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Gracián, un estilo

Francisco Ynduráin Hernández




ArribaAbajoIntroducción

Al estudiar un autor, sea en su estilo, sea en sus temas o en cualquier otro aspecto, parece conveniente situarlo en contraste con su ambiente y posibles precedentes. Y esto no tanto por la determinación de influencias, pues éstas son casi siempre electivas, como por buscar y hallar calidades diferenciales individuales. Sin embargo, en estas notas no se va a prestar atención apenas a las vinculaciones de Gracián con el Barroco, porque uno teme siempre a la multivocidad del término, ni con otras categorías de menos radio, como el conceptismo. Sencillamente, se trata de registrar e interpretar algunas de las peculiaridades estilísticas del jesuita aragonés en cuanto índice de una mentalidad. En cualquier caso, no podemos olvidar que nuestro autor, en quien concurren el creador y el teorizante de la expresión literaria, se formó en un medio muy caracterizado por su neoaristotelismo en lo preceptivo, como se ha visto confirmado por el P. Batllori en los estudios «La preparación de Gracián, escritor, 1601-1635», «Gracián y la retórica barroca en España» y «La barroquización de la ratio studiorum en las obras y en la mente de Gracián» (recogidos los tres, posteriormente, en el tomo Gracián y el Barroco, Roma, 1958). Desde mucho tiempo atrás nos había tentado la idea de buscar en el sistema de enseñanza jesuita, en sus progymnasmata y exercitationes, una de las raíces del estilo gracianesco y aun del conceptismo hispano. Ahora, gracias al P. Batllori, sabemos con precisión que esa ratio studiorum desde el curso 1598-1599 está dentro de la corriente retórica aristotélica, como lo está la Agudeza y Arte de Ingenio. Por otra parte y para una más extensa ilustración del problema del aristotelismo en el Barroco europeo, puede verse el amplio estudio de Guido Morpurgo Tagliabue «Retórica e Barocco», en Atti del III Congresso di Studi Umanistici (Roma, Fratelli Bocea Ed., 1955, pp. 119-195). En los estudios citados quedan superados y subsumidos en lo valioso otros anteriores, como el de Croce, «I trattatisti italiani del conceptismo e Baltasar Gracián», donde rehace y ajusta anteriores apreciaciones sobre la materia (véase en Problemi di Estética. Saggi filosofici, I, Bari, 1940). En las líneas que siguen, se han tenido en cuenta los estudios citados, aunque sólo como referencia remota y no siempre con asentimiento.

También dejo de lado el relacionar nuestro escritor y el conceptismo hispano con la extendida mutación de gusto literario que se ha operado en Europa al filo del seiscientos; me refiero a la sustitución de la anterior ejemplaridad de la prosa ciceroniana con su amplia andadura, por la más breve y cortada de Séneca y Tácito, al igual que sucedió con los padres de la Iglesia, en el relevo de Lactancio por Tertuliano. El fenómeno puede seguirse, por ejemplo, en Gilbert Higet, The classical tradition. Greek and Roman influences on Western Literature. De la autoridad incontestada del estilo ciceroniano en el Renacimiento, se ha venido a buscar modelo en los Tratados morales de Séneca y en las Historias de Tácito. Dentro de estas tendencias, generalizadas, se marcaron dos corrientes: la del «período suelto» -como en nuestro Solís- en que las oraciones, breves, van ligadas por conexiones ligeras, como al acaso y sin cuidado por la simetría, y el «período cortado», sin enlaces gramaticales, que el lector ha de suplir, con una apretada ligazón conceptual, frecuentes antítesis y juegos de palabras. Aquí nos encontraremos con Gracián. Pero es el caso que no sólo en el área romance más conocida y familiar de los nuestros sino en otras lenguas, como la inglesa, se da también el mismo fenómeno. Tengo presentes «Senecan Style in the seventeenth Century», de G. Williamson (Phil. Quarterly, XV (1952), pp. 321-351), y «The Baroque Style in Prose», de Morris W. Croll (en Studies in English Philology. A Miscellany in Honor of F. Klaeber, Minneapolis, 1929).

A partir de 1610 está vigente el anticiceronianismo en el estilo literario inglés: Polonius, por ejemplo, sigue la moda cuando dice «brevity is the soul of wit», que Gracián hubiera suscrito. Contra este fondo cultural, retórico y literario, teniéndolo a la vista, se ha elaborado la interpretación que sigue. Para cuyo aparato documental se ha acudido al Gracián de los Tratados, especialmente al Oráculo manual, menos a El Criticón, y no se han tenido en cuenta El Comulgatorio ni sus cartas y otros escritos.






ArribaAbajoRitmo binario

La lectura de Gracián nos deja la impresión de que su prosa se mueve en estructuras binarias, variando el tipo de enlace de ambos miembros, pero con una insistencia abrumadora de aquellas entidades dobles. (Luego, al contrastar esa impresión en un examen más detenido, el resultado es que, en efecto, la inmensa mayoría de las frases gracianescas se articula en un ritmo dual o bimembre: y ese examen arroja resultados estadísticos realmente impresionantes). No he de ocuparme en tratar de ver hasta qué punto ese juego tiene antecedentes senequistas o ciceronianos, pues en ambos estilos se encuentra el esquema binario. Ni me es posible entrar aquí en el recuento de las articulaciones sintácticas de nuestro idioma que responden a otras tantas articulaciones mentales de tipo bimembre. Este examen de estructuras sintácticas no podría hacerse sin tener a la vista el enorme arrastre de siglos de cultura que ha venido ordenando sus ideas en grupos dobles, contrastados muchas veces. Bertrand Russell (History of Western Philosophy) ha observado que el mundo medieval se caracteriza, en contraste con el de la antigüedad, por varios rígidos dualismos: clérigos/legos, latinos/germanos, reino de Dios/reino del mundo, espíritu/carne, alma/cuerpo; y éstos sin contar los que proceden del pensamiento clásico: idea/objeto, razón/sensación, etc. El filósofo americano Dewey ha dedicado una buena parte de su obra a desmontar lo que hay de simplificaciones mentales en tantas parejas conceptuales como aparecen en el pensar tradicional. Hay aquí un problema de tan amplias conexiones que desborda nuestro campo de interés. Pero no podemos menos de señalar la reiterada presencia en la prosa de Gracián -en sus hábitos mentales- de este enfoque dual: una y otra vez nos encontramos con lo bueno y lo malo, lo material y lo formal, la verdad y la mentira, el sí y el no, el ser y el parecer, lo útil y lo dulce, la alabanza y el vituperio...

Especialmente en los tratados y más aún en esa quintaesencia de éstos que es el Oráculo manual, nos hallamos con fórmulas estilísticas bimembres tan repetidas que, si su ingenio siempre alerta no las aguzara, llegarían a causar enfado. Tal estructura suele ir reforzada por un riguroso paralelismo en palabras y funciones de éstas, por el eco de asonancias y similicadencias, a manera de memorialín y para efectos de más segura y duradera impresión. Así, «Pagarse más de intensiones que de extensiones», «La infelicidad es de ordinario crimen de necedad», «Compite la detención del recatado con la atención del advertido», «Altérnese la calidez de la serpiente con la candidez de la paloma», repetido en «La calidez de Pitón contra la candidez de los penetrantes rayos de Apolo», aunque con distinto sentido en «candidez».

En períodos de más compleja organización también se articulan sus miembros por parejas. Valga por muchos este ejemplo: «Sea, pues, tan señor de sí y tan grande que, ni en lo próspero ni en lo adverso, pueda alguno censurarle perturbado, si admirarle superior». Donde hay una estructura general bimembre articulada en la ponderación tan... que, y luego cada miembro se subdivide, a su vez, en otras parejas netamente contrapeadas.

De las varias maneras de conexión entre los miembros de estas construcciones, parece la más usada la antitética. Es la antítesis procedimiento favorito en el llamado «estilo de ideas». Según Bally, (Linguistique genérale et linguistique française) la antítesis no es sino consecuencia y sistematización de la tendencia de nuestra mente, que nos lleva a oponer las nociones. Si la lengua no tiene una disposición tan esquematizada en estructura y léxico, el escritor tiene que forzar los recursos, si no inventar otros dentro del sistema. En Gracián hay, en efecto, una constante voluntad de forma que tiende a montar la expresión dentro de ese artificio. Por otra parte, Aristóteles había advertido la excelencia de la forma antitética. Al tratar del período (Retórica, III, VIII) distingue entre el que consta simplemente de partes y el que las ofrece en oposición entre sí: este segundo se llama «antítesis» y sus partes, «antíteta», y puede llevar una tercera que las resuma: «El uno ha conseguido gloria, el otro, riqueza: ambos con mi ayuda». En su opinión, son más aceptos estos períodos porque «no sólo aparecen las partes mejor contrastadas, sino porque llevan consigo una cierta apariencia de aquella especie de entimema que lleva a la imposibilidad». Y en otra ocasión propone el embellecimiento de un pensamiento, precisamente por el enunciado en forma de antítesis: es el tan repetido ejemplo de «Se debe morir cuando no se ha pecado», ni bello ni agudo, perfeccionado en «Digno es de morir quien no es digno de morir». Hoy pensamos que dos expresiones de un mismo pensamiento son dos cosas distintas y no aceptamos el ornato como algo meramente adventicio. El caso es que Gracián parece tener en cuenta las ideas aristotélicas si nos atenemos a la profusión con que maneja la antítesis, como puede verse en algunas muestras. La oposición seguida de resumen: «Hase de hablar lo bueno y obrar lo muy honroso: la una es perfección de la cabeza, la otra, del corazón, y entrambas nacen de la superioridad del ánimo». Mucho más frecuente es el movimiento inverso (enunciado general, bifurcado en disyuntiva): «Todo vencimiento es odioso, y del dueño, o necio o fatal»; «Sin entendimiento no se puede vivir, o propio o prestado»; «[La Fama]... anda siempre por extremos, o monstruos o prodigios de admiración».

Y tal vez se ordena la simetría en un despliegue reflejo, como en esta caracterización del «Hombre juicioso y notante»: «Señoréase él de los objetos, no los objetos de él», en que si tomamos no como eje de simetría, cada miembro se repite en orden rigurosamente inverso, como visto por reflexión.

El ritmo binario se combina con más redomado artificio en la figura del quiasmo (genialmente interpretada por mi maestro, D. Francisco Maldonado, «Lo fictivo y lo antifictivo en el pensamiento de S. Ignacio de Loyola»): «Hanse de procurar los medios humanos, como si no hubiese divinos, y los divinos, como si no hubiese humanos», que repite, referido al Gran Capitán, de quien escribe: «Portábase en el palacio como si nunca hubiese cursado las campañas, y en campaña, como si nunca hubiera cortejado»; o más sencillamente enunciado: «Las cosas que se han de hacer no se han de decir, y las que se han de decir no se han de hacer».

Cuando el período consta de más miembros, no es raro que esa multiplicidad se someta a un ritmo dual, como en esta enumeración, caracterizadora del «Hombre notante»: «Nota acre, concibe sutil, infiere juicioso, todo lo descubre, advierte, alcanza y comprende». Claramente se ve que hay una doble articulación sintáctica, la de la serie «Nota acre...», y la segunda, «todo lo descubre...».

Cuando los miembros de enumeraciones son múltiples, suelen ir dispuestos en una oposición de dos conceptos. Así en «[La afición]... no sólo supone las prendas, sino que las pone, como el valor, la entereza, la sabiduría, hasta la discreción... Nace de ordinario de la correspondencia material en genio, nación, parentesco, patria y empleo; la formal es más sublime en prendas, obligaciones, reputaciones, méritos» (Oráculo, 112). Primer período, oposición entre supone y pone; segundo, entre material y formal.

Otras enumeraciones se cierran con un planteamiento bimembre tan ajustado en paralelismo antitético como éste: «Era máximo el señorío que ostentaba en los casos más desesperados, la imperturbabilidad con que discurría, el despejo con que ejecutaba, el desahogo con que procedía, la prontitud con que acertaba: donde otros encogían los hombros, él desplegaba las manos». Parece como si, habiéndose abandonado a la laxitud enumerativa múltiple, su mente necesitase del ceñido resumen antitético.

Esta estricta disposición de la prosa gracianesca se compadece muy bien con el carácter gnómico y sentencioso de sus escritos. Pues habla a la inteligencia y para fines prácticos, para formar y aleccionar en el modelo del Héroe, la expresión acuñada en tan riguroso troquel resulta un vehículo seguro, sin duda. De lo que ya no estamos tan seguros es de que ese único registro pueda llegar a tantos matices como la observación de la vida y del hombre nos ofrece. Pero Gracián es escritor de una sola cuerda y, en su juego, insuperado.

Todavía, y con ocasión de ver otras peculiaridades de su estilo, habrá de encontrarse nueva muestra de ese módulo dual que permanentemente lo regula. El P. Batllori, a quien tanto deben los estudios gracianistas, ha escrito que «las alternancias informan toda la concepción filosófica de Gracián. Tal vez proyectara en su obra literaria el proceso alternante de su misma vida interior y de su vida religiosa» («La vida alternante de B. G. en la Compañía de Jesús», Archivum Historicum Societatis Jesu, XVIII, 1949), y ha visto en Critilo y Andrenio «las dos proyecciones racionalizadas de su espíritu... tan insensible al mundo exterior» (ibíd.). Efectivamente, Gracián no tuvo atención para el mundo exterior -luego lo veremos desde otro ángulo- y su obra es pura construcción mental, que ha reducido el caos de las apariencias y aun el de la vida interior a ese esquema dual de conceptos y expresiones. He aquí un límite de nuestro escritor; y ya se sabe que, a las personas como a las cosas, son los límites los que nos definen, tanto como los contenidos.

Y, sin embargo, Gracián no desconocía otras cualidades del estilo, ni le eran extraños otros valores expresivos, aunque no los prodigara, atento a su intención ejemplificadora. El fino gusto de Alfonso Reyes recomendó hace muchos años el último capítulo de El Discreto, «Culta repartición de la vida de un discreto», como una de las páginas más bellas de nuestro gran Siglo. Lo es, ciertamente, y también una prueba de cómo Gracián sabía escribir con flexibilidad. Tal vez sea este tratado el de más refinada composición. En el cap. III, «Hombre de espera», se nos ofrece un pasaje de jugoso expresionismo: la idea de la calma, del sosiego que convienen al que espera, se desarrolla en una alegoría. Pero no es sólo mediante la representación sensible de la idea abstracta como se nos comunica esta idea: por modo más sutil se nos sugiere y presenta intuitivamente. Veamos: «En un carro y en un trono, fabricado éste de conchas de tortugas, arrastrado aquél de rémoras, iba caminando la Espera por los espaciosos campos del Tiempo al palacio de la Ocasión». Sí, mucho más eficaz que las figuras de tortugas y rémoras (la primera por demasiado trivial; por libresca, lejos de nuestra experiencia, la segunda) es esa sofrenada andadura del período, que se alarga lento en la rama de la prótasis, sabiamente retardada por la estructura sintáctica (tres pausas y dos mostraciones anafóricas de otros tantos pronombres), para descender majestuoso en la apódosis, donde encontramos un copioso número de sílabas largas, de las más largas que haya en español (T. Navarro Tomás, Manual de pronunciación española). Y todavía más. El texto sigue: «Procedía con majestuosa pausa, como tan hechura de la madurez, sin jamás apresurarse ni apasionarse; recostada en dos cojines que le presentó la Noche, sibilas mudas del mejor consejo en el mayor sosiego». Después de los tres diptongos que figuran en las cuatro primeras palabras, las larguísimas voces apasionarse y apresurarse, las frecuentes pausas que el régimen sintáctico exige, haciendo que se sostenga la expresividad fónica de lentitud, la última frase es un bello ejemplo de aliteración de sibilantes, casi onomatopeya, que adormece y sugiere intuitivamente el sosiego del sueño. Gracián aquí no ha sido indigno del garcilasiano «En el silencio sólo se escuchaba/un susurro de abejas que sonaba», recuerdo del virgiliano «Saepe levi somnum suadebit inire susurro» (Égl. I, 55). Pero este caso es un caso extremo y excepcional en la prosa de nuestro autor. No iban por ahí las preferencias del gran conceptista.




ArribaAbajoRégimen sintáctico

Se ha dicho que el estilo de Gracián es nervioso, musculado. En estas definiciones del estilo, tomadas metafóricamente de la anatomía, quiere indicarse que su prosa está, hasta donde es posible, libre de elementos inertes o pasivos y que, por el contrario, tiene una armazón activa de unidades plenas de sentido. En efecto, hay en nuestra lengua -no sólo en la nuestra, claro- palabras que por su carga significativa serían lo que músculos y nervios en un organismo; al paso que otras, desprovistas de un conspicuo contenido significativo, serían como adiposidades o excrecencias, simples articulaciones otras y vacías de contenido nocional. La máxima musculatura lingüística reside en nombres y verbos, que comportan siempre un significado. Menos activos son los adjuntos: adjetivos y adverbios. En fin, las partículas de relación -preposiciones y conjunciones-, desprovistas o despojadas de significación propia y destinadas sólo a indicar el engarce de las relaciones, son la parte inerte, un peso muerto hasta cierto punto: serían como las inserciones de músculos y nervios, las articulaciones, imprescindibles, por lo demás. (No se olvide que en la terminología gramatical del siglo XVII, «artículo» valía para estas palabras de relación). Y todavía, en lugar especial, quedan los pronombres, cuya función significante no apunta a nociones objetivas, sino a otras palabras dentro del campo de la expresión, o como ademanes mostrativos en un contexto social.

Pues bien, en la economía del estilo gracianesco predominan francamente las palabras llenas, nombre y verbos, y se eliminan siempre que es posible en el sistema los vocablos baldíos. Así nos explicamos mejor la repetida utilización de la figura llamada zeugma, que consiste en sobreentender una palabra cuando ha de repetirse en construcciones sucesivas: «No todas las verdades se pueden decir: unas porque me importan a mí, otras porque a otro»; «Todo lo favorable, obrarlo por sí; lo odioso, por terceros». La dificultad buscada por este recurso de concisión que, además, vuelve la atención del lector hacia atrás -más tarde veremos otro aspecto de este artificio- para suplir el verbo sobreentendido, puede ser mayor, como cuando no es exactamente la misma palabra la que ha de suplirse, sino otra de su misma raíz. Así en «A la salida de Francia por la Picardía, un hombre, que lo era y mucho», donde, sólo sabiendo que para Gracián pícaro es tanto como «natural de Picardía», podemos llenar de contenido ese pronombre usado predicativamente, lo. Verdad es que esta figura no es, ni mucho menos, patrimonio exclusivo de Gracián, ni siquiera de los conceptistas: es un juego de ingenio muy en favor dentro de la literatura del XVII.

Un rasgo típico es la supresión del verbo en construcciones nominales predicativas: «Hombre sin noticias, mundo a oscuras»; «Ciencia sin seso, locura doble»; o, por no citar más, el sabidísimo: «Lo bueno, si breve, dos veces bueno». En todos ellos se ha suprimido, por obvio, el verbo ser. En otros casos, la pausa que separa y articula los dos miembros marcando la suplencia verbal vale también para otros verbos, como en: «A linces de discurso, xibias de interioridad». Ya Hermann Paul (lo cito a través de Vossler en su Filosofía del lenguaje) había notado que las más diversas significaciones mentales pueden estar en esta estructura gramatical («Traduttore, tradittore»; «Ehestand, Wehestand»; «Bon capitaine, bon soldat»), no sólo la predicativa. Por supuesto, esta estructura tiene mucho de popular, pues se la encuentra habitualmente en refranes: «Abril, aguas mil».

La aposición nominal presenta algunos ejemplos notables. Me fijo sólo en aquellos que no suponen régimen ni función explicativa, sino calificativa, tales: «perfecciones soles»; «perfecciones luces»; «atributo rey»; «realce rey»; «mujeres tijeretas» (éste es el más complicado, por la alusión al cuento de la esposa empecinada en su «tijeretas han de ser»). El sintagma es enérgico en su estrecha concisión, y menos usual que las aposiciones nominales explicativas o epexegéticas. El segundo sustantivo, bien se advierte, funciona como adjunto adjetivado, lo cual es mucho más violento que cuando el sustantivo se toma como adjetivo en función predicativa: «es un sol», «es un rey», donde el artículo un facilita el paso del ser a la cualidad. Lo que no parece tan claro es la fortuna de aquel tipo de aposiciones, deliberadamente violentas y más llamativas que felices. Si recordamos que muchos nombres no son sino la cristalización de adjetivos -y así han nacido muchos nombres en español-, podemos interpretar ese uso gracianesco como un abreviatura metafórica, al pasar de la cualidad a la esencia.




ArribaAbajoJuego de tensiones y suspensión

En el movimiento del discurso hay, normalmente, un juego de tensiones que lleva nuestra atención ligada al desarrollo del sentido. Lo más frecuente es que la tensión sea de signo progresivo, hacia adelante; y no lo es tanto la tensión regresiva, que nos obliga a orientar la atención hacia atrás. La ligazón sintáctica entre los miembros del discurso puede reforzar el efecto tensivo, en una u otra dirección, al vincular el desenvolvimiento del sentido con palabras de relación que piden necesariamente un correlato. En Gracián pululan las estructuras sintácticas del tipo tan... que, tanto... que, no... sino, sí... pero no, antes de... que de, si en... mayor en. Ponderación, comparación, antítesis, arrastran aceleradamente la curiosidad tras la segunda parte que necesita el sentido para completarse. Cuando haya una enumeración, en el punto de máxima aceleración tensiva, que coincide con el penúltimo miembro y que la entonación subraya con semianticadencia, Gracián suele emplear un hasta que intensifica aquel movimiento.

Otro recurso para refuerzo de la tensión progresiva puede ser el dar en la prótasis un enunciado paradójico, con lo que se hace más acuciante la tensión que gravita hacia la apódosis, en busca de la explicación del aparente absurdo. Véanse dos ejemplos: «Vale más pelear con gente de bien que triunfar con gente de mal»; y «Más es la mitad que el todo, porque una mitad en alarde y otra en empeño más es que un todo declarado». La deixis catafórica, no sólo mediante pronombres -sería demasiado vulgar-, opera agudamente para crear el clímax de la tensión expectante: «Sabiduría conversable valióles más a algunos que todas las siete, con ser tan liberales». Y como ya hemos visto antes, es característico un enunciado general resuelto en disyunción, precedida ésta de catáfora: «El peligro de dar en uno de dos escollos: o de lisonja o de vituperio»; «No sirve el individuarse sino de nota, con una impertinente especialidad que conmueve alternativamente, en unos de risa, en otros de enfado».

La mostración anticipada, como la regresión que supone el zeugma, según se ha visto, o los correlatos sintácticos de apretada e inevitable secuencia no son sino otras tantas manifestaciones de un refinado gusto por un rejuego de fuerzas que dinamizan la frase, aun la más breve. Por otra parte, Gracián, que ha dicho las excelencias de las «suspensiones», maneja también el recurso de disponer las ramas de entonación con marcado desequilibrio, de donde se sigue por el suspenso del enunciado un mayor dinamismo en el movimiento de la frase. Así en ramas iniciales más breves: «Es la simpatía || uno de los prodigios sellados de la naturaleza»; o «Es la pasión || enemiga declarada de la cordura»; o «Si es posible || prevenga la prudente reflexión de la vulgaridad del ímpetu». Frente a éstas, el movimiento contrario, a majore, como en: «El primer paso del saber || es saberse»; o «El más poderoso hechizo para ser amado || es amar» (advertido por T. Navarro Tomás, Manual de entonación española). Tal vez invierte el orden enumerativo para intensificar la tensión, como en este caso, con suspenso inicial: «Es el oído || la puerta segunda de la verdad y principal de la mentira». Y otra vez hemos de volver a los enunciados generales, seguidos de una secuencia disyuntiva: «Merescen éstos [los prudentes] la asistencia al gobernalle, o para exercicio o para consejo»; «Nunca hablar de sí: o se ha de alabar, que es desvanecimiento; o se ha de vituperar, que es poquedad».

Recordemos todavía la marcada suspensión a que obligan construcciones del tipo «A linces de discurso, xibias de interioridad». En todas estas peculiaridades del estilo gracianesco, y en su insistente uso, se denuncia una intención de fundir el énfasis con la concisión, puestos ambos al servicio de una prosa sentenciosa cuya finalidad es tanto la belleza en el troquelado como la voluntad de alertar la atención y dejar una huella lo más marcada. Si observamos otros rasgos de esa prosa, podremos espigar nuevos recursos que conspiran a fines similares. Tal sucede con el reiterado empleo de la conjunción que, utilizada intensivamente en una conexión ambivalente, de causalidad y de consecuencia. El Oráculo manual proporciona el más denso ejemplario: «La necedad entra de rondón, que todos los necios son audaces»; «Fueron dignos algunos de mejor siglo, que todo lo bueno triunfa siempre»; y en el Criticón: «Pareció ir sobrepujando el riesgo, que a los grandes hombres los mismos peligros les respetan». El enunciado de verdades o principios de validez general, embebido en un sentido hortatorio, suele encomendarse al infinitivo, con esa doble significación congruente: «Tener buenos repentes», «Templar la imaginación», «No entrar con sobrada espectación», «Pagarse más de intensiones que de extensiones», «Conocer los afortunados para la elección, y los desdichados para la fuga», «No perecer de desdicha ajena»... y tantos más, que adoctrinan y exhortan desde las páginas del Oráculo.

La formulación de principios y la busca de cualidades eminentes para delinear arquetipos humanos de conducta, tal como se propuso Gracián en los tratados, llevan aparejado un variado repertorio de expresiones de naturaleza abstracta. Ya se ha notado el frecuente uso del infinitivo y a la misma intención se deben las numerosas abstracciones alegóricas, Necesidad, Ocasión, Verdad, estén o no personificadas. Súmense los adjetivos sustantivados mediante lo: «lo favorable», «lo odioso», «lo deleitable», «lo glorioso»; bien por el artículo, generalizado el, en sintagmas como: «el atento», «el discreto», «el puntuoso», «el satisfecho», en los cuales se ha efectuado una condensación de esencia y cualidad, fijando la idea fluctuante de ésta en la existencialidad del nombre sustantivo. La máxima extensión nominal se obtiene por la sustantivación de adjetivos: «los heroicos», «los sabios». De paso, advertiremos que Gracián está más atento para «el discreto» que para «la discreción», puesto que especula menos con las cualidades en abstracto que presentes y actuantes en el hombre. Ello no impide que encontremos abstractos de cualidad, de cuño original, tales como «la comunicabilidad», «la estudiosidad», «la raridad», «la incomprensibilidad», en que también el adjetivo ha cristalizado en sustantivo. No parece aventurado afirmar que en el léxico del jesuita dominan los términos abstractos en diverso grado de abstracción.




ArribaAbajoFormación de palabras

Creo que es un campo muy fecundo para el análisis del estilo de un escritor el de sus formaciones de palabras mediante los recursos que pone a su alcance el sistema de la lengua. La derivación, formación y composición son fuente abundante en nuestro idioma, tal vez más que en otras lenguas romances como el francés, de carácter más léxico que morfológico. Gracián crea por sufijación y prefijación palabras que, hasta donde se me alcanza, son nuevas, si no absolutamente, al menos con sentido nuevo. De la desinencia de participio de presente latino, generalmente descaecida en español del sentido originario, nuestro autor hace uso repristinando su contenido semántico: «hombre notante», «obligación apretante», por no citar más, de evidente significado activo. La intensificación del prefijo re- aparece en reagudo, reconsejo, revista (en oposición a vista), revulgo, repasión. Finalmente opone dos matices de valor en la propuesta de un hombre, «no hazañero, sino hazañoso», de los cuales el primero supone una nota peyorativa, como sucede en hazañería y figurería1. En otra ocasión arriesga un nuevo verbo en la nutrida familia de los en -izar, aunque con reservas: «No brilla tan ufano el casi eterno diamante... como soliza (si así puede decirse un hacer de sol) un augusto corazón». El neologismo no ha prosperado. Como resumen de esta corta enumeración de formaciones verbales, que habría de ampliarse y contrastarse más, he de insistir en cómo también aquí se observa la voluntad de intensión gracianesca y su propósito de hallar el «verbo no hinchado, que signifique, no que resuene»: los elementos formativos de las palabras aducidas llevan todos su carga significativa precisa y distinta.




ArribaAbajoLatinismos

Confieso que no es tan copiosa la lista de latinismos léxicos en la prosa de Gracián como había supuesto. Si «tal vez conviene la oscuridad para no ser vulgar», según nos dice, y entiende que «las cosas, para que se estimen, han de costar», tal vez el uso de latinismos venga estimulado por el deseo tanto de huir de lo en exceso patente como de apelar por transparencia a la cultura clásica de sus lectores. Así tenemos el verbo proceder, devuelto a su primer sentido, «avanzar», o el adjetivo genial, en «Más se pierde en un día genial que se ganó en toda la seriedad», o en «pies cursores». Antes hemos visto calidez y candidez. Más arcano es «Por decir una gracia os dirán un convicio», que se aclara hasta cierto punto por la mención inmediata de Cicerón, en quien convicium vale por «ultraje».

Lo que no abunda es el latinismo evocador de algún bello y famoso pasaje literario de los clásicos frecuentados, a la manera de los poetas renacentistas o de la prosa poética del XVI. El ejemplo que doy es más bien excepcional: «Y muchos que habían navegado con próspero viento de la fama y la fortuna, habiendo comenzado bien, acabaron mal, estrellándose en el vil acroceraunio de algún vicio» (Criticón). Fácilmente nos resuena aquí el «Infames scopulos Acroceraunia» de la sabida oda horaciana «Sic te diva potens Cipri» (Libro I, 3), convertido el nombre propio en apelativo. (Véase el estudio de Leo Spitzer sobre este cambio en RFE, XVII, p. 173).

Finalmente registraré una construcción marcadamente latinizante en el uso de adjetivos con función predicativa: en los ejemplos citados con otros fines, «nota acre, concibe sutil, infiere juicioso» y «sea, pues, tan señor de sí... que ni... pueda alguno censurarle perturbado, si admirarle superior» . En el primer caso cada adjetivo se predica simultáneamente como tal y como adverbio. En los dos, la estructura sintáctica nos depara una muestra más de intensión expresiva, no infrecuente en escritores contemporáneos de Gracián, Quevedo singularmente.




ArribaAbajoJuegos de palabras

Gracián tuvo un atento oído para las palabras y no suele dejar ocasión sin extraer de sus sonidos el posible efecto de un equívoco o de una paronomasia. Sobre esto ha escrito en la Agudeza, bajo la rúbrica «De la agudeza nominal», de la que dice: «Esta especie de concepto suele ser fecundo origen de las otras [agudezas] porque, si bien se advierte, todas se socorren de las voces y de su significación». Al relacionar por tales medios dos palabras, se tienen muy presentes las posibilidades en el campo asociativo tanto de los conceptos (significados) como de los sonidos (significantes), es decir «las voces». De la agudeza por paronomasia no tiene mucha estima: «Esta especie de concepto es tenida por la popular de las agudezas y en que todos se rozan antes por lo fácil que por lo sutil»; y cita la censura de Bartolomé Leonardo de Argensola («que el jugar del vocablo es triste seta»). ¿Pero está libre realmente Gracián de la censura? Creemos que no, si bien le exculpan, y no siempre, la valentía de la invención o el usar de tal recurso como un medio más de llamar la atención y fijarla más con el eco sonoro a fin de que se patentice más el juego conceptual subyacente. No pocas veces todo se reduce a flatus vocis y a ingeniosidad retorcida.

Los tratadistas definen la paronomasia como «semejanza de sonido entre dos voces, cuyo sentido puede ser y lo es, de hecho, distinto». En rigor la paronomasia tolera diferencia fónica sólo en la sílaba acentuada de ambas palabras; pero no hay inconveniente en incluir, dentro de los parónimos, palabras de semejanza menos rigurosa. Cualquier lector de Gracián, por somero que sea, tiene el recuerdo de estos artificios y no vale la pena ejemplificarlos. El peligro del asociacionismo sonoro, aparte de su dudoso buen gusto, está en la proclividad hacia la expresión forzada, huera y hasta absurda: el escritor que se deja llevar por ese juego -y Gracián no siempre supo resistir- dirá tal vez lo que no quiere decir. Como ejemplo negativo, nótese la contradicción a que le ha llevado una paronomasia: al describirnos la Espera (Discreto), se nos pinta dotada de «nariz grande, prudente desahogo de los arrebatamientos de la irascible y de las llamaradas de la concupiscible». Pero en otro lugar (Criticón), una nariz grande es indicio de mentiroso: «Toda gran trompa siempre fue para mí señal de grande trampa». Es posible que dentro de las ideas sobre fisiognómica del jesuita quepan estas dos interpretaciones de la nariz grande, aunque no parecen compatibles. El autor está en libertad, claro es, de buscarles las aplicaciones que se le antojen, pero sospechamos que la homofonía trompa-trampa ha ahorrado el ejercicio del pensamiento, no de otra manera que las exigencias de la rima hacen decir, en el verso, lo que no se quisiera (y, por supuesto, también pueden dar hallazgos positivos).

Otra de las agudezas con que Gracián esmalta su prosa es el equívoco, recurso por el que se apunta con una sola palabra a dos significados, que concurren accidentalmente en el mismo vocablo. En ese «significar a dos luces», según nuestro autor, podemos documentar una vez más un procedimiento intensivo de la expresión, al extraer de ésta el sentido, digamos, normal y otro, generalmente metafórico. Así en «Es enfadoso el puntuoso... El vestido de la necedad se cose de estos puntos» (Oráculo). Nótese cómo desde punto se mientan las dos significaciones, «punto de costura» y «punto, cualidad moral», de cuya conjunción ha brotado por diseminación el resto de la alegoría, «el vestido de la necedad». Pero del manejo de las metáforas se ha de tratar más adelante. Otra muestra de equívoco, «Estas hojas de Quevedo son como las del tabaco, de más vicio que provecho, más para reír que para aprovechar», revela que la disemia del vocablo hojas, al ser desarrollada en la traslación metafórica de «hojas de tabaco», no ha sido aplicada con toda propiedad, pues no se sabe que esa solanácea produzca los efectos de risa que se atribuyen, correctamente, a las páginas quevedescas.

Respecto del equívoco hojas, en su vertiente metafórica, Curtius ha señalado sus antecedentes como muestra de metáfora cultural remozada por nuestro escritor, en opinión del germano (Literatura europea y Edad Media Latina). El equívoco, tan obvio, lo encontramos con frecuencia en la época. El P. Batllori piensa que el pasaje del Oráculo «Vanse muchos por... las ojas de una cansada verbosidad, sin topar con la sustancia del caso» (esperábamos frutos más bien que sustancia) pueda proceder de las advertencias del P. Vitelleschi a los provinciales y padres de la Compañía sobre no usar «frases poéticas y con muy poco fruto» (Vida alternante..., p. 34, n. 93). Pero en materia de procedencias no es fácil decidirse con seguridad: en todo caso el P. Vitelleschi también conocía la recibida metáfora.

El mismo Curtius documenta en Gracián el empleo de nombres sirviéndose de la motivación etimológica como forma de pensamiento.

Los nombres de Critilo, Andrenio, Hipocrinda, Falsirena, Artemia... van con la carga significativa de sus étimos, lo cual se declara paladinamente en el de Egenio, del que dice nuestro autor: «Éste era su nombre, ya definición». No nos interesa que Gracián identificase el sentido etimológico con el más auténtico, idea largo tiempo aceptada, sino advertir todavía la constante busca de sentido en las voces, manifiesta aquí al dotar a nombres propios de la connotación propia de los apelativos, recurriendo a la motivación etimológica2. En algún modo parece seguir la teoría de que «nomina sunt consequentia rerum», no precisamente con la sugestiva interpretación de Dante en su Vita Nuova.




ArribaAbajoGrafía y sentido

Ya se sabe que en nuestra memoria el lenguaje es, primariamente, un caudal de imágenes auditivas asociadas con sus significados. Ello no obsta para que esa imagen acústica vaya asociada con otra visual, cuando registramos la grafía correspondiente. El hábito intenso de lectura nos familiariza, además de con la imagen acústica, con la visual. Gracián ha acudido también a las posibilidades de significación sugeridas por las formas gráficas de las palabras, no diré que con frecuencia, aunque sí en algunos curiosos pasajes: «Aquellas tres alas de las tres eles, luego, lejos y largo», si no me equivoco, encierra además de la paronomasia alas/eles y el sugeridor efecto expresionista de tanta ele, como rumor de vuelo, una visualización de la letra ele, manuscrita, no impresa, así, Imagen de letra manuscrita parece representar, esquematizada, la figura de un ala. Si he pecado de sutil, es porque el mismo Gracián da una pista en el retorcido juego; «un Rui Díaz atildado», que Romera Navarro interpreta en virtud de la grafía, Rui, donde la tilde de la i es la sigla habitual de la nasal, n (o m). El mismo chiste (?) se repite más claro en «a un cierto Rui le echó un malicioso una tilde y bastó para que rodase» (ambos pasajes en El Criticón). ¿Será necesario explicar el paso de Rui, el héroe por antonomasia, Rui Díaz de Vivar, a ruin?

En otra ocasión es la letra pitagórica, la Y, cuya forma gráfica le sugiere «aquel tan sabio bivio». O cuando nos dice de un borracho que estaba «hecho equis», llevándonos la representación gráfica de la letra X a la imagen de la oblicuidad en estación y andar del beodo. El «hallazgo» puede no ser de Gracián, ya que encuentro la frase «Está hecho una equis», con el mismo sentido, en Correas, Vocabulario de refranes, etc. (en la parte de Frases, s.v. está).




ArribaAbajoRefranes y frases hechas

Hace bastantes años, al tratar del estilo de Quevedo en Los Sueños, (Zaragoza, Col. Ebro, 1.ª ed., 1943) observé una manera de agudeza que consistía en que el autor «no se deja llevar por la frase hecha» o usa de «modismos y refranes, repensados y recreados agudamente»3. Después insistí en esta postura respecto de esos elementos coloquiales en la lengua literaria del s. XVII, extendiendo mis observaciones a otros escritores, Gracián entre ellos (vid. AFA, Vil (1955), pp. 103-130). El caso de nuestro jesuita es más complejo. Por un lado, siguiendo según creo a Quevedo, rehace, desmonta o contradice el refrán o la frase hecha. Y tampoco desconoce el tópico satírico del hombre que no sabe hablar sin bordoncillos. Añádanse a los ejemplos citados en mi estudio: «Achaque de señores es hablar con el bordón del ¿digo algo? y aquél ¿eh? que aporrea a los que escuchan» (Oráculo, CXLI); y en El Discreto: «Contra la figurería. Satiricón... afectan el tonillo, inventan idiomas y usan graciosísimos bordones».

En cuanto al uso de o al apoyo en refranes, he de prevenir contra una impresión no muy exacta, deducida de las estadísticas de Romera Navarro. En su edición crítica y comentada del Oráculo (Madrid, 1954), nos denuncia hasta ciento setenta y dos refranes. Al revisar cada caso, encuentro que literales sólo hay cinco; cultificados, dos; aludidos, doce; el resto, 153, no son sino remotas relaciones cuando no coincidencia en enunciados muy generales.

En último término ha de recordarse que Gracián, aun siguiendo por moda y gustos una línea antipopularista, no dejó de percibir la gracia de los refranes y aun del habla coloquial, sobre los que se apoya muchas veces para sus juegos de expresión. Lo que tienen esos coloquialismos de valor ambiental no le interesaba.




ArribaAbajoAragonesismos

Aunque Romera Navarro registra una docena de lo que llama aragonesismos en El Criticón (III, 456) y parece que haya algunos más en la obra de Gracián, creo que se desvirtúa el registro de tales voces si no se atiende a cómo están empleadas en los textos. Desde luego, sin ninguna intención evocadora de ambiente regional, con lo que los tales aragonesismos no lo son plenamente. Sin haberme detenido a espigar palabras de procedencia aragonesa, veamos cómo figura una no registrada por Romera, y es cabeço, que precisamente se encuentra en El Criticón: «Veían blanquear algunos de aquellos cabeços, quando otros muy pelados, cayéndoseles los dientes de los riscos» (op. cit., III, 21). Estamos en el paso de los Alpes, a cuyas cimas mal les podía convenir el nombre de çabezos, ni era del caso la evocación local tampoco. Pero ¿cuándo se ha interesado Gracián por una nota realista de este carácter? No conozco ningún «aragonesismo» en nuestro autor que esté usado con esa intención evocativa. Entonces se trata de reminiscencias, involuntarias probablemente, de su habla regional, en las que no es seguro percibiera la oposición entre regionalismo y lengua común, sin la cual no hay valor regionalista. Otra cosa es que hoy, nosotros, señalemos usos provinciales en la obra de Gracián.

El sentimiento provincial de lo aragonés está claro ya en el siglo XVI, por ejemplo en Jaime de Huete, que escribe en la introducción a su comedia Tesorina: «Pero si por ser su natural lengua aragonesa, no fuere por muy cendrados términos» (Teatro español del siglo XVI, t. I, Bibl. Madrileños, p. 82). Desde entonces, por lo menos, los escritores aragoneses procuraron perder sus regionalismos.

Por otra parte, entre las hablas jergales que encontramos en la literatura del Siglo de Oro -sayagués, negros, vizcaínos, portugueses, gitanos- no hay, que yo sepa, muestra de aragonesismos.




ArribaAbajoLas metáforas

Este tropo puede ayudar a penetrar en el proceso y en el resultado creativo de los escritores, denunciando esferas de interés que explican las preferencias en el campo asociacionista, como ya hizo Sperber (Einführung in die Bedeutungslehre, Leipzig, 1930) desde un punto de vista psicoanalítico; o reuniendo las cualidades metafóricas también por grupos de asociaciones predominantes, a la manera de Mark Schorer, de quien tengo a la vista un estudio en que sigue la detección de lo que Scott Buchanan llamó «analogical matrix» de las metáforas («Fiction and the analogical matrix», Kenyon Revue, 1949). Pero no me interesan estos métodos de clasificación y exégesis del material metafórico, ahora al menos. Buscaré en otro sentido las cualidades que me parecen características de Gracián y, por otra parte, más en consonancia con sus ideas acerca de la metáfora y, sobre todo, con su voluntad de expresión, para intentar determinar una tendencia. Me parece ociosa, y en general, mal enfocada la oposición culteranismo/conceptismo tal como la plantean el maestro Menéndez Pelayo (en su Historia de las ideas estéticas) o el muy erudito Arturo Farinelli («Gracián y la literatura de corte en Alemania», mucho más que una recensión del libro de Borinski). Si aquellas dos maneras se ejemplifican en Góngora y Gracián, nada menos adecuado, ya que se trata de dos intenciones artísticas totalmente diversas. (Y no tengo tiempo de entrar en lo mucho que de conceptista hay en Góngora, o en la incidencia en ambos manierismos que hallamos a lo largo de la obra de Quevedo). Creo que Croce vio mejor el fenómeno al referirlo a la teoría aristotélica de la metáfora, como ha hecho, para el Barroco, Morpurgo Tagliabue en los estudios arriba citados. En efecto, en el cap. IX de la Retórica se nos dice que el aprender es cosa dulcísima y que a ello tiende con máxima eficacia la metáfora, la cual proporciona enseñanza y conocimiento, al poner de manifiesto la relación que hay entre cosas distintas. Es una idea repetida en todos los tratadistas del seiscientos. La metáfora enseña y deleita; de ahí que, si acumulamos y complicamos las metáforas, habremos intensificado y aumentado deleite y enseñanza. Es una interpretación más bien intelectualista del tropo, insistiendo en lo que tiene de grato superar la dificultad que la traslación nos ofrece, por el placer de aprender («mazesin kai gnõsin dia tou genous»). En otro pasaje de la Retórica se aconseja tomar las metáforas de las cosas más nobles, como los poetas, que llaman a la Aurora rododactylos. Este ennoblecimiento vale muy bien para la manera gongorina de embellecer la realidad, transmutándola en otra realidad más «noble», pero siempre dentro de un repertorio de realidades perceptibles por los sentidos: Góngora es, desde este punto de vista, un maravilloso poeta «realista», de una realidad selecta. Pero nuestro Gracián, como antes se ha dicho, repitiendo al P. Batllori, no tuvo atención para el mundo exterior, no le interesaba. Sus relaciones metafóricas no son entre una cosa vulgar (en el sentir de la época, apoética), como cecina, y otra más noble (en la misma estimativa, poética), «purpúreos hilos... de grana fina». Esto a Gracián le trae sin cuidado (y conste que no ponemos la calidad poética gongorina en estos «ennoblecimientos»). Con toda su admiración hacia el cordobés, le censura porque le faltó «la moral enseñanza de la heroica composición, los asuntos graves» (Criticón, I). Y no es que Gracián rinda culto a la vieja idea de «juntar lo útil con lo dulce... gran método» (Agudeza, XLIII) o de «hermanar la utilidad con la dulzura» (Criticón, I) por reverencia al precepto horaciano. Lo que sucede es que su atención está volcada del lado de la aplicación moral lato sensu y en la ejemplificación de valores morales. El lujo de imágenes que surge del verso gongorino llevaba otra intención y suponía otra sensibilidad. Por eso los que afirman al observar las metáforas y alegorías gracianescas que revelan una visualización de lo no sensible, sospecho que no han dado con la verdadera meta de sus traslaciones metafóricas. Algunos ejemplos: en el muy citado pasaje de El Criticón (III, VIII), donde aparece Venus como «una bellísima hembra, convirtiendo en azar con manos de jazmín cuanto tocaba», si no se lee con cuidado, nos quedamos con la metáfora embellecedora que hace de las manos jazmín, y de lo que toca, azahar, símbolo sensorial de indudable sentido erótico. Sin embargo, no debe pasarse por alto que azar -escrito así- es un equívoco buscado adrede para que signifique simultáneamente lo sensual no menos que lo moral, azahar4 más el azar que, para el moralista, lleva siempre la rendición amorosa. Que Gracián pensaba más, si no preferentemente en este plano moral, nos lo indica la continuación del texto: «Teníalas [las manos] de nieve... tanto, que en tocando al mayor hombre... le convertía en estatua, de pórfido o de mármol frío...»; y luego habla de una de las víctimas de Venus, de «aquel príncipe que tiene asido con mano de nieve y garra de neblí». Sin duda muy bellas expresiones; la última, felicísima como sugestión predatoria hasta en los sonidos; pero ¿no hay en todo el texto un apuntar a valores de orden no sensible? Porque, además, azar, equívoco, nieve, neblí no están propuestos para que nos gocemos en sus bellas cualidades sensibles intuitivamente, sino para extraer de ellos una aplicación moral. Recuérdese el gozo de sensaciones que hay en la caza de cetrería de la Soledad segunda: nuestro neblí no tiene allí cabida. ¿Cómo establecer un parangón entre dos intenciones artísticas tan dispares? Gracián eleva, por decirlo así, la esfera sensorial a la espiritual como medio de ilustración, de enseñanza. La dificultad, también hemos visto que era de su gusto, y la busca en la modesta adivinación metafórica, con lo que sigue igualmente un consejo de Aristóteles, que rechaza lo demasiado manifiesto, por vulgar, y no sé si también de san Agustín, partidario de las figuras tropológicas, porque «figuratis velut amictibus obteguntur ut sensum pie quaerentis exerceat et ne nuda ac prompta vilescant...; ut quasi subtractata desiderentur ardentius et inveniantur desiderata jocundius». Posición que no se aduce como precedente de Gracián, sino como muy clara explicación del resorte psicológico al que se fiaba en buena parte el efecto y la esencia del arte literario. Y no olvidemos que en análisis anteriores hemos llegado a la misma raíz de dificultar y celar la expresión como incentivo, que tiene su premio en el hallazgo con fatiga.

No se piense que los ejemplos de metáforas aducidos antes han sido rebuscados con un propósito preconcebido. Han venido, entre otros, para explicar lo observado reiteradamente. Uno de los más acreditados gracianistas, Romera Navarro, dejó escrito que Gracián acudió a los más peregrinos rincones de la naturaleza para dar cuerpo sensible a sus ideaciones: la lista de seres y cosas realmente abruma. Si observamos más de cerca, esa naturaleza ya no es ingenuamente sensible, sino libresca, y cargada de aplicaciones morales. El oro, metáfora trivial por cabello femenino rubio, será en Gracián ejemplo de cómo «lo que mucho vale, mucho cuesta, que aun el más precioso de los metales es el más tardo y el más grave» (Oráculo), según lo que se sabía de su punto de fusión y peso respectivamente. De la apacibilidad se dice que es «garavato de corazones», con lo que no tanto se nos invita a representarnos el gancho como a pensar en su cualidad aprehensiva. El bestiario de la obra gracianesca, sean animales reales o fantásticos, es también un buen ejemplo de solicitación hacia su sentido simbólico, siempre de orden moral: «El león de un poderoso, el tigre de un matador, el lobo de un ricazo, la vulpeja de un fingido, la víbora de una ramera...» (Criticón, I, VI) no están «vistos», sino entendidos como ejemplos de caracterizaciones morales. Y lo mismo hacen «los linces de discurso», «las xibias de interioridad», los «camaleones de la popularidad», o «fénix», «cisnes», «águilas». En ningún caso hay una vivencia directa, experiencia sensible transformada, sino saber libresco. Como en otro reino de la naturaleza, «el veneno de la pasión» o «la hierba de la envidia», que aprovecha la trilladísima expresión herbolado, igual a envenenado. En la obra magna de Gradan, en la vasta alegoría de El Criticón, se nos lleva en viaje «por la hermosa naturaleza y la primorosa arte a la útil moralidad» («Al que leyere»), pero se trata de una Naturaleza simbólica, deliberadamente tal. Su prosa está pidiendo la figuración de emblemas y empresas como complemento, no nos traslada al aire libre. Extraño es que no haya escrito un libro de emblemas, siguiendo una moda tan extendida y válida en su tiempo. Ya ha dejado nota de que «los emblemas, jeroglíficos, apólogos, empresas son la pedrería preciosa al oro fino del discurrir» (Agudeza, LVIII). Tal vez su amor a la letra, su regusto en la expresión escrita y su arte en ellas le fueron bastantes y no quiso condescender a utilizar medios auxiliares. Ni los necesitó. Adviértase, ahora, en los sintagmas nominales arriba citados, como «linces de discurso» o «el león de un poderoso», la concentrada expresión metafórica, que requeriría más detenido examen. Compárense, en todo caso, con los ejemplos que trae Alf Lombard en su excelente libro Les constructions nominales dans le français moderne (Uppsala, 1930), singularmente con el modelo «la fleur de sa bouche» (p. 167 y sigs.).

He de limitar este examen a unas pocas observaciones más, y sea para terminar el capítulo de las metáforas gramaticales. En la obra citada de Curtius se estudia el empleo metafórico de términos gramaticales y retóricos, a partir de los medios escolares, en la tardía Antigüedad y Edad Media, hasta nuestro siglo XVII, en que se aduce un ejemplo de Gracián, quien llama a un desmayo «eclipse del alma, paréntesis de mi vida». Añádase, siquiera, a este capítulo de manierismos: «diptongo es un marido con melindres, y la mujer, con calzones» (Criticón); repetido en la misma obra: «diptongo de vida y muerte», y «Qué diptongo de casa es ésta».

A la vista de las tendencias que acabamos de resumir en la metáfora gracianesca y en su orientación, hay que insistir en su carácter dominante, que es el intelectual, a la manera racionalista que señaló Aristóteles como premio del hallazgo de una relación. Y Gracián, parte por principios, parte por referencias personales -resultado de su gusto, capacidades e intenciones-, sitúa y busca el máximo valor del metaforizar en ese juego. No otra cosa quiere decir con la definición de la «agudeza»: «Consiste este artificio conceptuoso en una primorosa concordancia, en una armónica correlación entre dos o tres cognoscibles extremos, expresada en un acto del entendimiento». O en la definición del «concepto» -no la única-, que es «un acto del entendimiento que exprime la correspondencia que se halla entre los objetos». Sin volver todavía sobre las relaciones binarias aquí predicadas, me limito a recoger la reiteración de la operación intelectiva en agudeza y concepto, que nos completa, sin duda, lo que Gracián veía en la metáfora también.

Queda como residuo irreductible a la esfera del entendimiento un algo irracional, la «primorosa concordancia», como valor de orden estético. Según ha recordado Croce, el ingenio, facultad generadora de la agudeza, «no se contenta con la sola verdad -es decir, con las relaciones aprehensibles por el entendimiento-, sino que aspira a la hermosura» (Agudeza, II) que, para Gracián, es un término analógico: «Lo que es para los ojos la hermosura y para los oídos la consonancia, eso es para el entendimiento el concepto». No estamos conformes con Croce cuando escribe que para Gracián la belleza era, como para sus coetáneos, lo agradable visible, pues está claro, por lo menos, su reconocimiento de un agradable audible. Seguramente el jesuita recordaba aquí la definición de lo bello en Santo Tomás: «Id quod visum placet»; o, más exactamente: «Sólo la vista y el oído, entre todos los sentidos, tienen relación con lo bello, porque estos dos sentidos son maxime cognoscitivi» (Summa Theol., I-II, q. 27, a. I, ad 3); textos, ambos, menos citados tal vez que la famosa definición de lo bello («Ad pulchritudinem tria requiruntur...», ibíd., I, q. 39, a. 8). Hay, pues, junto a la satisfacción intelectual en la captura de las relaciones conceptuales algo más, a la manera del placer que nace de lo hermoso sensible. Antes había tropezado nuestro autor con las fronteras entre lo que pertenece al entendimiento y sus relaciones, definible y clasificable, frente a algo que no supo analizar; Croce podía haber ampliado su cita, reproduciendo otra frase previa referida a la belleza: «Déjase percibir, no definir». Henos aquí ante el «no sé qué», abierto a una terra incognita de valores estéticos (véase V. Jankéléviteh, Le je-ne-sais-quoi et le presque-rien, París, 1957).

Volviendo de nuevo a la cualidad de la metáfora en Gracián, tengo que aclarar cuanto se ha dicho de su intelectualismo, como opuesto a lo intuitivo. Opongo, siguiendo a Wilbur Marshall Urban (Lenguaje y realidad) dos modos operandi de otros tantos tipos de metáforas. Llamaremos metáfora intuitiva a aquella que nos invita a una recreación imaginativa de experiencias sensibles, como en el verso de Robert Herrick «Gather ye rosebuds while ye may» -que no es sino una de tantas imitaciones del «Collige, virgo, rosas», de Ausonio-, donde los «capullos» evocan la frescura, la gracia, lozanía y encanto percibidos en una experiencia sensible, convertidos en imagen de la juventud. No de otra manera funciona la mataforización del mejor Góngora. Lo que se niega a la metáfora gracianesca es la capacidad de transmutar intuiciones primarias, de la sensibilidad externa, en intuiciones secundarias, en imágenes de sensibilidad interior. Como creo haber mostrado, la naturaleza está entendida y no percibida, y las transmutaciones parten de conceptos -representaciones mentales- a otros conceptos, generalmente de orden moral. Cuando, al leerle, nuestra imaginación pudiera derivar hacia una sugestión de tipo sensible, el autor corrige la presunta frivolidad y nos lleva al plano didáctico. Recuérdese el caso, típico, de las manos de Venus. Donde no haya aplicación moral ocurre lo que «en los cultos y afectados escritores... cuyas obras son tramoya, frases sin concepto, hojas sin fruto». (Debe leerse ahora el penetrante estudio de D. Francisco Maldonado de Guevara, «Del ingenium de Cervantes al de Gracián», Anales Cervantinos, VI (1958), para una interpretación del Arte de Ingenio como categoría de la Imaginación y del juicio gustatorio gracianesco, como precursor del Geschmackurtel kantiano. Espero que se entienda mi análisis sobre estos puntos, dentro del conjunto de este trabajo).






ArribaFinal

En esta exploración de la prosa gracianesca se ha intentado poner en relación, hasta donde ha sido posible, unas formas de expresión con unas formas de pensar, sin forzar, creemos, las inferencias. Un escueto análisis formal nos hubiera dejado fuera del hombre interior, bien que tampoco diputemos nuestro análisis por suficiente para una comprensión íntegra del autor. Queda, después de ver las operaciones del idear en Gracián reflejadas en su estilo, la delicada cuestión de la estimativa de las ideas, si no queremos que se nos escape algo tan importante. Con el mismo juego de recursos estilísticos de Gracián, pueden decirse necedades o genialidades, y toda la gama intermedia. Cuando se ha repetido la celebrada frase de Buffon en su Discours sur le style, con otro alcance del que fue formulada, tal vez se ha exagerado, pues el estilo no es «todo» el hombre. Como ha observado Aldous Huxley, también la recíproca es parcialmente cierta: el hombre es el estilo. Por tener cierto don para escribir de cierto modo, nos convertimos hasta cierto punto en nuestro modo de escribir. ¿Hasta dónde Gracián conformó su mente a los moldes expresivos que hemos ido anotando? La rígida formulación antitética, tan repetida, supone de hecho una simplificación de oposiciones en las que tertium non datur. Al lado de los esquemas duales, afirmaciones frente a negaciones absolutas y extremas, no queda lugar para matices de pensamiento, ni para la duda, el «tal vez», la atenuación restrictiva, la concesión, e via dicendo. Cerrado al mundo de la sensación, de la fantasía, de las pasiones y emociones, se limita a generalizaciones y fórmulas abstractas un tanto dogmáticas en su enunciado. La tendencia a la abstracción parece ser propia de temperamentos introvertidos, si hemos de creer a Jung, lo que, desde luego, no deja de cuadrar a nuestro escritor. La estrategia de conducta que propone para la formación del dechado heroico, en sus varias excelencias, se nos antoja bastante alejada de la realidad, como de quien ha limitado el campo de la observación y tiene más interés en acuñar frases que en registrar la multiforme variedad de la vida humana. Por eso, cuando nos propone dechados individuales, de personas históricas o míticas, son éstas tipificaciones de carácter, singularizadas por una virtud o un vicio, algo así como medallas, fijadas en un escorzo para la posteridad. Y no se vea en esto censura ni elogio sino, sencillamente, un intento definitorio. Por su dominio razonable de las pasiones, si las registra es desde un punto de vista irónico, para no dejarse llevar de ellas sino para usar de la fuerza que tienen, como aconseja en el «Arte de apasionarse»: «Si es posible prevenga la prudente reflexión la vulgaridad del ímpetu. El primer paso del apasionarse es advertir que se apasiona... Gran prueba de juicio conservarse cuerdo en los trances de locura». Por donde se nos lleva al supremo valor para Gracián, a la sindéresis, a la gran sindéresis.

También nos preguntamos a qué conduce toda la ejemplaridad del hombre gracianesco, con qué fines está pensado. Nos referimos a los fines inmediatos, sociales, no a los trascendentales, que más bien se dan por sobreentendidos y sólo raras veces se proponen. Si hemos de juzgar por su inhabilidad como ser social, los desajustes y tropiezos que tuvo en su propia vida, el propio Gracián sería la primera prueba de lo insuficiente que resultaba su teoría. Claro es que no es lo mismo entender y explicar que obrar; pero a la vista de cómo vivió y de lo que ha escrito, se nos impone la hipótesis de que Gracián fue más que nada un escritor, un apasionado de la frase bien cortada, de tal manera que, con un sentido del arte muy moderno -creo que no enunciado claramente hasta Schiller- se dedicó a convertir los problemas en expresión, con un despego irónico salvador, al ponerse en cobro como contemplador distante, satisfecho con el goce de la obra bien acabada.

Parece como si Gracián hubiera supeditado lo moral y lo racional a lo artístico, dentro, claro es, de lo que él tenía por arte, y arte de la palabra precisamente. En lo moral, no nos extraña que Schopenhauer le admirase y lo frecuentara, ni la sospecha de su influjo en Nietzsche, no probado, aunque se han extremado las hipótesis, incluso más allá de lo plausible. (Véase Baltasar Gracián, Pages caractéristiques, en el estudio crítico de A. Rouveyre, p. 69 y sigs.). Creo, con Jankélévitch (y nuestro Azorín en su descubrimiento del «Nietzsche español») que «l'homme gracianesque... c'est un discreto mais non un charitable» (L'ironie ou la bonne conscience, París, 1950). Cómo hizo compatible la dureza de muchos de los consejos y máximas de sus escritos con el sentimiento y el ejercicio de la caridad, es cuestión que no he de rozar siquiera, aunque me parece muy digna de ser tratada.

En cuanto al ejercicio de la razón y de la observación, no estoy seguro de que no haya sufrido el espejismo de la falacia retórica, si entendemos por tal el excesivo apego a determinadas formulaciones de la expresión, como hemos visto, las cuales no son, en todo caso, sino los cauces por que ha hecho discurrir su pensamiento. Tanta simetría no deja de ser sospechosa. Si se tiene en cuenta lo que se pensaba fuera de España, y cómo se pensaba por aquellos días, Gracián nos resulta un tanto desfasado en cuanto a observación de la realidad y de la forma de reflejarla el pensamiento. Bacon nos da una curiosa observación sobre el modo «magistral» de escribir los libros de ciencia que, sin violencia, puede acomodarse al estilo de nuestro autor: «For as knowledge are now delivered, there is a contract of error between the deliverer and the receiver: for he that delivereth knowledge, desireth to deliver it in such a form as may be best believed, and not as may be best examined; and he that receiveth knowledge, desireth rather present satisfaction than expectant inquiry; and so rather not to doubt than not to err: glory making the author not to lay open his weakness, and sloth making the disciple not to know his strength» (Advancement of Learning, I). El caso es que el avisado filósofo también está incurso en el módulo de las estructuras de simetría antitética, siguiendo la corriente de su tiempo5.



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