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Hablar pura castía

Manuel Alvar


Universidad de Granada



El mercado de Mitla recuerda poco los de Toluca, Oaxaca o Amecameca. Pasear por uno de estos mercados mejicanos es asistir a un portentoso espectáculo de color y de humanidad palpitante. Calles y calles de tenderetes o de montoncitos de fruta, d e jícaras, de hierbas o de flores por los que apenas queda un estrecho paso paró el caminante. Indios arracimados, descalzos, con anchos sombreros de paja. Bernal Díaz del Castillo vio así aquella vida fluyente: abigarrada, heterogénea1. Hoy, como ayer, cambiada la lengua, se vocearía igual y casi lo mismo: pomadas para el dolor de cuello o de reúma, hierbas para la esterilidad o mejunjes para el amor. Ahora con sensible progreso: también hay folletos para interpretar los sueños. (En un rincón del mercado, el corro de los petates, las pobres esteras de palma donde reposan estas gentes y que -en el último sueño- sirve para envolverlas.)

El mercado de Mitla recuerda poco los de Toluca, Oaxaca o Amecameca. En aquella plaza desolada me acordaba de Cíbola, tal y como la vio Sender, o de la ciudad de trasmundo que encontró Pedro Páramo. Sol, polvo y algún árbol raquítico. Al pie de uno de estos árboles, sin fuerzas ya ni para dar sombra, el indio y la india vendiendo petates. ¿Vendiendo? Parecía como si la muerte no tuviera ocasión de morir. Al fondo de la plaza, alineadas en un porche, larguísimas filas de mujeres tejiendo palma. Las indias llevan las trenzas entreveradas con cintas de colores y los sarapes no al cuello, sino rodeándoles, a guisa de turbante, la cabeza: un turbante cuyas vendas fueran muy largas y les colgaran, luego, por la espalda. Estas indias que por las aceras, a centenares, tejen sombreros de palma o petacas con una extraña y rapidísima velocidad, o que en livianos tenderetes ofrecen dulces de infinitas clases, mientras tupidos enjambres de abejas se posan sobre el azúcar, sobre el coco, sobre los pasteles. (A Mitla vienen indias de Aguatlatán o de Miahuatlán: tres días andando; venden sus objetos de palma y se vuelven. Ya mero tendrán camino. Y a pesar de todo se mueven.)

En Mitla también las impresionantes ruinas prehispánicas. Acaso con la mayor perfección en el manejo de las líneas. Algo como un recuerdo escolar de Creta, sin Tutankhamen y sin Merejkowski: exacta regularidad geométrica, absoluto rigor en el uso de los motivos. Todo sabiamente combinado. El arte mixteca, o aprovechado por los mixtecas2, no tiene la grandiosidad de las cosas mayas, pero sí una prodigiosa vitalidad: uno de los templos, o un conjunto de templos, aún vive en el atrio y en el ábside de la iglesia. La piedra de sillería, que hoy es -¿es?- cristiana, sirvió en otro tiempo para la religión que venía a morir3. Porque nada de cuanto he visto en Méjico, nada, comparable a la iglesia de San Pablo en Mitla: abierta de par en par, transida por un aire seco y limpio que adelgazaba las paredes y nos transportaba -como las campanas del Zócalo o Santa Prisca de Taxco- a la región más transparente. Y allí, por el suelo y por los bancos, gente no escasa: hombres y mujeres que entraban de rodillas o que rezaban sentados. En el altar barroco, la dignidad de un San Pablo de verdad, pero remoto en su santidad. Por eso en el centro del templo había otro San Pablo auténtico: armado con el burdo machete que aquí emplean para desbrozar y hacer leña. ¿No es acaso así el arma más contundente para el martirio?4 (Los hombres ofrecían velas; las mujeres, flores silvestres. La iglesia olía a campo y los santos -bellamente toscos- miraban complacidos: Cristo, desde su cruz, o, montando una de las diminutas borriquillas del país, entraba en Jerusalén, Domingo de Ramos que se le repite cada día en su peana de Mitla.)

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Por cualquier parte, en las ruinas, en un recoveco del camino, bajo un árbol, te asaltan las vendedoras: sartas de collares, piedras, hachas de cobre, vasijas, figuras... Todo auténtico, si hemos de creer a sus juramentos. Acaso -moldes conservados- sea, de verdad, más auténtico que lo viejo. Al pie de los aposentos, mientras me cobijaba en la frescura de las sombras, dos niños de ojos grandes como de venado nuevo se me acercaron en silencio. A una caricia mía se unieron a mis piernas. (A miles de kilómetros, por otros rumbos, los ojos de mi carne no tenían un muslo en el que apoyarse.) Vinieron dos indias a recoger a los niños. No, ellas no sabían zapoteca, venían, sí, de la sierra, con su carga de petacas tejidas -rosas y azules sobre el pajizo-, pero no sabían zapoteca. Ellas hablaban sólo «pura castía».

Castilla es -y fue para esta gente, como para otras gentes- todo un mundo. A. M. Espinosa ha estudiado la adopción de la voz entre los indios queres de Nuevo Méjico5 y entre los hopis de Arizona6. Sus explicaciones valen también par a los zapotecas de Oaxaca: «los primeros conquistadores españoles hablaban de su país, Castilla, y declaraban que venían en nombre de Castilla, de los reyes de Castilla, etc. De esta manera el indio oía siempre la palabra Castilla y enseguida empezó a emplearla con el significado de 'español', 'castellano'. Primeramente la palabra se usó como sustantivo, y después se generalizó hasta tal punto que llegó a emplearse también como adjetivo»7. El proceso viene de lejos: el capitán Gaspar de Villagrá en su Historia de Nuevo Méjico (Alcalá, 1610) muestra el uso de Castilla con el valor de «castellano, hombre de Castilla»8 y las indias de Mitla añaden ahora ese testimonio como «lengua de Castilla»9, que viene a coincidir con otro conocido de los guaraníes10. Más allá de las costas de América, en las islas unidas al mundo hispánico por la endeble sutura del galeón de Acapulco11, castila es también el «idioma castellano»12. Y es que «lo que da sentido, en el pasado y en el presente, a lo que llamamos España, lo que hace que nuestra civilización sea algo de que el planeta no prescinde no es el fruto de ninguna barbarie sangrienta ni de intervenciones y mercedes extranjeras, ni de gárrula y gesticulante palabrería, ni de obtusez mental, sino que es fruto de unas creaciones humanas que están ahí desafiando los tiempos, creaciones labradas en palabras, en colores, en sonidos, en ideas, en paisajes, en piedras y en algo noble y digno que yace en la conciencia de millones de gentes que siguen hablando la lengua de Castilla»13.

Las indias zapotecas tenían razón: ellas hablaban «pura Castía». No con las adopciones fonéticas de los queres y los hopis, ni siquiera con las deformaciones de las nahuas del valle de Méjico, para quienes la lengua es el kastilan copan14, sino con el tratamiento normal del español común: tan sólo el yeísmo (Castilla > Castiya), como se usa en el estado de Oaxaca15, y la y embebida por la palatal anterior, igual que dirían los hablantes de muchos sitios de la República16. Tratamiento fonético el de Mitla que acredita la incorporación de los indios a una lengua nivelada, no a los procedimientos de adopción de estructuras lingüísticas ajenas a su propio sistema indígena17. Conservada Castía con valor adjetivo, nada de extraño tiene que el adjetivo concierte en femenino -como era de esperar-. Porque Castilla ha vivido en todas partes (queres, hopis) sin distinción de género y número18.

Y no sólo son cuestiones fonéticas de adaptación las que van ligadas al nombre de Castilla. Los indios mapuches conservan un eco de la acción colonizadora en la adopción, semántica ahora, del topónimo peninsular19. El Diccionario Hispano Chileno, de Andrés Febres (Santiago, 1846), recoge la voz cachillahue como «trigo»20, y este viejo testimonio se ha venido precisando por todos los tratadistas: cachilla «le blé»21, kachillawe (al sur del río Valdivia, Chile) «trigo», mapu kachilla, o simplemente kachilla «trigal», kachillalwe «rastrojo de trigo», kachillantu «paja de trigo»22.

El propio nombre de Castilla, en los hablantes de nuestra lengua, ha adquirido numerosas connotaciones: unas veces es índice de importación, como en Santo Domingo, Cuba y Argentina23, en Méjico o Guatemala24; otras, para nombrar plantas ignoradas, como el bello nombre del rosal en náhuatl, caxtillanxotchitl25, el del «romero» en Guatemala26; otras para creaciones menos poéticas, como el nombre del «bayetón» (Castilla) en Chile27; otras para designar animales sagaces28, cosas de buena calidad29 o para indicar, como en Ecuador, las excelencias de algo30 o la «fortaleza o resistencia de las personas», según me dicen del aymara (Perú)31.

Castilla, hecha tierra, hombres, lengua, se ha ahincado como presencia viva entre estos indios que aún la mezclan en sus conversaciones (habla, plantas, animales) cuando tratan de caracterizar. ¿Cómo desarraigar Castilla de sus almas? Si para hablar o para rezar tienen que usar «pura Castía». Castilla pura -cabeza y corazón- de esta otra Extremadura. Trozo de cielo ganado a golpe de entusiasmo cuando la Castilla terrena, perdida al otro lado del mar, no era sino un recuerdo. ¿Sería un recuerdo? Porque el hombre castellano fue parco en añoranzas y soledades. Nunca debió sentir nostalgias y tristezas cuando se lanzaba -mar adelante- hacia lo desconocido. En estas tierras soñaría con su Castilla, pero no se embargaría de saudades: Castilla era, también, el destino al otro lado del océano, Castilla era la tumba lejos de Castilla, Castilla era la Jerusalén celeste que en la tierra jamás se encontraría o que -acaso- en la tierra fuera todas las tierras, como para los santos andariegos que, andariegos ya, pero aún no santos, tenían por nombre Teresa de Cepeda o Juan de Yepes.

No deja de llamar la atención que las voces que en español designan conceptos como éstos no sean castellanas. Así, añoranza es un catalanismo32; morriña un galleguismo33; nostalgia un helenismo, venido probablemente a través del francés34; saudade, un portuguesismo35, y únicamente soledad tiene corte castellano, a pesar de ser palabra de estructura libresca. Y es notable que soledad «añoranza» comience su andadura en una carta de Felipe II, hijo de portuguesa, y se haya difundido, «sobre todo», en Canarias, donde los portuguesismos son abundantes36. Habría que pensar si el término castellano lo es sólo por la forma y no por el contenido, que se ha podido tomar del occidente peninsular37.

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Así, perdidas añoranzas y nostalgias, Castilla se había eternizado en el gesto de la indita -trenza sobre el hombro, chamaco a las espaldas- que se santigua al pasar ante la iglesia o en el del bracero que se destoca el gran sombrero de paja. (En Campeche o en Mérida, en Palengue o Puebla. O ante las iglesias barrocas de calles que tuviesen nombres emocionados: Correo Mayor, Amor de Dios, Moneda, Empedradillo.) Queda aún el gesto y la lengua, ancha y pura Castilla. ¿Medellín?, ¿Trujillo?, ¿Medina?, y aquí, en tierras de Méjico, sintiendo -ya- la gloria de una Castilla celeste: en el tañido inacabable, trasmutado en cristal o argentería el bronce de la fundición, que hace resonar la inmensa piedra de cobalto de este cielo próximo y remoto. En el eco perdido de las campanas o en el cielo impasible de tan sereno, ¿cuántas noches no vendrían las voces ensordinadas de Zamora, los soportales de Olmedo, las rejas de Moguer o los patios de Écija y de Carmona?


   Soledad tengo de ti,
tierra mía do nací38



Soledad en el miedo castellano de dejar -como diría Quevedo- el cuerpo deshabitado:


   Si muero en tierras agenas
lexos de donde nascí
quien abra dolor de mi?39



Ahora, ya, soledad más allá de toda contingencia. Como un gesto liberado del tiempo y de la tierra. En la voz de los indios, pura Castilla.





 
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