Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice
Abajo

García Lorca ante el esperpento

Antonio Buero Vallejo





Señores Académicos: La generosa elección con que me habéis honrado me colma de gratitud y también de temor. Cálida gratitud por la aprobación que, al llamarme a vuestro lado, concedéis al teatro que osé inferir a nuestro país; temor, bajo el peso de la responsabilidad que siento sobre mis hombros nada más franquear vuestras puertas. Pues si considero aquellas cualidades propiamente académicas, que confieren el derecho de velar por nuestro idioma a quienes con mayor felicidad lo forjan o con más sólida ciencia lo estudian, claramente advierto que, ante vosotros, no podré ostentar otra certeza que la de mis insuficiencias. Convicto de ellas, nunca pretendí, bien lo sabéis, el alto título que vuestra gentileza me otorga.

Lejos de ver en él un premio a pasados trabajos de cuya consistencia siempre ando inseguro, lo tomaré como acicate de mi labor futura. Acicate y además, por qué no decirlo, amparo; ya que vuestra acogida me depara ese techo del que el escritor español, sujeto propicio a intemperies, suele hallarse menesteroso.

Heme aquí, pues, en este salón, que visité otras veces sin reparar en su semejanza con aquellos locales donde mi profesión se alberga. El parecido con un teatro es, sin embargo, notable, y no se reduce a la arquitectura que nos rodea. Con su adecuada indumentaria, tampoco faltan los actores; ni los papeles previamente escritos, uno de los cuales me corresponde recitar ante el público, asimismo presente. Advierto que soy partícipe de una representación y que estoy representando un momento de mi propia vida... Vuestra comprensión sabrá excusar, así lo espero, la aparente impertinencia de mis comparaciones. A todos nos atrapa alguna vez la vieja intuición barroca de que el mundo es teatro, y nada censurable hallo en darla ahora por válida; pues el teatro no es hipocresía, aunque la hipocresía fuese teatro en el primigenio sentido de la palabra. Sin cesar teatralizamos nuestro existir, mas no -en su moderna acepción -hipócritamente, sino por ser el modo teatral vehículo de personificación y de reconocimiento mutuo. Permanente fundamento acaso, por ello, de toda posible antropología.

Lo que requiere la escena de la vida, no menos que los escenarios teatrales, es «lo fingido verdadero»: que nuestra representación se sature de sinceridad. Pero la representación más veraz no demolerá las convenciones que la configuran. Por repudiar -no siempre con ponderación- la mendacidad del teatro y la sociedad con que se encontraron, las juventudes de la hora presente instauran, en uno y en otra, hasta la desnudez. Su sana rebeldía les incita a promulgar la destrucción de todo fingimiento, de todo teatro, incluso en el teatro mismo. Lo que esbozan ya son, empero, otras convenciones: no la anulación, sino la renovación de ritos y ceremonias, para tornar más verdadero lo fingido. Y al desprenderse de los envejecidos afeites y disfraces del naturalismo escénico, quizá revelen músculos elásticos y vivaces articulaciones bajo la epidermis antes oculta, pero cubrirán al tiempo sus rostros con máscaras alucinadas.

Teatro es también, si queréis y si ellas quieren, lo que ahora hacemos en este salón. Mas yo no le atribuyo el despectivo sentido que la expresión soporta, sino el de afirmar nuestras personas -o personajes mediante las formas que a ello convienen. Y por ser así, aunque mi cuerpo se recubra con el frac ritual, mi representación aspirará a la desnudez.



Dos recuerdos. -A lograrla me inclina mi carácter, pero también el recuerdo del primer día en que traspuse esas puertas y el de la ocasión última en que, antes de mi elección académica, tomé asiento entre los asistentes a cierta sesión aún no lejana.

Hace largos años permitid que lo rememore- fui público de este teatro por vez primera. Al mozo que yo era entonces, estudiante de pintura que ni remotamente pensaba en abandonarla por las letras, facilitole invitación un matrimonio vasco que hoy me acompaña con su alegría... Así pude asistir a la recepción celebrada el 12 de mayo de 1935. Desde el extremo izquierdo de esa tribuna y en pie a causa del gentío, contemplaba yo ávidamente a don Pío Baroja, que aquí abajo leía su discurso, y escuchaba sus desnudas palabras; mientras el doctor Marañón, sonriendo desde el lugar hoy ocupado por uno de sus más brillantes discípulos, aguardaba su turno. Nadie piense que insinúo vanidosas semejanzas con un gigante de nuestras letras por quien siempre sentiré filial veneración. Pero el escenario era este, y si en algo han alterado los años su apariencia, yo no lo noto. Percibo, por el contrario, su exacta identidad con aquel otro de mi recuerdo y, como Borges ante su callejuela, siento por un instante que tal vez el tiempo y nuestras personas sean ilusorios. E imagino fugazmente que un muchacho mira ahora desde la tribuna como yo miré entonces, sin barruntar que un día ha de encontrarse -¿él?, ¿yo?- leyendo un discurso en otro lugar del decorado. Treinta y tantos años transcurrieron sin que yo lo previese; esa visión remota se ha conservado, no obstante, en mi mente, de donde tantas otras se han borrado. La magnitud del escritor cuyas claras palabras escuché lo explica sin duda; pero el recuerdo me impone, además, la sospecha de si el destino, solemne vocablo que ha enfatizado numerosas obras dramáticas y no pocas vidas, no será sino la extraña o casual persistencia de algunas imágenes en la memoria.

Tres años se han cumplido ya desde la segunda recepción, cuyo recuerdo tampoco me abandona. El día 20 de octubre de 1968, la Academia recibía a don Antonio Rodríguez Moñino, cuyo acceso, al sillón que aquí le esperaba habían logrado impedir tiempo atrás -finalmente en vano, y sea dicho en vuestra alabanza- personas mal avenidas con la independencia de criterio que a esta Casa distingue. Cuando llegué, entre la muchedumbre que lo felicitaba, a los brazos del nuevo académico, con aquel su cortante acento extremeño me espetó él:

- Antonio, ahora te toca a ti.



Denegué, riéndome y bien ajeno a la idea de recibir tan honroso título, sin que ninguno de los dos presumiese que fuese a ser yo, precisamente, el llamado a ocupar el puesto que él dejaría vacante en plazo de tan fatídica brevedad.

Pero así ha sido, y el lugar donde nos hallamos me reservaba esta otra confirmación de las imprevistas -y dolorosas- extrañezas que nos acechan. Porque «la gran estúpida», según Ortega apostrofó a la inexorable extinción que a todos se nos cumple, fulminó a Rodríguez Moñino en la plenitud de su fecunda laboriosidad, y yo me veo en el trance de suceder a un amigo inolvidable, algunos de cuyos grandes méritos me consentiréis rememorar.



Don Antonio Rodríguez Moñino.- Don Antonio Rodríguez Mollino consagró a la investigación literaria su existencia entera. Y no exagero, pues si publicó en 1925, cuando contaba solo quince años, el primer trabajo que se registra en su bibliografía1, puede suponerse lo temprana y densa que sería su frecuentación de ediciones y bibliotecas. Desde entonces hasta su muerte son unas trescientas las aportaciones que le debemos: asombroso conjunto, que abarca las más variadas materias y donde las ediciones críticas, los facsímiles, diccionarios, catálogos, cancioneros y romanceros, epistolarios, manuscritos y pliegos sueltos confirman a don Antonio como «príncipe de los bibliógrafos», justo título que para él acuñó el insigne hispanista Marcel Bataillon y que acaso merece aún más que la figura máxima de nuestra bibliografía, don Bartolomé José Gallardo, a quien Moñino dedicó notables estudios y un libro definitivo. Bibliógrafo insuperable fue, ciertamente, don Antonio. Rastreador sagacísimo de las más oscuras pistas, acopió y comentó curiosos y extraordinarios hallazgos: el del primer manuscrito del Amadís, entre otros.

Pero ¿solo un bibliógrafo? Con palabras dictadas por una distraída modestia, así se definió él en cierta conferencia: «Más bien un bibliógrafo...» Cuantos han estudiado su obra nos precaven de tan concreta calificación. Comentando sus trabajos de Epigrafía, de Ginealogía, de Historia General, Literaria o del Arte, había dicho ya, hace muchos años, Dámaso Alonso2:

Estamos ante la obra de un bibliófilo que es un gran bibliógrafo y un investigador de nuestra cultura.



Sus múltiples saberes llevaron a Moñino, en efecto, a la investigación y la crítica, artística y literaria, actividades donde sobresale tanto como en la bibliográfica. Y a ellas debemos sus estudios acerca de numerosos poetas mayores y menores de nuestros siglos áureos, o sus eruditas calas en la pintura y la vida de Goya, Morales y otros artistas. Abrumador sería pormenorizar su ingente labor, bien conocida por vosotros; citaré solamente, por ser ejemplo sin guiar de la agudeza y originalidad de su método en materias literarias, esa breve y magistral obrita titulada Construcción crítica y realidad histórica en la poesía española de los siglos XVI y XVII3 admirable por su lucidez ante muy arraigados lugares comunes.

Rodríguez Moñino fue maestro indiscutido de hispanistas y ganó el afecto de cuantos se le acercaron, pues su desprendimiento y sencillez prodigaban el consejo oportuno o el libro imprescindible. Justas distinciones recompensaron sus méritos: Miembros de Honor de la American Association of Teachers of Spanish and Portuguese, Doctor honoris causa de la Universidad de Burdeos, Vicepresidente de la Hispanic Society of America, Académico de la Lengua... Una vida gozosamente realizada; pero no soslayemos que, al considerarla de cerca, ofrece desazonantes perfiles. En 1936 era ya don Antonio catedrático de Instituto y conocido investigador literario; su previsible acceso a una cátedra universitaria habría satisfecho sus innatos anhelos de maestro y asegurado su valiosa permanencia en el país. No pudo cumplir, sin embargo, tan natural deseo. Después de aquella fecha el joven sabio perdió para siempre: la cátedra que desempeñaba y la posibilidad de continuar sus afanes docentes, que hubo de dispersar por otras tierras... Pero nunca emigró para no volver: los archivos, bibliotecas y colecciones hispanas, razón de su existencia, lo llamaban una y otra vez. Y así, vino a ser un profesor «conflictivo», según la definición certera de Juan Manuel Rozas en el artículo necrológico que le dedicara4. Difícil situación, a despecho de los triunfos que la alivien, la del intelectual «conflictivo»; áspero trance que abarca la entera trayectoria vital de numerosos creadores y del cual Américo Castro nos ha dado conciencia luminosa. Pero, si la tenacidad y el talento se acrisolan en los pesares del conflicto, ¡cuántos preciosos tributos al más auténtico patriotismo, que es el de la cultura sin fronteras! Pues en ese patriotismo y esa gloria hállanse ya instaladas para siempre la memoria y la obra de don Antonio Rodríguez Moñino, a quien me honra suceder entre vosotros.



Federico García Lorca.- Y ahora, de cara al tema con el que me he atrevido a solicitar vuestra atención, debo reconocer mi osadía al elegirlo. La bibliografía lorquiana es inmensa y crece cada día; corta es, en cambio, la medida en que yo la he consultado. El peligro de repetir ajenos asertos agazapados en esa montaña de publicaciones es grande, y he de apelar a vuestra indulgencia si así sucediere. Bastantes de los que me escucháis fuisteis, además, amigos de nuestro gran poeta; compartisteis con Federico ansiedades vitales e ilusiones literarias, le habéis consagrado estudios, poemas, recuerdos, panegíricos... ¿Qué podría yo decir a tan calificado tribunal? No soy filólogo, y aunque me limitaré a hablar del teatro de Lorca, dejaré intacta la consideración de su idioma incomparable, merecedor de análisis más doctos que los que yo pudiera intentar. Otros son los aspectos que quisiera contemplar: estructuras y conjuntos sin relación directa con el léxico, mas sí con el lenguaje dramático, del que también son formas significantes. Pero ninguna erudición me adorna y la crítica literaria no es mi trabajo. Conjeturas, dudosas especulaciones, es lo que os ofrezco. Sé que es pobre oferta.

Me decido, sin embargo, a brindárosla porque el teatro de Federico viene sufriendo, pese a su reconocida excelencia, graves entredichos que reclaman sereno examen. No será el mío de crítico, ni de sociólogo. Pero sí el de un dramaturgo. Y esa condición, única que me atrevo a ostentar, acaso me permita acercarme, sin errar demasiado, al teatro del enorme dramaturgo que perdimos.



La fama y las voces discordantes.- No hay fama sin voces discordantes y la de Federico ha sido arrolladora. Ante ella era forzoso que surgiesen, antes o después, reticencias de todo género. Entre poetas que aceptan sin esfuerzo la importancia de su teatro es frecuente el rechazo de su poesía lírica; entre autores de teatro que lo tienen por altísimo poeta circulan objeciones a sus dramas. Nos solicitan, empero, aspectos más objetivos del relativo descrédito que soporta la dramaturgia lorquiana: el estudio, siquiera sea apresurado, de sus posibles causas literarias y sociales. Para efectuarlo, sigamos la pista de los estereotipos que expresan el descrédito. Se dice que su teatro es poético, mas no auténticamente dramático; que el drama se diluye en los fragmentos versificados, meras añadiduras carentes de necesidad orgánica; dícese finalmente, y es lo más grave, que su esteticismo oculta la realidad toda realidad: la social, la de nuestras pasiones- en lugar de revelarla. No se le niegan cualidades teatrales, pero sí madurez. Se aduce que la prematura muerte del poeta impidió que su teatro pasase de ser una promesa, aunque, eso sí, brillantísima. Una promesa a punto de trocarse en firme realidad a partir de su última obra La casa de Bernarda Alba-, donde la condensación dramática y la simplificación de innecesarios lirismos se vuelven evidentes. Habría sido un gran dramaturgo -se asegura-, pero si hubiese vivido.

Todos hemos oído y leído estas cosas. Mas, para probar que nada invento, recordaré algunos de los asertos impresos durante los últimos veinte años, claros reflejos del parcial eclipse de la estrella lorquiana. Reunidos al azar, bastarán unos pocos ejemplos para apreciar lo sucedido.

Durante los quince años siguientes al asesinato de que fue víctima el poeta, su obra se sacraliza y apenas se oyen voces discordantes. La primera tentativa desmitificadora digna de interés corresponde, quizá, al año 1951, cuando mi viejo amigo Eusebio García Luengo publica su Revisión del teatro de Federico García Lorca5. Inencontrable hoy, el folleto gozó de cierta resonancia, debida a la severidad de sus juicios: Luengo reconocía en Federico grandes valores teatrales, pero, desde su noción ideal de la verdad dramática, consideraba divorciado su teatro de toda honda realidad humana, popular y trágica.

Acaso sea un teatro -decía- excesivamente estético, dando a la palabra la acepción de juego evasivo y desdeñoso.



Y más adelante:

Pero todo arte paga sus defectos con una fatal declaración: la de su insinceridad. Aquello que no se siente ni se sufre no puede ser expresado. El autor dramático García Lorca no siente ni sufre el drama humano, al menos en la dimensión en que nosotros lo reconocemos.



He de comentar brevemente tal conclusión, la más sorprendente quizá de todo el trabajo. Cuando se estrenó Yerma, una amiga mía mayor en años, sensible y cultivada, confesome su emoción al oír, en boca de la protagonista, lamentaciones que ella había proferido. Había consistido su tragedia en la esterilidad de un largo matrimonio, felizmente remediada por una segunda unión, y no tenía palabras para encomiar la penetración lograda por Lorca en ese radical problema femenino. Acierto subjetivamente sobrevalorado, se dirá. Pero el espontáneo asombro de mi amiga adelantaba lo que después se ha reconocido en el teatro de Lorca: aquella profunda identificación del autor con el sufrimiento íntimo de sus heroínas y con las tensiones por ellas padecidas bajo adversas presiones ambientales que les vedan realizarse. En el centro de su personalidad debió de sufrir también Federico, según parece, frustraciones semejantes. Respetables como cualesquiera otras, abstengámonos de especular acerca de sus características; baste comprender que, acaso por sufrirlas, el teatro lorquiano se incendia de sinceridad.

Aquella primera Revisión negativa prefirió criticar los aspectos artísticos y humanos de la dramática lorquiana sin entrar apenas en oirás cuestiones. Era, en cierto modo, una crítica existencial. Pero la simultánea irrupción del existencialismo en nuestro panorama cultural pronto alternó con el renacimiento de muy concretas preocupaciones sociológicas. A caballo entre ambas corrientes, la crítica a Lorca se desconcierta aún más, aumenta su aspereza y comienza a ajustar serias cuentas al teatro de Federico. En 1957 -vaya de ejemplo- José María de Quinto publica un artículo cuyo título es ya revelador: La poesía, ese lío del teatro6. Tras recomendar en él, contra la estética lorquiana, las fórmulas casi naturalistas de Miller y Sartre, asevera:

El teatro de Lorca -gran parte del teatro poético- es un teatro primordialmente sensorial, teatro de los sentidos que escapa a lo que de sustancial tiene el hombre.



El crítico abundaba, pues, en las acusaciones de Luengo, pero su repudio de la poesía implicaba objeciones sociales más definidas.

Al reinstalarse por entonces en la juventud el criterio de que la escena debería ser instrumento crítico de la sociedad, la poesía comenzaba a resultar sospechosa en el teatro; por eso fueron también aquellos los años en que imperó una poesía lírica voluntariamente prosaica. Y en el drama, se pensaba que cualquier lirismo podía amortiguar la claridad crítica con su «lío» desconcertante. Advertir la positividad de lo poético requería un agudo pensamiento dialéctico, aún embrionario en los esforzados redescubridores de la dialéctica, y el teatro de Lorca viose condenado, por ello, a los dicterios de aquellos urgentes sociólogos. Por la vía que inauguraron marcha después, en un libro fundamental de nuestra escasa bibliografía escénica publicado en 1961, Domingo Pérez Minik, quien habla así de Lorca7:

No existió ninguna inclinación crítica en sus primeras andanzas. Esto es perfectamente sabido. Todo se mueve en un universo perfectamente conservador y bello. solo más tarde es cuando el poeta se siente un poco avergonzado de sus trabajos, avergonzado en el mejor sentido de la palabra. Y escribe La casa de Bernarda Alba, que expresa de manera rotunda y denunciadora aspectos muy duros de la España trágica.



Calcúlese a qué cotas habría subido la marea adversa al drama lorquiano para que un crítico tan ponderado como Pérez Minik diese por evidente el talante conservador y acrítico de Federico, exceptuando tan solo, como solía hacerse, su última obra de teatro. Pero son aún más hostiles, cuando no insultantes, otros juicios que circulan a partir de 1960. Las acusaciones de «evasión» y «pérdida de vigencia» se generalizan; desde esa fecha lo insólito empieza a ser el encuentro con un elogio sin reservas. Fidedigno resumen de la situación lo da, en 1963, Ángel Fernández Santos, quien escribe8:

Pero ahora que García Lorca ha vuelto a esos mismos escenarios donde durante casi treinta años fue ignorado y que sus obras son expuestas al juicio de todo el mundo, hay mucha gente, especialmente entre los miembros de esas citadas generaciones de posguerra, que opinan de su teatro todo lo contrario de lo que antes se decía que simbolizaba. No hay que andar mucho para oír cosas como estas: el teatro de Lorca es reaccionario; su lenguaje, retórico y vacío; su visión del pueblo es pura mixtificación, muy apropiada para franceses, ingleses y, en general, para todo tipo de turistas.



A lo que añade:

Muchos jóvenes que hace unos años se rasgaban las vestiduras cuando alguien se manifestaba irrespetuoso hacia la figura del poeta han vuelto hoy su opinión del revés y arremeten contra las obras de su viejo fetiche incluso con descarada injusticia.



Buen notario de lo acaecido, nuestro joven crítico denuncia además sin vacilación lo injusto de sus excesos. Tampoco su opinión parece, sin embargo, enteramente favorable al teatro lorquiano, pues concluye con estas prudentes palabras:

La verdadera magnitud de la obra dramática de Lorca sigue, en cambio, siendo oscura, y el que se aclare o no es solo una cuestión de decisión en los críticos o, tal vez, de tiempo.



Para otros críticos, no obstante, ya estaba clara. En 1964 y en su comentario de Bodas de sangre9, José Monleón considera al teatro ele Federico

... desgraciadamente afectado por la gratuidad poética y un lirismo casi siempre de efectos contrarios (por ejemplo, las últimas frases de Bodas de sangre) a los que pretende el autor.



Puntual noticia de esta victimación española de Lorca la había dado ya el profesor Murcia, ante un grupo de prominentes críticos extranjeros, en las Conferencias de Arras acerca del teatro moderno celebradas hace unos catorce años10:

En Lorca se explota un aspecto mágico del que se alejan progresivamente las jóvenes generaciones teatrales españolas, que se sienten atraídas por un mundo más racional. Y el teatro de Lorca comienza para nosotros a formar parte de la historia...



¿Qué le ocurría, entre tanto, al prestigio de García Lorca entre aquellos extranjeros a quienes tan tempranamente ponía sobre aviso el profesor Murcia? Para la mayor parte de los asistentes no hubo sorpresa: expresaron parecidas reservas ante la dramática lorquiana, como críticos que se respetaban. Menos discutido que en España, el teatro de Federico mantenía, sin embargo, su fama mundial. Pero también suena la voz discordante de un gran dramaturgo, y Jordá, periodista español que recibe sus palabras, se manifiesta conforme con ellas. La entrevista se publica en 196211. Es Adamov quien habla. Y afirma:

- Lorca, en cambio, no me interesa nada.

Se sorprende -dice el periodista - de que yo comparta su opinión.

- Mais je croyais que toas les espanols étaient des lorquistes.



Y, tras esa ingenua manifestación de asombro, agrega Adamov:

- Tampoco me interesa el teatro de Alberti. Ambos son dos maravillosos poetas, pero se detienen ahí.



Es curioso comprobar la coincidencia del gran escritor con los objetantes españoles en su reserva ante la poesía, aunque esta sea maravillosa. Otras declaraciones suyas a Ricardo Salvat, publicadas en el mismo año, precisan su pensamiento12.

Adamov habla -escribe Salvat- de Divinas palabras, de Valle-Inclán, que juzga obra católica, quizá reaccionaria. Yo se lo discuto, no parece convencerse, pero me dice:

- Admiré mucho su obra, la encuentro de una dureza y está hecha de una manera que me interesa mucho más que Lorca.

Claro está, me veo obligado a preguntarle por Lorca.

- No me atrevo a decírselo a un español, pero no me gusta mucho el teatro de Lorca. No creo que sea un teatro riguroso. Por ejemplo, cuando en Brecht hay momentos cantados, poéticos, tienen razón de ser. El paso de las palabras al canto es el paso de la fábula a la enseñanza. En Lorca los poemas que intercala en sus obras no quedan sino en poemas, no están motivados teóricamente.



Podemos preguntarnos si no habla, en realidad, contra sí mismo. Como el converso que, tornado predicador, extremaba en nuestro siglo XVI la discriminación de posibles herejías para probar, y probarse, su solidez teológica, tal vez Adamov repudió en Federico supuestos pecados poéticos porque se avergonzaba de la primera etapa de su propio teatro, saturada de singular poesía. Aquejado por una mala conciencia social saludable en todo hombre de nuestros días, Adamov rompió con el teatro del absurdo y pasó, de sus extrañas «fábulas», al ejercicio de claridades didácticas cercanas a las de Brecht. Al igual que los jóvenes aludidos por Murcia, eligió la racionalidad contra la magia; la lección, no la poesía; la sátira contra el patetismo.

Nuestra joven crítica habría preferido asimismo que Lorca hubiese pasado de la fábula a la enseñanza; una enseñanza poética o prosaica, pero «motivada teóricamente». Y esa tarea recomendará, año tras año, a los nuevos dramaturgos españoles. Mas el tiempo, que para nadie se detiene, vuelve a traer a los oídos más atentos la siguiente pregunta: ¿no se habrá desdeñado con exceso, en la apreciación sociológica del teatro, la operación que entraña el paso de la enseñanza a la fábula, inversa a la preconizada por Adamov?

Es probable que algunos de los críticos citados se la estén formulando. Al recordar sus palabras no era mi intención criticar a la crítica, sino documentar la descripción del antilorquismo a que hemos asistido, cuya rectificación se apunta ya en comentarios más recientes.



Valle-Inclán y García Lorca.- Adamov invocó el ejemplo de Brecht como paradigma de crítica social en la escena, pero Valle-Inclán le parecía un reaccionario. Más enterados que él nuestros jóvenes críticos, descubren asimismo el magisterio brechtiano, pero sitúan el de Valle a no menor altura y proclaman el gran hallazgo del esperpento como la fórmula de salvación, estética y social, de nuestro teatro. Por su lucidez crítica y su originalidad estructural, precursoras del propio Brecht, de la vanguardia francesa y de tendencias aún más actuales, los esperpentos se han ensalzado en la medida misma en que se condenaba la dramática lorquiana. Habíanse reconocido siempre, no obstante, claros parentescos entre ambos autores, y el influjo de don Ramón en Federico era un tópico de nuestra historia literaria. Pero las diferencias importaban, a favor de Valle, mucho más que las semejanzas, y si Lorca fue en algún grado su discípulo, resultaba ser un mal discípulo, acomodaticio y sensiblero frente a la descarnada sátira del esperpento.

Comparaciones tan desventajosas para Lorca han borrado la verdadera silueta de su dramática, y urge desenterrarla del polvo de equívocos en que está sepultada. Mas, al intentarlo, me importa disipar antes otro equívoco de signo contrario: el del que quiera ver en mis palabras el propósito de situar al dramaturgo Lorca por encima del dramaturgo Valle-Inclán. La estimación de los esperpentos como cumbre teatral del siglo XX y del teatro español de cualquier época es irreversible y a ella soy adicto desde hace muchos años. Pero también creí siempre que debemos atribuir al teatro lorquiano pareja altura y devolverle un reconocimiento que resulte asimismo irrevocable.

Repasemos a toda marcha la teoría del esperpento, ya que los reparos al teatro de Lorca se apoyan en ella más aún que en las obras así bautizadas.

Como es sabido, las tres aportaciones dadas por Valle a la teoría del esperpento se encuentran en Luces de Bohemia, Los cuernos de Don Friolera y ciertas declaraciones a Martínez Sierra mil veces comentadas13. Según su idea, la realidad española solo puede obtener adecuada expresión literaria a través de una estética deformante, caricatura de una caricatura que, como los espejos curvos del callejón del Gato, nos mostrará la verdad más honda «mediante matemática perfecta». Tarea tan arriscada exige en el escritor el desdén y la elevación: ya no podrá mirar «de rodillas» a sus personajes, según eran contemplados los gigantescos héroes de la Antigüedad, pero ni siquiera podrá mirarlos «en pie», al modo de Shakespeare, «conociendo así la hermandad que a ellos nos iguala, pues se pretende, precisamente, destruir tal hermandad. Deberá observarlos y describirlos con fría dignidad demiúrgica, que los juzga desde «el aire» y «sin enternecerse nunca» ante tan deleznables bíchelos. Tal es, asegura don Ramón, la mirada de los más grandes creadores hispanos: Cervantes, Quevedo, Goya... Y esa es la única mirada que podrá limpiar de embustes y de patriotería la habitual visión enajenada de la sociedad que caracteriza a nuestro teatro.

Se comprende bien que lo radical de la propuesta haya ganado en estos años la adhesión de las generaciones nuevas, más que nunca resueltas a la dura crítica que el país necesita. Aunque, en manos de Valle, el esperpento mostrase una fisonomía algo más cercana al desengañado nihilismo que a la crítica razonada, la mirada demiúrgica que proponía era ya formidable herramienta desenmascadora de nuestras lacras sociales y de la pequeñez que estas nos confieren, lisa mirada equivaldría -como antecedente- a la reflexión distanciada de Brecht no menos que al neoexpresionismo de Weiss. Al pasar en sus obras primeras de unas a otras formas de mirar, para culminar en la esperpéntica mirada desde «el aire», Valle habría desarrollado un proceso de responsabilidad creciente ante la realidad, que en Lorca, a primera vista, no era claro. Federico se habría detenido en la mirada shakespeariana, sin llegar a comprender, como Valle, que la tragedia, en España y quizá en el mundo, se ha vuelto inadecuada para despojar, al torso vivo de los problemas que afronta, del velo retórico con que ella misma lo recubre.

¿Describen tales asertos con objetividad la realidad del esperpento y de la tragedia lorquiana?

En alguna ocasión he escrito que el esperpento de Valle-Inclán es bueno porque no es absoluto, y en cierto trabajo a él dedicado procuré precisar la sutil diferencia entre teoría y práctica que, detenidamente observados, parecen mostrar los esperpentos de Valle14. De espaldas a sus terminantes recomendaciones, diríase que la mirada «en pie» se desliza en el contexto de sus esperpentos más duros, sustituye de tanto en tanto a la displicente mirada desde «el aire» y aproxima al autor, no menos que a los espectadores o lectores, al dolor y a la estatura, de nuevo humanos, de algunos personajes. Esta mirada súbitamente fraterna, que comporta respeto y piedad, contradice sus teorías, pero revela el talento supremo de don Ramón: es el contrapunto trágico que adensa sus grotescas sátiras.

La noción más difundida del esperpento de Valle no tiene en cuenta, sin embargo, esa mirada. No serían esas obras maestras lo que de hecho son, sino lo que sus comentadores quieren que sean: más que esperpentos, supraesperpentos. Y se niega, o se ignora, su recatada piedad. La inteligente y aún cercana escenificación de Luces de Bohemia realizada por Tamayo hubo de sufrir reparos porque, mediante ciertos perfiles asainetados, costumbristas y sentimentales, tuvo presente esa mirada «en pie». Algunos de los sabios doctores en Esperpéntica que proliferan por todos lados consideraron; erróneo ese acierto, y más de una revista recogió la objeción como voz de la calle. Tales blanduras contradirían la esencia del esperpento; representarían la relativa concesión del director a un público todavía incapaz de digerir, sin algunas dulces copitas de ternura, el tremendo condumio. Y si el partidario de una virulencia escénica sin paliativos era lo bastante avisado como para percatarse de que la mirada «en pie» se hallaba en el propio texto de Valle, la deploraba como la leve inconsecuencia de un gran autor que, sin ella, sería perfecto. Pues la perfección esperpéntica vendría a ser, para estos radicales de la expectación, la befa total: los muñecos del compadre Fidel. En otras palabras: La reina castiga -que es una farsa- y no Luces de Bohemia- donde el anarquista preso, la madre que estrecha el cadáver de su hijito y el propio Max, en diversos momentos, subrayan con su dolor sin caricatura el disparate general que los rodea. Irritado por el esperpento auténtico que también a él le rodea; consciente de la necesidad de hondas transformaciones sociales que superen la carnavalada, el espectador a que me refiero reprueba lo que no parezca ofrecer eficacia crítica inmediata y, confesadamente o no, valora ante todo cada obra de arte por lo que puede tener de arma. Y el arte, cierto, es un arma; acaso la más irresistible que el hombre ha forjado. Pero no un arma contundente, pues apenas posee esa fuerza que algunos le atribuyen, sino un arma penetrante.

Lleno de zumba ante el esteticismo de la tragedia lorquiana, el espectador en cuestión opta por el esperpento de Valle y le rinde así un flaco homenaje; pues la contundencia que en él aplaude es más aparente que real -cohetería de frases cuyo fuego estalla y se extingue-, mientras que su mal advertida penetración es inmensa.

Mas, por el momento -un momento de veinte años-, esta imagen desaforada del esperpento gana la batalla literaria a la tragedia de Lorca y afecta en parte a la bibliografía dedicada a ambos autores.



García Lorca ante el esperpento.- ¿Cuál fue la reacción del propio Lorca ante el esperpento?

Dos explícitas afirmaciones del poeta prueban su admiración, al parecer sin reservas, al género creado por Valle15: el gran dramaturgo que es Federico reconoce sin vacilar al gran dramaturgo gallego, no obstante las discusiones que ponen en duda la teatralidad de este. En 1927 Manuel Machado publica la siguiente declaración de Lorca referente a:

Yo veía dos maneras de realizar mi intento: una, tratando el tema con truculencias y manchones de cartel callejero (pero esto lo hace insuperablemente don Ramón) y otra, la que he seguido, que responde a una visión nocturna, lunar, infantil.



En entrevista concedida a Francisco Pérez Herrero en 1933 es aún más rotundo. No sale de ella ileso Valle-Inclán: injusticias y acritudes inevitables entre generaciones literarias asoman esta vez en las palabras de Federico. Mas, por contraste, su loa del esperpento es definitiva. El periodista pide la opinión de Lorca acerca de don Ramón como poeta y recibe esta respuesta16:

Detestable. Como poeta y como prosista. Salvando el Valle-Inclán de los esperpentos -ese sí, maravilloso y genial todo lo demás de su obra es malísimo. Como poeta, un mal discípulo de Rubén Darío, el grande. Un poco de forma... de color... de humo. Pero nada más. Y como cantor de Galicia algo pésimo, algo tan falso y tan malo como los Quintero en Andalucía. Si te fijas, toda la Galicia de Valle-Inclán, como toda la Andalucía de los Quintero, es una Galicia de primeros términos: la niebla... el aullido del lobo...



¿Demuestran estas declaraciones que Lorca abate banderas ante el esperpento? Así parece, pero la cuestión es más compleja. Si resulta dudoso que el resto de la obra de Valle fuese para él tan detestable como lo afirmó en aquellas apasionadas palabras, aún es más dudoso que la fórmula esperpéntica ganase su aprobación incondicional. Sus explicaciones acerca de Mariana Pineda -tragedia romántica dotada de cierta carga crítica, pero que evita deformaciones- expresan ya el propósito de no seguir el camino de don Ramón. ¿Tan solo por abrir el de su propia originalidad? Creo vislumbrar en su teatro indirectas alusiones al esperpento que contradicen, reticentes, los entusiasmos a este dedicados en las dos declaraciones anteriores: señales que permitirían interpretar la obra dramática lorquiana como una réplica a la teoría esperpéntica. Si así fuere, Lorca habría reaccionado de dos maneras ante los esperpentos de Valle: proclamando su genialidad, pero sometiéndolos a discusión más profunda -y por ello, más auténtica en la entraña misma del quehacer propio. Veámoslo.

Cuando se inicia, en 1919, la dramaturgia de Lorca, van a asomar los primeros débiles indicios del esperpento en las obras que Valle publica en el mismo año, pero la teoría esperpéntica aún no se ha formulado. La atmósfera lúdica de El maleficio de la mariposa es shakesperiana: Lorca dice en su prólogo que le ha contado la historia «un viejo silfo del bosque escapado de un libro del gran Shakespeare». Por su parte, Valle-Inclán transitaba todavía por rutas semejantes, tanto en su teatro risueño como en el sombrío. Después de las dos primeras y ya lejanas Comedias bárbaras había vuelto a ensayar resueltamente, en 1912, la tragedia shakesperiana con El embrujado. Mas esta obra debió de representar para su autor, si nos atenemos a ciertos indicios, una crisis definitiva. Crisis externa, desencadenada por las constantes incomprensiones y dificultades padecidas por su teatro, que culminan en la malograda tentativa de estrenar El embrujado; pero, sobre todo, crisis interior. A despecho de sus grandes valores, esta «tragedia de tierras de Salnés» adolecía de insuficiencias dramáticas que tal vez su propio creador entrevió y que le inclinarían a abandonar para siempre la senda de la tragedia shakespeariana. De la profundidad de esta crisis puede dar idea la prolongada pausa que sufre su actividad de escritor teatral, de ordinario mucho más continua: de El embrujado a su siguiente probatura escénica, que es La enamorada del rey, transcurren siete años. Acontecimientos de nuestra corrompida vida política influirían también, sin duda, en tan duradera crisis y reforzarían su creciente convicción de que el humanismo de sus tragedias anteriores no se adecuaba a la consecución de un teatro crítico. Y así sobreviene, tras su larga infecundidad teatral, la explosión creadora de los años 1920 y 1921. A La enamorada del rey suceden Divinas palabras, La reina castiga, Luces de Bohemia y Los cuernos de Don Friolera. El gran toro del esperpento ya está en la plaza, y la regla de oro de la nueva tauromaquia literaria ante el cornúpeta ibérico brilla en Luces de Bohemia: «El sentido trágico de la vida española solo puede darse con una estética sistemáticamente deformada.»

Acorde con esta afirmación, el trueque de la tragedia por el esperpento suele entenderse hoy como una necesidad objetiva de nuestro teatro, impuesta desde entonces por las vicisitudes sociales españolas a todo escritor responsable. Pero, admitiendo el papel desempeñado por estas en su génesis, conviene preguntarse si el esperpento no habrá sido una necesidad subjetiva de Valle, que no obliga a los demás autores ni supera forzosamente, desde el punto de vista crítico, a otras formas expresivas.

Federico leería en la década de los años veinte las farsas preesperpénticas y los primeros esperpentos de don Ramón, pero la teoría en éstos desplegada, a pesar de los elogios antes transcritos, no debió de seducirle. Estrenada en 1925, su Mariana Pineda no quiere ser esperpéntica, sino lunar, nocturna e infantil. Calificada por su autor en 1929 de «obra débil de principiante», que ya no respondía a su criterio dramático, no es todavía, por cierto, un buen ejemplo de lo que el teatro lorquiano llegará a ser. Pero si, a consecuencia de la crisis de El embrujado, Valle declara muerta la tragedia pura, Lorca intentará demostrar más adelante con las suyas que, en otras manos, mantiene su vigencia como expresión profunda de nuestra sociedad.

La oposición de ambos criterios se desarrolla sin polémica, al menos pública. Federico se abstiene de censurar los esperpentos que, a no dudarlo, admira. Pero algunos pormenores de sus obras parecen traslucir, según he indicado, indirectas réplicas a ese género literario. Una divergencia natural de sensibilidad la andaluza frente a la gallega- aleja al teatro entero de Federico del de don Ramón; pero es presumible que en esa discrepancia se configuró, además, un meditado antagonismo intelectual. Al finalizar Los cuernos de Don Friolera denuncia Don Estrafalario «el vil contagio» del pueblo por la mala literatura en la melodramática versión de la historia del carabinero cornudo que, en un calcinado pueblecito del sur, salmodia en su romance un ciego andaluz. Y Don Estrafalario sentencia que el fresco humor galaico-cántabro del ciego Fidel en el húmedo ambiente de Santiago el Verde, cuando glosaba de tan opuesto modo la misma historia al principio de la obra, es el que salvará al teatro. Difícil parece que se le escapase a Federico esta ironía del gran autor gallego ante el fondo dramático de Andalucía; la lectura del prólogo y el epílogo del extraordinario esperpento bien pudo ser, por ello, el primer espolazo que le animó a demostrar, contra el compadre Fidel, que también el teatro español podía salvarse revelando las agonías del corazón andaluz.

Aspectos muy concretos de sus obras corroboran el sentido polémico que, frente a Valle, puede atribuírseles. En una acotación de La zapatera prodigiosa, que es su más garbosa farsa, se lee lo siguiente:

Aparece en la puerta el Mozo de la faja y el sombrero plano del primer acto. Está triste. Lleva los brazos caídos y mira de manera tierna a la zapatera. Al actor que exagere lo más mínimo en este tipo debe el director de escena darle un bastonazo en la cabeza. Nadie debe exagerar. La farsa exige siempre naturalidad. El autor ya se ha encargado de dibujar el tipo y el sastre de vestirlo. Sencillez.



Así lo escribe Federico en 1930, cuando la fórmula esperpéntica lleva diez años de circulación. Y lo dice en una obra donde otra suerte de compadre Fidel -el zapatero, en funciones de trujamán recuerda y se opone a un tiempo a la criatura de Valle: si el socarrón Fidel da su versión guiñolesca de las peripecias del Teniente Astete, el zapatero metido a feriante incluye su propia historia en el ámbito de la farsa mediante un romance popular cuya estética y estilo recuerdan mucho a los del romance que cierra el esperpento de Don Friolera. Pero Lorca evita en su romance el malicioso aire paródico que Valle da al suyo. Con su similar estructura de «teatro en el teatro» la semejanza de ambas obras esconde, pues, sutil contradicción. Valle nos dice en Don Friolera que el sentido final de la obra lo resume el desenfadado guiñol del bululú y no el altisonante romance popular que la termina: Lorca decide rehabilitar al ciego de su tierra que lo recita, denigrado por Valle, y, al hacerlo, rebate de hecho el esbozo teórico del esperpento. En medio de la gracia desbordante de su «Farsa violenta», el romance del zapatero avisa gravemente del auténtico peligro de drama que un matrimonio como el suyo, de intimidad difícil, conlleva, y los mozos que se apuñalan mientras él lo declama corroboran la facilidad con que puede transformarse en tragedia la farsa más ligera. La intención de La zapatera prodigiosa sería, por consiguiente, opuesta a la del esperpento: este, con su ciego Fidel, achicará la magnitud humana de los personajes mostrando, aunque pretenda superar el dolor y la risa, lo ridículo de sus percances; la farsa lorquiana procura, por el contrario, transparentar la dimensión trágica de los suyos y la complejidad del arduo amor que los encadena. Considero, pues, muy probable que La zapatera se escribiese bajo el directo recuerdo de Don Friolera y contra su teoría esperpéntica. solo un análisis más detenido de ambas obras, que tal vez ninguno de los dos autores abordó, suavizaría la soterrada polémica que las enfrenta y las tornaría a aproximar. Pues, según se ha indicado, tampoco este esperpento de Valle es absoluto, y la fábula de don Pascual, doña Loreta, Pachequín y la niña inocente guarda velados alcances trágicos que la distancian de la jocunda sorna de Fidel. Pero ni este, con su guiñol, ni su creador, en la historia diferente que tras él nos cuenta, habrían desaconsejado exageraciones burlescas: los muñecos del ciego han de ser exagerados y los personajes de la historia de Don Friolera deberán ser, según Valle, muñecos. Al recomendar que no se exagere, la acotación de La zapatera que anoto está desautorizando la estética esperpéntica.

Otro indicio del probable antagonismo de Lorca al respecto parece asomar en cierta pregunta del joven protagonista de Así que pasen cinco años. Refiriéndose a su imagen interior de la mujer amada, dice este personaje:

Pero de pronto, ¿quién le cambia la nariz o le rompe los dientes o la convierte en otra llena de andrajos, que va por mi pensamiento como si estuviera mirándose en un espejo de feria?



Publícanse estas palabras en 1931. ¿Habría aludido Federico a los grotescos espejos de las ferias sin la previa referencia de Valle a los de la calle del Gato? Pienso que no, y que Lorca insinúa en la suya otra recóndita objeción al esperpento. Pues si su personaje reconoce la existencia de tales deformaciones especulares, lo hace para deplorarlas. No las considera satíricas, sino inquietantes; no racionalizan el empequeñecimiento de la mujer querida al ser mirada con ojo demiúrgico, sino que acentúan la rareza profunda, el misterioso deterioro de una feminidad cambiante cuya estatura no mengua; describen una amarga decepción, tal vez biológica, experimentada por la sensibilidad del protagonista, no una reducción de su amada. Lorca está diciéndose a sí mismo que ni siquiera los espejos deformantes achatan el enigma humano y que utilizarlos para una función meramente desenmascadora puede resultar, por consiguiente, falaz. Hállase, pues, cerca de una meditada opción en cuanto a los modos de captar la realidad, que será firme en sus tragedias posteriores.

Entiéndase bien que no por ello rechaza la caricatura ni la farsa popular. En 1931 da a conocer también Don Perlimplín y el Retablillo de don Cristóbal; en 1928 trabaja ya en Dos títeres de cachiporra. Las dos últimas son irónicas farsas de guiñol, como lo fueron La marquesa Rosalinda y La enamorada del rey, de Valle. Pero si este parte de la farsa para llegar al esperpento a fin de encontrar su solución del problema de lo trágico, Lorca dibuja ya en Don Perlimplín un conato de tragedia patética mediante una situación de cornudo paternal que no es bufa -como pretende serlo la de don Friolera-, sino angustiosa, como lo era asimismo, bajo risueñas superficies, la de La zapatera prodigiosa. A la farsa de don Perlimplín y Belisa, que termina con un suicidio, llamola Federico «boceto de un drama grande». Y para aclarar sus opiniones acerca del uso de la reducción grotesca, dijo también de ella:

Lo que me ha interesado en don Perlimplín es subrayar el contraste entre lo lírico y lo grotesco y aun mezclarlos en todo momento.



Propósito, se podría pensar, cercano al del esperpento, pero que encubre una radical diferencia: la afirmación de lo lírico. Por debajo de externas semejanzas, también esta obra ejemplifica la oposición de Lorca a Valle a través de su tensión poética y trágica. Oposición, no se olvide, a la doctrina esperpéntica más que a las obras mismas; aunque tal vez Federico, despistado por la doctrina no menos que algunos posteriores partidarios de esta, creyera oponerse a las obras.

Sus tragedias rurales serán más tarde, en su solapada discusión con el esperpento, respuestas concluyentes. Y cuando alguno de sus aspectos roce lo grotesco -por ejemplo, la madre loca en La casa de Bernarda Alba-, el autor cuidará de preservar su misterioso lirismo y su densidad humana.

Aún podemos encontrar en una de esas tragedias otra acotación probablemente originada por su preocupación frente a Valle. Al describir en Yerma las dos máscaras populares de la romería final, advierte con énfasis:

No son grotescas de ningún modo, sino de gran belleza y con un sentido de pura tierra.



Y así las presenta en el escenario del Español, en 1934, año en que unas declaraciones suyas a Juan Chabás refrendan su decisión de crear tragedias, abandonando incluso la farsa. Dice de ellas, refiriéndose a Yerma, que es:

... una tragedia con cuatro personajes principales y coros. Como han de ser las tragedias. Hay que volver a la tragedia. Nos obliga a ello la tradición de nuestro teatro dramático. Tiempo habrá de hacer comedias, farsas. Mientras tanto, yo quiero dar al teatro tragedias.



La evidencia de la tragedia campesina de su tierra, la intuición del tiempo trágico que se avecinaba, ¿no serían las causas de esta resolución, antes que la discutible tradición trágica de nuestro teatro? Conocidas manifestaciones suyas, correspondientes a aquellos años, acerca de las injusticias sociales y de la responsabilidad del teatro ante ellas, parecen confirmarlo. Y si la realidad que percibe es ya demasiado grave para responder a ella con la sonrisa de la farsa, probablemente piensa que tampoco basta con el escarnio del esperpento para glosar tan sobrecogedor panorama.

La declaración a Chabás parece contradecirse, sin embargo, con aquella otra, del mismo año, alusiva a Doña Rosita la soltera:

Será -dice- una pieza de dulces ironías, de piadosos trazos de caricatura; comedia burguesa, de tonos suaves, y en ella, diluidas, las gracias y las delicadezas de tiempos pasados y de distintas épocas...



Pongamos entre paréntesis la supuesta contradicción, cuyo análisis sería largo y tal vez nos demostraría que también con Lorca, como con Valle, hay que atenerse a las obras antes que a las explicaciones de sus autores. Un hecho rotundo resuelve la aparente inconsecuencia: aunque la protagonista sobreviva, también Doña Rosita es una tragedia, y acaso la más desgarradora de cuantas escribió Federico. Entreverada, eso sí, de caricatura, como su autor nos ha dicho, y obligado es señalar que en ninguna otra de sus obras anduvo Lorca tan cerca de la honda realidad del esperpento. Pero si su descripción de Doña Rosita incurre en inexactitud al calificar a obra tan cruel de «comedia burguesa, de tonos suaves», nos sirve para comprobar que con sus «dulces ironías» y sus «piadosos trazos de caricatura» no quiso encabritar al esperpento que la obra encerraba. Y es que respeta demasiado a sus principales personajes para transformarlos en marionetas; le sería imposible, pues siente sus dolores como propios... y quizá lo son. En el instante de mayor befa, ni quiere ni puede prescindir de la mirada «en pie». Y con ella corrobora una esencial verdad: que la ternura no ablanda la tragedia y que la compasión, lejos de eliminar su honda crueldad, la revela poderosamente. Ese es también, a mi ver y según ya he explicado, el último secreto del esperpento. Y por eso entre los de Valle, con su no declarado contrabando de piedad, y las cuatro grandes tragedias de Lorca, reivindicadoras ante don Ramón de la mirada shakespeariana, suscítase inesperada armonía.

Otros estudiosos apuntaron ya muchas veces, en relación con el carácter trágico del teatro lorquiano, la huella de Shakespeare que trasluce. Mas no, que yo sepa, la reacción discrepante que implica ante la teoría de miradas esbozada por Valle-Inclán para propugnar la visión desde «el aire»; clave, en mi opinión, necesaria para la exacta comprensión del teatro de Federico.

En su intento de restituir grandes realidades trágicas a la escena, consigue, empero, nuestro poeta logros incontestables? Todos sabemos que su propósito es la tragedia, pero no todos creen que las logre. Y si yerra el propósito, carecerá de razón en su íntima controversia con el esperpento. ¿Alcanzó su teatro plenitud trágica?

El análisis literario no puede dar todavía soluciones concluyentes al problema de los juicios de valor. Persuadido de que las tragedias lorquianas son cumbres del género, sé que probarlo es tan difícil como demostrar lo contrario. Procuraré, sin embargo, desbrozar un tanto la intrincada cuestión.

Críticos eminentes han conferido entidad trágica al teatro de nuestro gran poeta: Guillermo de Torre, por ejemplo, lo afirma en las siguientes palabras17:

Esas obras reanudan el sentido auténtico de la tragedia, no solo por la intervención de personajes que equivalen al coro, sino porque los trozos líricos en que se manifiestan -particularmente en Bodas de sangre- vienen a ser los «solos» musicales que Eurípides ponía en sus tragedias.



La observación es interesante, pero lo que comenta es una semejanza morfológica. La verdad trágica del teatro lorquiano habrá de fundarse en indicios de mayor peso. Uno hay, a mi juicio, decisivo; para que se pueda calar en su significación, conviene antes fijar algunas ideas respecto a la noción de la tragedia.



Concepto de lo trágico.- Numerosas veces he expuesto mi convicción de que el meollo de lo trágico es la esperanza18. Afirmación es esta abruptamente opuesta a la general creencia de que, mientras hay esperanza, no hay tragedia. La tragedia equivaldría, justamente, a la desesperanza; el hado adverso destruye al hombre, la necesidad vence a sus pobres tentativas de actuación libre, que resultan ser engañosas e incapaces de torcer el destino. Y si eso no sucede no hay tragedia. Un héroe trágico lo es porque asume esa verdad, y en comprenderla reside la única grandeza que le es dable alcanzar ante la desdicha y la muerte. Tales son los más corrientes asertos, que los helenistas, por su constante cercanía a los textos griegos, no suelen respaldar; pero que han sido aprobados por los teóricos de la literatura como generalizaciones evidentes.

Bastarán unos pocos ejemplos descollantes para comprobar hasta qué punto el concepto de lo trágico ha cristalizado en estas supuestas quintaesencias.

Fue Goethe el más ilustre enunciador de esta radical concepción de lo trágico. Las palabras con que la formuló, dirigidas al canciller von Müller, se han vuelto axiomáticas19:

Todo lo trágico descansa en una antítesis irreconciliable. En cuanto surge la solución o se hace posible, desaparece la tragedia.



Jaspers reproduce la famosa sentencia en su estudio de la tragedia20, para definir luego por su cuenta la reconciliación como «una superación de lo trágico». El uno tras del otro eliminan, pues, toda reconciliación de la tragedia, chocando con la embarazosa evidencia, que comentan, pero no resuelven, de que Zeus y Prometeo se reconciliaban, al final de la trilogía esquílea, en una obra a la que los helenos daban también el inequívoco nombre de tragedia, como se lo dieron asimismo a la gran tragedia reconciliadora de Las Euménides en la trilogía de La Orestíada.

Bajo la autoridad de Goethe, cuyas frases reconoce también como fundamento de su estudio, el notable filólogo austríaco Albin Lesky pretende soltar así el nudo de la cuestión21.

Las obras como las trilogías de Esquilo con finales de reconciliación no se adaptan a la definición de lo trágico dada por Goethe, porque esta definición solo apunta hacia el conflicto absolutamente trágico. Sin embargo, les damos el nombre de tragedias, y no lo hacemos solamente para indicar que forman parte de un género de la literatura clásica, sino también a causa de su contenido trágico, que dentro de estas piezas se presenta en su situación trágica.



Así que, según él, debemos llamar tragedias a esas obras conciliadoras, aunque no son absolutamente trágicas -Goethe quedaría malparado si lo fuesen-; pero son trágicas, no obstante, por poseer situaciones trágicas..., a las que no sabemos cómo se atreve a llamar así, ya que tampoco lo debieran ser para Lesky si no desembocan en un conflicto sin salida. Otros párrafos del libro nos confirman que el sabio profesor, fascinado por su idea previa, no puede superar la incongruencia. Y por el mismo camino de Lesky abierto por Goethe- marchan casi todos los modernos definidores de la condición trágica. Sus desarrollos, a menudo brillantes, muestran la enfermedad típica del ideólogo, consistente en mutilar la realidad para encajarla en el lecho de Procusto de sus esquemas racionales. En este caso, en el aserto goethiano, convertido en verdad irrefutable a causa de la genialidad de quien lo formuló. Aserto, nótese, cuya consecuencia inmediata es que el conflicto trágico, al no tener remedio, conlleva la ausencia de esperanza.

Ha llegado a ser tan universal este prejuicio, que de él no ha escapado ni la lúcida mente del recientemente fallecido Lucien Goldmann. Veamos lo que dijo al respecto el gran filósofo en Le dieu caché22:

Visto desde dentro, el pensamiento trágico es radicalmente ahistórico precisamente por faltarle la principal dimensión temporal de la historia: el porvenir. La negativa, en la forma absoluta y radical que adopta en el pensamiento trágico, solo tiene una dimensión temporal: el presente.



Y en el resto de su tratado se insiste una y otra vez en que «el pensamiento trágico es extraño a toda idea de progreso», y en que, si bien prefigura la estructura de la dialéctica, «la visión dialéctica es precisamente la superación de la tragedia». También Goldmann negó a lo trágico, por consiguiente, el dinamismo de una esperanza realizable.

La operación mental que estos pensadores repiten es, pues, la de extraer un ideal sentido de lo trágico, absoluto, estático y desesperanzado, de grandes tragedias donde el movimiento de la esperanza hacia un final liberador no es accidental, sino esencial, como veremos en seguida23.

En relación con el problema de la esperanza trágica es obligado recordar un admirable libro español, cuyo autor está presente. La espera y la esperanza24 no es título eludible en estas reflexiones, y confío en que nuestro dilecto amigo Pedro Laín Entralgo recibirá con benevolencia un comentario que no pretende diferir, sino ex- tenderse en el examen de una parcela por él ya acotada. No podía faltar, en tan completo estudio acerca del esperar humano, la conexión del tema con la tragedia helénica. Con su habitual claridad expositiva explica Laín cómo la elpís griega significaría un esperar, confiado o medroso, mas no una esperanza radical.

Desde sus mismos orígenes -nos aclara- fue animoso y abierto a la aventura el pueblo griego. No supo ser, sin embargo, ni siquiera en sus momentos de mayor brío histórico, un pueblo esperanzado; no conoció por sí mismo la íntima certidumbre de un futuro entera y definitivamente glorioso y feliz.



El sentido cíclico del tiempo que posee a los helenos, dícenos Laín, les veda la apertura a una esperanza real. Y ello es exacto, como expresión de la diferencia entre el mero esperar y la esperanza escatológica a que consagra su libro. Pero su sagacidad advierte, en diversos lugares de la obra, las degradaciones que ni siquiera la más confiante esperanza puede dejar de sufrir: la «difianza» oculta en ella. Y el fenómeno, complementario e inverso, de la esperanza siempre latente en el desesperar. Por eso, después de referirse a Heidegger, Sartre y Camus como representantes de la creación desesperada, anota justamente:

Pero en el seno de esa creadora angustia habitual no ha dejado nunca de brillar una chispa de esperanza.



Si así les acontece a estos modernos espectadores de un espantoso mundo sin sentido, es claro que a los remotos padres de la tragedia, inmersos en convicciones más positivas, les sucedió, al menos, lo mismo. Ni siquiera el sentido cíclico del tiempo, por mucho que gravitase sobre los griegos, apagaría en ellos esa «chispa de esperanza». Sabido es que la tragedia simbolizaba el ir y venir del ciclo vegetal: la muerte de Dionisos para volver a resucitar, pero también para morir, una y otra vez. Por lo tanto y al parecer, un círculo cerrado. ¿Sin esperanza de apertura? Las trilogías de Esquilo; algunas de las tragedias con desenlace conciliador de Sófocles y Eurípides, terminan -metafóricamente- en resurrección y no en muerte. Perdida su implacabilidad, el destino experimenta en ellas una superación dialéctica. También los griegos, por consiguiente, anhelaban un futuro abierto y abrigaban la esperanza de liberaciones. Sentíanse, cierto, apresados en el círculo trágico; pero la angustiada vivencia de ese encierro les conducía a imaginar la con versión del círculo en espiral. Salvador -Zeus soter- llamaron al mayor de sus dioses. Ante el terror del ciclo, los Misterios órficos y eleusinos erigían salvaciones para los iniciados, y la tragedia no era sino la expresión escénica paralela de tales ritos. Si nada de ello borra el carácter precario de la elpís helénica, autoriza, sin embargo, a situar en esta el verdadero problema que fundamenta la tragedia. Problema, eso sí, lejano a toda afirmación confiada; si tantas veces se ha identificado la tragedia con la desesperanza, no es porque la esperanza se halle ausente de ella, sino por ser la desesperanza su cara negativa, que asomará, invasoramente en ocasiones, cada vez que la esperanza surge. En esa tensión ambivalente que es, no lo olvidemos, dialéctica y dinámica, la des-esperanza palabra compuesta y subordinada, simple reverso- nos remite a la esperanza como final sentido de lo trágico, aunque consista en una esperanza desesperada.

Abona lo antedicho la significativa función que, en las tragedias áticas, desempeñan la palabra elpís y sus derivadas. No soy helenista y los problemas filológicos que ello entraña quedan fuera de mi competencia. Pero ya el encuentro con esa palabra, citada como clave de la vida humana, en los comienzos de una de las más antiguas tragedias que conservamos, da mucho que pensar. En la memoria de todos está el fragmento de Prometeo encadenado donde aparece25:

PROMETEO.-  Por mí han dejado los mortales de mirar con terror a la muerte.

CORO.-  ¿Y qué remedio encontraste contra ese fiero mal?

PROMETEO.-  Hice habitar en ellos la ciega esperanza?

CORO.-  Grande bien es ese que dispensaste a los mortales.



¿Es un ser sin esperanza quien la nombra? ¿Son trágicas las palabras de Prometeo porque engañó a los hombres con un señuelo que a él ya no le confunde? La obra entera rechaza esta interpretación, que el propio Coro desmiente, luego de los anteriores versos, cuando inquiere de Prometeo algo que considera posible:

CORO.-  ¿Cuál es tu esperanza?



Guardémonos de suponer que el encadenado titán menosprecia la esperanza que regaló a los mortales porque la llame «ciega». Esa hipótesis primaria apoya, sí, la concepción de la tragedia como desesperanza. Consideradas más despacio las afirmaciones prometeicas descubren, sin embargo, otro sentido: no el de que toda esperanza sea ciega y deleznable para una mente desengañada, sino el de que los hombres, ciegamente esperanzados en los inicios de su aventura terrenal, veríanse impulsados, por el sano empujón de su esperanza aún ingenua, al desarrollo de una esperanza que abriese los ojos. Prometeo mismo alimenta esperanzas, y no precisamente ciegas, sino fundadas en una predicción anterior. Cuando Esquilo habla por su boca de la «ciega esperanza», no incurre en ironía trágica; abre la pista del gran problema que en Prometeo, portador del fuego, enseñará su auténtica fisonomía. Pandora -narró Hesíodo- ha dispersado por el mundo los males sin cuento de su caja, pero de ella saca Prometeo la esperanza y entrega a los hombres el bien supremo que les ayudará a luchar, no a resignarse. Y las tragedias describen, desde Esquilo, el perenne conflicto entre los infortunios que nos acosan y la esperanza que los combate, ciega tal vez al nacer, mas no por errónea, sino por resuelta. No son las tragedias acatamientos al destino ineluctable, sino tensas discusiones de sus enigmáticas falacias. Y empezar a preguntarse por el destino es comenzar a vencerlo. Y a negarlo...

En la descripción de ese ardiente conflicto, se comprende, no obstante, que la desesperanza se haya identificado a menudo, como envés del humano esperar, con la noción de la tragedia, oscureciendo el primordial sentido de esta. Famosa es la definición que se lee en una tragedia contemporánea, la Antígona, de Anouilh, donde el Coro asevera26:

En el drama, con sus traidores, la perfidia encarnizada, la inocencia perseguida, los vengadores, las almas nobles, los destellos de esperanza, resulta espantoso morir, como un accidente. [...] La tragedia es tranquilizadora porque se sabe que no hay más esperanza, la cochina esperanza; porque se sabe que uno ha caído en la trampa. [...] En el drama el hombre se debate porque espera salir de él. Es innoble, utilitario. Esto es gratuito, en cambio. Para reyes. ¡Y, por último, nada queda por intentar!



Implacables palabras que tal vez habrían aplaudido Racine y Goethe, con las que parece obliterarse la secular especulación acerca de lo trágico. Veinticinco siglos después de que la esperanza invocada por Prometeo inaugurase la magna cuestión, Dionisos muere, para no resucitar, en el texto -admirable por lo demás- de un agudo francés no muy dionisíaco y buen heredero de la tradición racionalista del siglo XVII. La tragedia, según él, ignora la esperanza, y si encierra pasión, será una pasión fría, pues nadie se debate contra lo irreparable. La tragedia «caliente» es una engañifa: drama, o acaso melodrama. Estas definiciones han logrado fortuna; tan grande es su seducción intelectual. Pero chocan sin remedio contra las esperanzadas tensiones, cuajadas de ayes y de lágrimas, de las tragedias griegas, las shakespearianas y tantas otras.

Si bien para negarla, la presencia en el texto de Anouilh de la palabra esperanza acredita la persistencia del problema en el ámbito trágico. Si su Antígona es una gran tragedia, no lo es por negar la esperanza, sino porque, al denostarla, no puede dejar de tenerla en cuenta.

Su heroína, sin embargo, no es ya una mujer desesperada, sino carente de esperanza. Y lo mismo les sucede a otros protagonistas de numerosas tragedias que concluyen, al parecer, en helada desesperanza. Pese a cuanto antecede, ¿no representarán estas obras la esencia de lo trágico, parcialmente diluida en aquellas otras donde las pugnas de la esperanza y los desenlaces liberadores se inmiscuyen? Aparte de la ya indicada progresión de la esperanza trágica hacia los finales conciliadores que vemos en algunas de las más grandes tragedias, hay todavía una razón para rechazar la sospecha: la desesperanza nunca se mantiene al mismo nivel durante la obra entera ni aun en las tragedias más «frías», cuyo final funesto es consecuencia de situaciones intermedias donde, en algún grado, actuaron congojas esperanzadas.

Consecuencia de todo lo antedicho es que el significado final de una tragedia dominada por la desesperanza no termina en el texto, sino en la relación del espectáculo con el espectador; lo cual, por lo demás, es obvio en cualquier forma de teatro. La desesperanza no habrá aparecido en la escena para desesperanzar a los asistentes, sino para que éstos esperen lo que los personajes ya no pueden esperar. Pese a la afirmación de Goldmann, la tragedia es dialéctica: lo son de modo explícito las que describen la dialéctica conciliadora de los contrarios, motivada por actos y reflexiones libres que desatan el nudo de la necesidad; pero lo son asimismo, de modo implícito, aquellas donde la conciliación no sobreviene, pues les están pidiendo a los espectadores las determinaciones que ellas no muestran. He escrito en ocasiones anteriores que toda tragedia postula unas Euménides liberadoras, aunque termine tan desesperadamente como Agamenón. Acaso el mismo autor escriba esas Euménides, como hizo Esquilo; y cuando el autor no las escriba, el espectador habrá de imaginarlas. No otro ha sido el hondo propósito del autor, incluso si le faltó la conciencia de tenerlo.

Si esto es así, la especulación en torno al sentido de lo trágico se complica; pero nunca se ha dicho que el problema fuera fácil. Cuál resultaría ser este sentido intrínseco, no coincidente con el del drama, es cuestión cuyo debate habrá de continuarse. Ya no residiría en la imposibilidad de conciliación, en el imperio de la necesidad, en la falta de futuro. Otras connotaciones más exactas habrían de sustituir a estas. Entre tanto, y aunque no agote todas las facetas de lo trágico, puede señalarse, creo, como signo revelador de la tragedia el de la problemática de la esperanza. La esperanza del desesperar y la desesperanza del esperar serán, entiendo yo, las que hallaremos en toda tragedia digna de tal nombre.



Plenitud trágica de García Lorca.- Y a ese indicio decisivo aludí antes, como columna vertebral del teatro lorquiano. Del teatro y de su autor, pues lo es de todo hombre. Lo sepa o no, todo hombre es trágico. Federico lo sabía bien y por eso escribió tragedias; no por el prurito estetizante que algunos le achacan. En poemas tan tempranos como el Diálogo del Amargo o la Canción del Jinete se expresa ya, con muy directas palabras, el desgarro desesperanzado que la angustia de la esperanza origina. Dícese, por ejemplo, en labios del Amargo:


¡Me da una desesperanza! ¡Ay ya ya yay!



Él lo desea, pero intuye que nunca llegará a Granada. Y en la Canción del Jinete, reparemos en el sorprendente acento kafkiano de otro «Castillo» ansiado e inaccesible:


Aunque sepa los caminos
yo nunca llegaré a Córdoba.



Este anhelar y no obtener, agonía que acendrarán después sus farsas y sus grandes tragedias, acompaña año tras año al poeta y nos persuade de que estaba fatalmente vocado a escribirlas. Es su congoja personal la que palpita bajo la multiplicidad de los asuntos. Jean-Paul Borel ha cifrado en «el amor imposible» el final sentido del teatro lorquiano: nada más exacto27.

El lenguaje prodigioso, habla popular que, sin perder su aire, se transforma en singular creación poética; la talla de los personajes, son aspectos que refrendan la consistencia trágica del postrer teatro de Federico. El paso de la prosa al verso, y aun al canto, en las escenas corales, cumple funciones reflexivas equivalentes a la de los antiguos estásimos. Ni el coro de la tragedia ática ni estos fragmentos de Lorca son meros adornos: si ciertos helenistas han acusado a algunos estásimos corales de gratuidad, otros han sabido demostrarles que no habían comprendido su engarce con el tema y, la estructura de la obra, y los reparos a Lorca proceden de parejas incomprensiones. Pero tales momentos erigen, además, la escala por donde la tragedia adensa su poesía y se aproxima a la música, según la ley dinámica de todas las artes que enunció Walter Pater. Música que aún encierra la almendra de un propósito final: el del silencio o «música callada», que supera a toda palabra. Es el silencio invocado en La casa de Bernarda Alba como la verdadera tragedia que va a subsistir cuando la obra concluya y que no solo significa explícita represión social, sino, con ella, la mudez infinitamente expresiva del dolor trágico cuando los lamentos terminan. Esta vocación por la poesía, la música y el silencio -el cual vuelve a ser poesía y música inexorables-, puede ostentar en las tragedias formas definidas; mas no hay razones válidas para achacar a la obra una menor pureza trágica, o simplemente estética, cuando ello sucede. Y el tópico que afirma la creciente perfección del teatro de Corea a medida que abrevia sus fragmentos líricos debe someterse a revisión; pues si es cierto que, por razón natural, su teatro fue creciendo en calidad, es torpe suponer que sus momentos versificados carecieron de necesidad dramática. No se entendieron así en los años lejanos que nos trajeron la novedad de su teatro, sino, por el contrario, como la recuperación de una estructura escénica saturada de autenticidad y largamente abandonada. Son las peculiares necesidades expresivas de cada obra las que reclaman o eluden esos lirismos, a los que solo pueden tildar, en las obras que en ellos abundan, quienes, por negarse de antemano a toda receptividad, permanezcan insensibles ante su poderoso efecto catártico.

Viva poesía desde la primera palabra al último silencio, las obras de Federico trasladan a quien las reciba sin prejuicios el sobrecogimiento de la esperanza que desespera, signo de la tragedia. Presente en tantos de sus poemas, se potencia en los encuentros y desencuentros de Así que pasen cinco años, en la catástrofe nupcial de Bodas de sangre, en el hijo que nunca llegará de Yerma, en el hombre que nunca llegará de La casa de Bernarda Alba.

Y, con singularísimo acierto, en Doña Rosita. Pues quizá no haya, en todo el teatro universal, tan soberana glosa de la esperanza trágica como la que compendia, en el acto final, el sentido de esa obra. Junto al antiquísimo fragmento transcrito de Prometeo y el de Anouilh en su Antígona, este momento lorquiano completa el más significativo trío antológico que se pueda espigar en los textos trágicos acerca del magno problema.

El parlamento a que aludo tenía ya, en ciertos versos de Mariana Pineda, claro antecedente, revelador de la obsesión de Federico al respecto. Helo aquí:


¿Por qué no lo dijiste? Yo bien que lo sabía;
pero nunca lo quise decir a mi esperanza.
Ahora ya no me importa. Mi esperanza lo ha oído
y se ha muerto mirando los ojos de mi Pedro.



Diez años después, doña Rosita vierte palabras, si muy semejantes, harto más desgarradoras y bellas:

Yo lo sabía todo. Sabía que se había casado; ya se encargó un alma caritativa de decírmelo, y he estado recibiendo sus cartas con una ilusión llena de sollozos que aun a mí misma me asombraba. [...]

Ya soy vieja. Ayer oí decir al Ama que todavía podía yo casarme. De ningún modo. No lo pienses. Ya perdí la esperanza de hacerlo con quien quise con toda mi sangre, con quien quise y... con quien quiero. Todo está acabado... y, sin embargo, con toda la ilusión perdida, me acuesto, y me levanto con el más terrible de los sentimientos, que es el sentimiento de tener la esperanza muerta. Quiero huir, quiero no ver, quiero quedarme serena, vacía... (¿es que no tiene derecho una pobre mujer a respirar con libertad?). Y, sin embargo, la esperanza me persigue, me ronda, me muerde; como un lobo moribundo que apretase sus dientes por última vez.



Declarar fallecida la esperanza y afirmar acto seguido que aún muerde porque solo está moribunda es humana contradicción que revela, hasta por la profunda sinceridad de los leves desaliños y cacofonías del texto, la verdad de la esperanza trágica. Como nadie literalmente, nadie- lo ha hecho. solo a un gran poeta trágico le podía estar reservada la certera expresión de esa ambivalencia fundamental.



Plenitud social.- El contradictor tenaz alegará todavía que, si bien las obras de Lorca son grandes tragedias humanas, enmascaran los problemas sociales condicionantes de los conflictos individuales en ellas expuestos. Reiterará que, si Valle-Inclán sustituyó la forma trágica por el esperpento, lo hizo por percatarse de esa insuficiencia de lo trágico.

Afrontemos esa objeción, que nos sitúa ante un importante problema de la sociología de la literatura: el de la transparencia crítica de la obra literaria en relación con su eficacia crítica. Problema resuelto en principio, pues hace tiempo que se admite la normalidad literaria de la expresión oblicua de las cuestiones generales e incluso la superior fuerza de la crítica indirecta que entraña. Pero el temor de que tales modos implícitos dificulten la comprensión del panorama social es tan grande que, en la práctica, se suelen aplaudir las imágenes literarias que ahorran perplejidades y dejan despejada la vía de la posible solución aplicable a los problemas descritos. Si se reconoce que la explícita dialéctica social puede expresarse median te implícita poesía, el riesgo de confusión que el complejo lenguaje del arte lleva siempre consigo determina que muchos partidarios de la responsabilidad social de este acepten de mala gana tal peculiaridad: solo la razón ilumina nuestros problemas y también el arte debiera dirigirse, con la mayor claridad posible, a la razón del público. De ahí la inclinación a la inequívoca alegoría más que al multivalente simbolismo; la desconfianza ante los conflictos individuales por considerarlos disfraces de los colectivos; la presunción, en fin, de que la sátira de Valle es revolucionaria y la tragedia de Lorca es burguesa.

Actitud socialmente sana, queda por saber si lo es asimismo artísticamente. Pues también nuestra razón nos obliga a comprender que el modo de influir la obra de arte en el hombre no es solo racional, y que su directa llamada a nuestros fondos más oscuros es, por lo menos, tan importante como su apelación al raciocinio.

Las valoraciones estadísticas y los instrumentos analíticos de estas formas de influjo, en suma confusas, pero enormemente activas, son aún, sin embargo, muy precarios. El profesor Borel me ha Hablado de ciertos cuestionarios ideados para explorar la influencia subliminal de la literatura. Un mismo repertorio de preguntas, sin relación directa con la obra a leer, le es sometido al sujeto de la experiencia antes y después de su lectura del texto elegido, para comparar e interpretar las leves o grandes diferencias de las dos respuestas a cada pregunta. Él y yo comentamos que el método es pobre aún, pues no puede anular la memoria de las primeras respuestas ni la propensión a no variarlas al dar las segundas, y yo le sugerí que estas últimas al menos habrían de contestarse quizá bajo hipnosis, lo cual suscitaría, sin embargo, otros inconvenientes... Cuestión intrincada, como se ve, la de elucidar el verdadero influjo de la obra de arte en cada hombre. Pero el problema debe acometerse con rigor, y no mediante esquemas someros.

El sociólogo de la literatura sabe que sus especulaciones resultarán elementales, cuando no erróneas, al no poder sistematizar todavía esta inmensa zona de los dinamismos subconscientes. Pero, cutre la resignación a un largo silencio provisional y la elaboración de hipótesis rudimentarias, no tiene más remedio que optar por lo segundo si quiere poner algún cimiento lógico a su ciencia incipiente. No se le oculta la inexactitud de los esquemas sociológicos así originados, que pueden y deben usarse, no obstante, como simples auxiliares del trabajo. Pero la legión de los simplificadores se apresura a hacerlos suyos y, abusivamente manejados, los convierte en verdades irrebatibles. A guisa de ejemplo citaré solo uno de los más difundidos, pretendidamente dialéctico y de hecho fatalista. Es aquel que, dados los condicionamientos ideológicos de clase, deduce de ellos la imposibilidad de que un público burgués dispense su aquiescencia a una obra antiburguesa. Como la realidad lo ha desmentido a menudo, el esquema se retoca en cada caso: o bien la obra parece antiburguesa, pero no lo es, o bien, siéndolo, posee incentivos especiales por la oportunidad de su tema, por su escenificación, su interpretación... o su ingreso en las pálidas nóminas del clasicismo. Tales explicaciones andan lejos todavía, sin embargo, de una rigurosa valoración sociológica de las obras. Pues parten de suponer suficientemente claros los significados de estas y asimismo clara, o al menos intuitivamente atinada, su comprensión por un público al que se atribuye lúcida y unánime conciencia clasista. De hecho, todos estos factores son hartó más variables y opacos: In trama de significaciones de una obra mínimamente compleja es de difícil racionalización para el espectador corriente y el influjo de In obra a dos niveles -conciencia y subconciencia quizá sea anti tético en casi cualquier espectador, haciendo de cada uno de ellos dos hombres en contradicción y provocando finalmente en no pocos, no ya una conciencia, sino una «mala conciencia» de clase que les lleve a aprobar lo que ven, aun a regañadientes, para demostrarse a sí mismos su amplitud de criterio o porque una secreta confianza en el status social que apoyan les mueve a pensar que no va a tambalearse por lo que se vea en los escenarios. Creer que no nos gusta lo que hondamente nos aferra; aplaudir de buena fe algo sin notar que íntimamente nos desagrada, son reacciones habituales frente a la obra de arte, y no solo en cuanto a su sentido social, sino ante sus formas estéticas.

Por ser tan delicado el análisis sociológico del arte y de los dinamismos psíquicos que induce, la agudeza que requiere -ausente por lo común de las toscas simplificaciones de nuestros días ha faltado también ante las tragedias de Lorca. La acusación de inconsistencia social que han padecido no se debe a que fuesen oscuras, sino a esa exigencia desmedida de claridad sociológica nacida del temor a la confusión de ideas que puede motivar toda creación compleja. Por eso se declaran inequívocamente superiores aquellas otras que, como los esperpentos valleinclanescos, conjugan felizmente la nitidez crítica con una elevada calidad artística. Pero no siempre es más certera una visión sociológica más explícita, cuando del arte se trata, y si la aceptación que hoy recobran en el teatro ciertas alegorías satíricas -más simples y menos humanas, por supuesto, que los esperpentos de Valle- complace a los partidarios de un arte didáctico y al alcance de la mente más sencilla, también podría favorecer la proliferación de obras superficiales que, por serlo, resultasen inanes.

La paradoja del ataque sociológico sufrido por el teatro de Lorca es la de haber sido dirigido a obras que, lejos de ser confusas, eran notables ejemplos de arte social bien entendido, cuyo firme equilibrio entre la consciente denuncia que envolvían y la densa expresión del dolor de unos cuantos seres concretos descubría la mano de un autor nada indiferente al alcance social del teatro. Es oportuno al respecto recordar un inteligente ensayo del profesor español Francisco Olmos García, crítico literario de nota allende fronteras, cuyos enfoques ideológicos, definidamente antiburgueses, contemplan la dramática lorquiana de modo muy distinto al de sus detractores del interior. En su trabajo acerca de García Lorca y el teatro clásico28 dice, entre otras finas observaciones:

La tragedia de Bodas de sangre es la consecuencia del conflicto engendrado por la diferencia social de los protagonistas principales. Dos jóvenes..., «dos buenos capitales» contraen matrimonio. La novia quiso años atrás a otro hombre, Leonardo, pero rompió con él porque según el mismo Leonardo «dos bueyes y una mala choza son casi nada». [...] El carácter venal e hipócrita de ese matrimonio... [...] es lo que Lorca denuncia -en este caso concreto- al hablar de «morales viejas o equívocas».



El tema principal de este trabajo del profesor Olmos es el de la diferencia existente entre el dramaturgo Lorca, «ardiente apasionado del teatro de acción social», según palabras del mismo poeta, y los dramaturgos de los Siglos de Oro, a quienes, salvo pocas excepciones, «lo único que les importaba era asegurar la intangibilidad del orden existente». Tan fundamental discrepancia pone de manifiesto el carácter solamente superficial y formal de las huellas lopescas o calderonianas que se han advertido en el teatro de Federico.

En términos concretos -asevera Olmos García- en este aspecto podría decirse que el teatro del XVII es cómplice de la sociedad que lo inspira y sufraga. El teatro de Lorca es solidario de las víctimas de esa sociedad en el siglo XX.



A la observación transcrita acerca de Bodas de sangre se suman, en el mismo estudio, consideraciones parecidas e igualmente certeras ante Mariana Pineda y Doña Rosita. Y aunque, por la índole del trabajo, este no se explaya en la significación de las restantes tragedias lorquianas, podemos nosotros reconocer en ellas la presencia de similares condicionamientos sociales no menos perceptibles. Con perfecta coherencia responden todas, en efecto, a aquella diáfana declaración del poeta invocada por Olmos y que dice literalmente:

El teatro es una escuela de llanto y risa y una tribuna libre donde los hombres pueden poner en evidencia morales viejas o equivocas y explicar con ejemplos vivos normas eternas del corazón y del sentimiento del hombre.



Es claro como el sol que las «morales viejas o equívocas» no solo destruyen a los protagonistas de Bodas de sangre, sino a Yerma y a su esposo; a Bernarda, su madre y sus hijas; a doña Rosita. Y quien no advierta en esas obras las notorias causas sociales de tales morales erróneas no es teatro lo que desea, sino catecismos sociológicos.

Pero ¿qué es lo que, con muerte o sin ella, aplasta la sociedad en las tragedias lorquianas? Pues las «normas eternas del corazón y del sentimiento». Dicho de otro modo: aquel ansia de justicia, libertad, dignidad y realización personal por la que nos sentimos humanos y a la que la injusticia colectiva se opone resueltamente. Pese a quienes lo niegan, las obras de Federico prueban bien que la configuración trágica de la crítica social no desmerece de la esperpéntica.

Aún se arguye, sin embargo, que el esperpento, incluso cuando su exacerbación lo deshumanice, será forzosamente más apto que la tragedia para la crítica sociológica porque la inundación sentimental que anega a lo trágico y lo melodramatiza casi siempre, como nuestra capacidad reflexiva y nos oculta el verdadero rostro de los problemas. Examinemos finalmente esa imputación, que ha llegado a ser comodín de críticos severos por lo difícil que es encontrar una tragedia carente de notas melodramáticas. Melodrama es el despectivo epíteto que han sufrido hasta algunas obras de Esquilo o Shakespeare; puede comprenderse con cuánta facilidad se habrá lanzado contra las de Lorca. Y el melodrama, aunque sea social, no puede darnos una correcta visión crítica de la sociedad: su irrealidad profunda y su vulgar sentimentalismo se lo impiden. Lo que alza a la tragedia sobre su propio melodrama es, justamente, la profundidad de su filosofía implícita y la calidad de las pasiones; admitamos de momento, no obstante, que el melodrama latente en lo trágico ofrezca en alguna medida los antedichos riesgos y concretémonos a averiguar si el esperpento, al menos en sus posibles degeneraciones, está tan libre como se asegura de tales peligros.

Un aspecto poco observado de la relación entre público y obra entraña, a mi ver, curiosas consecuencias melodramáticas no solo para el esperpento, sino para la farsa y hasta para algunas de las obras atenidas a la más fría didáctica. Una tragedia podrá parecer-nos muy melodramática, pero como el nivel humano de sus personajes y el nuestro es el mismo, siempre es posible que sintamos la crítica que encierra como una crítica dirigida a nosotros. Al teatro esperpéntico y de sátira social acaso le falten ingredientes melodramáticos pues, si bien los ostenta en ocasiones, lo hace con no disimulada ironía-, pero su relación con el público dibuja un inesperado melodrama: el de los «malos» -por pequeños y despreciables que hay en escena, y los «buenos», que somos los espectadores. Seres afortunados cuya estatura excede en mucho a los menguados palmos de los fantoches satirizados, nos burlamos de sus mezquindades desde la superioridad que automáticamente nos confiere la índole del espectáculo. El problema que esto plantea es de gran envergadura: habría que estudiar despacio hasta qué punto cada una de esas obras satíricas inculca en el espectador la engañosa idea, adormecedora de toda limpia autocrítica, de que es un juez infalible y ajeno a las debilidades de los personajillos que contempla. Si esta consecuencia es lo bastante general, suscitará la siguiente paradoja: obras animadas por un propósito de crítica social paralizarán la autocrítica social de los espectadores, complacidos por la oportunidad que se les da de sentirse pequeños dioses ante los monigotes de cualquier compadre Fidel.

Aun si así acontece, piensan algunos que este error conviene a posteriores fines: hay que ver en la sociedad un tinglado desbaratable con un buen soplo y a los títeres por ella deformados como a despreciables insectos, para que el espectador acorde con los planteamientos críticos de la obra se considere un Cid imbatible. Esta reacción de superioridad frente a los personajes ridiculizados serviría para despertar una moral de combate, mientras que la identificación compasiva con los personajes trágicos la debilitaría. El esperpento sería, por tanto, revolucionario, y la tragedia, burguesa. El problema, empero, es más complicado, porque una estimación erróneamente empequeñecedora del adversario socio-político originará errores en el modo de combatirlo. La sobreestimación acrítica de nuestra personalidad frente a las ajenas, reales o de ficción, quizá suscite fugaces ardores beligerantes, mas no aquella firme eficacia que solo el conocimiento y vigilancia de los defectos propios consolida.

Reconozcamos, pues, la salud social del esperpento de Valle -traumático para el espectador, repitámoslo, por el trágico temblor que también encierra; pero sin obstinarnos en negar, al servicio de un prejuicio ideológico, las terribles denuncias sociales que comporta la tragedia lorquiana.



Indicios del presente.- Si la crítica social directa encuentra adecuados cauces literarios en el expresionismo y la didáctica, la irrenunciable visión poética de la realidad los halla en el suprarrealismo. A los esperpentos de Valle se les ha considerado ejemplos de expresionismo español; algunas de las primeras tentativas dramáticas de Federico se inspiran en el suprarrealismo, cuya aventura -parcialmente aclimatada entre nosotros a través del ultraísmo- vivió el poeta con su generación. Ninguno de los dos estilos personales a que llegaron Valle y Lorca se define por ambas corrientes, pero algo les quedó a los dos escritores de su propensión medular. A Valle, el sentido de lo grotesco; a Lorca, el sentido de lo mágico. Ganadora la fórmula esperpéntica de nuestra adhesión intelectual durante los años últimos, el desvío ante la magia lorquiana era inevitable. Mas he aquí que, en la literatura más reciente, se ha recrudecido una magia suprarrealista que Federico habría aprobado. Sospechosa de irracionalidad, hállanla también no pocos socialmente regresiva; pero, en su ruptura de formas lógicas, advierten otros una crítica social más explosiva que ninguna otra. Si la didáctica invocaba en el teatro el magisterio de Brecht, las nuevas tendencias descubren el de Artaud. La pugna entre ambas corrientes es áspera: sus más radicales seguidores acúsanse mutuamente de reaccionados. Lamentable guerra, que opone objetivos críticos muy semejantes y que los mayores creadores del teatro actual intentan superar mediante integradoras síntesis.

Desde su inclinación mágica, Lorca respondió al expresionismo de Valle Inclán con un teatro trágico que también buscaba una síntesis superadora, no solo de la mirada demiúrgica del esperpento, sino de la extrañeza suprarrealista. En ese sentido debemos entender, creo, ciertas palabras suyas que es obligado citar. En sus «Declaraciones sobre teatro», hechas a Felipe Morales en 1936, dice así:

Yo en el teatro he seguido una trayectoria definida. Mis primeras comedias son irrepresentables. Ahora creo que una de ellas, Así que pasen cinco años, va a ser representada por el Club Anfistora. En estas comedias imposibles está mi verdadero propósito. Pero para demostrar una personalidad y tener derecho al respeto, he dado otras cosas.



La ingenuidad de tales palabras no le favorece enteramente. O no lo vio, o despreció el riesgo de que se interpretasen como la confesión de haber abandonado su auténtico camino para obtener la aprobación del público mediante obras insinceras. Los críticos adversos al teatro lorquiano podrían apoyar sus acusaciones en esta declaración del poeta. También yo la creo desafortunada, mas no porque revele supuestas debilidades de conducta literaria, sino por no reflejar bien lo que su teatro significó para el propio Federico. Suponiendo que el periodista recogiese fielmente sus palabras, tal vez Lorca mostrase en ellas uno de esos momentos en que los escritores valoramos con severidad cuanto hemos hecho, al compararlo con lo que quisimos hacer. Pero cuando es un gran escritor quien así se manifiesta, su obra nos retira el derecho de considerar declaraciones de ese tipo como el reconocimiento de una dejación insincera. La trayectoria del teatro de Lorca, quien, en una anterior entrevista del año 1934, afirma verla «perfectamente clara» una vez escritas Bodas de sangre y Yerma, no transita de la autenticidad a la mentira, sino del atrevimiento a la madurez creadora. Si dio «otras cosas» para «tener derecho al respeto», también eran, como hemos visto, muy suyas. Lorca trasciende en ellas el suprarrealismo de Así que pasen cinco años, pero conserva la mágica luz interior que no dejará de guiarle.

En ese mismo sentido, muéstranse en el teatro del presente indicios sorprendentemente lorquianos. Sin abandonar la crítica social, las avanzadillas escénicas restablecen la extrañeza estética, la metáfora, la danza, la atmósfera sonora; bajo la impronta del Living Theater, de Grotowski, de Brook, Roy Hart, Lavelli y otros, los escenarios se pueblan de alaridos báquicos, de audaces ritmos corporales, de torsos desnudos y cabellos encrespados... Formas similares unas veces y distintas otras de las lorquianas, pero que coinciden con estas en el resuelto propósito de recuperar la mirada «en pie». Todos esos personajes, orgiásticos y doloridos, en titánica torsión contra las ligaduras que coartan su ansia de liberaciones absolutas, podrán resultarle muy raros al buen burgués que los contempla, pero su dimensión vuelve a ser humana. Y si este los halla tan desconcertantes es porque es su estatura la que se ha reducido. En su deseo de total renovación, los experimentos más osados entre los que se acaban de citar ni siquiera intentan una nueva tragedia, género demasiado saturado de cultura. Pretenden recobrar el arcaico estallido que la originó: el ditirambo. Pero, tarde o temprano, el ditirambo no puede conducirles a otra cosa que a la tragedia, pues el Dionisos que lo posee termina por comprender que, para ser realmente Dionisos, habrá de aunarse -y ese es el secreto de lo trágico- con la mesura apolínea29. Cuando ello suceda, Lorca los estará esperando como un antecedente inadvertido.

O, quizá, no tan inadvertido. En los escenarios de Madrid hemos visto esta temporada la oculta armonía que rige a aquellos dos callados adversarios que fueron don Ramón y Federico. Luces de Bohemia y Yerma convocaban con pareja fuerza a un mismo público juvenil. Pero Yerma era, además, espectáculo puesto en pie por un director de prestigio internacional, cuyas concepciones se hallan más próximas al movimiento dionisíaco de nuestros días que el esperpéntico. Y no es casual que, al asumir la dirección de esa obra, diese ya el paso que conduce del ditirambo a la tragedia. Su debatida escenificación habrá podido parecer, en algunos aspectos, contraria a las normas trágicas o a las lorquianas; yo veo en ella, sobre todas sus felices invenciones, el reconocimiento de la vigencia de un excepcional texto trágico, respetado hasta la última coma. Pues a los grandes textos terminan por regresar hasta los supuestos destructores de los textos30.

Para concluir con estos indicios del presente me referiré a un acontecimiento teatral español de gran formato, cuya difusión mayoritaria no ha sido, por desgracia, permitida. El Oratorio del Teatro Estudio de Lebrija, espectáculo celebrado en el extranjero y aplaudido en España por quienes tuvimos el privilegio de verlo, era la creación popular de un grupo hispalense lleno de verdad social y artística hasta en sus pequeñas imperfecciones. Ignoro si se ha dicho, pero Federico estaba tras aquello. Realizado por sureños de corazón gemelo al del poeta, el Oratorio parecía otra obra lorquiana, donde tampoco faltaba, como en las del inmortal granadino, la denuncia social, más explícita sin duda, pero no más vigorosa; el hondo sentido trágico; el canto y la música dolorosa de la legión; las ceremonias corales. Y en todo momento, la shakespeariana mirada «en pie»: la patética identificación de cada uno de nosotros con aquellas criaturas laceradas, con aquellos atropellos y muertes, no sufridos por las marionetas del bululú galaico, sino por hombres iguales a quienes los mirábamos. Estábamos, sin embargo, ante una de las sátiras sociales más revulsivas que se hayan podido presentar en nuestra escena, y así lo ha dicho la crítica más atenta a la responsabilidad sociológica del teatro.

Si Brecht y Artaud son armonizables, aún más lo son Valle-Inclán y García Lorca, bastante más cercanos de lo que tal vez creyeron ellos mismos. Si Federico opuso la mirada «en pie» y la tragedia a la mirada demiúrgica y al esperpento, ya en este había mirada «en pie» y tragedia. Tal es la melancólica, provechosa lección aplicable a ciertas incomprensiones actuales, favorables al primero y adversas al segundo, que me ha parecido encontrar en las grandes obras de Federico García Lorca, Miércoles de Ceniza no menos precioso para el futuro de nuestro teatro que el formidable Martes de Carnaval logrado por don Ramón María del Valle-Inclán.



Federico entre nosotros.- Mis preguntas a la obra de Federico, en relación con el tema hoy candente del esperpento, acaban aquí, pero su teatro no termina cuando yo termino: continúa vivo porque trajo vida a nuestra escena. Y vida es, también, lo que desearíamos seguir viendo cuando recordamos a su autor. En el teatro de este salón quisiera atreverme, como en las tragedias de Shakespeare y para que el reparto de la representación se complete, a la invocación de un espectro. Y al pasar mis ojos por el severo con junto de vuestras presencias, imagino entre ellas la de un hombre de setenta y tres años, de mirada aún joven, cuyo indumento apenas corrige su aire entre desenfadado y tímido. Lo veo entre vosotros porque, de algún modo, aquí se encuentra; ha llegado a su vejez armoniosa, ha regalado a España mucha otra poesía y teatro; sus amigos presentes lo miran de tanto en tanto y acarician el recuerdo de aquellas lejanas contiendas, incruentas y bellas, que a él y a otros poetas coetáneos depararon, años después, la subida a este estrado. Y él, con sonrisa ya serena y todavía infantil, se dispone a recibir a su vieja prometida la muerte, que ya nada esencial le robará cuan do quiera arrebatarlo. Sí: parece hallarse aquí, sonriendo a todos, y acaso más tarde comente en la biblioteca, con su andaluz gracejo, la castellana sequedad de mis palabras...

Pero no es más que un espectro. Lo que pudo y debió ser, no será. Perdonad si he pretendido suscitar ese amable fantasma; tened por cierto que no he buscado ningún morboso efecto escénico al intentarlo. Pero yo, pobre autor de teatro a quien el azar respetó la vida, no puedo incorporarme al puesto que me habéis discernido sin expresar la angustia de esa ausencia y el dolorido anhelo de que, precediéndome, se sentase entre vosotros esa sombra imposible.

Muchas gracias.





 
Indice