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Habla popular - Discurso unificador: «El sueño de los héroes» de Adolfo Bioy Casares

María Luisa Bastos





El sueño de los héroes (1954) ocupa el lugar central de la producción novelística de Adolfo Bioy Casares: lo ocupa literalmente por ser la tercera de cinco novelas del autor, pero sobre todo porque establece una especie de solución de continuidad entre las dos precedentes y las dos posteriores. Los puntos de contacto más evidentes entre El sueño y las dos primeras novelas, La invención de Morel (1940) y Plan de evasión (1945), son el apoyo en pretextos literarios, a los que se alude o parodia, corrige y continúa, a las claras o sutilmente1. Parecería haber, en cambio, una diferencia grande entre la actitud del prófugo-narrador de La invención de Morel -que se graba en la máquina fatídica para perdurar en imagen junto a la inalcanzable Faustine- y la de Emilio Gauna, el protagonista de El sueño, que abandona a su amada Clara para morir a manos del siniestro Sebastián Valerga. Sin embargo, en los dos casos el fin buscado por el protagonista implica un elegir la propia muerte, un asumirla borgianamente, con alegría. Asimismo, en los dos libros -y muy a la manera de Bioy Casares: como ocurre en cuatro de sus novelas y en muchísimos cuentos-, el amor desempeña un papel tan decisivo en la trama que La invención es totalmente una novela de amor y El sueño lo es hasta que el protagonista escoge la falacia heroica2. Tanto el protagonista de Plan de evasión como el de El sueño de los héroes se desplazan febrilmente; los traslados vertiginosos de Henri Nevers, que se mueve agotadoramente de una isla a otra con rapidez inverosímil de cine mudo, tienen la misma precisión maniática, engañosamente realista, de los recorridos por los barrios de Buenos Aires a que se lanza Emilio Gauna en busca de detalles perdidos de sus aventuras durante el carnaval de 1927. Parte esencial de la técnica de las tres novelas es el descubrimiento tardío de las conexiones entre percepciones sorprendentes de los protagonistas. El prófugo de La invención de Morel va acercándose gradualmente a la máquina grabadora y descubre en fragmentos, de adelante para atrás, su funcionamiento y efectos; Nevers sólo descifra a posteriori el sentido del camouflage de las celdas. Como ellos dos, Emilio Gauna rescata retrospectivamente detalles que su memoria había distorsionado mediante registros parciales, y que son clave para interpretar los sucesos del carnaval de 1927. Ese manejo del anacronismo es parte esencial de la técnica de las tres novelas, cuya sintaxis narrativa, por lo demás, las presenta como informes consignados con linealidad cronológica. Aquí debemos recordar también que los episodios de las dos novelas subsiguientes, Diario de la guerra del cerdo (1969) y Dormir al sol (1973) están fechados.

Por fin, y para mencionar una sola coincidencia más, digamos que la inesperada tirada patriótica de las líneas finales de la memoria de La invención -eco paródico en «Enumeración de la patria», de Silvina Ocampo3- es como una primera versión, mínima, de las varias ridiculizaciones del nacionalismo a ultranza de El sueño, que entre otras funciones tienen la de anticipar, como metáforas dilatorias, la violencia final del desenlace4.

El giro más notable que se produce en El sueño de los héroes es el cambio de escenario: no más islas visitadas o pobladas por franceses o por sudamericanos más o menos internacionales, sino barrios de Buenos Aires y sus habitantes modestos. Ya en 1968, un año antes de la aparición de Diario de la guerra del cerdo, Adolfo Prieto señaló la importancia de que «el tema fantástico» se insertara en un escenario reconocible, «con un idioma, con personajes [...] que exigen [...] una amplitud de registro de notable riqueza»5. Lo cierto es que en El sueño se da lo que a falta de palabras más adecuadas podríamos llamar una democratización o popularización de lo fantástico: se pasa de las topografías más o menos confusas, intercambiables, de las islas antiutópicas a barrios localizados con precisión verista, recurso que se repetirá en las dos novelas siguientes. La amplitud de registro a que se refiere Prieto se da en un discurso que está a distancia considerable del español argentino, voluntariosamente neutralizado por la perspectiva cosmopolita que Bioy quiso dar a las dos primeras novelas. Vale la pena, pues, detenerse para ver cómo está elaborada el habla de los personajes de El sueño de los héroes.

Como se sabe, en las dos primeras novelas el relato se compone y se presenta mediante escritos6: en La invención, a través del diario del prófugo, de las anotaciones escuetas del editor y de las notas de Morel; Plan de evasión está organizado con las cartas de Nevers -que el narrador manipula a su gusto, citándolas fragmentariamente o resumiéndolas- y con las instrucciones escritas por el gobernador Castel. En los dos libros, la trama se va constituyendo a medida que las percepciones de los personajes -erróneas porque son fragmentarias- se fijan en un texto. También en El sueño la intriga se forja con las percepciones incompletas de Gauna, entre las que se oculta una premonición inexplicable. Pero esta novela se presenta como versión hablada de los acontecimientos, versión emitida por alguien que reúne, junto con atributos de testigo presencial, poderes de narrador omnisciente. Elemento esencial del relato es el reported speech de los personajes, que incluye el narrador en su discurso; ese estilo directo, medio eficaz para producir la ilusión del tono conversado, es uno de los elementos verosimilizadores más firmes de entre las naturalizaciones convincentes que abundan en la novela7. Sobre todo el reported speech de los dos mentores de Emilio Gauna, Sebastián Valerga y Serafín Taboada, provee en varios niveles elementos que perfilan con claridad a esos personajes. Así, por ejemplo, el apócrifo título de «doctor» del bravucón Valerga parecería indicar un pasado de aspirante a caudillo político venido a menos, que una frase incidental podría justificar:

Mientras Antúnez cantaba, como podía, «Don Juan», Valerga, mirando unas casitas bajas y viejas, comentó:

-¿Cuándo, en lugar de esta morralla, se levantarán aquí fábricas y usinas?8


Pero hay en su discurso otros aspectos, reveladores de lo que es el personaje, de lo que ha llegado a ser. En dos episodios consigna el narrador la dicción inculta de Valerga. En uno de ellos, el matón defiende a Gauna ostentosamente, incluso corrigiendo con gestos la agresión verbal de Antúnez:

-Nos casamos privadamente.

-Como si tuvieran vergüenza -comentó Antúnez.

-No me parece atinada la observación -dijo el doctor, mirando formidablemente a Antúnez y omitiendo, en la última palabra, la letra «b»-. Hay gente que gusta de la bullanga y gente que no. Yo me casé como Gauna, sin toldo colorado ni tanto sonso mirando -buscó con la mirada a todos los circunstantes-. ¿Tienen algo que objetar?

Por cierto que ninguna «b» entorpeció el verbo.


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En el otro pasaje, en medio de la celebración del segundo carnaval, miente flagrantemente Valerga, y Antúnez -claramente, su réplica en joven- encubre su mentira. Ocurre el episodio en 1930, al volver a un café que habían visitado en el carnaval de 1927, donde se reaviva en Gauna el recuerdo de una «historia con un chico»:

-Yo no recuerdo en absoluto -afirmó el doctor sin pronunciar la «b».

-Que me muera si recuerdo lo más mínimo -dijo Antúnez.


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Los comentarios del narrador, que recalcan la vulgaridad del pretendido doctor, muestran cómo, irónicamente, su pronunciación basta imprime un tinte patético a las palabras que emite con suficiencia petulante. Otra intervención de Antúnez provoca una reacción significativa de Valerga. Recuérdese un importante leit motif de la novela: supuestamente, Gauna no habría revelado la suma ganada en las carreras. Esa desconfianza -infundada- de Antúnez, Maidana, Pegoraro y aun el mismo Valerga, establece desde el principio una división entre Gauna y su amigo Larsen por una parte y el resto del grupo por otra. Cuando Gauna anuncia a Valerga su segunda ganancia, se produce este diálogo:

-¿Cuánto ganaste? -preguntó el doctor [...].

-Mil setecientos cuarenta pesos -contestó Gauna con orgullo.

Guiñando un ojo, encogiendo la pierna izquierda, Antúnez comentó con entusiasmo:

-Hasta aquí lo que declara. Si quieren, le ausculto el fundillo.

-No te expreses como un malevo -lo retó el doctor-. Te voy a reprender cada vez que te pesque hablando como un malevo y como un lunfardo. Decencia, muchachos, decencia. El loco Almeyra, un hombre que no faltó a la cita en cuanta barrabasada y otros despropósitos que en su tiempo se cometieron, amén de haber detentado cierta notoriedad en años en que se estilaba, entre la dorada juventud, salir a cazar vigilantes, me dijo, y nunca lo olvidaré, que la decencia en el vestir le había reportado más que el naipe.


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Ese consejo, reactualización del espíritu cínico de las recomendaciones del viejo Vizcacha, muestra a Valerga consciente de que la torpeza idiomática puede descubrir otras fallas más graves. Por ser él mismo lunfardo y malevo11 -es decir, ladrón y criminal taimado-, sabe que es importante enmascararse, y que el lenguaje puede ayudar a disimular lo que se es, a aparentar «decencia». Sin embargo, sus esfuerzos no bastan, y su habla lo traiciona en más de una oportunidad. Así, por ejemplo, cuando Gauna, después de invitarlo a celebrar su ganancia en las carreras, agrega con cortesía obsecuente: «Espero que quiera honrarnos con su compañía» (11), replica Valerga: «No trabajo en un circo para tener compañía» (id.), diálogo que se reitera, prácticamente idéntico, tres años después (126). Es cierto que el cambio de connotación de «compañía» se explica por la diferencia de generaciones entre los personajes, y que, verosímilmente, la palabra podía evocar en el matón en primer término las legendarias representaciones de los hermanos Podestá, famosos cuarenta años atrás. Pero también hay en el desconocimiento del cambio entre «acompañar» y «compañía» que Gauna lleva a cabo -proceso de nominalización común en el habla, por lo demás- un desconocimiento de las buenas maneras, en la medida en que impliquen pura consideración por el prójimo sin reportar ninguna ventaja. Afecto a contar anécdotas, Valerga refiere su experiencia con unos tahúres:

Ustedes lo veían, tan gordo y tan tembloroso, y ¿quién iba a decirles que ese hombre fuera delicado, una dama, con los naipes?


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Ya estaban ganándome otro chico esos tramposos, cuando el gordo dio vuelta sus cartas -un as, un cuatro y un cinco- y gritó: «Flor de espadas». «Flor de tajo», le contesté, y tomando el as se lo pasé de filo por la cara. El gordo sangró a borbotones y salpicó todo. Hasta el pan y el dulce de leche quedaron colorados.


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Las metáforas subrayadas son significativas de una modalidad característica del habla popular de Buenos Aires. Por una parte, aunque lexicalizadas, mantienen algo de su originaria intención meliorativa («fino como una dama»; «delicado como una flor»); esa denotación, precisamente, produce un efecto de contraste grotesco en el contexto en que se expresa la sordidez y la violencia: efecto grotesco risible en el primer caso y ominoso en el segundo. O sea, que aunque Valerga procura ocultarse bajo la máscara de su discurso, sus rasgos de criminal lo traicionan, y el pasaje entero es un preanuncio de su pelea final con Gauna.

Serafín Taboada, el Brujo, doble benévolo del maléfico Valerga, insiste en la improcedencia del título de «doctor», que los acólitos anteponen invariablemente al apellido del matón, y que hasta suele ser el único apelativo para nombrarlo:

Como siempre, Taboada replicó:

-¿Doctor en qué? ¡Háceme el favor...! En asustar a los chicos y a los faltos.


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Sin embargo, algo en la apariencia de los dos personajes los aproxima en la percepción de Gauna, quien comenta a su amigo Larsen, después de unas desconcertantes muestras de amistad de Valerga: «Lo más raro de todo es que por momentos yo encontré que el doctor Valerga se parecía al Brujo Taboada» (53). Lo que ocurre es que la diferencia tajante entre Taboada y Valerga -diferencia que se debe a la dignidad esencial del Brujo- se advierte en la discrepancia notoria entre lo que dicen, no en la manera de decirlo. Los dos personajes enuncian de manera similar; pero sus enunciados los sitúan moralmente en los antípodas. Así, la sordidez de Valerga -mal encubierta por su «zurdo empleo de palabras insignes»14- contrasta con el humanitarismo (démosle este nombre) de Taboada; pero el discurso de los dos comparte una dimensión alegórica equiparable. Los dos, por ejemplo, se expresan con tono axiomático y usan expresiones figuradas en pasajes cruciales del relato. Sentencia Valerga, en respuesta elíptica a la invitación de Gauna a celebrar su suerte en las carreras: «Con la plata del juego hay que ser generosos» (11). Taboada aconseja pocos días después de las andanzas del primer carnaval al desconcertado muchacho: «No hay que desesperar. El futuro es un mundo en el que hay de todo» (34). Uno y otro se valen igualmente de circunloquios: «Tiramos a reyes -cuenta Valerga al referir su experiencia con los tahúres-, pero comprendí que eso no tenía importancia; cualquiera que fuera mi compañero iba a ser compañero del gordo» (12). El Brujo se refiere a las aventuras del primer carnaval con comparaciones totalmente crípticas para Gauna, a cuya ignorancia, por lo demás, alude el narrador en varias ocasiones:

Hizo una especie de viaje. Ahora está añorando, como Ulises de vuelta en Itaca, o como Jasón recordando las manzanas de oro [...]. En ese viaje (porque hay que llamarlo de alguna manera) no todo es bueno ni todo es malo. Por usted y por los demás, no vuelva a emprenderlo. Es una hermosa memoria y la memoria es la vida. No la destruya.


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Don Ponciano, «empresario» de los buscadores de basura, complemento de Valerga, maneja un habla similar a la del matón: la misma yuxtaposición de formas vulgares y metáforas con ecos rurales:

[...] este oficio es como los demás. Tiene [...] su temporadita de auge y luego se le asientan para siempre las temporadas de tono encalmado, de pura miseria, con el perdón de la palabra [...]. La espina, si usted me sigue, propiamente la espina, el punto negro, es el personal. [...] a según la rejunta es la paga. Pero me dan cada dolor de cabeza, que no hay antidoloroso argentino que valga.


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Cuenta también el vocabulario de don Ponciano con las que Borges llamaría «palabras insignes», que desnivelan su discurso tornándolo entre grotesco y cómico:

-El elemento -explicó el patrón- es de primer agua. El anfitrión, que es un magnate, sabe vivir [...], y recluta a las mujeres de Villa Soldati y de Villa Crespo.


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Ni Gauna ni sus amigos hablan de manera muy distinta de la de los personajes viejos. Como ellos se valen de circunloquios: «el pibe está carente de capital» (41); o de expresiones inútilmente metafóricas: «yo hago frente» (124), por «yo invito». Incluso se pueden detectar ecos campesinos en el discurso de los jóvenes. Gauna, celoso porque Clara ha salido con Baumgarten, elucubra encuentros hipotéticos con el presunto rival: «Si quiere trompadas, lo beneficio con el cuchillito hasta el mango de asta» (68)16. La inseguridad característica del habla del suburbio también emerge en los desniveles del reported speech de los personajes jóvenes:

ahí mismo [...] escribiría un tango que lo convertiría, en un abrir y cerrar de ojos, en el ídolo mimado del gran pueblo argentino y que dejaría a Gardel-Razzano con la boca abierta.


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Sin embargo, Gauna y sus compañeros se expresan también con un vocabulario actualizado: el apelativo «pibe» sería un ejemplo, o los seudónimos de Antúnez y Maidana, que aluden a la arquitectura nueva y a la moda: el Largo Barolo, o el Pasaje; el Gomina.

La condición de extranjeros de Pracánico, de Nadín, de la patrona del prostíbulo se subraya con detalles indicativos de ideas tópicas (la cobardía del italiano; el amor del «turco» por los adornos; el acento tosco de la mujer); pero también con rasgos dosificados con sobriedad -que muestran un uso no nativo de la lengua que sin duda esos personajes han aprendido en los barrios-. Para anotar únicamente dos ejemplos: Pracánico emplea «escuchar» en vez de «oír», superposición de significantes que luego se extendió a otros sectores del habla de Buenos Aires. Como los personajes porteños de la novela, Nadín abusa del apelativo «señor»; pero de una manera en que los porteños no lo harían: para dirigirse a dos personajes muy jóvenes, Gauna y Blastein (42-43; 63) y para presentarse a sí mismo: «Yo soy el señor A. Nadín» (43).

Con una libertad comparable a la de los narradores de las dos primeras novelas, el de El sueño de los héroes se vale también, y paradójicamente, de escamoteos para precisar algunos detalles: las groserías escatológicas de Valerga se registran sólo mediante referencias claras pero tangenciales (49, 53, 152). En muchos pasajes, sobre todo en la primera mitad del libro, se inserta en el discurso indirecto libre un vocablo entre comillas. Ese signo cumple una misión ambigua: se lo puede leer como señal de uso textual, y lo es; pero hay también una guiñada irónica para recalcar el empleo peculiar de ciertas palabras, empleo que adscribe al personaje -olímpicamente- a la baja clase media de Buenos Aires. En los siguientes ejemplos, el subrayado mío indica que las comillas son del texto:

-Gauna pagó otra «vuelta» de vermut.


(10)                


-Por Colegiales y La Paternal llegaron a Villa Devoto (o a «Villa», como decía Maidana).


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-Clara se había quedado en su casa, para acompañar a don Serafín, que estaba «atrasado» de salud.


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-En la mañana del sábado 10 de marzo de 1930, Gauna estaba «sirviéndose» en la peluquería de la calle Conde.


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Clara -refiere el narrador, consignando en estilo indirecto libre las reflexiones de Gauna- salía con muchachos del centro, que «pertenecían a otro mundo» (63). A la luz de esos datos es posible aceptar ciertas expresiones de la muchacha, que referencialmente no son verosímiles en una joven del barrio de Saavedra de fines de la década de 1930:

-Soy la loca del teatro. Voy a trabajar en la compañía Eleo. La dirige un petizo que se llama Blastein. Un odioso.

[...] No crea que el pecoso es tan malo. ¡Lo que le gusta hablar de trapos! Es un rico


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Clara, es obvio, ha podido adoptar formas de hablar características de la clase media, o alta, ajenas a su ambiente, porque ha tenido contacto con gente de otros sectores. Esos contactos, que inhibían a Gauna («le había parecido una muchacha codiciable, lejana y prestigiosa, tal vez la más importante del barrio, pero fuera del alcance» [63]), naturalizan, en el nivel puramente anecdótico, su papel de puente entre dos ámbitos, de complemento de su padre. Asimismo, ese carácter de inalcanzable que le atribuye Gauna la vincula con Faustine, la mujer verdaderamente inasible de La invención de Morel. Pero el relato no lleva adelante ese rasgo, ese futuro que habría sido posible para Clara, de mujer prestigiosa y lejana; por el contrario, «la muchacha se enamoró de Gauna y, como decía la gente, asentó la cabeza. Hasta se alejó de sus amigos de la compañía Eleo» (87). Y cuando, en su desesperación final, recurre a uno de sus amigos del centro para salvar a Gauna de morir acuchillado por Valerga, Clara fracasa. En otras palabras: fracasa en su función mediadora entre el ámbito del coraje -idealizado en la fantasía funesta de Gauna- y el otro, el ámbito más «civilizado», donde son posibles las transacciones entre órdenes dispares. Como personaje femenino, Clara cumple una función intermedia entre Faustine, espejismo fantasmal, y Nélida, personaje de Diario de la guerra del cerdo que consigue rescatar al hombre que quiere, Vidal, de las bandas de muchachones que persiguen a los viejos. Pero volviendo al asunto principal de este trabajo: la vinculación de Clara con gente de otros medios justifica la inclusión de personajes que no son del barrio de Saavedra, como Blastein, el director del teatro de aficionados, y Alex Baumgarten. Este último -que como dice Blastein «va a sacar una noticia breve sobre nuestro esfuerzo» (47)19- está crudamente caracterizado y caricaturizado a través de su discurso. Su habla acumula elementos grotescos, con los que sin duda Bioy quería burlarse de cierta mentalidad middle brow con aspiraciones intelectuales:

-Quisiera exponerle en términos palpables el problema de nuestro teatro. El autor nuevo, joven, argentino, se ahoga, se asfixia, sin contar con la posibilidad de ver corporizada su fantasía. En el plan de lo puramente artístico, le paso el dato que la situación es pavorosa. Yo mismo escribí un auto sacramental, algo sumamente moderno: una salsa culinaria de Marinetti, de Strindberg, de Calderón de la Barca, mezclados en los jugos de la secreción de mi sistema glandular inmaturo, en pleno aquelarre onírico. Pero ¿quién va a representarlo? Habría que bajar el cogote de las compañías, aunque más no fuera con la amenaza de la policía montada. Mientras el autor oscuro, imperfecto si se quiere, languidece en la cucha y no logra dar a luz sus engendros, el ventrudo público, ese dios burgués que inventó el liberalismo francmasón, repantigado en las cómodas butacas que alquila a fuerza de oro, pasa revista a las obras que se le antoja eligiéndolas, porque no es un marmota, entre lo mejorcito del repertorio internacional.


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En otro trabajo analicé los recursos con que está construida la perorata de Baumgarten, y que revelan, bajo apariencias más pretenciosas y ridículas que las del discurso de Valerga, una vulgaridad y una violencia equiparables a las del compadre; también consigné las alusiones a los años del primer peronismo: tanto la mención de la policía montada como los clichés nacionalistas, que, por obvios, no requieren comentario20. En el orden de la enunciación, una vez más se puede apreciar la versatilidad del narrador, que puede insertar muestras de registros de habla notablemente distintos del suyo y mantener la textura de la narración sostenidamente tersa. En efecto, se ha señalado más de una vez el aspecto «conversado» de la novela21. Parecería que la fluidez con que discurre el narrador tuviera que ver con su falta de implicación en lo que cuenta: como si un mismo desapego le permitiera subrayar los elementos del habla de sus personajes que no se conforman a las normas -o usos- predominantes en el ámbito culto; reproducir sin comentarios textos que son en sí mismos metatextos (como, por ejemplo, las declaraciones de Baumgarten); y también escoger o desechar determinados ángulos de la historia de Gauna para referirlos o escamotearlos (en más de una ocasión se mencionan comentarios en los que no se abunda o situaciones que no se registran). Sin embargo, una lectura atenta lleva, me parece, a otra conclusión.

En el capítulo 33, en que se describe el velorio de Taboada, no faltan muestras de usos desacertados o torpes de palabras o de información: reflejos de la indigencia cultural o del deseo ingenuo de aparentar de la gente allegada al Brujo. El capítulo siguiente, que lo continúa marcando el curso definitivo que va a tomar el relato, comienza con este párrafo:

El destino es una útil invención de los hombres. ¿Qué habría pasado si algunos hechos hubieran sido distintos? Ocurrió lo que debía ocurrir; esta modesta enseñanza resplandece con luz humilde, pero diáfana, en la historia que les refiero. Sin embargo, yo sigo creyendo que la suerte de Gauna y de Clara sería otra si el Brujo no hubiese muerto.


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La irrupción desembozada de la primera persona, con la que el narrador se despoja de su distancia olímpica, no es lo más sorprendente de este párrafo, y ya se habían dado atisbos de cierto compromiso «personal» del narrador con su relato (tan temprano como la página 14, aparece un «nosotros», por ejemplo). Pero de todas maneras, ese «yo» -además de acortar la distancia entre el sujeto enunciante y sus sujetos de enunciación- ha acercado cualitativamente su propia enunciación a la de sus sujetos, en especial a la enunciación de los personajes jóvenes del relato. En las páginas anteriores traté de mostrar, a través de los ejemplos de reported speech, que el narrador administra, sin contaminarse -sin cambiar su propio registro-, circunloquios, expresiones oblicuas, énfasis, mezclas de niveles ajenos. Dicho de otra forma: ese testigo sui generis que cuenta la aventura de Gauna ha transmitido con lucidez de narrador omnisciente tradicional la palabra de sus personajes, manteniéndose separado de ellos y hasta subrayando sus flaquezas lingüísticas. Ahora, en cambio -junto con el giro que toma la anécdota a partir de la muerte del protector benévolo de Gauna-, para dar cuenta de las circunstancias inevitables y misteriosas, el discurso del narrador recurre a apareamientos -«modesta y resplandeciente»; «humilde pero diáfana»- que se parecen más a algunas enunciaciones de Gauna o sus amigos que a las reflexiones del propio narrador.

Lo cierto es que a partir de este capítulo, el centro significativo de la novela -que se había desplazado, o parecía haberse desplazado, hacia el amor de Clara y Gauna- vuelve a ser, paulatinamente, la necesidad de Emilio Gauna de repetir la experiencia entrevista y perdida en el carnaval de 1927. Como si la muerte de Taboada hubiese soltado cabos misteriosos, Gauna juega a las carreras por segunda vez, gana nuevamente y sale con Valerga y el grupo de amigos a rescatar lo vivido tres años antes. Así retoma el narrador en el capítulo 46 el motivo dinámico de la admiración de Gauna por Valerga:

Olvidando los rencores, Gauna lo miró con la prístina admiración intacta, deseando creer en el héroe y en su mitología, esperanzado de que la realidad, sensible a sus íntimos y fervorosos deseos, le deparara por fin el episodio, no indispensable para la fe, pero grato y atestiguador -como para otros creyentes, el milagro-, el resplandeciente episodio que lo confirmase en su primera vocación y que le devolviese, después de tantas contradicciones, la venia para creer en la romántica y feliz jerarquía que pone por encima de todas las virtudes el coraje.


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Ya he comentado por qué me parece revelador este pasaje22: aquí la enunciación del narrador homologa -como no lo había hecho antes de presentarse explícitamente en tanto «yo»- los tics lingüísticos caricaturizados manifiestamente o de manera tácita en el relato. No es necesario un análisis muy minucioso para advertir el énfasis («íntimos y fervorosos» deseos); la mezcla de metáforas: ningún «resplandeciente episodio» puede otorgar ninguna «venia» (término tomado de la jerga legal, en la que tiene sentido de «permiso», trasladado aquí a «libertad»). Etcétera. El tipo de énfasis de este texto es equivalente, hasta cierto punto, al de las hipérboles de Baumgarten; pero difiere en que, aquí, la retórica subraya una verdad fundamental para el personaje, obnubilado por «creer en la romántica y feliz jerarquía que pone por encima de todas las virtudes el coraje». Más importante todavía: el narrador expresa esa verdad como podría haberlo hecho Gauna mismo, sin distancia crítica, sino tomando prestada su (posible) manera de decir.

Dije al principio de estas páginas que El sueño de los héroes es el libro central en la obra novelística de Bioy. Lo es en muchos aspectos: relacionados con la concepción del relato, con el tratamiento de los temas, con el aprovechamiento de pretextos literarios; pero lo es sobre todo porque establece un sistema de vasos comunicantes entre la lengua hablada por sectores distintos de Buenos Aires, y lo establece jerarquizando el discurso de los personajes de barrio: desatendiendo sus perfiles pintorescos en beneficio de sus posibilidades expresivas. La distancia entre sujeto narrador y sujetos narrados se salva sólo parcialmente, aunque con un giro casi operístico (un crescendo wagneriano, como lo ha definido Bioy mismo), en El sueño de los héroes, pero se anula en las dos novelas subsiguientes. En Diario de la guerra del cerdo hay una homologación completa entre discurso del narrador y discurso de los personajes. En Dormir al sol, como se sabe, se vuelve a la convención del texto escrito a manera de memoria por el protagonista, y la similaridad con La invención de Morel es clara; pero el narrador de la quinta novela, Lucho Bordenave, es un individuo de la baja clase media, de ingenio muy limitado, que se expresa fatigosamente en una lengua plagada de tics (la expresión «la señora», para referirse a su mujer, usada ad nauseam, es emblemática de un discurso a-inteligente, aunque eficaz en el orden narrativo). Lo que estoy tratando de sintetizar aquí es lo siguiente: las cinco novelas de Bioy describen un círculo. Si el discurso de las dos primeras neutralizaba el habla general culta del lapso 1930-1940, en Diario de la guerra del cerdo (en muchos sentidos, follow-up, o inversión, de El sueño) y en Dormir al sol (cuyo motivo dinámico principal es semejante al de Plan de evasión23) se neutraliza un discurso porteño popularizado a partir de la década 1945-1955, y la experiencia de cierta retórica del primer peronismo de que, en parte, se da cuenta en El sueño no parece ajena a esa popularización24. Semejante trabajo de literatización -cuyo ensayo general está, según creo, en algunos de los aspectos de El sueño de que me he ocupado- se puede comparar con el del primer Cortázar. Elaborado desde una aguda percepción crítica de las modalidades del habla porteña -pero también desentendido del verismo naturalista25-, el discurso de los dos escritores llega a una estilización que, por guardar los rasgos más típicos del habla de su momento, se ha confundido con una mimesis o con una falsificación. En los mejores textos de Bioy, así como en los más logrados de Cortázar, la estilización se logra subrayando detalles reveladores, matices connotativos: insistiendo a veces en ellos hasta la parodia, o simplemente solazándose en los rasgos diferenciales. Ese subrayar esfumando contornos es una de las maneras de caracterizar en literatura.





 
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