero ¿hay otro mejor? Lo natural suele ser en poesía lo bien dicho, y en general, la solución más elegante del problema de la expresión. Quod elixum est ne assato, dice un proverbio pitagórico; y alguien, con más ambiciosa exactitud, dirá algún día:


No le toques ya más,
que así es la rosa.

Sabed que en poesía -sobre todo en poesía- no hay giro o rodeo que no sea una afanosa búsqueda del atajo, de una expresión directa; que los tropos, cuando superfluos, ni aclaran ni decoran, sino complican y enturbian; y que las más certeras alusiones a lo humano se hicieron siempre en el lenguaje de todos.»



El 23 de febrero de 1936 apareció en El Sol, de Madrid, un breve comentario a las Poesías completas (cuarta edición) de Antonio Machado, suscrito por Juan Ramón Jiménez. Juan Ramón escribió, además de este comentario, dos admirables retratos de su amigo. Uno figura en Españoles de tres mundos; el otro, más extraordinario todavía, fue redactado en Miami, en 1939, publicado en el número 79 de la Revista Sur, de Buenos Aires, y luego reproducido en otras.

Pero antes de comentar este texto singular debo referirme a uno de don Antonio que corresponde a la época de la guerra española.

En agosto de 1936 Juan Ramón salió de España, y al llegar a América hizo declaraciones manifestando sus simpatías por el gobierno de la República. A esta declaración le puso Machado un comentario, que fue, según creo, el último texto suyo relativo al autor de Platero. Éste todavía le dedicó varios recuerdos. El primero en orden de fecha fue la comunicación enviada a La Prensa de Nueva York, el 27 de febrero de 1939, desde Miami, en la que decía lo siguiente:

  —67→  

«Un grupo numeroso de escritores, artistas, científicos españoles, compañeros nuestros, están pasando hambre, frío, miseria completa en los campos de concentración que Francia ha destinado en su frontera del sur a los españoles salidos de Cataluña. Antonio Machado, nuestro gran poeta, símbolo alto de todos ellos, ha muerto allí, llenándonos a todos con su caída de sombra; y aunque sólo sabemos la primera noticia, estamos seguros de lo que ha muerto.»



A continuación invitaba a los españoles e hispanoamericanos residentes en los Estados Unidos a ayudar a los intelectuales emigrados y encabezaba una suscripción en favor de ellos con la suma de $ 40.00.

Fue en Miami también donde escribió y fechó el estremecedor recuerdo de Antonio Machado a que más arriba me refería. Es seguramente la página más impresionante dedicada al poeta, y lo es sobre todo por su final, donde Juan Ramón asocia a la figura de Machado las de Miguel de Unamuno y Federico García Lorca, «tan vivos de la muerte los tres, cada uno a su manera» y partidos «de diversa manera lamentable y hermosa también, a mirarle a Dios la cara». No puedo resistir el deseo de copiar aquí las palabras finales:

«Grande de ver sería -dice Juan Ramón- cómo da la cara de Dios, luna o sol principales, en las caras de los tres caídos, más afortunados quizá que los otros, y cómo ellos le están viendo la cara a Dios.»



En 1944 publicó en Cuadernos Americanos de México, número 4, julio-agosto, bajo el título de Un enredador enredado, un artículo dedicado a Antonio Machado, en el que sienta la tesis de que en éste se unen tres poetas: el discípulo de Rubén Darío; el discípulo de Bécquer; y el castizo, que le parecía más vulgar y de menor interés que los otros.

Nunca olvidó Juan Ramón al viejo amigo, y en sus clases sobre el Modernismo, en conferencias y conversaciones, no dejó de mencionar a Unamuno y a Machado como los dos más altos poetas de este siglo.

La última lectura pública que hizo Juan Ramón, en la Universidad de Puerto Rico, en abril de 1954, versó sobre el tema El romance, río de la lengua española, comentando desde   —68→   el principio aquella admirable canción machadesca que tanto se complacía en citar:


En un jardín te he soñado
alto, Guiomar, sobre el río,
jardín de un tiempo cerrado
con verjas de hierro frío.



A última hora había, creo yo, en Juan Ramón, un sentimiento ambivalente hacia Machado, pero su claro juicio crítico no le engañaba cuando, en definitiva, le hacía preferirlo a cualquier otro poeta de nuestro tiempo. ¡Grande don Antonio Machado y grande también Juan Ramón Jiménez! Ellos dos y don Miguel de Unamuno situaron de nuevo a la poesía española en el nivel de grandeza que por fortuna conserva, pues quienes vinieron después, inspirados en su ejemplo, han sabido lograr desde otro clima o prolongando el anterior, poesía verdadera y duradera. Es una realidad el que, para la poesía española, los primeros cincuenta años del siglo XX fueron años áureos, de plenitud y riqueza.



  —[69]→  

ArribaAbajoRelaciones entre Juan ramón y Villaespesa

No sabemos todavía con exactitud la fecha en que comienzan las relaciones literarias y amistosas entre Juan Ramón Jiménez y Francisco Villaespesa. Sí consta, en cambio, el momento en que se conocen personalmente: el día de Viernes Santo del año 1900, cuando Juan Ramón llegó a Madrid por vez primera, invitado, según él ha contado, por una tarjeta postal de Rubén Darío y Villaespesa. El mismo Juan Ramón declara que anteriormente había recibido el libro Luchas, enviado a Moguer por Villaespesa, y es de suponer que también La copa del rey de Thule, pues al aparecer este libro Juan Ramón le dedicó un artículo -en Noche y Día; revista malagueña-, más tarde incorporado como prólogo a una nueva edición de la obra. Este artículo puede llamarse con entera verdad «modernista», pues lleva el sello de la época y está escrito con sentimentalismo lánguido, muy finisecular:

«En la frente de nuestro poeta se ha posado a tiempo el fatídico beso negro y no la abandona nunca... ¡Beso negro, mensajero de inspiración...! Y al ritmo de este beso, el poeta ha vertido la estrofa de su alma en la copa de brillantes del Ensueño... Y su estrofa es amarga como una adelfa, y roja como una lágrima crepuscular...

Este amargor y esta sangre son un perfume... El libro exhala efluvios de pesar como si fuera una rosa roja...; y las hojas de esta rosa son también de perfume. Poesía suprema... Lejos del poeta el barro... Alguien dijo que la obra del poeta es toda suya; que la forma, la sustancia o materia de la poesía es también   —70→   pensamiento y pensamiento del artista. Y la forma, si es hermana de la idea, ha de ser algo así como la idea misma, intangible, vaga, ha de ser sueño y aroma... Sobre la página tersa, debe brillar el verso, no como masa pesada de oro, sino como oro etéreo... El verso debe labrarse para su eterna duración, mas no en masa, sino en esencia... Así lo ha entendido también nuestro poeta, y su libro tendrá, con la vaguedad del sueño, la eternidad de los días...»



Las hojas de este artículo-prólogo se conservan en los archivos juanramonianos de la Universidad de Puerto Rico con una anotación manuscrita del poeta, que reza así:

«Este artículo, claro está, no lo escribiría yo hoy; sin embargo, me admiro de haber dicho ciertas cosas que hay en él, a los dieciocho años. Prescindiendo de la inexperiencia.»



Villaespesa dedicó a Juan Ramón dos poemas en La copa. Uno el titulado: Los crepúsculos de sangre, y otro, A Juan Ramón Jiménez. Éste correspondió dedicándole La canción de la carne, en Ninfeas, y El cementerio de los niños, en Almas de violeta. Vemos, pues, que esta amistad nació, según es tradicional entre jóvenes poetas, con intercambio de elogios y versos. No se olvide que entonces la poesía de Juan Ramón estaba cerca de la de Villespesa en intención y carácter; tenía muchos puntos de contacto con ella, como impregnadas que estaban ambas de la atmósfera renovadora del Modernismo.

Podemos suponer, pues, qué cartas y libros se cruzaron desde muy pronto entre ambos poetas, pero dejando a un lado el terreno de las conjeturas, me atendré a lo seguro. Pueden referirse con detalle las incidencias del primer encuentro entre ellos. A este fin contamos con un documento excepcional: el artículo Recuerdo al primer Villaespesa, publicado en el diario El Sol, de Madrid, el 10 de mayo de 1936 y escrito por Juan Ramón a raíz de la muerte de su amigo, ocurrida en Madrid el 9 de abril del mismo año. En este texto singular, donde la precisión de los recuerdos se mezcla a un toque crítico inexorable, pero justo, hay datos muy expresivos del comienzo de esta amistad.

Cuando Juan Ramón llegó a Madrid, Villaespesa estaba esperándole en la estación, junto con otros amigos, entre ellos   —71→   Salvador Rueda y Bernardo G. de Candamo, quien podría dar detalles del encuentro. Muy en seguida, Juan Ramón, después de instalarse en su domicilio provisional, calle Mayor, 16, bajó con Villaespesa a un café próximo y no comió hasta no acabar de leerle cuantos versos llevaba bajo el brazo.

No voy a parafrasear ni repetir cuanto Juan Ramón dice en el artículo citado, pero conviene copiar aquí algunos de los párrafos más significativos, para que el lector tenga una imagen fiel del Villaespesa de entonces:

«Escribía, eso sí, febrilmente, ordenaba mis versos y entraba en muchas imprentas, en todas las imprentas, porque Villaespesa descubría cada tarde una mejor; en muchos cafés, otro café siempre, en muchos museos, distinto museo siempre, en muchos jardines, más lejano jardín siempre; como torbellinos y sin saber yo por qué. Cogidos de una idea súbita, locos sucesivos, andábamos y desandábamos las calles, las plazas, las iglesias, los paseos, las fábricas, los cementerios, recitando versos, cantando, hablando alto. Villaespesa insultaba a veces a uno que pasaba, creo que sin saber quién era, para admirarme, y luego me decía que era tal o cual escritor "imbécil"; tomábamos un coche, lo dejábamos; comíamos, bebíamos a cualquier hora, en cualquier sitio, cualquier cosa. Y así hasta las 4 o las 5 de la mañana, cuando el blando gris azul del cielo del oriente sobre la Puerta del Sol, la calle de Alcalá, la Red de San Luis me arrullaba, me endulzaba el cuerpo y el alma y me llevaba a dormir. Pero a las 8 siguientes, como el primer día, Villaespesa estaba, con su sombrero de copa y su abrigo entallado, en mi casa, y otra vez el ciclón. Dentro de Villaespesa corría otro río oscuro, que yo no entendía bien y en cuya orilla me dejaba, quizás, esperándolo. Él tomaba una barca y volvía por sitio insospechado, con un telegrama urgente en la mano, sin el abrigo, con un hueso, etcétera. Un instante raro, extraño... Nos nivelábamos sin preguntas de lo misterioso.»



La cita es larga, pero vale la pena, pues gracias a ella, vemos al autor de El alcázar de las perlas de cuerpo entero, vivo y activo y también misterioso. Ese «río oscuro», de que habla Juan Ramón, corría ciertamente en Villaespesa, y si no lo advertimos, si no se ve en su poesía, es porque hubo demasiada concesión a la facilidad y a la aventura trivial. Ese río no podía trasparecer en una poesía superficial y ficticia, como lo fue en gran parte la de este poeta.

  —72→  

Como ya dije, Villaespesa se encargó de cuidar la edición de los dos primeros libros de Juan Ramón: Ninfeas y Almas de violeta (1900), y puso prólogo a éste; además, sin decir nada al autor, dedicó todos los poemas que no tenían dedicatoria a amigos suyos, a quienes Juan Ramón ni conocía. Cuando éste regresó de Francia, tras pasar un año en Le Bouscat, Villaespesa volvió a verle en el Sanatorio de El Rosario, situado en la calle Príncipe de Vergara, de Madrid. De una de estas visitas ha quedado recuerdo gracias al precioso artículo de Rafael Cansinos-Asséns, citado en el capítulo anterior.

Más tarde, en 1905, regresó Juan Ramón a Moguer y allí permaneció hasta 1912. Son años de trabajo fecundo en que germinan Platero y algunos de sus mejores poemas. Las cartas de Villaespesa que conozco, son todas de ese período, pues la primera, aunque sin fecha, corresponde al año 1907, y la última está fechada en 17 de agosto de 1910. Sabemos que Juan Ramón accedió a colaborar en el libro In Memoriam, escrito en recuerdo y homenaje a Elisa, la esposa de Villaespesa; en cierto modo musa del modernismo hispánico, o al menos madrileño. Este soneto refleja, muy al gusto de la época, la imagen de aquella mujer delicada y sensible que había despertado vagas ilusiones en el corazón de los jóvenes poetas. Dice así:




A Elisa


Aún yerra en el jardín de mis quimeras
aquel secreto pálido y arcano,
que sacaba del luto del pïano
el pensamiento gris de tus ojeras.

Y esta noche fantástica, tú eras
luna, viento, cristal; tu leve mano
estuvo entre las manos de este hermano
de todas las dolientes primaveras.

Mujer, eco de luna y de jazmines,
fija en el hondo azul de mis jardines
esa presencia que a la muerte arrancas.
—73→

Tú que nos diste, leve flor de angustia,
bajo el agobio de una fronda mustia,
todo el aroma de las rosas blancas.



De Elisa también Juan Ramón decía que «estaba muy cerca de las princesas del modernismo, que eran las del simbolismo, las fantasmas del cisne y la estrella. Elisa era para mí la representación de la femenina dignidad esbelta, como una encarnación de las heroínas de Poe, de Maeterlinck, de Rubén Darío».

Después de 1910 las relaciones entre los poetas se enfriaron. Sus caminos divergían radicalmente. Villaespesa perseguía por el mundo la imagen siempre huidiza del éxito. Recorrió América, fue conferenciante, dramaturgo, empresario, protegido de políticos influyentes... ganó dinero fácilmente y lo perdió con la misma facilidad. Y cuando pobre, herido por la enfermedad y ya sin remedio volvió a la patria, entre él y Juan Ramón sólo quedaba el recuerdo de una amistad desvanecida.



Anterior Indice Siguiente