Flaubert: el vestido de la imagen
Margo Glantz
La espada de Damocles amenaza siempre a la pareja. Antes había entre los amantes la espada de Tristán.
En su bello libro Amor y Occidente, Denis de Rougemont ha reconstruido con maestría la vieja historia de las cortesanías, el amor a la Dama, la pasión convulsiva y paradójica que une a los amantes traicioneros -Tristán e Isolda- con el Rey Marcos, y la necesidad del obstáculo amoroso para concretar la pasión en el adulterio.
René Girard resalta el deseo triangular y descubre las mediaciones que nos ligan con el Otro, el modelo y la terrible enfermedad de la imitación. Girard explica: «Encontramos el deseo según el Otro y la función "seminal" de la literatura en las novelas de Flaubert. Emma desea a través de las heroínas románticas que pueblan su imaginación». El modelo define una existencia y la destruye. Quizá esa aureola romántica que ilumina a la pasión empiece a diluirse a finales del siglo pasado después de aniquilar a Madame Bovary acabando por destruirse con nitidez en La Educación sentimental de Gustave Flaubert.
En efecto, Frédéric Moreau ha resuelto dedicarle su vida a la pasión. La construcción de un amor es la realización de una existencia, así como podría serlo también la construcción de un destino político. Julien Sorel del Rojo y negro de Stendhal se queja de no haber nacido dentro de una temporalidad que pudiera asirlo a un destino como el de Napoleón, e, incapaz de realizar las proezas guerreras del corso, condensa su vida en una estrategia amorosa que le permite aliarse con las clases que detentan el poder. Frédéric Moreau acusa vagamente a su época de ser la culpable del fracaso de su vida, pero ésta se organiza, sin que el protagonista parezca advertirlo realmente, en torno a la revolución del 48. A Frédéric le toca vivir una coyuntura histórica que hubiera hecho delirar a Julien Sorel, quien utiliza el amor para ascender y realiza hazañas prodigiosas si se tiene en cuenta su procedencia: es hijo de un leñador y acaba (casi) siendo el yerno de un marqués. Su impetuosidad, la verdadera pasión (con la que sueña Frédéric Moreau), impide el final feliz: Julien pierde la cabeza y termina en el cadalso, culpable de haber querido asesinar a Madame de Rénal, su primer y único amor. Su cabeza guillotinada recibe gloriosa sepultura en una gruta, por Matilde de la Mole, la marquesita caprichosa que sueña con un destino heroico y apasionado de heroína medieval. Julien asciende vertiginosamente y, como los personajes de Shakespeare, cae también vertiginosamente.
Frédéric Moreau está en medio. Parecería que pudiese llegar a ser ministro, negociante, amante perfecto, soldado. Es sólo un contemplador inactivo y su pasión amorosa se instala en una descripción. Frédéric contempla: ésa es su ocupación fundamental, contempla los paisajes, contempla los acontecimientos, contempla una imagen y es siempre un testigo anterior a la escritura. Cuando lo vemos por primera vez, va sobre el puente de un barco de pasajeros, especie de autobús urbano por su carácter popular. El vapor recorre el Sena y en el trayecto por el río es posible contemplar con desenvoltura fragmentos de vidas instaladas en las riberas, frente al que las mira, y conductas singulares desarrolladas al lado del que mira. Su viaje por el río es también una iniciación: la de la verdadera contemplación: antes se mira el paisaje y ahora se contempla la imagen amorosa, aparece la Dama, aunque la mirada de Moreau encuentre primero una concreción, la de un comerciante en cuadros de arte, Jacques Arnoux. El comerciante surge definido por el gesto que lo significa: el del libertino, el del cortejante por antonomasia. Su desenfadada coquetería no tiene en cuenta la existencia, al lado, de la mujer con la que Frédéric sueña, aún antes de verla:
Nuestro protagonista advierte primero al esposo, lo sigue, lo acecha y lo saca del anonimato de la contemplación indiferente. El personaje se corporifica, se viste, adquiere un nombre, una profesión, una situación social. Su existencia anuncia el milagro y las correspondencias.
Madame Arnoux. Marie, aparece: «Fue como una aparición», igual que la Virgen de Guadalupe surgiendo ante Juan Diego, pero en este caso la imagen adorada, la portadora de la santidad y a la vez de la pasión, viene acompañada siempre y precedida generalmente por el que la posee y la hace deseable a quien la mira. Primero se sigue al marido, se le oye hablar de varios tópicos, entre ellos de tabaco y, por fin, de mujeres. Se exponen teorías de conquista, clasificaciones, anécdotas, se escamotea cualquier posibilidad de idealización, para Frédéric, sin embargo, ésta se refuerza con las lecturas románticas y la presencia carnal no sólo de la imagen sino del obstáculo que la materializa y la convierte en la encarnación del objeto ensoñado.
El tipo de belleza, la calidad de los cabellos, la textura de la piel, la conformación del cuerpo, la redondez y la curvatura de los dedos responden al ideal, a la mirada fugaz que se posa sobre un retrato clásico, cuando éste es exhibido en el museo a pesar de que el comerciante en cuadros pueda o no venderlo o guardarlo como reliquia. El entorno de la amada configura el fondo del retrato empezando por la ropa, los sombreros, las sedas, los adornos del cabello, el peinado, los chales, el paraguas, los pañuelos, los cofrecillos, las joyas y, claro, también, el amueblado donde se incluyen los domésticos. Un criado con galones en la gorra y una negra que subraya un exotismo, muy a la moda. Es más, Frédéric no la mira como Dante mira a Beatriz, quiere saber quién es, cómo vive, y en ese cómo van implícitos todos los fondos del retrato, casi un costumbrismo.
Insisto: la imagen de la mujer amada se sitúa en un contexto social, no sólo porque la mujer responde a una vestimenta que la hace amable, sino porque su cercanía con el marido determina el acercamiento amoroso de Frédéric. La ilusión es otra. Se piensa que el contexto se borra ante la imagen:
Estaba sentada, en medio de un banco, totalmente sola, o por lo menos él no vio a nadie en el deslumbramiento que le enviaban sus propios ojos. Al tiempo que él pasaba, ella levantó la cabeza; involuntariamente. Frédéric bajó los hombros ligeramente y alejándose un poco, hacia el mismo lado, la miró.
Parece un retrato de época y la belleza está conectada con un tipo de aire transparente, ahora inaccesible, y con un misterio que se desgaja de un sombrero y una textura de tela que encubre, mientras el pelo peinado en crenchas acaricia el rostro y lo enmarca en una especie de vestimenta. El amor va aparejado a la aparición y ésta vive en la mente de quien la mira aparecer. La imagen aislada, vaga, responde a un ideal romántico que el propio Flaubert describe en una carta: «[...] lo que me decepciona es la convicción de haber hecho una cosa inútil, es decir opuesta a las exigencias del Arte que es la exaltación vaga» ¿y qué mayor vaguedad que la de una figura cubierta con un sombrero cuyos listones vuelan al influjo del aire? ¿Qué mayor vaguedad que la que preside a una aparición? La exaltación vaga es la moda del romanticismo y al reconstruirla, dibujando bien sus contornos, aparece el verdadero retrato, a pesar de su aparente singularidad, construido por quien endiosa, a manera de reliquia y preciosa como un milagro. Frédéric construye su capilla y también el reclinatorio donde perpetuamente aparecerá de rodillas.
Moreau se unce a una pasión social, cuyo marco no es solamente el aire ligero ni el aspecto idílico sino el moblaje real y el moblaje afectivo. Madame Moreau materializa la vaguedad del ensueño y añade densidad a una sensualidad presentid a y deseada:
La aparición responde a un arquetipo romántico, casi es un Manet vestido avant la lettre; la imagen está situada en el salón y Flaubert responde como Baudelaire a instancias de una percepción, aunque se ame a primera vista, por flechazo, como resultado de un entusiasmo que perfila el endiosamiento. El arquetipo parece ser perenne; es, sin embargo, el producto de una historicidad. El sentimiento de adoración perpetua lo preside, pero la adoración se concentra en cada uno de los objetos que hacen de la imagen algo fechado, una imagen de época y una imagen clasificada dentro de su propio contexto.
«Nadie sabe cuánta tristeza necesité para reconstruir Cartago», confiesa en una carta el novelista. Quizá la misma que tuvo que derramar para constatar su decepción y para degradar la imagen adorada. La educación de Frédéric va a parejada al desarrollo de su amor. La revolución se gesta: el héroe se concentra en la pasión y su pasión responde a una descripción sucesiva de retratos en cuyo centro se instala la imagen venerada, atrás, en el fondo, París y las convulsiones que preparan los acontecimientos del 48, de repente pasan otras imágenes que suplantan la reliquia y la degradan. Las contingencias políticas y las querellas amorosas embrollan los retratos del modelo, lo enturbian, lo desplazan y hasta lo rebajan.
Reducido por una crisis económica, quebrantado en su imaginación por la carencia de medios que le otorguen categoría a su inmersión en el modelo, Frédéric Moreau abandona París y se desdibuja en la provincia. La imitación es suntuosa y exige una situación social, un aparato físico y vestimentario, un arte culinario y su gastronomía, una vitrina para la exhibición. Luego, Moreau recibe una herencia y puede regresar a la capital y esbozar una nueva versión de lo deseado.
Mientras, la carnalidad excesiva de Arnoux, el marido, su dependencia no de la forma del modelo sino de las formas físicas -corpóreas- que definen su sensualidad, minan su fortuna. En una palabra, su empedernido carácter libertino aja las sedas, malbarata las esmeraldas; la prodigalidad dispendiosa que gasta con sus queridas arruina sus empresas y destruye su comodidad y la de los que lo rodean; devasta el patrimonio de sus hijos y mancilla la imagen, la sitúa dentro de un nuevo trasfondo, reduce su teatralidad: Madame Arnoux ya tiene otro hijo que marca su temporalidad, su casa está en un barrio menos elegante, en un segundo piso y su doncella es común y corriente, carece de la especiada riqueza de las islas y aplana por ello la visión suntuosa de lo exótico; la lana con su ardua textura sustituye las delicadezas de la seda y la cotidianidad burguesa del departamento evoca la mediocridad de otras burguesías, entrevistas de pasada cuando Moreau peregrina con obstinación buscando a la deseada pareja:
Y, con todo, este es el inicio de la madurez, una leve incisión en la gastada forma de captar los signos de su tiempo. Y la captación se produce mediante la analogía, la correspondencia entre elementos homólogos que juegan el papel de la metáfora. Los signos se desplazan a lo largo de la novela conectando niveles y creando una atmósfera poética. El niño de un burgués cualquiera, mezquino y turbulento, se identifica con el hijo de la amada. Las mujeres de un salón a la moda, el de Madame Dambreuse, se ofrecen a la mirada como las mujeres de una casa de citas. Las primeras son totalmente respetables o aparentan serlo, quizá lo son porque lo que las diferencia únicamente es un aire de beatitud casi bestial que las exhibe como en vitrina; las otras, también en exhibición, cambian el aire de bestialidad por uno de lascivia. Sin embargo, ésta cuelga de los hombros descotados de las mujer es cuya expresión es tan plácida como la de las vacas. El escote, las espaldas, los hombros, el nacimiento del pecho indican una entrega por lo menos a la mirada. Las mujeres de una casa de citas apenas materializan ese aire concupiscente porque como dice bien Onetti «en el burdel se recrea charlando o fornicando, cosa esta última en que rarísimas veces incurren los clientes más asiduos».
Las correspondencias se subrayan y las semejanzas brotan. Al principio son apenas signos borrosos, luego, su menguada apariencia adquiere una precisa relación que sobresalta a Frédéric. Un día de recepción en casa de los Dambreuse,
La fiesta de la contemplación, pero ya no pasiva. Las asociaciones se imponen y mancillan los ensueños, ser recibido en casa de los Dambreuse es como serlo en una casa
«de mala nota», Frédéric y su amigo Deslauriers, adolescentes, deciden visitar el salón de la Turca:
Este lugar imaginario y real al mismo tiempo constituye la obsesión secreta de los jóvenes del pueblo y también la de nuestro protagonista:
Esta historia que se repite como fábula en el pueblo es, según los dos protagonistas, ya maduros, el mejor recuerdo de su vida. Y la narración de la escena cierra el libro aparentemente cerrado un poco antes cuando Moreau ve por última vez a su eterna amada, envejecida. Esta escena, así desligada del conjunto no tendría sentido pero su colocación y su enlace con la que la precede la subrayan. El deseo de Frédéric ha encontrado su imagen y ésta pierde poco a poco su idealidad, se diluye en los encuentros y se achata. Frédéric Moreau cristaliza en Madame Arnoux la consistencia de lo fluido, la belleza de lo ensoñado y su inmersión en lo sagrado depende de su singularidad. Las asociaciones la ligan con otras imágenes distribuidas en los salones, colocadas en la pose precisa de un retrato de conjunto, detenidas en un gesto que las colectiviza a pesar de la individualidad de su rostro, su pelo o su atavío. Frédéric aísla la aparición pero las demás mujeres reaparecen unida entre sí por el hilo del harem: están a la disposición de quien las mira, objetos alineados para el consumo, tanto en el burdel como en los salones, y su corporeidad contrasta con el arquetipo. Los salones de las preciosas han desaparecido y con ellas se anula esa geografía amorosa que traza ríos lagunas, montañas, depresiones y bosques en los mapas del amor. La Carte de Tendre descifrada en los regios salones del siglo XVII se desfigura en los interiores de la gran burguesía y se mancilla en los burdeles. Los estereotipos persisten pero la imagen se corrompe.
Al asociarse los distintos personajes, los mundos diversos se tocan y lo general aplasta a lo particular. La vaguedad que caracteriza al arte, la pasión amorosa, para Stendhal lo único que podía oponerse a la platitud burguesa, no son ya válidas en el tiempo de Flaubert. Flaubert mira desencantado, pero a la vez lúcido, a la que antes adoraba, advierte cómo se deshace y se contamina una atmósfera y se destruye una aureola. Peinado como niña con bucles, Frédéric se inicia en el burdel, luego, su gran amor por una mujer se esteriliza cuando esos bucles -ahora los de la amada- se han vuelto canos.
¡Qué diferencia de los cabellos con que Jorge Isaac obliga a Efraín a recordar a María! La bella trenza negra, negra, representa el cuerpo nunca gozado de la amada. Los cabellos blancos de Marie Arnoux representan un cuerpo escamoteado por la vaga permanencia del amor romántico y también el desencanto que se concientiza. El guardapelo clásico del romanticismo que pervive aún hasta el ocaso de la época victoriana se cambia aquí debido a la brutal ruptura de la atmósfera vaga y se determina concretamente por otro objeto: un cofre que deambula, semejante a esos esclavos griegos llamados Andropodón porque eran como muebles con patas.
En efecto, Madame Arnoux ha recibido de su esposo un bello cofrecillo antiguo. Hay que recordar que, en la novela, el señor Arnoux va cambiando de profesión pero su actividad se conecta siempre con las bellas artes, primero como próspero editor de una revista artística y como vendedor de cuadros, luego como fabricante de porcelanas y al final como comerciante en cuadros religiosos. El cofre es fundamental en la novela y juega un papel semejante al del pañuelo de Desdémona. Aparece como si fuera el doble de la aparición, su sombra; es entrevisto por primera vez en la chimenea del salón de la amada justamente la primera vez que ésta lo recibe. Madame Arnoux
La cabellera de Madame Arnoux aparece -en esta escena- encerrada en una red y al cofre encierra el testimonio de un afecto. El cabello se recoge en la red o se esconde en el guardapelo: el cofre delimita la pasión. Los desplazamientos sucesivos del cofre lo mancillan antes que a la imagen, recalcando los movimientos de Frédéric, siempre imantado por la pareja. El desclasamiento de Madame Arnoux, su inserción en otro contexto, desclasa también a los objetos.
Frédéric regresa con la amada y la imagen pierde consistencia al perder su entorno; la fijación que liga a Frédéric con Arnoux lo lleva a seguirlo hasta la casa de su amante Rosanette que da un baile justo el día del reencuentro.
A partir de ese momento Frédéric frecuenta por igual las dos casas y las dos imágenes se enciman, pierden su perfil, se enmarañan: la mujer y la amante se vuelven intercambiables:
Arnoux sostiene a dos mujeres y Frédéric oscila entre ellas como un parásito, semejante a los objetos que se desplazan. Su pasividad lo hace la sombra de los demás y su disponibilidad lo objetiviza. Frédéric aparece y reaparece, igual que esos muebles con patas llevados por la mano del tercero, es decir, del marido. Al sostener todo el tinglado, Arnoux es el principal signo de referencia. El amor que manifiesta está siempre atravesado por relaciones monetarias: para amar necesita construir un espacio donde alojar su amor y ese espacio lo habita primero lo que se compra, incluyendo las mujeres para quienes se ha adquirido la habitación. Rosanette es sucesivamente querida de varios hombres, entre ellos Arnoux, y cada manutención implica un decorado. Un noble ruso viste la casa a la oriental y la joven se integra al ambiente con la vestimenta adecuada. Cada interior responde a una teatralidad y los objetos que la definen crean el escenario. La desnudez es imposible, los moblajes y las vestimentas aderezan la pasión; sin utilería el amor no existe y la utilería cuesta. Este axioma pierde a Arnoux y las letras de cambio firmadas para salvarse de la ruina actúan contra él y van despoblando de objetos las casas donde se instalan sus mujeres.
Paralizado por la contemplación amorosa, Frédéric sale de la inercia sólo para salvar la singularidad de la imagen, construida con ciertos signos: cada retrato revela su sentido solamente si se integra a un estilo y el estilo se construye y se coloca en su marco preciso. Rosanette deambula por los estilos, se incorpora a modas diferentes: es ella misma uno de los atributos de la moda. Madame Arnoux siempre va precedida por su retrato: Flaubert detiene su relato cada vez que Ella entra en la escritura para surgir de la zona de sombra donde la ha ocultado el narrador y el resplandor está hecho de fragmentos de vestidos, de sombreros diversos y de accesorios fastuosos.
Frédéric jamás la imagina desnuda. La imagen amada es un maniquí sobre el que se van colgando diversas vestimentas.
Los interiores también se visten y Flaubert procede con ellos de la misma manera, los sitúa como personajes dentro de un traje. Cada habitación está cubierta por diversos lienzos y su esplendor deriva de las distintas texturas y los distintos moblajes y el aliño culmina con los bibelots.
Es más fácil intercambiar los objetos pequeños; más aún, son justamente los objetos pequeños los accesorios que definen un estilo. El cofre actúa. Depositado en casa de Rosanette su materialidad despierta en Frédéric el deseo de otra materialidad o, simplemente, convoca la imagen de su «gran amor». Esa materialidad se realza de repente y en el interior del cofre -a diferencia del guardapelo que conserva las reliquias- se guarda una factura, signo de desamor y la traición, revelación concreta del deambular de los objetos: A instancias de Frédéric, Arnoux ha regalado a Rosanette un chal de cachemira y la factura es enviada a Madame Arnoux: el objeto enlaza las dos casas y la factura las desgarra:
Ella lo miró de frente sin decir nada; luego alargó la mano, tomó el cofre de plata de la chimenea y le tendió una factura abierta. |
La letra de la factura guardada en el cofre exhibe la ignominia y traza el deterioro. La contemplación siempre se cancela con las letras de cambio y las facturas:
Y un cofre puede servir de adorno, conservar joyas o reliquias, albergar secretos o guardar dinero. Si se desplaza anuda dos ámbitos inseparables, si aloja una factura, descubre la traición. Frédéric puede iniciar una complicidad amorosa, sacudir el entumecimiento que produce la contemplación gracias a un papel distinto a los tradicionales papeles amorosos, a esas misivas tiernas donde se declama el amor y donde la entrega aparece sellada por la eternidad de la tinta. La letra de cambio, las facturas, los pagarés inscriben firmas y propician amargos desenlaces, tragedias que mancillan el retrato, palabras violentas que inscriben cifras y comprometen los nombres de quienes prestan su firma para sostener los entuertos.
Marie Arnoux descubre dentro del cofre la factura que descobija la imagen y aniquila la singularidad. Los chales que la visten, las joyas que la adornan, se reflejan en las letras que la venden, y el cofre mismo se pone a deambular. Frédéric visita a Rosanette, la desprecia, antes de iniciar una relación con ella:
Los traslados de objetos coinciden con los desclasamientos. Arnoux cambia de profesión, de casa, y también de amantes. Cada traslado y cada cambio implican siempre un proceso de degradación, menos suntuosidad en la vestimenta de los hombres y de las casas y más letras de cambio, más pagarés. Las deudas acribillan al ilustre comerciante y la ruina se produce unida al deseo de venganza de las mujeres que comparten a Frédéric. Saturado de miradas, cansado de la vaguedad del deseo. Frédéric se alía con Madame de Dambreuse y toma como querida a Rosanette; con la primera debe casarse; con la segunda tiene un hijo. Rosanette persigue a Arnoux, Frédéric intenta salvarlo y la salvación depende siempre del dinero: el libertino pierde la cabeza y firma papeles que lo comprometen y sobre todo arruinan a su familia y a su mujer. Rosanette exige los francos que le deben, Frédéric los consigue con Madame de Dambreuse quien se entera precisamente por su costurera, es decir por quien la viste, de la traición de Frédéric. Furiosa, decide vengarse y perder a la rival. Arnoux se ve obligado a salir de París con su familia y los objetos de su casa se embargan y se subastan. Toda la ropa y todos los muebles de Marie se exhiben y se venden, Frédéric asiste a la subasta empujado por Madame Dambreuse:
La muerte definitiva sale del cofre como de los jarrones de los cuentos; la desintegración total se produce cuando el objeto aparece, como el único receptáculo que contiene los fragmentos del tiempo, y al venderse los inhuma:
La compra liquida la relación que Frédéric tiene con Madame Dambreuse y cualquier tipo de contemplación. La imagen sagrada se profana como la de la Diosa Ishtar al final del camino a los infiernos; cada puerta la va despojando de uno de sus atributos y al finalizar la meta es apenas un maniquí sin ropa en la vitrina, la ruina desvestida y aniquilada de una imagen, la cancelación de la atmósfera vaga y la imposibilidad de cualquier contemplación. «La paradoja de una aristocracia que se democratiza por odio a la democracia» se hace evidente. René Girard asocia esa aristocracia a los juegos políticos en que el dinero se enreda, corre, ensucia, cancelando precisamente a la imagen amorosa. El romanticismo se ancla en la vaguedad, en una atmósfera neblinosa agujerada por las luces repentinas de una imagen arquetípica, pero su brillo se opaca ante el del dinero, mercancía denigrada condensada en un papel y sin peso visible, sin brillo: un papel es respaldado por el oro, hace su oficio pero sólo se ofrece a la mirada como un objeto mezquino, delgado, virulento, uncido a la caligrafía y al «poder» de la firma que despedaza, descuartiza y exhibe el cuerpo del delito.