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ArribaAbajoUn nazareno que le vio llorar

«Y se levantaron y le echaron de la ciudad, y le llevaron hasta la cumbre del monte para despeñarlo...».


(S. Lucas, IV, 29)                


En los días de los Ázimos, Jerusalén es del Señor; y el Señor abre las puertas de sus hogares, como brazos de patriarca, y acoge a todos los hijos de Israel. Pero no caben sus familias en las casas ni bóvedas; y revierten de los muros, y apuntalan sus tiendas y cobertizos al abrigo de los fosos y puentes y en todo campo erial de las afueras.

Aun en los años de peligros y sediciones que ya presagian su asolamiento, Jerusalén rebosa de gentes que conmemoran la Pascua. Quiso el rey Agripa saber su número, y dijo a los sacerdotes: «Apartad un riñón de cada cordero inmolado» (Porque de su cena pascual participan desde cinco hasta veinte comensales). Y fueron separados seiscientos mil riñones.

...Los mensajeros del santuario recorren la Palestina pregonando la fiesta.

Los artesanos dejan sus talleres; los labradores, sus heredades; las mujeres, sus haciendas; y reparan los caminos y quitan las losas de los pozos para mitigar el cansancio y la sed de las caravanas, y encalan los sepulcros para que resalten y así los eviten los romeros y no contraigan impureza.

El monte, la vera y el desierto truenan de cánticos. No quedarán en poblado ni en casal sino los tullidos, los sordos, los ciegos, los enajenados y longevos, y las criaturas chiquitas «que para subir la cuesta del Moriah y de la montaña de los Olivos, necesitan que el padre los lleve de la mano o encima de sus hombros».

Y la Judea, «cuyos guijarros son hierros y en sus montañas se cava y beneficia el cobre»; montañas rotas, fragosas, desolladas; montañas encendidas; montañas como osarios de mundos ya remotos. Mesetas de colinas lisas, cónicas como tiendas de guerreros. Tierras indomables; cárcavas y llagas de wadis y torrentes enjutos. En su silencio infinito, las hordas bravías de los cactos y cardenchas crepitan de lagartos y escorpiones, y se retuercen y van estilizándose sobre un cielo calcinado. País de cenizas y escorias, de aljezares, de pedregal bueno para la vid y la higuera. El desierto duro, rígido, de peña baja con palmito y cañar, y el desierto cegado de torbellinos y olas de arenas humeantes. Y después, cerros calcáreos, cerros velludos de oro de hojas, sobraqueras umbrías, márgenes de basalto, tajadas, profundas, y márgenes de henar, de zízifos, de juncos y papirus; y el Jordán, ancho, limoso, espeso, que se para cuajándose entre islillas de ovas y médanos.

En las raigambres colgadizas de los pobos y tamarindos, se agarran los alciones, que miran inmóviles y voraces la corriente, y, de súbito, se precipitan y sumergen, y salen rompiendo un pez palpitante entre las aristas de su pico, y rasan veloces y callados las aguas... Veras blandas, sembradura, pueblos de cal y de adobes, la labranza, el frescor de los herrenes; y otra vez el río ya rápido, grande, de plata oxidada y cortezas de fungo; roquedales áridos, salitrosos; y la mar de Sodoma, hinchada, oleosa, tan densa que soporta al hombre aunque no nade. En sus orillas se maceran y meditan los esenios de ojos sin mirada, ojos ahondados en las desolaciones del infinito... Y de los peñascos y escombras, y de los vados someros, suben las siluetas de melancólica monstruosidad de los pelícanos que, de cuando en cuando, asierran el silencio con su croar de rebuzno de onagro. Tribu de Judá, la fuerte y dominadora; solar de reyes y profetas; fundamento de Gaza, la victoriosa; de Jericó, la regalada hija de la luna; de Engaddi, que destila vinos y bálsamos; de la excelsa Hebrón, tumba de los patriarcas; de Joppe, que baña sus rodillas en el azul del mar; de Jamnia, la venerable escuela de rabinos...

Tierras verdes pastorales; tierras morenas de labradores; tierras muradas, tierras impetuosas de peñascal guerrero, y tierras mediterráneas; toda la Judea sale a las rutas que empedró Salomón y a los caminos cavados en la roca, y a la raída faz de los desiertos. Todos los confines se ciegan de un hervor de multitudes y bestiajes; y por las noches aúllan las fieras erizadas, enloquecidas por los fanales que guían las caravanas; y suben los cánticos de los peregrinos que saludan sus fuegos, recordando el índice de lumbre que caminó delante de Israel...

Y la Perea, asilo y almáciga de razas; porque allí están los moabitas y los ammonitas, y los grecianos que vinieron de Macedonia, y los que pasan de la Siria, y toda casta de gentiles entre creyentes... Suelos almarjales, campos de oliveras y algarrobos; arideces abruptas, valles del Jordán. Ciudades con mirtos y templos idólatras: Páneas, donde el dios de los cabreros tiene su imagen y su gruta. Macizos de fortaleza que vigilan todos los contornos: Mackeronte, en cuyos peñascos alfombrados goteó la sangre de la cabeza del Bautista. La Perea, semita y pagana, recude a los caminos que atraviesan el río, la abundancia y el yermo, para llegar a Jerusalén en los días de los Ázimos...

Y la Samaria, fresca de prados idílicos y de pomares que desbordan olorosamente por las blancas almacerías; región abominada del judío, que dice: «Un trozo de pan del samaritano, más inmundo es que la carne del cerdo». Porque el rey Salmanasar la pobló de advenedizos de Babel, de Cuthra, de Hamath, de Safarvaim... Los cuales se dieron dictado de israelitas, y siguieron sus creencias y reverenciaron el Pentateuco; mas, alzaron su santuario en la cumbre del Garizim, desdeñando el Templo de Jerusalén; y sus sacrificadores se desposaban con extranjeras. Implacable es la saña entre judíos y samaritanos. No pasarán por sus rutas las peregrinaciones; pero se enjambran de gentes de Decápolis y Egipto, que buscan la fiesta Pascual, propicia a la ganancia de los bazares y ferias, y al tráfico y refocilo de las mancebías, y a la brava emoción de los suplicios, que entonces se ejecutan porque quiere el Deuteronomio «que todo el pueblo los presencie y tiemble». Y los hombres y mujeres de Samaria suben a sus terrados, y se asoman a sus términos y ejidos y miran sonriendo el tránsito de mercaderes y artífices, de tañedores de crótalo y flauta, de fulleros, encantadores, bayaderas y cortesanas.

Y pasa la corte de Antipas; y la calzada de cantos rojizos y el aire azul resplandecen de magníficas estofas, de paramentos enjoyados, de tronos de camellos, de picas floridas como tirsos, de mitras y turbantes de tisús como plumas de aves sagradas. Los campos de Samaria se truecan en jardines de aquella humanidad fastuosa y placentera. Y las samaritanas palpitan contemplándola; y vuelven a la sencillez patriarcal de sus hogares, pálidas y tristes. Se ha cerrado de nuevo el silencio que abrió, como la faz de un lago, la proa de oro de la galanía. Y queda para ellas un aroma de felicidad que ya se aparta, como si la hubiese dejado un hombre hermoso.

...Y la Galilea, criadora de todo veduño de árboles y plantas: de los de tempero craso y hondo y de los que agarran en fragas y calveros; de los que crecen en la calma de la llosa o de bancal arado; de los que bajan mansamente por la ladera y se miran en la mar... Los troncos, los ramblizos, la miga de la tierra, el sol, el agua, todo trasciende de jugos de verdura. Se derraman los olores de la alheña y del naranjo florido; el olor sutil, pulverizado del mirto; olor espeso de la goma del cisto de Creta; olor de miel de rosadas de frutal; olor de raíces frescas y de tierra madre... No hay en sus fines lleca ni porción ociosa; y no tiene la Palestina campos que lleven frutos tan gustosos como los campos y no tiene la Palestina campos que lleven frutos tan gustosos como los campos galileos. Vedad os se hallan en Jerusalén durante las fiestas del Señor, para que los que moran en las comarcas áridas no los codicien y celebren diciendo: «Aun vendríamos sólo por catar de esa fruta»; fruta de perfumados sabores de suelos calientes, y se riegan con las nieves derretidas del padre Líbano, filtradas y acendradas entre peñas y tierras aromosas de hierbas de salud. Montes y llanura de Zabulón y de Genezareth; toda la Galilea está gozosa de pueblos tan juntos que se oyen uno a otro, y todos se cogen como de los brazos de sus veredas y de la cintura de sus huertas. El alma y la mano del galileo se abren pronto a la confianza y a la largueza. Allí la viuda queda amparada en el Logar del esposo muerto. En la Judea la rechazan, devolviéndole su dote. Allí un anciano de Bet Sche'an -de la que dice un rabino: «Si el Paraíso está en la Palestina, Bet Sche'an es su puerta»- tenía muchos caudales; salió a negociar y vino pobre; y todas las mañanas le traen los lugareños las pechugas de un ave, porque ésa fue su mantenencia en sus tiempos de holgura. Súbito es el galileo a toda emoción; como un niño se enoja, se regocija, vibra, se persuade. Mas cuando entra en Jerusalén, se apoca, se encoge, se apesadumbra; porque el judío, altivo, sutil y escrupuloso, desdeña su simplicidad. Y viene la Pascua, y olvida las sequedades y humillaciones; y resuenan de caravanas todos los caminos de la Galilea. ¡Jerusalén, Jerusalén la santa, revive impetuosamente en su ánima!



...Sube de Nazareth al cielo, que ya da claror de alba, un estruendo y tibieza de establos removidos.

Dromedarios y bueyes, asnos y mulas vienen al pilón de la fuente, y beben estirando el cuello bajo los costales de ropas, de víveres, de familias amontonadas que les cuelgan por los lomos. Rebrincan las crías junto a las ancas de la madre; ladran los mastines villanos; se tiende el rugir de muchas voces, acordadas para juntar la fuerza de los que aúpan y atan la carga de las acémilas. Los gritos y salutaciones tienen la bronquedad del sueño. De todo portal sale gente con báculo o cayada, con alcarrazas y odres, con manojos de teas, con alforjas que palpitan de aletazos de aves y de criaturas que lloran. Son de las mujeres que han de cumplir promesa y purificarse del parto en la Casa del Señor. A las terrazas se van asomando los que no pueden caminar: inmundos y decrépitos que descubren su carne lacerada y lívida entre los pliegues del sudario.

Las vírgenes nazarenas vienen rodeando al anciano príncipe de la sinagoga, el Rosch hakeneseth, seguido del Hazzan, que han de gobernar la caravana.

Dos cansadas higueras, que se tuercen en la plaza, crujen y vibran de rapaces y mendigos que esperan el paso de la peregrinación.

Se abre el día; cae el primer sol en la montaña. Y el viejo de la sinagoga levanta el leño de su mano, y su voz de gañido se queda cernida como un cuervo sobre Nazareth:

-¡Alleluya! ¡El Señor guarde tu entrada y tu salida! ¡Alabad al Señor, que hizo las grandes lumbreras!

Y clama la multitud:

-¡Porque su misericordia es para siempre!

Y repiten todos:

-¡Porque su misericordia es para siempre!

Arriman el camello del guía, que dobla sus patas, y se vuelve y lame mansamente un racimo de cabritillos colgado del arzón de las jamugas. Y monta el Príncipe. Es todo blancura de albornoz velludo, de barbas, de turbante; sólo muestra el hueso amarillento, frío y afilado de su nariz, y los vidrios negros y menudos de sus ojos.

Trepidan las callejas y vallados de voces, de mugidos, de cascos, de pezuñas; vuela el polvo; se esparce el olor de gente y de pienso; y va pasando la caravana pascual, lenta, apretada, ruidosa. Y sale a los campos. Un sol ancho, rojo como de lumbre de leña, se estampa en las pieles estercoladas de las bestias, que aun llevan colgando del belfo una hebra de agua babosa, una espuma de leche; y se regocijan las tocas retorcidas de algodones jarifos, los koufiehs, los lienzos, los mantos azules, rayados, pardales, vinosos; y sobre la viña tierna, y las mieses granadas, y los muros y ribazos, se precipitan, abriéndose y hacinándose, largas y zancudas, las sombras de la caravana...

En una revuelta del camino surge todo Nazareth, crudo, recortado; sus casas desnudas, cuadradas, encendidas; los domos de las azoteas y de los aljibes, como pechos alzados al azul. Nazareth se hinca arrebatándose por los pliegues de peña blanca. En seguida reposa al amor de un coro de colinas verdes. Delante se tienden las eras; bajan los bancales de márgenes de pedernal y zarzas.

Entre las vides y sembradura, en los terrones de las almantas, en los claros de los algarrobos y de los almendros, crecen apretadamente, reventando de sucoso color, los gamones de oro, los iris morados, las escabiosas de matiz de fresa, los ranúnculos de púrpura...

Se hincha un ribazo; azulea la calina de un rastrojo; sube una senda, una palma, la bóveda de un sepulcro. Y Nazareth, blanco, vivo, luminoso, asomándose, escondiéndose en un tumulto de tierras frescas, grises, violetas, encarnadas; de árboles y mieses, de pitas, de lirios, de anemonas. A lo último, un monte dorado; y en el remanso de la cuesta, la sinagoga, con sus dos pilastras encaladas que cortan el que cortan el retamar florido, y, a un lado, el pozo de la lustración.

El anciano se vuelve señalando el pórtico con un temblor de su báculo, y todas las frentes se humillan. Y él les dice:

-Mirad la última vivienda abandonada y roída. ¡Los murciélagos viven en el taller del siervo de Dios! Yo los he visto colgados de los tedios rotos. Los yugos de vuestros bueyes, las artesas en que trabajáis el pan, el celemín, el arca, los aros de las cribas han salido de las manos de aquel hombre piadoso. Más abajo comienza a verse la casa de su hogar también desamparada. No queda ya entre nosotros nadie de la familia de Josef, hijo de Jacob, nieto de Mathan. Todos sus parientes han huido del escarnio y encono que les trajo Jesús, hijo del siervo de Dios...

Y, otra vez de camino, va refiriéndoles:

-...Cuando yo subía a la sinagoga, Josef venía a mí; sus manos daban olor de madera fresca y de trabajo. Era menos viejo que yo, y su espalda y sus hinojos se encorvaban más que los míos, y siempre me presentaba su hombro como un cayado, sin pensar en su fatiga... La voz se le secó; y había de dejar su torno y asomarse a la puerta para tragar aire tierno y limpio... Una tarde me buscó su mujer; y me llamaba sólo mirándome, mirándome porque estaba muda de congoja... Y vi sin el velo a María, la hija del varón justo que presentaba dobles ofrendas al Señor, afligido porque no daba retoño de posteridad a Israel. Y vi el rostro de María y tuve compasión. Porque fue de una hermosura suave, de una gracia amplia y emanadora que se comunica a lo demás como el vuelo, como las aguas corrientes. Y estaba entonces en lo gozoso de la vida, y ya tenía un cansado pesar todo su cuerpo. Siempre le jadeaba el corazón por su hijo Jesús. Y llegué a su casa. Y el esposo, moviendo sus brazos como dos alones heridos, nos pidió que le alzásemos en su lecho de esteras para mirar a María. Y mirándola, se le dobló la cabeza y murió... Zackay, el que fue maestro de Jesús, me dijo: «Mucho tiempo trabajó con angustia; y su garganta, que había sido de fuego para consumir el alimento, ya no tragaba el agua ni el pan...».

...La caravana se hunde bajo los boscajes viciosos de la Galilea. Suben aromas de las matas y de los renuevos hollados. Encima de su ruta, vuelan las picazas. Los perros nómadas la siguen desde lejos.

El hazzan, cobrizo y flaco, que cabalga a la diestra del arquisynagogo, murmura:

-Jesús, hijo de Josef, blasfemó en nuestra Casa de oración. Yo le di el rollo de pergamino de la Haphtara... Le perseguimos para despenarlo. ¡Cómo no fue hallado de nadie!

El anciano quita los ojos de la mirada de ese hombre.

La caravana se aparta hacia los campos de la Perea para no pisar el camino de riesgo y de pecado de Samaria. Y la dora el sol de la tarde, y la envuelven las tolvaneras de polvo.

La voz aciaga del viejo se levanta de cuando en cuando:

-¡Alabad al Señor que hirió a Egipto en sus primogénitos!

-¡Al que sacó a Israel de en medio de sus enemigos!

Y la multitud entona la antífona del salmo:

-¡Porque su misericordia es para siempre! ¡Porque su misericordia es para siempre!

...Aparecen humos, cúpulas, árboles anchos, viejos, de poblado; almenas y claridad de paredes, un torreón como una brasa, columnas, obeliscos de deidades... Oteros de cuestas peladas, resabiadas de mucho subirlas. Muladares y mendigos nimbados de sol poniente, entre un hervor de moscardas. Plátanos podados que rebrotan. Ancianos que platican entre bojes, con el amplio amictus alzado sobre un hombro. Mancebos que doman sus caballos. Literas de matronas que se pierden bajo los rosales de sus quintas...

Y la caravana va parándose delante de Skythópolis, la gentil.

Pronto las recias argollas de sus muros se traman de cabestros de cabalgaduras. Los peregrinos cuelgan sus tendales. Las hijas toman las ánforas y buscan la cisterna y el hontanar. Y todos evocan la fuente patriarcal de Nazareth: son las mismas doncellas, con la delgada cántara descansando en una corona de lienzo. Bullen los fuegos de los anafes de piedras... Y al hundirse el sol, da un grito el hazzan; se junta la muchedumbre y recitan la plegaria de la tarde, la ¡Schema Yisraël! ¡Escucha, Israel!

En los jardines cae como una llovizna sonora de los sapos de las albercas; se arrullan sufriendo las tórtolas; se desgarra el clamor de los pavos reales. Y en lo hondo de la noche pasa el rugido, frío y trémulo de voracidad, de las hienas...

...Han caminado otras dos jornadas las gentes de Nazareth. Y cruzan los valles del Jordán; los huertos y praderas de ciudades recientes, cortesanas y graciosas: Arkelais, del hijo de Herodes; Fasael, del hermano, a quien el rey amó entre todos los suyos. Y duermen bajo las palmas de Jericó, cuyos mármoles y vergeles esconden las ruinas de la ciudad madre derribada por Josué.

Luego la caravana se aprieta para seguir el camino angosto, rápido y abismal que a veces se sepulta en hoces pavorosas, y sube entre peñascos abruptos, verticales, haciendo una escala tallada en la roca, camino de acechos de facinerosos que inspiró un día al Rábbi Jesús la parábola del buen samaritano... Todo retumba por el paso de la muchedumbre. La luz azulada de las altitudes cae sobre las frentes. Se rasgan los costados del monte, y la caravana se inunda de cielo; se ofrecen inmensidades de otras cimas, de precipicios devorados; y en el negror del hondo hierve de espumas el Cedrón, allí grande y raudo. Y de nuevo la ceguedad de la ruta cavada; el día alto, como una lámpara; el gritar de enterrados enloquecidos. Y, al fin, la holgura de la sierra mullida de grama y de lirios, con cielo que baja, que la rodea y toca... Bethania, como un redil entre palmeras. La cumbre, la otra vertiente..., y ¡Jerusalén! Jerusalén sobre un sol glorioso de ocaso; Jerusalén blanca de cúpulas de sus cuatrocientas ochenta sinagogas. Ciegan los jaspes y pórfidos de sus palacios, de la fortaleza Antonia. Se recortan en fuego las setenta y cuatro torres de sus murallas; y prorrumpe como un himno la llama de mármol y oro del Templo, con sus techos de púas cinceladas para que las aves no se posen; con sus columnas y portales de bronce de Corinto, que para fundirse necesitó el incendio de la ciudad que cuenta Floro; el Templo, augusto y encandecido bajo el sol y la luna, como un «monte nevado». ¡Jerusalén, Jerusalén la santa arranca una alarida a las gentes de Nazareth!

La voz del anciano la saluda:

-¡Montes en su cintura, y el Señor alrededor de su pueblo desde ahora y para siempre!

Y la caravana se precipita retronando por la cuesta...



...Las trompetas de los levitas iban anunciando las inmolaciones. Hervía el Templo de peregrinos, todos con el cordero pascual pasado por sus hombros. Entraba el pregón de los vendedores de ázimos y hierbas amargas, contenidos aún en los portales por la reciente furia del Rábbi Jesús que fervorizó los escrúpulos de algunos fariseos y zelotas.

Y, de súbito, cayó de la ciudadela el ancho y aciago rugir de las bocinas romanas.

La multitud olvidose de la liturgia para mirar a los guerreros del César.

Estaba el Procurador en Jerusalén, y era arrebatado en su odio al judío. Los mismos legionarios, que mitigaban la dureza de su regimiento durante la estancia de Poncio en Cesárea, se transformaban cuando ese hombre venía, apercibiéndose veloces y crueles a reprimir el más blando bullicio.

Todas las torres del Pretorio se habían coronado de almetes y lanzas. Pero entre la soldadesca pasaban con académico reposo los caballeros romanos, huéspedes de Pilato; y su descuidada presencia y sus ropas cortesanas, mejor prometían solaces que peligros.

El centurión les traía de cuando en cuando los avisos de las atalayas de los muros; y entonces ellos, asomados a una almena, contemplaban el hondo, y sus manos se movían con elegancia señalando hacia los blancos intercolumnios del Xystus.

Muchos romeros salieron de los atrios a lo alto de la rampa de Occidente.

El profundo arrabal de Acra, donde están las tiendas de los herboristas y lapidarios, y tienen su obrador los pelaires y forjadores, que en los días de los Ázimos permanecen callados, estaba negro y estremecido de gente que venía de las callejas apeldañadas y de las cuestas de Sión y de Ofel.

Lejos se abría, como una mirada dulce y azul, el arco de la Puerta de los Jardines. Bajaba del Pretorio una cohorte; y el ruido de sus caballos y el centelleo de sus armaduras fueron apagando las voces y el bracear exaltado de las multitudes orientales.

Era el tiempo de las ejecuciones. Tres reos aguardaban el suplicio. Y aquella mañana se juntaba el Gran Sanhedrín para acabar el proceso del Rábbi Jesús y someter las sentencias al romano. Juzgado estaba el Rábbi en el aula del Pontífice; pero era menester que el fallo de muerte se pronunciase de día en la Casa de la Justicia, y tras doble jornada.

El Gran Sanhedrín, que antes oficiaba en recinto del santuario, en el Gazith o Conclave caesi lapidis -sala de las piedras esculpidas, al lado del Conclave ligni y del Conclave scaturiginis- abandonó su asiento del Moriah, y residía en la ciudad baja. Porque Roma arrancó el jus gladii de las manos de Israel, y era profanación para los suelos sagrados que la voluntad de los setenta y un jueces del Tribunal de los Asmoneos quedara sin eficacia por antojos de los procuradores del Imperio. Pero, aun con todo poder en sus fallos, tampoco le fuera lícita al Sanhedrín su antigua morada. Enflaquecía su rigor, quebrantaba la ley, temeroso del pueblo, que en los homicidios de los sicarios y zelotas veía siempre un perdonable arrojo patriótico, una merecida venganza contra los amigos del extranjero.

Mas, algún decreto de muerte había de cumplirse para que no fuesen enteramente menoscabados los libros mosaicos, y no careciese la Pascua de uno de los más gustosos regodeos de los hombres.

...Apartose la multitud bajo los varales de los soterim, ministriles del Sinedrio, vestidos de moradas dalmáticas. Y pasaron los aparitores con sus túnicas rojas y bastón de almendro, que retoña de oro en lo alto, y los dos escribanos, que traen los rollos de pergamino curial y sus tinteros de bronce y el cálamo colgando de la faja de correa. Detrás iba Jesús: su manto, plegado y ceñido por la misma soga que se retorcía en sus muñecas; su cabeza, desnuda; los cabellos lacios, apelmazados, caídos por las mejillas. A su lado caminaba el Ba'al rib, el jurista de la disculpa o defensa, un hombre macilento, de mirada fosfórica, de cuello afilado, de manos flacas. Y lo último, servidores de justicia con espada en el cíngulo.

Cerrose la gente en pos del reo, llamándose con risadas y hablas de distintas razas, y la rechazaron los heraldos del Sinedrio, y prosternose ante Kaifás seguido de los sumo sacerdotes, que llevan vestidura corta de carmesí, calzón de lino, mitras de brocado. Indeleble es el título de su antigua jerarquía pontificial. El pueblo pronunciaba sumisamente sus nombres: Joazar y Eleazar, hijos de Simón Boëthus; Eleazar, primogénito de Annás el poderoso; Josué-ben-Sich, Simón, hijo de Kamithos, que dejara el Principado a Josef Kaifás: Helkías, clavario del Tesoro, y los hijos de Annás, sacerdotes y después pontífices: Jonatás, Matías, Teófilo y, entre ellos, Ismael-ben-Fabí, famoso por su molicie y su gula. No se vistió dos veces una misma túnica, y todas costaban centenares de minas, y en un mes devoraba su vientre los pescados, reses, aves y vinos que saciarían una mediana aldea.

Después venía el Ab-bëit-din, que lo era Annás, presidiendo a los veintitrés zeqenim, ancianos de Israel de rancio linaje de Judá, doctos en los setenta dialectos, poseedores de riquezas maravillosas como Nicodemus-ben-Gorion, «que -según el Talmud- podía mantener él solo, durante diez años, a toda la ciudad santa»; Josef de Arimathea, de tan pulida cortesanía y grandes caudales, que mereció el aprecio de Pilato, desdeñoso con el semita; Elisama, dueño de las tierras más pingües de Jericó, codiciadas por la misma reina amada de Antonio...

Y el Hâkân, que dirige a los soferim o escribas, levitas y seglares, teósofos, hermeneutas, exégetas, cuyos estudios y escolios componen la Mischna, la Midras, el Hagada. A esta cámara pertenecía el justo y dulce Gamaliel, hijo de Simeón, nieto de Hillel y maestro de Saulo; Samuel, el que escribió el Birhat-Hammirium; Jonatás, Rábbi Zadok, Honkelos, Hananías-ben-Hischa, Ismael Elija, Rábbi Nahum... Y, finalmente, los tres grados de discípulos de la Judicatura, descoloridos y rígidos, imitando ya en su juventud la austeridad farisaica, trabajando siempre su memoria para retener toda palabra de las enseñanzas «como cisternas endurecidas de cemento que no pierden una gota de sus aguas».

Annás avanzaba encogido, blando, felino entre los muros de la plebe que rodeaba la Casa del Sinedrio. Una amenaza, un grito de un partidario del Profeta podía traer la exaltación de los galileos. Las picas de Poncio llegarían al mismo estrado de la Justicia, como en otra Pascua penetraron hasta el altar de los holocaustos y corrieron juntas las sangres de las reses y de los devotos. Hollados quedarían los últimos señoríos de Israel, y quizá el Rábbi enemigo quedase libre y trocado en caudillo de multitudes.

Las multitudes seguían humilladas bajo la pompa de los jueces.

Y abriose el Sanhedrín. Su trono de orificia que se calaba sobre paños de recia púrpura; el severo continente de aquellos varones reclinados entre almohadas y tapices fastuosos; sus frentes pálidas y cansadas que guardan el saber de toda la heredad del Señor; el purísimo origen de su estirpe, que se manifiesta en el labrado marfil de su carne, y el renombre de su poderío y de sus tesoros, almacenados en hórreos de pedrería y barras macizas de metales, todavía agobiaron más el ánimo del pueblo semita, que ama y acata sus tradiciones, y se adueñaron del extranjero oriental, que voluptuosamente venera la visión y hasta los conceptos de la magnificencia.

Y aun temió Annás. El Rábbi no era el Cristo; pero por escondidas fuerzas de magia podía realizar un prodigio o decir una palabra, y tener un gesto gallardo y audaz que removiese de su silencio y quietud de grey a la muchedumbre, dócil para recibir todo fermento de rebelión.

Presentaron a Jesús.

Y entonces descansó Annás, y ya miraba y atendía plácidamente como si se hubiese sumergido en las dulces suavidades de un baño. ¡Rábbi Jesús era sólo un reo, un reo resignado, enfermizo, de pasivos desdenes!

Una cuerda de esparto bastaba para atarle. Y la chusma recordó que en el reciente juicio de tres facinerosos, uno, llamado Barabbas, hizo gemir sus cadenas y le sangraron los pulsos en las losas...

Un mozo tablajero brincó para ver a Jesús, y dijo:

-¡Pues si a éste lo soltaran, ya caminaría siempre como un sentenciado!

Y un viejo que engullía cuajada de oveja y daba un agrio olor de calostros, le repuso:

-Este remeda al raposo que se hace el muerto en la trampa.

Y todos se aupaban para mirarlo.

El Hâkân, sabio entre los sabios, le interrogaba de su doctrina, complaciéndose en sus palabras, reposándolas, repitiéndole las preguntas acicaladamente. Y luego entornaba los ojos esperando.

Jesús callaba. El Ba'al rib volviose con hastío hacia el reo, y su mano amarilla le apartó de la boca un haz de pelo sudado.

Jesús le miró cansadamente. Tenía su rostro una palidez verdosa, manchada por acometidas sanguíneas; su cuello semejaba muy largo, muy débil, y se le señalaba el afán de sus fauces. Se pasaba la lengua por los labios flojos, torcidos, y en seguida había de respirar anhelantemente.

La multitud se encrespaba de impaciencia.

¡Para qué inquirir más de ese hombre obscuro, que pecó contra el Señor, Dios de Israel, queriendo abrogar sus leves y levantándose como el Ungido! Hartos y arrepentidos estaban de haberle aclamado, y los más generosos se apartaban del Sinedrio, perdonándole sus engaños y compadeciéndole, pero aprobando su condenación para bien de la raza.

Se asomaban y salían, renovándose, comiendo, riendo, murmurando, dejando los suelos hediondos de sandalias y vestiduras roñosas, de mondaduras y salivas aplastadas.

Sonó un clamor y golpearon báculos en el trono. Acudió la gente del ágora. Y los de dentro decían:

-¡Ha blasfemado el Profeta!

-¡Que chafen al ruin!

Avanzó estruendosa la cohorte.

Desde el Tribunal bajó el mandato del Pontífice:

-¡Al Pretorio!

Y retumbó la mañana de gritos que repetían la sentencia.

Entonces venían por la cuesta del Moriah los peregrinos de Nazareth. Sus lienzos blancos, de franjas azules, atados al cráneo con tiras de piel de cabra, flameaban ruidosos.

Y cuando arribaban al pórtico del Sanhedrín los contuvo la lanza de un legionario.

Sacaban al reo.

Y oyose la voz del anciano de la sinagoga nazarena:

-¡Jeschoua, Jeschoua, hijo de Josef! ¡Yo te vi llorar en nuestro monte!

Le rodearon los de su caravana y hombres de Jerusalén, mirándole con ansiedad, pidiéndole que les refiriese de Jesús.

Y el viejo sentose en las escalinatas del Xystus, y movía su cabeza repitiendo:

-...¡Yo le vi llorar!

Y después contó:

-...Fue un sábado del mes de Sivan... Lydia y Asia, hermanas de Jesús, hijas de Josef, trajeron esa tarde las ramas de menta y de juncia para los suelos de la sinagoga. Nuestros fieles habían ya depositado sus dones en los dos troncos de los portales. Cerrada estaba la verja que aparta a las mujeres de los hombres. Ocuparon los diez ancianos su sitial, y nos sentamos los dignatarios en las gradas del Tabernáculo, delante del velo de la Theba... Abrió el hazzan el arca sacratísima y tomó los cilindros de la Thora y de las Profecías. Y cuando nos volvimos hacia Jerusalén para decir la plegaria, entró Jesús y quedose orando bajo la lámpara que arde perpetuamente en nuestra Casa. Llegada la lectura, Jesús pidió que le dejásemos subir a la cátedra. Y muchos murmuraban pasmándose de que osara ese hombre leer estando los libros escritos en la lengua madre de los hebreos, que ahora sólo conocen los doctos. Y apareció Jesús en el estrado; desenrolló una franja de pergamino y leyó las palabras de Isaías, que dicen: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha consagrado ungiéndome, y me ha enviado a predicar la Buena Nueva a los humildes, a sanar al que tiene el corazón afligido, a redimir al que padece cautiverio, y dar vista al ciego, y libertad al que yace en prisiones, y a consolar a todos los que lloran, anunciándoles el año venturoso de la reconciliación con el Señor...». Devolvió Jesús el canon profético al hazzan, que lo era este mismo que viene con nosotros, y sentose, manifestando que quería hablar de la lectura. Como así fue... ¿Lo recordáis? Y dijo de este modo: «¡Hoy se cumple la profecía en vuestra presencia! ¡Enviado he sido por mi Padre para traeros consolación, y vengo a vosotros, que conocéis mi hogar, amigos de mi vida en la aldea y bajo los cielos de nuestros campos; os busco entre las primeras gentes anunciándoos mi Reino!...». Y todos nos mirábamos diciendo: «¿No es éste el hijo de Josef el artesano? ¡Pues cómo quiere realizar la obra del Cristo! ¿No afirman los suyos que hizo portentos en Kaná y Cafarnaum? ¡Pues hágalos aquí en su patria!». Y Jesús irguiose terrible, increpándonos: «¡Sé lo que habláis! Vosotros decís: ¡Médico, cúrate a ti mismo! ¡Maravíllanos! Y yo os respondo: ¡Jamás profeta alguno fue acatado en su pueblo! Os digo, en verdad, que en los tiempos de Elías muchas viudas habitaban dentro de Israel, cuando se cerró el cielo al beneficio de la lluvia, durante más de tres años, y padeció hambre la tierra, porque idolatró Achab. Y Elías, el hombre del Señor, guareciose en las quebradas del torrente Carith; dos cuervos le traían con qué mantenerse. Y después, por mandato de mi Padre, se amparó en la casa de una viuda de Sarepta, prefiriéndola a todas las israelitas... Y hubo muchos leprosos en los días de Eliseo; mas no limpió el profeta a ninguno de Israel, y apiadose de la laceria de Naaman, extranjero de Siria...».

Y todos se le arrojaron gritándole: «¡Tú te tienes entre los predilectos de Dios y a nosotros nos juntas con los maldecidos, execrados por los profetas!...». Y le derribaron de su silla; le sacaron de la sinagoga y le persiguieron con guijarros. Jesús huyó por el monte, y le buscaban para despeñarle, y era terrible la saña del pueblo, porque no la contenía la santidad del sábado. Yo me extravié en lo fragoso y me rindió el cansancio sobre la peña. Venían rugidos de los barrancos. Entonces comenzaba a bajar el sol. Nazareth era todo una lámpara del paisaje. ¡Y en el silencio de mi lado escuché como una fuente de sollozos, y fui levantándome y vi al perseguido que contemplaba su casa, su sinagoga, todo su pasado, y lloraba el abandono de su vida!

Reposó el anciano, y luego volviose al hazzan, y sonriéndole con pena le dijo:

-Cuando veníamos a la Pascua y os mostraba el taller del padre de Jesús, tú exclamaste: «Jesús blasfemó, y le acosamos por el monte. ¡Cómo no le halló nadie para despeñarlo!...». Yo sólo le hallé y le abrí mis brazos, y él descansó su cabeza en mi pecho; yo le amparé de vosotros, porque lloraba, y llorando se parecía a su madre, la dulce hija de Joaquín y de Ana, los cuales la consagraron al servicio divino, y la doncellita moraba en el Templo, y recibía el alimento del sacerdote como una paloma que viene a picar el trigo en nuestra mano... ¡Yo vi llorando a su hijo, y le amé!

Y lloró el príncipe de la sinagoga nazarena, y muchos se apartaban de él, diciéndose:

-No es de justos apiadarse del que merece la ira del Gran Sanhedrín. Vedada está su misericordia...

Y corrieron por las callejas que iban a la ciudad alta.

Entonces pasaban los legionarios y la muchedumbre hacia el palacio de Herodes Antipas.




ArribaAbajoAnnás

«[...] Uno de los ministros que estaban allí dio una bofetada a Jesús...».


(S. Juan, XVIII, 22)                


Por las tardes acudía bajo la ventana de la cámara de Annás la hija de Rohab el leproso que la miraba desde su manida de adobes, junto al torrente de la mandrágora, aguardando la limosna.

Annás -a quien proclama Flavio Josefo el hombre venturoso entre todos los hombres de Palestina- tiraba un denario que caía como una gota de lumbre dentro de los herbazales, apretados en la fundación de los fosos.

La rapaza era flaca y rígida; iba descalza, esquilada y ceñida de un harapo de franjas pardas y ocrosas.

Se arrojaba, cogía la dádiva, y con los brazos tendidos y vibrantes se iba crispando en una reverencia de gracias que presentaba trenzado todo su esqueleto y le socavaba más las oquedades de sus axilas y de su vientre. Después daba un grito de pardal de laguna y se despeñaba retozando por la ladera de Sión.

Annás se doblaba para mirarla. Le parecía que, aspirada por uno de sus brincos, pudiera quedarse la mendiga en el aire azul, serena, aguda y leve como un dardo.

La niña pasaba junto al padre inmundo, dejándole la moneda, y se perdía entre los vertederos de las torres.

Las soledades de Hinnom se recortaban limpiamente sobre el claro cristal del cielo. Prorrumpía un collado de abundancia, con gradas de hortalillos y felpas de alcaceres, y la desolladura de una cantera. Encima se asomaba, blanca y gozosa, una quinta de placer de Kaifás, y en el ocaso, los cincelados sillares ardían como un ámbar. A la izquierda, en la montaña sativa de los olivos, se alzaban los dos viejos cedros de la «familia sacerdotal».

Venían los cinco hijos de Annás, que fueron también pontífices, y su yerno Josef Kaifás, que en aquel tiempo gobernaba el Santuario, y humillando la frente y los ojos le advertían al padre:

-Mira que murmuran de ti porque te complaces en la misericordia de un hombre extranjero y llagado del mal aborrecido. Todos los leprosos viven lejos de Ofel y del Monte Santo, y de todo camino de gentes por mandamiento de nuestros libros, y sólo el egipcio mereció tu gracia.

Se encendían las doradas pupilas del anciano y le temblaba sobre el carmesí de su túnica la rizada nieve de su barba olorosa de bálsamo y esencia de azafrán, y les decía:

-Más menudo es vuestro corazón que un grano de mijo. Yo me afano por vestiros de grandeza delante de todo el pueblo, y a vosotros os devora mi pecado de lástima por un inmundo.

Y como otro día le porfiaran de su complacencia, Annás dejó salir su mirada a la tarde, y contó:

-...¡Quince años estuve en Alejandría, la maravillosa! Cien mil judíos moraban al lado de la mar. Israel, que sólo ama y sabe las montañas, pueblo de cumbres, pueblo de tristeza de predestinación; Israel era dichoso junto a las aguas anchas, libres, tendidas entre mundos. Vi las naves de Europa henchidas de telas y de frutos, de pedrería, de especias y perfumes, y de todas las hermosuras del Egipto, de la India y de nuestros padres, traídas a la ciudad por caravanas que atraviesan los arenales eternos. Yo salía por la Puerta de la Luna, toda de jacinto, a la llamarada jovial del Muelle del Arribo Feliz, y pasaba el Heptaestadio, de losas de color de naranja, y bebía la dulce agua del Nilo que viene por acueductos de mármol venerable. La isla surgía delicada, augusta y graciosa como Bethsabé en el baño cuando David la miró... Un siervo me mullía la almohada sobre las rocas donde brilla el fanal de Faros, que alumbra trescientos estadios. Y recostándome, estudiaba en Platón dictados de nuestras máximas. Siempre me distraía alguna abeja, porque allí todo el aire está cuajado de miel. Y la miraba como si hubiese salido de las palabras del filósofo; la miraba hasta perderse en la lumbre de la ciudad. Toda Alejandría se presentaba a mis ojos, magna, sabia y tentadora como una diosa del paganismo. En lo alto, la corona de oro del Anfiteatro; en sus pechos, los joyeles de su Museum, de su Lonja, de su Soma sagrada, donde los sepulcros de sus monarcas rodean filialmente la tumba del glorioso mancebo de Macedonia. Pero sobre todas sus delicias y maravillas se alzaba Israel. Porque en la tierra de su antiguo cautiverio florecía como un rosal. Acatado su Sanhedrín, terrible su Armería, deslumbradores sus arcaces, cien mil egipcios le sirven, y su sinagoga de pórfido, de sándalo, de alabastro, con setenta sillas de oro macizo, culmina entre todas las opulencias gentiles. Y aquí, en la tierra prometida, nos pisa y nos exprime Roma como racimo en lagar.

Los ojos del anciano se detuvieron en los de Kaifás, hundidos entre grosura. Después prosiguió:

-...Aquí puse los fundamentos de mi casa. Y por mí pasáis al Sancta Sanctorum y el pueblo se prosterna para mirarnos... Un sábado, al salir del Templo, un hombre inmundo me gritó postrándose: «¡Salve, Annás, hijo de Seth, mi señor!». Amigos y esclavos quisieron rechazarle, y yo no lo permití, sino que antes quise que se alzara del polvo para que me hablara. Y la úlcera de su boca me dijo: «Apiádate de tu antiguo siervo, porque juntos veíamos aparecer en los espejos de Faros los navíos de Occidente, y te llevaba el cojín y los rodillos de pergamino donde tú leías a Platón y Tucídides...». Ved que ese leproso es para mí más amable que muchos viejos sórdidos que vienen a mi cámara...

Así habló Annás con sus hijos.

...Y una tarde no fue la rapaza mendiga bajo la fenestra del sacerdote.

La choza del padre aparecía cerrada con troncos de palma.

Hizo Annás que los buscasen. Y un esclavo le dijo:

-Esta nueva supe: Rohab el leproso y su hija se fueron en busca del Rábbi Jesús.

Y Annás estuvo mirando la hierba crecida en la raíz de sus muros, hasta que la noche cegó todo el paisaje. Y al recogerse vio sobre un fondo de estrellas el perfil de la quinta de Kaifás, y sus labios sutiles se doblaron por una sonrisa de altivez, y su barbilla de espuma le temblaba sobre la grana de su túnica.


...Y al comenzar la hora sexta llegaron los principales varones de Israel a la casa de Annás.

Annás reposaba en su lecho de sedas y alcatifas.

Y le rodearon muy junciosos, diciéndole:

-¡A ti te debemos la salud y el bienestar de nuestra raza!

-¡Porque tú nos quitas todos los peligros y mantienes la grandeza del sacerdocio!

-¡Porque son sabias las veredas que abres delante de nuestros pasos!

-¡Seguimos tus avisos, y Pilato ha temido de ti, y el pueblo maldice al Profeta que antes ensalzara!

Annás les oía distraído, desdeñoso y cansado.

Cuando salieron llamó a su primogénito y le ordenó:

-Que le corten los pulgares a Javan, el ruin que le pegó a Jesús en la faz porque dijo..., ¡ya no sé ahora qué dijo el pobre Rábbi!

...Y quedose dulcemente dormido el hombre venturoso entre todos los hombres de Palestina...




ArribaAbajoBarabbas

«Por la solemnidad de aquel día, se dejaba libre el preso que el pueblo escogiese. Y había entonces uno muy famoso que se llamaba Barabbas».


(S. Mateo, XXVII, 15, 16)                


Tierras de Neheleskol, comarca del Hebrón... Allí todas estaban plantadas de higueras y de viña que empezaban a retallecer frescamente.

Era un llano labrado y pedregoso, y lejos se hinchaba como un pan, haciendo un alcor blando y moreno. En su solana había una aldea con sembradura tierna delante y viejos sicomoros y granados amparando las norias de los huertos. Cambroneras y albarradas rodeaban los bancales; en medio, todos tenían la choza o torre para guardar el viñedo cuando se maduran los racimos. Porque son campos predilectos de Israel. El amor y la ancianidad suspiran por la sombra de la viña y de la higuera. La mujer fuerte trabaja el lino; no dejan sus dedos el huso; se levanta de noche para prevenir todas las haciendas, que con el fruto de este ahínco quiere mercar una tierra y plantar su viña.

...Había llegado el tiempo de la cava de los alcorques, de ahondarlos y apretarlos para que las lluvias de primavera remansen junto a la cepa y calen bien la raíz.

Tan grande era el reposo campesino, que se oía el croar de los cuervos remontados en el azul, sobre los barrancos del Hebrón, donde siempre se deshace la carroña de una mula o de una res despeñada, y las azadas de los viñadores resonaban frescas y profundas como dentro de un aljibe.

Entre las bardas de dos heredades pasaba el camino de los rebaños, liso, seguido hasta la aldea. Entonces todo recibía el sol poniente, y las moradas sombras de un grupo de caminantes se tendían pesadas y largas. Andaban despacio y parándose mucho; a veces se hacía un rebullicio del hablar de todos; y después quedábase sola una voz que resbalaba en el silencio como si la tarde fuese un recinto y estrado de intimidad, y era una voz caliente y sencilla que hacía sentir con más pureza el vuelo manso del aire, el olor de la tierra cavada y el goce de la holgura, y daba sabor de jugos de sementeras, de claros hontanares, de mieles de frutos.

Y decía esa voz:

-...Ved también otra semejanza del reino de los cielos: un padre de familias salió muy de mañana y ajustó trabajadores para su viña por un denario de jornal...

Sobre la cerca alzose una azada, y estuvo resplandeciendo en el hombro del cavador que se había quedado escuchando.

Uno de los caminantes exclamó:

-¡Maestro, son los campos de Canaán!

-Fue aquí donde vinieron gentes de Moisés, y cogieron higos y granadas y cortaron un sarmiento con su racimo, y tanto pesaba que lo llevaron dos hombres atravesado en un varal.

Y mediaban, se interrumpían y disputaban todos:

-¿Por ventura es éste el «torrente del racimo»?

-¡Llévanos, Rábbi, adonde está la tierra bermeja con la que amasó tu Padre al primer hombre!

Y el Maestro esperaba, y después seguía su parábola:

-...Y a la hora de tercia atravesó el padre de familias por la plaza, y llamó más hombres que estaban...

Otro del corro, de barba rojiza, que traía remendada la túnica, llegose al vallado. Y el viñador le dijo:

-Os cogerá la noche por el camino si no andáis más ahína.

Y aquél le respondió:

-¡No teme el Rábbi el descampado aunque no halle donde reclinar su cabeza! ¡Y esos se piensan que puede uno mantenerse de las palabras de ese hombre!

-¿Cuál es el Rábbi?

-El de manto azul y turbante rayado que ahora se lo sube para verte...

-¡Me mira como nadie me miró!

Y el viñador sentía el latido de su cuerpo, más hirsuto que un lobo de Galaad. Sus ropas y su carne eran de la misma color de la tierra, y en su rostro, que semejaba de recia talla de encina, siempre avanzaba el frío de la blancura feroz de sus dientes.

Y prosiguió cavando para apartarse de los ojos que le penetraban en sus entrañas y en sus pensamientos. Y cuando se alejó el ruido de las sandalias de los caminantes, asomose con cautela de chacal. Una mano del Rábbi se recortaba sobre la gloriosa hoguera del crepúsculo, y aun se oía su voz en la quietud:

-Y llegada que fue la noche, dijo el dueño de la viña a su mayordomo: «Llama los trabajadores...».

De súbito volviose el cavador y salió al camino. Venía un anciano montado en su jumenta; de los arzones colgaban las dos talegas de los jornales.

El anciano estuvo mirándole con la mano encima de su frente de bronce, y le preguntó:

-¿No eres Jesús Barabbas, el que vino pidiendo trabajo a la hora de prima?

Y como el siervo se le humillase, todavía dijo el de la cabalgadura:

-¿Por qué estás lejos de los otros trabajadores y saltaste la albarrada?

Y doblose más el criado para decirle:

-No vayas, señor, rodeando la heredad, porque los enemigos de tu casa te celan, sino que entra conmigo y en la torre te juntarás con tus gentes.

Y cuando el anciano bajaba de la jumenta para seguirle, Barabbas hiriole con su azada, todavía húmeda y olorosa de lo tierno de la tierra, y le mató.

Luego arrancó de la bestia las bolsas de los dineros y escapose buscando los hondones, atravesando granjas...



...Los viejos palmares daban sombra a los pozos salobres abandonados. Delante iba subiendo, polvoroso y cansado, el camino de la ciudad. La ciudad se asomaba encima de tres oteros, ceñida de vergeles; todos sus muros, insignes y hermosos; todas sus casas, blancas, y el sol, grande y bueno, la besaba en su cumbre, que tenía la graciosa desnudez de la mañana.

Y unos hombres miserables se removían como gusanos en la tierra del palmeral.

Y miraban la ciudad, aborreciéndola y codiciándola, lo mismo que el esclavo mira a una mujer bella y patricia, sorprendida en sus encantos de tentación, porque acaso no siente ella pudor en la presencia de quien no puede ser gozada.

Y cuando aparecían gentes por el camino, clamaban los hombres de los pozos:

-¡Parte con el hambriento tu pan!

-¡No despreciéis vuestra misma carne!

-¡Acordaos de que todos servimos en Egipto; y el Señor os dará reposo y regará vuestros huesos!

Y sus alaridos atravesaban la mañana y abrían el silencio como un graznar de grajos sobre las hazas sembradas.

Llegábanse los criados de los viajeros y les arrojaban óbolos y las sobras de su comida.

Los afligidos besaban el polvo, y después subían sus brazos al Señor Dios bendiciendo la dádiva. Y devoraban los mendrugos, resonándoles las quijadas insaciables.

...Y a la mitad del día apareció entre las palmeras una muchedumbre de jornaleros andrajosos, de frentes aciagas, de labios crispados. Y un nombre roblizo, de dientes de nieve, de túnica rozagante, en cuyo cíngulo brillaba desnuda la hoja de la sica, les gritaba, sonriendo con altanería:

-...Jehová permite vuestra hambre y abominación, porque vosotros consentís, como perros castrados, que los amos quebranten la Ley. ¿No recordáis que Moisés mandó: «No negarás la paga a tu hermano menesteroso»? ¡Pues vosotros no osáis levantaros contra la iniquidad!

Entonces, uno de los jornaleros, sumido, lívido, desdentado, dijo con voz que silbaba:

-Engaño hay en las palabras de Barabbas. Nosotros trabajamos toda la noche en los albañales, y al venir el día nos despidieron de esta manera: «Volved cuando ya caiga el sol, y recibiréis vuestra ganancia». Porque escrito está: «No negarás la paga a tu hermano, sino que en el mismo día, antes de la puesta del sol, le darás el salario, no sea que alce su grito contra ti al Señor». ¿Y por ventura no es éste el mismo sol que nos alumbraba cuando salíamos de la faena?

Y difundiose el rumor de la muchedumbre como si un recio viento menease el palmar.

Barabbas hizo una risada de burla.

-¡Merecido tenéis vuestro oprobio como estos ruines que mendigan revolcándose junto a los pozos amargos y se alimentan de las inmundicias de las caravanas! Un día, otros hombres hambrientos quisieron escucharme y se tornaron fuertes contra los que escarnecen nuestros Libros Santos, y gozaron hartura.

Relumbraron de ferocidad algunas miradas.

Muchas voces aullaban:

-¡Sea éste el caudillo! ¡Que él nos guíe y nos remedie!

Y el viejo desdentado brincaba por los brocales y se hería el cráneo con sus manos flacas, repitiendo:

-¡No matarás, no matarás!

Los otros subieron al camino. Las gentes les huían abandonándoles sus dineros y su manto. Y penetraron en la ciudad, y los siervos y los que odiaban el regimiento de Roma y la dureza y la abundancia de los poderosos se juntaban a la revuelta.

Acudieron los legionarios; hundían sus lanzas en los cuerpos harapientos, que retumbaban como losas de bóveda y crujían como el bálago en la era, y sonaron blasfemias y rugidos, y hedía el aire por la miseria removida. La espada del facineroso se hincó hasta el puño en la boca de un pretoriano que derribose clavándose en la muralla. Un decurión arrojó su potro contra Barabbas. Y él huyó por los ramblizos. De una granja le tiraron piedras, y los mastines le alcanzaron, desgarrándole la túnica. Le sangraban los pies y un hombro. Vinieron los enemigos y lo ataron a las crines del caballo del decurión, que le punzaba con el hierro de su cáliga, y le decía:

-...Una cruz de pino fresco te guardamos. Era para un incendiario que no quiso sentarse en el «cuerno» ni colgar de las ramas, y se quebró la frente golpeándosela contra sus rodillas.

Barabbas escupió en la pierna depilada y gorda del romano.



...Y sentía el reo en su frente una caricia sutil como de aire, de humo, de niebla, de cabellos fríos. Y vio que de la bóveda de su cárcel colgaba y se mecía una araña, dejándole una hebra de lumbre blanda, como no cuajada todavía.

Y Barabbas recordó sus bancales aldeanos. En los terrones tiernos de pelusa y hierba recién nacida, en la margen de las acequias, en los nudos de las higueras brillaban los telares de las arañas con un menudo aljófar del relente o del riego que luego se derretía bajo el sol... ¡Y aquí, en la cueva se afanaba tejiendo esa desventurada rugosa y peluda! La odió. Y como tenía atadas las manos, recogiose con la lengua una lágrima, y brincó y reventó entre sus dientes al pobre insecto. Una red levísima y helada se le deshizo por las encías, por las fauces sedientas.

...Ya muy tarde desgarrose la entrada de su prisión y penetraron dos hombres. Quiso acostarse uno, y el otro se dobló gimiendo, porque estaban atraillados con correas de camello. Se les oía resollar y herirse en las baldosas y morderse las ataduras.

Barabbas les tocó y removió los andrajos con su pie desnudo, y pareciole que se le había hundido en un fosal. Y los dos hombres se fueron encogiendo y anillando en una rinconada. Pero él les dijo:

-No temáis de mí, porque acaso juntos hemos de beber el «vino de la misericordia», y veremos los mismos cuervos sobre nuestras cruces...

Y una voz fonda le respondió:

-Ahora te conocí; tú eres el que mató al de la cohorte, y a mi lado estuviste, un día del mes de Tischri, mirando cómo crucificaban a un hermano entre dos árboles, y a las dos tardes volvimos y aun vivía; pero se iba rajando por los muslos y se le habían podrido los ojos de moscardas de estercolero...

Barabbas le maldijo, y el otro se reía, y era su risa siniestra, de locura, como si alguien que le aborreciese a él mismo se riera dentro de sus entrañas.

Llegó el balar de los recentales que pasaban para el mercado de la Pascua. Después rugió un vocerío de turbas, y cerca de la reja una mujer gritaba:

-¡Es la sandalia del Rábbi; se le ha caído al Rábbi!

Y ya hundiose la noche en una quietud desoladora.

Cerca del alba, un reo tuvo la pesadilla del suplicio.



...Y caminó Barabbas mucho tiempo, y llegó a la tierra toda plantada de viña.

Ya estaba crecido el pámpano, y los viejos sicomoros y los altos sembrados cegaban de verdura la aldea.

Oía en la paz de la mañana unos golpes hondos y cansados de azadón que le cavaba la vida, porque era el palpitar de su costado y de su garganta. Y se afligió. Y miró al cielo. En el cielo hilaban arañas de cárcel. Llevose las muñecas a sus ojos, todavía creyéndolas atadas, y sonrió de sí mismo. Se le mojaron los dedos. Barabbas lloraba con infantil congoja. Porque se vio hijo y se vio desgraciado y solo. ¡Nunca había sentido la soledad, Señor!

Y llorando comenzó a redundarle el abrigo y la luz de una mirada; todo su cuerpo henchido de la tristeza y claridad de unos ojos como un vaso traspasado de sol. Los ojos del Rábbi estaban en el camino, y en la viña, y en todo el aire; los ojos del Rábbi bajo el turbante alzado para verle; los mismos ojos que recogieron su terror en el pasadizo del Pretorio. Pilato, envuelto en su toga, que semejaba de piedra pulida, le mostró a la plebe. Rebramó la multitud, aclamándole. Y el Rábbi le miraba. Una turba le arrebató sobre sus hombros; las mujeres le daban peces ahumados y pan tierno, y agua de miel y de aromas. ¡Y otra vez los ojos del Rábbi, desnudo, tendido en su cruz! Todos se fueron apartando de Barabbas, y braceaban, y algunos arrojaron cortezas de naranja al Rábbi.

Bajó el libertado del cerro de la ejecución, y aquellos ojos le miraban. Le acompañaron toda la noche y estaban en todo el azul del día...

Y Barabbas contempló el paisaje. Tenía en su frente y en su mirada una dulce resignación. Acercose las manos a la boca, y besó las desolladuras que le dejaron los cordeles en los pulsos.

Después prosiguió caminando, muy despacio, entristecido y bueno.

Un perro lisiado le seguía, y él lo tomó, llevándolo en brazos hasta la aldea.

...Y pasó los umbrales de una casa, y su cabeza de oso derribó la mesusa o arquilla que cuelga del dintel y guarda los pergaminos con las palabras que dispone el Deuteronomio.

Salió un hombre voceándole, y él le dijo:

-¡Se ha cumplido el año que mataron y robaron a tu padre!

Y llegándose más, ofreciose sonriendo serenamente:

-¡Mira aquí su matador!

El huérfano dio un grito, y revolviéndose tomó una hoz que había entre los aperos y la clavó en el vientre del homicida.

Revolcose Barabbas, sin un quejido, sin secársele la sonrisa, y exhalaba:

-¡Los ojos del Rábbi me miran!

Y temblábale el pomo del arma por el regurgitar de la sangre y las convulsiones de sus entrañas segadas...




ArribaAbajoHerodes Antipas

«En aquel tiempo, Herodes, el tetrarca, ovó la fama de Jesús y dijo: "Este es Juan el Bautista que resucitó entre los muertos, y las virtudes de lo alto obran en él"».


(S. Mateo, XIV, 1, 2)                


«Y Herodes, cuando vio a Jesús, se holgó mucho. Y le despreció, y, escarneciéndole, le hizo vestir de una ropa blanca».


(S. Lucas, XXIII, 8, 11)                


Mar de Galilea. El azul de sus aguas, como la claridad de los cielos. La lumbre azul y la sensación de su frescura venían entre todos los árboles y se desposaban con el mármol inmaculado de la casa de Herodes y con los rubios caminos. El azul se esmaltaba en el blancor de los cisnes, en el mismo azul de los pavones de Ofir, subidos a los velarios y cisternas, en el recio plumaje de los avestruces que desdoblaban sus cuellos sobre los bojes y mirtos. Todo azul: la faz de las albercas, la de los céspedes, las sombras de las estatuas, los misterios de los jardines... Y en los términos del lago, las rocas de Gergesa iban sangrando el poniente en la ribera

De los naranjos, de los alfóncigos, de los sicomoros y cipreses, que guardaban todo el sol de la tarde, caían los olores como una fruta caliente.

Un águila resplandeció en la calma del crepúsculo, quieta y augusta, sobre Tiberiades, y semejaba el broche de un solio.

Herodías asomose a un peristilo de alabastros, y se alzó la columna magnífica de su carne para mirar el vuelo.

Bajo los cidros en flor llegaba Antipas, entre maestros del Sanhedrín de Jerusalén que se atropellaban hablándole. Y él vio a Herodías y no pudo atenderles.

...Los movimientos más breves y sutiles de la mujer imprimían en el aire como unas ondas de la belleza suya.

Antipas la acechaba, poseído de todos los instantes de ella. Se la arrancó a su hermano, el humilde Filippo Boeto, que vivía recogidamente en Roma; se la quitó porque la codiciaban los caudillos, los patricios, los filósofos, los esclavos y las mismas mujeres, aunque la aborrecieran.

Enloqueció de celos de todos, menos del esposo. Se amaba en Herodías su carne y lo que ella tocaba haciéndolo suyo como nimbo de su figura. Sobre todas las gracias, la de su paso. Los tapices, los jaspes, los senderos no recibían su huella como la de las otras mujeres; porque al andar Herodías todo semejaba florecer bajo la perfección y la gloria perversa del ritmo de su vida. Andaba sintiendo la plenitud de sí misma; y sin dejar de ser ella, se vestía de todos los encantos de la castidad, de la lascivia, de la timidez, de la audacia como de túnicas de naturalezas tejidas para su cuerpo y dóciles a su antojo para la tentación. Nada comparable a sus pies, a sus rodillas, a su cintura, a sus codos, donde se resume el donaire y el estilo del paso. Ofrecía sus pies en sandalias de gamuza morada, ceñidas con una escarcha de gemas. Encima de su estola, una piel de armiño le modelaba tirantemente las caderas, y luego continuaba la túnica plegándose a sus hinojos y prometiéndolos. Sus brazos y su garganta desnudos, sin una luz de joya; sus pechos, firmes, alzados; su vientre, hundido, sin regazo, huyendo de la opulencia nacida en la cintura; las mejillas, doradas; los ojos, de un resplandor enjuto, agrandados por el antimonio; la boca, con el jugoso encendimiento de algunas flores; la frente, interrumpida por una senda de amatistas que se extraviaba en su cabellera de brillos de acero, repartida sobre los hombros en trenzas de una íntima ondulación. No era de una hermosura cabal, y las mujeres habían de referirse y parecerse a ella para alcanzarla; porque no residía su hechizo sólo en su cuerpo, sino en su poder de armonía con lo que la rodeaba, haciéndolo fondo suyo y sellándolo. Como la goma que da el perfume, como el escudo que deja la vibración, así Herodías, en sus ademanes, después de realizados; en su voz, después de pronunciada la palabra. Mirándola inmóvil, se sentía lo mismo que mirando las aves paradas, que se imagina y apetece que vuelen. Se deseaba que caminase, no por su movimiento, sino por su emoción. Lo mismo que las aves; no como mueven sus alas, ni como tienden o recogen sus pies, ni como espadañan y gobiernan su cola, sino toda el ave volando y la delicia que desprende en el cielo y en nuestros ojos. Toda Herodías estremeciéndose. Ave y sierpe. La serpiente de Antipas.

Antipas la recorría toda con ojos ávidos y tristes, y se volvía a los demás, recelando hasta de los mendigos; y reparaba en su figura, en su paso de siervo, porque eran enormes sus rodillas y se le doblaban pesadamente. Los enemigos de su padre dijeron del gran Rey: «Es un esclavo idumeo; sirve a César; los tesoros y los productos de la tierra del Señor, los devora el gentil; la crianza de los hijos y el gobierno de la Casa del Rey, tributarios de Roma...».

Si hubo sangre plebeya en Herodes el Grande, descendió toda a las venas de Herodes Antipas. Sus músculos, gordos por esfuerzos de otros hombres pasados, y va sin empuje en él; su espalda, cansada; su rostro, blando y pálido; sus cabellos, de una lana sudada y descolorida; y su andar, su andar de caminante, y se lo aborrecía a sí mismo. Subía los pies para hincarlos reciamente, y se le pegaban al tapiz o a la piedra cautelosos y mudos; pies de de obediencia, de espionaje y de silencio. También su voluntad quería prorrumpir con ímpetu feroz o con deseo de obra buena, y todo se trocaba en astucia y desconfianza.

Traía siempre la cabeza sin ningún tocado; pero se arracimaba de sartas de preseas sus ropas de púrpura, y la púrpura adquiría pliegues de sayal en sus hombros.

Grueso y agotado, codiciador de empresas y placeres que no resistía. En cambio, la espuma de la sangre, los audaces designios, las magníficas perversiones, la fortaleza de los sentidos y la majestad del viejo Herodes reaparecieron en su nieta Herodías, hija de Aristóbulo, el príncipe ajusticiado, de una hermosura de limpia modelación, engendrado apasionadamente en la reina Marianna, la más amada de las esposas del gran Herodes; y la mato por celos, y después se retorcía y aullaba deseándola, buscando en todas las mujeres el cuerpo de la muerta.

Junto a Herodías veíase bastardo el Tetrarca. Y la quiso como herencia y paradigma de lo que no estaba en él, gozándolo en un refocilo acre, denso y fatal de casta propia y enemiga, aborreciéndola villanamente y amándola para elevarse sobre sí mismo. En ella, la grandeza, la afirmación de raza de los Asmoneos; en él, la duda y el temor obscuro que le dejaron en su infancia las desgracias del hogar del padre: odios entre los hijos de las mujeres asesinadas, parricidios, voces y silencios de tragedia, escondido bajo el triunfo y las maravillas de la casa de un rey heroico.

La madre, la dulce samaritana Maltacea, elegida para evocar otros perdidos amores, murió luego, dejando en el hijo el apocamiento y el sobresalto de sus entrañas.

Pasó Antipas sus años jóvenes en Roma, al lado de César. Nunca sintió su vida clara y gozosa. No fue mozo ni príncipe; semejaba enfermo en la salud y un huido entre amigos y vasallos. No daba el sol en su ánima.

Para evitar las amenazas de invasiones de los árabes, se desposó con la hija de su rey, Aretas IV, una princesa flaca, áspera y encendida como un zarzal del desierto. No fue ella de Antipas, sino él de su salvajismo, de su sequedad devoradora, de sus huesos insaciables, de sus ojos con lumbres siniestras. La temió como a todo su pueblo. Quería evitarla, y acudía temblando a sus brazos. Una esclava de Lybia le trajo ponzoña de reptiles, que podía verterse en el baño, y la menuda herida de un broche o de un beso abriría el camino del veneno en la sangre. Y Herodes agarró el pomo de la muerte; fue llegándose a la cámara de la esposa; sintió su grito, y huyó de la fuerza de los ojos, que le arrancarían el secreto del crimen.

Al apuntar el alba, mostró letras apócrifas del Senado, y partiose a Roma. Entonces le poseyó Herodías hasta inflamarle contra todos los hombres que la miraran, y dándole denuedo para llevarla a su patria y repudiar a la hija de Aretas. Buscó la esposa refugio en las tiendas de los árabes y sus bravíos guerreros avanzaron sobre el peñascal de Mackeronte.

...Mackeronte, macizos de muros de rocas fundados en quebradas. Montes rotos de Moab, paisaje de dólmenes, desierto de Judá... Mar de Asfaltite, sepulcro viscoso de ciudades maldecidas por el Señor. Una banda espumosa como una ola inmóvil, eterna, cruza las aguas rudas de sal. Los caminos, tallados en piedra, se recortan claramente hasta las últimas lejanías.

Los ganados para el mantenimiento del castillo vienen de lo más profundo de la Idumea, dejando un estruendo de pedregal removido, de ecos de barrancas, y las aves rapaces les siguen rectamente en la calcinación del cielo...

En este nidal de guerra refugiose Antipas con Herodías, que trajo a Salomé, hija suya y de Filippo. Allí, el Tetrarca quiso que predominara su figura resplandeciente de acero y bronce, y encima la capa blanca de combate. Su paso resonaría en las bóvedas heladas y recias de Mackeronte; y gustó la esperanza de surgir poderoso delante de la mujer; y, fingiéndoselo, resbalaba medrosamente por los pasadizos para acecharla.

El silencio adusto, de peña y de hierro, parecía callar con otro recogido silencio cuando ella se ofrecía a las soledades desde las almenas de las murallas, desde lo último de las torres.

La fortaleza fue estrado de cortesanía. Y Salomé añadió, a las gracias de la dominadora, la de la suavidad y ternura de madre en las postraciones del deleite.

Todavía más ella esa mujer rodeada del país desolado y candente. Fuera, la inmensidad abrupta, metálica, requemada; las aguas de maldición; los clamores litúrgicos, pavorosos de los esenios; los alaridos de las fieras hambrientas, el crascitar de los cuervos, que aguardan que se derrumbe una res para descarnarla aun viva; y en lo hondo de los muros, la miel de la galanía, más gustosa allí, como el panal en la roca.

Pero una voz tronó en el desamparo, la voz de un hombre que cubría su desnudez con pieles velludas. La penitencia y las tempestades habían esculpido su carne. Subió del Jordán, como un león de su bañadero. Le seguían algunos discípulos andrajosos, secos, torturados; y él trepó a las altitudes para acercarse a Mackeronte, y todo el roquedal era peana de la indomable escultura. Y cuando Antipas, roído por sus pensamientos, salía al paisaje de piedra, se agigantaba el nómada bramando:

-¡Inmundo es vivir con la mujer del hermano! ¡Arráncate de su cuerpo, que te llaga! ¡Aun puedes ser venturoso! Apareja el camino del Señor. ¡Mira que vienen los tiempos prometidos: todo valle se henchirá, todo monte será abajado!

Llegó también su rugido a Herodías, y vistiose una sola túnica de cendal purísimo que la desnudaba gloriosamente dentro de su niebla, y presentose al solitario cuando el crepúsculo incendió todas las cumbres.

La siguió Antipas, escondiéndose por lo fragoso.

Y el león del Jordán y la hermosa se miraron.

Los ojos del nombre pasaban iracundos sobre la mujer, y parecía crepitar la breña de su cuerpo; ella durmió los suyos como palomas en aquel árbol virgen, sintiéndose chiquita, femenina, dulce, menesterosa.

Herodes mordió la roca, bañándola de lágrimas.

Sonó un clamor del hombre vestido de fieras ahogadas con sus dedos. La mujer le llamaba, arrullándole.

Una risa de alarido se arrastró por los torrentes y la prolongaron las cavernas.

Y sintiose Herodías desdeñada por toda la tarde. Quiso saber la guarida del nómada. Lo acusó al Tetrarca, porque el pregón del incesto ya resonaba en todo el país. Y le dijo:

-Mientras tus huestes y tus siervos se humillan en mi presencia, se alza libremente una boca para escupirme.

Herodes dobló su cráneo, y le respondió:

-Nada haré contra ese hombre; es un esenio enloquecido por el ayuno y la penitencia. Y obligados se hallan los Herodes a proteger a los esenios.

Ella hincó sus pupilas en los ojos mansos y tristes del Tetrarca.

Y prosiguió él:

-En los trastornos y desventuras de la Casa de mi padre, sólo un viejo descalzo, vestido de lino, pasaba serenamente sobre la hoguera de perdición sin recibir ningún daño. Ante su voz callaba el rey. El rey fue custodio de su libertad y de su vida. Y este viejo era Manahem el esenio.

Herodías alzó desdeñosa sus hombros.

-...Porque Manahem halló un día a mi padre, entonces un rapaz obscuro, y le golpeó en las nalgas y le sonrió diciéndole: «El Señor te subirá a un trono. Acuérdate de estos azotes, y que ellos te representen las mudanzas de tu fortuna. Serás glorificado, pero no virtuoso. Y la cólera del Señor estallará sobre tu frente ungida». Nunca lo olvidó el rey, mi padre. Perseguía a muchas gentes y sectas; pero siempre amparaba a los esenios y les temía como a una fuerza de la divinidad. ¡Así haremos yo y todos los de la misma sangre en memoria de Manahem!

Herodías escondió su saña, y averiguaba insaciablemente del vagabundo; y le dijeron:

-Es Juan, el que bautiza en el río, profeta justo de Dios. Su palabra, palabra de ira y de misericordias; porque hoy dijo: «Ya está puesta la segur a la raíz de los árboles; todo árbol que no diere buen fruto, cortado será para que arda». Y le preguntamos nosotros: «¿Qué haremos, maestro?». Y Juan nos respondió: «El que tiene dos vestidos, dé al que no tenga, y el que haya de comer, remedie al necesitado».

Bajó Herodías a las casernas para oír lo que se hablase de Juan. El vaho de los hombres la estremeció; y allí supo de los soldados:

-Fuimos a él pidiéndole: «¿Qué haremos nosotros?». Y Juan nos dijo: «¡No maltratéis, no calumniéis, contentaos con lo que se os diere sin hacer fuerza a los débiles!».

Herodías lo recorría todo, buscando la emoción del profeta, y sepultaba sus oídos y sus sollozos en el lecho cuando el grito implacable atravesaba las soledades y los muros repitiendo: «¡Inmundo es vivir con la mujer del hermano!».

Y su terror y su odio traspasaron a Herodes, apoderándose de su voluntad.

La única voz contra ellos, la voz del nuevo Elías. Mackeronte temblaba escuchándola. Calló en la noche del 10 de Ab. Tembló el hacha al segarla. No pudo rebanar a cercén la garganta del Bautista; necesitó muchos intentos, porque nunca daba el filo en el mismo corte.

Apollo de Alejandría, discípulo de Juan, recogió devotamente el tronco y las astillas del cuello desgarrado.

Y sintiose más el silencio de las montañas.

La vida de Herodes, de una blandura de limaza, se adhirió, se aplastó a la carne triunfal de la mujer. Y Salomé aun sirvió para poseerle con el pasado, porque la hija le evocaba a la madre en su virginidad que no fue suya.

Y lejos, en el oleaje de roca, se juntaban las manadas de Aretas...



...Volviose Antipas hacia Mackeronte. Todos los macizos y peñascales semejaban el espectro de Juan, subido a las cumbres para mirarle.

Pronto se alborozó la tierra bajo los vergeles de Genezareth. Las aguas azules de su mar espejan su ceñidor de pueblos felices. De todo prorrumpe la gloria de Tiberiades, la ciudad de Antipas, labrada rápidamente con mármoles preciosos. En la monda del solar de las fundaciones se arrancó y renovó la piedra más profunda para impedir los riesgos de las impurezas legales y la repulsión de las gentes, porque allí estaban las sepulturas de Emmaus, de termas insignes, cuyos manantiales, según el testimonio de Estrabón, corroían la piel, las uñas y la cuerna del ganado.

Aun con el rigor y pompa de los ritos de purificación, y con mercedes de campos y casas que atrajesen moradores, se apartaban todos del lugar nuevo; y tuvieron que venir a poblarlo familias asalariadas de Antipas y gentiles de la Perea, de Samaria y de la Decápolis. La holgura y los regocijos lo hicieron después apetecible a todos, menos al judío, que siempre murmuró de la ciudad que consentía imágenes de abominación y todo pecado. El animal impuro para el creyente, vedado también al egipcio, al etíope, al fenicio, al indio y al árabe, se criaba allí, en piaras gobernadas por siervos paganos, y se vendía y guisaba en todos los hostales y figones.

Su Gymnasio nunca reposaba de fiestas helénicas y, como en los días nefandos de Sión, muchos israelitas participaban de los juegos, ocultando su carne circuncidada con un torpe artificio.

Y la ciudad creció. Florecieron después familias de clara prosapia, como los Miari, los Compso, los Pisti. Entre todos los palacios de la tetrarquía -el de Bethabara o Livias, en honra de la mujer de César; el de Seforis, cuyos jardines beben las dulces venas del Thabor, y además el de Sebaste y el de Jerusalén- escogió Antipas el de Tiberiades para residencia perenne de su corte, corte de artífices y retóricos, de galanes y músicos, de juglares y aventureros venidos de todas las repúblicas; y en su torno, la guardia gigantesca de tracios, germanos y galos, que escoltó a Cleopatra hasta su muerte, y pasó después a los Herodes por voluntad del vencedor de Antonio.

Corte de ingenios muelles de cánticos y triclinio. La adúltera y su hija aparecían entronadas, lentas, hieráticas, con misterio de divinidades; o entregaban delirantemente al festín todos sus encantos, bajo la sonrisa flaca y dolorida del príncipe.

Y vino ahora del frescor de los vallados, de las blancas aldeas, de las playas luminosas, la voz de un hombre que conturbó la vida del Tetrarca.

Y le dijeron de él:

-No se llama profeta este Rábbi, sino prometido por los Profetas, enviado de Dios. Tu siervo Levi, el que se enriquecía cobrando tus tributos en Cafarnaum, le convidó a su casa, y después dejó su oficio y su caudal por seguirle. Irresistible es la potestad de la palabra y de los ojos del Rábbi: suelta la lengua de los mudos y los miembros de los tullidos; los endemoniados se le postran dócilmente con la dulzura de un niño que duerme. Exalta al humilde y enseña contra el poder y el engaño de los saduceos y fariseos.

Y temió Antipas y aumentó las guardas para impedir

Mas, el Rábbi desdeñaba las magnificencias de la ciudad, siendo pobre; y decía que no se trajese para el camino ni alforja, ni dinero, ni muda de vestido, ni de sandalia, sino un cayado.

La nueva de cada prodigio hacía palidecer el rostro pesado de Herodes, y le trababa de flojedad las rodillas, y gritaba en sueños el nombre de Juan.

El Sanhedrín de Jerusalén le envió maestros de la Ley pidiéndole que extrañase de sus términos al que se había alzado como Hijo de Dios.

Y Herodes y los mensajeros se asomaron al pretil de la azotea.

Lejos pasaba la multitud rodeando al Rábbi.

Retrocedió Antipas, empavorecido, sudándole las sienes, colgándole el belfo. Y les pidió:

-¡Lleváoslo y reducidle con vuestro saber! ¡Porque es Juan el que subió del río y se me aparecía en todos los peñascos de Mackeronte! ¡Lo degollé por Herodías, y Herodías agarró la cabeza, que aun goteaba sangre, y mirándole las pupilas, alzadas horrendamente, le atravesaba la lengua con un agujón de oro! ¡Es Juan que ha resucitado!

Y huyó por lo fosco de los pasadizos, y escondiose bajo los árboles de sus vergeles para mirar el encuentro de los sanhedritas con el profeta.

Los doctores de la Ley buscaron sus mulas blancas, y salieron menospreciando al príncipe.

El Rábbi se había parado en un camino abierto entre frutales. Las gentes, postradas en su torno, veían resplandecer su manto azul en el azul de los cielos. A sus pies le dejaban los hijos, los ancianos, los lisiados para que pudiesen recibir su mirada y consolación.

Los labradores hincaban la reja en el surco y corrían a escucharle; y en los callados campos quedaban inmóviles las yuntas, mirando hacia el camino, yuntas de buey con buey, de jumento con jumento.

El Rábbi se esperaba. Y después decía:

-...¿A qué podré comparar el Reino de Dios?... ¡Es como la semilla de la mostaza, que la tomó un hombre y la sembró en su tierra, y el grano creció, se hizo árbol y las aves del cielo reposaron en su copa!

Las mujeres dejaban su horno, la piedra de moler, el huso; y sin reparar en velarse, acudían con un vuelo llameante de vestiduras.

Y el Rábbi también las aguardaba. Los suyos se revolvían con enojo; y él glosaba el mismo pensamiento, acomodándolo a las recién venidas.

-...¿A qué diré que se asemeja el Reino de Dios? Pues mirad: es como la levadura que tomándola una mujer la escondió en tres medidas de harina, hasta que toda quedase fermentando... Un cavador no pudo reprimir su ansia.

-¡Rábbi, Rábbi; dime si serán pocos los que se salven!

Los discípulos reprobaron la impaciencia del nuevo. Y el Rábbi les reconvino con la mirada y dijo:

-¡Bien hace! ¡Porfiad, porfiad en llegaros a la puerta, porque es angosta y muchos los que se atropellan para pasarla!

Y volviose. Se acercaban las gentes del Gran Sanhedrín.

No fue menester que los servidores, los virgiferi, abriesen sitio, porque la solemnidad de la presencia de los maestros y sus ropas y sus insignias se anticipaban al mandato de la voz.

Una mujer descolorida, de cansada belleza, se puso junto al Rábbi y le colgó los brazos a los hombros, haciéndose su escudo, y miraba recelosa a los de Jerusalén.

Entonces se destacó un anciano cenceño, de ojos recónditos, de barbas de hebras claras y lacias como el heno marchito, y tendió un índice frágil, transparente, increpando al taumaturgo:

-¡Sal de aquí, porque ya es conocida del príncipe tu obra de perdición! ¡El Tetrarca desea tu muerte!

Se apretaron los discípulos. Y el expulsado irguiose y gritó:

-¡Decidle a la raposa que yo doy la salud y libro a los poseídos! ¡No muere un profeta lejos de Jerusalén!

Y miró afligidamente hacia la ruta de la ciudad del Señor, y abrió sus brazos pronunciando:

-¡Jerusalén, Jerusalén, que persigues a los que te han sido enviados! ¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos, refugiándoles en mi amor, como el ave que protege sus crías bajo sus alas!

...Los doctores del Sanhedrín tornaron en busca del Tetrarca. Y el viejo de las barbas secas profirió:

-¡Todo lo de nosotros tiene escarnio en su boca!

Y Herodes se apuñazaba la frente murmurando:

-¡Es Juan!

-Peligrosa su doctrina, porque ya muchos le han oído: «¡No traigo paz, sino discordia! ¡Fuego vine a poner en la tierra; y qué quiero yo sino que arda!».

-¡Es Juan que ha resucitado! ¡Así en Mackeronte puso fuego contra mí; y yo tuve que hundirle en prisión; mas, no le maté sino por ella, porque ella se lo inspiró a su hija, que nos había enloquecido danzando y tañendo su nebel!

Un fariseo menudo, de huesos aceitosos, levantó su brazo siniestro, retrenzado con las badanas de las «filacterias», y le interrumpió infamadamente:

-¡No sé qué dices; sólo sé que Rábbi Jeschoua afirma que limpia los pecados; y también el agua que lava nuestro cuerpo hace fango; se envanece de alumbrar con sus enseñanzas, y yo te digo que con una antorcha se deja en pos más negrura!

Y quedose su puño erguido y trémulo.

-¡Poderoso fue Ptolomeo Evergetes, y también en un festín humillose a los antojos y gracias de una extranjera tañedora de nebel! ¿Y por ventura aventajaría ella a Salomé?

Los sanhedritas le contuvieron, ceñudos, cerrándole entre ellos; y mezclaban su desdén por Herodes con su violencia contra el Rábbi.

-¡Si urdió rebeldías a su príncipe, justo fue el suplicio de Juan; mas ve que sus creyentes siguen ahora al nazareno!

-¡Ha resucitado el que subió del río, y atraviesa mis campos como un león!

-¡No subió del Jordán, sino que baja huido de Nazareth!

-¡Gentes tuyas le acatan, como Levi, el publicano, y Juana, esposa de Chouza, tu mayordomo de Cafarnaum!

-¡Porque embauca con el poder de la magia! ¡Se dice el Cristo, y la multitud se le rinde, que el afán por un Mesías en sí mismo lleva la fe!

Herodes se balanceaba dentro del grupo farisaico, mirando inquietamente. Todo rumor de los árboles le anunciaba la aparición del profeta decapitado.

Salieron a las llanadas de tréboles y anemonas. Había también bosquecillos de adelfas y laureles, habitados por dioses de mármol; cisternas junto a los velarios de grana y de rosas que subían enguirnaldándose a los bambús; fuentes de gruta y estanques de los que emergían los lotos azules y blancos, de carnosos sépalos, y en lo íntimo del cáliz estaba la luz como un agua de lluvia. Y en todo resbalaba un coloquio de riegos, de abejas y de tórtolas, interrumpido por los aleteos de los pavos reales...

Y surgió el corro de sanhedritas; y el viejo trasijado todavía dijo:

-Nosotros quisimos apartarle de tus comarcas, y en tu nombre le amenacé. Mas él se mofó de tu cólera y te comparó a la raposa, que teme el atacar y sale de noche y camina callada para devorar la viña.

Herodes se detuvo; vio sus hinojos en el sueño de una alberca. Y se preguntó con amargura:

-¿Es que andaré yo como las raposas?

Comenzaban un vial de limoneros floridos entre el mar de Genezareth y los pórticos del palacio.

Sola en todo el cielo pasaba un águila.

Apareció Herodías, roja de púrpura y de ocaso, en la terraza de la ribera.

Y la vio Antipas, y se le hincharon los ojos mirándola; toda su carne semejaba una pupila de monstruo.

Ya no escuchó más a los ancianos del Sanhedrín.

Ella le llamaba. Y corrió Herodes; subió pisándose, tropezando con las pilastras y con las frámeas de sus bárbaros crasos, adormecidos por la caliente quietud del crepúsculo.

Herodías lo acercó al mar. Descansó en su brazo vibrante y oloroso la nuca sudada, blanda y débil del príncipe, y fue elevándole la frente.

En el azul ya frío del horizonte se apagaba el oro del águila.

Y apasionadamente le dijo:

-¡Mucho tiempo voló tejiendo una corona sobre nosotros! ¿No será un presagio, oh Herodes?

Herodes hizo una sonrisa hueca. En su garganta doblada le resonaba el afán de la laringe.

De súbito, se incorporó jadeando:

-¡Cuán bien pudieron degollarme ahora!

Ella le miró con desdén el cuello.

-¡No ahí, sino en tus hombros, debiste sentir el peligro desde que el reino del gran Herodes tuvo que rasgarse, porque no quedaron fuerzas de hijo para llevar todo su manto!

Antipas esquivó la mirada de la mujer.

-¡Un trozo de ese manto es mío!

-¡Y de Roma! -le gritó Herodías.

-¡Otro, de mi hermano!

-¡Y de Roma también! ¡Y sólo de Roma la Samaria, la Judea y cuanto amó y glorificó vuestro padre junto al mar de Siria!

El Tetrarca, con risa plebeya, le advirtió:

-¡Mira que aun sobra manto, y hay hombros de hijos del rey que traen una túnica tan parda como la de los menestrales de Roma!

La injuria al esposo de Herodías mordió en el corazón altivo de la adúltera, que se retorció toda en sí misma como una sierpe dentro de su piel. Y ahogándose de despecho, con el vaho magnífico de su sangre más que con voz, fue exhalando:

-¡Ruin es tu frente! ¡Filippo, al que abandoné por una gloria que sólo está en mi vida, Filippo tuvo la firmeza de su humildad: es lo que quiso ser, y a nadie remedó! ¡Mas tú y tu hermano, el otro Tetrarca, os ponéis ropas de revés, y habéis de salir con las sienes desnudas, porque perdisteis la corona dentro de vuestra casa! ¡Y aun en ella necesitáis del romano; sin su auxilio serías tú ahora esclavo del árabe! Filippo arrinconose a sí mismo. ¡Qué sois vosotros arrinconados en tetrarquías por César y por vuestro pueblo!

Herodes pegaba sus mejillas en los pilares, buscando la frialdad de la piedra. En la obscuridad amarga de su ánimo se había perdido su ímpetu de amante y de príncipe, quedándole un desconsuelo de abandonado, una postración de decrépito.

Toda la noche latía de astros. Sonaba claramente el ruido de pezuñas y aparejos de la caravana de bálsamo y de miel que venía de Jericó.

Suspiró Herodías y fue acercando las brasas de sus ojos a Herodes, y, dulcificada, le dijo:

-¡Adónde habrá llevado el águila esa promesa de gloria que no hemos recibido nosotros! ¡Oh, no me huyas!

Y lo ciñó, besándole muy despacio en los párpados.

-¡Sé rey de lo que ha sido nuestro! ¡Pídeselo a César! ¡Yo deseo Jericó más que lo quiso Cleopatra! ¡Sé grande! ¡Me tienes toda! ¡Mírame, Herodes! ¡Me tienes toda y no ansias un reino poderoso!

Antipas, angustiado de delicia, contuvo un sollozo y la apartó bruscamente para acechar en las tinieblas.

Le estaba mirando una cabeza cortada...



...Al comenzar la tarde entró en Jerusalén la escuadra primera de tracios, corpulentos y rubios.

Su presencia anunciaba el arribo de Herodes; y las gentes de las caravanas pascuales y las del arrabal de los queseros y de los artesanos invadían el ágora, apretándose entre las columnatas y en las graderías que suben, en hemiciclo, tallando la ladera de Sión. Arriba del collado está la residencia del Tetrarca, que fue de los asmoneos, y sus terrazas salen sobre los techos de Xystus.

Las familias saduceas, partidarias de los Herodes, iban por la puente de Tyropeon a los altos atrios, y desde aquí, por la escalinata guardada de la plebe, descendían para dar la bienvenida al Príncipe, bajo el baldaquino de venerables paños faraónicos.

Llegó Antipas en una mula relumbrante de gualdrapas rígidas de oro; todo el animal crujía de riquezas, solemne y deforme como un ídolo. A su lado, en una stramenta de sándalo y lacas con dosel carmesí, llevada por tres camellos uncidos, venían Herodías y Salomé, que estaba prometida al hermano de Herodes, Tetrarca de la Traconítida, de la Batanea y Páneas. Y en pos seguía toda la corte, los siervos, los caballos y carros del señor y la escolta bárbara, de viejos y mozos, hijos ya de estos gigantes impasibles, tardos, dóciles como leones castrados, relucientes de bronce y de grasa, con su cola de cabellos de un rojo lacio y frío cayéndoles de la nuca.

No daba la muchedumbre un signo de júbilo ni de sumisión, ni aun de acogida. Sólo aguardaba por ver.

Tetrarca de la Galilea y de la Perea, Herodes Antipas equivalía para la ciudad de David a un príncipe extranjero, avenido con los gustos de Roma, la metrópoli execrada que proyectaba su gobierno ávido y duro sobre toda la Palestina.

Quedábale a Herodes en Jerusalén la amistad de algunas casas patricias y el palacio de Sión; los otros, engrandecidos por su padre: el de la fortaleza Baris o Antonia y el de las torres Marianna, Hippicus y Fasael, de mármoles blancos, pertenecían a César.

Sus escrúpulos le llevaban a participar como romero de las fiestas sagradas de la Pascua, en el mes de Nisán; de los Tabernáculos, en el mes de Tischri; de la Dedicación, en el mes de Kisleu; de los Purim, en el mes de Adar, cumpliendo entonces episódicamente con los ritos mosaicos.

Intentó un día atraerse el amor de la Judea, intercediendo con Poncio para impedir sus sacrilegios, y el romano malogró los designios políticos de Herodes rechazando su mediación.

Y al llegar a Jerusalén, seis decurias bajaban la cuesta del Pretorio; pero el continente de los legionarios antes presentaba el aviso de la soberanía de Roma que el acatamiento al Tetrarca.

Desde el último domo de la ciudadela vigilaba el Tribuno como un balcón en su roca.

Esa noche, en los intercolumnios de Xystus, arden lámparas quemando aceites aromosos. Sión resuena de sambucas, de sistros, de pífanos, de crótalos, de symfonias o gaitas que dan el viento de su odre a la caña del oboe y de la siringa. Los cánticos y tonadas escandalizan a los fariseos, que pasan encorvándose para no ver la mansión de pecado.

Y cuando las trompetas proclaman el nuevo sol, acude Antipas al Templo levantado por su padre y deposita su tributo.

Los ocho travesaños de cedro para colgar y desollar las víctimas no pueden tener todas las ofrendas del Príncipe. Hasta la hora tercia rebullen sus esclavos transportando los cuévanos y ánforas con los diezmos de las heredades de la tetrarquía. Y en las tres plegarias subirá Herodes el Atrio de Israel -Azarath Yisraël- con escribas y levitas, mas sin ninguno de su cortejo, porque las estelas de la Ley de la Castidad condenan el tránsito de los gentiles.

Quiso mostrarse Herodías en el santuario, y fue a la Schema Yisraël de la tarde; pero no resistió los mezclados olores de sudor, de perfumes litúrgicos, de sebo y de inmundicias de las reses de los holocaustos. Y retirose sin orar; y se mofaba el pueblo.

Y al salir por el Portal de Occidente, vio toda la hondonada de Acra henchida y rumorosa de multitud. La soldadesca precipitaba sus potros sobre los torrentes humanos; los rebaños pascuales huían despavoridos por las callejas de escalones abruptos.

Jerusalén vibró de clarines y trompas.

Poncio Pilato venía de Cesárea.

Y los que miraban a Herodías y al Príncipe, les olvidaron por ver al procurador aborrecido, que traía amistades de Italia convidadas a la Pascua.

Herodes apresuró el retorno a su palacio.

Estaba entonces Sión en sosiego y soledad de collado campesino. A lo último de la ladera, un grupo de hombres humildes subía hacia un casal blanco y rudo como una granja.

Un judío herodiano deslizó al oído de Antipas:

-¡Es el Rábbi Jeschoua Nazarieth con sus discípulos!

Herodías sonrió, recordándole al Tetrarca sus antiguos terrores.

Y él dijo:

-¡Mejor hablara con Rábbi Jesús que con aquél!

Y quedose indicando la litera de Pilato, que avanzaba sobre las espaldas de seis númidas por el cauce de picas y broqueles de la cuesta del Pretorio. Y lejos de la ciudad, nublados de polvo rojo del crepúsculo, aun venían los dromedarios del bagaje, las eternas «naves del desierto».

Pasó Herodes sus pórticos, y entre las maravillas acumuladas por el gran rey se le deshizo la enojosa inquietud que siempre le dejaba Poncio.

Todos los muros del palacio estaban bruñidos de sillares sonrosados, y en los cantones se acuchillaban con ventanas angostas como saeteras. Dentro se sucedían las cámaras de estuco asirio, donde corren enormes figuras bermejas siluetadas de negro y ojos de triángulo asombradizos y crueles; en los frisos de cerámicas, los dragones y reptiles de la visión de Ecequiel se enroscan a la pulpa rosa y azul de los anchos lotos; las salas hipóstilas, separadas por paños de púrpura, de pisos y pilastras de esmalte reproduciendo los tejidos de Sussa, que brillan con una pálida tonalidad bajo la luz destilada por la piedra.

Y la magnificencia estalla en los aposentos Cesareion y Agrippeion. Sus artesones miran con pupilas de crisólito, de carbunclos, de granates, de amatistas, de feldespatos, de esmeraldas. Por los capiteles de toros alados, por las cartelas y arquerías circula un respirar de aguas del berilo, del lapislázuli, de lacas, de cristal de roca, del prasio, de la obsidiana, del ónice, de la cornalina, de todos los matices del ágata tallada en óvalos, en estrellas, en rosas, en losanges y círculos.

Las columnas dan una convulsión de cuerpos desnudos, enjoyados. El viejo Herodes volcó en las carnes de los alabastros y ámbares las caravanas de lapidarios de Saba y de Rehema; y todo el recinto parece articulado y ondulante de escamas de pedrería, y tiene un frío íntimo, una sensación de pena y de misterio de tesoros de tumbas, de densidad subterránea.

Entre las estancias se abren los patios de jaspes con toldos amarantos, verdes, anaranjados, sanguinosos y crudos, que tamizan el sol. Se desgranan los collares de agua en piscinas de vidrio rodeadas de columnas que se envían sus grecas de manzanas, de granadas y uvas de cobre. En cuencos profundos de mármol crecen los dulces árboles de Eubea, que traen fruto y olor; los arrayanes, en cuya tupida frescura resaltan las estatuas helénicas. De los claustros cuelgan los pebeteros, hechos de gloriosos escudos, donde se derriten las gomas de sándalo, de almáciga, de cisto, la mirra, la pasta del azafrán de la India y de la flor del cinamomo, la raíz del jengibre...

Y en el fondo, se ofrecen los triclinios de bronce de Iberia y de cidro de la Mauritania, con mesas sobre caimanes y jumentos de plata, alcatifas de Persia, pieles de dugongo alma gradas como las que techaron el Tabernáculo, recodaderos de plumón de francolín; y los cien lechos insignes de orificia bajo pabellones de grana como los de Holofernes, y vigas de sabina, de naranjo, de olivo, de ébano, con taraceas de nácares, de turquesas, de calcedonias...



...Todos los peristilos y acitaras se poblaron de bayaderas y tañedoras, de cortesanos, de servidores y guardias.

El intendente de la domus, con la insignia de la llave en su cíngulo de cuero, previno a Herodes de la llegada de un centurión seguido de sacerdotes y turbas.

Palideció Antipas.

En aquel punto, presentose alborozadamente su copero, un doncel de Mytilene, de brazos tatuados, que se le postró diciendo:

-¡Roma te ama siempre, oh Basileus! ¡Poncio te manda a Rábbi Jeschoua!

-¡Roma! -balbució el Tetrarca; y le vacilaron los hinojos.

Después pudo añadir:

-¡Que lo sepa Herodías! ¡Decídselo!

Y él dirigiose a la cámara de audiencias.

Entre las dos últimas pilastras se hallaba el trono de su padre, casi oculto de tirsos, de coronas marchitas, de crótalos, de salterios, de pomos de olor y túnicas de festines.

Una bandada de siervas quitó rápidamente la escombra de las orgías.

Era un trono labrado a semejanza del de Salomón, con las seis gradas de marfil y los dos leones para los codos, la silla formada por la grupa de un buey, y la cuerna, sirviendo de respaldar, de oro macizo.

En derredor acomodaron los divanes y almohadas para los dignatarios. Se erizó un bosque de lanzas de puntas retorcidas. Y las dos columnas se cerraron hasta la mitad de sus fustes con paños recamados, verdes, cárdenos y de rojez de cereza.

Antipas subió al solio. Y fue pasando su corte y el hervidero de sus oficiales, de sacerdotes, maestros y ministriles del Sanhedrín, de fariseos, de rabbinos y la escuadra pretoriana que arrastraba a un hombre lívido; y después se amontonó la plebe.

Avanzó el centurión.

Pero Herodes resbalose del sitial para asomarse a los tapices.

A través de los aposentos próximos venía un rebullicio femenino. Y vio a Herodías desnuda, gozosa, infantil, atravesando estancias, derribando trípodes, saltando sobre escabeles y braserillos; y sus esclavas la seguían tendiendo los cobertores que ella apartaba en su carrera. Y llegó al estrado y asomó su cabeza entre los pliegues de las estofas. Se la adivinaba todavía húmeda del baño, corriéndole los perfumes de la unción matinal. De súbito crispose el cortinaje, y nada más quedaron sus ojos fulgurando como dos gemas.

Herodes la miraba arrebatadamente, porque esos ojos separados de toda la mujer tenían una lumbre y una promesa desconocidas.

Un cortesano le recordó que el centurión esperaba.

El centurión inclinose pronunciando:

-Lucio Poncio Pilato, Procurador de Tiberio César en Judea y Samaria, a Herodes Antipas, Tetrarca de Galilea y de Perea: salud y amistad.

Herodes volviose a la mirada de los tapices y recogió un destello que iluminó su vida.

Lucio Poncio, continuaba el pretoriano, sometía al Tribunal de Herodes la causa que el Gran Sanhedrín de Jerusalén le presentara contra Rábbi Jesús, ciudadano de Galilea.

Y ladeándose, apareció el reo.

Herodes exhaló algunas palabras de amor a Roma y de elogio y de gratitud para Poncio.

-Porque yo y mi corte deseábamos ver a este mago y presenciar sus prodigios...

Se produjo un rumor hostil entre los sanhedritas.

Y el Tetrarca sonrió al centurión y miró a su escolta de gigantes y a las pupilas de ascuas entonces fijas en Jesús.

Le distrajo un susurro de burla difundido entre sus cortesanos.

Detrás de los reposteros también se oía un sofocado reír de las mujeres. ¡La risa de ella se desgranaba sobre todas como un sartal de agua viva!

Y desconfió Herodes, porque nunca alcanzaba nada por sí mismo. Fue tan amargo su ceño, que algunos se le llegaron explicándole:

-¡Repara en los visajes de los fariseos!

Entonces el Tetrarca fingió reprimirse su bulla; pero todavía miraba receloso a los demás, sin cuidarse del Rábbi, atado, rendido, solo en un círculo de clámides rojas y crestones de cascos.

Los jueces de secta farisaica subían su brazo enrejado por las correas del tefillah, que les ataban los dedos índice, anular y cordal; se descogían el sudario de la cerviz, el paño recio de los hombros, el lienzo de enjugarse en las lustraciones, y se cegaban todo el rostro; y brincaban retrocediendo, y se paraban abrazándose doloridos, y quisieron salirse, horrorizados de las imágenes de dioses, de hombres y bestias de las pinturas murales.

Sus enemigos los saduceos, que en estos días se les habían juntado para perseguir al profeta sedicioso, impidieron el escándalo de la huida, recordándoles que no era gentil la casa del Tetrarca, siendo del hijo del que reedificó el Templo del Señor, y ofreciendo él mismo holocaustos, pagando el tributo devoto y pudiendo orar en el atrio privado de los creyentes.

De su voluntad había de venir la sentencia para bien del pueblo.

Tornaron los fariseos, con la cabeza hundida en el embozo de sus ropones.

El Hâkân, segundo vicario del Sanhedrín, el que gobierna a los juristas, desdobló las fojas de la causa y exclamó:

-¡En el nombre del Señor Dios de Israel!

Pero el Tetrarca abandonó de nuevo su trono, y recostándose entre sus validos les consultaba, y todos le celebraron mucho sus razones; y él dijo:

-¡Oye, Rábbi Jeschoua, muéstranos un portento!

Otra vez murmuró el sacerdocio.

Rábbi Jesús permanecía callado, liso, inmóvil. Y el centurión le tocó con su junco de viña.

Entraba de los pórticos una espada de sol, y traspasó los rizos vírgenes de la barba de Jesús, dorando su piel, sus ojeras verdosas, sus párpados caídos.

Herodes le repitió su mandato con tono de llaneza y de merced.

Al Rábbi le temblaron levemente los ojos y la boca. Y no respondió.

Antipas volviose muy pasmado a los suyos. Les confesaba que nunca sospechó tanto apocamiento en esos nombres que se apoderan de las multitudes. Y le buscó el contorno de las rodillas.

Un cortesano dijo:

-¡Ved que viene de las aldeas y de las barcas de Tiberiades a la presencia del Príncipe!

Herodes asintió y lo fue diciendo a los otros para que lo oyese Herodías. Después dispuso que desatasen al reo. Y al mirarle halló los ojos de Jesús abiertos sobre él, esperando los suyos, que se le doblaron con la misma sensación que le doblaba siempre sus piernas. Los fue subiendo; y aun estaba cayéndole toda la mirada ancha, quieta, desbordándole. No le respondían, no le temían, no le suplicaban los ojos del Rábbi; ojos sólo, ojos vibrando de voluntad.

Y esforzose el Tetrarca para salirse de ellos; y adivinó en todas las frentes: «¡No has podido! ¡Son los ojos del que te llamo raposa! ¡También hoy te desprecia!».

Y quien más se lo decía eran las ascuas del tapiz.

Quedose encogido, y los jueces, que le acechaban, alzaron sus voces contra Jesús.

Surgía de la acusación el Rábbi como un hombre rebelde, denodado, forjador de una corona sacrílega.

Y la mirada de la mujer escondida le gritaba a Herodes: «¡Es más que tú! ¡Tú no tienes fuerza ni sobre su silencio!».

Se incorporó el Tetrarca. Vinieron hacia él los sanhedritas encendidos por el encono y el ansia, y braceaban y repetían las culpas.

La corte, la escolta, y ella ya no se fijaban en el reo. El mago retaba al Príncipe con su desdén; ahora la emoción había de darla el Príncipe.

Y el Tetrarca sintiose golpeado por todas sus venas; se precipitó, apartó al sacerdocio, fue hacia Jesús y profirió un chillido rajado por el esfuerzo, un chillido sin palabra, sin soberanía, sin rencor. Y quedose resollando cansadamente, hincado en las losas, como apercibiéndose a resistir un ímpetu.

Jesús ladeose contemplando el camino de sol que ya se abría encima de sus hombros, el sol grande, gozoso y bueno que secaba las redes de Bethsaïda.

Herodes no podía avanzar ni osaba volverse. Se miraba a sí mismo hundido en un cepo de torpeza. Crujió el paño de las columnas. ¡Le vencía Rábbi Jeschoua! Y... comenzó a reír. Señalaba con su mano gorda y cerrada la boca de Jesús. Jesús apartó su faz; y él reía siguiéndole con el puño tendido; y llamaba a sus cortesanos para la burla que le librase de su soledad con el Rábbi.

Fueron sus amigos; y tuvo que sonar su carcajada de sumisión y de halago.

Salió un bramido de la multitud exigiendo la sentencia.

Y el Tetrarca aullaba de risa ahogándose, salivando; y, ya entre sus gentes, volvió al trono.

No estaba la mirada de Herodías.

Recios y altivos esperaban los legionarios.

Clamaron los sacerdotes.

Y Antipas les increpó:

-¡Qué buscáis, si me habéis traído un ruin que hasta se cree hijo de Dios y rey de todos!

Interrumpiose hablando con sus gentes, y redobló el bullicio.

Salió de la cámara su copero, y a poco torno arrastrando un lienzo gordo de lona.

El Tetrarca lo presentó gritando:

-¡Es la vestidura del rey! ¡Con ella se lo devuelvo a Poncio!

Y sus oficiales enfundaron a Jesús dentro de la hopa blanca, que remedaba el manto regio de los persas, atavío también de sus dioses; la veste que ciñen sobre el hierro los varones de clara progenie romana al entrar en combate; la túnica ceremonial de los augustanos, la ropa «cándida» de presentación que traen los que aspiran a la preeminencia de las cuesturas, y de ella reciben el nombre de «candidatos»...

El centurión reforzó los cordeles de las muñecas del Rábbi, y tradujo el escarnio en fórmula de justicia, diciendo fríamente:

-Forum apprehensionis!

Y se llevó al reo.

Herodes tendía sus brazos y después se apretaba los ijares, y riéndose, balanceando el cráneo, desapareció entre las colgaduras de las pilastras.

Fuera, rugió un viejo desdentado:

-¡Hijo de perros!

Estaban solitarias las salas que antes atravesó Herodías toda desnuda. Sobre los tapices quedaron olvidados los cendales, los justillos y partidores, las ajorcas, los alabastros de perfumes. Recogió el Tetrarca el espejo de ella, un disco de plata con mango de ébano y frutillas de marfiles, y vio allí su risa convulsa de enfermo, una risa sólo de piel crasa, sudada, amarillenta, fría. Y arrojó el espejo; y su risa iba saliéndole en los medallones de calcedonias, en los rombos de ámbar, en las pulidas maderas, en el bronce de los braseros, en el mármol de las estatuas, en el agua de los estanques. Se apretó la faz, y sus manos palparon la mueca de la risa. Todo estaba lleno de su risa, y le dolían las entrañas de humillación, de obscuridad, de desamparo, de congoja.

Y cautelosamente se iba acercando a las terrazas.

Su corte, sus guardias, sus siervos, y ella, vestida de púrpura, miraban al Rábbi...

Y él se sentó en una losa, como un mendigo...




ArribaAbajoPilato

«[...] Siendo Poncio Pilato procurador de la Judea...».


(S. Lucas, III, 1)                


En el año XII de la exaltación imperial de Tiberio, siendo Aelius Lammia legado de Siria, le fue encomendada a Lucio Poncio Pilato la procuratura de Judea.

Poncio era amplio, vigoroso y súbito; su cabeza, redonda, de cabellos grises, apretados y cortos; la frente, baja, de recia sien; los ojos, metálicos, inquietos y menudos, que aun se reducían más cuando miraban con ahínco; los labios, rasurados y carnales; la nariz, gruesa; salediza la barba; la mejilla, depilada y robusta, y las manos, muelles, enjoyadas con pulseras de oro pálido y el ancho anillo de caballero como una gota de luna.

La violencia de su porte y de su voz caían en cansancios y hastíos; y dentro de esta quietud, quedaba su ímpetu hecho plástica, vibrando en el pliegue de sus cejas, en el enojo de su boca, en la línea rotunda, estallante, de su mandíbula, como los bronces de Myron contienen el esfuerzo y el brío de la palestra.

Era terco en la idea y se le deshacía la voluntad. Atormentó a un esclavo que le quebrara una copa thericlea y, después, lo manumitió dándole bienes más grandes que la joya partida. Tenía por oficio de parásito el de poetas y filósofos, y entregábase con avidez al conceptismo del epigrama y de la epístola. Dolíase de que las Escuelas de Grecia se hubiesen apoderado de los gustos y del espíritu de Roma, coloquio de la esposa por escuchar a su lector el abejeo de los parrales de Anacreonte o la sabiduría desleída del panal platónico.

Claudia le reprochaba sus olvidos con la caricia de su mirada.

Y Poncio se defendía evocando:

-¡No hay sienes tan sabias y eternas de mocedad como las del buen viejo de Teos; la uva que cerró su garganta mana siempre el vino de la leticia!... ¡A Platón, cómo no amarle! Fue dilectísimo de Cayo Poncio Herenio, de mi estirpe, y juntos conversaron al amor de las calladas frondas de Academo.

Le agradaba hacer donaire de los fracasos divinos en la tierra, proclamando de más subido valor la vida de las criaturas que la de los dioses, y luego, a hurto de todos, postrábase bajo la edícula del padre Jove, arrepentido de sus audacias. Pero sobre el poder del Pantheon romano estaba para Poncio la oculta fuerza de la adivinación y de la magia. Recogía y estudiaba todos los documentos de Crisipo, de Posidonio, de Panecio, y su adivino asalariado, de faz sumida, amarga y astuta, llagado de tormentos y expiaciones, resplandeciente de ropas chapadas de pedrería, vigilaba los signos y barruntos de presagio, previniéndole si la corneja graznó hacia la siniestra y el cuervo hacia la diestra; si el buey tomó huelgo levantando las calientes narices a las nubes de tempestad... Porque en aquel tiempo la palabra afilada de los magos de otras tierras se hundía en las entrañas de Roma. Se les odiaba, se ensayaba en sus cuerpos magros, ascéticos por rigores de su ciencia, todo ingenio de crueldad, y se codiciaban sus oráculos y prodigios; y hasta el César, hediondo de lujuria como un macho cabrío, revolcándose en los placeres de Capri, que relata Suetonio, palidecía de angustia bajo la mirada cobarde de su agorero...

...Llegó Poncio al país de Israel aficionado de las alabanzas de aquellas naturales hermosuras y despreciando a sus gentes por noticias de Marco Tulio: «¡Raza abyecta, nacida para la servidumbre!...». Sus vergeles, sus frutas, sus bálsamos, dignos de Roma.

Desde su Pretorio de Cesárea del Mar envió una cohorte de escogidos que llevase a Jerusalén las enseñas gentiles, execradas por los hijos de Jacob.

Entraron los pretorianos en la ciudad ya muy honda la noche. La techumbre y el pináculo del Templo recibieron sombras de maldición. Los perros y los leprosos que hozan y rebuscan en los vertederos, en las cavas y puertas del muro, huyeron por los barrancos de Betfage. Todo el monte de Bethania pareció desgarrarse de ladridos. Y un endemoniado, que se guarecía en un sepulcro del Cedrón, vio una estrella de sangre atravesar el cielo, y un ave hinchada, de alas inmundas, membranosas, que brincaba por el torrente siguiendo el surco rojo del astro...

Vino el día, y entre el humo de las primeras inmolaciones y oblatas subió un grito pavoroso de los levitas victimarios y de los que abrasan el perfume de Jehová.

En las cornisas de la ciudadela, mostrándose a todo el recinto del Templo, brillaban los manípulos con sus guirnaldas y la abierta mano de oro, el águila y los escudos con la imagen de Tiberio.

Tronó Jerusalén convulsa de sollozos:

«¡Por qué se multiplican los que me atribulan!

¡Vinieron los impíos a tu heredad, oh Señor; contaminaron tu Casa, y devoran a tu pueblo como manjar de pan!

¡Derrama tu ira sobre los que no te conocen! Líbranos por la gloria de tu nombre, no sea que murmuren entre sí diciéndose: ¿En dónde está el dios de ellos?

¡Pueblo tuyo somos, pueblo tuyo, y ovejas de tu majada!».

Y la multitud redunda por los collados, cubre los caminos de Cesárea. Se le juntan los labriegos, los pastores, Poncio pidiéndole que se arranquen de las piedras del Señor las efigies vedadas.

El romano los oye cansadamente, removiéndose en su bema o púlpito de ciprés y sardios.

Tornábase al mar mirando el rumbo dichoso y el baño de luz de las gaviotas; volvíase a los senderos que temblaban entre el vapor azul de la labranza. Se impacientó. Levantó su cráneo, sudoroso y duro como un bronce mojado; cruzose la toga, y adelantándose encima de la muchedumbre, rápido, sin mirarla, dejó caer su palabra negando la súplica.

Un trujamán fue esparciéndola con gritos nasales.

Rugieron las bocinas.

El Procurador dejaba su estrado. Y comenzó a subir la escalinata de su residencia de mármoles, fresca y luminosa como una concha, entre macizos tiernos de cidros, de plátanos, de palmas.

Ya pisaba el último peldaño; y revolviose brusco, rígido; descansó su codo en un pilar, y espero. Su anillo resplandecía como la pupila de un tigre. La vela de púrpura que entoldaba la terraza le bañó de sangre.

Venía un trotar bronco, terronoso de pezuñas de camellos, un estrépito de caballos. El azul cegose de arenas. Y aparecieron las mitras felpudas, las crines tendidas y rojas de la guardia bárbara del Tetrarca.

Los pálidos gigantes de Herodes doblaron sus frámeas; y el faraute, con tiara amarilla y puñal desnudo en el cíngulo de piel de leopardo, ofreció a Poncio un pergamino enrollado en un marfil de antílope.

Herodes intercedía por la Judea. Los ojos de Poncio resbalaron fríamente en la mirada de vidrio del mensajero; y sonó su grito.

Un aparitor le trajo la foja de membrana pulida, el cálamo recién cortado, la redoma de sepia, en cuyo negror espeso se cuajaba el relumbrar de los labios del vaso. Y de pie, sobre la espalda de un legionario, escribió Pilato su respuesta pomposa, rechazando los oficios medianeros del Tetrarca.

...Durante seis días, el claro retumbo del mar golpea entre la opaca quejumbre de Israel. La playa, rubia como las eras en colmo, los peristilos y arrayanes, las estatuas de los pórticos hieden a miseria, a humanidad remansada. Pastas hirvientes de moscas torpes, blandas, húmedas, propagan la inmundicia. Sobre el cielo magnífico, latino, se revuelve fermentando la costra parda y agria de túnicas y carnes hebreas.

Y Poncio se arrebata; surge encima de un friso de desnudos; su brazo hiende el azul; y el huracán de la legión siriana se precipita, chafa y desgarra la multitud que solloza por el oprobio de sus piedras venerables y tiende impávida su cuello a la cuchilla. El primer centurión avanza hundiéndose y amoratándose en el lagar humano; saltan dedos, pechos y frentes al tajo de su espada goteante; tiemblan en su casco jirones de sudarios, de sayales, de cíngulos, de cabelleras con piel que aun sangra...

Poncio empuja a Claudia, blanca de congoja, y le grita:

-¡Mira mi centurión! ¡Parece aquel valeroso Domicio que peleaba atándose una antorcha a sus sienes, y la brega le esparcía y doblaba el fuego como si ardiese su cráneo!

La elegancia del atrio, la graciosa perversidad de los mármoles, el júbilo de los jardines, bañados en una lumbre de miel que les deja suavidad de pulpa de sol, reciben los espectros de los moribundos. Las tazas de las fuentes se van acortezando de sangres; los cisnes se arremolinan abriendo ruidosos el armiño de sus plumas; de los bojes y lauredos sale el voznar de infortunio de los pavos reales; se remontan espantadas las palomas, y el carnero blanco, fino, velludo, de cuerna de oro, la bestia cuidada por las manos de Claudia, con quien retoza derribándose sobre las anemonas y asfodelas, brinca ahora enloquecida, imprimiendo sus pezuñas rojas de matanza en la blancura de las graderías, en el esplendor de los tisús, en el regazo de las esclavas...

Y Poncio odió a Israel hasta por la náusea del suplicio. Sentíase murado de padecimientos. Se hastiaba, y salió; tendió su insignia, y la soldadesca se contuvo.

Y Poncio permitía que se quitaran las imágenes de la abominación.

Israel alzó sus manos crispadas y sus preces eucarísticas.

«En mis tribulaciones invoqué al Señor.

Y ha escuchado la plegaria desde su Templo.

¡Vuélvete, alma mía, a tu reposo, porque te ha hecho bien el Señor!».

Y apartose goteando de sangre los senderos. Sobre los hombros de los fuertes se iban pudriendo los hermanos heridos. El aire crepitaba de salmos...



Poncio sube a Jerusalén.

Ha de seguir el avisado gobierno de sus antecesores: Coponius, Marcus Ambivius, Annius Rufus, Valerius Gratus, que acudían a todas las grandes fiestas. Entonces Jerusalén recrece de mercaderes, de pastores trashumantes, que dejan sus ganados en los rediles comunes de las afueras; de artesanos y labriegos, de marineros de los puertos de Ascalón, de Joppe, de Cesárea, de Ptolemaida, de Sidón y Tiro; de rábbis que juntan y traen sus escuelas... Jerusalén es pueblo tumultuario; urde el engaño y la resistencia enroscándose a los hinojos de Roma...

Pasado Rhama, por la enlosada ruta de Samaria, la escolta de Pilato ciñe su litera.

Y Claudia murmura entristecida:

-¡Cómo nos aborrecen!

El esposo la rodea con sus brazos, y sus dedos toman un perfume tibio de ámbar, de intimidad primorosa, palpitante.

-¡Amiga mía: Israel nos acecha! Es la fiera del desierto que no sabe obedecer ni mandar... Varus, el que crucificó en Jerusalén dos mil hebreos -un Líbano de cruces con un vendaval de alaridos-, Varus domeñó bravamente la Germania. Mas confiose en el terror que inspiran las «águilas» de Roma, y los rebeldes le espiaban. Fue su acometida súbita, un brinco de hienas. Le cosieron la boca con pelos de caballo después de arrancarle la lengua, y un bárbaro la exprimía entre sus garfas rugiendo; ¡Ya no silba la víbora! ¡Oh Claudia, yo quiero que mi lengua silbe, mate y goce!

Y sumerge sus labios en los pechos redondos de la mujer, mientras pasan la bóveda de la Puerta de Jaffa, exaltada de color de frutas, de telas y cenachos de peces, resonante de esclavos, de guardas, de pregones de la alcana.


Está el Pretorio de Jerusalén en la Torre Antonia, encima del peñascal de Baris que aparta al Templo de un altozano donde creciendo los edificios se le llamó Bezetha, que se traduce por «ciudad reciente».

Tuvo esta fortaleza principio del Rey David; la glorificaron los Macabeos; hincó y subió más su fábrica el valeroso Hyrcan, que traía siempre la loriga bajo el bordado efod. Fue arca de las vestiduras litúrgicas de los pontífices asmoneos. Herodes el Grande cavó abismos en su torno, inundándolos con las aguas de la Piscina Probática; talló la roca en facetas, forradas de lanchas de mármol tan cosidas y bruñidas que reflejaban el cielo; las sierpes de los fosos resbalaban, los pájaros no podían posarse. Labró una torre en cada cantón, y entre ellas los caminos de ronda, almenados y recios, esconden y protegen los pensiles y regaladas estancias del Rey. Y luego, la casa de David, escudo del Santuario, se consagra a Marco Antonio, trocándose en residencia del procurador del Imperio y en amenaza de Israel, porque sus gradas llegan a los atrios del Señor, y sus minas bajan a los trece sótanos del Tesoro de Corbonam y penetran en los fundamentos del Monte Moriah.

Por Occidente salen las galerías de columnas. Una escalinata torrencial de mármoles blancos remansa en el patio del Pretorio. Al abrigo de los claustros, morenos y desnudos, están los nomos, las trojes, las mosteleras y cavas; el ergástulo, los tormentos, la armería, los pesebres y la castra pretoriana.

Por las escamas y jaqueles del encendido mosaico corre el júbilo del sol que centellea en la cátedra de la Justicia, un óvalo de abeto, liso como un jaspe, con la «sella» y las gradillas de bronce y las cuatro argollas de los varales.

Y la honda entrada se resuelve en tres arcos, grande, de cintra cabal el del centro, y breves y graciosos los mellizos de sus costados.

Fuera sigue el Lithóstrotos o Gabbatha, planicie empedrada de guijas rojas y azules, como los pisos de los pórticos del Templo. A la izquierda, el puente de Tyropeon; y en medio, la rampa de lomo de basalto, que desciende a los barrios y obradores de Acra.

...Poncio ha recorrido toda la fortaleza Antonia: desde los ocultos caminos que pasan al santuario y salen de las murallas, hasta las bocas de los aljibes que se abren en las últimas cúpulas esperando las lluvias del mes de Marcheschvan, las que hinchan los racimos y calan el tempero para la siembra, y las lluvias del mes de Nisán, las que granan las mieses y cuajan la rosa de los frutales.

Recostado en una almena, Poncio va esparciendo su mirada. Le sube un vaho caliente de cárcavas y barrancas desoladoras. Le abrasa los párpados la lumbre cruda de la cal. La ciudad se le ofrece apretada, grietosa, desollándose de reseca; árida, blanca, de un blancor que, ayudado de los relentes, pudre los ojos del judío. Jerusalén tiene sed.

Y a trescientos estadios, en la cuesta del valle de Etham, los estanques de Salomón oprimen la frescura de sus aguas ociosas. Más alto nace el hontanar, dulce y limpio; mana de una roca de pliegues de túnica, y lo guarda una piedra que tiene el sello del hijo de David. Es la «fuente sellada» del Cántico de los Cánticos, que regaba el vergel «plantado de viñas y de toda especie de árboles», el «hortus conclusus» ceñido de almacería y de montes. La hija del Faraón desfallece de amores, esperando al rey, que venía en su carro egipcio, leve y gracioso, con sus gloriosas vestiduras doradas por el primer sol, tendidas al vuelo de sus corceles, seguido de sus jinetes, veloces y magníficos.

...Ahora llamean las sierras metálicas de Judea, raídas, descarnadas.

Y Poncio se promete una nueva Jerusalén, recogida y dulce como otro «huerto cerrado», con deleitoso ruido de riegos y de frondas, con viales de mirtos y cipreses para el ingenio y el amor. ¡Florecerán las peñas de David como Roma con los jardines que plantó Julio César! Y trae arquitectos y aguaños fenicios, y él les guía por oteros y ramblas; su jabalina va trazando la ruta de los acueductos, el asiento de los embalses; y para las expensas toma el oro del Gazofilacio que duerme en los subterráneos sacrosantos, como el agua baldía de las albercas salomónicas. Pero es oro del Señor Dios de Israel. Los sacerdotes lo exigen. La multitud invade el Pretorio, se agarra a las pilastras, hunde sus uñas en el mosaico y resuena su gemido.

Aparece Poncio; y hollando carne y vestiduras, sube a su púlpito y dice sus propósitos: la ciudad insigne por santidad será también ensalzada por Hermosa.

Israel no le atiende. Plañe, ruge, solloza, se revuelca y reza.

Vibra la voz del romano. Acuden los centuriones. Truenan las trompas de la legión. De improviso se oculta la guardia. Dentro cubren sus armaduras con ropas largas orientales, y salen por los escondidos pasadizos, rodean la ciudad y van viniendo como gentes placeras que participaran del tumulto.

Se alza el puño de Poncio, y la disfrazada soldadesca arremete y hiende las espaldas judías con báculos, con almocafres, con fustes de picas, con los pomos de sus puñales. El atrio cría un fungo de sangre, da un hedor de entrañas abiertas y pisadas.

Pero Israel, inmóvil, gime pidiendo el tesoro de Dios.

Cae la noche, y Poncio, pálido de repugnancia y odio, se recoge en su cámara.

Bajo, se arrastran los salmos y alaridos del pueblo. Sobre los cadáveres aplastados avanzan y se renuevan los judíos, vestidos de penitencia, que lloran el despojo sacrílego sin mirar el brazo que les aguarda para herirles. Es la obstinación del semita que agota la rabia del amo.

Y Poncio renuncia con menosprecio a sus quimeras.

Entre el procurador y las gentes judías ya sólo queda un mando de furor implacable y una humillación rencorosa. La litera del extranjero va dejando un rastro de silencio miedoso, de sonrisas frías, de miradas oblicuas.

Se ha difundido en Jerusalén una historia ruin. Llegó como un vendaval de arenas del desierto que penetra en todos los hogares... «Poncio es liberto de un soldado de Iberia... Sirvió a Roma con deslealtad para los suyos; medró con delaciones. Claudia trajo a sus bodas la dote del favor de Tiberio, que premia las complacencias del esposo con destinos rapaces en las provincias. La Procuratura de la Judea, antaño reducida a la cobranza de los tributos, a la guarda del Fisco en Oriente y a un corto mando militar, logra con Poncio Pilato la magnífica preeminencia, la jurisdictio et imperium merum de los lugartenientes del Emperador en la Mauritania, en la Tracia, en la Nórica. Por Claudia se olvida la Ley Oppia, que vedaba a los procónsules y legados llevar sus mujeres a las comarcas de su regimiento... No tiene medidas el poder de Claudia. Tampoco ella las tuvo para sus gracias y travesuras como pececillo del acuarium de César. Porque fue del cortejo de delicias, niños-peces que se bañaban con el Emperador, deslizándose entre sus muslos, mordiendo sus pechos blancos y afeitados como los de una cortesana, mientras seis vírgenes presentaban el cuadro lúbrico de Parrhasio».

Los escuchas de Poncio le refieren la difamación, y por las noches, en el ergástulo, los lictores amputan con su segur la lengua de los malsines cazados.

Entre todos los patricios israelitas, sólo un varón de los Zequenim fue agradable a los ojos del romano. Era suyo el lugar de Arimathea, y a su hacienda pertenecía la solana del Ebal, de terrón pingüe, caliente, reventado por la raíz de zarpa de los algarrobos y las josas y mieses de Bethel, «casa de Dios», cuyas montañas descienden en peldaños muy fértiles, donde vio Jacob la escala de los Ángeles.

Josef de Arimathea, el justo sanhedrita, vivía retraído en su huerto del camino de Damasco. Apuraba su ánima en la austeridad y en la meditación. Como Attalo y Séneca, pudo Josef decir que su cuerpo leñoso no hundía la enjutez de su lecho. Era su vida como una lámpara de un sosegado recinto. Poncio y Claudia paraban algunas tardes su litera para mirar el jardín.

Josef leía entre sus naranjos y rosales. A veces dejaba el estudio de la Thora o de los papyrus de Alejandría por remediar de su violencia una rama doblada, por ver la obra de su sepulcro, que iban cavando sus fellaths en una peña roja como un pecho en carne viva.

Y una tarde se hallaron Poncio y Josef. Y el procurador, descuidándose de lo que nunca olvidaba un jerarca romano, abandonó su silla para conversar con el judío.

Josef le respondió en la irisada lengua del Lacio. No recogió farisaicamente los ojos, sino que le miró a la faz, celebrando lo ajeno con bondadosa polideza.

Exaltose Pilato por la alegría del amigo hallado en tierra de asechanzas.

El israelita se le insinuaba ciñéndole con las sutilidades de su ingenio y de su porte. Y Poncio creía que su claridad y eminencia de ciudadano de Roma entraban victoriosamente, como águilas de César, en el ánimo recóndito y hermético de Israel.

Volviose a la mole insigne del Pretorio. Una nube rubia, velluda, como una piel de león, magnificada por el ocaso, pasaba sobre las almenas.

Sonrió. Todo le parecía sometido al sentimiento de su voluntad apasionada. Y quiso que Josef le acompañase en sus ocios y comidas de solitario.

Tornó el hebreo a elogiar el atuendo gentil, sin admitirlo, porque se lo vedaba el rigor de su Ley.

-¡Tu Ley! -Y el rugido de Poncio se estampó en la tarde, y sus puños estrujaron la túnica del anciano. La memoria de las calumnias enconó su sangre; y balbuciente de dolor y cólera fue repitiéndolas, volcándolas, dentellándolas al decirlas.

Se descogieron los doseles de grana de la litera, y apareció Claudia, pálida de inquietud.

Josef escuchaba compadecido, porque dentro del grito de Poncio se oía la queja íntima y cerrada del desamparo, que sobrecoge algunas veces a los poderosos, el miedo de niño a la soledad, soledad de extranjero.

Y le dijo con serena palabra:

-¡Pie de soberbia no pise mi corazón y mano de pecador no me conturbe! No pasan, oh Poncio, mis umbrales las voces de infamia. Yo, de ti, sé que vienes de la familia de los Telesinos; que un Poncio rompió el asedio de Roma, atravesando el Tíber en la corteza de un árbol; que te llaman Pilato por la insignia del pilum ganada en muchas guerras; que tu mujer participa de la estirpe sabina de los Claudios, los que tienen sepultura en el Capitolio desde los tiempos de Atta. Y yo y todos los de la Casa de Justicia sabemos que eres eques illustrior, que presupone el dictado de «Amigo del César». Ahora, que mi respuesta suave y justa quebrante tu ira, según se promete en los Proverbios.

Hablaba como si recitase la ejecutoria de un ausente, pronunciando con frialdad, sin añadir entono ni gesto, ni hazañería de lisonja.

Claudia, apoyada en el esposo, miraba al anciano y le sonreía.

Y Poncio puso sus brazos en los hombros huesudos y frágiles del hebreo, diciéndole:

-¡Por qué permitieron los dioses que nacieses judío!

El varón de Arimathea recogió sus manos en el seno, como si orase; hizo una exquisita mesura, y con apacible aticismo le repuso:

-¡Deja, señor, que a mí, en cambio, me pese tu origen pagano!

Y apartose rápido y sutil.

Semejaba resbalar como una aparición. Tornose para verles; y, de súbito, se perdió en las frondosas albarradas de su huerto.



Pasado el bullicio de la fiesta, que entonces fue la de los Tabernáculos, volvió Poncio a la paz de Cesárea.

Y en este invierno del año cuarto de su poder le llegaron cartas privadas del César advirtiéndole de las querellas que recibía de Israel «contra el mando violento y confuso del Procurador».

César no le nombraba; no le mostraba enojo ni desabrimiento. Recordábale con su melosidad viscosa las virtudes y habilidades de la política romana, «que semeja apoyarse, y pisa; que oprime, y no destace; que transfunde su substancia, y se incorpora la ajena». «Nunca agarréis al lobo por las orejas; seríais su cautivo. ¿Cómo soltarle sin que os devorara?». Sus palabras: «Esquila sin desollar a la res», no sólo se encaminaron a moderar codicias, sino que alcanzaban a toda empresa de gobierno.

Retorciose Pilato de temor y de odio.

Tiberio no le tocaba en sus avisos; parecía aconsejar con anchura doctrinaria. Pero nunca sus escritos exigieron ni castigaron con exactos contornos; y al leerlos, siempre se sentía la mordedura de una escondida ponzoña y la proyección de una obscuridad de desgracia...

Poncio tuvo desde entonces el tormento de la incertidumbre. Lo que antes era para él una renovación de designios, volviose en conciencia recelosa de todos sus pensamientos. Se acechaba a sí mismo; y el acecho le abría más la duda de su voluntad.

Pensó con sobresalto en el retorno a Jerusalén. Venía la Pascua, que por las evocaciones de la salida del cautiverio avivaba los rescoldos de sediciones.

Y Poncio imaginose entre las multitudes aborrecidas y tuvo miedo de sus impulsos de amo.

Se lo confesó a Claudia; ella le propuso rodearse de amigos y testimonios de Roma, que le mitigarían su hosquedad, renovándoles el dulce ambiente de Italia.

Y ya sólo se cuidaron de redactar mensajes, de prevenir festines y regocijos para sus huéspedes.

Y en vísperas de la partida a Jerusalén, una nave, enviada hasta Cnido, puerto de la Caria, trajo los convidados del procurador.

Eran cinco caballeros romanos:

Q. Cayus Stertinius, atezado, duro, corpulento; el cráneo hendido a la redonda por el surco indeleble del yelmo de guerra. Vestía la trábea militar; el amictus doblado encima del hombro siniestro para esconder su mano lisiada; y el arrojo, la reciedumbre y prisa en todo lance de su diestra ocultaban su manquedad mejor que la vestidura. Asistió con su hermano L. Stertinius a las gloriosas jornadas de Germanicus; y él descubrió, en los saladares fangosos del Norte, el aquila enmohecida, abandonada por la legión Decimonona. Tuvo que ayudarse de su boca para recoger la enseña: le colgaba una mano rasgada por un hacha de pedernal. Contempló en las selvas de Teutherg las escuadras de Roma, que cegaban como escombros de cal. Vio armaduras oxidadas, huecas, enteras, caídas, como pieles viejas de serpientes, al derretirse podridos los legionarios; esqueletos en actitudes de vida de los que murieron de hambre y se descarnaron en los breñales; masas de carroñas, de huesos astillados, dedos retorcidos con rosarios de vértebras, quijadas dentellando fosas de nariz, de los que se desgarraron bestialmente; cabezas roídas por los buitres, clavadas con dardos y tizones en sus mismos vientres y en los troncos de los abetos; ruinas de altares, donde fueron degollados los centuriones y tribunos de Quintilius Varus... Las tierras foscas y malditas de Germania estaban siempre en los ojos gruesos, calientes, que daban como un vaho de ferocidad de este gigante mutilado.

Junto al guerrero desembarcó Fosidio, senador y camarada de T. Cesonio Prisco, entonces Intendente de los Placeres de Roma, cuestura que creó Tiberio. Era devoto de poetas, muñidor de sus certámenes; viejo y menudo, adobado como una matrona; su paso y acción, medidos por una severa disciplina eurítmica de retórico; su pecho, emblandecido con mielecillas aromáticas; su voz, modulada según el tono de su flautista; su túnica, desceñida, como la trajo siempre Julio César.

Vinieron también los hermanos Antisticio: Mario y Celio; aquél, regocijado y hermoso, bulla de los pórticos de Livia y de Pompeyo, palomares de Venus, «más fértiles en amor que en uvas Metimna y en trigo los pingües campos de Gárgaro». Y Celio, curioso de todo origen y experiencia de sensibilidad. El tacto de un suave tejido, el goce de un perfume nuevo, de un sabor aun no catado, producíanle un placer que le demacraba rápidamente. Supo la invitación de Poncio en el segundo día de haberse abandonado a morir de hambre. Ocurriósele el suicidio sin apetecerlo. No fue suya la voluntad de la muerte. Sintió que se le posaba como un avecita ligera que descansa en una rama, sin doblarla. Esforzose Mario en deshacer sus intentos. Le trajo hetairas, que le prometieron agotarle con dulzuras aprendidas en cultos y lechos remotos. Le lloraban las siervas nacidas en la casa, las fidelísimas vernas, que le atraían el sueño acariciándole los pies y los ijares con la titilación de sus pestañas. No le faltó el grito ni la zumba de Tricongio, prodigio de la mocedad, que, en presencia de Tiberio, vació sin pararse tres congios de moscatel de Samos. Familiares y amantes, clientes y bardajas exaltaron todos los apetitos viciosos, sin curarle su desgana de vivir. Un filósofo pudo distraerle toda una vigilia, proponiendo el tema de la emoción misteriosa, que abriese el «primer cadáver entre los primeros hombres». Y la carta de Poncio le oseó de pronto su designio de suicida... Le llamaba un amigo desde lugares vírgenes para sus ojos. Y se incorporó como si mirara un vuelo que se le fuera apartando. Después dijo: «¡Quizá vuelva algún día!». Y aparejó sus galas. Lánguido, cansado, sostenido por Mario, llegó al pie de la torre de Drussio. Sus dedos, huesudos, rígidos de sortijas estivales, se pasaban una bola de cristal para impedir el sudor de su flaqueza.

Bajó postrero Bílbilo Capitón, afilado y ágil, vestido de crudos colores. Era el mercader suntuario de más ingenio y audacia de Roma. César le tuvo en su triclinio por oírle el cuento de sus aventuras logreras atravesando mares y países enemigos; él proveía la Italia de lanas de Mileto, de caballos astures, de metales de Chipre, de púrpuras del murex brandaris, que se cría en Cytherea, y del murex trunculus, de las costas de Tiro, de cerámica de Corinto, de preseas y muebles del lujoso Agrigento, de aljófares recogidos entre las arenas de las necrópolis egipcias y desgranados de los collares de las momias, de marfil de Etiopía; y como agotara una vez los preciosos colmillos y fuesen escasos para su ansia, aserró, dentro de los bosques, toda la osamenta de quince elefantes...

Grato y magnifico fue el tránsito de la gentil caravana.

Al salir de Cesárea, Fosidio, de pie sobre el trono de su camello, cantó la gloria de Herodes, fundador de la ciudad de mármol, que aparecía inmaculada, de una carne lechosa de magnolias abiertas entre los azules del mar y del cíelo de Siria. Surgían los tallos de las columnas, los fastigios de los obeliscos y monumentos, las estatuas y torres de los muelles, de asilo más amplio y seguro que los del Pireo, con rompientes como canteras recién cortadas para reducir las olas, que allí siempre las hinchan los huracanes de África. Asomó la rubia colina donde está el templo consagrado a César, y su pórtico semejaba esculpido sobre el ópalo de una nube. Más en lo hondo se desplegaba graciosamente la cumbre del Carmelo, «viña de Dios», monte de abundancia.

Juró el senador, llorando de blandeza retórica, que sentía en su sangre toda la magnífica sensualidad del viejo Herodes.

Mario Antisticio, embriagado de lumbre y de «indómito Falerno», aguijó a su dromedario con la pina de su tirso y entrose en la playa, hasta que la salada espuma le roció los cobertores y su boca.

Mirábale Celio sonriendo desde el fondo de su litera, llevada junto a la de Poncio y Claudia.

El valeroso Cayus Stertinius prefirió el ímpetu de un potro de la legión a la dócil andadura de un rumiante.

Y, apartado, Bílbilo conversaba con unos mercaderes de Dora, que iban a Joppe, llevando en sus asnos velludos cargas de abalorios, terrazas cipriotas, telas tenidas, plumas de somormujos y avestruces.

Después, el camino se retraía de la playa, que empezaba a quebrarse de peñascos ferreños, con ámbitos de hoz y un perpetuo rugir de mar atormentado.

Perdiose el paisaje ancho, tendido; de cactos y palmeras; paisaje penetrado de la fresca luminosidad de la marina; y sucedió una comarca densa y obscura; un tránsito a un invierno de Occidente. Cañares, tamarindos, sargas en fangal verde; y la laguna temerosa de Cesárea, morada del Leviathán de Job, del monstruo que tiene el cuerpo «de fundidos escudos, apiñado de escamas, burla de la piedra de ballesta y de honda y del filo de la lanza; de sus fauces salen teas encendidas; su resuello hace arder carbones; sus ojos, como párpados de la aurora».

Juntose toda la caravana.

Las siervas tendían tapices y cojines, y preparaban la refacción matinal: pasteles de setas y especias, cecina de jabalí umbriano, madreperlas y mariscos cogidos en el creciente de la luna; mirlos rellenos de pistachos, pavos reales lardeados -para que Fosidio tributara su cántico al divino Hortensio-, uvas ahumadas y tarros de licor de almezas y de vinos como almíbares traídos en odres de nieve. En tanto, Poncio, Claudia y los forasteros, con la guardia privada del Procurador, subían por las márgenes briosas de cepas de enebros, hasta el tajo pantanoso, donde las aguas se despeñan blancas, gordas, tronando como los aludes de los puertos.

A la tierra alta, pelada, lugar de olvido, se agarraba un templo. Las vigas de su pórtico se iban doblando hinchadas; costras de fungo roían los pilares; se descarnaba el bastial, y en la convulsa desarticulación de las piedras, en las adrajas centenarias, dormían los búhos, arropándose en sus plumas con un gesto cerril y penoso de hombre, y al aparecer las gentes de Pilato destaparon sus órbitas de ciego, redondas, frías, gelatinosas.

La luz penetraba despedazadamente en la nave; y, a lo último, en la enorme ara de cuarzo, Belo, con dos alas tendidas y dos alas plegadas, dos ojos anchos, ávidos en la frente, dos ojos vacíos en la nuca y las manos devorándose los muslos, se iba cubriendo de llagas, se le abrían los costados, le caían piltrafas y cortezas de herrumbre como carne de leproso.

Avanzó el grupo romano, alzando el aleteo de los ecos.

Un grito de Claudia rasgó el aire como una hoja de oro.

Junto al dios habían surgido dos fantasmas, que comenzaron a venir mudos y fatídicos. Tenían la cabeza rapada a navaja; la piel, del mismo color de sus túnicas apergaminadas y andrajosas. Iban descalzos, y se sentía el ruido de todo su esqueleto; miraban afiladamente, y en seguida les bajaban los párpados uzulosos como el telo de las aves dormidas.

Poncio dijo:

-Acaso son filósofos que habitan en las ruinas y substituyen a la divinidad.

Los solitarios miraban humildes y sobrecogidos las rizadas alículas, los amictos o mantos rozagantes, las leves estolas, los peplos y pallas que hacían un revuelo de perfumes, todo glorificado de sol, que no era el mismo sol que mostraba sus harapos y sus miembros corroídos como la leña mordida del gorgojo.

Los cortesanos se hundieron en las crujías que rodeaban el edículo, derramando su aturdido goce por los escombros, contentos de sentirse fuertes y descuidados en lugares donde, en otro tiempo, el misterio de un dios hizo estremecer a los hombres.

Las primorosas sandalias, los borceguíes de gamuza violeta, las recias cáligas militares, hollaron los lechos de heno de los filósofos, y salía un vaho de pesebre húmedo; brincaban sobre el mantillo duro de basuras y sirle, sobre osarios de palomos, de cabras, de bueyes; aplastaban odres rugosos, vasijas exhaustas de vinos y aceites, braseros calcinados de las pasadas ofrendas. El hogar olía a pavesas y humos envejecidos, a horno helado que coció pan.

Los del yermo les seguían atropellándose, crujiéndoles las quijadas, y en sus cavados ojos fosforecía una centella de iracundia. Polvorientos, erizados y tristes, dejaban una frialdad pegajosa de sepulcro.

Claudia sintió en su piel de nardo la mirada puntiaguda de los míseros. Volviose en busca de Poncio, y le llamaba con una voz de quejido. Salió todo el cortejo.

Poncio se había recostado en la mota de la laguna, mirando el hondo, impaciente de reanudar la jornada. Cerca, su primer centurión le guardaba como un mastín.

Tardaba Mario. Y el fastuoso mercader le avisó con el rugido de un caracol gigantesco que le colgaba de un sartal de calcedonias.

Apareció el mancebo sobresaltado y rápido. Todas las ruinas repitieron el alboroto de su carrera.

Y contó que aquellos dos hombres no eran dos filósofos, sino dos sacerdotes de divinidades vivas, porque entre aquellas rotas paredes «donde la araña colgaba su cendal y envejecía la hierba como en los templos de Júpiter y de Juno Sospita en los principios de Augusto», y en aquellas aguas clamorosas habitaban Belo y el dragón, el cocodrilo sagrado, el saurio de Siria...

Fosidio le interrumpió conmovidamente:

-¡El campsas de Egipto, que menciona Herodoto!- y añadioles las palabras de Cicerón-: «Piscem Syri venerantur!».

Bílbilo gritó riendo:

-¡Pero los sirios pasan ahora cantando himnos a Adonis, sacrifican en los altares cesáreos y prosiguen su rumbo, y el aire del mar se endulza de fragancias de sus mercancías que se consumen en los placeres de Italia!

-Los sacerdotes -dijo Mario- tienen hambre, huelen a hambre. Se alimentan de raíces, de lirones y culebras de las aguas.

Comentándolo bajaban a lo umbrío del soto. Y empezó el refrigerio. Las bayaderas componían danzas de dryadas y pastoras en un suelo verde y cencido. Una esclava había de poner en los labios de Celio los manjares y la copa empañada de fresco zumo.

En la altitud, asomados a las rasgaduras del pórtico, les acechaban las peladas cabezas de los sacerdotes.

Claudia pidió que les subiesen socorro.

-¡Cúmplase el ruego de la piadosa domina! -recitó Fosidio.

Stertinius propuso que se les enviara el alimento en la punta de dos flechas.

-¡Por la voracidad de Kronos, que se engullan a su dios! -dijo Pilato. Y llamó a un legionario.

Intercedió Prócula.

Y el más duro, pero el más exorable de los procuradores, levantose y fue regocijadamente con los amigos donde pacían las acémilas, y alcanzó un manojo de ánsares, dos cabritos y tortas de flor de harina, y todo lo colgó de los hombros de dos siervos.

También los patricios quisieron ir.

A la mitad de la cuesta, Mario voceó:

-¡Ved que os traemos hostias sabrosas! Los servidores de Belo se precipitaron para tomarlas; sus zancas hórridas y peludas, como las patas de los búfalos, estrujaban sus sayales.

Poncio los rechazó. Mudose su generoso contento en una frialdad sarcástica.

-Nosotros -pronunció calmosamente- quisiéramos ver cómo el monstruo divino devora nuestras ofrendas.

No le entendían los sacerdotes, y el afán por saber sus palabras les plegaba el rostro, como calaveras de hueso arrugado.

Un decurión lo tradujo al siriaco.

Y se le postraron aullando. Imploraban que les entregasen los dones. El cocodrilo se ocultaba del claror y de las gentes. Ellos le imprecarían para que subiese en medio de esa noche, y apenas apuntase la mañana podrían venir y mirarlas huellas sagradas en la ceniza de las baldosas...

Poncio volviose a sus esclavos y dijo riendo:

-¡Adelantemos al dios la noche! Y precipitó en el abismo las aves, los panes y las reses.

La faz de los hambrientos se rompió con una mueca horrible.

Todos se asomaron.

Las aguas rebramaban. Lejos, en un remanso, comenzaron a palpitar rajándose sus costras verdes. Se oía un profundo crujir. De súbito se descuajó un trozo de la laguna; estalló sangre, cieno y un hedor de moho y de carne manida. Fue asomando lerdamente una coraza viscosa, nauseabunda, de cartílagos vidriados que soltaban pringues y cuajadas almizcleñas. Y cerrose el agua con un hervor de burbujas enrojecidas.

Los sacerdotes se hundieron llorando en sus escombros...

...La caravana desapareció alborozadamente bajo los bosques que van desde la ribera a la serranía de Efraim, comarca de los ferezeos y de los rafaimitas, simiente de hombres desaforados. Y, atajando, salió a la llanura de Sarón. Los lirios, las anemonas, las escabiosas, esparcen su gracia en el herbazal jugoso donde pasturaron los rebaños y vacadas que dieron ciento veinte mil ovejas y veintidós mil bueyes para los holocaustos de la dedicación del Templo, y veinte bueyes y cien carneros -sin contar la caza de ciervos y corzos, y las aves y los diez toros cebados- que proveían todas las mañanas la mesa de Salomón.

...De cuando en cuando, los dromedarios se paraban y removían con el belfo los pedregales de las orillas del camino. Entonces, los esclavos hundían el dorban o aijada para descubrir las bocas de los pozos, las gamellas de argamasa o de peña que los pastores nómadas cavan y fraguan y las ocultan de otras tribus.

Después, las tierras llevan higueras y algarrobos, anchos, ubérrimos; y de un poblado hórrido salía un fuerte olor de almíjar y de arrope.

Otra vez venía la lumbre gloriosa del mar hinchando y calando el verdor de las huertas de Joppe, que desbordan de naranjal maduro y florido, de granados con frutas de ascuas, de morales sucosos, de parras que suben sus racimos, como pechos de madre, al amor de las higueras.

Las palmas abren sus manos en el azul y recogen el vuelo cansado de las palomas que van de camino, las palomas de pupilas de luz, la columba Palaestinae del elogio de la Sulamita.

Campos de pan, de sésamo, de añil; alfóncigos que destilan su resina mantecosa. Corona de cristal son los montes de la lejanía. Y en la ribera surgen las murallas blancas y las cúpulas, como turbantes de lino, de Joppe, puerto de Israel que se llenó del olor generoso de las armadías de troncos del Líbano para los cabrios, artesones y alfarjes del Templo salomónico y de Zorobabel.

Lo saludaron los viajeros exaltados de perfume de azahares y madreselvas, de claridad y júbilo de creación. Todo semejaba tierno, de formas vírgenes, de colores originales, calientes, de una cerámica purísima.

Poncio llamó a Fosidio, y señalando las rocas, que palpitaban como cachos de sol, le dijo:

-Poeta: ¡allí estuvo desnuda y encadenada la dulce Andrómeda, hija del argonauta Cefeo y de Cassiope, la que se creyó más hermosa que Juno; y ahora refulgen los esposos en la noche, junto a la Ursa menor!

Quedose Fosidio contemplando la costa; y luego, pidiendo tono a su músico, profirió con arrogante lástima:

-...«¡Oh mujer, no merecedora de esos lazos de suplicio sino de sentir aquellos que Amor ciñe a sus rendidas criaturas! Di tu nombre y tu patria, y qué hados pusieron tu belleza en ese trance».

Y fue recitando estrofas del sublime amigo, que murió en la soledad del destierro y quiso siempre morir en las proezas del deleite.

Atravesaron la calzada de la ciudad.

Los muelles que calcinó la hoguera expiatoria de Judas Macabeo sacaban sus brazos trémulos y joviales de multitud y de blancura de toldos de las lonjas, de vislumbres de mercaderías y de pieles sudadas de siervos y de bestias.

Entre las naves culminaban las de Tiro, de madera de abetos de Sanir, de proas esmaltadas; sus mástiles, de cedros; sus remos, incrustados de marfiles. Las que trajeran a los artesanos fenicios dirigidos por Hiram, «hijo de una mujer de Dan», «sabio en toda obra de oro, de plata, de piedra y de bronce, y en todo linaje de talla de cedro, de enebro y de olivo, y en el labrado y pureza de la escarlata, del lino, del jacinto y de la púrpura», el cual modeló las maravillas de la casa del Señor.

Frente al mar colgó la caravana sus tiendas para la noche. Cien legionarios rondan y alumbran con hachas de resinas.

La luna de Nisán deshoja sus rosales de luz en el reposo de las aguas y de los vergeles.

Y antes que despierte el día, alza su campo la comitiva de Poncio.

Tomó la ruta que se aleja por Lydda, camino de pórfido entre quebradas y terrazgos de siena, donde se crispa la viña y el sicomoro.

En todos los términos humeaba el polvo de rebaños y caminantes que acudían a la Pascua de Jerusalén.

Mario y Bílbilo todavía comentaban la feracidad de los huertos y las riquezas de Jaffa. Entonces, el primer centurión de la cohorte auxiliar celebró, sobre todos los países y pueblos, la comarca y ciudad de Cafarnaum... ¡Cafarnaum, en la llanura de Zabulón, tierras de Gennesar que crían el olivo, el mirto, la palmera, la morera, el nogal, el milgrano, el índigo, el pistachero, el manzano, el naranjo y el cidro. Sus melones aromosos maduran más tempranamente que los de Damasco; sus higueras soportan las bóvedas de la vid, cuyas uvas se hinchan y doran como dátiles. Cafarnaum, junto al arroyo de las aguas de la Consolación, que vienen del padre Nilo por recónditos cauces, prodigio de algún mago, frente al mar de Genezareth, predilecto del Dios de los israelitas, porque sus rabinos afirman: «Esto dijo el Señor: Siete mares he creado en el país de Canaam, y yo escogí el de Genezareth para mi complacencia». Cafarnaum, entre quintas estivales de los ricos galileos; albergue y tránsito de las fastuosas caravanas de Arabia, de los perfumistas de Jericó, de los cortesanos de Tiberiades, de los mercaderes de las Indias y de la Tetrarquía de Filippo de Iturea y Páneas; porque allí se juntan las calzadas de Jerusalén, y la que deriva del Éufrates, y la que cruza el valle del Jordán por el puente de Jacob, y la que pasa por Damasco y sale al Mediterráneo y llega a Egipto. Cafarnaum y Tiberiades eran los jardines del pecado de todas las razas.

Mario y Bílbilo corrieron a repetirle a Celio las noticias del centurión; y como recogiesen una sonrisa cansada del convaleciente, le disparó Bílbilo el alboroto de su bulla diciéndole:

-¡Nunca falta en mi bagaje el piñón y la miel del Hymeto, el bulbo de Tesalia y el pelitre con vino de una centuria, que enardecen al más olvidado de la diosa Voluptas!

Mario le gritaba a Fosidio que acudiese.

El senador no podía escucharle. Tenía alzadas pomposamente sus manas recitando:


   ¡Jerusalén entre collados secos!
¡Jerusalén apagada y siniestra!
¡No tienes dioses que en ti se deleiten,
pero te alcanzan los ojos de Tiberio!

Y todos aclamaron al César:

-«¡Oh Padre de Roma, el mejor entre todos los hombres!».

En el confín oriental se desnudaba la frente de piedra de Sión...