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Arriba El arte del retrato


Antecedentes

Españoles de tres mundos se publicó por vez primera en Buenos Aires, 1942, editado por Losada; en la portada, bajo el título y los subtítulos llevaba, entre paréntesis, dos fechas: 1914-1940, señalando así los límites cronológicos dentro de los cuales se había gestado. Como en casi todas las obras del autor esta gestación fue lenta y continuada y en realidad no concluyó con la edición citada. Se reunían en ella 61 caricaturas, y en la página inicial del prólogo advertía que el libro entero constaba de unas 150, con lo cual dejaba abierta la posibilidad de una ampliación que al fin nunca llevó a cabo. Y no por falta de material, según luego veremos.

En fecha relativamente lejana Juan Ramón Jiménez comenzó a publicar en diarios y revistas retratos y caricaturas de españoles, maestros o amigos suyos; más adelante amplió el círculo de su interés y escribió siluetas literarias de hispanoamericanos; los retratos eran de escritores y artistas, principalmente, pero no sólo de ellos; también de científicos, educadores y políticos. El índice del volumen muestra hasta dónde llega la afinidad y dónde comienza la diversidad entre los retratados. Algunas de esas páginas fueron rectificadas más tarde y otras quiso completarlas con imágenes tomadas desde diferente punto de vista como hizo, por ejemplo, con la segunda evocación de Antonio Machado, escrita después de morir el autor de Soledades.

Un proceso creador mantenido durante cuarenta años (y   —206→   ahora me refiero exclusivamente al encaminado a concluir esta vasta galería de sombras) si revela la persistencia del propósito y la firmeza de la voluntad, es claro que no puede desarrollarse sin cambios, vacilaciones y arrepentimientos. Mucho más si lo impulsa una imaginación tan fértil y voltaria como la de Juan Ramón, en quien las ideas brotaban, crecían y proliferaban con fecundidad pasmosa. Revisando sus papeles, en la Sala Zenobia-Juan Ramón de la Universidad de Puerto Rico, he podido darme cuenta de las alternativas porque pasó el proyecto inicial.

Confiesa el autor que al principio pretendió separar los retratos de las caricaturas, agrupándolos en libros diferentes o en dos partes de un libro único. Pero acertó al eliminar esa clasificación pues en casi todas las siluetas hay, más o menos ostensible, una intención caricaturesca, una deformación con la que pretende destacar los rasgos característicos del personaje.

Los primeros retratos de esta serie que he visto en publicaciones periódicas son los aparecidos en la revista España, de Madrid, en 1924; el n.º del 5 de enero inserta los de Machado, Bergamín, Unamuno, Winthuysen y Salinas, y el del 8 de marzo, bajo el título: Diario vital y estético de «Elegía a la muerte de un hombre», los de Giner de los Ríos, Cossío y Ricardo Rubio. No debe extrañar el hecho de que aparecieran bajo esta rúbrica, pues Juan Ramón proyectaba reunir los textos mencionados en dos libros: el general de retratos y el especial, dedicado a Giner, juntándolos en éste con originales de otro carácter.

El 1º de abril de 1927 encuentro ya en la prensa diaria retratos juanramonescos; es muy posible que un examen completo de las colecciones de periódicos madrileños de esa época proporcione datos nuevos y adelante la fecha de publicación de esta serie. No me ha sido posible revisar esas colecciones y debo atenerme a lo que he visto. En el día arriba citado insertó Heraldo de Madrid la silueta de José María Izquierdo, y en años siguientes las de Ernestina de Champourcin, Villalón, Gómez de la Serna, Domenchina, Rosalía de Castro y otros.

El retrato de Izquierdo fue anticipado en los cuadernos de Unidad (1925), primeros de los editados por el poeta cuando decidió publicar en hojas sueltas la obra «definitiva»; allí salieron reimpresiones de los dedicados a Cossío, Giner, Winthuysen,   —207→   Ricardo Rubio y Machado, y se anticiparon los de José Moreno Villa y Carmen.

Desde 1930 las siluetas fueron multiplicándose y aparecieron en El Sol (Solana, Fernando de los Ríos, Giménez Caballero, Jarnés, Salmerón) bajo el título Héroes españoles variados; allí también la de Bécquer, bajo el rótulo Muertos transparentes, y otras (Basterra, Domenchina, Onís) con el de Caricaturas, Rudos y entrefinos. La diversidad de títulos revela el distinto carácter que entonces les atribuía.

En el n.º 94 de La Gaceta Literaria (15 de noviembre de 1930) había utilizado el título Poetas de antro y dianche para los retratos de García Lorca, Alberti y Dámaso Alonso, y en esa revista publicó (15 de diciembre de 1930) el de Falla y alguno más. El año 1932, en los cuadernos Sucesión reimprimió el de Falla, insertando en otros números los de Jorge Guillén, Bernardo López García, Antonio Espina y Menéndez Pidal. El mismo año, en la revista Héroe, dirigida por Manuel Altolaguirre, publicó, abriendo cada uno de los seis números que compusieron la colección, los de Altolaguirre, Rosa Chacel, Aleixandre, Cernuda, Concha Méndez y Emilio Prados.

En los cuadernos Presente, últimos de los editados por él, salieron las páginas dedicadas a Falla, Eduardo Rosales, Solana, Juan de Echevarría, Eduardo Vicente, Emilio Prados, Aleixandre, Cernuda y Altolaguirre y además el texto, reimpreso de El Sol, sobre El colorista nacional (Salvador Rueda). Los cuatro pintores y los cuatro poetas jóvenes fueron agrupados en fascículos monográficos, y Rueda exigió para sí uno completo.

Mediados los años treinta comienza la publicación de retratos juanramonianos en revistas americanas. Fue primero la caricatura lírica de Federico García Lorca en Revista Hispánica Moderna, de Nueva York, y en seguida el retrato de Teresa de la Parra (primero, creo, de los dedicados a escritores hispanoamericanos) que inserto en El Sol (24 de mayo 1936), lo reprodujo Repertorio Americano, de Costa Rica, el 19 de agosto del mismo año.

Exilado en América, a partir de 1936 fue en revistas de este hemisferio donde aparecieron desde entonces los retratos; en Repertorio Americano, la valiente revista defendida durante más de veinte años por el infatigable García Monge, con quien   —208→   Juan Ramón simpatizaba mucho; en Cuadernos Americanos y Caballo de fuego, en Verbum, de La Habana, y sobre todo en Sur, de Buenos Aires, donde publicó, en abril 1941, el segundo retrato de Machado, junto con los de Silva y Rodó; allí salieron en julio del mismo año los de Alfonso Reyes, Norah Borges, Nicolás Achúcarro y Enrique Granados, y en junio de 1941 los de Dulce María Loynaz, Tomás Meabe y Engenio Florit. Poco a poco los escritores del nuevo mundo se incorporaban en efigie a la vasta galería antes sólo habitada por españoles.




Evoluciones

Al principio sus siluetas son verdaderos retratos tomados de modelos vivos con quienes tenía o había tenido amistad. Escritores jóvenes como Bergamín, Salinas, Guillén... van siendo retratados de cuerpo entero, y no sólo ellos, pues el poeta, como esos fogosos aficionados a la fotografía que desean captar las imágenes de cuantos les rodean, proyectó su atención hacia los hijos de los amigos, reflejándolos en las deliciosas estampas tituladas La niña Solita, de Salinas y Teresita y Claudio Guillén.

Los retratos de niños son otra deliciosa muestra del arte descriptivo juanramoniano, y fueron, desde muy pronto, trabajados por el autor con singular maestría. Le encantaban los niños y se encontraba a gusto entre ellos; es natural que le complaciera retener en sus apuntes lo mejor de impresiones deliciosas, por el candor y la gracia de quienes se las suscitaban. Todo lector de Platero y yo recordará las presencias infantiles, tan encantadoras y auténticas, de capítulos como La niña chica, Susto, La corona de perejil o el sobrecogedor «niño tonto». Siendo éste tan admirable, si lo comparamos con el segundo de los retratos de Antonio Machado, escrito hacia 1939-1940 y publicado por vez primera en el n.º 79 de Sur, abril 1941, es fácil hacerse cargo del singularísimo cambio experimentado por el poeta en algo más de un cuarto de siglo.

No resisto la tentación de señalar las semejanzas y las diferencias más notables entre los dos textos; tales indicaciones servirán para mostrar en qué dirección evolucionó la personalidad y con ella el estilo de Juan Ramón Jiménez. Si dividimos   —209→   su obra en tres períodos o plenitudes, Platero y yo figuraría en el intermedio. La prosa del poeta ha superado «el modernismo» en temática y vocabulario, pero aún está dentro de él en lo relativo a la actitud frente a los problemas decisivos de la existencia: Dios, muerte y amor. La segunda prosa de las dedicadas a Machado ha de incluirse entre las mejores de la definitiva plenitud, al lado de Ramón del Valle-Inclán, Castillo de quema y otras piezas de igual calidad.

El niño tonto es uno de los capítulos más breves de Platero y yo: tres párrafos con una veintena de líneas, en total, mientras Antonio Machado alcanza extensión triple, aproximadamente; en los dos fragmentos se intercalan citas en verso de Curros Enríquez en aquel, y del propio Machado en éste, marcándose una continuidad en la inclinación a intercalar en el texto propio una cita ajena que documente o subraye lo dicho, apoyándolo y confirmándolo con un rasgo delicado, sin insistencia. Ambos capítulos hablan de alguien a quien se conoció vivo, pero ya listo y despachado para morir, y no según lo estamos todos, conforme el cristiano, mucho antes que heiddegeriano, «ser para la muerte», sino en forma más ostensible y perentoria, como, respecto al autor de Soledades lo vio tan lúcidamente Rubén Darío en el «misterioso» retrato en verso, precedente, sin duda, del esbozado por Juan Ramón.

El niño tonto «sentado en su sillita, mirando el pasar de los otros», es el testigo impasible e inerte de la vida; el que está en ella, sin estar, marginalmente, ajeno a todo, si no es, tal vez (¿quién podría asegurarlo?) a lo que en la soñarrera del alma le susurran voces inaudibles para nosotros; es, literalmente, enajenado, el ajeno a cuanto le rodea y a sí mismo, mientras el poeta es el ensimismado y no para alejarse de los más sino para conocerlos entrañablemente. Si ese niño tiene, por nacimiento y fatalidad, tanto de muerto como de vivo, no menos fronterizo, transeúnte por la línea que separa la vida de la muerte, vivió Machado, en sus secretas galerías de sombra y sueño. Rubén lo vio muerto por anticipado: «misterioso y silencioso / iba una vez y otra vez»; y Juan Ramón:

«Antonio Machado se dejó desde niño la muerte [...]. Tuvo siempre tanto de muerto como de vivo.»



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La prosa se fue haciendo más densa y honda; lleva carga de profundidad y las ideas se precisan con singular coherencia, en abundante fluir, asociadas y hasta encadenadas, con pormenores que ni una sola vez distraen o parecen extemporáneos. Los adjetivos son utilizados sobriamente y para mejor producir la emoción evita el dejarse ganar por ella. Ésta es, quizá, la diferencia más notable entre ambos fragmentos: el capítulo de Platero y yo nace tocado de sentimentalismo; el retrato de don Antonio, en cambio, no solamente está exento de esa tacha, sino escrito en su primera parte de manera descarnada y ruda, como bien se aprecia en las imágenes («Cuando me lo encontraba por la mañana temprano, me creía que acababa de levantarse de la fosa»; «andaba siempre amortajado»; «cuerdecitas como larvas») y en la adjetivación («corpachón... terroso»; «chapeo de alas desflecadas»), para marcar mejor la transición al sublimado resto de la página, con su elevada alusión a la viudedad del poeta que, al llevar a Leonor del otro lado de la pasarela, le situó a él, todavía más, en la muerte, haciéndole vivir en el «secreto palomar» de tras linde donde le aguardó tanto tiempo su amor primero.

Y el final sobre todo es diferente, siendo tan parecido. El niño y Machado están los dos, en su gloria, mirando lo que les rodea; el primero «el dorado pasar de los gloriosos», espectáculo deslumbrante, luminoso y sencillo; el segundo, enfrentándose directamente con Dios y mirándole la cara. Coinciden en el acto de mirar, pero ¡qué distinta la mirada según a quien, a donde se dirige! En la última página, el poeta, los poetas ven a Dios desde cerca y él los ve y los alumbra como un sol. No hay incitación a la ternura, ni es preciso apiadarse del hombre, pues al fin ha llegado a la suma altura posible de su ascensión, y, gracias a la poesía, puede ver a Dios y ser visto por él.




El hombre en su ambiente

Cada página de Españoles de tres mundos sigue su propia ley, pero es visible la progresión en el arte narrativo, en la destreza para completar la imagen sin atenuar la fuerza del arranque ni la gracia de la primera impresión. Juan Ramón estaba excepcionalmente dotado para el arte del retrato y no sé   —211→   si esa aptitud es consecuencia natural de su afición al género o si la afición fue fomentada por el placer que le producía ver cómo un mundo familiar (el del heroísmo invencionero) crecía alrededor suyo. Como he dicho, fueron primero los más próximos quienes le sirvieron de modelo, pero ya desde el comienzo no le interesa tanto la descripción «exterior» del personaje como situarle en un ambiente y con una actitud que lo expliquen y descifren. Sin conocer el medio no acertaba a explicarse al hombre, y no por comulgar con las trasnochadas teorías sociológicas de un pasado relativamente próximo, sino porque su instinto le decía que la esfera donde un hombre vive, su naturaleza y su mundo, sirven para situarle y para ayudar a comprenderle. En el capítulo dedicado a Martí lo declara explícitamente: «Hasta Cuba, no me había dado cuenta exacta de José Martí. El campo, el fondo. Hombre sin fondo suyo o nuestro, pero con él en él, no es hombre real. Yo quiero siempre los fondos de hombre o cosa. El fondo me trae la cosa o el hombre en su ser y estar verdaderos. Si no tengo el fondo, hago el hombre trasparente, la cosa trasparente», y también, más adelante, al rectificar las afirmaciones severas que con relación a Neruda figuran en Españoles de tres mundos: «Mi larga estancia actual en las Américas me ha hecho ver de otro modo muchas cosas de América y de España (ya lo indiqué en la revista Universidad de La Habana), entre ellas la poesía de usted. Es evidente ahora para mí que usted expresa con tanteo exhuberante una poesía hispano americana general auténtica, con toda la revolución natural y la metamorfosis de vida y muerte de este continente. Yo deploro que tal grado poético de una parte considerable de Hispanoamérica sea así; no lo sé sentir, como usted, según ha dicho, no sabe sentir Europa; pero "es". Y el amontonamiento caótico es anterior al necesario despejo definitivo, lo prehistórico a lo poshistórico, la sombra turbulenta y cerrada a la abierta luz mejor. Usted es anterior, prehistórico y turbulento, cerrado y sombrío»20.

Un error en cuanto al ambiente podía viciar el retrato y dañar no solamente su horizonte sino el conjunto del cuadro, falseando lo esencial de la figura. Sintiéndolo así son comprensibles   —212→   las limitaciones impuestas por Juan Ramón al universo de sus imágenes, excluyendo las que no podía poseer plenamente. Poseer digo, pues, en cuanto «material» para la obra, las gentes llamadas a habitarla habían de convertirse en objetos poéticos, revelando a través de la palabra su aptitud para mostrarnos la realidad del ser en su infinita y magnificada verdad.

¿Cuál sería, por lo tanto, la finalidad de estos retratos, de esta galería del espíritu creador encarnado en personas cuya distinción apenas si en tres o cuatro casos podría discutirse? En el prólogo leemos el adverbio «caprichosamente» aplicado a la selección y agrupación de textos y una explícita declaración de fe en la diversidad de técnicas utilizadas para escribirlos, pero nada se dice de los móviles impulsores de la creación, por lo cual es obligado deducirlos de lo apuntado tangencialmente y de lo que las siluetas son: «A cada uno he procurado caracterizarlo según su carácter», afirma; según el personaje, así el retrato; cada uno impone su propia norma, la exigencia de insistir en tal o cual rasgo, abocetar el fondo o precisarlo, según se desee destacarlo sobre él o fundirlo con cuanto le rodea. Respecto al ambiente, ténganse en cuenta las palabras del capítulo Martí, recién citadas.

Si estos retratos se llaman «caricaturas líricas», la denominación aclara bastante su sentido. El sustantivo indica la intención deformadora; el adjetivo subraya el aspecto personalísimo del comentario y también su tendencia poética. Por dos vías pretende el autor penetrar decisivamente en los repliegues más significativos del modelo: la deformación exagera ciertos rasgos, los más personales, y atrae la atención hacia ellos, dejando en penumbra los menos importantes; el lirismo potencia lo entrañable de la figura, el estrato de la persona inaccesible por otro camino que el de la intuición desencadenante de la poesía.

La perspicaz mirada de Juan Ramón funciona al servicio de una lucidez sorprendente. No hay en su visión ningún indicio de capricho; todo se establece en su debida perspectiva y contribuye al feliz orden del conjunto. La lucidez aleja el peligro de que lo caprichoso, en fantasía inventiva o expresión, se imponga a lo verdadero, y es gran ventaja que así ocurra, sin excluir por otra parte el feliz juego de la imaginación,   —213→   pero ciñéndolo, ligándolo, a los datos reales. Quizá se objete esta opinión alegando el retrato de José Asunción Silva, tan mal acogido por algunos y tachado no ya de imaginativo sino de fantástico. Pero el retrato se defiende bien y Juan Ramón acertaba cuando prefería a Silva desnudo, despojado de las vestiduras y oropeles que le hizo adoptar un «dandismo provinciano» muy de la época. Cuando este retrato se publicó por vez primera (Sur, n.º 79, abril 1941, Buenos Aires) no faltó quien se sintiera ofendido por esa y otras afirmaciones. Hay todavía una especie de nacionalismo crítico-literario sensible a cuanto se le antojan ignorancias, desdenes o ataques del «extranjero» contra alguna gloria nacional o hemisférica, sólo discutible, si la discusión se admite, entre gente de casa. El agrio artículo América sombría publicado por José Revueltas en El Popular, de Méjico, ejemplifica bien esas actitudes recelosas, susceptibles, que en todas partes descubren incomprensiones, cuando no hostilidad.

Y con referencia al retrato de Silva, en el número de Revista de las Indias, Bogotá, correspondiente a diciembre 1941, se contestan y atacan las afirmaciones juanramonianas; pero fue J. Arango Ferrer, en La Razón, de Montevideo, 2 mayo 1942, quien replicó con más acritud en el artículo Juan Ramón sepulturero, ejemplo de incomprensión deliberada y expresión chabacana, pues cuando el autor de Españoles de tres mundos se representa a Silva desnudo no es por que lo vea «en pelota», como el periodista finge creer, sino desprovisto del oropel y la bisutería que en verdad disfrazan la figura ardiente y noble del genial creador del «Nocturno». Del «Nocturno» tercero, claro está, aunque por error de pluma el retratista escribiera «segundo». Y que hubo en Silva dandismo inoperante, no digo postizo pero a todas luces artificial, es un hecho indiscutible y el propio Arango lo admite, refiriéndolo exclusivamente a la vida, al hombre y no a la poesía, siquiera él mismo califique de cursi el poema mencionado por Juan Ramón.

No estoy tratando de defender extemporáneamente a Juan Ramón Jiménez, sino de presentar un ejemplo de reacción incomprensiva contra sus textos; el hecho de que puntillosos exegetas se nieguen a ver el parecido entre el modelo y el retrato, no invalida éste. Ya el autor señaló el carácter caricaturesco   —214→   de estas prosas, y la exageración, la deformación es inherente al género. Por otra parte, en el caso de Silva, me pregunto si alguien había escrito sobre él una página tan exaltada, honda y comprensiva como la última de las que el poeta español le dedica.




Contrastes

Tratándose de artistas, obra y vida van juntas en el retrato, pues ésta se identifica con aquélla, mientras la primera es razón y justificación de la segunda. Son vasos comunicantes: la sangre pasa de una en otra y mutuamente se vitalizan y justifican. Se comprende cómo es necesario aguzar la imaginación y dejarla volar y buscar, alternativamente y sin descanso, hasta alcanzar lo esencial, nunca situado a ras de tierra sino más abajo o más arriba.

Busquemos un ejemplo de calidad y sea el retrato de Rubén Darío, uno de los más completos de la serie. Retrato con su marco, constituido éste por referencias a otras siluetas, a otras evocaciones en donde la imagen había aparecido en distinta actitud, pero en lo sustancial siempre idéntica. El marco sirve a la fidelidad del contraste. Juan Ramón recuerda y con él recordamos los lectores sus evocaciones de lo pasado y no tanto glosas críticas o elogios en prosa, como el admirable poema incluido en Diario de un poeta recién casado y escrito en alta mar, febrero de 1916, cuando al barco en que viajaba llegó la noticia de la muerte de Rubén:


«Sí. Se le ha entrado
a América su ruiseñor errante
en el corazón plácido. ¡Silencio!
Sí. Se le ha entrado
a América en el pecho
su propio corazón.»



La palabra del poema y la evocación del día lejano en que supo el fallecimiento del amigo y del maestro gravitan sobre la prosa del retrato publicado en Españoles y desde el comienzo lo determinan. La silueta está escrita en 1940, en Coral Gables probablemente, a un cuarto de siglo del suceso. Rubén está ya lejos en la muerte, pero prodigiosamente vivo en la   —215→   imaginación del amigo que durante veinticinco años ha tenido tiempo de soñarlo y resoñarlo, de vivirlo y recrearlo en su fabulosa grandeza: «raro monstruo marino, bárbaro y esquisito a la vez». Como Juan Ramón recibió la noticia de la muerte mientras atravesaba el Atlántico desde Europa a Nueva York, las imágenes de Rubén y el mar quedaron para siempre asociadas en su memoria. Por eso (aparte elementales aproximaciones) le llama «ente de mar» y descubre en él tanto mar pagano y elemental. Y está bien subrayar cuánto había en Darío de fuerza natural, de vinculación con la naturaleza en una de sus formas más grandiosas, sobre todo si el símbolo está el servicio de una verdad inexpresable en otra forma. ¡Qué bien llamar «disfraz diplomático» a las prendas respetables con que el autor de Azul enmascaraba su diferencia y su genio simulando convertirse en hombre de mundo para que la sociedad, viéndole bordados y condecoraciones, le aceptara como uno de los suyos!

Leyendo esta sorprendente página es posible darse cuenta de cómo las alusiones mitológicas se encuentran realzadas y no disminuidas al chocar con palabras de la vida cotidiana, no ya «prosaicas», como antaño se decía, sino «burguesas», que es mucho peor. Y con esto me acerco a un tema tabú, rozo uno de esos problemitas imposibles de tratar sin disipar primero un poco de la niebla de prejuicios en que se envuelven. Ya sé, ya sé -yo mismo lo escribí varias veces-: no hay palabras poéticas ni prosaicas: «cisne» o «libélula» no son más «poéticas» que «chaleco» o «camiseta» (e incluso, «bacinilla»); aluden a diferentes órdenes de realidad y, por lo tanto, la selección de unas u otras no es indiferente, sino reveladora de las intenciones del escritor. Por eso, cuando después de mostrarnos al Rubén marino con «plástica de ola», «plenitud pleamarinos», «iris, arpas, estrellas», menciones de Venus y Neptuno, pasa al «sombrero de copa» y al «chaleco», por el contraste de palabras, que es contraste de realidades, vemos, sentimos bien la fatalidad de Rubén, habitante y testigo de un mundo fabuloso y al mismo tiempo anclado (peor, varado) en la tierra de la vida cotidiana, entre académicos, negociantes, políticos y otros mamíferos de varia especie. El hombre en cuyo oído rumoreaban incesantes las viejas caracolas, lanzado al «mundanal ruido»; el «jigante marino enamorado» para   —216→   quien el tiempo no existía, sujeto a la esclavitud del «reló anacrónico», recepciones, juntas e inevitables solemnidades de la asinaria vulgaridad.

La ley estilística del contraste rige con plenitud de eficacia; los contrarios se complementan y el retrato va siendo lo que debe ser: luces y sombras; luces de mitología y sombras de burguesía convencional. La imagen de la transfiguración, último párrafo del capítulo, sitúa a Rubén en la «isla verde trasparente» de su cielo, y así lanza al lector tras una pista que le lleva a la evocación de lo paradisíaco bajo esa expresión arquetípica de la isla, siempre eficaz y operante en nuestra alma, porque el inconsciente colectivo ha ido acumulando en esa imagen el contenido de múltiples imaginaciones a través de las cuales el Paraíso es, como Juan Ramón dice, isla, isla verde y remota, «isla verde trasparente, ovalada en el poniente del mar cerúleo, gran joya primera y última, perenne apoteosis tranquila de la esperanza cuajada». La identificación de lo paradisíaco con la isla lejana, con la isla verde perdida en algún rincón del mar, tiene raíces hondas y todavía persiste, en la poesía lírica, en la novela, en la pintura, en la leyenda. Tres nombres bastarán para evocar la línea de creación a que me refiero: Saint-John Perse, en la poesía lírica; José Conrad en la poesía novelesca; Gauguin en la pintura. Línea ininterrumpida como es incesante e inacabable en el corazón humano el anhelo que la determina. El hombre sueña reminiscencias del paraíso terrenal, y las sueña como retorno al espacio primero, al ámbito de la ilusión originaria.




El estilo

En estos retratos lo primero que sorprende es la perspectiva: el personaje está enfocado desde ángulos imprevistos, desde puntos de mira en que no es frecuente colocarse para verlo, y, naturalmente, la imagen captada muestra facetas hasta ese momento ocultas, la originalidad de la visión va acompañada por la profundidad de la mirada. Cabe hablar de visión en el doble sentido del término, pues el poeta además de ver la realidad descubre su sentido en relación con lo existente tras ella (o en ella, pero inaccesible a los ojos del espectador común); atisba lo visionario sin dejar de ver lo real en   —217→   su cotidianidad significante. Por eso los retratos trazados por Juan Ramón Jiménez tienen esa dimensión honda, oscura y luminosa a la vez, como galería en sombras al fondo de la cual destella el sol de mediodía. A veces parece extraviarse en el laberinto oscuro, pero no sucederá nada; quien le sigue ignora que lleva en la mano el hilo de Ariadna y gracias a él podrá salir después de recorrer vueltas y revueltas, meandros y sinuosidades, rodeos necesarios para la cabal comprensión del cuadro. Cuando se trata de unir intuición a expresión, no siempre la línea recta es la más corta.

Y tras la perspectiva insólita y la visión profundizadora señalemos la admirable prosa en que están escritos los retratos. Todavía no se ha estudiado bien la prosa de Juan Ramón Jiménez, tan importante, atractiva y perfecta como su verso, y es urgente que alguien se decida a intentarlo21, pues me pregunto si no es Españoles de tres mundos uno de los dos mejores libros de prosa escritos en nuestro siglo y en nuestra lengua. (El otro sería, ¡qué casualidad!, Juan de Mairena, de Antonio Machado.)

No puedo iniciar esta parte de mi exposición sin incurrir en paradoja. Válgame en el trance la autoridad y el ejemplo de don Miguel de Unamuno (el tercer grande de nuestra prosa reciente), pero al menos en apariencia he de ser contradictorio si quiero ser verdadero. Pues las siluetas esbozadas por el autor de Platero deben su excelencia al equilibrio logrado por el doble empuje de su maravillosa precisión y su maravillosa ambigüedad. La palabra justa y única, el sustantivo luminoso y el adjetivo esclarecedor pueden revelar exactamente un matiz, un aspecto, una faceta del personaje, y contribuir a mostrar si hay en él algo más de lo advertido a simple vista. En estos fragmentos la palabra desempeña doble función: decir exactamente lo que constituye el primer plano del retrato (y de la prosa) y sugerir con astuta sutileza lo situado más atrás, visible al trasluz, como la filigrana o cuño disimulado de aquél.

Veamos un ejemplo de esta prosa admirable: el retrato de Rosalía. Halo de lluvia, clima espiritual logrado en unas líneas   —218→   jugosas, colmadas, tensas: «Toda Galicia es el ámbito de un grande, sordo corazón.» Y el personaje va destacándose del fondo, adquiriendo movimiento y gesto, pero sin salir nunca de él, sin alejarse de su ambiente. Unos cuantos toques clave «de luto», «pobreza y soledad», «desesperó, lloró», «opaca totalidad melancólica», van configurándola y al mismo tiempo entrañándola en su tiempo y su tierra, identificándola con ella y haciendo tierra gallega a la mujer misma, loca de saudades. «Lírica gallega trájica», la llama, y cuando dice «olvidada de cuerpo, dorada de alma en su pozo propia» sentimos que la está definiendo con adecuada justicia, pero también que tras esa definición, tan precisa, alude, y con las mismas palabras, a la realidad del país. Esta doble función facilita la economía de la frase, y le añade peso, al aumentar su carga de significación. Cuando se describe en esta forma quedan aclaradas ciertas oscuridades voluntarias: «Y Rosalía de Castro no se cuida, no puede cuidarse. Anda loca con su ritmo interior, fusión de lluvia llanto, de campana corazón». Es la identificación entre Rosalía y Galicia, entre la mujer y la tierra: el llanto es la lluvia y el corazón la campana, o al revés; al mezclar lo uno y lo otro, sin separarlos siquiera por una coma, pero tampoco sin fundirlos con un guión, está declarando que los ve separados, distintos, y a la vez correspondencias de lo mismo en lo diferente, entre la reacción y la vibración del ser humano y las de la tierra. Al final, en la última oración identifica a la poetisa con la mujer gallega, la de antes o la de entonces, la muerta o la viva, llorando con ellas, «en una eterna tarde gallega de difuntos».

Tres o cuatro pinceladas ligeras, sin insistencia, y el ambiente adecuado se siente, se huele, se palpa, plásticamente. Aquí está el pintor Solana y está en su ambiente natural, la antigua botillería y café de Pombo, ahora desaparecido: «(Pombo, vaho de invierno, banquete con olor delgado a orín de gato y a cucarachas señoritas en el ambiente más exacto de los espejos)», y el modelo aparece de cuerpo entero, según lo vimos, ayer mismo, en la madrileña calle de Peligros, saliéndose de la acera para no pasar debajo de un andamio (porque de los andamios -decía- «caen galápagos»), o en el Puerto Chico de Santander, tomando apuntes para un cuadro posible. La caricatura responde en su deformación a la   —219→   realidad: «me pareció un artificial verdadero, compuesto con sal gorda, cartón piedra, ojos de vidrio, atún en salazón, raspas a la cabeza». Fidelísima sí, vinculando al pintor con sus obras, con las figuras de sus telas cazurras, sus vivientes deformes, máscaras animadas y rostros como caretas.

En los párrafos citados la acumulación de pormenores significantes concurre al mismo fin: la expresión de una realidad compleja, como lo es la del alma humana, mediante referencia a ciertas notas de la persona, de la máscara, en las que se encuentra latente y como revelada lo más característico de aquélla. No dudemos que la máscara es justamente modo de comunicar, forma de destacar ciertos rasgos y hacerlos más visibles a los ojos del espectador.

Fijémonos en Fernando Villalón, conversador, retardado, siempre entre ganadero y poeta, costándole «trabajito removerse», o en la estampa, etérea y llameante, de don Francisco Giner. Utilizaré este último retrato para mostrar ciertas peculiaridades estilísticas de Juan Ramón Jiménez, perfecto conocedor y admirador de su modelo, el ejemplar fundador de la Institución libre de Enseñanza.




Imágenes

El retrato de Giner no es extenso: apenas dos páginas. Comienza con una imagen, seguida en fulgurante encadenamiento por otras. Y digo encadenamiento no sólo porque están enlazadas sino porque van de una en otra, sucesiva progresión, alzándose a producir idéntica impresión por medio de figuras diversas: «fuego con viento», «víbora de luz», «chispea nte enredadera de ascuas», «leonzuelo relampagueante», «reguero puro de oro», «incendio agudo». Todo esto en diez líneas. Y seguidamente nombres que, conforme los emplea el poeta, tienen sentido y eficacia de imágenes: «San Francisquito», «Don Francisquito», «Don Paco», «Asís», «Santito», «Paco». Un sólo párrafo basta para trazar cabalmente la figura en su admirable ambivalencia: llama-bondad, héroe-santo que refleja exactamente el ser de don Francisco Giner de los Ríos según Juan Ramón lo intuía y según era en la realidad.

Las metáforas o las locuciones empleadas con significación de tales son utilizadas con prodigalidad para extraer de ellas   —220→   el máximo de eficacia. La acumulación cuando es significante sirve para desvelar en sus múltiples facetas lo esencial de la figura. Pues si vemos de cerca la variedad de imágenes desplegada por el poeta hallaremos que nada se repite, ni emerge gratuita o fortuitamente. Cinco de seis imágenes aluden al fuego, brasa o luz, o ambas cosas a la vez: «fuego con viento», «víbora de luz», «enredadera de ascuas», «leonzuelo relampagueante» e «incendio agudo». El ardor del Maestro queda bien subrayado. Y nótese esto: en las cinco se refleja también la viveza y movilidad de aquel gran espíritu, pues si el viento es sustancialmente movimiento, la víbora, balanceándose para saltar, la enredadera que insaciable trepa hacia su cielo, el relámpago fulgurante y la llama viva son fenómenos que dicen inquietud ascendente, como la del modelo, pero cada cual a su margen y expresando peculiar matiz.

Entre los títulos que Juan Ramón pensó poner a su proyectado libro sobre Giner, uno de ellos rezaba así: Un león español. (Pese a la «santidad» del personaje el título responde a sus actos y a su carácter indomable.) Aquí le llama «leonzuelo relampagueante» y la metáfora añade algo a nuestro conocimiento del personaje.

Cuando, en seguida, menciona los nombres con que familiarmente designaban a Giner quienes «tan bien lo desconocieron», nos está mostrando el reverso de la medalla, o, mejor dicho, la faz divulgada por quienes no supieron captar la llama, la luz, la fuerza transformadora del héroe.

El final del párrafo sugiere la hondura de esa sima que era el alma noble y apasionante de Giner. Y lo sugiere con esta metáfora: «infierno espiritualizado», asonancia para otra, enunciada anteriormente, que de propósito omití mencionar para comentarla aquí junto con su gemela: «diabólica llama». Precisiones necesarias para contrastar con tanto cándido angelismo como se ha vertido para diluir la pujanza de la excepcional figura y alejar la idea de que la empresa renovadora de España intentada por Giner podía realizarse en el clima de leyenda rosa, o de leyenda lila (como calificó Francisco Obregón Barreda la forjada en torno a Menéndez Pelayo, otra víctima de sus glosadores), sin su punta de agonía inevitable.

El segundo de los tres párrafos en que está organizado el capítulo tiene análoga estructura, no menos expresiva del   —221→   carácter descrito. Imágenes también, pero más amplias, onduladas y resonantes. Si las anteriores eran chispas, éstas son brasas en la prosa. Aquéllas eran iluminadoras, al modo del rayo que un instante revela el misterio; éstas calan hasta lo hondo y describen con exactitud el alma del modelo. El encadenamiento imaginístico es total y las diferentes oraciones señalan en el párrafo la variación temática (como se diría en términos musicales). Pensé subrayar los motivos metafóricos, pero no es posible hacerlo; todo es metáfora: «Sí, una alegre llama condenada a la tierra, llena de pensativo y alerta sentimiento; el espectro sobrecojido, ansioso y dispuesto de la pasión sublime, seca la materia a fuerza de arder por todo y a cada hora, pero fresca el alma y abundante, fuente de sangre irrestañable en un campo de estío. Y sus lenguas innumerables lo lamían todo (rosa, llaga, estrella) en una caritativa renovación constante. En todo era todo en él: niño en el niño, mujer en la mujer, hombre como cada hombre, el joven, el enfermo, el listo, el peor, el sano, el viejo, el inocente; y árbol en el paisaje, pájaro y flor, y, más que nada, luz, graciosa luz, luz.»

Analizaré rápidamente esta página: imágenes definitorias, de largo aliento, donde la coma o el punto y coma sirven para marcar un leve giro en la frase; para suscitar una ampliación de sentido, un complemento a lo dicho. No es ya, como en líneas anteriores, el sustantivo calificado por otro sustantivo («víbora de luz», «enredadera de ascuas», «fuego con viento») o por un adjetivo o adverbio («leonzuelo relampagueante», «diabólica llama», «infierno espiritualizado»), sino que en una misma oración prolonga la imagen: la «llama» no es tan sólo «alegre», o «alegre y condenada»; con curiosa insistencia se detalla: «alegre llama condenada a la tierra, llena de pensativo y alerta sentimiento», es decir, tres calificativos para un sustantivo, y uno de aquéllos («llena») bifurcado y con doble contenido. Esta triplicación del adjetivo la encontramos también en la oración siguiente donde «el espectro [...] de la pasión sublimada» está a la vez: «sobrecojido, ansioso, dispuesto».

El final del párrafo es acaso lo más notable de esta singularísima pieza de prosa. Persiste en el empleo de combinaciones ternarias y para mostrar que a todo alcanzaba el amor de   —222→   Giner, habla de «rosa, llaga, estrella», en que están simbolizados la hermosura del mundo, el sufrimiento del hombre y la ilusión que le permite vivir. La oración final resume en brillantísima síntesis el significado de la caridad inmensa y total de Giner: su identificación con el niño, la mujer, el hombre, el joven, el listo, el enfermo... pues el amor lo alcanza todo y se sitúa a la altura justa del corazón que lo necesita. Sí; vemos lo acertado de evocar a Giner como fuego con viento, yendo de un lado a otro y contagiando su hermosa pasión, sólo que en este caso la llama encendía entusiasmos y alentaba voluntades. Lo que empieza en la llama acaba en la luz, pero no sin evocar la imagen del árbol para sugerir ideas de solidez, matizadas por lo que sigue: «árbol en el paisaje, pájaro y flor, y, más que nada, luz, graciosa luz, luz». La enumeración («árbol», «pájaro» y «flor», «luz») precipita al lector en un pequeño caos de sentimientos contradictorios, pero en esa contradicción gana la imagen una complejidad que restituye la figura del modelo en cuanto de diverso y a menudo contradictorio hay en el alma del hombre.

Y el último párrafo del retrato se refiere a la obra de Giner, al resultado de su actividad, en forma paralela a la empleada para expresar su figura. Verbos en pretérito se ligan en rápida sucesión, adelantando rápidamente la frase: «Taló, besó, achicharró, murió, lloró, rió, resucitó con cada persona y con cada cosa». Y para terminar, con sabor de apólogo oriental, esa luz que, emergente de la espada, no puede volver a ella y queda «errando ancha, sin bordes en su mecido trigal infinito». Imagen certera para decir cómo la obra, el afán, el impulso siguen viviendo cuando don Francisco, «(¡que pavesita azul!)», muere.

La disposición triple; el doble adjetivo, antes y después del sustantivo; las enumeraciones; los paréntesis, y sobre todo las imágenes importan para comunicar la intuición originaria, pero lo esencial es ésta: fuego, llama, luz, Francisco Giner. Esa intuición desarrollada en la forma, las formas que en parte acabo de indicar, da idea de cómo operaba Jiménez al escribir la prosa excepcional de sus retratos. Al desmontar, pieza a pieza, el precioso mecanismo se advierte su perfección: cada palabra está en su sitio y rinde el máximo de significado que se puede esperar de ella. El conjunto es tan bello y armonioso   —223→   que parece un bloque, masa compacta y sin fisuras nacida según la encontramos; por eso sorprende un poco comprobar que, como siempre, el conjunto depende de la armonía de sus partes y detalles.

Y quiero llamar la atención sobre una singularidad del texto. Si en el primer párrafo destruye la imagen del «Santito», «San Francisquito», en el segundo la reconstruye. ¿Contradicción? No creo. Comienza por barrer el lugar común de la beatería partidaria para, despejado el terreno, decir su verdad sobre el amor, la caridad del personaje. A nadie escapará la semejanza entre San Francisco de Asís y el don Francisco Giner pintado por Juan Ramón.

La utilización de las metáforas como medio de presentación del personaje sirve decisivamente a la calidad poética de la invención. El método es sencillo. Acabamos de verlo en Giner y los ejemplos podrían multiplicarse. Me limitaré a señalar el que abre el primer retrato de la serie: Bécquer. He aquí un poeta desvalido frente a la vida; he aquí un poeta que para resistir al «huracán» no cuenta con otra defensa que su voz, su canto, su «lira». Es un poeta romántico, mas para situarlo en su época, en su momento, Juan Ramón no mencionará la palabra esperada y obvia, y mucho menos hará referencia a circunstancia histórica alguna. Le bastará aludir a dos elementos característicos de la poesía de Bécquer: el huracán (Eras tú el huracán, yo la alta torre) y el arpa (Olvidada veíase el arpa). Estas notas suscitan de golpe el necesario clima becqueriano, el ambiente adecuado para que la persona sea ella misma, inequívocamente, y no la vaga contrafigura de una sombra.

El primer párrafo de la caricatura presenta a Bécquer aventurándose en el huracán: «Bécquer tiende una mano, se echa en el redondo vendaval y sale con él de la gran madre selva, su momentáneo refugio del súbito chaparrón tronador de mayo, instante grato de suave penumbra olorida para su desesperanza.» La imagen puede entenderse, debe entenderse también literalmente, y vemos al poeta, abandonando su precario refugio de arbusto y flor para desafiar el chaparrón, entregándose al vendaval. Pero lo que le da mayor fuerza es sentir, tras esta evocación, tan plásticamente expresada («se echa en el redondo vendaval»), al hombre desvalido, forzado   —224→   a abandonar los precarios refugios de amistad, hermandad y poesía para lanzarse al huracán de la vida, del amor que habría de destruirle. Y nótese cómo el verbo empleado («se echa») sugiere ideas de confianza, de abandono, incluso de fatalidad en cuanto al temporal destinado a arrastrarle, mientras el adjetivo «redondo» indica que el viento viene de todas partes, azota desde los cuatro puntos cardinales y no ofrece posibilidades de esquivarlo, de soslayarlo.

La oración siguiente continúa la imagen con expresividad admirable: «Tembloroso, cianótico, tosedor, cojiéndose al mismo tiempo contra la ola alta su inquieto sombrero de copa, envuelve, lucha difícil, en la capa corta que le tapa apenas la friolencia de entretiempo verde y ciclón, polvo y gota, el arpa irreal.» Será difícil decir mejor y más gráficamente la lucha del poeta, y no de uno cualquiera, en abstracto, sino de Bécquer. Aquí están las notas personales, alusivas a la enfermedad: «tembloroso, cianótico, tosedor»; en segundo lugar la de época: «sombrero de copa», y al fin, la poesía suya: «arpa irreal». Este arpa se identifica a continuación con palabras inequívocas: «¿La raptó, entonces, aquella mañana en el ángulo oscuro del salón, llenas sus cuerdas desnudas, como el almendro de flor, de alas dormidas?» Subrayo la cita literal, escogida adrede para lograr rápidamente la identificación, y llamo la atención del lector sobre el fenómeno, ya observado, de metaforización en cadena: la expresión «el rapto», como si el arpa no fuese un objeto sino un ser, va complementada por las metáforas «cuerdas desnudas, como el almendro en flor, de alas dormidas». Y digo metáforas, en plural, pues la que pudiéramos llamar principal incluye las dos subordinadas que destaco poniendo la adjetivación en cursiva.

Lo esencial sobre Bécquer está dicho en esas líneas; ahí se sintetiza lo que fue y representó el poeta, su vida, su agonía, su poesía. Quien conozca la biografía del autor de las Rimas podrá, incluso, deducir cuáles fueron los sucesos cuyo conocimiento suscitó en Juan Ramón la intuición originadora del retrato, tan lleno de verdad en cuanto reflejo de un conflicto trágico y fatal, de lo que sin exageración y sin engolar la voz pudiéramos llamar, muy exactamente, un destino.



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Peculiaridades de la prosa

La prosa tradicional, vehículo sin intención artística (según dicen), utilizada como instrumento, sin propósito de extraerle las posibilidades de belleza que lleva dentro, solía contentase con la eficiencia. Y digo solía porque en Galdós, Pereda, Pardo Bazán y otros novelistas del siglo XIX (por no referirme a Cervantes, Fray Luis de Granada o Quevedo) son más frecuentes de lo que se cree los ejemplos de prosa bien pensada, calculada y construida para lograr belleza expresiva. En todo caso la intención artística no se daba siempre y esta es la diferencia entre ellos y los modernistas.

Juan Ramón Jiménez, becqueriano y rubendariano al comienzo, parte de los cambios experimentados en la prosa de sus escritores favoritos, sin olvidar las reminiscencias de lecturas: Baudelaire, Mallarmé y Rimbaud. En la primera época, los ejemplos de Bécquer, Rubén y Martí -creo yo- influyen decisivamente sobre él. Más adelante las novedades de Francia se darán de alta en su obra, como luego trataré de mostrar.

Empezaré refiriéndome a las razones íntimas del cambio en la construcción de la prosa, fijándome en los capítulos de Españoles de tres mundos, donde la hallamos evolucionada, perfecta. Lo primero que en estas páginas atrae la atención es la singularidad de las imágenes y la adjetivación. La novedad imaginística acabo de estudiarla; gracias a ella el efecto, los efectos de sorpresa, se suceden y los personajes retratados emergen bajo nueva luz; literalmente: bajo el foco de una iluminación desusada.

¿Cuál es la causa del apuntado desbordamiento de originalidad calificadora y metafórica? ¿Es consecuencia de un esfuerzo continuado, de un permanente afán por escribir «distinto»? La respuesta es sencilla: Juan Ramón escribe desde su punto de vista, desde su temperamento y peculiar modo de ver y sólo por eso ya los modelos le aparecen diferentes. Son visiones subjetivas, suyas, en las que no se interpone el relente dejado por la mirada y la apreciación de otros. La eliminación del lugar común basta para despejar el terreno, y al eliminarlo de la visión lo destierra simultáneamente de la expresión.

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La visión nueva provoca nueva expresión y de ahí se deriva la sorprendente adjetivación y la inventiva imaginística ya señalada. Y no habrá arbitrariedad en las notaciones, pues quien viera alguna vez al pintor Solana, deambulando por Madrid (o por Santander, en los meses de verano), advertirá lo exacto de esa presentación en que le vemos andar «emperchado», girando difícilmente, «como una veleta desmontable, atornillado mal por la suela», o de las alusiones a Unamuno «dinámico sonámbulo por este sueño de la vida», pues no sólo le vemos cuando, Gran Vía abajo, marchaba, solo o acompañado hacia Recoletos y la Castellana, sino en aquellos diálogos consigo mismo en que, a través de una seudo-conversación, perseguía sin dejarse despertar el sueño de su divagación entrañable.

Falla es «tecla negra de pie», y Achúcarro, «la Aurora». El ejemplo resulta en este último caso singularmente expresivo. Para señalar su comunicación con la vida, su vitalidad rica y desbordante, dice: «Se ve que le está tocando, en ardiente entusiasmo, el centro del corazón, por algún sitio delicado y hondo, a la vida.» La gracia de la imagen no obedece tanto a lo que representa en su invención como a la forma de expresarla y particularmente a la de precisar, mediante sucesivos incisos, el alcance de la intuición.

Y esto me lleva a decir algo acerca del uso de la coma en la prosa de Juan Ramón Jiménez. El lector observa en seguida la prodigalidad de signos ortográficos, y especialmente sobreabundancia de comas. Releamos: «Se ve que le está tocando / en ardiente entusiasmo / el centro del corazón / por algún sitio delicado y hondo / a la vida.» Dejando a un lado el hipérbaton, hallamos cuatro períodos de ritmo marcado con predominio de asonancias en ao, cada uno de los cuales nos acerca al núcleo esencial de la imagen («se ve que le está tocando a la vida», sería ese núcleo) por aproximaciones bien calculadas. El período n.º 2 precisa el estado de ánimo, la exaltación del retratado, mientras el n.º 3 dice lo entrañable de su comunicación con la vida y el n.º 4 añade un toque complementario del anterior y del n.º 1; un toque, si cabe decirlo, sespiriano, por aquello de «el corazón del corazón», a que se refería el gran precursor de tanta poesía bella.

En esta breve oración las comas sirven para destacar todos   —227→   y cada uno de los períodos, que a la vez lo son de ritmo y de significación; ellas dan plenitud a la frase al realzar, enumerándolos, cada uno de los incisos, obligando al lector a fijarse en lo que van añadiendo o, mejor dicho, a notar cómo van completando el sentido de la imagen, transmitiéndonos en su perfección la figura de Achúcarro según la intuyera el poeta.

Otro ejemplo de prodigalidad en el uso de las comas lo escojo del capítulo 11, Carmen: «Con su imaginación morena y fosfórica y su ardiente hablar pintoresco, gracioso, de mora céltica del norte, ilumina, esculpe, ríe, talla, mima, suscita personas, cosas.» La primera parte de la oración no tiene coma alguna, y la razón es clara: Juan Ramón asociaba imaginación y palabra y deseaba que el lector hiciera lo mismo; por eso la frase va seguida y las conjunciones se encargan de ligar los períodos de significación, dándoles superior unidad acorde con las asociaciones mentales suscitadas en el autor por el dinamismo verbal de quien al hablar derrochaba, en la palabra, la imaginación.

Una vez afirmada tal unidad, el signo ortográfico reaparece profusamente para remansar la atención y escalonar las calidades específicas de esa charla y esa imaginación, señalando, sobre lo pintoresco, lo gracioso y junto con ambos el andalucismo norteño y las formas en que la palabra de Carmen define, crea el mundo alrededor suyo. Pues de eso en última instancia se trata: de mostrar cómo imaginación y palabra fundidas van inventando, suscitando «personas, cosas». Seis verbos en indicativo describen el maravilloso fenómeno de invención y descubrimiento del mundo, y cada uno de ellos dice algo distinto, se refiere a diverso modo de acción; tres (iluminar, esculpir, tallar) tratan de la acción proyectada sobre el objeto mismo; los otros (reír, mimar, suscitar) aluden a la acción en el inventor, a la actitud a través de la cual van a ser destacadas, por imitación, subrayado, exageración, ironía, las cualidades del ser o de la cosa descritos.

En el retrato de Solana es quizá donde el empleo de la coma resalta con trazo más acusado y sirve más eficientemente a la técnica del caricaturista. Las comas separan las imágenes sin aislarlas, y gracias a ellas, como en el ejemplo anterior, la acumulación no estorba al dinamismo del conjunto. Veamos «Ente ya de talla, alcanfor, mojama; ahorcado, ahogado, difunto,   —228→   esmerilado de su vitrina, vitrina él mismo, una, uno más de museo arqueológico; cuando quiere salirse de su propia historia, no encaja ya en historia alguna de hombre. (¿En qué historia de mujer, de qué mujer ¡Dios santo!, encajará?)»

Ni una sola de las calificaciones atribuidas a Solana resulta arbitraria y bajo la supuesta intención caricaturesca resalta la gran verdad señalada con lo que ya casi no es imagen, sino señal de las propiedades secretas de la persona. Sin querer acaso, por una ligera desviación, lo atribuible al pintor se funde con los atributos de la obra, y al hacerlo Juan Ramón da muestras de gran agudeza, pues Solana era personaje de sus propios cuadros, una de las figuras pintadas por él mismo, provisionalmente evadida de la tela para transitar un tiempo por la tierra española, en espera del día en que había de reingresar para siempre en su mundo.

Los adjetivos seleccionados huelen a muerto y señalan al pintor como vivo condicional, provisional, en tanto se ultiman las formalidades necesarias para acogerle en su auténtica esfera, en su pictórico panteón definitivo. «Alcanfor», «mojama», y de uno al otro, con el desplazamiento entre la defensa contra la polilla y lo reseco y fibroso de la momia, la frase camina a su final, de coma en coma, es decir, presionando al lector para que contemple el problema, el tema, desde cada uno de los adjetivos, desde cada uno de los matices, hasta desembocar en esa vitrina donde le vemos y en la cual no solo está, sino es, aclarando la situación por virtud de la coma, y nada más; marcando la rápida transición del «una, uno» sin necesidad de esclarecimiento ulterior.

El uso de la coma ahorra rodeos y digresiones, permitiendo a la prosa caminar derechamente, y al mismo tiempo decirlo todo. Adjetivación expresiva, imágenes ligadas y acumuladas, sucesión sin glosa ni digresión, reunidas producen esa curiosa sensación de decirlo todo, lenta, cuidadosamente, como el niño aplicado que no quiere dejarse en el tintero nada de lo que sabe, y al mismo tiempo todo se dice sucinta, escuetamente, con la viveza y la gracia exigibles, en un tiempo dinámico que lleva cada retrato rápidamente, velozmente, hasta su fin.



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Neologismos

Todavía no fueron bien entendidos los neologismos de que Juan Ramón Jiménez hace tan singular empleo en su obra. Con relación a la poesía en verso me referí al tema en el curso 1958-1959, profesado en la Facultad de Humanidades de la Universidad de Puerto Rico22, y sin entrar a fondo en la cuestión quiero recordar ahora algo de lo expuesto en aquella oportunidad.

La utilización intensiva del neologismo es en el autor de Platero relativamente tardía. No que en la primera época falten en absoluto, pero sí que los de entonces tienen el carácter ocasional (fortuito, podríamos decir) con que generalmente aparecen en la obra de otros escritores. Sólo en los trabajos de la segunda mitad de su vida el empleo del neologismo se hace sistemático y abundante.

Los puristas, y hasta quienes no lo son, suelen oponerse al empleo de palabras de nuevo cuño, por considerarlo expresión del capricho y la arbitrariedad del escritor. Esto implica una visión parcial y limitada, o parcial por limitada, de la cuestión. Jiménez usa y hasta abusa del neologismo, pero debemos preguntarnos si no hay una causa, algo que explique y justifique esa tendencia a la invención de nuevas palabras. ¿Acaso el idioma no tiene suficientes?, dicen los puristas, olvidando que el poeta puede verse obligado a forjar su propio lenguaje para expresar lo nuevo, a inventar formas aptas para decir y revelar lo indecible.

Respecto a la poesía señalé lo extraño y fatal (en el sentido de fatalidad estética) de neologismos como aquel registrado en Canción:

«Y una errancia me coje ajena y mía, mía y de ala;»



La palabra errancia es puro invento para representar algo dotado de la cualidad de lo errante; no se refiere a nada concreto sino a un efluvio de lo que pasa y porque pasa. Como   —230→   se diría una fragancia, aludiendo a la calidad del aroma dejado por la flor o el perfume, así se llama errancia al rastro de algo que vaga por el espacio y al pasar le capta y se lo lleva; es la estela de lo errante, en donde se engancha, tal vez, el corazón.

En la prosa, y concretamente en Españoles de tres mundos, abundan los neologismos. Me limitaré a señalar unos cuantos ejemplos, dejando al lector curioso la tarea de concluir el inventario y clasificarlos de modo completo. Con fines expositivos los ordenaré en tres grupos: el primero incluye los más sencillos, meros cambios en la conformación de ciertos derivados, atribuibles seguramente a la aversión por las adjetivaciones manidas; el segundo se refiere a palabras de corte personal más acusado, pero siempre relacionadas y como derivadas de otras; en el tercero figuran claras invenciones logradas a menudo por paralelismos de sentido con otros vocablos.

Los más frecuentes son los del primer apartado, en el cual encontramos, entre muchos, «oloso mar», refiriéndose al oleaje; «ojos roseados», para evitar rosados y enrojecidos, ninguno de cuyos términos expresaría bien lo sugerido por el vocablo acuñado por él; «aria rasposa», aludiendo a lo desacordado, desentonado de la canción que se canta (se cuenta)...

En el segundo grupo hallamos «pico piador», por el de los pájaros, con claro equivalente y legitimidad en ladrador o aullador; «andaba emperchado», para sugerir la imagen de la percha según la cual estaba viendo al personaje; «solerías inmortales», referido a los suelos de algún fabuloso jardín Elíseo, parece tener dentro algo popular y no me extrañaría que la palabra fuere utilizada por el pueblo en alguna comarca cuyo lenguaje diario no me sea bien conocido.

El tercer apartado incluiría palabras como sonlloro («la sonrisa o el sonlloro de esta esperadora cubana», dice de Serafina Núñez), en donde se descubre la intención de crear un vocablo paralelo al que aquí mismo vemos empleado. «Sonlloraba y sonreía», dice en La noche mejor, Romances de Coral Gables, e invenciones del mismo tipo encuentro en Animal de fondo, especialmente aquellas, tan hermosas y significantes:

«Conciencia en pleamar y pleacielo, en pleadios, en éstasis obrante universal.»



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Si frente a risa hay lloro, ¿por qué no, junto a sonrisa, sonlloro? Y lo mismo: si hay plenitud de mar en marea alta, cuando el mar todo lo llena, ¿ por qué no plenitud de cielo cuando éste lo colma todo y desborda en el universo y en el alma? Cielo y Dios en marea alta, en marea viva y crecida, en plenitud de marea espiritual: pleamar, pleacielo, pleadios... Nadie podrá calificar de gratuitas invenciones verbales ajustadas a realidades profundas emergentes de súbito en el lenguaje gastado de las emociones y los sentimientos cotidianos.

El estudio del vocabulario juanramoniano no se agota con el de la adjetivación y los neologismos; un análisis detallado exigiría mucho espacio y destruiría la arquitectura de este apartado. Quédese para otro momento, pero antes de concluir permítaseme señalar dos o tres detalles curiosos. Por ejemplo, la utilización de nombres propios como adjetivos: «Tanto Rubén Darío en mí» (Rubén Darío), dando a entender una deuda y una riqueza expresada por el nombre del poeta más amplia y precisamente que pudiera hacerlo cualquier otro vocablo.

Serían de ver, también, los efectos derivados de la simple repetición de una palabra para sugerir, a través de la insistencia, una idea determinada. Así, la de enfermedad: «Tos, sin sonido, pobreza, tos, nieve, tos, arte, tos.» (Eduardo Rosales), y cómo esta oración u otra análoga se desarrolla paralelamente en diverso fragmento del retrato.

Toques personales, manierismos, en el empleo peculiar de determinadas palabras: «Mejor», por ejemplo, que suena diferente cuando su posición en la frase no es la acostumbrada «Alfonso Reyes, amigo siempre mejor de Rubén Darío.» (Rubén Darío). La traslación del adjetivo altera su sentido y lo mismo ocurre cuando el nombre queda encuadrado entre dos calificativos: «violento vasco fatal» (Basterra). Usualmente el sustantivo precede a los adjetivos; más insólito es colocarlo entre éstos, y todavía es menos frecuente que la palabra utilizada como sustantivo adquiera tal resonancia que implique un atributo, una calificación.

Desde otro punto de vista convendría estudiar los efectos de la reiteración y la repetición, pero el tema es tan vasto que prefiero dejarlo intacto, para dedicarle algún día un estudio pormenorizado en el cual no solamente se incluirían ejemplos   —232→   tomados de Españoles de tres mundos, sino de otras prosas y también, desde luego, de poemas juanramonianos.

La tensión de Españoles es tal que acaso no se registra en todo el volumen una caída, un desfallecimiento, una vulgaridad, un lugar común aceptado o colado de matute. La vigilancia del poeta es extremada; el lenguaje expresa fielmente la intuición y ésta es personal, original, adversa a lo mostrenco. Por eso faltan en absoluto las zonas de relleno, insignificantes, suprimibles, que como una condenación suelen aparecer en la prosa de excelentes escritores. Aquí cada línea es necesaria y genuina, salida de dentro, y la retórica una invención personal, renovada sin cesar, del poeta. Imágenes, vocabulario, orden de la frase, reiteraciones, contrastes, silencios... Todo es inequívocamente suyo y acorde con la visión reflejada.




Parentescos

Alguien se preguntará: ¿de dónde viene está prosa?, ¿qué o quiénes influyeron en ella par a hacerla según llegó a ser23? Estamos lejos de Bécquer y de los modernistas españoles, pero no, en cambio, de algunos escritores hispanoamericanos, Martí por ejemplo, de quien Juan Ramón pudo aprender el brío y la concisión aunque ajustando lo mejor de esos dones a sus propias necesidades. Lector y admirador de Martí, recibió de él una lección esencial en cuanto a la actitud de libertad frente a la creación literaria, al ímpetu sofrenado y a la capacidad para acumular mucho en poco, elaborando una prosa densa y rica, cargada de sugestiones y sobreentendidos.

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La diferencia más acusada entre Martí y Jiménez estriba en que el primero vive dentro de una tradición retórica oratoria, castelarina sobre todo, mientras el autor de Platero está ya fuera de ella. De ahí la superioridad del segundo en cuanto a condensación y desarticulación de la frase, apoyándose menos en las antítesis y similitudes, y más en las imágenes.

En cuanto a los extranjeros, habríamos de fijar nuestra atención en los poetas franceses cuando escribían en prosa, pues son los que, según creo, Juan Ramón leyó con más cuidado. Para empezar veamos en Baudelaire.

Si repasamos los «pequeños poemas en prosa» hallaremos que en dos o tres momentos surgen temas o formas que recuerdan algo los de nuestro poeta, pero las semejanzas son vagas y no se puede establecer un paralelo concreto entre las páginas bodelerianas y las de aquél, especialmente en Españoles de tres mundos. Quizá respecto a textos anteriores el parecido podría insinuarse con fundamento, pues si el asno de Un plaisant no coincide con Platero sino en pertenecer a idéntica especie, sí pudiera pensarse que le viene de Baudelaire la actitud de piedad y amor hacia los niños pobres de que es ejemplo Le joujon du pauvre, o la consideración del mar como ser vivo, humanizado hasta cierto punto, según aparece en Déjà: «cette mer si monstrueusement seduisante, de cette mer si infiniment variée dans son effrayante simplicité, et qui semble contenir en elle et representer par ses jeux, ses allures, ses colères et ses sourires, les humeurs, les agonies et les extases de toutes les âmes qui ont vécu, qui vivent et qui vivront!»

En las prosas del primer Juan Ramón, en trabajos breves tales como La cosa triste, Los rincones plácidos o Los locos la influencia de Baudelaire es visible en el tono sentimental y en la temática; con el tiempo el autor de Españoles abandona esa actitud y según cambia el estilo va pareciéndose menos al poeta de Pequeños poemas en prosa, así como su poesía se distancia de la antaño influida por Hugo; Samain, Verlaine o Francis Jammes.

A partir de 1918-1920 la presencia de Rimbaud se siente con más fuerza. Tal vez (no lo sé) su conocimiento de la obra rimbaldiana es tardío. En la Sala Zenobia-Juan Ramón, de la Universidad de Puerto Rico, hay un ejemplo de las Oeuvres de Arthur Rimbaud, edición del Mercure de France, con el   —234→   controvertido prólogo de Paul Claudel, que lleva una inscripción autógrafa de Juan Ramón con el nombre de Zenobia y el suyo, y debajo la fecha: Madrid, 1919, señalando así, según a veces hacía, la de adquisición del volumen. No quiero decir con esto que hasta entonces no hubiera leído al autor de Illuminations, pero el ejemplar de referencia guarda señales de lecturas atentas y está anotado y señalado en diversos puntos, subrayando versos, poemas completos, líneas de prosa, y poniendo al margen signos reveladores de su curiosidad y su atención. Como los subrayados y rayados no son muchos, me pregunto si Juan Ramón no poseería con anterioridad otros ejemplares de Rimbaud, que tal vez se encuentren entre los libros hoy custodiados en la Casa de Moguer.

Con relación a los cinco poemas en verso marcados en el ejemplar de la Sala Zenobia-Juan Ramón me interesa destacar el hecho de que Le dormeur du val está íntegramente subrayado, pues tengo vehementes sospechas de que el recuerdo de este soneto estuvo presente de alguna manera en el subconsciente de Juan Ramón, cuando éste, veinte años más tarde, escribía en la emigración sus espléndidos poemas de guerra, y especialmente el titulado El más fiel.

Uno de los cuatro fragmentos señalados por Juan Ramón en el prólogo de Paul Claudel destaca un fenómeno que pronto se produciría en la obra de aquél. El prologuista escribe así «En ese vigoroso imaginativo la palabra como desaparece y reina la alucinación: los dos términos de la metáfora le parecen tener casi el mismo grado de realidad.» Tales palabras podrían aplicarse al Juan Ramón de las últimas plenitudes y quién sabe si en las palabras de Claudel, como a veces ocurre, encontró formulada nítidamente la necesidad estilística que su nueva actitud creadora reclamaba.

Entre las páginas en prosa señaladas por Juan Ramón hay varias que de una u otra manera recuerdan su obra. En Après le déluge, por ejemplo, subraya: «Dans la grande maison de vitres encore ruisselante, les enfants en deuil regardèrent les merveilleuses images.», y no será temerario atribuir el subrayado a que el autor de Platero recordó al leerlas algún momento de su Moguer natal, en la casa, tras la lluvia, mientras «los niños» miraban libros o estampas y él pensaba en el borriquillo cercano. Los capítulos Tormenta y Susto de la   —235→   elegía andaluza muestran, diluidos y dispersos, elementos semejantes a los perceptibles en las líneas copiadas.

Algunas de las imágenes subrayadas en las prosas de Illuminations suenan a Juan Ramón y tal vez las anotó al reconocerlas, notando el parentesco con las propias; así en Phrases: «Pendant que les fonds publics s'écoulent en fêtes de fraternité, il sonne une cloche de feu rose dans les nuages.» O en Enfances:

«Des fleurs magiques bourdonnaient. Les talus le berçaient [...]. Les nuées s'amassaient sur la haute mer faite d'une éternité de chaudes larmes.»



Son doce los fragmentos en prosa de Illuminations y Une saison en enfer acotados por Juan Ramón y no pienso comentarlos todos. Tanto más cuanto la semejanza entre ellos y ciertas páginas de nuestro poeta es fundamentalmente de tono. Lo que él encuentra en Rimbaud es la agudeza e incisividad del trazo, rapidez y concisión, la elipsis y la abreviatura que le permiten decir muchas cosas con una mera insinuación, con un ademán.

¿No le sirvió Rimbaud como ejemplo para despojarse de sentimentalismos, del emocionalismo excesivo que tanto afecta sus primeros versos y hace casi insoportable la lectura de Rimas? Rimbaud fue para él un ejercicio de ascesis y en algún caso (pienso en Le dormeur du val) le sugirió la posibilidad de mostrar la muerte como espectáculo natural, según allí aparece. Para terminar, citaré otro párrafo rimbaldiano subrayado por Juan Ramón, pues en él atisbo un nuevo ejemplo de «reconocimiento», de identidad y fraternidad entre ambos líricos. Está en Adieu, el fragmento final de la Saison, y dice así: «J'ai essayé d'inventer de nouvelles fleurs, de nouveaux astres, de nouvelles chairs, de nouvelles langues. J'ai cru acquérir des pouvoirs surnaturels.» ¿Y no fue esa la creencia de quien, en la hora penúltima, creyó haber logrado un dios por la poesía, inventado un dios por la poesía? Y, como el francés, acabó sintiéndose frustrado, incapaz de expresar adecuadamente tanta riqueza como le aportaban imaginación y recuerdos.

Si la similitud con Rimbaud parecerá a algunos un tanto difícil de aceptar por la divergencia de caracteres y destinos,   —236→   no creo que para nadie ofrezca duda la coincidencia de actitudes, en muchos aspectos, entre Mallarmé y Juan Ramón. Igual vocación por el trabajo arduo y exigente; idéntico ardor por conseguir lo delicado y perfecto; análoga voluntad de escribir para «la inmensa minoría», y el mismo amor, con absoluta entrega, a la tarea creadora. No, no es con Valéry, tan cerebral, con quien habría de emparejarse a Jiménez, su antípoda, sino con el delicado y genuino autor de Igitur, el poeta de las experiencias y el sentimiento, rigoroso sí, pero con emanación, según decía nuestro amigo.

Falta espacio para esbozar un paralelo entre la obra de uno y otro, pero permítaseme al menos, en este lugar, anticipándome a lo que en otra ocasión desearía exponer con más calma, que en la prosa de Mallarmé advierto el amor a lo personal, al giro único, a la ruptura del lugar común que constituye una de las características más evidentes del Juan Ramón de las prosas tardías y especialmente de las siluetas de Españoles de tres mundos.

Mallarmé escribió, entre otras prosas, las reunidas bajo el título: Quelques médaillons et portraits en pied; textos diversos en intención, extensión y carácter, desde la relativamente larga conferencia sobre Villiers de l'Isle-Adam o el discurso pronunciado en el cementerio de Batignolles con ocasión del entierro de Verlaine, hasta los breves fragmentos dedicados a Laurent Tailhade, Edgar Poe, Whistler, Edouard Manet y Berthe Morisot. Siendo diferentes de los retratos trazados por Jiménez, tienen de común con ellos el prestigio de la forma, la densidad y elegancia del estilo y la continuidad imaginística. Mallarmé, como el autor de Platero, veía en imágenes, y como él sabía expresarlas con resplandor peculiar, adjetivando de modo inesperado y exacto, poniendo en las palabras de siempre algo insólito y distinto.

Cuando hablo de influencia entre escritores de esta talla quiero decir que unos y otros pertenecen a la misma línea, son miembros de una familia de espíritus para quienes la obra de arte es expresión rigorosa y perfecta de lo suyo más entrañable. Sutiles, pero claras, las relaciones Rimbaud-Juan Ramón y Mallarmé-Juan Ramón esperan el estudio minucioso que de momento no puedo ni esbozar.

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Finalmente, para cerrar este apartado, quiero decir algo más sobre uno de los capítulos de Españoles de tres mundos no incluidos en la primera edición de esta obra, pero que según las notas del poeta había de figurar en la versión completa. Me refiero al segundo de los retratos dedicados a Antonio Machado y deseo destacarlo porque hallo una reminiscencia directa del retratado en el retrato. Los versos finales del poema Iris de la noche, de Nuevas Canciones, dicen así:


«Y tú, Señor, por quien todos
vemos y que ves las almas,
dinos si todos, un día
hemos de verte la cara»24.



Este final de sobrecogedora belleza está recogido en el último párrafo del retrato machadesco: «En la eternidad de esta mala guerra de España, que tuvo comunicada a España de modo grande y terrible con la otra eternidad, Antonio Machado, con Miguel de Unamuno y Federico García Lorca, tan vivos de la muerte los tres, cada uno a su manera, se han ido, de diversa manera lamentable y hermosa también, a mirarle la cara a Dios. Grande sería de ver cómo da la cara de Dios, sol o luna principales, en las caras de los tres caídos, más afortunados quizás que los otros, y cómo ellos le están viendo la cara a Dios.»

La semejanza es transparente, aunque Juan Ramón haya extraído de la imagen mayor cantidad de zumo, presionando sobre ella en todos sentidos hasta hacerla rendir cuantas posibilidades llevaba dentro. El párrafo transcrito es tal vez el más humano, el de más fuerza evocativa y sugerente de cuantos escribió nuestro poeta, tan grande y lírico en la prosa como en el verso.



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La pintura

Guillermo Díaz-Plaja señaló que el modernismo español «tiene una fuerte impronta pictórica -la del impresionismo»25 - y aunque los paralelos entre obras realizadas con tan distintos medios como son la línea y el color, por una parte, y la palabra, por otra, deben tomarse siempre con suma cautela, pues aplicados a ellas los mismos términos no significan lo mismo, la observación es acertada. La prosa última de Juan Ramón está ciertamente construida mediante acumulación de rasgos y pinceladas que sumados, vistos en conjunto, producen la impresión de constituir sólida y bien trabada unidad.

Escribió Españoles como una serie de retratos y dentro de ella cada silueta está compuesta por superposición de fragmentos. Semejante técnica, en pintura, se parecería más a la seguida por el cubismo que a la del impresionismo. Querían los cubistas descomponer el objeto en esos fragmentos para analizarlos por separado e incorporarlos luego al total, integrándolos en él después de haberles restituido su novedad, su carácter auroral.

Al comentar la página dedicada a Bécquer destaqué su valor plástico. Encontramos al poeta echándose literalmente en la nube de su pasión y no cuesta trabajo imaginarse una visión pictórica de la imagen en que lo literal y lo simbólico aparezcan traducidos y visualizados. ¿Acaso no vemos a Bécquer luchando con el huracán y sujetando precariamente el sombrero de copa, para impedir su vuelo, mientras el viento le arrebata la capa y le fuerza a inclinarse? Otros ejemplos pudiera citar, pero el asunto es tan claro que no necesita mayores comprobaciones. Son numerosos los fragmentos de este tipo, las páginas donde lo escrito parece una descripción de algún documento gráfico, dibujo o grabado que pasa literalmente a la prosa sin perder su acento originario. Juan Ramón, no lo olvidemos, en la frontera entre adolescencia y juventud sintió inclinación a la pintura, y esa afición tardó en abandonarle. Todavía en 1926 trazó, en la estación del Norte de Madrid,   —239→   un pequeño apunte de Berta Singerman, que marchaba de España, y el esbozo no carece de gracia.

No, no es extraño que Juan Ramón Jiménez, durante años, utilizara el retrato literario. Con distinto instrumento, continuaba algo iniciado muy pronto. Y los resultados fueron admirables. La extensa galería lograda por el poeta constituye uno de los libros más originales y atrayentes de la literatura española contemporánea.







 
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