Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice


Abajo

Función del silencio en «Pedro Páramo»

Giuseppe Bellini





La máxima obra de Juan Rulfo ha sido examinada desde tantos puntos de vista, interpretada tantas veces en su excepcional estructura y en su significado profundo1, que parece difícil ya, después de los últimos, valiosos aportes2, poder decir sobre ella no solamente algo nuevo, sino sencillamente algo más. Y sin embargo, después de haber estudiado, en su tiempo, el singular juego entre realidad e irrealidad3 y tratado de Pedro Páramo en varias ocasiones4, vuelvo a examinar esta obra extraordinaria para poner de relieve el papel que en ella representa el silencio5.

En época ya lejana, en un libro todavía insustituible, Hugo Rodríguez Alcalá trató, de manera inmejorable, de los medios de que se sirve en su novela el gran escritor mexicano, especialmente, por lo que aquí me interesa, de la función en ella de los rumores6. Confiesa el crítico citado que el mismo Juan Rulfo, en una conversación, le llamó la atención sobre la importancia que ellos tienen en su obra. Pero el ruido vive del silencio, lo dimensiona y lo exalta o lo vuelve dramático. Escribía en mi ensayo dedicado a Realtà e irrealtà in «Pedro Páramo» que el silencio es una de las presencias más relevantes del mundo de Comala7, ciudad en vilo, entre real e irreal, suspendida «en la mera boca del infierno»8. Un gran silencio la domina, expectación de una catástrofe inminente: «Todo parecía estar como en espera de algo»9. El protagonista, Juan Preciado, llegado a la ciudad fantasmal, tiene la impresión de haber llegado a un pueblo «sin ruido»10.

Ya nos encontramos con una dimensión del silencio: la falta de ruidos. Para el hombre acostumbrado a «sentir» el mundo a través del ruido, el efecto es inquietante. Especialmente le impresionan las calles; Juan Preciado nota en ellas, al atardecer, la ausencia de voces infantiles, propias a esas horas de un pueblo rural, cuando los niños se dedican a sus juegos: «Era la hora en que los niños jugaban en las calles de todos los pueblos, llenando con sus gritos la tarde. Cuando aún las paredes negras reflejan la luz amarilla del sol»11.

En Comala falta este panorama de vida, tan presente en el personaje, por haber vivido antes en Sayula, donde «a esta misma hora» la tarde se llenaba de gritos. En Comala todo ello falta: es un pueblo «sin ruidos»12.

En los pasajes citados hasta aquí el silencio se nos presenta en dos dimensiones: una dramática, la expectativa de algo que va a ocurrir y que permanece misterioso, pero que ciertamente será de signo negativo; otra sentimental, privación de un dato que podríamos llamar interior, o afectivo, y que implica sorpresa, decepción, predisposición a lo peor.

Por otro lado las páginas iniciales de Pedro Páramo están totalmente dominadas por el silencio. Nos damos cuenta de ello hacia la mitad de la novela, cuando, por su particular estructura, aprendemos que ni siquiera los diálogos son reales pues los recuerda Juan Preciado cuando ya está bajo la tierra, o sea cuando revive su experiencia terrena desde muerto. En su rememorar, nada en realidad tiene ruido y sin embargo abundan las referencias al silencio. Un silencio profundo sigue a la muerte de la madre de Juan Preciado. El diálogo, difícil, tenso, entre el protagonista y el arriero con quien se encuentra a lo largo del camino que le lleva a Comala, cae pronto en un silencio total: «Y volvimos al silencio»13. Un silencio cuya dimensión profunda, relación tirante entre dos individuos, nos la subraya un ruido repetido, el «trote rebotado de los burros»14.

En Comala una señora le aparece al protagonista y pronto desaparece, «como si no existiera»15, aunque en una sucesiva aparición hablará, para indicarle donde vive una vieja amiga de su madre, doña Eduvigis. Es un mundo fantasmal, de puras apariencias, y en el pueblo falta cualquier ruido. Reflexionando más tarde sobre este hecho Juan Preciado se dará cuenta de que su impresión por tanto silencio que «escuchaba», se debe a su falta de entrenamiento, a la costumbre del ser humano, que mide el mundo y lo asume a través del ruido. El silencio, a su manera, es un ruido, se le escucha, un ruido que sólo la muerte permite percibirlo exactamente por lo que es:

«...si yo escuchaba solamente el silencio, era porque aun no estaba acostumbrado al silencio; tal vez porque mi cabeza venía llena de ruidos y de voces»16.



Por consiguiente, el silencio implica una dimensión metafísica. En el silencio es donde se entienden las voces de los difuntos. Su madre se lo había dicho a Juan Preciado, cuando todavía vivía:

«Allá me oirás mejor. Estaré cerca de ti. Encontrarás más cercana la voz de mis recuerdos que la de mi muerte, si es que alguna vez la muerte ha tenido alguna voz»17.



En un mundo de irrealidades, donde los seres son pura forma, sin bulto, hasta el ruido se vuelve silencio, dando eficazmente la dimensión de la desrealización de lo real18. Llegado a la puerta de la casa de doña Eduvigis, Juan Preciado llama en ella sin alcanzar a producir ruido alguno:

«...Toqué a la puerta; pero en falso. Mi mano se sacudió en el aire como si el aire la hubiera abierto. Una mujer estaba allí. Me dijo: -Pase usted»19.



A veces el silencio es un silencio subjetivo, que revela una dimensión problemática íntima. En un silencio de este tipo Pedro Páramo contempla, cuando niño, la tormenta en casa de sus abuelos: «solamente ahora estaba viendo llover»20. Otras veces el silencio surge de ruidos improvisos, sin necesidad de que se le mencione en el texto, pero implicando siempre una profunda nota de expectación. Es el caso de las campanadas del reloj de la iglesia, que dejan tras sí un escalofriante sentido del límite humano: «El reloj de la iglesia dio las horas, una tras otra, una tras otra, como si se hubiera encogido el tiempo»21..

En varias ocasiones el silencio se vuelve dramático. Juan Rulfo nos lo presenta en esta dimensión de modos diversos, siempre con extraordinaria pericia. Cuando muere, en el conocido lance, el hijo de Pedro Páramo, Miguelito, el silencio se apodera de Comala: lo sugiere el improviso apagarse de las luces en el pueblo y la lluvia de «estrellas fugaces»22. En el mismo silencio transcurre el inquieto cavilar del padre Rentería, quien se siente en gran parte responsable, por su conducta pasiva, de tanta maldad como ha cometido el hijo de Pedro Páramo23.

Una especie de silencio que va más allá de lo humano, en una dimensión apocalíptica, casi al estilo dantesco, es el que interviene a raíz del grito, «arrastrado como el alarido de un borracho: "¡Ay vida, no me mereces!"»24, que Juan Preciado oye improvisamente en el cuarto donde Fulgor Sedano mató a Toribio Aldrete. El grito desaforado origina un silencio de hondura aterradora. Lo rememora el protagonista:

«No, no era posible calcular la hondura del silencio que produjo aquel grito. Como si la tierra se hubiera vaciado de su aire. Ningún sonido; ni el resuello, ni el latir del corazón; como si se detuviera el mismo ruido de la conciencia. [...]»25 .



Exento de todo dramatismo es el silencio del sueño, representado con maestría por Rulfo, en el progresivo apagarse de todo rumor, el de las voces en este caso:

«Como que se van las voces: Como que se pierde su ruido. Como que se ahogan. Ya nadie dice nada. Es el sueño»26.


Y Juan Preciado se queda finalmente dormido, en la casa de los dos hermanos incestuosos.

La segunda parte de Pedro Páramo -sabemos bien que no hay tal división, pero la empleamos por comodidad de referencia- elimina en gran parte el silencio, tan apretados son los sucesos. Sin embargo, hacia el final el silencio vuelve a ser protagonista. Lo vemos aparecer como cualidad de la naturaleza, interpretando o acompañando la acción de los personajes, los dramas de la vida comalense. Una larga expectación del cielo precede la noticia terrible que el padre de Susana San Juan comunica a su hija, o sea que el hombre a quien quiere, Florencio, ha sido asesinado por orden de Pedro Páramo, perdidamente enamorado de ella. Sobre el prolongado gemir del viento nocturno, el paso silencioso de las nubes en el cielo: «Pabellones de nubes pasaban en silencio por el cielo como si caminaran rozando la tierra»27.

El recuerdo de su felicidad pasada, junto al hombre amado, en pleno goce de vivir, es para Susana evocación de un silencio feliz. A ella le gustaba bañarse en el mar con él, un mar en calma, con olas silenciosas: «El mar corría y bajaba en olas. Se desprendía de su espuma y se iba, limpio, con su agua verde, en ondas calladas»28.

En el silencio se desarrolla el resto de la vida de esta mujer desdichada, silencio del sueño, de la modorra provocada por la fiebre. Frente a ella, a punto de morir, el mismo Pedro Páramo es una presencia silenciosa; sus gestos anulan el ruido: «Después salió cerrando la puerta sin hacer ruido» 29.

Repetidos silencios, los del sueño, suceden a los devaneos alocados de la enferma. En una ocasión el padre Rentería la encuentra «desnuda y dormida»30. Después de tres meses de enfermedad, la muerte de Susana es señalada a los habitantes de Comala sólo por el improviso apagarse de la luz en su ventana. El comentario de la viejas, al darse cuenta de lo que ha pasado, es un repentino silencio: «Las dos viejas, puerta de por medio, se metieron en sus casas. El silencio volvió a cerrar la noche sobre el pueblo»31.

Frente a la mujer que está muriendo la actitud del hombre violento que es Pedro Páramo es, naturalmente, silenciosa, mezcla de respeto y de dolor contenido: «Cerca de la puerta, Pedro Páramo aguardaba con los brazos cruzados»32. Al contrario, un silencio impaciente domina a las mujeres encargadas de rezar para la difunta: «Más allá, en las sombras, un puño de mujeres a las que se les hacía tarde comenzar a rezar la oración de difuntos»33.

Dos silencios de signo opuesto. La muerte es, para Susana, un hundirse materialmente, y silenciosamente, en sí misma, en su humanidad, en sus orígenes fetales; el silencio es un silencio cósmico, impenetrable:

«Después sintió que la cabeza se le clavaba en el vientre. Trató de separar el vientre de su cabeza; de hacer a un lado aquel vientre que le apretaba los ojos y le cortaba la respiración; pero cada vez se volcaba más como si se hundiera en la noche»34.



La de Susana San Juan es una vida trágica, que se va definiendo casi exclusivamente en el silencio, para comunicarnos con más intensidad el signo de la desgracia. Como si fuera un castigo, un silencio particular se propaga a los sentidos de los habitantes de Comala, ciudad del mal; cuando el poderoso señor que es Pedro Páramo, para dar salida a su dolor por la muerte de la mujer que inútilmente ha mantenido en su poder, sin obtener su amor, manda repicar durante días las campanas de la iglesia, tal es el estruendo y al terminar tan profundo e improviso el silencio, que en los habitantes del pueblo queda una suerte de sordera: «A los tres días todos estaban sordos. Se hacía imposible hablar con aquel zumbido de que estaba lleno el aire»35.

En la ocasión indicada el sonido produce el silencio. En Pedro Páramo también lo produce el rencor, frente al repentino transformarse de la atmósfera de luto que él ha pretendido imponer a Comala, con el prolongado sonido de las campanas, en alegría carnavalesca, como si se tratara de una feria. Cada vez más aislado y solo, hundido en su dolor, el hombre violento está rodeado, en su residencia, de silencio: nadie se atreve a hacer el menor ruido: «La Media Luna estaba sola, en el silencio. Se caminaba con los pies descalzos; se hablaba en voz baja»36. Contrastando con el bullicio inconsciente del pueblo, Pedro Páramo enmudece y va fraguando su proyecto de venganza: «Don Pedro no hablaba. No salía de su cuarto. Juró vengarse de Comala»37.

A partir de este momento el ofendido señor guarda con siempre mayor frecuencia silencio. En el silencio evoca a la mujer amada; sus palabras son escasas ya, cuando más susurradas, y más es el tiempo que transcurre silencioso, en días atormentados y noches insomnes hasta el rayar del alba: «entreabrió los ojos, en los que se reflejó la débil claridad del amanecer. Amanecía»38.

Cuando Abundio Martínez está a punto de matarle, su reacción es pasiva, se pierde en el silencio. Preguntado luego si está herido, no pronuncia palabra: «sólo movió la cabeza»39. Y en silencio observa alejarse a los hombres que se llevan al asesino: «Allá atrás, Pedro Páramo, sentado en su equipal, miró el cortejo que se iba hacia el pueblo»40. Es cuando se da cuenta, sin preocupación visible, de que se está muriendo: «Estaba acostumbrado a ver morir cada día alguno de su pedazos»41.

Ni siquiera a punto de morir el hombre cruel emite voz; sólo suplica por dentro. Único ruido, en el gran silencio cargado de drama, el de su cuerpo que se derrumba al suelo y se deshace:

«Se apoyó en los brazos de Damiana Cisneros e hizo intento de caminar. Después de unos cuantos pasos cayó, suplicando por dentro; pero sin decir una sola palabra. Dio un golpe seco contra la tierra y se fue desmoronando como si fuera un montón de piedras» 42.



Sobre este silencio terrible, roto sólo por el golpe que el cuerpo de Pedro Páramo da en el suelo, se cierra la extraordinaria creación de Juan Rulfo. Una novela breve, novedosa, perfecta, donde nada sobra y nada falta, construida sobre ruidos y silencios sabiamente manejados, que la hacen intensamente atractiva. El silencio, sobre todo, vuelve misteriosas las páginas. Rulfo lo emplea con gran pericia, lo extiende del cielo a la tierra, de las cosas a la naturaleza, a los hombres, para representar el drama de la maldad humana, cuyas consecuencias se aprecian en el espectáculo que don Pedro tiene ya frente a sí, después de su inhumana decisión de vengarse del pueblo: «La tierra en ruina estaba frente a él, vacía»43.





 
Indice