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Exilios desvelados

José Vicente Peiró Barco





Ricardo Bellveser: El exilio secreto de Dionisio Llopis. Alzira, Algar Editorial - del Taller de Mario Muchnik, 2002, y El agua del abedul, Madrid, Visor, 2002.

La novela sobre la guerra civil española de 1936 ha generado numerosos núcleos temáticos -sobre todo desde la transición democrática- como el del maquis, el del personaje de Franco, el puramente historicista o el del exilio, hasta el punto de que cada uno de ellos ha vertebrado un corpus de obras de dispar interés, que generalmente ha sido aglutinado con los títulos de «Novela de la guerra» o «Novela de la posguerra». Entre estos núcleos, la novela del exilio español del 39 ocupa un lugar preferente en las letras españolas desde Max Aub y su ciclo El laberinto mágico, sin olvidar aquella maravillosa creación de 1962 de Carmen Mieza titulada La imposible canción, que relataba la difícil vida de los españoles exiliados en México. La literatura contemporánea española ha encontrado en el tema una de sus fuentes argumentales importantes. Sin embargo, frecuentemente encontramos en los manuales la definición «Novela del exilio» para referirse a las creaciones de los autores que lo padecieron, pero no se hace apenas mención de la «Novela sobre el exilio» -o si se hace es dentro de «Novela de la guerra civil»-; sobre aquella cuya trama argumental gira alrededor de asuntos relacionados con el éxodo de millones de españoles durante y después de la contienda. Por otra parte, «el exilio» suele considerarse como un subtema dentro de un marco generalmente denominado «Realismo social» o como mucho bajo una característica como la del retorno a la narratividad. Sin entrar en polémicas, sugerimos que sería necesario un replanteamiento del tema para encontrar qué vertientes podemos hallar bajo los argumentos de estas creaciones.

Las novelas sobre el exilio destacadas van a quedar marcadas por la que desde este principio de siglo será su referente posiblemente: El exilio secreto de Dionisio Llopis de Ricardo Bellveser. No es necesario descubrir la obra creativa y crítica de Bellveser por ampliamente conocida, aunque suele ser un autor que se adscribe a la poesía. Desde 2002, ya no será factible esta idea, porque su primera gran incursión novelística es uno de los acontecimientos más relevantes de la literatura valenciana -y española- de principios de siglo.

El exilio secreto de Dionisio Llopis es una historia localizada en los últimos días de la guerra civil, cuando las tropas nacionales del general Aranda han entrado en Castellón, y están a punto de hacerlo en Valencia. Es en ese momento cuando un grupo de republicanos decide salvarse de represalias posibles y exiliarse, para lo cual parte hacia la frontera francesa en un autobús, microuniverso de vidas. Desde ese momento, se desatan las peripecias y estallan las circunstancias individuales de cada personaje. Unos cruzarán la frontera, pero otros no. Pero el suspense de la obra radica en la evolución de los acontecimientos de cada ser; en las circunstancias del viaje y en las consecuencias de los actos, para desembocar en la representación de distintos tipos de exiliados.

La obra es plenamente redonda. Y por varios motivos. En primer lugar, porque los personajes van apareciendo sucesivamente hasta dar una imagen global del exilio. De esa manera, se convierten en tipos y símbolos de un mundo novelístico en el que los sentimientos humanos universales y pecados capitales (amor, odio, envidia, codicia, etc., que la guerra descubre, o que pueden darse a la luz precisamente en una guerra donde cualquier asesinato por motivos personales puede confundirse con otro de carácter político) son tanto o más importantes que los acontecimientos políticos que se avecinan sobre las vidas, como también en iconos de la España donde se hizo de lo político un estandarte para la solución de problemas personales. Y en segundo lugar, porque Bellveser, en un alarde de síntesis, opta por dispersar historias individuales, fragmentándolas, pero perfectamente unidas en destinos comunes. Y en tercero, porque la obra está perfectamente cuidada y no hay posibilidades de encontrar deslices históricos o ficcionales en la narración.

La estructura de la obra obedece al esquema de presentación, núcleo y desenlace. Si tomamos en cuenta el referente contextual, es una creación constituida por dos partes confrontadas: una primera constituida por los tres primeros capítulos, donde suceden las peripecias del exilio, y una segunda, el último capítulo, en el que irrumpen los exiliados en el período de la transición democrática, después de la muerte de Franco. Sin embargo, claramente existe una presentación de varios personajes que protagonizan la obra (capítulo 1), el viaje «a los infiernos del exilio» (capítulos 2 y 3), y el reencuentro de los exiliados con la España democrática (capítulo 4). De esa misma forma, los tres primeros capítulos corresponden a la trama de presentación de personajes, viaje y desenlace. Esta estructura responde a la idea del viaje orfeico donde subyace el mito del eterno retorno con múltiples significaciones. Ello nos da cuenta del carácter elaborado de la novela, en la que al autor ha pretendido en todo momento contar historias ante todo, sin que quedara ningún cabo suelto ni ningún asunto pendiente, de ahí esta diversidad estructural del argumento. Si a ello unimos que muchos apartados comienzan con un título, ya del nombre de su protagonista, ya del lugar donde se desarrolla la acción, nos damos cuenta de que dentro de la coralidad de la obra y de la variedad de tipos que desarrolla, se encuentra un sentido total: Bellveser ha dispuesto una realidad fragmentaria de forma ordenada y conjunta, para desde una dimensión individual formar un todo universal con el que ilustrar la tragedia de una época y de sus hombres.

El comienzo es trepidante. Aparece el primer personaje, sobre el que gravitará la mayor parte de la obra, el marqués Rafael de Ardinúa, nada más asesinar a su esposa. En los siguientes apartados del capítulo, Bellveser retrocede en el tiempo para contarnos la historia del personaje y su evolución. En estos fragmentos se aprecia la deuda de la novela con la picaresca y con el grotesco valleinclanesco español. De la misma manera que Rafael parece heredero de Guzmán de Alfarache, el singular personaje de Matilde reúne la condición de ser deforme por un espejo cóncavo. La capacidad de Bellveser como narrador está perfectamente desplegada en el relato de anécdotas como la del viaje con la marquesa a la zona de Alcoy para lograr la fertilidad gracias a los poderes mágicos del paisaje. Es en el ámbito del humor negro (además de esta secuencia, la propia del asesinato de la marquesa y el desenlace de la novela) donde el autor despliega su mayor imaginación y encuentra en el punto de mayor lucidez, como en las situaciones límites de los siguientes capítulos, o en el mismo final de la disputa entre Rafael y José Luis.

Junto a la ironía, Bellveser nos ofrece la simbología de los personajes y situaciones, disimuladas por la vorágine de acontecimientos. Y esta simbología suele encontrarse en dualidades varias. Es como si el autor pensara que sus personajes se han de mover entre mundos opuestos (el pobre Rafael y la marquesa: pobreza y riqueza que acaban unidas por la santidad del matrimonio). Posiblemente, la dualidad que mejor funciona es la que provoca el enfrentamiento final entre José Luis y Rafael: dos maletas que viajan en el mismo portaequipajes. La de Rafael contiene el cadáver de la marquesa, mientras que la de José Luis esconde oro, una pequeña parte del que será el llamado «oro de Moscú». Esta oposición es en realidad un único símbolo: el de una España decadente, donde la riqueza se ha fundido y ha culminado en muerte y en fuga. Es también la muerte y el empobrecimiento de una clase, la aristocrática, que feneció en realidad con la guerra civil. Otras oposiciones temáticas de la novela confrontan personajes exiliados, como es el caso de Dionisio Llopis con Lorenzo Vinyals.

El cuarto capítulo de la novela deja en un segundo plano la narratividad -si se puede argumentar esta idea, porque en ningún momento la novela pierde esta condición- para situar en el primero el examen del exiliado y su vida. No del exilio, sino del exiliado con mayúsculas. El comienzo del capítulo nos presenta los intentos del conseller por rendir homenaje al pintor exiliado Dionisio Llopis. Éste expulsa a la comitiva oficial de su casa, aunque finalmente regresa para plantearle la propuesta y, en unos frescos diálogos, Llopis deshace la aureola mítica que desea propiciarle la política oficial. En estas palabras, se desvelan opiniones subjetivas sobre los exiliados, y quizá sean las más susceptibles de polémicas, pero Bellveser siempre acredita su conocimiento de la realidad para desmontar algunos tópicos, sin negar el sufrimiento de los exiliados y la dureza de sus vidas. La negativa de Llopis a la concesión de la medalla es un alegato contra el poder, capaz de premiar lo que no conoce -en este caso la obra del homenajeado- y de valorar sin tener suficiente juicio, simplemente por impresiones personales siempre carentes de objetividad. Así, quien queda puesto en entredicho en estos apartados, por los diferentes testimonios de los protagonistas del exilio, es el poder cultural. En determinados momentos, subyace la sonrisa sardónica sobre su capacidad de engullir obras intelectuales, sin que realmente exista una planificación para extender su conocimiento a amplios sectores sociales. De esta forma, los exiliados, y sus diversos tipos, son víctimas del poder, quien, al pretender oficializarlos, ha conseguido que, en el fondo, sigan siendo desconocidos aun teniendo medallas o galardones, porque su obra ha permanecido oculta realmente, con excepción de la de algunos.

En el capítulo, Bellveser da cuenta de su conocimiento de la vida cultural actual. Así, se mezclan referencias culturalistas y citas de personajes reales (Rafa Marí, Pascual Pla y Beltrán, Francisco Agramunt, Manuel Aznar o Manuel García, así como sus obras, a veces recreadas) con otros inventados (como el conseller Marcel Queralt o algunos exiliados). La mezcla de ficciones y realidades es constante, porque el universo cultural es un batiburrillo de falacias y verdades, de ahí la desconfianza del autor ante la verdad oficial. Este dominio de ambientes despeja cualquier posibilidad de que la novela no esté completamente acabada. No existe ningún detalle que quede disperso. Están graduados conforme al ritmo y suspense de la obra. El lector que pretenda encontrar alguna tara o algún error cultural perderá el tiempo, porque Bellveser ha controlado en todo momento, por medio de cronologías biográficas de sus personajes, los acontecimientos de su novela. Así, con este brillante cuarto capítulo, su trabajo se convierte en un constante guiño culturalista que busca la complicidad del lector y el ánimo puntillista del concepto de narratividad.

Si Soldados de Salamina de Javier Cercas es la novela de la obsesión por hallar la verdadera historia de un personaje de nuestros acontecimientos recientes, El exilio secreto de Dionisio Llopis es la tierna historia, y a la vez brutal, de esos seres con nombre y trayectoria que han ido cayendo en el olvido, a pesar de los intentos de rescate, oficialistas o no, de su memoria. De esa forma, Bellveser plantea el tema del exilio con sus interrogantes para mediar en la reflexión del lector sobre uno de los períodos más funestos de la historia española. Su novela es una obra sincera, fruto de la experiencia personal como espectador de un universo, el del exiliado, que ofrece literariamente posibilidades hasta ahora inexploradas, que ha abierto el trabajo de un autor que también se ha consumado como un narrador con garra.

Sin embargo, Ricardo Bellveser no ha finalizado su periplo por el exilio con esta novela. En paralelo, ha publicado su poemario El agua del abedul (Premio de Poesía «Jaime Gil de Biedma», en su decimosegunda edición, y accésit de la Junta de Castilla y León), que penetra en un mundo que en la novela figura elidido: el del exiliado en su nueva patria. El poemario podría formar parte de la novela perfectamente, para ocupar el espacio que queda entre sus capítulos tercero y cuarto, dado que aquél finaliza en el momento en que se inicia el exilio de los personajes, y el último narra su retorno y la revelación de sus verdaderas historias desde la transición democrática. De forma independiente, El agua del abedul, como expresión del sentimiento del exiliado que es, ofrece la angustia del hombre perdido en el extrañamiento y la desvalía del destierro. Por tanto, ambas obras son complementarias y podrían formar parte de un conjunto pictórico del exilio, si no fuese por la diferencia de género y, por tanto, de registros y tratamientos textuales y expresivos.

El agua del abedul narra la sensación del exiliado. Como expresó Gonzalo Santonja, es un poemario de preguntas que nunca intenta dar respuestas, porque la poesía nace de la observación del mundo y no del pragmatismo que pretende la resolución de los problemas del hombre, y si es con urgencia, mejor. La obra de Bellveser es la crónica interior del viaje y permanencia del transterrado en su destino, que se simboliza en el agua del abedul del que se obtienen la sustancia para curtir la piel y el vozka en Rusia. El agua, símbolo tradicional de la frescura y de la fuente de la vida, adquiere un matiz oscuro al proceder del abedul; motivo en el que se sostiene lo más particular de un país como Rusia. Nuestro exiliado discurre entre el vozka y la brea desde que parte en el primer poema de la obra, «El viaje», hasta que decide el «Pongamos fin» del último. Vozka para olvidar y brea para soportar las inclemencias naturales: metáforas de las características de la vida en el exilio.

«En cada viaje hay una noche / de horas que se alargan desmedidas», comienza el primer poema. La segunda parte del mismo se titula «Hacia el invierno» y la tercera se inicia con la repetición, a modo de estribillo, de estos primeros versos. La huida del derrotado, más que una tragedia, es la expulsión de un sueño. Bellveser no subraya el dolor; no se complace con el drama: sitúa a su hablante como un personaje observador, el exiliado que contempla la vida desde el distanciamiento. La habitación del hotel de Tula donde se encuentra es el microuniverso de su vida constreñida, y la ventana el orificio desde el que el mundo le comunica la realidad; una realidad ajena que parece no pertenecerle. Hay, en este sentido, un contraste entre la dureza del paisaje y de la vida de los lugareños con la crudeza del exilio. Recuerdo, regreso, huida de la «peste antigua y extraña que se arrastra» (p. 12), mientras se halla «varado en las calles del viejo Moscú» (p. 15), perdido en la Rusia interior: extravío personal confrontado al sufrimiento del pueblo ruso, víctima de un exilio permanente y tan semejante como el del hablante lírico.

Entre la agonía, la añoranza se mezcla con el camino por la hojarasca. El peine de Tula es símbolo de la caducidad del tiempo y de la vida. Desdentado, sobrevive a la Historia en estado de degradación progresiva. Pero, a pesar de estos motivos, los poemarios no dan sensación de pesimismo, no porque todo esté perdido, sino porque la derrota conduce a la frialdad, acorde con la del paisaje ruso.

La segunda parte del poemario, «Encuentro con Moscú», resume la visión de la capital rusa. «Es tu historia un espeso laberinto» (p. 31), comienza el primero de sus poemas. El hablante quizá añadiría «sin salida», pero prefiere seguir observando. La antítesis paralelística que cierra esta composición es significativa de la pérdida del sentido y de la totalidad que alcanza: «El cielo en el infierno, el fuego en el mar». Los siguientes poemas son la continuación del paseo por Moscú, donde la decrepitud crece a cada momento. En este sentido, los gatos del poema homónimo personifican ese estado, allá donde «bebieron los poetas el agua del abedul» (p. 42).

Por contra, en la tercera parte, «El temblor de los amigos», el encuentro con el recuerdo se intensifica. «Concebir la vida no es sino concebir la muerte» (p. 45), por lo que es preferible el pensamiento del carpe diem. Entre estas añoranzas, encuentros y recuerdos, Bellveser llega a aprovechar algún acontecimiento actual, como la fecha once de septiembre («ya no es una fecha vulgar del calendario, / sino que ha sido el fin de la inocencia»), para seguir estableciendo nexos entre el pensamiento y la realidad. El poema final resume todos los pensamientos que se han desarrollado en imágenes, donde el desorientado ha tardado tantos años en poner orden en las ideas «rodeadas de escombros y de coincidencias» (p. 52).

Bellveser ha compuesto uno de sus poemarios más brillantes. El vigor de sus versos se incrementa por la importancia que adquiere la sustancia hecha imagen, representada por el predominio casi absoluto de sustantivos y verbos. Para el autor, adquiere importancia la idea que surge de la metáfora, del vigor y connotaciones de las palabras. Su lírica es una voz continua, en este caso la del exiliado, que en lugar de lamentarse, expresa lo que contempla como si no estuviese presente, no ya de forma distanciada, sino desde el punto de vista de quien no encuentra su lugar físico en el mundo, porque su mente no ha partido del mundo del que procede. El agua del abedul es un poemario sugerente, lúcido. Completa nuestra visión del exiliado. Y la del autor.





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