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Majadablanca

     El tío Pelao nos estropeó la vida: nos interrumpió la dulce siesta espiritual que dormíamos en el regazo blando y tranquilo del mundo honrado...

     El maestro de escuela, el cura y yo vivíamos en Majadablanca como tres príncipes, como tres príncipes de Majadablanca, por supuesto. El lugarejo era chico y estaba escondido; por eso era nuestro; nuestro en el sentido amoroso de la palabra, por dominio natural de buena casta porque era hijo de nuestra mayor cultura, puesta con nobleza de oro al servicio del mayor bien de las gentes del lugar. Tenían estas sus roñas y sus miserias, pero eran pocas y no de las de la medula. En fin, que Majadablanca era de lo mejorcito que quedaba en este mundo, porque el mundo no la había visto.

     Pero al tío Pelao, que era el tío más holgazán y más malignamente curioso del pueblo, se le metió en la cabeza que un muchacho de ocho años que tenía saliera a probal del mundo, y para ello se lo llevó a la ciudad y se lo dio a un albañil. Se lo dio, así como suena; porque en el fondo lo que el tío Pelao quería era echal costo de casa, y aunque nadie le quedaba más que el chico, que vendría a costarle, a todo tirar, doscientos reales al año, mejor estaba sin él, porque a la holgazanería y al hambre les place mucho la soledad.

     Se fue el muchacho, y nosotros tuvimos que resignamos a que el padre no se fuese detrás de él. Por supuesto, lo teníamos a raya, porque la gente era nuestra, y el tío Pelao no tenía agallas para desmandarse solo, y menos desde que le hicimos trizas un proyecto de soez concubinato con una infeliz mendiga medio ciega y medio imbécil.

     El Pelinos, como llamaban en el lugar al hijo del tío Pelao, estuvo por allá cinco o seis años, y cuando ya nadie se acordaba del santo de su nombre, se presentó un día en la aldea, hecho un grosero guiñapo, sin oficio, sin pan y sin vergüenza. Lo encontramos en nuestro habitual paseo vespertino por el camino más ancho del pueblo. Me costó trabajo conocerlo. Había crecido mucho, venía flaco, venía amarillo, venía insolente, venía perdido. Al llegar junto a nosotros fumando un cigarrillo maloliente, nos miró un momento con osadía, con impertinencia, y pasó sin saludar, como diciendo que buena cosa le importaríamos nosotros a él.

     -¿Quién es ese? -preguntó en seguida el cura.

     -¿Ese? -contestó el maestro-; pues ese es el hijo del tío Pelao, como si dijéramos: el demonio, que viene a darnos que hacer.

     El mozalbete, en efecto, era un caso de estupenda perdición. En pocos días dio algo de todo: baile y cante de tangos desbaratados en la taberna, a cambio de unos sorbos de aguardiente que le daban cuatro viejos socarrones; raterías descaradas en huertos y gallineros; lenguaje perversamente achulado, bárbara jerga de los últimos períodos de la chulería degenerada, que no ha degenerado, ¡ay!, para morir, sino para acabar de atormentar el buen gusto de las personas decentes; blasfemias en plena calle, y mayores si pasaba cerca el cura... En fin, el mozuelo era un caso patológico, un precoz alcoholizado, dañino, un impulsivo, un frenético... El cura estaba inconsolable y aterrado; el pedagogo estaba furioso, y yo llegué a acariciar el loco proyecto de pegarle al podrido adolescente una paliza brutal en la soledad del campo. ¡Nos contaban unas cosas!...

     Una tarde de julio, cuando yo andaba engolfado en los trajines de la siega, pasé junto a una gran charca de las cercanías del pueblo, y mi caballo quiso ir a beber en ella. Y mientras él embaulaba desde una orilla cántaros de agua caliente, verdosa y fétida, observé lo que en la orilla opuesta ocurría.

     Ocho o diez chicos, sin escrúpulos de higiene, se bañaban, bajo el sol achicharrante, en las cenagosas aguas de la laguna y se divertían arrojándose unos a otros puñados de fango y limos que se adherían a la piel cobriza y reluciente de aquellos huesosos cuerpecillos escaldados. En el grupo de combatientes había uno que ya pasaba de niño. La distancia y la desnudez no me dejaron por el momento reconocer a Pelinos en aquel sátiro anguloso, con miembros de adolescente enflaquecido por las miserias más horribles de la carne y del espíritu; de acentuada inclinación dorsal hacia adelante, iniciada ya en las ingles, brazos larguísimos y flacos; blandos meneos de mico...

     Uno de los rapaces, en el calor de las refriega, levantó demasiado la puntería y le puso a Pelinos entre los labios una bola de fango pegajoso. El agredido lo escupió con bascas de perro hidrófobo y envuelto en una blasfemia tan espantosa, tan criminal y tan bárbara, que todos los combatientes se quedaron aterrados, inmóviles, en las diversas actitudes semitrágicas en que el grito horripilante les hirió en el oído y en el alma. Y aún le dijo al inocente agresor con voz de saña asquerosa:

     -¡Oye, tú voceras! ¡A ti te...!

     Y yo, que todo lo oí, en vista de que no es lícito reventar a un innoble bicho humano bajo las patas de un caballo, que es un animal muy noble, lancé al mío por la senda polvorosa que conducía a los trigales en siega, sin volver atrás los ojos, por no ver otra vez al desdichado canallita.

     Pues no pasó una semana, ¡y otra vez se me puso delante el mozalbete! Era ya una obsesión que estaba haciéndome daño.

     Fue una mañana a la salida del sol. Yo había pasado la noche -una noche hermosa y cálida, de espléndida luna llena- en la orilla de la sierra, esperando el paso de una pareja de jabalíes, que se daba grandes festines de trigo en las hacinas.

     Iba a salir el sol. Yo caminaba distraído, ya cerca del lugar, y al cruzar una calleja bordeada de zarzales y saúcos el caballo se espantó, dio un respindo de costado, y estuvo a punto de rodar por el suelo pedregoso.

     Una mozuela rechoncha, colorada, sanota, flor de aldea, mal peinada, mal vestida y descalza, venía huyendo, iracunda y jadeante, como loba herida, con un pedrusco en la mano, mirando hacia atrás y apostrofando con rabia. Al verme cerca cobró ánimos, suspendió la huida y, parada en firme, redobló las invectivas. El sátiro se replegó contrariado. ¡Era Pefinos! No tuvo ni el pudor de sorprenderse. Miró a la moza con ira y a mí con odio. La muchacha lo miraba desde las cumbres de la cólera triunfante...

     Yo tenía el alma cargada todavía de purezas exquisitas destiladas en el seno de una noche de silencio que habló cosas divinas con la sierra; una noche grande, de grandeza religiosa, que cayó sobre mi alma como bálsamo; una noche dulcemente dolorosa, de las que invitan al llanto, pero a un llanto, placentero, raudal suelto de todas juntas las ternuras de la vida sentimental, las que solamente salen de las entrañas del alma cuando saben que está sola y abierta por todas partes a las hondas confidencias eternamente secretas de la soledad augusta, que es honrada porque es muda, y del dulce silencio de los campos, que es discreto porque se deja oír pocas veces. Una noche de aquellas que regeneran, que levantan el corazón por encima de la vida de los hombres...

     Y entonces fue cuando tuve que ver a Pelinos, la criatura bestializada, cuya visión yo creí que me haría descender a grandes tumbos de las cumbres aquellas del mundo espiritual y caer otra vez en la vida panza abajo y ridículamente espatarrado apernear en el charco con risible gentileza de gusarapo engreído...

     Pues no hubo tal. Lo que sentí fue una lástima muy noble, una piedad dolorosa del mozuelo, un deseo infinito de regenerar y perdonar, como si yo fuese Dios.

     Y el sátiro, enconado, mientras yo pensaba tal, inició la huida; pero antes miró a la zafia Susana con ojos de sangre y le enseñó una navaja muy larga, que blandió en forma de amago; y a mí me enseñó otra cosa: me enseñó burlescamente la lengua, y con cínico ensañamiento me hizo con la mano un gesto gráfico, injurioso y groserísimo, y a trote largo de lobo flaco se hundió en seguida en la red laberíntica de las callejas sombrías de los huertos.

     -¡Estamos frescos! -dije a mis amigos aquella tarde en el paseo, hablándoles del suceso.

     -¡Lucidos estamos! -murmuró muy preocupado el maestro.

     -¡Estamos perdidos! -exclamaba el pobre cura, llevándose las manos a la cabeza.

     -Pues ahí tenemos al héroe -añadí yo, señalando un grupo de chicos que veinte pasos a la derecha del camino rodeaban y escuchaban en pie y atentamente a Pelinos, que les hablaba sentado en el suelo y fumando un cigarrillo.

     Había puesto allí la cátedra.

     Los escolares nos vieron pronto, y al pasar ya frente a ellos se inició en todos un movimiento de duda. Nosotros, que íbamos muy calladitos, oímos que Pelinos le dijo muy despacio al más pequeño:

     -¡Anda tú, beatiyo! Anda, mandria, a besarle a aquel tío la mano, y le dices de mi parte que él a mí...

     El cura se santiguó horrorizado. El grupo de los muchachos se abrió como una granada, pero ninguno tuvo el valor de arrostrar la chacota de Pelinos, y se quedaron por allí como distraídos, rompiendo el césped con los tacones de los zapatos o dando suaves golpecitos con un canto en la pared...

     Y entonces el maestro, que era un hombre recio, autoritario y de genio arisco, se fue en derechura a ellos bufando como un gato rencoroso; y sin previas explicaciones, rompió en una cachetina escandalosa, equitativamente repartida entre los pequeños renegados, que aguantaron la lluvia de pescozones con mal disimulados gestos de vergonzosas protestas, verdaderos asomos de rebeldía no observados por el iracundo pedagogo, que no estaba para observar menudencias. Pelinos no se dejó echar el guante. Miró al maestro como miran los lobos a los mastines, y apreciando con instinto irracional su inferioridad de fuerzas, huyó vergonzosamente a media carrera, de mala gana, como garduño que se deja atrás la presa...

     Reunidos al día siguiente nosotros en casa del cura llamamos al tío Pelao, que, resumiendo su perorata defensiva, llegó a decirnos así:

     -Y de toos mos y maneras, esas son delicaezas de ustés, y la mocedá es mocedá, y hay que ejal que ca uno jaga lo que mejol le paeza, que los tiempos son ya mu otros, y usté en la iglesia, y usté en la escuela, y yo en mi casa, y ca uno en la suya y Dios en la de toos, y punto concluido. ¿No verdá?

     Nos quedamos como mármoles.

     Acudimos en queja al alcalde, el cual nos dijo, sin menear las orejas:

     -Si ustés hubiesen cogío al mozo en fragante, cogiendo algo de cualisquiá hereá, santo y güeno para jechali la ley encima; pero onái no hay delito no pue habel castigo, y hoy en día no se pue jacel na sin ley porque ca uno es ca uno, y la genti ya no inora na, y es menos aguantá ca ves, y a naide le gusta que naide se meta en ca naide, y a na que te escuidies pa castigal, ya te están tirando por alto, u diciéndote en tus jocicos que si tal que si cual, y que si crúo o que si cocío, y que si pitos u que si frautas. ¿Están ustés?...

     ¡Ya lo creo que estuvimos! Estuvimos a punto de estrangular a la primera autoridad civil de nuestro pueblo; mejor dicho, del pueblo de Pelinos, porque suyo sería pronto, al paso que iba.

     Las noches de taberna, muertas antes, eran abiertamente ruidosas y alegres, porque los tíos que tomaron aquello primeramente como sesiones de títeres en que Pelinos era el héroe, se aficionaron con grosería a las veladas regadas con vino agrio y encendidas por la pimienta de chascarrillos soeces de última fila, reídos por bocazas puercas y por barrigas repletas de guisotes picantes de carne de cabras tísicas.

     Cerca de Majadablanca, por entonces, pasó el PROGRESO volando, y con las puntas de sus alas trazó en los campos dos vías un tren y una carretera. Un comisionado de apremios, más filósofo y sociólogo que los tíos, predicóles de ateísmo y de anarquía, de libertad y de sagrados derechos, de frailes y de monjas, todo junto. No le entendieron bien todo, entre otras razones, porque el otro tampoco lo entendía; pero es lo cierto que se los llevó de calle. De paso dejó establecida la institución del cané, que creció como la espuma.

     Lo demás lo hizo el demonio.

***

     Hoy, Majadablanca es esto:

     Un cura que dice misa para diez o doce mujeres y para cuatro o seis hombres.

     Un maestro jubilado, que vive tomando el sol en el corral de su casa.

     Otro maestro muy joven, que enseña todo lo que hay que saber, menos los diez mandamientos.

     Cinco vecinos que viven, como Dios les da a entender.

     Noventa y tantos ciudadanos libres que piensan como escuerzos y blasfeman como demonios.

     Otras tantas arpías desgreñadas que beben aguardiente y hablan como carreteros.

     Y los ciento y pocos más vecinos del lugar defendiendo a tiro limpio los repollos de berzas de sus respectivos huertos.

     El tío Pelao nos interrumpió la siesta, nos estropeó la vida...

     Pelinos nos ha vencido.



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Disparate

     La vaca, que estaba echada dio un inmenso resoplido quejumbroso, y el chotillo nació sobre la escarcha del valle. Eran las cinco de una mañana de enero crudo; una mañana cruel para los hombres, para los brutos, para los árboles... Todo mudo, todo helado, todo blanco. Se condensaba el aliento; el ambiente hería la piel.

     La vaca se levantó de repente y olfateó con avidez el informe saquillo membranoso que yacía inmóvil sobre la sábana de hielo. Lamió, lamió con codicia, con prisa, con ahínco, con ansia de calentura. Se estremecía, y no de frío, y con los ojos muy abiertos, relucientes, codiciosos, seguía lamiendo, lamiendo, prestando con el cálido aliento que salía como dos columnas de humo por las narices húmedas y dilatadas, calor suave, calor de madre, calor de fiebre creadora, calor de vida.

     Y delante de la tibia lengua áspera, cual si esta fuera cincel de artista sublime, fue surgiendo, fue surgiendo poco a poco la bellísima cabeza de un becerrillo tembloroso, húmedo y bello, no de bronce, no de mármol, como obra fría del arte, sino de carne palpitante, de sangre caliente, un pedazo de naturaleza viva para moverse en el mundo y alegrarlo...

     Y surgió el animalito enteramente a la vida, limpio, precioso, echado sobre la helada como estatuilla de oro sobre mármol, despertando en mi memoria varias remembranzas bíblicas de los tiempos de las locas idolatrías...

     Me acerqué sugestionado. Viome la vaca, y ante el supuesto peligro, se encampanó embravecida. Tembló, gimió sordamente, clavó los ojos de acero en su ídolo, después en mí, luego otra vez en el choto. Inició la acometida, y se detuvo, mirándole nuevamente. Me hizo, sin palabras, la más acabada historia del rencor en la impotencia. Yo era su odio, que la llamaba provocativo; el hijuelo era su amor, que la estaba deteniendo. No podía dejar al hijo; por eso no me mataba. Y me enseñaba la muerte en las puntas agudísimas de sus astas de marfil con vetas negras de bruñido azabache reluciente. Pero yo estaba tranquilo. Por entonces yo sabía que el amor siempre es más fuerte que el odio.

     Me acerqué más a la bestia enamorada, y vi en sus ojos la calentura magnífica de la triunfante maternidad.

     El becerrillo se incorporó trabajosamente. Quería calor, quería vida, quería mamar leche tibia. Anduvo dos o tres pasos, vacilante, como un ebrio, y cayó al cabo. Tornó a levantarse, volvió a caer y otra vez se levantó. La madre, a cada caída, se precipitaba sobre él, lo alentaba, lo lamía, me miraba. Y, al cabo, el recién nacido, tembloroso, haciendo equilibrios de borracho, se sostuvo apoyándose en el vientre de la madre. Y alzando la preciosa cabecita, buscó la ubre con el húmedo hociquillo charolado. No podía dar con ella; la buscaba entre las manos de la madre, y apoyado siempre en esta siguió andando alrededor y dio, por fin, con la no aprendida fuente. La vaca, abriendo los pies traseros, se la entregó toda entera, blanca y rosada, inmensa, henchida, pletórica... Y colgado de un pezón el becerrillo, dio tres golpes con el testuz a la ubre y se quedó luego inmóvil, como dormido, recibiendo con deleite el oculto chorro lácteo, caliente y rico, que poco a poco iba haciendo dilatarse los ijares, antes hundidos, del glotoncillo inconsciente...

     Sentí ruido hacia el camino. Pasaban dos mujerucas arrebujadas en mantas viejas y montadas en dos borricos que iban pisando tímidamente el sendero, empanderado por la helada. Las conocí; eran de la aldea. Una de ellas llevaba algo escondido bajo la manta.

     -¿Dónde vais a estas horas y con este frío que hace? -las pregunté sin acercarme al camino.

     -A lleval esti contrabando a la ciudá, seol -dijeron-; es lo de esa perdía de Luteria, que ha despachao esta mesma noche y mos lo han dao pa llevalo ondi ya tienen quizá otros dos. Y cuidaíto si con esti frío que jaci no casca antis de llegal allá el infeliz.

     Y sonó un llanto muy débil, que parecía lejano, de sonsonete uniforme, ronquito, con acento de fatiga...

     Me quedé como atontado.

     -Pero ¿y la... madre? -dije a voces a las tiucas, que se alejaban.

     -Tan campanti, seol; tan campanti que se ha queao sin el engorro de este infeliz -me gritaron, ya desde lejos.

     No supe dónde posar los ojos, y los volví de repente hacia la vaca. No estaba donde antes. Iba muy lejos, internándose de prisa en la espesura del monte y mirando al hijo, que trotaba junto a ella contento, triscador, con el estómago lleno, ¡y sin frío!, ¡sin pizca de frío!...

     Y entonces fue cuando yo puse en boca del niño que iba llorando este magnifico disparate:

     -¡Ay, ay! ¡Quién fuera choto!... ¡Quién fuera choto!



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El vaquerillo

     ¡Je, je! -gritaba el mozuelo entre silbidos prolongados y agudísimos-. ¡Juera, vaca, juera! ¡Chula! ¡Chula! ¡Al alma que sos crió, jolgacianas del congrio! ¡Chota! ¡Chota! ¡Coronela! ¡Bragaína! ¡Se ponin bobas, recongrio!

     Y el ganado descendía con lentitud perezosa por la cuesta del calcinado encinar, que dormía silencioso en las márgenes del río; un río de aguas calientes y mansas, que también parecían medio dormidas.

     La tierra entera callaba bajo el peso de aquella siesta de plomo, y los cielos, infinitos y magníficos, inundados de radiosas vibraciones de ardiente luz meridiana, blanqueaban como plata derretida.

     Fueron llegando las vacas a las orillas del río y en él se atracaron de agua tibia; hasta que la piel de los ijares, distendida, se les puso como el parche de un tambor. Algunas entraron en el remanso y allí quedaron paradas, inmóviles, como ídolos de granito, derramando por los tibios bezos flácidos el agua sobrante, que caía en hilillos transparentes sobre la tersa superficie del remanso. Las demás, con paso suave, de lentitudes armónicas y solemnes, se fueron retirando de las orillas del río; y despacio, muy despacio, como arrastrando con tranquila fortaleza la pesadez angustiosa de la hartura, fueron a echarse a la caldeada sombra de las próximas encinas, a rumiar y a dormitar.

     Y entonces llegó el vaquero.

     Era un zagalón talludo y fuerte, un adolescente de color aceitunado y pupilas de carbón, vestido con un traje cuyas prendas, con su desigual estado de conservación y sus graciosas desproporciones de tamaño y aun de forma, denunciaban cien domésticos apuros económicos, salvados con largas intermitencias de muy varia duración: bombachos de paño muy remedados, y excesivamente cortos; unos zapatones cuadrados, enteramente nuevos, inmensos a lo largo, a lo ancho y a lo grueso; medias de lana, que eran pardas hasta la mitad de la pantorrilla y más pardas de allí para arriba, hasta cerca de la rodilla, por debajo de la cual estaban sujetas con cintajos retorcidos; zahones de cuero con agujeros y cuchilladas; un chaleco viejo, sin botones, encima de una blusilla nueva de tela azul, con las mangas estrechísimas y cortas y un sombrero de alas anchas, de elegante forma, que había sido, en otro tiempo, de un señorito, probablemente del amo del vaquerillo.

     El muchacho llegó a la orilla del río, se puso de un brinco sobre una peña y se quedó mirando, tal vez sin verla, la corriente de las aguas sosegadas, extático, como dominado por un inconsciente estrabismo inevitable, quieto y sin pestañear. Luego, como saliendo de un sueño, sacudió ligeramente la cabeza, miró las vacas, miró al sol, miró de nuevo las aguas, y se quedó pensativo, dando suaves golpecitos en la peña con la punta del garrote que llevaba. De pronto tiró el garrote, tendió por las cercanías una mirada de precaución pudorosa y comenzó a desnudarse. Le pedía el cuerpo baño, frescura, deleite, sensaciones fuertes que le sacaran de cierto estado de misterioso desasosiego que padecía. Todas las cosas del mundo le parecían desabridas menos aquella en que andaban enredados sus pensares. Sentía calor en las entrañas, que se le ponían muy tristes, y a veces se le oprimían hasta causarle dolor; tenía pena, la pena inquieta que infunden las ardientes ansiedades no satisfechas; sentía zozobras y temblores de la carne, y mucho miedo también, el miedo mezclado de forzada valentía con que se acerca el soñado misterio apetecido, el que quiere descorrer el velo que se le oculta...

     La absoluta soledad en que vivía le había enseñado muy poco. No tuvo jamás amigos que le iniciaran en los grandes misterios del placer, que él había ya presentido, y hasta concretado un poco, gracias a las enseñanzas de aquella vigorosa y fecunda Naturaleza que le rodeaba y de la cual venía él a ser un discípulo rezagado, más rezagado que aquellos peces del río y aquellos mirlos del tamujal, y aquellos chotos traviesos, bárbaros en sus retozos, y aquellos carneruelos que perseguían a las ovejas con el pescuezo extendido, entre ronquidos nasales y temblores de la piel...

     Acabó de desnudarse. Una ráfaga levísima de aire oreó su tostado cuerpo. Y se sintió más flexible, más elástico, más inquieto y más lleno de aquel triste desasosiego punzante que le estaba atormentando. En pie sobre la redonda peña, granítico pedestal de aquella estatua de carne, que parecía un bronce vivo, permaneció unos momentos cruzado de brazos, errabunda la mirada... Parecía una estatua de la Indecisión en el momento supremo de la duda.

     Luego, como el que busca una cosa que le arranque del cerebro alguna idea, miró el agua. La sensación del baño, presentida por la carne, le estremeció de pies a cabeza, y tendiendo los brazos como un pájaro las alas, se arrojó de repente en el remanso, que le recogió en su seno, rompiéndose con el estrépito en un círculo de estrías de cristal con remates de menudísimas gotas irisadas.

     Allá, en el centro del río, surgió momentos después el busto del vigoroso adolescente, que sacudió la mojada cabellera con el brío de un cachorro de león, y tendiéndose después con gallardía, hendió la mansa corriente, río arriba, provocando el movimiento de las aguas, que azotaban sus omóplatos broncíneos y su dorso de flexible serpientuela... Por un momento llegó a embriagarle el deleite, tendiéndose de espaldas sobre la haz de las aguas, y dejóse llevar, por la corriente, como una estatua flotante, con los ojos entornados por una voluptuosa pasividad indolente que reavivó en su memoria el picante recuerdo de que huía...

     Y otra vez se vio obligado a sacudir la morena cabezota y a lanzarse al movimiento, al azote aturdidor de las aguas agitadas, a las bruscas sensaciones de tales inmersiones repentinas... Nadó con vigor, con ira, por espacio de un rato, hasta sentir en la carne la laxitud de la fatiga. Entonces aproximóse a la orilla del río, y poniéndose en pie, salió de él a toda carrera, alborotando las aguas, que ponían gran resistencia a su escape. Con la rota camisucha se enjugó los ojos y la recia cabellera, vistióse las miserables ropillas y se sentó a la sombra de una encina: ya era hora de descansar.

     En una cuenca de corcho, enteriza, como que había sido caperuza de una verruga de alcornoque, machacó con la punta del mango de la cuchara, que para eso era cilíndrico, un poco de sal, unas hojas de poleo que trascendían a humedades de regato, un trocito de miga de pan, un ajo y la mitad de una guindilla de pepitas amarillentas y cascarilla granate. Sobre la pasta echó aceite y vinagre de dos cuernos de res, atados con una tira de cuero, agitó con la cuchara la mezcla, fuese al río y volvió con el cazo lleno hasta los bordes de moje de gazpacho, en cuya superficie flotaban los dorados reflejos del aceite, los verdines del poleo, el ligero tinte del vinagrillo y las pepitas de la menuda guindilla. Bebió el muchacho un buen trago, y cuando ya no era fácil que el líquido rebosara, lo fue cubriendo con pedacitos de pan arrancados a pellizcos. Comió, bebió: bebió todo aquel océano de líquido refrescante, y después de fregar con arena y agua del río la primitiva vajilla, tendióse a la sombra, boca abajo, con la frente apoyada sobre el dorso de la mano, dispuesto a dormir la siesta.

     ¡Sí, dormir! Eso hubiera deseado el vaquerillo moreno de pupilas de carbón y cabeza de cachorro. Pero el dulce bienestar que le infundieron el baño y el gazpacho le llenó otra vez el cerebro de tentadoras ideas, y la carne, agradecida, palpitó de insanos impulsos, enemigos mortales en el total aislamiento del solitario varón que se sentía pletórico de energías naturales.

     Al cabo, después de un rato de lucha, descendió sobre sus párpados el sueño: un sueño ligero y artificial, aborto de la porfía; un sueño somero y fatigador con inquietudes de fiebre, con vislumbres de vigilia... Dio el mozo un vuelco y se quedó boca arriba, los brazos abiertos, cruzadas las piernas, ladeada la cabeza... Por breve rato su respiración fue tranquila y algo cansada, como viento lejano quejumbroso de la borrasca que amaina. Hasta llegó a sonreír enseñando unos dientes de chacal, en cuya tersura nívea, de reflejos nacarinos, se espejeaban objetos en preciosas miniaturas.

     De pronto se estremeció, plegó el entrecejo, puso cara de dolor y despertó, retorciéndose como una culebra perezosa; y por remate de aquel desperezo dio dos vuelcos repentinos, rodando sobre el césped raído y abrasado. Y abriendo los ojos húmedos, empañados de calentura amorosa, clavó en los cielos radiantes la mirada melancólica y sumisa del erotismo enfrenado.

     Entonces fue cuando pasó por allí la porquera, una mozona desgarrada y bestial, ya entrada en años, con una cara en que estaba pintado el idiotismo concupiscente, procaz y osado, y unos ojos que miraban de través, con grosera expresión de imbecilidad picaresca, que indignaba por sañuda, por egoísta, por fea.

     -¿Qué jacis? -le dijo al mozo al pasar.

     -¡Na! -le contestó el muchacho.

     La moza echó a andar hacia el tamujal del río, que estaba a cuarenta pasos de ellos; pero antes hízole al chico un guiño grosero y le dijo con voz asperota y trémula:

     -Chacho, p'aquí sí que está bien, pa entri las tamujas, que no hay naide...

     El vaquerillo entendió. Tenía miedo, le dolía el corazón y se aturdía. Pero de repente, debió de acordarse de alguien; no sé de quién, pero él debió de acordarse de alguien a quien creyó estar haciendo mucho daño con todas aquellas cosas. No le quedaba en el mundo mas que su madre, la viejecita que le lavaba y le remendaba la ropa, y hacia la cual sentía él el apego irresistible del recental a la oveja; una querencia que tenía todas las energías del instinto y, además, todas las mudas ternuras que cabían en un alma sensible y desnuda de todo amor que no fuera aquel amor...

     El muchacho pareció recibir una inspiración repentina; abrió mucho los ojos, que miraban sin ver nada; entreabrió también la boca y se quedó inmóvil, como cuando el alma escucha; como cuando escucha el alma el himno grave y sereno del bien, que es su mejor melodía... Y el alma del huraño zagalón, tosco y rudo, que no había entrevisto el bien más que a través del instinto, de repente lo intuyó. ¡La batalla estaba ganada!...

     El mozo puso los ojos en la frescura tentadora de los fresnos, las mimbreras y las tamujas del río, y de las pupilas negras se le escapó una mirada de magnífica soberbia, sublime hasta en su insolencia y al par triunfadora y noble, como canto glorioso de victoria. Y le dijo al laberinto de la fronda que le ofrecía oculto nido de placer:

     -¡No quiero, recongrío, no quiero! Lo bien jecho, bien paeci...

     Se levantó y echó a andar hacia las vacas; iba sereno, alegre, radiante y un poco altivo. Al llegar junto al ganado, que aún dormitaba perezoso, dio dos silbidos agudísimos y voceó:

     -¡Chula!, ¡Chula! ¡Mariposa!, ¡Coronela! ¡Bragaína!... ¡Arriba toas, a buscarsi la gandalla! !Jala, jala que la genti pará cría malos pensamientos!...

     El sentido de la Fe y del Arte, que son hermanos, oyeron rumor de alas invisibles y le dijeron a mi alma:

     -Es el Ángel de la Guarda del muchacho, que se estremece de gozo.

     Y yo lo creí.

     Porque sé que también los vaquerillos montaraces tienen su Ángel de la Guarda...



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El «tío tachuela»

     Nunca tuvo la tradición defensor más decidido en Villarino que el tío Tachuela. Todo proyecto de cosas nuevas le encontraba atravesado en el camino.

     «Señorito de pan plingao» llamó un día en sus propios hocicos al alcalde, porque osó proponer la instalación de un reloj en el campanario.

     -¡Ni reloces y relozas!, ¿oye usté? Endi que yo soy yo, pa na lo he necesitao. El clarear del día me ha jechao siempri de la jerga pa dil a mi trabajo; el papo me avisa luego cuando llega la meyudía, y la noche me ha jechao siempri pa casa. Los reloces más seguros mos los ha dao Dios de balde, ¿oye usté? Los que se jacin con rueas no son más que sacacuartos.

     Así argumentó el tío Tachuela en la sesión y, como siempre, triunfó. Su dialéctica era aplastadora para los de Villarino, naturalmente propensos a dejarse llevar corriente abajo por el río de las rutinas.

     A Villarino fue un mediquín con la maleta atestada de proyectos de buena higiene, y pidiendo -a los ocho días de establecido en la aldea- en un informe de cuatro pliegos, llenos de citas de médicos alemanes, que a voz de pregonero fuese prohibida la cría de cerdos (dicho sea sin pedir perdón a nadie) en las casas del lugar. El tío Tachuela oyó sin pestañear la lectura del informe y en seguida lo hundió de un solo golpe en la maleta del médico, con esta frase que agarró como una tachuela en los cerebros de los oyentes:

     -Pues de mi sentil, don Ludivino, ¡es mejol morirse de toas esas cosas que usté dici que de jambri!

     El mediquillo, mal herido, se replegó hacia terrenos algo menos radicales, y propuso, a vuelta de otro discurso sobre las fiebres palúdicas, la limpieza de establos y cuadras y la prohibición de llenar de hojas de roble los charcos de las calles, para evitar que aquellas miasmas pútricos..., etc., etc.

     Y el tío Tachuela arguyó:

     -Miré usté, don Ludivino: si no jacemos vicio en toos los laos que poamos, cuantis cogeremos trigo pa casa y pa la simiente, pero no pa tapar otros bujeros, pongo por caso, pa pagali a usté la iguala. De moo y manera, que usté determinará lo que parezca, don Ludivino.

     A don Ludivino le hizo cosquillas el socarrón argumento, y contestó con dignidad, casi con altanería:

     -Tío Tachuela: como quiera que ello sea, en opinión de toda persona digna y culta, salus populi..., ya usted me entiende.

     -Pues no, eso sí que no entiendo...

     -Quiero decir, en sustancia, que lo primero es la salud, tío Tachuela.

     -Es la verdá pura: la salú es cosa mu buena; pero yo he aprendío ese mesmo refrán entavía más rematao, don Ludivino: «salú y pesetas, salú completa.»

     Y los establos y las cuadras se salvaron por entonces de la proyectada ronda, y en los charcos de la calle de Villarino continuaron fermentando las hojas secas de roble.

     A dos kilómetros del lugar, unos señores ingenieros trazaron una vía férrea, sin pedir su opinión al tío Tachuela. Su compadre, Quico el Pegoso, le interrogó:

     -Di, compadri: ¿pa qué dirás que andan midiendo esos señoratos la laera de la Cogornís?

     -Pa dal fielis a la gente -le contestó secamente el tío Tachuela, presintiendo la próxima desazón.

     Y ¡zas!, ni hecho de propósito: la viñita del tío Tachuela ¡partida en dos por la vía! Le cayó la noticia como una bomba, pero la aguantó a pie firme, sin chillar, sin bufar, sin gemir. Se sintió impotente para vencer en la lucha, se replegó iracundo y mudo, como todo desengañado que ha comprendido lo desigual del combate a que le provocan y no lo quiere aceptar.

     Un día le llevaron a su casa treinta duros, precio de la expropiación. No los cogió, no los miró. Y su mujer le decía para consolarlo un poco:

     -Mira, mira Tanislao: de toos moos y maneras, cuasi nunca los que roban güelvin na de lo que roban, y estos han tenío siquiera esta miaja miramiento. Ni too recogío, ni too vertío, Tanislao.

     -Güeno, pues pa ti; pa que lo gastes en alfileris, y cuando no haiga vinagre, se los jechas al gaspacho.

     -Pa viangre dos cachujos te han dejao, pero te se ha metío en la sesera no dir a arreglalos algo y asín es como no mos darán gota, Tanislao.

     -Tío Tachuela -decía uno-: ¿cómo no va usté a poal las parras que le han queao en la laera la Cogornís? Se están pusiendo perdías de basura.

     -¿Pues quedrás creer que entavía no me ha vagao dil hogaño? Pero habrá que dil.

     -Tío Tachuela: jágale usté unas traviesas a aquellos cachos de viña, que se le están esmoronando ca instante con las aguas -decía otro amigo oficioso.

     Y el tío Tachuela, que no quería nunca dar su brazo a torcer, contestaba disimulando:

     -¡Calla, hombri, si estoy cocío en obra hogaño!, pero nemás que me puea desenreal del vicio de los olivos, tengo pensao dil p'allá, que estará aquello perdío.

     Y no acababa de ir. Su mujer sí que fue allá con un par de jornaleros, que en un día dejaron aquello como una taza de plata.

     -Ya pues dil, ya pues dil a vel aquello, Tanislao, que se ha queao como un tiesto de albehaca. Y mira, entavía mos han quedao dos cachinos bien rigulares pa lo que dicía la genti.

     Pasó más tiempo. El rencor del tío Tachuela iba ya muy apagado. Ya andaba el hombre con el ala del sombrero levantada. Sabía que circulaba ya el tren y que pasaba por la ladera de la Codorniz diariamente a las cinco de la mañana y a la misma hora de la tarde. Y para no ver por allí al enemigo, se fue una mañana a las ocho a ver su finca, con ánimo de regresar al mediodía a Villarino, antes que el tren de la tarde le sorprendiera en la viña.

     ¡El tren! ¿Y cómo sería el tren? Cien veces oyó hablar de él en el pueblo, donde tampoco lo habían conocido hasta aquella época; pero a él, cuando le hablaban del tren, se le oscurecía el cerebro de manera que jamás pudo entender lo que escuchaba.

     -Ello será alguna estucia del Gobierno -iba pensando-, que, como malo, es bien malo; pero tamién jaci obras del demonio. Y si no, no hay más que vel un puenti que anda ficiendo p'ahí abajo, no sé donde, que dicin que abril ojos y miral.

     El tío Tachuela llegó a la viña a las ocho y media. Era una mañana espléndida.

     -Por aquí se conoci que será por ondi roa esi demonio -dijo mirando con mucha atención los raíles de la solitaria vía-. Pues no; como corra como dicin, lo que es de aquí se escurrice, porque estos hierros no tienen asentaero bueno para aseguranza de las rueas.

     De repente, el tío Tachuela levantó la cabeza y se puso a escuchar, algo alarmado. Se oía un ruido lejano, continuo y sordo. No contaba el tío Tachuela con trenes extraordinarios; pero, sin embargo dijo:

     -Eso tie que sel el tren. Y luego icían que no venía jasta las cinco u las seis. Eja que me suba en la paré, no sea cuento que me pesqui y me jaga una tortilla esi mal bicho.

     Y subido en la tapia de la viña, siguió escuchando. El ruido continuaba simulando, sucesiva y lentamente, zumbar de viento en el bosque, fragor de trueno lejano, sorda amenaza de nube cargada de granizo destructor, redoble de mil tambores de guerra, rumor de río despeñado, y luego, rodar de hierro..., rodar de mucho hierro sobre más hierro..., y luego, estrépito de catástrofe que se echa encima de pronto..., y allá por la hendidura de la trinchera vecina, asomó una cosa inmensa y negra, como enorme cabezota de cetáceo, que venían resoplando, que echaba humo, que echaba chispas, que echaba ascuas...; y al salir de la trinchera dio un bufido de demonio, dos bufidos, tres bufidos y en seguida un silbido horripilante, dilacerante, de acento provocativo y audaz, como alarido salvaje de monstruo triunfador que viene pidiendo paso, pidiendo espacio...; y ante los ojos estáticos del tío de Villarino pasó el monstruo resonante, con el vientre sudoroso tendido sobre huesos y músculos de hierro resbalador, que arrastraban todo un mundo que corrió como visión de cinematógrafo por delante del labriego estupefacto: piñas de humanas cabezas, moles de negro carbón, montones inmensos de henchidos sacos de lona, más montones, todavía más montones..., y detrás, muchas cárceles de hierros, atestadas de pacíficos ganados, la piara baladora, la yeguada, los pastores... Y al tío Tachuela se le llenó el corazón de ternura mientras los veía pasar, porque eran cosas muy suyas, y las lágrimas le enturbiaron las pupilas... Y cuando todo aquel mundo estrepitoso y magnífico pasó, y en la próxima curva se iba hundiendo con marcha solemne y brava, el tío Tachuela sintió en toda su grandeza la maravilla de hierro que antes había maldecido, y la quiso saludar. Se atragantó. Buscó en vano las palabras, la fórmula vigorosa que pudiera descargarle de la emoción ahogadora del soberano espectáculo, y rompiendo por donde pudo, lleno de alientos el velludo pechazo generosote, miró hacia la curva próxima con ojos cargados de agua y gritó con infantil arrebato:

     -¡¡¡Viva el tren!!!

     Y acabó de desahogarse diciéndole al aire diáfano y a las brisas de las viñas:

     -¡Que jechen un tren ca y cuando por ampié de la nuestra iglesia, que allí está mi cortinal pa jaceli mucho sitio!



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Es un cuento

     Lucio Castro, el poeta enamorado de las aguas, había dado la vuelta al mundo, cantándolas en estrofas resonantes y purísimas.

     Era su patria una florida aldehuela ribereña, dulcemente ensordecida por un río caudaloso que bajaba iracundo y zumbador entre horrendos peñascales, destrozándose en desgarrones espumantes. Era su musa una virgen transparente, del coro de las ondinas con cabellera de algas, dientes perlinos y azulosas pupilas abismáticas.

     En su alma, exquisita y clásica, como en gota de purísimo rocío, se espejaban los cuadros del mundo bello en divinas miniaturas...

     Y eso hacía él cuando cantaba la bella Naturaleza: poéticas miniaturas delicadas, de finísimos contornos, de ternura irreprochable, de ritmo clásico; pero algo frías, hijas de un arte sin alma...

     Mas cuando aquel hijo humano de las náyades, el eterno enamorado de la linfa, la cantaba soñolienta en el remanso, rezadora en la regadera del prado, besando flores o rugiente en la costa brava, abofeteando rocas, el alma idólatra del artista enamorado se erguía loca, se erguía bella, y acariciada unas veces por el beso de la ondina inspiradora y otras veces flagelada por un látigo de algas, se derramaba en estrofas como arrullos sedantes de arroyuelo rodador o estallaba en musicales hervideros espumosos de torbellinos oceánicos.

     En el ritmo de sus cantatas había toda la gama de los ruidos de las aguas: suspiros y zumbidos, hervores y murmullos, chapoteos de oleaje sosegado y alaridos dilacerantes de borrascas, rumor suave de besos, agudo chascar de azotes... Y luego en tierno fondo de amor al ídolo por hermoso, por sonoro, por fecundo y alegrador, sí, porque alegraba las hieráticas quietudes del paisaje, le daba vida, le daba música grata... ¡Oh!, también era artista el ídolo.

     En su heroica odisea por el mundo lo había cantado desde todas sus grandezas hasta todas sus dulzuras. Meciéndose sobre sus lomos rugosos como cresterías de espuma allá en los mares misteriosos del Oriente, le había rimado poemas de una grandeza soberanamente triste, que empapaba los espíritus en la visión de los piélagos inmensos y sombríos, hechos sin fin de unos cielos infinitos, eternamente teñidos de mansedumbre crepusculares...

     ¡Y qué religiosos himnos, llenos de grandeza bíblica, a lo largo de los ríos de la dulce Galilea! ¡Y cuán dulces endechas sobre el espejo azulino de los lagos de Córcega y Normandía!

     ¡Y qué divinas cantatas en los golfos poéticos de Grecia, bajo cuyas aguas clásicas todo un coro de Nereidas iba al costado de la nave venturosa del poeta, conjurando los peligros de las sirtes!...

     Y ahora, dulcemente melancólico, y ya blanca su hermosísima cabeza, había tornado a la aldeíta natal, invadido de la nostalgia de aquel río de sus amores de niño, a cantar sobre sus aguas la postrera de sus canciones, la del cisne que se muere...

     Todas las tardes, en minúscula barquilla, penetraba hasta el centro del gran río, donde las aguas turbulentas dejaban apenas ver el remate de un granítico peñasco, junto al cual espumaban jugadoras. Y arrojando, para amarrar la barquilla, un débil cable alrededor de la cabeza granítica del bloque, saltaba luego sobre ella, y sentado en aquel tronco de roca, hundía su mente en la suave contemplación abismática de los juegos de la linfa.

     Una tarde moribunda de septiembre, a la hora del crepúsculo, las lluvias que derramó una tormenta en regiones de donde el río procedía aumentaron de repente su caudal alborotado, que rompió la débil amarra y se llevó la barquilla. El poeta no vio aquello, ni advirtió que su atalaya musgosa iba a desaparecer en breve bajo las sábanas de espuma. Estaba absorto, cara al crepúsculo triste, escribiendo melancólicas estancias de una canción dolorida, inconsciente visión profética de una muerte ya cercana... Era un adiós a las aguas de su río, que iba a morir en los mares, en los infinitos mares, como su alma, la del artista, que también iba a caer en lo infinito...

     Y así, cantando la postura de sus fogosas cantilenas al mismo amor, al mismo ídolo que le arrancó la primera siendo niño...; estático, cuando el suave arrobamiento del divino paladeo de la belleza tocó las lindes del vértigo, amplio sudario de aguas azules, con exquisitos encajes blancos de finísimas espumas, envolvió para siempre el cuerpo del viejo cisne... Y pasaron sobre el mundo muchos inviemos lluviosos...

***

     El sol radiante de un mes de junio sorbió aguas, y al descender las del río hasta su ordinario límite..., ¡oh qué embeleso de los ojos de los hombres!, el diente granítico del risco, pulido y cincelado por el agua enamorada, era una divina estatua, la estatua del poeta, que seguía contemplando el suave paso de la linfa, su amante agradecida, que ahora le lamía los pies y orlaba de rubíes y brillantes sus clásicas vestiduras...



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Poesías de juventud

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¿Qué es una madre?

                                         ArribaAbajoMi madre me dio la vida:
mi madre arrulló mis sueños
cuando en mi infancia querida
soñaba el alma dormida
con horizontes risueños.
 
   Alzóme su amor altares,
sembró mi vida de flores
y un templo fueron mis lares
al rumor de sus cantares
y al calor de sus amores.
 
   ¡Cómo poderlo olvidar
si ella me enseñó a marchar
por la senda del deber,
y ella me enseñó a rezar,
y ella me enseñó a creer!
 
   ¡Qué dulzura tan ardiente,
me daba su labio amante,
cuando besaba mi frente
con ese amor delirante
que sólo una madre siente!
 
   Ella me supo infundir
esta santa fe crisitiana
que me ha ayudado a vivir,
y ha de ser quizá mañana
la que me enseñe a morir.
 
   Sus labios me la enseñaron
y en mi mente la infundieron,
sus virtudes la cantaron,
sus ejemplos me la dieron,
sus besos me la grabaron.
 
   ¡Aunque sólo le debiera
esta fe que me infundió,
diérale mi vida entera,
y aun pagarle no pudiera
el tesoro que me dio!
 
   ¡Cuántas lágrimas me evita,
cuántos dolores me calma,
cuántos pesares me quita
la fe querida y bendita
que infundieran en mi alma!
 
   Del mundo en el ancho mar
bogando tras el saber,
es muy fácil naufragar
y es muy difícil vencer
queriendo sin fe luchar;
 
   Acaso tú no comprendas
lo que diciéndote estoy
de estas mis luchas tremendas...
Mas, si no lo entiendes hoy,
mañana quizá lo entiendas.
 
   Siempre, siempre que he invocado
de esa fe la santa ayuda,
con más valor he luchado
y mi espíritu ha triunfado
en sus luchas con la duda.
 
   ¿Y a quién debo tal victoria
sino a mi madre querida,
que en el alma y la memoria
dejóme esta fe esculpida
como un título de gloria?
 
   ¿Y a quién, si a tu madre no,
vas a deber tú mañana,
cual debo a mi madre yo
esta santa fe cristiana
que en el alma me infundió?
 
   ¡Bendito el ser que en mi mente
consiguió grabarla un día
con besos de amor ardiente
cuyo calor todavía
me está abrasando la frente!
 
   ¡Cuántas noches de desvelo,
cuánta lágrima vertida,
cuánto incierto desconsuelo
costé a la madre querida
que en mí cifraba su anhelo!
 
   ¡Cuántas tristes aflicciones,
cuántas hondas emociones,
su corazón sufriría!
¡Cuántas dulces oraciones
junto a mi cama alzaría!
 
   ¡Cuándo podré concebir
dolor tan hondo y tan fuerte
como ella debió sentir,
viéndome a mí combatir
entre la vida y la muerte!
 
   Di: ¿tu mente ha concebido
lo que ella sufrió por mí?
¡Pues ya tienes comprendido
lo mucho que habrá sufrido
tu amante madre por ti!
 
   ¡Ámala, pues! Y si eres
un hijo bueno que quieres
su amor, en parte, pagar,
cumple todos los deberes
que ahora te voy a enseñar.


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Tu madre

                                         ArribaAbajoSi en los humanos seres del mundo moradores
hay un amor purísimo de celestial sabor,
es el amor de madre, de todos los amores,
el celestial, el puro y el verdadero amor.
 
   Por eso ante los ojos del Dios omnipotente,
no debe haber pecado ni ingratitud mayor
que la del hijo ingrato que con amor ferviente
no paga amor tan grande de que es filial deudor.
 
   En el amor materno todo es pureza,
todo es afecto tierno, todo grandeza.
Bien ajeno a los vicios del egoísmo,
todo él es sacrificios, todo heroísmo.
 
   Si tú de ese amor santo ser digno quieres,
ama a tu madre tanto como pudieres,
porque su amor es puro, grande y sincero,
y es noble, y es seguro, y es verdadero.
 
      Por la santa memoria
     de tu buen padre
  ama a tus hermanitos
     y ama a tu madre;
     que al buen hermano
  y al buen hijo, Dios mismo
     les da la mano.


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Los amigos

                                          ArribaAbajoTe encontrarás mañana, si dejas de ser niño,
amigos que protesten de su amistad leal;
tendrás acaso muchos que fingirán cariño
y hasta daránte pruebas de afecto fraternal;
 
   pero si tú te inspiras en mi consejo sano,
tendrás para tratarlos una prudencia tal,
que su amistad dañina te ofrecerán en vano,
cuando arrastrarte quieran con su amistad al mal.
 
   Huye del falso amigo que se enmascara,
más que del enemigo que da la cara;
y no uses de violencia para alejarlos,
pero sí de prudencia para tratarlos.
 
   Son muchos los venales y los arteros
y pocos los leales y los sinceros.
¡Yo no quiero contarte los que he encontrado
porque ibas a quedarte maravillado!
 
      Si tú encuentras alguno
     fiel y sincero,
  has de quererle tanto
     como te quiero,
     porque ese amigo
  será siempre tu hermano
     para contigo.


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La honradez

                                 ArribaAbajoJamás el puro espejo de tu conciencia sana
empañes con la mancha de deshonrosa acción;
jamás con las miserias de la maldad liviana
desmientas tu cristiana y honrada educación.
 
   Jamás en el combate del bien y la impureza
sucumba deshonrado tu noble corazón,
ni al tentador halago de terrenal riqueza,
ni al miserable impulso de material pasión.
 
   La honradez es tesoro tan verdadero,
que no lo compra el oro del mundo entero,
pues la mayor riqueza de la existencia
es la santa pureza de la conciencia.
 
   El que la haya manchado de lodo inmundo,
un hombre despreciado será en el mundo,
y el que la haya perdido, será ante el Cielo
réprobo maldecido más que en el suelo.
 
     No extrañes que no premien
        en la existencia
     los sentimientos puros
        de tu conciencia.
        ¡El hombre honrado
     por el Juez de los jueces
        será premiado!


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El trabajo

                                         ArribaAbajoCuando de Dios la mano sabia y omnipotente,
puso en el mundo al hombre luego que lo creó,
el hombre ingrato y débil fuele desobediente
y el Creador al trabajo su vida encadenó.
 
   Siendo, pues, el trabajo ley soberana y santa
que el Hacedor del mundo con su poder dictó,
debemos acatarla con reverencia tanta
como el poder merece de quien la promulgó.
 
   Es el trabajo fuente de la riqueza
y aguijón diligente de la pereza;
la ruina y los pecados más lastimosos
son frutos obligados de los ociosos.
 
   Si en el trabajo honrado tus miras pones,
vivirás alejado de tentaciones,
labrarás con tus manos tu bien futuro
y el pan de tus hermanos harás seguro.
 
     Honrado patrimonio
        te dio tu padre
     consérvalo y ayuda
        siempre a tu madre,
        y Dios un día,
     te dará a manos llenas
        pan y alegría.


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Dios

                                          ArribaAbajo¿Quién es el hombre ingrato que de la mano santa
del Dios pródigo y grande la vida recibió,
y ante su Dios postrado los ojos no levanta
reconociendo humilde cuanto el Señor le dio?
 
   ¿Quién es el hombre ingrato que con placer no canta
las eternales glorias del Dios que le creó,
y no agradece humilde misericordia tanta
y bienes tan inmensos como Él le dispensó?
 
   Dios les da a los que lloran dulce consuelo
cuando su auxilio imploran con fe y anhelo:
Y ¡ay de los descreídos que no le llaman!
Y ¡ay de los pervertidos que no le aman!
 
   Ante Dios de rodillas alza tus preces,
que cuanto más te humilles, más te ennobleces;
y ten siempre presente que el mal cristiano
no puede ser buen hijo ni buen hermano.
 
     Alza al cielo los ojos
        constantemente,
     sé cristiano sincero,
        sé buen creyente,
        que al buen cristiano
     Dios, que es Padre de todos,
        le da la mano.


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¡Por tu padre!

                               ArribaAbajo¡Cuanta sublime belleza
hay en la hermosa plegaria
     santa y pura,
del huerfanito que reza
del padre en la solitaria
     sepultura!
 
   ¡Con qué divina armonía
sonarán sus oraciones
     en el cielo
como eco de una alegría
que busca a las aflicciones
     un consuelo!
 
   Los ángeles al oírlas,
con voces mil ideales
     le harán coro,
para ante Dios repetirlas
al son de sus celestiales
     arpas de oro.
 
   Y el Dios Grande y Soberano,
coronado por millares
     de luceros;
el que con su sabia mano
trazó a los revueltos mares
     sus linderos;
 
   el que desgaja los montes
e incendia con las centellas
     el espacio,
y pinta los horizontes
con tibias auroras bellas
     de topacio;
 
   el que, con mano potente,
va los ejes gobernando
     de la tierra;
el que despeña el torrente
que desciende rebramando
     de la sierra;
 
   el que riza suavemente
las ondas del claro río
     bullicioso,
o le ordena de repente
que se desborde bravío
     y espumoso;
 
   el que bañó de colores
las alas de las bullentes
     mariposas,
y dio a la brisa rumores
y aguas puras a las fuentes
     bulliciosas;
 
   el que corona de nieve
las más altivas montañas
     de la tierra,
y cuida el átomo leve
perdido entre las entrañas
     de la sierra;
 
   el que encierra en las semillas
gérmenes fecundadores
     diminutos,
incógnitas maravillas
de donde surgen las flores
     y los frutos;
 
   el que dispone del freno
del rayo de la tormenta
     destructor,
y apaga la voz del trueno
que en el espacio revienta
     con fragor;
 
   el que selvas y jardines
pobló de divinos coros
     trinadores,
de pintados colorines
y de pardos y canoros
     ruiseñores;
 
   el Dios que lo mismo cuida
del insecto que en la tierra
     yace hundido,
que del águila atrevida
que en el peñón de la sierra
     cuelga el nido;
 
   el que a las flores dio aromas,
y a los arroyos corrientes
     placenteras,
y dio arrullo a las palomas
y rugidos estridentes
     a las fieras;
 
   el que cuajó de topacios
las tibias auroras bellas
     purpurinas,
y salpicó los espacios
con una lluvia de estrellas
     diamantinas;
 
   el Dios de existencia eterna
que, con gran sabiduría
     providente,
rige, conserva y gobierna
la universal armonía
     sorprendente;
 
   el que es la Suma Belleza
y es la Razón Soberana
     de la vida;
el que es la Suma Grandeza
jamás por la mente humana
     concebida...
 
   ¡Ese gran Dios soberano
bendice las oraciones,
     siempre puras,
del huerfanito cristiano
que llora sus aflicciones
     prematuras!
 
   ¿Ves qué sublime grandeza
hay en el ruego inspirado
     y afligido
del huerfanito que reza
por el padre idolatrado
     que ha perdido?
 
   ¿Soñaste mayor grandeza
que la de ser bendecido
     por la mano
que en la gran naturaleza
de su poder ha vertido
     sólo un grano?
 
   ¿Soñaste mayor consuelo
para calmar aflicciones
     y agonías
que el de saber que en el cielo
se escuchan las oraciones
     que a él envías?
 
   Reza, pues, querido amigo,
y de tu padre venera
     la memoria;
que yo rezaré contigo
por la paz dulce y eterna
     de su gloria.
 
   ¡Reza, reza con tu madre
y de su alma solitaria
     sé el consuelo!
   ¡Reza, que tu pobre padre
bendicirá tu plegaria
     desde el cielo!


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Recuerdo de tu primera comunión

                               ArribaAbajo¿Cómo podré yo pintarte
prueba tan grande de amor?
¡Cómo podré yo expresarte
la gran bondad del Señor
que ha venido a visitarte?
 
   ¿Dónde podré yo encontrar
acentos para un cantar
de celestial armonía,
si el son de la lira mía
no puede hasta Dios llegar?
 
   ¿Cómo he de poder cantar
lo que no sé comprender?
¿Cómo he de poder pintar
lo que me puede cegar
con la luz de su poder?
 
   El Dios que quiso crearte
ha querido a Él acercarte,
y quiere junto a Él tenerte,
y quiere santificarte,
y quiere hijo suyo hacerte.
 
   ¿Qué lira puede cantar,
qué pincel puede pintar
ni qué corazón medir
la prueba de amor sin par
que acabas de recibir?
 
   Ni la puedes comprender,
ni la puedes merecer,
mas di humillado «¡Señor!,
¡eres grande en tu poder,
pero más grande es tu amor!
 
   No te ha bastado lavarme
de mi culpa en el Calvario,
y ahora vuelves a llamarme
desde un humilde Sagrario
sólo por santificarme.
 
   Si causa de tu Pasión
fue mi redención primera,
sea esta santa comunión
mi segunda redención
y mi redención postrera.
 
   ¡Hazme bueno; hazme cristiano;
no apartes de mí tu amor,
no apartes de mí tu mano,
que yo prometo, Señor,
ser buen hijo y buen hermano!»


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A Cándida

- I -

                               ArribaAbajo¿Quieres, Cándida saber
cuál es la niña mejor?
Pues medita con amor
lo que ahora vas a leer.
 
   La que es dócil y obediente,
la que reza con fe ciega,
con abandono inocente.
la que canta, la que juega.
 
   La que de necias se aparta,
la que aprende con anhelo
cómo se borda un pañuelo,
cómo se escribe una carta.
 
   La que no sabe bailar
y sí rezar el rosario
y lleva un escapulario
al cuello, en vez de un collar.
 
   La que desprecia o ignora
los desvaríos mundanos;
la que quiere a sus hermanos;
y a su madrecita adora.
 
   La que llena de candor
canta y ríe con nobleza;
trabaja, obedece y reza...
¡esa es la niña mejor!
 

- II -

¿Quieres saber, Candidita,
tú, que aspirarás al cielo,
cuál es perfecto modelo
de cristiana jovencita?
 
   La que a Dios se va acercando,
la que, al dejar de ser niña,
con su casa se encariña
y la calle va olvidando.
 
   La que borda escapularios
en lugar de escarapelas;
la que lee pocas novelas
y muchos devocionarios.
 
   La que es sencilla y es buena
y sabe que no es desdoro,
después de bordar en oro
ponerse a guisar la cena.
 
   La que es pura y recogida,
la que estima su decoro
como un preciado tesoro
que vale más que su vida.
 
   Esa humilde jovencita,
noble imagen del pudor,
es el modelo mejor
que has de imitar, Candidita.
 

- III -

¿Y quieres, por fin, saber
cuál es el tipo acabado,
el modelo y el dechado
de la perfecta mujer?
 
   La que sabe conservar
su honor puro y recogido:
la que es honor del marido
y alegría del hogar.
 
   La noble mujer cristiana
de alma fuerte y generosa,
a quien da su fe piadosa
fortaleza soberana.
 
   La de sus hijos fiel prenda
y amorosa educadora;
la sabia administradora
de su casa y de su hacienda.
 
   La que delante marchando,
lleva la cruz más pesada
y camina resignada
dando ejemplo y valor dando.
 
   La que sabe padecer,
la que a todos sabe amar
y sabe a todos llevar
por la senda del deber.
 
   La que el hogar santifica,
la que a Dios en él invoca,
la que todo cuanto toca
lo ennoblece y dignifica.
 
   La que mártir sabe ser
y fe a todos sabe dar,
y los enseña a rezar
y los enseña a crecer.
 
   La que de esa fe a la luz
y al impulso de su ejemplo
erige en su casa un templo
al trabajo y la virtud...
 
   La que eso de Dios consiga
es la perfecta mujer,
¡y así tienes tú que ser
para que Dios te bendiga!



ArribaAbajo

Dos cartas

- I -

                               ArribaAbajo¡Hijito del alma mía!
Anoche un sueño terrible
me hizo asistir al horrible
martirio de tu agonía.
 
   ¡Tremendas cosas soñé!
Soñé que el hijo querido
diome sin pena al olvido
y apostató de su fe.
 
   Y presa de horrible espanto
te vi despertar, hijito,
de ese colegio bendito
donde se aprende a ser santo.
 
   Y loca, al verte manchado,
bajé a buscarte al abismo,
al fangal, al antro mismo,
donde se encueva el pecado.
 
   Sin Dios, sin madre y sin fe,
¡qué solo estabas allí!
Muerta de miedo te vi,
loca de amor te llamé.
 
   Y la manada maldita
de aquellas bestias salvajes
llenó de injurias y ultrajes
a la infeliz viejecita.
 
   Después, en mi desvarío,
soñé que un sayón de aquellos
me arrastró por los cabellos,
¡que son blancos, hijo mío!
 
   Y tú, de la turba en pos,
ibas riendo... ¡Te vi!...
¡Te oí maldecirme a mí!
¡Te oí blasfemar de Dios!
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
   Y al despertarme exclamé:
«¡Que muera el hijo, gran Dios;
pero llevádmelo Vos,
que para Vos lo crié!...»
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
   Perdona a tu madrecita
si ha soñado el desatino
de que eras el asesino
de tu pobre viejecita.
 
   ¡Delirios!... Sabe tu amor
que tengo en el alma frío
y sólo vivo, hijo mío
de tu cariño al calor.
 
   Muerta el alma de tristeza,
seca de llanto la fuente,
llena de arrugas la frente,
blanca la débil cabeza,
 
   trémula la pobre mano
que estos renglones escribe,
soy una muerta que vive
al sol de un amor lejano.
 
   Tú eres mi sol, hijo mío,
y mientra él me caliente
podrá haber frío en mi frente,
¡en mis entrañas no hay frío!
 

- II -

   Besando estoy madre mía,
tu carta de angustia lleno.
Si por Dios no fuera bueno,
sólo por ti lo sería.
 
   Jamás amarguen tu amor
esas quimeras extrañas;
el hijo de tus entrañas
vive en la fe del Señor;
 
   y de ella y con ella lleno,
ni aun en sueños ha salido
de ese colegio querido
donde se aprende a ser bueno
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
   Por eso en esta mansión
toda frase es caridad,
todo suspiro es piedad,
todo arrullo es oración.
 
   ¿Y tú quizá lo dudaste?
¡Ni en sueños de calentura
no se puede fingir locura
mayor que la que soñaste!
 
   Labios que tú has de besar
no podrán nunca verter
blasfemias de Lucifer,
palabras de lupanar.
 
   Yo, que ante Dios lo he jurado,
hoy lo juro ante mí mismo:
¡No bajarás tu al abismo
buscando al hijo manchado!
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
   ¿Soñaste que el mundo vano
hízome impío? ¡Quimera!
Si yo en tus brazos muriera,
¡vieras morir a un cristiano!
 
   ¿Soñaste verme de fijo
romper de tu amor los lazos?
Si yo muriera en tus brazos,
¡vieras morir un buen hijo!
 
   Perdono a mi madrecita
si ha soñado el desatino
de que yo era el asesino
de mi amada viejecita.
 
   Y dejaréla decir,
ya que es ese su placer,
que el calor de mi querer
la está ayudando a vivir.
 
   ¡Así vivimos los dos!
Por eso el día tremendo
en que mi ruego no oyendo
me deje sin madre Dios,
 
   Dios ha de ver cómo escribo
sobre la tumba sombría:
«Cuando esta madre vivía,
no estaba muerto este vivo.»
 
   No sospeches, madrecita,
que mi espíritu atormentas
cuando en tus cartas me cuentas
lo que te aflige y te agita.
 
   Yo olvidaré de una vez
esas tus locas visiones,
que no son más que aprensiones,
ternuras de tu vejez...
 
   Pero, en cambio, yo te exijo
que tú también las olvides,
que te alegres, que te cuides,
¡que no llores por tu hijo!
 
   Porque ¡ay de él si de tristeza
se le muere, estando ausente,
la de la blanca cabeza,
la de la arrugada frente!



ArribaAbajo

¡Adiós!

A la memoria de mi querido

discípulo Nicomedes Martín.

                                  ArribaAbajo¡Discípulo inolvidable,
alma hermana de la mía,
bendito sea adorable
por quien mi pecho sentía
cariño tan entrañable!...
 
   Ángel que al mundo bajaste
dentro de un cuerpo de niño,
¿por qué tan pronto dejaste
la vida donde encontraste
para ti tanto cariño?
 
   ¿Por qué a tus padres queridos
dejaste tan afligidos
con tu muerte prematura,
que los tienes sumergidos
en tan tremenda amargura?
 
   ¿Por qué me dejaste a mí
si sabías que tenía
yo tanto amor para ti
que el alma herida sentí
cuando vi que te perdía?
 
   Yo te enseñaba a querer,
yo te enseñaba a marchar
por la senda del deber,
yo te enseñaba a rezar,
yo te enseñaba a creer.
 
   Y en tu alma pura y sencilla,
dócil como una paloma,
brotó tan santa semilla
como de una florecilla
brota el purísimo aroma.
 
   Tal vez extrañe, el que ignore
lo mucho que me querías,
que tanto tu muerte llore
y que por ella hoy devore
secretas melancolías.
 
   Mas si el testimonio invoco
de aquel cariño tan santo
cuyo recuerdo hoy evoco,
¿qué extraño es que llore un poco
quien supo quererte tanto?
 
   ¡Pobre mártir inocente!
¡Con qué dolor tan profundo,
con qué ansiedad tan ardiente
besé tu serena frente
cuando dejaste este mundo!
 
   ¡Con qué dolor te veía
sufriendo el atroz tormento
de tu bárbara agonía
sin poder el alma mía
darte vida con su aliento!
 
   ¡Y qué consuelo he sentido
pensando en que he recogido
cuando estabas ya expirante
el leve postrer latido
de tu corazón amante!
 
   ¡Y al acabar con la muerte
de tu dolor el calvario,
qué consuelo fue ponerte
mi bendito escapulario
sobre tu pecho ya inerte!
 
   ¡Tristes momentos aquellos!
Como recuerdo de ellos
conservo, cual rica alhaja,
una cinta de tu caja
y un mechón de tus cabellos.
 
   Y así podré de esta suerte
tener, cual prenda querida
de lo que supe quererte,
un recuerdo de tu vida
y un símbolo de tu muerte.
 
   En estos pobres renglones
para tus padres escribo
mis secretas impresiones,
que acaso en sus aflicciones
les sirvan de lenitivo;
 
   porque el recuerdo incesante
de que tú fuiste en el mundo
un ángel y un hijo amante,
será un consuelo constante
para su dolor profundo.
 
   ¡Dios hizo bien al llevarte!
¡Bien hago yo si a tu muerte
quiero esta deuda pagarte!
¡Si vivo supe quererte,
muerto, debo de llorarte!
 
   ¡Dios hizo bien!... Sólo escoria
y miseria es lo que encierra
esta vida transitoria.
¡Los ángeles de la tierra
deben marcharse a la gloria!

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