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Fragmento del prólogo a Dejar la piel (Pensamiento y visión)

Lorenzo Oliván

Quien vive el acto de escritura como el momento de la máxima disponibilidad y de la viabilidad de todas las metamorfosis (por algo el aforista Elias Canetti las reverenciaba) sentirá el lenguaje como una energía que a menudo le domina, y que por momentos reclama su propio genio expresivo. Pero en la sociedad de lo políticamente correcto, en la sociedad de pensar mucho lo que se dice, donde se juega a que vistamos todos (los lobos en especial) la misma piel de corderos, esto resulta cada vez más peligroso. En las fotos de luz uniforme y gesto estudiado será siempre más raro que los demás nos vean como no queremos que nos vean, mientras que en las movidas o muy movidas, y en las que potencian el claroscuro y la tensión de contrastes, cualquiera puede encontrar argumentos para empezar a entrevernos como monstruos.

Estoy cada vez más convencido de que las visiones mejores llevan en ellas, diluido, pensamiento, y que el pensamiento óptimo en poesía es el permeable a la imaginación. ¿No es eso precisamente el pensamiento mítico? ¿La interpenetración de poesía y filosofía que proponen los románticos no opera ahí? ¿El simbolismo de más largo alcance no sigue la misma meta? ¿No es ese trasfondo espiritual lo que se percibe en la mirada poética de la mejor poesía fragmentaria oriental?

Tengo la impresión de que buscando mi estatura, tallándome a golpe de aforismos y fragmentos, me he visto más reflejado en el vuelo, en el filo y en la elipsis de esquirlas que me iban saltando a los ojos, que en el pesado bloque que aspiraba a perpetuar una imagen de mí inamovible y, por ello, profundamente falsa e inauténtica.

Quiero pensar que ese género sin género de lo fragmentario me ha ayudado a perderme y a encontrarme de manera más libre por los alrededores (y también por el centro) de la poesía. Ojalá en ese territorio incierto, lleno de grietas y dobles fondos, el lector encuentre alguna mínima huella, por leve que sea, de esa imaginación o instinto de penetración que Joubert, en uno de sus aforismos más memorables, describía como «la facultad de tornar sensible lo que es intelectual, de hacer corpóreo lo que es espíritu; en una palabra, de sacar a la luz, sin desnaturalizarlo, lo que de por sí es invisible»

Prólogo de Dejar la piel (pensamiento y visión), Pre-Textos, Valencia, 2017 (fragmento).

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¿De dónde nace una imagen o un aforismo? ¿Qué ocurre en nuestro cerebro o en nuestra mirada para que dos realidades queden unidas para siempre? ¿Qué energía se activa al convertir la paradoja en algo secretamente verdadero? ¿Qué magia hace que lo contradictorio nos desvele su lógica sutil?

De la misma manera que un relámpago da a la noche dureza de roca y saca a la luz sus precipicios, los mejores aforismos e imágenes podrían verse como relámpagos que iluminan un fondo antes oculto. Por eso hay que estar siempre abierto al maridaje imprevisto de los dispar y no dar nada por supuesto. Es importante ese punto de partida, esa neutralización absoluta de lo aparente, esa relativización extrema del mundo de lo sentido y de lo pensado, como si uno, con la inocencia con la que juega un niño (con su capacidad de inmersión en el puro juego recreante), se ofreciese al lenguaje para hacerle decir las verdades que calla. Me gusta pensar que el poeta, en ese darse a lo puro posible, es como una caña en el aire, que busca el viento de la poesía, para sonar, para sentirse vibrar plenamente y para oírse por dentro.

Las imágenes y aforismos no persiguen formular verdades objetivas. Nadie cuestiona que la irrealidad de una metáfora sea un obstáculo para su goce. Si digo aquí que el murciélago parece un simple pálpito, una especie de fugaz presentimiento atroz hecho de pronto carne, sé que muchos no compartirán mi impresión, pero con que ilumine una pequeña zona en sombra de la imaginación de alguien, esa imagen habrá tenido sentido.

Esto, que se comprende y admite en el terreno de las asociaciones metafóricas o de las apreciaciones perceptivas, cuesta más que se entienda en el terreno del pensamiento y de la reflexión. Hay quien es incapaz de ver que un aforismo no persigue formular axiomas de validez universal. Ni siquiera el autor de un aforismo tiene que suscribir cien por cien su significado. Yo a menudo los leo con la misma predisposición que leo una novela, buscando imantarme con su pura capacidad fabuladora, intentando contagiarme de la fuerza de su dinamismo intelectual.

Imágenes y aforismos me ayudan a hacer más grande el mundo, libre de los convencionalismos de una mirada y un lenguaje engañosos, y hacen posible también que me abisme en yo múltiple. No sé si exagero al decir que me siento psicoanalizado en ellos. Afirmé una vez que escribo para conocerme mejor, pero cuanto más escribo más extraña me resulta la persona que habla en mí. Nada tan empobrecedor, creativamente hablando, como pensar que uno tiene claro lo que ve y lo que es en la vida. Frente a esa actitud, prefiero suponer que si me contradigo tanto es para no agotar mi discurso (qué palabra tan exacta, «discurrir»), para agotarme en él, para extraer hasta la última gota de mí mismo. Aunque Nietzsche lo dice de una manera mucho más poética: «Hay individuos que poseen opiniones como viveros de peces. Otros quedan satisfechos poseyendo una colección de fósiles, que su cerebro llama convicciones».

No persigo más verdad que dibujar el mapa de mis obsesiones, de los objetos que en mí se ahondan hacia símbolos que ni yo mismo sé qué explican de mi alma. Estoy con el magnífico aforista que fue José Bergamín, cuando afirma que «no importa que el aforismo sea cierto o incierto: lo que importa es que sea certero»; o con una idea de W. H. Auden que siempre me gusta repetir: «Lo que dificulta la relación de un poeta con la verdad es que en poesía todo dato y toda creencia dejan de ser ciertos o falsos para convertirse en posibilidades interesantes».

¿Puede el poeta o el aforista no sucumbir a la «verdad» de las palabras que crean el espejismo de la indivisibilidad de fondo y forma? Si a través de una imagen expreso la idea de que a la rosa el contemplarse le pone las espinas de punta, estoy intentando resultar punzante con cada sonido, estoy buscando añadir una secreta fatalidad a esa frase. Las «posibilidades interesantes» vienen a veces por esa puerta. Por eso en mis aforismos e imágenes hay un cuidado especial por los matices, cromáticos, acústicos, rítmicos o musicales.

Novalis defendía el carácter matemático de la analogía. Quizás ello explique que las correspondencias que el poeta saca a la luz nos convenzan, nos ganen, y nos hagan asentir. El ritmo relativiza nuestra prevención ante la ficción poética, hasta volverla tan certera como una flecha ciega que da en su diana. ¿Y no hay también una matemática secreta en la fatalidad con que una metáfora o un símbolo se imponen?

Tres imágenes amalgamadas como conclusión: sumerjámonos en el mar de la realidad (ese mar impreciso, que Lao-Tse nos iluminó para siempre, al decir que no tiene dónde asirse). La escafandra llena todo de ecos y, si se pisa en el fondo, nada es estable. De pronto somos conscientes de que el tiempo palpita en nuestra sonora respiración. Alargamos la mano y tocamos los peces, vivísimos peces que discurren ante nuestros ojos, y nos dejan entre los dedos sus fugaces y exactos coletazos.

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